La noche en que mi padre se marchó con María anunciaron el fin del mundo.
O al menos eso dijeron en la radio mientras discutían el eclipse que al otro día prometía apagar el Sol. Del otro lado del transistor, la apocada voz de una experta explicaba con cuidado la manera en que la Luna, la Tierra y el Sol se alinearían en fila y por unos segundos se haría de noche al mediodía. Hablaba sobre astrónomos chinos que fueron decapitados por no poder justificar de manera racional ese fenómeno que tanto asustaba al Emperador y recalcaba, con bastante frecuencia, que lo único que no era permitido durante el momento del eclipse era ver el cielo directamente.
Mientras esperaba el regreso de mi padre, imaginé el sonido del Sol apagándose. Oscilaba entre la posibilidad de que el eclipse estuviera acompañado por el trueno fuerte del astro sofocado o el rumor silencioso del viento que acompaña una noche que no vuelve a ser día. Imaginé las playas desiertas a mediodía, iluminadas solamente por la luz de la luna, anchas, blanquísimas, segundos antes de que todo acabara. Imaginé las entrañas oscuras de la montaña estallando, convirtiendo en lodo y cal todo aquello que no fuera campo. Imaginé la lluvia secándose instantes antes de caer indiferente sobre lo baldío, e imaginé una tropa de animales inquietos intentando escapar por los bordes de la tierra. Mis paisajes se recubrieron de miedo y se instalaron detrás de los párpados, mientras intentaba mantenerme despierta esperando a que mi padre volviera.
Los ojos me ardían por el deseo de verlo nuevamente. Los froté con fuerza. Mi mirada se nubló con gusanos iridiscentes que se movían de un lado a otro y esto me asustó tanto que cerré los párpados y esperé a que se alejaran con su perversa transparencia. Respiré profundo. Todo estaría bien en unas pocas horas cuando papá llegara. Me imaginé tomando sus manos toscas. Me las llevaría al rostro, chuparía sus dedos y le pediría que me leyera en voz alta los fascículos de la enciclopedia en donde nombraban uno a uno los diferentes tipos de dinosaurios que alguna vez habían existido sobre la Tierra. Cuando estuviéramos juntos, caminaríamos por el campo y recogeríamos piedras con formas raras y falsos tréboles de cuatro hojas que yo guardaría como tesoros. Al caer la tarde nos tenderíamos sobre el suelo mullido del bosque de pinos detrás de su casa y comeríamos chocolates. Rasgaríamos con cuidado el papel de estaño que los recubría para desprender las láminas que traían adheridas como premio. Allí aparecerían, por un lado, los retratos de osos polares, lobos, zorros silvestres, liebres, ballenas y, en el dorso, su nombre científico y una descripción breve de su comportamiento. Con voz firme, papá pronunciaría Ursus maritimus o Canis lupus y declamaría las costumbres mamíferas de estos predadores mientras yo, adormecida, sentiría su respiración tibia detrás del cuello.
Luego esperaríamos a que llegara el eclipse. Él me posaría sobre sus hombros y me pediría que no mirara directamente al cielo. Con cuidado pondría sobre mi cabeza el visor intergaláctico y me instaría a abrir los ojos. Justo cuando el Sol comenzara a apagarse, papá me agarraría fuerte de las rodillas y no me dejaría caer.
Me quedé dormida pensando que, quizás, a su lado no volvería a temer al fin del mundo.