Salí corriendo hacia la cocina, intentando remediar el descuido de la jaula. Frente a ella estaba María. Miraba de manera fija el aletear anárquico de las aves y permanecía inmóvil mientras chocaban sus cuerpos contra el metal oxidado que las contenía. Me acerqué hasta donde estaban ella y las aves y abrí la puerta para que pudieran escapar del caos. Creo que se tomaron un momento para entender que eran libres, y cuando lo hicieron, salieron revoloteando por la cocina. Las perseguí por la casa. Mi aleteo rebotaba por los corredores y por las paredes. Era un hilo sonoro que se hilvanaba y deshilvanaba a medida que recorríamos los confines del laberinto.
A lo lejos, la pesada puerta de metal. De llegar a abrirla, tanto las mirlas como yo seríamos libres.
Empujé con todas mis fuerzas y le hice un guiño a María para que me siguiera. Solté un bramido tan fuerte que las lágrimas de vidrio de todas las lámparas de la casa se estremecieron ante mi ferocidad.
Salimos. Las niñas y las aves en fila, mientras la oscuridad comenzaba a manchar el cielo.
Estaba descalza y sentí el asfalto arder bajo mis pies. El sol del mediodía que aún alcanzaba a verse rasguñaba mi frente.
Volví a bufar y me puse en cuatro patas. La única manera de llegar a la calle y comenzar a buscar a mi padre, quien ya debía estar cerca, era convertirme en Inés pantera. Cazadora de presas grandes, felina de pelaje grueso. Las minúsculas piedras del asfalto se aferraban a mis manos y mis rodillas. Con fuerza, me impulsé para lograr una velocidad suficiente que me hiciera llegar al medio de la calle en donde debería estar papá. Pero él no se veía por ningún lado. El mutismo repentino de la ciudad se coló por entre mis oídos y me hizo sentir vértigo.
Rugí con fuerza para interrumpir ese silencio.
Me llevé las manos frente a los ojos para protegerme del sol y miré a ambos lados nuevamente. Tal vez lo había perdido de vista por un instante.
Tenía que estar segura.
Cuadrúpeda, avancé unos cuantos metros y me acerqué hasta donde estaba un poste de luz. A sus pies se encontraban unas bolsas de basura a las que les ladré con fuerza, en un intento por llamar a mi padre, quien tal vez se encontraba allí dentro. Pero no había nadie. Sólo un par de palomas merodeaban cerca de unos restos de comida que habían sido abandonados, y con mi galopar, se habían espantado. Ahora reposaban sobre los cables de la luz. Rugí nuevamente para espantarlas.
Todavía no estaba oscuro. Algunos fragmentos de vidrio resplandecían sobre el pavimento y lo hacían ver como un oasis. El espejismo daba la impresión de que la calle ondulaba y sentí como si estuviera arrodillada sobre un lago congelado, justo antes del deshielo. Sobre el pavimento, los pies comenzaron a temblar y pensé que iban a transformarse en una materia tan líquida como el suelo sobre el que estaba. Tuve miedo.
En un intento por sostenerme, froté las manos y las rodillas sobre el asfalto y sentí cómo las minúsculas piedrecillas colgaban de mi piel. El ardor de ese pellizco hacía que la sensación de mareo se diluyera y me sentí anclada sobre el pavimento.
A pesar de los temblores de mi cuerpo, me mantuve en mis cuatro patas.
Una sombra comenzaba a tragarse todo, y quise que esa oscuridad, que lentamente comenzaba a devorar el cielo, me engullera a mí también. A pesar de mi condición salvaje, me sentía inquieta. Di un rugido que salió del fondo de mi garganta y tomé la fuerza necesaria para pararme en dos patas. Necesitaba tener una visión más amplia de los lugares en donde mi padre podía estar escondido, y comencé a girar sobre mí misma como un gato que se persigue la cola.
Extendí los brazos. A medida que aumentaba la velocidad, todo lo que me rodeaba comenzó a desvanecerse en una mancha informe. Pensé que si daba muchas vueltas, todo eso que estaba afuera podría volverse a armar como si fuera un rompecabezas puesto a mi antojo.
Las posibilidades eran infinitas.
A lo lejos escuchaba los gritos de mi madre que me pedían que parara o tal vez anunciaban la llegada de papá. A su lado, Álvaro se mantenía como un espectro. Me detuve y sentí cómo la sangre se me subía a la cabeza. El mareo hacía que mi cuerpo se sintiera ligero y di tumbos de un lado a otro, intentando volver a encontrar mi eje. Caminé unos cuantos metros lejos de la casa y vi una silueta que me señalaba el cielo. Por fin papá había llegado. Pero su cuerpo comenzó a diluirse entre los curiosos que salían a ver el fenómeno astronómico y lo perdí de vista. El día continuó oscureciendo y recordé las advertencias de la radio: durante el eclipse no se debía ver directamente al Sol.
Todo se volvió silencio. El Sol se había transformado en una media luna y la falsa noche nos cobijaba. Papá no estaba por ningún lado, había incumplido nuestra cita. La Luna continuaba su tránsito y sólo quedaba un minúsculo resplandor antes de que se apagara el Sol. Llegaba el momento del fin del mundo y él no estaba a mi lado. Ya no seríamos cómplices ni testigos de la catástrofe.
Sin alzar la mirada, me lancé sobre el primer cuerpo que tuve cerca, como si fuera una presa inversa que se tira a las fauces de su verdugo. Quería colgarme del cuello de este hombre para que me llevara hasta un lugar donde pudiera comenzar una nueva vida. Un lugar para observar la llegada del fin de los tiempos. Sería un nuevo padre; la promesa de una nueva casa. Pero no encontré la calidez de un abrazo. Sólo la imagen de unos pies ensangrentados que se retorcían y sobre los que descansaba ahora un costal lleno de vidrios. Me acerqué para besarlo y pedirle que me llevara con él, pero, frente a sus labios, sentí sobre mi aliento el aliento agrio de otro mamífero. Miré dentro de sus ojos grises y vi cómo su hocico hacía una mueca incómoda. Entendí que ese lobo extraño tampoco quería ser mi padre. Dio un manotazo y me tiró nuevamente al asfalto.
Alcé la cabeza hasta que el delgado halo solar que aún permanecía me acarició el cabello. Mostré los colmillos y abrí los ojos. No tuve miedo de mirar directamente al cielo.