Capítulo 8

 

 

 

 

 

Claudia se había tumbado en el sofá de la biblioteca para escuchar su libro favorito con los cascos. Más allá de la puerta cerrada se oían voces distantes y movimiento, pero como el personal de Ciro se ocupaba de la limpieza, no le dio importancia. En los cuatro días que ya llevaba allí, se había ido acostumbrando a su presencia. Lo mejor era que no vivían en la casa. Acudían puntualmente cada día a limpiar, se ocupaban de la ropa y se marchaban.

Se había pasado sola las dos noches que Ciro llevaba en Los Ángeles. Al principio, se había sentido rara y un poco atemorizada. Nunca antes había estado sola. Incluso los tres meses que había vivido en la granja, el personal de seguridad de su padre estaba siempre allí por si lo necesitaba. Siempre había estado a merced de su padre.

Estar sola allí era bien distinto. Ciro le había dejado el número del conserje, que se había ocupado de proporcionarle lo que había necesitado, pero en ningún momento había tenido la sensación de que la vigilaban, de que informaban de sus movimientos y sí, era muy distinto. Distinto y bueno.

El único punto negativo era la terquedad con la que sus pensamientos se empeñaban en revolotear alrededor de Ciro. Después de contarle lo de su dislexia, no habían vuelto a hablar de ello, pero había notado un cambio en él. Si la menospreciaba por ello, solo el tiempo lo diría. Diciéndoselo no buscaba su compasión. Sin la verdad, seguiría considerándola una malcriada y una vaga, y aunque había sido la confesión más difícil de su vida, prefería que la creyera tonta que todo lo demás.

Apartando por enésima vez sus pensamientos de Ciro, cerró los ojos e intentó concentrarse en el enfrentamiento verbal de Elizabeth con el señor Darcy.

Tardó un instante en darse cuenta de que la puerta de la biblioteca se había abierto, y un instante más en detectar el perfume a maderas que se había difundido por la estancia.

De un tirón se quitó los cascos y se incorporó.

–¡Has vuelto! –dijo. Qué estupidez de observación. Pues claro que había vuelto. Lo tenía delante.

Las mariposas de su estómago se despertaron tan sobresaltadas como ella. ¿Cómo era posible que, cada vez que se separaban, se olvidase de lo devastador que era, y que cada vez que lo veía de nuevo tras un tiempo separados, la intensidad de su reacción creciera?

–Lo siento –dijo, intentando parecer despreocupada–, es que creía que llegarías más tarde.

El latido del corazón se le aceleró al ver aparecer en su cara los hoyuelos que acompañaban a su sonrisa.

–He terminado antes de lo que creía.

–¿Has tenido buen viaje?

Ciro se encogió de hombros. Los Ángeles no era precisamente su ciudad favorita. A menos que fueras una mariposa social, no había nada que hacer allí cuando viajaba por cuestiones de trabajo, y siempre le gustaba hacer algo diferente después de trabajar. Algo físico.

Ha sido productivo. ¿Qué tal tú?

Había sido una sorpresa que se hubiera tomado la molestia de llamar por teléfono para saber si todo iba bien. Lo había hecho al terminar la reunión del día anterior, y porque ya no era capaz de seguir soportando el silencio. Después de la tensión durante la comida, y la turbadora confesión sobre su dislexia, se habían pasado el resto del día en distintas partes de la casa. Él había vuelto a dormir en la biblioteca, y la tensión aún era tangible entre ellos cuando se había despedido de ella a la mañana siguiente.

–Todo bien, gracias.

–Bien. Voy a darme una ducha. He pensado que podríamos salir a comer. ¿Has decidido lo que te va a apetecer…? ¿Qué pasa?

Ella había bajado la mirada.

–Es que pensé que estarías cansado después de tanto viaje y tanta reunión, y se me había ocurrido preparar un pollo a la cazadora –se explicó, encogiéndose de hombros–. Pero no importa. Lo puedo congelar. Me lo comeré la próxima vez que salgas de viaje.

No podía creerse que hubiera sido capaz de cocinar para él, teniendo en cuenta cómo habían sido las cosas entre ellos. Había detectado un olor a comida al entrar, pero la cocina estaba tan lejos de la entrada que creyó que era cosa de su imaginación.

–¿Cuándo va a estar listo?

–Ya lo está. Lo he dejado dentro del horno para que no se enfríe. Solo me falta la pasta que va de acompañamiento.

–Genial. Entonces voy a ducharme y comemos juntos.

Le costó muchísimo que su voz no revelara la tensión que le atenazaba desde que había entrado en la biblioteca, momento en que su cuerpo había decidido entrar en guerra consigo mismo.

–No recuerdo la última vez que comí en el comedor.

Ella sonrió. Desde luego era una sonrisa que podía parar el tráfico.

Comes como un neoyorquino.

–¿Y cómo sabes cómo come un neoyorquino?

–He estado charlando con Marcy.

Su risa brotó sin cortapisas.

–¡Ella sí que es una auténtica neoyorquina!

 

* * *

Ciro tomó su primer bocado de pollo a la cazadora y se quedó mirando a la mujer que lo había preparado.

–¿Está bueno? –preguntó ella, con el tenedor en el aire.

–Claudia, está increíble.

Su cumplido la hizo sonrojarse.

–Sabía que te gusta cocinar, pero esto es otra cosa… esto es digno del mejor restaurante.

–Qué tontería.

–Lo digo en serio. Y te advierto que he comido en unos cuantos restaurantes con estrellas Michelin.

Claudia arrugó el entrecejo. No parecía creérselo.

Ciro tomó un sorbo del vino que había abierto para acompañarlo, y le pareció perfecto.

¿Quién te ha recomendado el vino?

–Es el que sirvo siempre con este plato.

–¿Es que eres somelier?

–¿Qué es un somelier?

–Es un experto profesional del vino. Están especialmente formados para maridar comida y vino.

–¿Y les pagan por eso? –se sorprendió–. Como decía nuestra niñera inglesa, se aprende algo nuevo cada día. En casa de mi padre, cuando preparaba algún plato nuevo, recorría la bodega hasta encontrar el vino que lo acompañase a la perfección.

Ciro intentó que no le notase la reacción visceral ante la mención de su padre. Claudia estaba haciendo un gran sacrificio para que pudiera ser el padre de su hijo. Debía odiarlo por lo que le había hecho, pero estaba anteponiendo las necesidades de su hijo a las propias, y él tenía que hacer lo mismo. Tenía que lograr aprender a separarla de su padre porque, si no lo lograba, ¿cómo iba a poder separar al nieto del abuelo? Ya se había convencido de que su idea de vivir juntos hasta que naciera el bebé era la mejor solución.

–¿Prueba y error?

Ella asintió con una risilla, tan inesperada que fue como música para sus oídos.

–Una vez, cuando estaba preparando por primera vez una receta toscana, probé ocho botellas de vino, lo cual a mi padre no le hizo mucha gracia, sobre todo porque una era un Barolo de diez mil euros.

¿Y maridó bien con la receta?

–¡No! –se rio abiertamente.

–Está claro que tienes una buena nariz.

Claudia arrugó la nariz en un gesto tan ridículo que Ciro también se echó a reír. Tomó otro sorbo de aquel vino tan delicioso y miró la copa de agua que tenía ella. Su buen humor se empañó un poco, y ella debió notarlo.

–¿Qué ocurre?

–Solo estaba pensando lo fácil que es para los hombres el embarazo.

–Espera a que esté del tamaño de una ballena y se me antoje una tostada de dentífrico. Ya verás como entonces no te parece tan fácil –se burló, dándole unas palmaditas en la mano.

Tardó un poco en comprender lo que había dicho porque el roce de su piel le provocó una descarga inesperada. Debía haberlo hecho sin pensar, porque la vio enrojecer de pronto y apartar la mano.

A ella le ardían las yemas de los dedos por tocarlo, así que tomó su vaso de agua fingiendo que no había pasado nada, que estaba tranquila, pero no era así. ¿En qué narices estaba pensando? En realidad, en nada. Se limitaba a disfrutar del momento sin barreras, y durante unos segundos, se olvidó de todo y se dejó arrastrar hacia una intimidad que ninguno de los dos deseaba.

Pero… las mariposas habían vuelto a revolotear en su estómago. En realidad, no habían dejado de hacerlo desde que él entró en la biblioteca. Se sentía más viva cuando Ciro estaba cerca. Hasta podía escuchar el latido de su propio corazón y el circular de la sangre por las venas.

Cuando se atrevió a volver a mirarlo, lo encontró con los dientes apretados y una sonrisa tensa.

–Sé muy poco de embarazos –dijo, fingiendo que no había ocurrido nada–. Estoy al tanto de los cambios físicos que ocurren, pero el resto… –se encogió de hombros–. Sé que vas a necesitar mucho apoyo, pero tendrás que decírmelo tú porque yo no tengo ni idea de cuándo.

–No te creas que yo sé mucho más que tú. Cuando vayamos a ver al médico, todo quedará más claro.

–¿Quieres que te acompañe?

–Eres el padre. Deberías estar.

–La semana que viene no tengo que viajar, así que podemos concertar una cita. ¿Te parece bien?

–Tengo la agenda un poco apretada, pero seguro que puedo reorganizarla bromeó.

Sus miradas se encontraron y el corazón le dio un salto al ver que la miraba divertido. Divertido, y algo más. Algo que apretó su corazón como si fuera un puño y que, cuando dejó de hacerlo, obligó a su sangre a explotar por todo el cuerpo.

 

 

Claudia estaba peinándose ante el espejo del vestidor. Se había duchado, se había cepillado los dientes y se había puesto el pijama. Todo muy normal, excepto cómo se sentía. El estómago le ardía con tanta fuerza que era imposible achacarlo a las náuseas del embarazo. Ya se había engañado lo suficiente, diciéndose a sí misma y a su hermana que amaba a Ciro cuando, desde el principio, todo había sido atracción mezclada con una imperiosa necesidad de disfrutar de la libertad que representaba. No volvería a mentirse.

La atracción por Ciro no había disminuido. De hecho, había habido un momento, hacia el final de la comida, en la que sus miradas se habían retenido y los recuerdos de los sentimientos y la sensaciones que había experimentado haciendo el amor con él, habían vuelto a consumirla. Las estaba sintiendo en la piel en aquel momento. Y por dentro también. Oleadas de calor le ardían en el vientre con una necesidad que… apretó los dientes y empezó a recogerse el pelo como hacía siempre para dormir.

¿Cómo podía seguir sintiendo esa necesidad insaciable de él? Ciro se había aprovechado de ella en un descabellado juego de venganza, y ella se había tragado sus mentiras sobre el amor, y aunque ella también había mentido sobre sus sentimientos, no era un engaño como el de los hermanos Trapani, que pretendían la destrucción total de la familia Buscetta.

Pretendía construir una relación en la que ambos pudieran apoyarse por el bien de su hijo, pero nunca volvería a confiar en él.

–Tenemos que comprarte un tocador.

Tan perdida estaba en sus pensamientos que no había oído a Ciro entrar en el dormitorio, y dio un respingo enorme.

–¡Me has asustado!

Cuando concluyó la cena, con ella se fue la atmósfera relajada que habían tenido. La conversación dejó de fluir, y no volvieron a mirarse, pero la sensación que le corría por las venas había hecho que se levantase de golpe de la mesa, asustada de sí misma.

Me voy a la cama –había dicho.

A él aún le quedaba media copa de vino, pero tras apurarla, asintió.

–Que duermas bien.

No le había preguntado si iban a compartir cama. No sabía qué respuesta quería escuchar.

–La próxima vez, llamaré a la puerta –contestó, mirándola en el espejo con una pequeña sonrisa.

Claudia siguió haciéndose el moño, consciente de que él continuaba observándola, intentando controlar el temblor de sus manos.

Ciro sabía que necesitaba moverse. Cuanto más se quedara allí mirándola, más intenso se volvería el deseo de acercarse y deshacer aquel moño, igual que en la noche de bodas, y que los mechones de su hermoso cabello resbalasen por entre sus dedos.

Mientras se sujetaba el recogido con una goma, sus ojos volvieron a encontrarse.

–Me voy a cepillarme los dientes –dijo él, respirando hondo.

Ella asintió sin moverse de donde estaba.

Dio media vuelta y entró en el baño. Antes de que pudiera recuperar la calma, se vio asaltado por el perfume del gel de ducha de Claudia. El pecho se le cerró de tal modo que le costaba trabajo respirar.

Abrió el armario, y se encontró con su cepillo de dientes y su pasta, metidos en un vaso de cristal. Había diseñado personalmente aquel cuarto de baño, y no se había imaginado que un día entraría y se encontraría con los objetos de aseo de una mujer ordenados en aquel armario, y el corazón le pareció que se le salía del pecho. El armario tenía cuatro baldas. Claudia no había movido sus cosas, sino que había colocado las suyas con cuidado de que no le molestaran.

Apoyó las manos en el lavabo y respiró hondo varias veces. Tenía que ponerle freno a aquello. En el vuelo de vuelta de Nueva York, había decidido que no podía seguir durmiendo en la biblioteca. Años atrás, había tenido una lesión en un músculo de la espalda, una de esas lesiones que podían volver a reproducirse sin avisar, y dos noches durmiendo en el sofá seguidas por otras dos en la cama que tenía en la oficina de Los Ángeles, le habían recordado la importancia de dormir en un colchón decente.

Claudia iba a vivir con él en el futuro más próximo, y habían acordado que compartirían habitación. Había llegado el momento de hacerlo. Le esperaban unas cuantas noches de tortura, seguro, pero no iba a durar para siempre. En unas semanas ella pasaría a ocupar la habitación de invitados.

Se lavó la cara y los dientes, y se quitó la ropa, a excepción de los calzoncillos. Se había acabado dormir desnudo. Siempre había creído que, hasta la jubilación, no iba a recurrir al pijama para dormir, pero igual había llegado el momento de adelantar esos planes.

Claudia había echado las cortinas y estaba acurrucada en la cama cuando volvió al dormitorio.

–¿Vas a dormir conmigo? –le preguntó ella cuando notó que se metía bajo las sábanas.

–Sí –contestó, y apagó la luz.

Se sumieron en la oscuridad, espalda contra espalda, la cama lo bastante grande para que ambos pudieran estirarse sin molestarse. Pero la distancia no bastaba. No había una sola célula de su cuerpo que no estuviera en alerta por la presencia de Ciro. El latido de su corazón era ensordecedor. Tenía miedo de respirar. No, es que no podía hacerlo. Tenía miedo de moverse por acabar rozándose con él. Cerró los ojos con fuerza, intentando no pensar en el calor que le había nacido en el vientre. Seguía sin poder respirar. Tampoco él parecía hacerlo. Los dos permanecieron inmóviles como estatuas. El brazo izquierdo, que había colocado de un modo poco natural bajo la almohada, empezaba a dolerle, pero no se atrevió a moverlo.

Sintió que su temperatura subía. Las cuatro noches que había dormido en su cama habían pasado sin incidentes. El colchón era firme y cómodo, el edredón suave y cálido, ambos invitándola al sueño como si hubieran sido elegidos teniendo en cuenta sus gustos. Había dormido mejor en aquella cama que en cualquier otra. Hasta aquel momento.

Al final no pudo aguantarlo más y, muy despacio, sacó un pie de debajo del edredón. El frescor que notó fue una maravilla, a pesar de que el resto de su cuerpo ardía y el brazo la estaba matando. De repente, sacó el brazo y quedó tumbada boca arriba.

Ciro se movió también, y ella contuvo el aliento. Estaba segura de que tampoco dormía.

Lo estuviera o no, no hizo ningún movimiento más antes de que ella, por fin, consiguiera quedarse dormida.