Ciro se levantó, y vestido con un pantalón de deporte, bajó al gimnasio. Necesitaba quemar aquellas sensaciones conflictivas, embriagadoras y horribles.
Se había despertado con una erección que podía rivalizar con el Empire State Building, y había estado a punto de despertar a Claudia con un beso en la nuca, antes de que la cordura lo sacara del apuro.
Nunca había imaginado que pudiera existir semejante tortura. Estar tumbado junto a ella y no tocarla había sido un verdadero infierno. Ojalá tuviera la capacidad de hacer avanzar el tiempo y que su hijo naciera ya. Le compraría una casa cerca para poder mantener el contacto con el bebé, pero lo suficientemente lejos para no encontrarse con ella por casualidad.
Pero ese día parecía no llegar nunca. Apenas llevaba una semana en su casa y ya se sentía a punto de estallar.
No había pasado peor noche que aquella en toda su vida. El único alivio fue despertar y descubrir que Ciro ya se había marchado. Claudia se duchó y se vistió rápidamente, y luego bajó a la cocina a prepararse un chocolate. Se lo estaba tomando en la terraza cuando él apareció, vestido con una camisa negra y unos viejos vaqueros, con una taza de café en la mano.
La saludó apenas con una inclinación de cabeza, sentándose en el sofá más alejado de ella, y conectó el teléfono.
–¿Te duele la garganta? –le preguntó después de unos minutos de ser ignorada.
–¿Por qué lo dices? –preguntó, mirándola.
–Porque no has dicho una sola palabra desde que has llegado. Creía que las cosas habían ido bien en la cena, pero ahora estamos los dos aquí y vuelves a ignorarme. Tan pronto una cosa como la contraria… no es fácil.
Ciro dejó el móvil. Tantas emociones distintas parecían brillar en sus ojos verdes que, por una vez, fue difícil descifrar en qué estaba pensando. Un pulso le tembló en la sien.
–No sé cómo actuar contigo –dijo.
–Solo tienes que ser tú mismo. De eso se trata todo, ¿no? De que seamos sinceros el cuanto a quiénes somos. Que forjemos algo que nos permita ser padres juntos.
–Lo intento, pero es más difícil de lo que me esperaba. Mucho más. Te miro y veo una hermosa mujer inocente a la que he tratado fatal, y luego recuerdo que eres la hija del hombre que mató a mi padre. El corazón me dice que no sabías nada de los tejemanejes de tu padre, pero mi cabeza no entiende cómo podías vivir con alguien toda tu vida y ser ciega a su verdadera naturaleza. A pesar de tu dislexia, eres una mujer inteligente y observadora. Te das cuenta de todo, así que dime cómo voy a creer que nunca has sabido quién era tu padre de verdad.
Era la primera vez que alguien le decía que era inteligente, pero no pudo saborear aquel cumplido inesperado por el torbellino de emociones que giraban en su interior.
–No había nadie que lo contradijera –dejó la taza en la mesa y se recogió el pelo en una mano–. Ojalá fuera capaz de hacerte ver cómo fue para nosotras crecer cuando mi madre murió. Yo solo tenía tres años, y no recuerdo nada de nada. No sé si su muerte hizo que mi padre se volviera más protector que antes –ojalá su hermana pudiera estar allí con ella. La echaba muchísimo de menos. Imma sabría qué palabras decir–. Nunca he tenido libertad ninguna. Cada vez que salíamos de la villa teníamos que llevar escolta armada, incluso para ir al colegio, que era uno de los más pequeños y seguros de toda Sicilia. Nunca pude ir a casa de mis amigas, y nunca me relacioné con chicos. Las únicas personas con las que me relacionaba estaban a sueldo de mi padre, así que no iban a decirnos la verdad, ¿no crees?
–Pero tuviste que saber que había algo raro en él. Me creíste cuando te conté lo que le había hecho a mi padre. Si alguien me dijera a mí algo así sobre mi padre, me habría echado a reír, porque mi padre era un hombre bueno, honrado y con escrúpulos. Sin embargo, tú me creíste sin dudar.
–Es que… yo no… –¿cómo explicarlo?–. Yo no era completamente ciega. Siempre supe que mi padre tenía un lado oscuro, y eso me asustaba desde que era pequeña. En parte es lo que me empujaba a ser tan obediente. Cuando me dijiste lo que había hecho, algo encajó en su sitio. Cosas de las que me daba miedo hablar, sentimientos que tenía, cosas que había visto y oído y que no tenían sentido, el miedo que siempre ha vivido en mí. Una especie de rompecabezas gigante cuyas piezas encajaron de repente. En el fondo de mi corazón, supe que me estabas diciendo la verdad. Una de las razones por las que me fui al convento cuando me quería esconder fue porque me eduqué con esas monjas desde que tenía seis años. Muchas de ellas incluso educaron a mi madre. Aprendí cosas de ellas que hicieron que otras cosas encajasen también.
–¿Qué cosas?
–Mi dislexia, por ejemplo. O que toda Sicilia le tuviese miedo. O que la casa en la que crecí la hubiera pagado la sangre de otra gente. Y que tú pensaras que yo había sido cómplice de todo eso… –parpadeó para contener las lágrimas–. Pase lo que pase entre nosotros dos, nunca volveré con él. Preferiría vivir en la calle.
Fue a colocarse la goma para sujetar el pelo, pero se encontró con que no la llevaba en la muñeca. Por un instante el único sonido fue la respiración de Ciro, que permanecía inmóvil, rígido, mirándola fijamente. Y entonces, despacio, sus hombros se relajaron y su mirada se dulcificó.
–Lo siento –dijo–. Sigo teniendo que disculparme, ¿verdad?
Pensó en lo que su padre le había hecho a la familia de Ciro y las lágrimas volvieron a quemarle en los ojos.
–Esto no es fácil para ninguno de los dos.
–Pero yo te lo estoy poniendo más difícil de lo que ya es. Me esforzaré más, lo prometo –se comprometió, mirándola a los ojos, y apuró el café que le quedaba–. Te dije que iba a enseñarte la ciudad. ¿Hay algún sitio en particular al que quieras ir?
El cambio de tema fue un alivio.
–Me gustaría ir ahí –dijo, señalando las copas de los árboles.
–¿A Central Park?
–¿Eso es Central Park? –se asombró, recordando películas antiguas que había visto de niña–. ¿No es ahí donde hay coches de caballos?
–Sí. ¿Te gustaría montar en uno?
–¡Me encantaría! –contestó, entusiasmada.
–¿Algo más?
–Me ha parecido ver un castillo…
–El castillo de Belvedere.
–¿Podemos ir ahí también?
–Podemos ir donde quieras.
Ciro salió del ascensor y soltó el aire que había estado reteniendo en los pulmones. Cada vez que respiraba el perfume de Claudia, sus sentidos se desbordaban y sentía unos enormes deseos de tocarla, pero se había prometido que, fueran donde fuesen, se mostraría cordial y amigable. No había pretendido ser cruel antes ignorándola, pero es que cuando había salido a la terraza, el deseo de abrazarla había sido tan intenso que había tenido que apartar su atención de ella hasta recuperar el control.
Aquello no era culpa de Claudia. Ella no había pedido que la metieran en aquel juego de venganza. Y tampoco era culpa suya que la sangre se le envenenara. Tenía que admitir que la había juzgado mal. Se había equivocado con ella. Del todo. Ahora estaba en deuda con ella y con el bebé. Tenía que intentarlo de verdad. Y ese nuevo plazo empezaba en aquel momento.
Su determinación estuvo a punto de venirse abajo cuando salieron del edificio y ella le dio la mano.
–Fíjate cuánta gente –se admiró con los ojos de par en par.
Sentir la vibración de su miedo, ver cómo su piel se volvía de color ceniza, le hizo sentir compasión junto con la descarga eléctrica de la ira. Cesare la había hecho así con sus historias de miedo. No creía que el desprecio que le inspiraba aquel hombre pudiera crecer, pero así fue.
–No hay por qué tener miedo. Esta gente va a lo suyo, igual que nosotros.
–¿Y si te pierdo?
–Me quedaré a tu lado como si me hubieran pegado con pegamento.
Ella lo miró a los ojos, respiró hondo y, soltándose de su mano, salió al frenesí de la calle.
Ciro entraba en su casa al mismo tiempo que Claudia bajaba el último peldaño de la escalera, aún en pijama. A juzgar por lo hinchados que tenía los ojos, hacía poco que se había despertado.
–En sintonía –dijo, mostrándole una bolsa de papel que llevaba en la mano–. Desayuno. ¿Quieres que lo tomemos en la terraza?
Ella bostezó, parpadeó varias veces y acabó sonriendo.
Subieron los dos tramos de escalera hasta que llegaron al dormitorio y, de allí, a la terraza. El trasero de Claudia estaba apenas a unos centímetros de su cara, y se dio cuenta por primera vez que tenía el culito más mono del mundo. Solía vestir con blusones sueltos y vaqueros, de modo que quedaba oculto, pero la seda del pijama lo acentuaba.
–¿Qué tenemos? –preguntó ella al sentarse en la silla de hierro con su cojín para hacerla cómoda.
¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta antes de lo respingón que era?
–Bagels –abrió la bolsa y mostró los panecillos con un agujero en el centro típicos de Nueva York –. Este es de huevo, queso y beicon. Y este de aguacate, beicon y crema de queso. Elige.
Ella sonrió.
–Huelen de maravilla. Es la primera vez que voy a comer un bagel.
Quitó la tapa a su taza de café y recordó el brik que se había guardado en el bolsillo.
–Te he traído tu zumo de melocotón.
El único síntoma de embarazo que estaba teniendo era que no soportaba el café.
–¿Zumo de melocotón?
–De naranja, quería decir. Elije el bagel que prefieras.
–¿Cuál quieres tú?
–Deja de ser tan educada y escoge –dijo.
Eligió el de aguacate y le dio un buen mordisco. Luego, sonrió.
La excitación que intentaba llevar controlada desde por la mañana, escapó a los grilletes y le atravesó como una espada.
Menos mal que la mesa ocultaba la incomodidad que estaba sintiendo bajo los pantalones. Afortunadamente no tardaría el salir para la oficina. Necesitaba interponer distancia entre ellos. Tres noches intentando dormir a su lado, además de dos días mostrándole el vecindario y algunos de los lugares más hermosos de Nueva York no habían conseguido reducir la atracción que sentía por ella. Más bien, al contrario. El sábado por la noche había sido aún peor que el viernes porque el recuerdo de su cara de felicidad al montar en un coche abierto de caballos no dejaba de aparecérsele.
Y el domingo había hecho propósito de agotarse hasta la extenuación, de modo que se quedara dormido apenas su cabeza tocase la almohada. Habían caminado kilómetros, y por la noche, habían rematado la jornada asistiendo a una obra en Broadway, pero seguía teniendo energía para quemar, de modo que siguió despierto en la cama, con el calor arrasándole la entrepierna y los sentidos volcados en la mujer que dormía de espaldas a él.
La vio doblar su papel cuidadosamente antes de meterlo en la bolsa. Lo que daría por tirar de ella y acomodar aquel precioso trasero sobre sus piernas y su erección…
Se terminó el panecillo de un bocado y dijo:
–Tengo que irme a trabajar.
Claudia no entendía el desgarro que le provocaron esas palabras. El fin de semana que habían compartido había salido mucho mejor de lo que se esperaba. Limpiar el aire hablando de sus sentimientos le había servido de mucho, y se juró que no volvería a callarse.
Habían caminado kilómetros, y habían hablado durante horas. ¿Quién se iba a imaginar que los dos eran aficionados a las películas antiguas de Hollywood? ¿Quién iba a decir que, de sus diez películas favoritas, coincidirían en siete?
Pero lo que de verdad la había conmovido era el modo en que Ciro se había adaptado a su dislexia sin que ella tuviera que pedírselo y sin mencionarlo siquiera. En el Museo de Historia Natural, le había ido leyendo las descripciones de cada vitrina igual que le leía la carta de un restaurante, sin hacerlo evidente y sin avergonzarla.
Y ahora se iba a trabajar, y el fin de semana que habían compartido tocaría oficialmente a su fin.
No debería sentirse así. Un agradable fin de semana con un hombre no cambiaba lo que le había hecho, ni alteraba el hecho de que no pudiera confiar en él. Estaban juntos solo por el bien del bebé. Le había ofrecido su casa solo por el bien de su hijo.
Aun siendo consciente de todo ello, le gustaría que se quedara.
–Claro –contestó–. Y yo debería ducharme. Que tengas un buen día.
Temiendo no ser capaz de resistirse y pedirle que se quedara, se levantó rápidamente, pero con la prisa, se golpeó la pierna en la mesa. El café que Ciro apenas había tocado se volcó y la tapa salió despedida, con lo que el líquido negro y caliente le fue a caer en el regazo.
–¡Ay Dios, Ciro, lo siento muchísimo! –exclamó, acercándose–. ¿Estás bien?
Parecía más sorprendido que dolorido. El café le había empapado la pernera izquierda del pantalón y salpicado la camisa blanca.
–Quítate los pantalones –le ordenó, asustada.
Él levantó una mano en alto.
–No me he quemado.
Se levantó y entró al baño, cerrando la puerta tras de sí.
Claudia se quedó fuera, retorciéndose las manos angustiada, y cuando ya no pudo aguantar más, llamó a la puerta.
–Ciro, ¿estás bien? ¿Puedo ayudarte?
Unos minutos más pasaron sin respuesta y al final Ciro emergió del baño, sin pantalones. La línea de su calzoncillo negro marcaba el inicio de una mancha brillante y muy roja.
Cubriéndose la boca se echó a llorar. Nunca le había hecho daño a nadie, y aquella quemadura era horrible.
–¡Cuánto lo siento! –dijo entre sollozos.
Entonces sí que le vio expresión de dolor, pero le oyó maldecir y acercarse a ella para abrazarla.
–No llores. Ha sido un accidente –la consoló.
Intentando desesperadamente controlar las lágrimas, intentó no acurrucarse sobre su pecho. Estar tan cerca, sintiendo su respiración en el pelo, la mejilla apoyada en su pecho, oyendo el latido de su corazón, inspirando su perfume… se sentía tan bien que…
–Tenemos que llevarte al hospital –dijo, levantando la cabeza.
Ciro le apartó el pelo de la cara con tanta ternura que las ganas de llorar se recrudecieron.
–He escrito a mi médico hace un momento, y no tardará en llegar. Me ha dicho que me eche agua fría en la herida mientras le espero.
–¿Y qué haces aquí consolándome a mí? –espetó, y tiró de su mano al baño–. Métete en la bañera.
Él sonrió y obedeció sin rechistar, pero la sonrisa se transformó en una mueca de dolor cuando levantó la pierna izquierda.
–¿Cómo puedes decir que no te duele? –le increpó mientras descolgaba la ducha y abría el agua fría.
–Es que no… –los ojos se le abrieron de par en par al notar el agua fría en la herida–. ¡Está helada!
Ella se secó las lágrimas con la otra mano e intentó sonreír.
–Se supone que es así como debe estar.
Ciro apretó los dientes para aguantar el dolor, apoyó la cabeza y cerró los ojos. Sabía por experiencia que concentrarse en el dolor solo serviría para sentirlo aún más.
–Háblame.
–¿De qué?
–De lo que sea –contestó. Antes no sentía dolor, pero en aquel momento era como si alguien le hubiera acercado una antorcha–. Distráeme. ¿Qué querías ser de mayor cuando eras pequeña?
–Quería trabajar en una pastelería.
Abrió solo un ojo y, a punto estaba de comentar sobre su inesperada respuesta, cuando se dio cuenta de que la chaqueta del pijama se había mojado con el agua y se había vuelto translúcida, con lo que sus pezones rosados se marcaban en toda su gloria erótica a escasos centímetros de su cara.
Ella no se había dado cuenta, y siguió hablando.
–Nuestra niñera nos llevaba a la pastelería todos los domingos para comprarnos algo. Podíamos elegir una sola cosa, lo que quisiéramos, pero a mí me costaba un triunfo porque lo quería todo.
Ciro sonrió y apartó la mirada de sus pezones para clavarla en sus ojos, que eran tan hermosos como sus pechos.
Ella sonrió también.
–¿Y tú, qué querías ser?
–Un luchador famoso.
–¿Y cuándo decidiste que conquistar el mundo de los negocios era mejor que ser un luchador? –preguntó, riéndose.
–Cuando mi padre me contó que, en realidad, todo era una coreografía –respondió. Su risa era como un bálsamo para él–. Me chafó todos los sueños.
–Mentiroso –replicó, aplicándole el agua al pecho. Ciro dio un respingo al sentir el frío, y ella se rio bajando de nuevo la ducha a su pierna.
–Eres malvada.
–Estoy aprendiendo.
Sus miradas se cruzaron de nuevo y, sin aviso, Ciro se sintió atrapado en la profundidad de sus ojos y una intensa descarga de energía circuló entre ellos. Fue tan rápido que se sintió indefenso, incapaz de evitar que un golpe de deseo lo sacudiera de pies a cabeza.
Deseaba a aquella mujer más de lo que había deseado cualquier otra cosa en su vida. Iba más allá de la tortura lo que suponía para él estar tumbado en la misma cama que ella, noche tras noche, y no poder tocarla.
¿Por qué no podía tocarla? En aquel momento, su capacidad de raciocinio salió volando por la ventana. Cada célula de su cuerpo vibraba ante aquella mujer y, por primera vez desde su noche de bodas, sintió que ella también vibraba. Lo percibió en el modo que se había acelerado su respiración, en el calor de su mirada, en el modo en que se fue acercando a él, del mismo modo que él se había ido acercando a ella. Deseaba tocarla. Besarla. Devorarla. Marcarla como suya para siempre.
Estaba a punto de reclamar su boca cuando sonó el intercomunicador.
Claudia abrió los ojos de par en par y se apartó de él, y con aquel movimiento, la ducha le resbaló de la mano y el agua fue a caer en su entrepierna. La erección que no había notado que se formaba se desinfló de inmediato.
–Debe ser el médico –consiguió decir, sujetando la ducha–. Si pulsas el botón superior del intercomunicador, le abrirás la puerta.
Ella asintió, con las mejillas del color de los tomates.
–Voy a recibirlo.
Y salió a toda prisa, pero él la llamó.
–¡Claudia!
Tardó un segundo en volverse.
–Igual te gustaría cambiarte de ropa antes de ir a buscarlo.
Bajó la cabeza para mirarse e inmediatamente se cubrió los pechos con un brazo, y Ciro no creyó que existiera una tonalidad que pudiera describir la explosión de color de su vergüenza.