Capítulo 11

 

 

 

 

 

Claudia caminó a oscuras por la habitación hasta el vestidor, se puso lo primero que encontró y salió para llamar a su hermana. Tenía una buena excusa para hacerlo, pero lo que de verdad quería, lo que de verdad necesitaba, era escuchar la voz de Imma.

Una noche haciendo el amor con Ciro la había dejado más confusa y fuera de lugar que nunca. Había sido maravilloso. Mágico. Celestial. Y, sin embargo, lo que deseaba en aquel momento era hacerse un ovillo y llorar. No debía dormir con él. No formaba parte de su acuerdo. Pero Dios, qué bien le había sentado. Todo había ido bien hasta que Ciro se quedó dormido. Entonces fue cuando empezó a sentir que las paredes del apartamento se acercaban hasta encerrarla.

Sus sentimientos hacia él estaban escapando a su control, y tenía que hallar la forma de encerrarlos porque un futuro juntos era imposible.

 

 

Aun antes de oír su voz, supo que se había levantado. Apenas se filtraba luz a través de las cortinas, y consultó el reloj con el ceño fruncido. Las cinco de la mañana. No había dormido más de una hora y, bostezando ruidosamente, pensó si no debería levantarse, ir a por ella y disfrutar de una nueva sesión de sexo.

No había tenido nunca una noche como aquella, pero estaba tan agotado que, cuando volvió a abrir los ojos, resultó que habían pasado dos horas, y la cama seguía estando vacía. Se levantó de inmediato y se metió bajo la ducha.

Mientras se enjabonaba el pelo, el peso de lo que había hecho cayó sobre él. Le había robado la inocencia. La había mentido, utilizado, dejado embarazada. Y, ahora, habían vuelto a hacer el amor. Nunca había tenido sexo con una mujer y después sentir como si la tela que lo mantenía unido se deshilachara por las costuras. Y encima, había pasado dos veces. Y las dos, con la misma mujer. Y el roto era cada vez más grande.

Acababa de pasar la mejor noche de su vida con la mujer cuyo padre había provocado que el corazón del suyo colapsara. Era consciente de que ella no tenía nada que ver. Que era tan víctima como todos los demás, incluso más, pero eso no cambiaba lo mal que se sentía por disfrutar de aquella manera con la hija de su enemigo.

Terminó de ducharse, se afeitó, y se vistió rápidamente. Cuando bajaba el segundo tramo de escaleras, percibió el aroma inconfundible de los dulces caseros, y a punto estuvo de trastabillarse porque, con él, volvieron recuerdos de olores similares de la infancia, cuando su madre preparaba dulces caseros para sus chicos. Ojalá hubiera sabido apreciar más todo lo que habían hecho por él. Ojalá no los hubiera tratado como una obligación, con apenas dos visitas al año, siempre tan ocupado construyendo su imperio, viviendo la vida y dando por hecho que siempre estarían ahí.

Encontró a Claudia lavándose las manos en el fregadero. Llevaba un vestido verde esmeralda hasta la rodilla, el pelo recogido, e iba descalza. No parecía una mujer que acababa de pasarse la noche sin dormir.

Su sonrisa tenía un matiz de desconfianza al saludarlo.

–Buenos días.

El deseo volvió a palpitarle en las venas, fuerte e implacable, y sus pensamientos volaron de inmediato a la imagen de cuando la había tenido desnuda en los brazos. Se pasó las manos por el pelo para no tocarla.

–Necesito irme a trabajar.

Ella esbozó una sonrisa, más desconfiada aún que la anterior.

–¿Cuándo volverás?

–No lo sé. Tengo tres reuniones y una conferencia con París.

–¿Te apetece un panecillo?

Señaló la bandeja de bagels que estaban enfriándose en la encimera y que él no había visto al entrar porque toda su atención la captaba ella.

–Tiene que ser algo rápido. La primera reunión es dentro de media hora.

–¿Salmón ahumado y queso de untar?

–Genial.

Mientras ella sacaba un par de platos y se afanaba con el desayuno para los dos, recordó haber oído su voz la primera vez que se despertó en la noche.

–¿Con quién hablabas antes?

Con Imma.

–¿Ocurre algo?

Untaba queso crema en la mitad de un panecillo cuando contestó:

–El reconocimiento de voz de mi teléfono no funcionaba. Quería la receta de los bagels y no quería despertarte.

–¿Y ella te la ha leído?

Claudia asintió al tiempo que colocaba el salmón y alcanzaba el molinillo de pimienta.

–¿Y cómo haces si no puedes escribirla?

–La recuerdo. No puedo leer o escribir, pero he aprendido a retener información. Si me describes una receta, la recuerdo para siempre. Si me lees un artículo del periódico, puedo repetirlo palabra por palabra.

Lo colocó en un plato y se lo ofreció.

–¿No puedes leer nada? –preguntó después de haber tomado un bocado del bagel más delicioso que había probado en su vida.

–Mi nombre, el de Imma, el de mi padre y nuestro apellido. Cesare me cuesta, pero con tiempo puedo conseguirlo –un rubor le cubrió la cara–. También puedo leer tu nombre.

Ese comentario no debería acelerarle el corazón.

–¿Cómo es que te lo han diagnosticado tan tarde? Algo así tendría que haber sido detectado hace años.

–No he tenido un diagnóstico formal –explicó–. Hablé de ello con la hermana María la última vez que estuve en el convento. Ella fue mi primera profesora, y me contó que las monjas sospecharon que era disléxica cuando tenía seis años. Se lo dijeron a mi padre, pero él se subió por las paredes ante la sugerencia de que a su princesa pudiera pasarle algo, así que hicieron cuanto pudieron para ayudarme, pero tenían demasiado miedo como para pelear por mí.

–Pero tu padre tuvo que darse cuenta de que necesitabas ayuda, ¿no? Las notas del colegio tenían que cantárselo. ¡Lo único que tenía que hacer era comparar tu trabajo con el de tu hermana!

–He pensado mucho en ello, y he llegado a la conclusión de que tener una hija tonta le venía muy bien –contestó con amargura–. No tuvo el hijo que siempre quiso, así que hizo de mi hermana su heredera, y decidió que yo era más adecuada para ser una figura decorativa en la casa. Al fin al cabo, tampoco podía salir al mundo y labrarme una carrera profesional, ¿no? ¿Quién iba a contratar a alguien que no puede leer ni escribir, y que a duras penas se maneja con los números?

–¿También tienes problemas con los números?

Puedo reconocerlos individualmente, aunque confundo el cinco y el dos, pero si me pones dos juntos, no soy capaz de identificarlos. Cuando era pequeña, quería trabajar en mi pastelería favorita, pero cuando se lo pedí en una ocasión –debía rondar los diez años–, me dijeron que hacía falta más que saber hacer dulces. Tendría que poder manejar una caja registradora, controlar el stock y anotar los pedidos… y yo no podía hacer nada de todo eso.

Recordó entonces con una angustia que le aceleró el latido del corazón cómo la había acusado de firmar la compra de la casa sin reparar en que el precio de venta era ridículamente bajo. Seguro que ella recordaba las palabras exactas que había usado.

¿Hasta qué punto se podía estar equivocado con otra persona?

Clavó su mirada en los ojos oscuros de la mujer en cuyo vientre crecía su hijo y se sintió peor que en toda su vida. ¿Una princesita mimada? Ojalá hubiera tenido esa suerte. Aquella era la mujer cuya madre había muerto cuando tenía tres años, dejándola a merced de un padre narcisista que había explotado sus tremendas dificultades de aprendizaje en su propio beneficio para que dependiera de él para siempre… o hasta que se casara con un hombre que él considerara con la valía suficiente para cuidar de ella.

Y en aquel momento, comprendió que Cesare Buscetta amaba a su hija. No había sido solo su estatus de millonario lo que le había atraído de él como posible yerno, sino los fuertes lazos familiares con los que había crecido. Cesare había dado por hecho que cuidaría de su esposa con el mismo celo con que su padre había cuidado de su madre, y que derramaría sobre ella la misma cantidad de amor.

Tanto si había sido el narcisismo lo que le había impedido buscar ayuda para su hija como si había sido otro motivo, no podía negar que había protegido a Claudia. Considerando su necesidad de independencia, pero convencido al mismo tiempo de que no estaba en condiciones de serlo, había buscado la propiedad perfecta para ella: un lugar en el que podría tener sensación de libertad estando bajo su cuidado y protección. La casa familiar de los Trapani.

Y así se lo iba a decir a Claudia cuando sonó su teléfono. Era Marcy, recordándole la reunión en la que ya debía estar.

–Tienes que irte, ¿no? –adivinó Claudia.

Él asintió.

–Lo siento –dijo, aunque no sabía qué era lo que sentía. Tampoco sabía por qué la tristeza que veía en sus ojos le resultaba tan insoportable.

–No lo sientas –contestó ella, forzando una sonrisa–. ¿Queda lejos tu oficina?

Creía que te lo había dicho –contestó. Obviamente, no. Ella lo recordaría–. Mi oficina central está al otro lado del edificio. ¿Te acuerdas de dónde está Marcy? ¿Viste que había otra puerta?

Al mencionar a Marcy, tomó otro bagel para llevárselo.

–¿A la izquierda de su mesa?

–Esa es mi entrada a las oficinas. Todo mi personal de administración trabaja desde allí.

–No lo sabía.

–Así es todo más fácil.

–¿Y por qué Marcy no trabaja con los demás?

–Es que a veces es muy sensible a los ruidos. Llámame si necesitas algo, ¿vale?

Claudia asintió, y él salió rápidamente de la cocina, desesperado por alejarse de aquella mujer que por fin había logrado que comprendiera a su enemigo.

Entendía el sentimiento de protección de Cesare por su hija porque él también lo sentía.

 

 

Tres días después, Claudia salió del ascensor y se dirigió decidida a la puerta de salida. Podría hacerlo. Iba a hacerlo.

El conserje sonrió educadamente y le abrió la puerta.

Todos sus sentidos quedaron desbordados de inmediato. Olas de gente yendo en todas direcciones. Turistas y paseadores de perros entrando y saliendo de Central Park, compradores, trabajadores que caminaban apresurados para llegar a su destino. Era lo que Ciro le había contado.

Por tercera noche consecutiva, habían hecho el amor durante casi todas la horas de oscuridad, y aún no habían hablado de aquel cambio en su relación, lo cual era un alivio porque se sentía tan confusa que no habría sabido qué decir. Lo único que sabía con certeza es que era incapaz de resistirse a él. Había despertado algo en ella que se sobreponía a su capacidad racional de pensamiento.

Mientras pasaba el día sola, intentaba endurecerse y recordarse que vivir con él era solo algo temporal, hasta que naciera el bebé. Se había ido a trabajar antes de que ella se despertara, pero recordaba vagamente un roce de sus labios y una suave caricia en el pelo. Luego, se había despertado con el pecho contraído y la necesidad de salir y sentir el sol en la cara.

Que fueran amantes no cambiaba su objetivo, que era lograr para sí una libertad verdadera y total. ¿Cómo conseguirlo si ni siquiera se atrevía a salir de su casa sola? ¿Acaso Elizabeth Bennet se escondería en las sombras esperando a que un hombre la tomase de la mano para cruzar la calle? No, desde luego que no.

Pero no fue Elizabeth Bennet quien acudió a sus pensamientos cuando, respirando hondo, se unió a la multitud. Fue Ciro.

 

 

Ciro cerró los ojos antes de entrar en su casa. Era lo mismo cada día al volver del trabajo: tenía que prepararse antes de entrar.

–¿Claudia?

Estoy en la cocina.

Debería habérselo imaginado. Su cocina nunca había tenido tanto uso. Él no solía cocinar. Teniendo en Nueva York restaurantes de comida para llevar y cafés de todo tipo y estilos, no había visto necesario contratar un chef. Con un nudo en el estómago, siguió el aroma de los dulces y la encontró cargando el lavavajillas. Daba igual la cantidad de veces que le dijera que tenía personal contratado para limpiar: ella se empeñaba en hacerlo. Sobre la isla descansaba la tarta más grande que había visto fuera de una boda, tan fantásticamente decorada que podría considerarse una obra de arte.

Pero la verdadera obra de arte era ella: llevaba los vaqueros y la camiseta cubiertos de harina. Incluso en el pelo la llevaba, y una salpicadura de azúcar rosada había acabado en su mejilla izquierda. El pecho se le contrajo de tal modo que, durante un instante, fue incapaz de hablar.

Con esfuerzo apartó la mirada de ella y la puso en la tarta.

–Es increíble. ¿La has hecho tú?

Ella asintió sonriendo.

–Es para la hija de Marcy. Es su cumpleaños, y le van a dar una fiesta.

–¿Marcy te ha pedido que se la hagas?

–El otro día estuvimos hablando. Me dijo que le encantaban mis bagels… por cierto, no sabía que le habías llevado algunos. Le dije que me aburría aquí, y que en el convento hacía dulces. Fue entonces cuando me dijo si querría hacerle la tarta.

–¿Hacías dulces para el convento?

–Tartas y pastas principalmente. Los vendían e invertían el dinero en sus obras benéficas.

–No me lo habías contado.

–Es que no lo hacía con regularidad. Solo un par de días a la semana.

–¿Y eso no te parece regular? –preguntó, rascándose la cabeza. ¿Cómo era posible que los investigadores a los que había encargado que rebuscaran en su pasado lo hubieran pasado por alto? En realidad, tenía que reconocer que Cesare hacía un buen trabajo rodeándose de gente que le era fiel por encima de todo. No había conseguido infiltrar a nadie en su entorno.

–Yo quería hacerlo todos los días, pero molestaba al chef de mi padre, y me racionaron el uso de la cocina de la villa.

–Conozco gente que pagaría una fortuna por una tarta como esta –dijo, contemplándola.

–Ojalá supiera cómo hacer de ello mi carrera. Lo único que se me da bien es la jardinería y la repostería.

–¿Quieres tener una carrera?

–Lo único que he deseado toda mi vida es ser independiente. Sé que me vas a comprar un apartamento cuando el bebé nazca, y que te ocuparás de los gastos del mantenimiento, pero lo que no quiero es que me mantengas a mí.

Aquella era la primera vez que Claudia hablaba de irse a vivir a otro sitio desde que eran amantes, y oírselo decir con aquella despreocupación hizo que todos los músculos de su cuerpo se tensaran.

–Eres mi esposa y la madre de mi hijo –respondió, y fue una sorpresa que consiguiera mantener el tono calmado de su voz–. Los dos sois mi responsabilidad.

Ella lo miró a los ojos y, por cómo contestó, también ella se estaba esforzando por no perder la calma.

Yo no soy responsabilidad tuya, y no quiero serlo. Llevo toda mi vida teniendo que responder ante un hombre. Nunca le faltará nada a nuestro hijo, pero cuando me vaya de aquí, será ganando mi propio dinero. Puede que te parezca una tontería, pero quiero pagarme mi propia ropa y todas las cosas que sean solo mías.

–No me parece una tontería –contestó, intentando deshacer el nudo que se le había hecho en la garganta–. Y saber cuáles son tus puntos fuertes es un buen modo de empezar. ¿Quieres que te busque un tutor especializado en dislexia en adultos, y que pueda ayudarte en ese aspecto?

–Eres muy amable, pero tú ya tienes bastante lío.

–Sacaré el tiempo, no te preocupes. Es bueno que pienses en el futuro. Eres demasiado joven para pasarte el resto de la vida sin tener nada en lo que ocuparte pero, mientras vivas aquí, deja que yo me ocupe de ti. Ese bebé que llevas dentro es hijo mío, y ya me siento bastante culpable sin que se añadan más cosas. Si hay algo que yo pueda hacer para ayudarte con tu carrera, o en cualquier otro sentido, dímelo. Quiero ayudar.

Y era cierto: quería ayudar. Pero no entendía por qué la idea de que se marchara, un momento que una semana antes no veía llegar, le resultaba insoportable. Lo mismo que tampoco soportaba saber que había llegado el momento de que se trasladara a la habitación de invitados.

Respiró hondo y apartó la mirada de aquellos hermosos ojos castaños. Entonces vio un hermoso ramo de flores en el alféizar de la ventana.

–¿De dónde ha salido ese ramo?

Claudia se puso tan colorada que, por un momento, pensó que tenía un admirador, hasta que se le ocurrió algo todavía peor.

–¿Son de tu padre?

–¿Sería un problema que lo fuesen?

–Esta es mi casa –contestó, sintiendo crecer la náusea–. No quiero compartir mi espacio íntimo con nada que venga de ese hombre.

Ella entornó los ojos.

–La mitad de mi ADN es suyo.

Un dato que desearía poder olvidar.

–La mejor mitad debe venir de tu madre.

Claudia cerró los ojos. No podía soportar la idea de que, para él, siempre estaría manchada. ¿Cómo iba a ser la relación con su hijo, un bebé inocente del que rara vez hablaba? La había acompañado al médico, pero ni siquiera en ese momento había mostrado un gran interés.

Su comentario sobre el ADN era como un cuchillo clavado en el corazón.

–Las flores las he comprado yo. Me parecía que el apartamento necesitaba un poco de alegría.

–¿Las has pedido?

–No. He ido a la floristería y las he comprado.

–¿Has salido sola de casa?

–Sí.

–¡Eso es maravilloso! –recordaba cómo se había aferrado a su mano cuando salieron por primera vez, y cómo se había pegado a él fueran donde fuesen. Para ella, era un logro lo que había hecho–. Estoy orgulloso de ti.

–¿Orgulloso significa que no soy ya tanta carga para ti? –espetó–. No te preocupes, que me marcharé antes de que te des cuenta, y podrás dejar de preocuparte porque mi padre pueda mancharte tu precioso espacio.

–Claudia, no era eso lo que quería decir.

–No me mientas, Ciro. Disculpa, pero tengo que irme a la ducha.