Era domingo, y dado que al día siguiente iniciaba un viaje de una semana de duración a Japón, había insistido en que Claudia y él salieran juntos a cenar. El restaurante elegido, muy cerca de su casa, era conocido por su excelente cocina. Fueron caminando de la mano por las concurridas calles de Nueva York, y por primera vez desde su llegada, Claudia se sintió cómoda caminando por ellas. No creía que llegara a sentirse neoyorkina, pero estaba segura de que, cuando llegase el momento de trasladarse a su propia casa, sería capaz de abrazar esa libertad sin temor alguno.
–He tenido una idea en cuanto a lo que quiero dedicarme en el futuro –dijo al acabar el primer plato de los nueve que tenía el menú degustación.
–Cuéntame –contestó él, muy interesado.
–He pensado que podría abrir una pastelería.
Ciro sonrió.
–Me parece una idea excelente. Marcy no para de hablar de la tarta que le hiciste a su hija.
–Me ha pedido otra para Navidad, y su hermana me ha pedido una para su aniversario de boda –le contó, incapaz de contener el orgullo que sentía–. Su prima se casa al año que viene, y también quiere que le haga la tarta nupcial. ¡Y me van a pagar!
–¡Pues claro! ¿Quieres abrir un local?
–¡Uy, no! Quizás algún día, cuando el bebé sea mayor y ya no dependa tanto de mí, pero por ahora me conformo con el de boca en boca. He pensado que puedo pedirles su testimonio, hacer muchas fotos y preparar un portfolio, y luego, cuando esté preparada y nuestro hijo sea mayor, y yo… –cruzó los dedos–… sea capaz de leer mejor, podré hacer una página web profesional. Cuando llegue ese momento, ¿podré hablar con alguien de tu equipo de marketing para pedirle consejo?
–Por supuesto. Te dije que te ayudaría en lo que estuviera a mi alcance, y eso voy a hacer.
–Gracias –dijo, y respiró hondo.
–¿Qué ocurre?
–Es que… resulta muy frustrante que, incluso ahora que tengo la posibilidad de hacer algo por mí misma, siga necesitando ayuda. Es frustrante saber que siempre voy a necesitarla.
–No tiene nada de malo pedir ayuda cuando se necesita. Yo nunca habría podido crear mi negocio si no lo hubiera hecho.
–¿Ah, sí?
–Mi primera tienda era un asqueroso edificio de seis plantas no lejos de aquí. Yo le había visto potencial, pero no tenía dinero para comprarlo, ni para acometer la reforma que necesitaba, ni para adquirir lo necesario para abrirlo.
El camarero llegó con el segundo plato, que a ella le pareció una langosta gigante colocada artísticamente sobre unos palitos marrones en una salsa blanca y con algo de lechuga a un lado. Cuando tomó el primer bocado, sus papilas gustativas, simplemente, explotaron.
–¿Y cómo conseguiste el dinero? ¿Lo pediste al banco?
–Fui a tres, pero los tres me rechazaron. Entonces me acordé de que el padre de mi amigo Ollie era inversor privado, así que le pedí a él el préstamo.
–¿Y te lo dio?
–Sí. Dos años más tarde, vendí la tienda porque el sitio había dejado de gustarme, y le pagué el préstamo y los intereses. Lo que me sobró me bastó para pedir una hipoteca sobre el edificio que es ahora mi buque insignia. El resto es historia. Si no hubiera pedido ese préstamo, tú y yo no estaríamos sentados aquí ahora.
–¿Qué habrías hecho?
–Pues no lo sé. Sabía que quería ver el mundo y hacer fortuna. Sabía que tenía buena cabeza para los negocios y una mente analítica, el potencial necesario para reconocer una oportunidad cuando se me presentara. Y ahora tengo intereses en distintos sectores.
–¿Aparte de los grande almacenes?
–Invierto en licenciados universitarios. Si tienen una idea de negocio a la que yo veo potencial, invierto en ellos. Si decides que quieres abrir una tienda, espero que me permitas ser el primero en invertir en ella.
–Solo si es un préstamo con todas sus condiciones. No quiero caridad.
–Eres la madre de mi hijo. Nada de lo que haga contigo sería caridad para mí.
El tercer plato llegó. Claudia no se había dado cuenta de que les retiraban el segundo.
–¿Podemos buscar un piso para mí después de Navidad?
Ciro clavó sus ojos verdes en ella y tomó un sorbo de vino.
–¿Tan pronto?
–Dijimos que lo haríamos el año que viene –le recordó–. Nueva York ya no me asusta. Estoy aprendiendo a manejarme en la ciudad, y me siento cada vez más cómoda aquí, así que estoy lista para dar el paso. No me importa dónde sea. Si pudiera ser cerca de ti sería genial, y tampoco me preocupa el tamaño. Con que tenga dos dormitorios me vale, pero si quiero intentar lo de los dulces, necesitaré una cocina con un tamaño decente. ¡Cuando estaba haciendo la tarta de cumpleaños, no me cabían las cosas!
–¿No te gusta mi cocina? –bromeó, aunque había algo en los ojos de Ciro que la intrigaba.
–Es muy básica –contestó, optando por la diplomacia.
–¿Básica?
–En proporción al resto de la casa, es bastante pequeña –explicó, sonriendo–. Y la disposición no es nada práctica, si quieres hacer más de una cosa al mismo tiempo.
–Creía que te gustaba mi casa.
–¡Y me encanta! Lo único que no me gusta es la cocina –dijo, y de pronto recordó que le había contado que lo habían remodelado todo a su gusto–. Perdona –añadió, sonrojándose.
Hacía mucho que no veía el rubor cubrir sus mejillas.
–No tienes por qué disculparte. Pensé en la cocina lo último, cuando ya todo lo demás estaba hecho. Es que apenas se usaba hasta que llegaste tú.
–Me sorprendes.
Ciro sonrió.
–Pero si te gusta tan poco, puedo pedirle a un amigo mío arquitecto que valore si se puede remodelar. Por ejemplo, el cuarto de servicio no se ha usado nunca. Podríamos tirar el tabique y darle el doble de espacio a la cocina.
–¿Y por qué ibas a hacerlo?
Se inclinó sobre la mesa y tomó su mano. Se había pasado el día entero esperando a que llegase el momento adecuado para abordar aquel tema, y el momento había llegado.
–Porque quiero que te quedes.
Claudia parpadeó.
–Quiero que te quedes cuando llegue el bebé. Quédate conmigo. Seamos una familia.
Ella miró sus manos entrelazadas un instante antes de sacar la suya y guardarla en el regazo.
–Esto es muy repentino.
–Llevo semanas pensándolo –desde aquella noche en que había soñado con que su bebé jugaba con él, sabía que lo querría, que de hecho ya lo quería. Y los sentimientos tan fuertes que había experimentado en la gala solo habían servido para cimentar lo que ya sabía–. Ya no le veo sentido a que te vayas a otro lugar, ahora que las cosas han cambiado tanto entre nosotros. Tú y yo… estamos muy bien juntos. Nuestro hijo tendrá a su padre y a su madre bajo el mismo techo, y no tendrás que navegar por el mundo sola porque yo estaré ahí para apoyarte en todo lo que hagas.
Pasó un siglo hasta que la oyó contestar.
–No tenía ni idea de que tu pensamiento fuera por esos derroteros.
–Pero tienes que estar de acuerdo en que tiene todo el sentido.
Ella negó despacio con la cabeza y tomó su vaso de agua.
–Entiendo tu reticencia.
Su expresión era de cautela.
–¿De verdad?
Ciro apuró su vino y la miró fijamente.
–Te he tratado muy mal. Te culpaba por los actos de tu padre, y he sido cruel. Horrible. Mi única excusa es el dolor que sentía por la muerte de mi padre –cerró los ojos y respiró hondo–. Su muerte es el mayor dolor que he padecido en toda mi vida, y me sentí tan culpable. Me sigo sintiendo culpable porque debería haber ido más a verlos. Debería haberlo llamado más a menudo, estar cuando me necesitasen. Cometí el trágico error de dar por sentado que siempre iba a estar ahí. ¿Recuerdas que una vez me dijiste que no se puede cambiar el pasado? Bueno, pues con eso he estado peleando, porque querría cambiarlo. Querría dar marcha atrás en el tiempo y estar ahí para él, compartiendo esa carga. Estar para él y para mi madre.
Claudia tenía la cabeza gacha, pero sabía que lo estaba escuchando sin perder palabra.
–Necesito bajar el ritmo –continuó, inclinándose hacia delante–. He estado tan ocupado prendiéndole fuego al mundo en los últimos diez años que no me he parado el tiempo necesario para conocer a alguien con quien pudiera compartir mi vida. El matrimonio siempre me parecía algo para el futuro. Ahora te tengo a ti y al bebé, y me siento diferente. Estoy listo para ser padre. El tiempo que hemos pasado viviendo juntos, conociéndonos… sabes que te juzgué mal, muy mal, pero te juro que todo eso ha quedado en el pasado. Podemos centrarnos en el futuro, a partir de ahora mismo. Podemos remodelar la cocina para que te resulte más práctica. Qué tontería… podemos comprarnos una casa con jardín si tú quieres. Tú solo dime lo que necesitas, y yo te lo conseguiré.
Tardó una eternidad en volver a mirarlo, y sus ojos estaban llenos de tristeza.
–Lo siento, Ciro, pero esto no es lo que yo quiero. Puede que lo sea algún día, pero todavía no. Y creo que tú tampoco lo quieres.
–¿No acabo de decirte que sí? Y sé que tú también lo quieres.
La intensidad de lo que compartían no podía entenderse de otro modo. El futuro que se había pasado el día imaginando estaba lleno de colores brillantes.
–Deja de dar cosas por sentadas –espetó, enfadada–. Lo haces constantemente. Diste por sentado que yo era como mi padre, y ahora que has decidido que no lo soy, das por sentado, porque a ti te apetece y te es conveniente, que lo que yo quiero es renunciar a la libertad que me he pasado la vida esperando para seguir en un matrimonio que siempre ha sido una mentira.
–Ya me he disculpado por eso muchas veces –contestó. Ver que no compartía su entusiasmo le heló la sangre.
–Lo sé, y creo que has sido sincero, pero lo que conseguiste fue hacerme pensar como es debido sobre mi vida y la clase de futuro que quiero. Los dos sabemos que lo de vivir contigo iba a ser solo temporal. Que seamos amantes ha cambiado mucho las cosas, pero no ha cambiado mis planes, y yo no he dicho nada que pudiera hacerte pensar otra cosa.
–Entonces, ¿qué pasa con nosotros? ¿Te compro un piso, te vas, y hemos terminado?
–¿Por qué se iba a terminar? Podemos seguir estando juntos. Podemos seguir siendo una familia, aunque no en el sentido tradicional. Puede que algún día eso cambie, pero de momento, no. No estoy preparada.
El frío que se había apoderado de su sangre se volvió un martillo de hielo que le golpeaba la cabeza.
–¿No estás preparada? ¡Pero si es la vida que estamos viviendo!
–Pero solo temporalmente –cerró los ojos, apoyó el codo en la mesa y la frente en la mano–. Quiero disfrutar de mi libertad. Es lo que he querido siempre: la libertad de levantarme de la cama sabiendo que no tengo que responder ante nadie, de tomar mis propias decisiones, de ser solo yo.
Ciro levantó la mano a un camarero que pasaba para pedirle algo de beber.
–Tú sabes que, en todo el tiempo que hemos estado juntos, no he dicho nada sobre que me utilizaras, ni tampoco te he pedido que te disculparas por ello –continuó.
Ella dio un respingo.
–Yo nunca te he utilizado.
–Era tu ruta de escape para librarte de tu padre.
–No eras eso para nada. Estaba loca por ti.
Oírla usar el pasado hizo que la tempestad se volviera más violento. Mientras él flotaba embriagado en su relación, pensando en un futuro como familia para ellos, ella iba tachando los días que faltaban para poder perderlo de vista.
–Antes era tu ruta de escape, ahora soy la gatera de la puerta y pronto seré la cuenta bancaria que te pagará un piso.
Ella levantó las cejas.
–No hagas que parezca que yo te he exigido que me compres un piso. ¡Si hubiéramos hecho lo que tú querías, me habrías instalado en algún sitio nada más poner un pie en Nueva York! Además, todo esto no es por mí. Es para que nuestro hijo pueda crecer teniendo a su padre y a su madre en la misma ciudad.
–¿Seguro que no quieres cederme la custodia? –ironizó–. Igual tener un hijo te chafa los planes cuando por fin tengas la libertad que tanto deseas.
Claudia palideció.
–Qué injusto es lo que dices. Yo quiero a nuestro hijo y tú lo sabes, y haré lo que sea necesario para que tenga el mejor comienzo posible en la vida. Ese hijo, o esa hija, es la razón por la que estoy aquí y eso también lo sabes. La libertad a la que tenga que renunciar por él no va a ser ningún sacrificio para mí.
–¿Y renunciar a esas libertades por mí, sí que lo sería?
–Eso es completamente distinto, no te hagas el tonto. Tú no quieres que renuncie a mi futuro porque estés enamorado de mí, sino porque has decidido que, ya que estoy aquí y no es tan malo como creías, puedo valer.
El camarero llegó con otra botella de vino y llenó la copa de Ciro, que la apuró de golpe con una mueca. A continuación se levantó y sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón.
–¿Qué haces? –preguntó ella, intentando comprender cómo una conversación, que había empezado con risas y alegría, podía haberse envenenado tan rápidamente.
¿Vivir con Ciro permanentemente? En ningún momento le había dado indicios de que estuviera pensando algo así, y ahora que se lo había planteado, ella solo podía sentir miedo.
–Me voy a casa. He perdido el apetito –sacó unos cuantos billetes y los dejó sobre la mesa sin tan siquiera contarlos–. ¿Vienes, o te pido un taxi?
–Voy contigo.
Apenas había pronunciado las dos palabras cuando él ya estaba en la puerta.
No hablaron ni una palabra en el camino de vuelta a casa, él con las manos guardadas en los bolsillos y los dientes apretados, pero andando a un ritmo al que ella pudiera adaptarse, lo que le hizo sentirse bien y mal al mismo tiempo. ¿Por qué tenía que presionarla así? Habían hablado de su futuro muchas veces, y él la había animado, para acabar acusándola de ser poco razonable por no apoyar su cambio de planes. ¡Es que ni siquiera le había pedido que se quedara!
Al llegar, no se entretuvo ni en quitarse los zapatos. Subió directo al dormitorio. Cuando Claudia llegó, ya se había quitado el traje, y la mirada de desprecio que le dedicó mientras se dirigía al baño, le heló la sangre en las venas.
–Esto es ridículo –murmuró.
Ciro abrió la puerta de un armario del baño.
–¿Es ridículo querer formar una familia con mi mujer y mi hijo?
–No. Lo es enfadarse porque no quiero vivir contigo. Me lancé a este matrimonio con los ojos cerrados, y no pienso comprometer mi futuro y tirar por la borda mi libertad hasta que no esté segura de que podemos hacer que funcione. Y tampoco pienso permitir que me presiones para que tome en un instante una decisión así, siendo algo que puedo lamentar toda la vida.
–¿Yo te presiono? –repitió, cerrando de golpe la puerta del armario sin sacar nada–. Duermes conmigo cada noche. Te comportas como si sintieras algo por mí…
–Y lo siento. Mucho.
–Pero no lo suficiente para renunciar a tu preciosa libertad.
–No, si tengo que pagar un precio tan alto –respondió, temblando–. Toda mi vida se ha construido sobre mentiras. El padre al que amo es un monstruo. Mi niñez fue una enorme mentira. El hombre al que yo creía amar mintió ante Dios al casarse conmigo. Me han mentido una y otra vez, y todo para retenerme bajo la bota de un hombre. ¿De verdad puedes culparme porque quiera ser libre?
–¿Me estás comparando con tu padre?
–Tú mismo lo has hecho.
Se miraron a los ojos durante unos segundos interminables hasta que Ciro dio media vuelta y entró en el vestidor.
–Me voy a un hotel –sentenció mientras se ponía unos vaqueros.
–¿Por qué?
Se metió por la cabeza una camiseta y, de nuevo en el dormitorio, descolgó el cuadro favorito de Claudia. Fue una sorpresa ver que escondía una caja fuerte. De no sentirse como si le hubiera pasado un camión por encima, se reiría del cliché.
Una luz verde anunció la apertura de la puerta. Del interior de la caja sacó un viejo maletín, que abrió sin pestañear. Contenía dinero. Un montón de dinero.
–Aquí hay cinco millones de dólares –dijo sin aspavientos–. Quédatelo. Es tuyo. Marcy llega temprano. Dale tu número de cuenta y te transferiré otro millón. Ese dinero y este piso serán pago más que de sobra por un matrimonio que solo ha durado tres meses.
–¿Estás acabando?
Tenía la cabeza aturdida, pero el corazón y todo lo demás dentro de ella se contraía y temblaba violentamente.
–¿Cómo puedo acabar con algo que era solo temporal? –espetó.
Iba hacia la puerta cuando una furiosa descarga de adrenalina la lanzó hacia delante y se interpuso entre la puerta y él.
–¿Se puede saber qué narices te pasa?
–Te voy a decir lo que pasa, princesa. Creía que podíamos tener un futuro juntos. Creía que podíamos ser una familia. He hecho todo lo que ha estado en mi mano para enmendar el daño que te he causado, pero no ha sido suficiente, y tú no confías en mí. Ni siquiera has llegado a considerar que lo nuestro podría ser permanente porque se te ha metido en la cabeza que, en cuanto digas que sí, yo te voy a poner una cadena y una bola de hierro atada al tobillo, con un sello en la frente que diga que eres de mi propiedad… igual que ha hecho tu padre. Que puedas pensar algo así de mí… –la miró con desdén–. ¿Quieres tu libertad? ¿Pues sabes qué, princesa? Que esa libertad empieza en este momento. Te regalo este piso. ¿Te parece bien?
–¡Yo no quiero tu casa! –gritó, pero en realidad tenía ganas de insultarle.
–Es el lugar más seguro para mi hijo –contestó, cruzándose de brazos–. Tiene seguridad, y gente de confianza al lado por si llegas a necesitarla. Pero no pienses ni por un segundo que voy a renunciar a mi responsabilidad con el bebé. Voy a ser su padre y a quererlo por encima de todo. Intenta separarlo de mí y te llevaré a los tribunales. Y ahora, apártate o te apartaré yo.
Claudia se cruzó también de brazos y, alzándose sobre las puntas de los pies para quedar a su misma altura, se acercó cuanto le fue posible a su cara, sin rozarla. No se había dado cuenta de que las lágrimas le habían rodado por las mejillas hasta que fue a hablar y notó un sabor salado.
–¿Y te preguntas por qué no confío en ti, si eres capaz de tratarme así, apartándome porque no estoy dispuesta a complacerte? Ya he sido durante demasiado tiempo el felpudo de otros. Si pretendo tener un matrimonio de verdad, será una relación basada en el amor y en el respeto mutuo. Si hubieras tenido un poco más de paciencia, puede que hubiera tenido todo eso contigo, pero no tienes ni gota de paciencia. Contigo, todo tiene que ser inmediato. Ni siquiera te diste tiempo para asumir el luto por la muerte de tu padre porque estabas consumido por el deseo de venganza, y ahora te devora la culpa y piensas que una familia preconcebida puede servirte para purgar ese sentimiento.
–No te atrevas a meter a mi padre en esto.
Sus ojos se habían transformado en dos trozos de hielo color esmeralda.
–¡Él es la razón por la que estamos aquí! –respondió. Le temblaba la barbilla–. Te perdoné hace mucho tiempo por todas tus despreciables mentiras porque comprendí que actuabas empujado por el dolor de perderlo. Me obligué a hacerlo por el bien de nuestro hijo. Espero que, también por su bien, seas capaz de perdonarte a ti mismo algún día.
Su expresión no cambió. Era como hablar con un muro de ladrillo. Tampoco cambió cuando la alzó por la cintura para apartarla, ni cuando bajó las escaleras y salió de la casa. Y de su vida.