Prólogo

 

 

 

 

 

Tenemos que arreglar esto.

Ciro Trapani apuró su copa de bourbon y clavó la mirada en el rostro desencajado de su hermano. En los últimos cuatro días, Vicenzu había envejecido una década. Su sonrisa fácil había desaparecido, y sus ojos de mirada divertida eran ahora pozos oscuros de dolor. Y de culpa.

Los dos compartían el dolor y la culpa, pero para su hermano, la culpa era doble.

Después de una larga pausa en la que Vicenzu apuró también su copa, Ciro miró por fin a su hermano y asintió.

–Tenemos que recuperarlo todo –sentenció Ciro.

Su hermano asintió de nuevo y él se inclinó hacia delante. Tenía que estar seguro de que, fuera lo que fuese lo que acordaran allí, su hermano lo cumpliría.

El negocio de la familia, perdido. Robado.

La casa de la familia, perdida. Robada.

Su padre, muerto.

Siempre había confiado en su hermano, y aunque su personalidad y su temperamento eran distintos, siempre habían estado unidos. Pero el hombre que compartía aquella mesa con él en Palermo era un desconocido. Sabía que Vicenzu pensaba que debían respetar un periodo de luto apropiado antes de lanzarse a vengar a su padre, pero la furia que a él le quemaba por dentro exigía que pusieran en marcha un plan ya. Lo que les habían robado tenía que ser recuperado fuera como fuese. Su madre había quedado destrozada, y necesitaba recuperar su casa.

–¿Vicenzu?

Su hermano se hundió más en la silla y cerró los ojos. Aún necesitó una pausa más antes de hablar.

–Sí, sé lo que tengo que hacer, y lo haré. Recuperaré nuestro negocio.

Ciro apretó los labios y entornó los ojos. Cesare Buscetta, el crío que acosó a su padre en la infancia, el ladrón que había robado el negocio y la casa de sus padres amparándose en la ley, le había cedido su empresa a su hija mayor, de nombre Immacolata. No podría haber un nombre más inapropiado para ella.

La verdad era que, en aquel momento, Vicenzu no parecía tener el coraje necesario para enfrentarse a ella y ganar. Siempre había estado más unido a su padre que él, y su inesperada muerte, cuatro días atrás, junto con el descubrimiento del robo, habían apagado de golpe su exuberancia natural, transformándolo en aquella especie de fantasma humano.

Vicenzu debió de leer el cinismo en la expresión de su hermano porque se incorporó en su asiento.

–Recuperaré el negocio, Ciro. Es mi responsabilidad. Solo mía.

–¿Estás seguro de poder hacerlo?

Cuatro días antes, jamás habría hecho semejante pregunta. Recuperar la casa familiar sería mucho más fácil. Cesare se la había regalado a su hija menor, Claudia, una princesa malcriada y mimada con la inteligencia de un caballito de madera.

Por fin, un atisbo de su energía de antes le iluminó los ojos.

–Sí. Tú ocúpate de devolverle la casa a mamá, que yo me ocuparé del negocio.

Ciro tardó un momento en asentir.

–Como quieras –hizo un gesto al camarero que pasaba para que volviera a llenarles la copa–. Debes dejar de culparte. No podías saber lo que estaba pasando. Papá debería haber confiado en nosotros.

Que no lo hubiera hecho era algo con lo que tendrían que vivir ambos.

–Si no le hubiera pedido prestado esa cantidad de dinero, no se habría visto forzado a vender.

–Y si yo hubiera pasado por casa más a menudo, podría haber echado una mano –contestó Ciro, aplastado por el peso de la culpa. No había vuelto a Sicilia desde Navidad, y la extorsión a la que se había visto sometido su padre comenzó en enero–. Papá debería haberte contado… tendría que habernos contado a los dos lo precaria que era la situación económica de la familia, pero lo hecho, hecho está. El único culpable aquí es ese bastardo de Cesare. Él y sus hijas –añadió.

Llegaron las bebidas y Ciro alzó su copa.

–Por la venganza.

–Por la venganza –Vicenzu levantó la suya.

El plan quedó sellado.