Capítulo 4

 

 

 

 

 

Seguro que estás bien?

Habían vuelto a la suite después de pasarse el día dejándose mimar en el spa del hotel, y Claudia había encendido el televisor y se había acomodado en el sofá.

–Estoy un poco cansada –contestó sin mirarlo, usando las mismas palabras con las que le había contestado cada vez que él le había hecho aquella misma pregunta.

¿Quieres que te pida un café?

Claudia consultó el reloj y negó con la cabeza.

Ciro se había imaginado que se despertarían la mañana siguiente a su boda en la cama, apretados el uno junto al otro, mientras Claudia le declaraba su amor con dulzura, pero la realidad había sido que se había despertado solo, y la había encontrado vestida viendo la televisión y tomando café.

–Ah, ya estás despierto –fue lo que le dijo, con una sonrisa que no tenía la alegría de siempre–. Me muero de hambre.

Había sugerido que pidieran el desayuno al servicio de habitaciones, pero ella había insistido en que quería bajar al restaurante. Cuando fue a darle un beso de buenos días, Claudia apenas se dejó rozar los labios antes de ponerse en pie y meterse en el baño, cerrar la puerta y echar el seguro.

Se había imaginado que pasarían el día yendo de la mano y besándose a cada momento, pero tampoco había sido así porque Claudia había reservado todos los tratamientos que había en el spa y apenas la había visto. Él sí que había pasado el día en un estado de excitación sexual casi constante, incapaz de dejar de mirarla los escasos momentos en que se habían visto, deseando encerrarse en la habitación y pasar haciendo el amor las horas que faltaban para que saliera su vuelo, pero el lenguaje corporal de Claudia le había dejado bien claro que no era eso lo que tenía pensado.

Quizás fuera el bajón después de los nervios de la boda. O que se sintiera un poco desbordada por todo. Al fin y al cabo, era virgen, y su distanciamiento podía deberse simplemente a que estuviera un poco dolorida.

Abrió el minibar y buscó la botella de bourbon que había pedido.

–¿Quieres?

Ella negó con la cabeza y, flexionando las piernas, se las rodeó con los brazos.

–¿Claudia?

–¿Qué?

–Te pasa algo. Dime qué es.

Ella lo miró un instante antes de volver sus ojos a la pantalla del televisor. ¿Era desprecio lo que había creído percibir en aquella mirada? La inquietud que le había estado persiguiendo todo el día creció.

Bebió un buen trago de bourbon antes de acercarse y agacharse delante de ella.

–Háblame –le pidió, tomando sus manos–. Cuéntame lo que piensas. ¿Te hice daño anoche? ¿Te preocupa que no usáramos preservativo?

Ese había sido un error que no había dejado de reprocharse, pero es que había estado tan centrado en que todo saliera bien para ella que, por primera vez en su vida adulta, se olvidó de ello. Ojalá fuera un error que no le persiguiera más adelante. No había sitio para un niño en aquella farsa.

Sin embargo, a pesar de que su matrimonio no fuera real, a pesar de que la despreciaba, que no le dirigiera la palabra le resultaba insoportable.

Claudia volvió a mirar el reloj, lo miró a él, bajó las piernas y dijo:

–Sí, me has hecho daño, y sí, me preocupa que no hayamos usado preservativo. Ningún niño se merece nacer por una mentira.

No sintió satisfacción alguna al verlo retroceder horrorizado. Había esperado trece horas para enfrentarse a semejante cerdo mentiroso. Toda la ternura de la noche anterior, sus caricias, los besos apasionados… nada había sido real.

Había permanecido junto a la puerta de la terraza una eternidad, paralizada, inmóvil, incapaz de procesar lo que acababa de saber. Cuando por fin salió de la parálisis, volvió a la cama, el corazón destrozado, intentando desesperadamente pensar con coherencia. Entonces recordó el coqueteo que había percibido entre su hermana y Vicenzu en la boda, y el estómago se le cayó a los pies. Tenía que advertírselo a Imma. Tenía que pedirle consejo. Intentar comprender lo que su corazón se negaba a entender, pero que su parte racional no podía dejar pasar.

Ciro no la amaba.

Cuando volvió a la cama, oliendo a champán, fingió dormir y esperó a que él lo hiciera para levantarse y meterse en el baño con el teléfono.

No sabía cómo tenía pensado Vicenzu arrebatarle el negocio a Imma, pero si su hermano servía de medida, no tendría escrúpulo alguno para lograr lo que quería conseguir. A juzgar por la sorpresa en el tono de voz de su hermana, el plan ya estaba ejecutándose, pero le prometió que esperaría hasta las cuatro de la tarde para enfrentarse a Ciro. Así ella tendría tiempo de trazar su propio plan de ataque antes de que Ciro pudiera avisar a su hermano de que ya lo sabían.

Las trece horas que había pasado esperando habían sido las más largas de su vida, pero al mismo tiempo, le habían dado tiempo para pensar y prepararse. Por humillante que fuera admitirlo, Claudia se había pasado la vida adormilada, demasiado asustada por la oscuridad latente en su padre para atreverse a hablar, a defenderse, por mucho que gritara interiormente. Se imaginaba que su matrimonio con Ciro la liberaría de la tiranía, pero lo único que había hecho era cambiar un infierno por otro.

A medida que había ido avanzando el día, la sorpresa por la traición había mutado en furia ciega, una furia que necesitaba encontrar una vía de escape. Pensó en su heroína favorita, Elizabeth Bennet, la protagonista de Orgullo y Prejuicio, y se preguntó qué habría hecho ella en su situación. Elizabeth se habría erguido para enfrentarse a la situación sin dudar. Y eso había hecho ella, con una de las frases favoritas de su heroína en la cabeza:

 

Mi valor se crece con cada intento de intimidarme.

 

Ciro se levantó y caminó en busca de la botella de burbon.

–Lo siento si te hice daño anoche –se disculpó, con la voz tan firme como la mano con la que se servía el licor–. Intenté ir con cuidado.

–No estoy hablando del sexo –replicó. Lo que había considerado la experiencia más hermosa de su vida, había quedado manchada para siempre–. Aunque recordarlo también me hace daño. Deberías avergonzarte de ti mismo.

Tomó un trago.

Y me avergüenzo. Debería haberme acordado de usar…

–¡Cállate!

Ciro cerró los ojos. Claudia no había alzado la voz, pero había pronunciado aquella palabra con una fuerza tal que la sintió como un puñetazo en el estómago. Todas las maldiciones que conocía pasaron por su cabeza. Lo sabía.

–Te oí hablar anoche. Cuando te escabulliste a la terraza.

–¿Qué crees que dije?

–No te molestes en hacerme luz de gas. Sé perfectamente lo que oí –e imitando su voz, dijo–: «Vicenzu, soy yo. Mira, no voy a poder seguir con esto mucho más. Yo ya he hecho mi parte. Mañana pondrá la casa a mi nombre. Tú tienes que hacer lo tuyo ya. Haz lo que sea necesario para recuperar el negocio, porque no sé cuánto tiempo más voy a poder mantener esta farsa».

La miró boquiabierto. No recordaba las palabras exactas que había dicho en el mensaje de voz, pero estaba seguro de que ella las había repetido con una exactitud apabullante.

Inclinándose hacia delante hasta apoyar los codos en los muslos, le preguntó:

–¿Por qué?

La pregunta lo pilló completamente desprevenido y la miró sin saber qué decir.

–No perdamos más tiempo en mentiras –respondió ella ante su silencio–. Me he pasado el día escondiendo mis sentimientos, pero creo que no puedo seguir respirando el mismo aire que tú ni un minuto más. Pero, antes de irme, quiero saber por qué te has tomado tantas molestias. Te has casado conmigo para recuperar la casa de tu familia, tu hermano está intentando quitarle a mi hermana el negocio que fue también de tu familia. Todo eso, ¿por qué? Si no querías que tu padre lo vendiera, ¿por qué no se lo compraste? No es que no pudieras permitírtelo.

–Claudia…

–¡No! –explotó, pero su voz era fría como el hielo–. O me dices en este instante por qué has sido capaz de casarte conmigo por una casa, o llamo a mi padre y le hago a él la pregunta.

Ciro salió por fin del estupor. Claudia había sido virgen en el dormitorio, pero ninguna de las hijas de Cesare Buscetta era inocente en nada más.

–Déjate de numeritos, princesa, y no pretendas fingir que no sabes qué es lo que hizo tu padre.

Ella frunció el ceño.

–Déjame refrescarte la memoria –se acercó a ella–. Tu padre se acercó al mío en enero con una oferta para comprarle la casa y el negocio, pero mi padre la rechazó. No quería vender. El negocio llevaba en la familia Trapani varias generaciones, y quería que siguiera siendo así, como también quería hacerse viejo con mi mamma en la casa en la que habían criado a sus hijos. Pero como tu padre no acepta un no por respuesta, recurrió a la extorsión para conseguir lo que quería.

–¡Mentiroso! –espetó.

Ciro se agachó delante de ella para mirarla a los ojos.

–Tu padre ha sido quien ha movido las cuerdas de la tramoya, haciendo que mi padre quedara enredado en ellas hasta el punto de no poder escapar. Cuando ya estaba a punto de perderlo todo, apareció de nuevo tu padre como un caballero de negro corazón, para hacerle una nueva oferta de dinero. Una oferta insultante, que apenas daba lo suficiente para pagar las deudas que la extorsión de tu padre le había obligado a contraer, pero que no tuvo más remedio que aceptar. Acabó vendiendo un negocio que llevaba varias generaciones en la familia, y la casa en la que había pasado toda su vida de casado para que tú y tu hermana pudierais tener una propiedad y un negocio legales.

Se rio en su cara antes de continuar.

–Porque esa era la cuestión, princesa: que tanto el negocio como la propiedad eran legales, y tu padre se aseguró de que sus manos sucias no aparecieran por ningún lado, ya que no quería que su hedor pudiera manchar a sus preciosas princesitas. No tuvo que usar armas, ni amenazas, para salirse con la suya cuando una extorsión y, después, un rescate podían proporcionarle lo que tanto ansiaba. Cuando fui a visitar a tu padre el día que te conocí, ¿sabes lo que me dijo? –se acercó tanto que pudo ver las motas doradas de sus ojos castaños–. Nada. No dijo absolutamente nada. Para él, había sido algo insignificante. Solo negocios. Si arruinar la vida de mis padres hubiera significado algo para él, me habría impedido entrar en la casa y habría doblado el número de guardias que tenía para ti y para tu hermana. Pero no significó nada para él. Quería tener una casa y un negocio limpios para sus queridas princesitas, así que consiguió lo que quería y siguió adelante. Pero yo no puedo.

Claudia se había quedado muy pálida. Tenía las pupilas dilatadas y los ojos muy abiertos, y abría y cerraba la boca, pero sin articular sonido alguno.

Él se incorporó y la miró con desprecio.

–Mírate, así sentada, fingiendo estar sorprendida, cuando la compra de la casa la firmaste tú. Tú viste la cifra ridícula por la que se te vendía, viste el estado en el que se encontraba mi padre, pero firmaste. Y un día después, estaba muerto.

Fue hasta el bar, pero en el último momento no quiso ponerse otra copa. Tenía que mantener el juicio claro mientras consideraba cuál era la mejor forma de lidiar con la situación. ¿En qué demonios pensaba cuando le hizo aquella llamada a Vicenzu? Todo lo que tenía que haber hecho era mantener la farsa unos cuantos meses más, como mucho. ¡Idiota! Claudia aún no había puesto la casa a su nombre, y con aquella llamada cargada de culpa y desesperación lo había echado todo a perder.

Apoyó la espalda en la pared y, con los brazos cruzados sobre el pecho, la miró. No iba a ablandarse por su expresión atónita. No iba a sentirse culpable por la mujer cuyos actos habían contribuido a precipitar la muerte de su padre.

–¿Se te ha comido la lengua el gato, princesa? Debe ser difícil para ti descubrir que eres la beneficiaria de los manejos fraudulentos e inmorales de tu familia, por lo que es bien conocida.

Una lágrima solitaria rodó por su mejilla.

–No conocí a tu padre –dijo, serena–. Firmé mi parte de la escritura con el abogado de mi padre. No sabía nada de… –cerró los ojos con fuerza y respiró hondo–. ¿Para qué voy a seguir? No me vas a creer –lo miró–. Y la verdad, no sé si me importa que me creas o no. Lo que me has hecho es enfermizo.

Se levantó de golpe, entró en el dormitorio y lanzó la maleta sobre la cama.

–¿Qué haces?

Si creía que podía salir corriendo a pedir la ayuda de su papi, estaba en un error. No sabía cómo podía impedirlo pero, desde luego, iba a intentarlo.

–Si tanto quieres la casa, quédatela.

Sus manos no querían cooperar, pero por fin consiguió descorrer la cremallera de la maleta y sacar las escrituras que había preparado el abogado de Ciro.

Las náuseas que le estaban poniendo el estómago del revés amenazaron con hacerla vomitar allí mismo. Dios bendito… lo que le había dicho podía ser cierto. De hecho, las dudas habían andado rondándola todo el día. Según había dicho Imma, Ciro podía haber comprado la casa y el negocio solo con los intereses que ingresaba a diario. ¿Por qué entonces casarse con ella? Tenía que haber otro motivo, aparte de un montón de ladrillos y cemento. Y ella, en el fondo, se había temido que aquella terrible realidad tuviera que ver con su padre.

«No tuvo que usar armas, ni amenazas, para salirse con la suya, cuando una extorsión y, después, un rescate podían proporcionarle lo que tanto ansiaba».

Hubo una ocasión en la que, siendo muy joven, se quedó sin papel de dibujo, y se le ocurrió entrar en el despacho de su padre a buscarlo, cuando tenía totalmente prohibido entrar allí. Pero su padre estaba fuera, la niñera estaba haciendo algo con Imma y ella quería conseguir más papel para seguir dibujando, así que no dejó que las consecuencias de saltarse las prohibiciones le impidieran conseguirlo. Abrió el cajón de su mesa y rebuscó, pero su desafío a la autoridad de su padre cesó de golpe cuando tocó algo frío y metálico.

Era pequeña, sí, pero sabía lo que era un arma. Recordaba sacarla del cajón. Recordaba su peso entre sus manitas de niña, y recordaba el miedo que se le había agarrado al pecho, un miedo tan frío y con el mismo sabor metálico que el arma que tenía en la mano. La dejó donde estaba y salió a todo correr del despacho, demasiado asustada para contárselo a nadie, ni siquiera a su hermana. ¿Tendría su padre un arma porque necesitaba protegerse? Si era así, ¿estarían su hermana y ella en peligro? ¿O la tendría porque él era el malo? Estaba demasiado asustada para preguntar, pero la burbuja en la que había vivido hasta entonces se pinchó en aquel instante. Empezó a prestar atención. A escuchar. Y nunca volvió a desobedecer a su padre.

Con el sobre de las escrituras pegado al pecho, se volvió a mirar al hombre odioso del que, como una idiota, se creía enamorada, y pensó en una cifra.

–Quiero veinte mil euros.

Claudia…

–Veinte mil euros y firmo la escritura.

Él no podía dar crédito.

–¿Me estás ofreciendo la casa?

No quería volver a poner el pie en ella.

–Quiero efectivo.

–Es domingo.

–¿Tan estúpida me crees como para no saber qué día es? –espetó–. Consigue ese dinero. Tienes media hora.

–¿Dónde vas?

Abrió la puerta sin mirarlo.

–A firmar las escrituras con un testigo. Media hora, Ciro. Tráeme el dinero.

Empujada por tanta rabia y tanta humillación que el dolor que tenía en el corazón no era más que un latido de fondo, bajó al vestíbulo por la escalera y le pidió a una de las recepcionistas lo que quería. El director acudió enseguida y accedió a ejercer de testigo.

¿Dónde quiere que firme? –le preguntó.

Menos mal que el abogado de Ciro había dibujado flechas fluorescentes en las páginas en las que había que firmar.

–Primero tiene que firmar usted –añadió el joven, ofreciéndole un bolígrafo.

Había dos espacios vacíos con flechas, y reconoció su nombre en uno de ellos. Aun así, dudó.

–¿Firmo aquí? –preguntó, avergonzada.

–Sí.

Firmó cuidadosamente, empleando la misma firma que había usado meses atrás, cuando pusieron la propiedad a su nombre. Le asqueaba pensar que se había tragado las mentiras de su padre como si nada. Porque todo habían sido mentiras. Lo sabía.

Pero aquel no era el momento de darle vueltas a eso. Tenía que mantener la compostura un poco más.

–¿Tienes el dinero? –preguntó, nada más volver a la habitación.

Ciro guardó el móvil en el bolsillo. Había estado enviándole mensajes a su hermano por todos los medios para advertirle de que Claudia lo sabía, y si aún no se lo había dicho a su hermana, no tardaría en hacerlo.

–Llegará enseguida.

Bien –entró en la alcoba, cerró la maleta y la llevó a la puerta, con las escrituras todo el tiempo bajo el brazo–. Te las daré cuando yo tenga mi dinero –espetó al ver cómo las miraba Ciro.

No le gustaba aquel lado tan duro de ella. Había esperado más de dos meses para que ese aspecto de su personalidad se revelara, pero ahora que lo estaba padeciendo, solo podía pensar en lo poco propio que era de ella.

–¿Qué vas a hacer?

–Lo que quieres saber es si se lo voy a decir a mi padre, ¿no?

Iba a continuar con su respuesta cuando llamaron a la puerta.

–Debe ser mi hombre con el dinero.

Se hizo a un lado para que Ciro abriese y le vio recoger un maletín con apenas una leve inclinación de cabeza. Puesto sobre la mesa, lo abrió y lo giró para que ella pudiera verlo.

Claudia lo miró un momento en silencio.

–Parece que hubiera más de veinte mil.

–Hay cien mil.

–¿Pretendes comprar mi silencio? –su mirada fue tan intensa que podría haber arrancado la pintura de la pared–. Cuenta veinte mil. No quiero un céntimo más.

–No quiero comprarte.

–Cuenta.

Ciro obedeció y aseguró los billetes con una goma. Ella se los quitó de la mano y los metió en el bolso que llevaba en bandolera.

–Tengo un taxi esperándome, así que seré breve –dijo, abrasándolo de nuevo con su mirada–. Te vas a ir de Sicilia tal y como habíamos planeado. Vete a Antigua si quieres, a América o a Marte, donde te dé la gana, pero mantente lejos de Sicilia. No quiero que mi padre sepa que te has casado conmigo mintiéndome.

–¿Quieres proteger sus sentimientos?

–No –escupió–. No estoy preparada para enfrentarme a él después de lo que ha hecho. Quiero alejarme de todas las mentiras y los engaños porque no sé a quién detesto más: si a ti, o a él. Si se entera de que te he dejado, querrá que vuelva con él, así que considera esto un trato justo: tú te quedas con las escrituras… –se las plantó en mitad del pecho antes de dar de nuevo un paso atrás–, …y yo tengo dinero para desaparecer durante un tiempo. Le escribiré para contarle lo bien que nos lo estamos pasando en la luna de miel para que no se preocupe por no saber dónde estoy, así que tú mantén la cabeza baja y no te acerques a Sicilia. ¿Está claro?

Ciro se masajeó las sienes. La cabeza le latía. No estaba acostumbrado a que lo manejase nadie, pero Claudia le había dado la vuelta al tablero de juego con precisión de reloj.

–¿Cómo puedo confiar en que mantendrás tu palabra?

Ella se sonrojó.

–¿Cómo te atreves? ¡Aquí la víctima soy yo! Me dijiste que me querías, te has casado conmigo, me has hecho el amor, y todo ha sido mentira desde el principio. Si me hubieras dicho desde el primer momento lo que había hecho mi padre, le habría devuelto la casa a tu madre inmediatamente.

Él se echó a reír con amargura.

–¿Y esperas que me lo crea, princesa?

–¿No acabo de firmar las escrituras poniéndola a tu nombre? Dásela a tu madre, o haz lo que te salga de las narices con ella, porque yo no la quiero.

Abrió la puerta y recogió la maleta.

La rapidez con la que había ejecutado el plan le tenía desconcertado. Se encontraba un paso por detrás en un juego que él mismo había creado.

–¿Dónde vas?

–¿A ti qué te importa? –espetó, y cerró de golpe, pero la puerta volvió a abrirse de inmediato–. Si mi padre se pone en contacto contigo, ya puedes decirle que somos inmensamente felices, ¿te queda claro? Eres un profesional del engaño, así que supongo que no te será ningún problema seguir mintiendo.

–¿Durante cuánto tiempo?

–El tiempo que yo juzgue necesario. Cuando esté lista, te lo haré saber. Adiós.