En sus palabras

Este libro resume los veintiocho años de mi carrera. Es el producto de todos esos años, el resultado: el cocinero que soy hoy, después de las experiencias, los aprendizajes, los viajes y los proyectos. Aquí está el reflejo de lo que aprendí comiendo, escuchando, metiéndome en las cocinas de otros, compartiendo con amigos y colegas. Las recetas que van a encontrar en este libro no reflejan cada uno de esos años. No representan la historia de mi cocina sino que son el espejo de la cocina que hago hoy, que no es la misma de hace veinte ni diez años. Para mí, la comida tiene que emocionar. Cuando me siento a comer, busco (y espero) emocionarme, como cuando escucho un disco o veo un cuadro que me gusta. Con la cocina pasa lo mismo, y es la síntesis total que involucra todos los sentidos, porque entra por los ojos, la boca, la nariz, el tacto. La cocina que representa este primer libro es la que me gusta hacer. La cocina que me gusta comer. La que está, espiritualmente, más cerca de lo que aprendí en mi infancia mirando a mi abuela Serafina. Esta es la síntesis de toda una vida de trabajo.

Serafina

El mundo de la cocina me llega (o llego yo a él) de muy chico. Fue mi abuela Serafina –lo cuento siempre– la que me hizo descubrir todo esto. Esto que después iba a convertirse en mi trabajo. Aunque entonces, claro, no lo sabía.

Me acuerdo mucho de esa época de mi vida, muy de cerca, como si la estuviera viendo: empieza alrededor de mis siete, ocho años. Serafina, la madre de mi mamá, vivía en San Telmo. Tenía una casa enorme que había convertido en pensión y le alquilaba los cuartos a inquilinos. En una época, antes de que yo naciera, ella cocinaba para todos. Después, se dedicó a administrarla, mantenerla y cuidarla.

Era una mujer increíble. Muy recia, estricta, de un carácter durísimo. Con Serafina no se jugaba: no se la burlaba, no se la engañaba. No se le faltaba el respeto. Era una mujer que, en un mundo masculino, llevaba las riendas de todo. Pero había una excepción, la única para todas sus reglas: yo. Su nieto más chico y, por algún motivo, su debilidad. Conmigo era distinta: podía darle vuelta la casa, saltarle en la cabeza, hacer cualquier travesura y me perdonaba. Conmigo era tolerante. Cómplice.

Cuando mi madre enfermó, mi padre y ella decidieron dejar el departamento donde vivíamos, en Barrio Norte, y nos mudamos a San Telmo. Cerca de Serafina y de mi abuelo Lópes, su esposo, un personaje alucinante, un portugués bueno, muy trabajador, con un corazón de oro, que era un experto en el torrado del café y sus procesos. Se había ido de Portugal a Brasil, de ahí a Chile, y después había llegado a la Argentina. Trabajaba para varios cafetales haciendo las mezclas, y después se puso a fabricar filtros de café, de los de tela. “Filtros Brasil” se llamaba la fábrica.

Serafina me protegía. Yo pasaba mucho tiempo con ella. Mi escuela quedaba a la vuelta de su casa, así que salía todos los mediodías y me iba a comer con ella, que cocinaba para mí y para mi hermano Marcelo. A nosotros nos encantaba comer en su casa. A veces se sumaban algunos amigos. Era mágico: la comida siempre alcanzaba, había para todos. Siempre me preguntaba qué quería comer al día siguiente. Cuando llegaba de la escuela, tenía lista la mesa: entrada, plato principal y postre.

Tenía mis platos preferidos, de esos que nunca cansan. Se los pedía y ella, por supuesto, me los preparaba. Me acuerdo de muchos de esos platos, como si los hubiera comido ayer. Lengua a la vinagreta, por ejemplo, no tan común para un chico. La milanesa a la Maryland (de pollo, con crema de choclo, banana frita y papas pay) le salía fabulosa. Era la que más me gustaba.

Me hacía risotto con osobuco (de ahí sale la receta que todavía hoy preparo y que es uno de los sellos de mi cocina), también milanesas con puré amarillo (de papas y calabaza). Los domingos amasaba la pasta casera. Siempre lo hacía en la mesa del comedor, porque era grande y tenía más lugar. La salsa, inolvidable, con estofado de carne. De postre, panqueques de banana y manzana, compota de frutas.

Yo me quedaba a dormir en su casa dos o tres veces por semana. Era una casa típica de la época: techos altísimos, ambientes enormes. Ella tenía una cama grande, donde dormía con el abuelo, y una cama chiquita al lado. Cuando iba yo, al pobre Lópes lo mandaba a esa camita y yo dormía con ella.

Serafina tenía un gran sentido del humor. Me hacía reír mucho, era desfachatada: tenía un costado muy estricto y masculino, y al mismo tiempo era graciosa, pícara. Me enseñó a jugar a las cartas. Jugábamos juntos, por plata.

El aprendizaje de verla cocinar, de comer con ella, de ver lo que hacía en la cocina, duró muchos años. El recuerdo está intacto y presente, no tengo que hacer un esfuerzo para evocarlo. Me acuerdo de cómo estaba ubicada la cocina, del lugar adonde estaba la mesa, del banco que había alrededor. La veo a ella cocinando, mostrándome cómo hacía las cosas. A veces yo acercaba un banquito contra la mesada, como hacemos ahora con mi hija Joaquina, y la miraba hacer, mientras ella me explicaba cómo preparaba –por ejemplo– la salsa de tomate. Otras veces andaba por ahí, con la atención repartida, pero igual le hacía preguntas.

Ella cocinaba y había algo en el aire que me ayudaba a aprender todo el tiempo. En su cocina me apasioné, desarrollé el amor y el placer por la comida. Me atraía verla cocinar, me divertía.

Si me pongo a pensar, me cuesta identificar cosas concretas que me hayan quedado de su cocina. Hay algoque va mucho más allá de los platos que ella hacía. No esalgo que haya aprendido, un secreto, un tip. Más bien setrata de una búsqueda. Muchas de las recetas que hice yque hago están inspiradas en su cocina. Y cuando las hago,me concentro en el recuerdo del gusto, tratando de traer al presente los sabores de mi infancia.

Ese fue el comienzo para mí.

Adolescencia

Mi mamá falleció cuando yo tenía once años. Serafina murió cuando yo tenía quince. No llegó a verme cocinero, pero su influencia dejó una huella grande.

Me iba muy mal en el colegio secundario: era un pésimo estudiante. Mi padre sufría, nos peleábamos mucho. Era una pesadilla para él y para mí. Habíamos vuelto a nuestro departamento en Barrio Norte, con mis hermanos, Mariana y Marcelo, y yo iba de colegio en colegio: me echaban, repetía, me llevaba materias.

En esa época tenía un grupo de amigos con los que me juntaba todo el tiempo. No nos gustaba ir a bailar como a los otros chicos. En esa época ir a un boliche implicaba ponerte zapatos, que te eligieran en la puerta (“vos sí, vos no”), que las chicas te rebotaran para bailar. No me gustaba todo eso. Entonces, mientras los otros se iban a conseguir novia, nosotros nos juntábamos en distintas casas a jugar al póker, tomar vino y comer. Hacíamos lo que hacía mi abuela: cartas, apuestas, preparar la comida, charlar. Cocinaba siempre yo. Me gustaba ir al supermercado, a la verdulería, comprar los ingredientes. Era como un ritual. Preparaba cosas sencillas: pastas, carnes. Inventaba. Tenía la base de lo que le había visto hacer a Serafina. Nada del otro mundo, pero ese era mi rol y lo disfrutaba mucho. Todavía me veo con ellos y se acuerdan de esa etapa, haciéndonos los grandes.

Jamás, en todo ese tiempo, pensé que me podía dedicar a la cocina. Para mí era como para el que sabe dibujar y lo disfruta. Lo hace, practica, pasa tiempo con los lápices, sin pensar en si va a ser ilustrador cuando sea grande.

Dejé el colegio seis meses antes de terminar quinto año. Ya había pasado por todos los turnos, mañana, tarde y noche. Claramente no era para mí.

Bariloche

A los dieciocho años andaba un poco perdido. Empezaba a pensar qué iba a hacer de mi vida y, mientras tanto, probaba cosas: desde vender cinturones hasta trabajar en la agencia de publicidad de un tío. Pero no daba en la tecla. No era fácil encontrarle la vuelta al destino a esa edad.

Felicitas, la madre de mi amigo Fabián, era una cocinera increíble. Amorosa, dedicada a su familia, era de esas mujeres que tuvieron que aprender los quehaceres de la casa por obligación, de muy chica, pero disfrutaba muchísimo cocinando para su familia. Yo iba a comer a su casa y ella me recibía encantada porque me volvía loco con sus platos. No tenía las recetas escritas: las hacía por puro instinto, de memoria, con esa sabiduría que desarrolla la gente que disfruta de lo que hace. Cocinaba cosas sencillas, con pocos ingredientes, pero muy bien combinados. Me fascinaba especialmente el mondongo con papas, porotos y chorizo colorado. Fabián le había contado que me encantaba cocinar. Un día que fui a visitarlos, Felicitas, emocionada, me mostró un aviso que había salido en el diario. Habían inaugurado una escuela de cocina y hotelería en Bariloche y me dijo “Esto es para vos”. De corazón, porque quizás me veía reflejado un poco en su historia, porque percibía que yo tenía que dedicarme a cocinar.

El plan era una locura. Tenía que irme a un lugar que no conocía, solo, sin casa, sin familia, sin amigos. Yo ya venía haciendo cursos de cualquier cosa, tomando clases de teatro, de dibujo. Mi papá (algo resignado) me venía acompañando en todas. Pero esta vez era distinto. Él me veía cocinar, sabía que ahí había algo, que no era un capricho. Le mostré el aviso, le dije que me quería ir a estudiar a Bariloche, y él me dijo que me iba a ayudar. Para ninguno iba a ser fácil. Yo era el más chico de la casa y, después de la muerte de mi mamá, éramos un clan, estábamos muy unidos.

Antes de irme, el padre de otro amigo me conectó con el dueño de un restaurante clásico de Buenos Aires. El tipo me recibió, me dio una charla informal, la clase de charla que uno puede darle a un chico de dieciocho años que quiere saber de qué se trata una profesión. Me trató muy bien, pero el panorama que me pintó era negro. Me dijo todo: lo duro que era, que no creía que yo fuera a aguantarlo. En esa época, las cocinas eran mucho más complicadas que ahora, no había chicos de diecinueve años con piercings que quisieran cocinar. Entrabas como bachero, después pasabas a ser aprendiz, cocinero, jefe de cocina. Se hacía carrera ahí adentro. Pero eso no fue suficiente para desanimarme. Yo ya estaba decidido. El tipo estaba admirado. Me dijo “Si te gusta la cocina, es algo increíble. Hacelo”. Y me dio una carta escrita de puño y letra para un amigo suyo que era dueño, en Bariloche, de la disco Cerebro.

Mi familia, mi novia y mis amigos me acompañaron a Constitución el día que me fui, con pancartas y carteles. Fue inolvidable, una despedida muy emotiva.

Apenas llegué, fui a ver al dueño de Cerebro. El tipo leyó la carta, escuchó mi historia y me dijo “Yo te voy a dar trabajo. Mañana empezás en el baño”. De un día para el otro me convertí en el encargado de las toallas, de los souvenirs. Hacía la mise en place de los papeles higiénicos. Usaba un smoking y tenía permiso para salir tres veces por noche para tomar algo y estirar las piernas. Trabajaba seis días a la semana: entraba de noche y salía de día. Esa fue la época de mi vida en la que más libros leí. Me llevaba las cartas de mis amigos, de mi papá: las leía y las respondía en el baño. Me acuerdo de que en una de ellas mi papá me decía: “Algún día vas a poder decir que empezaste de abajo. De abajo y al fondo”.

La escuela de cocina nunca abrió. Al director le daba pena: éramos dos los que volvíamos una y otra vez esperando que nos dieran los horarios de las clases que nunca comenzaron. La última vez que fui me dio un consejo honesto: “Olvidate de la escuela. Metete en un restaurante a trabajar”.

La Tartine

Estuve unos seis meses trabajando en el baño de Cerebro. Ya tenía diecinueve años. Que la escuela nunca empezara las clases fue un golpe duro. ¿Qué estaba haciendo ahí entonces? Decidí dejar el trabajo. Anduve sin rumbo, deambulando por El Bolsón, jugando a ser hippie, hasta que me di cuenta de que no daba para más. Volví a Buenos Aires.

Una tarde, visitado a unos amigos, me encontré con Pancho, otro amigo al que no veía hace tiempo. Me abrazó, celebró mi regreso y me dijo que estaba trabajando en un restaurante en el que buscaban un asistente de cocina. Era el barman del lugar. Primero le dije que no. Me parecía un delirio: no tenía experiencia, recién llegaba. No sé cuántas veces le dije que no. Hasta que en un momento pensé que a lo mejor tenía que probar. Uno nunca sabe. En el peor de los casos, no tenía nada que perder.

Nos encontramos en Mansilla y Coronel Díaz. Tocamos el timbre y nos atendió una mujer vestida con delantal de cocina. Pancho me presentó y le dijo que yo quería trabajar. Ella nos miró, intrigada. Le conté mi historia, todo lo que había pasado en el Sur, le hablé de la escuela de cocina que nunca abrió, del baño de Cerebro. Me preguntó si tenía experiencia, si sabía cocinar. Le dije que no, pero que quería ser cocinero. Fui sincero. Se ve que le puse el énfasis suficiente. O fue el momento justo, no sé. Me dijo: “Está bien, tenés el trabajo. Empezás ahora mismo”.

El restaurante era La Tartine, un lugar que estaba muy de moda en esa época. Buenos Aires no era gastronómicamente lo que vemos ahora. Por eso también era un lugar único e increíble para empezar. No había nada así en la ciudad. El chef era Paul Azema, un gran cocinero, un tipo de avanzada, vanguardista, que venía de París.

La Tartine era una locura. Yo era chico, venía de varios intentos fallidos, sin curtirme, y de repente me encontraba con un lugar que era un caos hermoso. Fue increíble: aprendí muchísimo. Todos tenían onda: las camareras, los que estaban en la cocina. Era un lugar distinto, se llenaba de pintores, de gente joven, de artistas. No teníamos uniforme: usábamos delantales sobre nuestra ropa. Jeans y delantales, así era el look.

Yo era el asistente de María Teresa Picton, que se ocupaba de las entradas y los postres. Me convertí en una máquina de absorber información. Estaba feliz: era un desorden, pero no me importaba nada. Porque funcionaba, y funcionaba muy bien. Todos sabían lo que tenían que hacer. Estaba Paul, con su cabeza enorme, a mil años luz de todos. Y yo, finalmente, estaba haciendo lo que quería.