Sucre

A mediados del año 2000 volví a Buenos Aires. Sucre ya era algo real, un proyecto en construcción. Fuimos dando todos los pasos. Primero encontramos el lugar. No había nada ahí, ni rastros de ese polo gastronómico que se fue armando con los años. Donde hoy está Sucre había un baldío y una casa. La zona tenía ventajas: estaba muy bien ubicada, con buenos accesos, y pagábamos un alquiler muy conveniente. Freddy, uno de los socios, me convenció. “Hay que hacerlo acá”. Firmamos contrato y empezó la obra.

A Martín Pittaluga y Freddy se sumaron más socios. El proyecto había empezado siendo pequeño, y de repente se deliró, se hizo grandísimo y tuvimos que salir a buscar más gente. Yo tenía que poner mi parte en la sociedad pero no tenía plata. Se me ocurrió una idea un poco kamikaze. Lo llamé a Juan Carlos Bagó para preguntarle si podía prestarme el dinero. La situación social se estaba poniendo muy difícil y el timing no era el mejor. Bagó me recibió (como siempre, dispuesto y atento) y con el corazón en la boca le comenté lo que necesitaba. “No abras un restaurante ahora”, fue lo primero que me dijo. Ya era tarde. Me dijo que el momento era desastroso, y que si él me prestaba el dinero que yo necesitaba me iba a poner en un lugar muy incómodo. “Te va a tomar años devolvérmelo y no quiero ser quien te ponga en ese lugar”, terminó. Le agradecí y salí de la reunión más triste por el panorama del país que por no tener el dinero. Me dio miedo. Me pregunté en qué me estaba metiendo. Lo llamé a Freddy, le conté lo que me había dicho Bagó. “Olvidate. Ya está”, fue su respuesta. Con mis socios decidimos avanzar. Apostar a un proyecto acá, generar fuentes de trabajo en un contexto de tanto miedo e incertidumbre.

Sucre inauguró un mes antes de que la crisis estallara, en noviembre de 2001. La apertura fue una fiesta, increíble. Adentro del salón no se podía caminar, había gente en la plaza, en la vereda. No habíamos hecho prensa, sólo avisamos a amigos, conocidos, colegas. El comienzo fue una muestra de lo que iba a pasar. Contra todo pronóstico, incluso los nuestros, Sucre explotó. Trabajábamos a full, con todo, sin parar. Había gente que venía y quería volver pero no podía porque ni había mesas. Hubo algunas semanas difíciles, cuando se anunciaban saqueos y la gente no quería salir mucho a la calle. Pasado el miedo, seguimos trabajando a toda máquina. Sucre era una burbuja, nadie lo podía creer. Bagó vino a comer con un amigo, un día, y le contó la anécdota delante mío. Me miró y me dijo: “Me equivoqué”. En realidad no se había equivocado: lo que pasó con la respuesta del público era difícil de prever.

Si pienso en las razones de que haya sido un suceso, creo que son varias. Una fue la gran bodega. En un gran momento del vino argentino, en el que el mundo estaba poniendo su atención en la producción local, le dimos un espacio de privilegio. Otra, la gran, gran barra. En ese momento no había barras en los restaurantes. El argentino no acostumbra a tomar tragos en la cena. De entrada nosotros sabíamos que queríamos tener un gran bar adentro, y Pato y Luis, dueños del Danzón y socios míos, fueron los que aportaron toda la experiencia que ya traían.

Y otra razón fue la cocina abierta, con spiedo. Eso es algo que yo traje de Vandam, de mi experiencia neoyorquina. Allá tenía un spiedo antiguo, a gas, francés, increíble. A mí me encantaba y cuando empezamos a armar Sucre pensé que tenía que tener uno. Acá sólo existían de acero inoxidable o a gas, de rotisería. Como podíamos usar leña, me decidí a tenerlo ahí, a la vista. Sin dudas fue un plus.

Haber incluido la cocina latina dentro de la propuesta fue otro motivo del éxito de Sucre. En ese entonces todavía no había un desarrollo a nivel gourmet de la comida del continente. Podías encontrar restaurantes peruanos, bolivianos, pero eran más de y para las comunidades. Otra vez, todo el aprendizaje que hice en Nueva York tuvo que ver con esta búsqueda que significó introducir el elemento latino en la carta.

Sucre siempre fue un lugar de bajo perfil. Nunca fuimos muy faranduleros, más bien al contrario, siempre cuidamos la discreción. Eso, creo, fue lo que ayudó a que tengamos una trayectoria prolija, tranquila.

Para nosotros la mejor publicidad es la no publicidad. Que la cocina, el servicio, la propuesta, hable por nosotros. El boca a boca es lo que hace que Sucre esté vigente más de quince años después de su inauguración. Es un trabajo enorme, de un gran equipo, hecho con amor y a conciencia.

Después de todo, Sucre es como mi casa. Así lo siento y con ese criterio pienso la cocina.