PRÓLOGO
por Martín Pittaluga
Conozco pocos hombres con tantos amigos y, además, verdaderos. Fernando es constructor de amistades, ayudador incansable y espíritu siempre presente.
La primera vez que lo vi, bajaba de un ómnibus que lo traía de Buenos Aires a Mendoza. Era el invierno del año 1987. Parecía un púber perdido en los Andes, cansado aunque luminoso, con sus anteojos de miope y una sonrisa imperfecta, torcida.
La sensación que me dio fue que íbamos a ser inseparables amigos. Y lo somos.
Trocca es el aristócrata del mundo de las cocinas. Dandy posmoderno, cuidadoso hasta en los mínimos detalles interiores y exteriores de la vida y del ser humano. Maestro incansable, educador de muchas generaciones de cocineros, es además uno de los mejores representantes de la cocina latinoamericana. Es el embajador desinteresado y puente entre muchos otros cocineros del mundo.
fEs generoso y metódico, con un talento sin límites para sintetizar los elogios: un líder, influenciador de cocineros, y a mi modo de ver, el más fino intérprete de las distintas facetas de la cocina del sur.
Tiene un estilo particular, y muchas veces, a nosotros, los otros, nos cuesta entender cómo unas manitos tan gruesas, casi deformes por la gloria del trabajo, logran tanta perfección y, pecando de cursi, “amor” en sus platos.
Finalmente llega su libro, tan esperado por todos. El del cocinero que respeto y del que aprendí y copié más versos. Parafraseando al poeta cubano Retamar, diríamos que Fernando Trocca es un cocinero, un artesano único, creador con “hambre de belleza”.