Acuérdate de esos libros de cuentos
de los días de primaria en los que los peregrinos llegaban
con sombreros altos y zapatos de hebillas doradas que morías
por tener, en los que hombres altos y erguidos en cuartos
con cortinas de terciopelo, con pelucas blancas, y plumas en mano
firmaban palabras que volaban como colibrís de la página
hasta el oído de tu corazón: Life, Liberty, Happiness
para We, the people cantando de mares resplandecientes
atravesados bajo cielos amplios a una tierra bendita cuando
lo que sabías de tu patria era sólo una canción y un libro.
Tal vez has olvidado la capital de Vermont
o Iowa, pero seguramente recuerdas tus ojos
en el mapa, memorizando ciudades y pueblos distantes
que casi no podías pronunciar; ni tampoco podías creer,
que esa inmensidad, esa tierra te pertenecía
y tu a ella: espina de las Rocosas, ojos azules
de los Grandes Lagos, hombros de las costas infinitas,
las caderas de incontables puertos, ríos como las líneas
de tus palmas trazadas con asombro de principio
a fin, y el puntico de tu corazón marcaba
orgullosamente dónde vivías, cuando ‘patria’
era eso que descubrías en un mapa.
Querías vivir en esa casa soñada, esa
que veías en la televisión: con sofás acolchonados
y bomboneras de cristal, donde las madres servían
pavos perfectamente rostizados con relleno instantáneo,
donde los niños tenían mesadas y dientes perfectos,
donde los padres manejaban autos con aletas plateadas
hasta aquel club al que seguramente pertenecerías
algún día. Los disparos y la sangre de las guerras
se oían hasta tu recámara, pero te dormías;
hombres de la luna aterrizaban en tu techo
con falsas promesas del espacio, pero la fantasía
era lo único que querías saber de la patria.
No querías cambiar el canal pero
lo hiciste, ¿te acuerdas? Abriste las persianas,
dejaste que la luz brillara sobre las alfombras cubiertas de mentiras
que no habías visto, notaste el polvo de secretos asentado
sobre las fotos, y la casa empezó a rechinar,
a derrumbarse a tu alrededor, mientras tú, sentado solo en la mesa
de la cocina durante años, el último en saber, le gritabas
a tu reflejo en las ventanas: América, cómo
pudiste?, sin ninguna respuesta imaginable,
pues todo lo que sabías de la patria era tu rabia.
Pero tu hogar era tu hogar, así que desempolvaste
los secretos, limpiaste las mentiras, y encendiste la chimenea.
Te sentaste con libros que nunca habías abierto,
escuchaste canciones que nunca habías tocado,
sacaste el viejo mapa de un cajón oscuro
y lo redibujaste con más colores y menos líneas.
Atizaste el fuego que seguía ardiendo hasta que, Bueno,
nada es perfecto, entendiste, te perdono,
dijiste—y el perdón se volvió tu patria.
Te quedaste, me quedé, nos quedamos todos por los muchachos
que regresaron como hombres, algunos sin
piernas; nos quedamos por la caída del Challenger y por las Torres
cuando se desmayaron del cielo; por los valientes
de Nueva Orleans varados en los techos como pájaros sin alas,
por el mar que se hinchó contra el norte hasta que
barrimos cada grano de arena de regreso a la orilla,
nos quedamos para encender veinte velas para veinte
niños, y tal vez sentir lo que siempre habíamos sentido:
conocer la patria requiere todo lo que sabemos del amor.
Algunos días mejor que otros, pero nunca fáciles:
cada mañana de cada año de cada siglo, nuestra promesa
de despertarnos y bajar los escalones con esperanza
rabiosa a sentarnos en la mesa de la cocina otra vez
con los ojos aún borrosos, aún cansados, y decir: Mira,
tenemos que hablar—eso es lo que sabemos de la patria.