Amar a un país como si perdieras otro: 1968
mi madre deja Cuba y emigra a los Estados Unidos,
una escena que me imagino, parado en sus zapatos:
un pie dentro del avión camino a un país que sólo
conocía de nombre, un color en un mapa, fotos brillosas
en las revistas de la farmacia. Su otro pie anclado
a la plataforma de su patria, su mano aferrada
a una maleta, solamente con lo más necesario:
fotos de su familia coloreadas a mano,
su velo de novia, el pomo de la puerta de su casa,
un frasco con tierra de su jardín, cartas de despedida
que no abriría en años. El zumbido afligido
de los motores, una última, profunda inhalación, aire
familiar que se lleva con ella, una última mirada a todo
lo que ha conocido: las palmeras se despiden
mientras ella se sube al avión, las montañas se encogen
ante sus ojos, mientras ella despega rumbo a otra vida.
Amar a un país como si perdieras otro: La escucho
—érase una vez—leer libros infantiles en mi cama,
a la hora de dormir, mientras los dos aprendemos
inglés, pronunciando palabras tan extrañas como el habla
de los animales y de las princesas rubias en las páginas.
Pruebo sus primeros intentos de macaroni-n-cheese
(pero con chorizo y ají), y su vergüenza por los pavos
siempre secos del día de acción de gracias, pero
contrarrestados con su pernil perfecto y yuca con mojito.
Huelo la lluvia de aquellas mañanas, acurrucados debajo
del paraguas esperando al autobús hacia sus días de diez horas
en la caja registradora. En la noche, el zzz-zzz mientras cose
sus propias blusas, vestidos de quinceañera para las sobrinas
que siguen en Cuba, adivinando sus tallas, y los trajes
que vendía a los vecinos, ahorrando para un sedán blanco
oxidado—sin tapacubos, sin aire acondicionado, sudando
todo el camino de nuestra primera vacación
a los parques de atracciones de Florida.
Amar a un país como si perdieras otro: Como si
estuvieras en un avión que se va de los Estados Unidos
para siempre, y las nubes se cerraran como cortinas sobre tu país;
la última escena en la que haces garabatos como loco
de los nombres de tus flores, árboles, y pájaros favoritos
que jamás volverás a ver, tu teléfono y dirección
que jamás volverás a usar, el color de los ojos de tu padre,
el pelo de tu madre, aterrorizado de olvidarlos.
Amar un país como si yo fuera mi madre aquella primavera:
cojeando, insiste que la ayude a subir hasta
el Capitolio. Como si ella fuera yo, aquí hoy
frente a ustedes con sus lágrimas y mejillas rosas
como las flores de cerezo que coloreaban el aire
ese día en que se paró, volteó y me dijo:
Sabes, mijo, no importa dónde naces, sino
dónde escoges morir: esa es tu patria.