CAPÍTULO 10

 

 

1

 

Atravesé el aparcamiento para empleados por tercera vez, andando rápido pero sin llegar a correr. Una vez más, al pasar di unos golpecitos en el maletero del Plymouth Fury rojo y blanco. Para invocar a la buena suerte, supongo. En las semanas, meses y años venideros iba a necesitar toda la fortuna que pudiera reunir.

Esta vez no visité la frutería Kennebec, y tampoco tenía intención de comprar ropa o un coche. Eso podría hacerlo igualmente al día siguiente o al otro, pero ese era un mal día para ser forastero en Las Falls. Muy pronto alguien iba a hallar un cadáver en el patio de la fábrica, y cabía la posibilidad de que los forasteros fuesen interrogados. La documentación de George Amberson no sería suficiente en tal situación, menos aún cuando su permiso de conducir indicaba la dirección de una casa en Bluebird Lane que aún no se había construido.

Alcancé la parada de autobús ubicada a la salida de la fábrica justo en el momento en que se acercaba roncando el autocar cuyo panel de destino decía LEWISTON EXPRESS. Monté y entregué el billete de dólar que había pensado darle a Míster Tarjeta Amarilla. El conductor me devolvió un puñado de calderilla plateada que sacó del portamonedas cromado colgado de su cinturón. Dejé caer los diez centavos que costaba el viaje en la urna al efecto y avancé por el basculante pasillo hasta un asiento casi al fondo, detrás de dos marineros cubiertos de granos —probablemente de la Base Aérea Naval de Brunswick— que hablaban sobre las chicas que esperaban encontrar en un club de striptease llamado Holly. Su conversación estaba puntuada por un intercambio de puñetazos en los fornidos hombros y numerosas carcajadas gangosas.

Observaba sin ver cómo se desplegaba la Ruta 196. No hacía más que pensar en el hombre muerto. Y en la tarjeta que ahora era abismalmente negra. Quería distanciarme del inquietante cadáver lo más posible, pero me había detenido un momento para tocar la tarjeta. No era de cartulina, como imaginé al principio, ni tampoco de plástico. Celuloide, quizá…, salvo que tampoco daba exactamente esa sensación. Al tacto parecía piel muerta, semejante a la que se desprende de una dureza. No había nada escrito en ella, o al menos nada que yo pudiera ver.

Al había supuesto que Míster Tarjeta Amarilla era un borracho que había enloquecido por una desafortunada combinación de alcohol y cercanía a la madriguera de conejo. Yo no lo puse en duda hasta que la tarjeta se tornó naranja. Ahora no es que lo pusiera en duda, es que en absoluto lo creía. Y en cualquier caso, ¿qué era él?

Un muerto, eso es lo que es. Y nada más que eso. Así que olvídalo. Tienes mucho que hacer.

Cuando pasamos por el Autocine Lisbon, tiré de la cuerda para solicitar parada. El conductor se detuvo en el siguiente poste telefónico pintado de blanco. Recorrí el pasillo entre nubes de humo azulado.

—Que tenga un buen día —le dije al conductor cuando este tiró de la palanca que abría las puertas.

—Lo único bueno de esto es la cerveza fría al final de la jornada —contestó, y encendió un cigarrillo.

Unos segundos más tarde me hallaba en el arcén de la carretera, con el maletín colgando de la mano izquierda, observando el autobús en su pesado avance hacia Lewiston y la nube de gases de combustión que arrastraba. En la parte trasera había un cartel publicitario que mostraba a un ama de casa que sujetaba una cazuela reluciente en una mano y un estropajo SOS Magic en la otra. Los enormes ojos azules unidos a una sonrisa de labios rojos que enseñaba demasiado los dientes sugerían que se trataba de una mujer quizá a solo unos minutos de sufrir un catastrófico colapso mental.

El cielo estaba despejado. Los grillos cantaban en la hierba alta. En algún lugar mugió una vaca. Después de que una ligera brisa ahuyentara el hedor a diésel, el aire olía a dulce y a fresco y a nuevo. Eché a andar fatigosamente hacia el Moto Hotel Tamarack, a unos cuatrocientos metros. Era un corto paseo, pero antes de llegar a mi destino, dos personas frenaron y me preguntaron si necesitaba que me llevaran. Les di las gracias y contesté que estaba bien. Y así era. Para cuando alcancé el Tamarack, había empezado a silbar.

Septiembre de 1958, Estados Unidos de América.

Con o sin Míster Tarjeta Amarilla, era bueno estar de vuelta.

 

 

2

 

Pasé el resto del día en mi habitación, repasando las notas sobre Oswald por enésima vez, aunque en esta ocasión presté especial atención a las dos páginas finales con el epígrafe CONCLUSIONES SOBRE CÓMO PROCEDER. Intentar ver la televisión, que esencialmente solo tenía un canal, constituía un ejercicio absurdo, de modo que al atardecer me acerqué dando un paseo hasta el autocine y pagué un precio especial para viandantes de treinta centavos. Había varias sillas plegables colocadas delante del snack-bar. Compré una bolsa de palomitas, la acompañé con un delicioso refresco con sabor a canela llamado Pepsol, y vi El largo y cálido verano junto a varios otros viandantes, la mayoría ancianos que se conocían y charlaban amigablemente. Cuando dio comienzo Vértigo, el aire se había vuelto frío y yo no tenía chaqueta. Regresé andando al motel y dormí profundamente.

A la mañana siguiente tomé el autobús de vuelta a Lisbon Falls (nada de taxis; me consideraba una persona con un presupuesto reducido, al menos por el momento) y efectué mi primera parada en El Alegre Elefante Blanco. Era temprano, y aún hacía fresco en la calle, por lo que el beatnik se encontraba dentro, sentado en un desvencijado sofá y leyendo una revista, Argosy.

—Hola, vecino —saludó.

—Hola a ti también. Imagino que venderás maletas, ¿verdad?

—Ah, me quedan algunas. No más de dos o tres centenares. Tienes que ir hasta el fondo del todo…

—Y mirar a la derecha —concluí.

—Correcto. ¿Has estado aquí antes?

Todos hemos estado aquí antes —dije—. Esto es más grande que el fútbol profesional.

Lanzó una risotada.

—Eso es total, hermano. Ve a escoger a la ganadora.

Escogí la misma maleta de piel. Después crucé la calle y volví a comprar el Sunliner. Esta vez negocié y lo conseguí por trescientos. Cuando el regateo hubo terminado, Bill Titus me envió a donde su hija.

—Por su acento, usted no parece de por aquí —dijo ella.

—Originario de Wisconsin, pero llevo en Maine una temporada. Negocios.

—Supongo que no estaría en Las Falls ayer, ¿verdad? —Cuando respondí que no, hizo estallar un globo de chicle y dijo—: Se perdió un buen alboroto. Encontraron muerto a un viejo borrachín en el exterior del secadero de la fábrica. —Bajó la voz—. Suicidio. Se cortó él mismo la garganta con un trozo de cristal. ¿Se lo puede imaginar?

—Eso es horrible —dije, metiendo la factura de venta del Sunliner en la cartera. Hice rebotar las llaves del coche en la palma de la mano—. ¿Un lugareño?

—No. Además, no tenía ninguna identificación. Probablemente vino desde Aroostook en un vagón de mercancías, eso dice mi padre. Tal vez para recolectar manzanas en Castle Rock. El señor Cady, que es el dependiente del frente verde, le contó a mi padre que el tipo entró ayer por la mañana y quiso comprar una pinta, pero estaba borracho y apestaba, así que el señor Cady lo echó a patadas. Después debió de irse a la fábrica a beberse lo que le quedara de vino, y cuando se lo terminó, rompió la botella y se cortó la garganta con uno de los trozos. —Repitió—: ¿Se lo puede imaginar?

Tras la visita a Titus Chevron, me salté el corte de pelo y también me salté el banco, pero una vez más compré ropa en Mason’s Menswear.

—Debe de gustarle ese tono de azul —comentó el dependiente al tiempo que levantaba la camisa que coronaba la pila—. Es del mismo color que la que lleva puesta.

De hecho, era la camisa que llevaba puesta, pero no lo mencioné. Únicamente habría conseguido confundirnos a los dos.

 

 

3

 

Ese jueves por la tarde tomé la Autovía Milla Por Minuto en dirección norte. Ya en Derry, esta vez no necesité comprar un buen sombrero de paja veraniego, pues había recordado añadir uno a mis adquisiciones en Mason’s. Me registré en el Derry Town House y cené en el comedor. Al terminar, entré en el bar y pedí una cerveza a Fred Toomey. En esta ocasión no hice ningún esfuerzo por entablar conversación.

Al día siguiente alquilé mi antiguo apartamento en Harris Avenue y, lejos de mantenerme despierto, el ruido de los aviones que descendían me arrulló. El día después, bajé hasta la tienda de Artículos Deportivos Machen’s y expliqué al dependiente que estaba interesado en adquirir una pistola porque me dedicaba al negocio inmobiliario y blablablá. El dependiente me enseñó mi .38 Especial de la policía y una vez más aseguró que se trataba de un arma excelente para protegerse. La compré y la guardé en el maletín. Pensé en ir andando por Kansas Street hasta la pequeña área de picnic para ver a Richie-el-del-nichi y a Bevvie-la-del-ferry practicar sus pasos de swing, y entonces me di cuenta de que me los había perdido por un día. Pensé que ojalá se me hubiera ocurrido echar un vistazo a los números del Daily News de finales de noviembre durante mi breve retorno a 2011; podría haber averiguado si ganaron aquel concurso de talentos.

Convertí en un hábito el dejarme caer por El Farolero para tomar una cerveza a última hora de la tarde, antes de que el local empezara a llenarse. A veces pedía Migas de Langosta. Nunca vi a Frank Dunning allí, ni ganas que tenía. Existía una razón para mis visitas regulares a El Farolero. Si todo salía bien, pronto estaría de camino a Texas, y quería erigir mi propia tesorería personal antes de partir. Me hice amigo del barman Jeff, y una noche hacia finales de septiembre él sacó un tema que yo mismo había planeado mencionar.

—¿Con quién vas en la Serie Mundial de béisbol, George?

—Con los Yankees, por supuesto —respondí.

—¿Lo dices en serio? ¿Un tío de Wisconsin?

—El orgullo por mi estado natal no tiene nada que ver. Este año, los Yankees son el equipo del destino.

—Imposible. Los lanzadores son viejos; la defensa hace aguas. Mantle está bajo de forma. La dinastía de los Bombarderos del Bronx está acabada. Milwaukee podría hasta arrasar.

Me reí.

—Has tocado algunos puntos interesantes, Jeff, veo que eres un estudioso del juego, pero confiésalo: odias a los Yanks igual que el resto de la gente de Nueva Inglaterra, y eso ha destruido tu objetividad.

—Aplícate el cuento. ¿Apostamos?

—Claro. Cinco pavos. Tengo el compromiso de no robarles más que esa cantidad a los esclavos asalariados. ¿Estamos de acuerdo?

—De acuerdo. —Y nos dimos la mano.

—Vale —dije entonces—, y ahora que hemos concluido este asunto, y como estamos con el tema del béisbol y las apuestas (los dos grandes pasatiempos americanos), me pregunto si podrías indicarme dónde encontrar algo de acción seria en esta ciudad. Si me permites la metáfora, quiero jugar en las ligas mayores. Sírveme otra cerveza y trae otra para ti.

Pronuncié «ligas mayores» al estilo de Maine y se rió como si se hubiera tomado un par de Narragansetts (la marca de cerveza que había aprendido a llamar Nasty Gansett; allá donde fueres, en la medida de lo posible, haz lo que vieres).

Entrechocamos los vasos, y Jeff me preguntó a qué me refería con «acción seria». Fingí meditarlo y luego se lo dije.

—¿Quinientos machacantes? ¿Por los Yankees? ¿Cuando los Bravos tienen a Spahn y Burdette, por no mencionar a Aaron y a Steady Eddie Matthews? Estás chalado.

—Quizá sí, quizá no. Lo veremos a principios de octubre, ¿no es cierto? ¿Hay alguien en Derry que cubra una apuesta de esa envergadura?

¿Sabía yo lo que él iba a decir a continuación? No. No poseo esa clase de presciencia. ¿Me sorprendió? Nuevamente no. Porque el pasado no solo es obstinado; está en armonía consigo mismo y con el futuro, y yo experimentaba dicha armonía una y otra vez.

—Chaz Frati. Seguro que lo has visto por aquí. Es dueño de varias casas de empeño. Yo no diría que es exactamente un corredor de apuestas, pero se mantiene muy ocupado durante la Serie Mundial y las temporadas de fútbol y baloncesto a nivel de instituto.

—Y crees que me aceptará el envite.

—Claro. Te informará de las probabilidades, ventajas y todo eso. Lo único… —Miró en derredor y vio que aún disponíamos del bar para nosotros solos, pero de todas formas redujo la voz a un susurro—. No le times, George. Conoce a gente. Gente fuerte.

—Tomo nota —dije—. Gracias por el consejo. De hecho, voy a hacerte un favor y no te obligaré a pagarme esos cinco cuando los Yankees ganen la Serie.

 

 

4

 

Al día siguiente entré en Empeños & Préstamos La Sirena, de Chaz Frati, donde me enfrenté a una robusta señora de rostro pétreo que debía de pesar ciento cincuenta kilos. Lucía un vestido púrpura y un collar de cuentas indias, y calzaba sus hinchados pies con unos mocasines. Le expliqué que estaba interesado en discutir con el señor Frati una importante propuesta de negocios orientada a los deportes.

—¿Eso hablando en cristiano es una apuesta? —preguntó ella.

—¿Es usted policía? —pregunté yo.

—Sí —respondió, sacando un cigarrillo de uno de los bolsillos del vestido y encendiéndolo con un Zippo—. Soy J. Edgar Hoover, hijo mío.

—Bien, señor Hoover, me ha pillado. Estoy hablando de una apuesta.

—¿La Serie Mundial o los Tigres de fútbol?

—No soy de la ciudad, y no distinguiría a un Tigre de Derry de un Babuino de Bangor. Se trata de béisbol.

La mujer introdujo la cabeza a través de unas cortinas que ocultaban una puerta al fondo de la habitación, mostrándome lo que seguramente era uno de los traseros más grandes de Maine Central, y vociferó:

—Eh, Chazzie, ven aquí. Tienes a un derrochador.

Frati salió y plantó un beso en la mejilla de la robusta señora.

—Gracias, amor. —Llevaba la camisa arremangada y pude ver la sirena—. ¿Puedo ayudarle?

—Eso espero. Me llamo George Amberson. —Le tendí la mano—. Soy de Wisconsin y, aunque mi corazón está con los muchachos de casa, cuando se trata de la Serie mi billetera está con los Yankees.

Se volvió hacia la estantería ubicada a su espalda, pero la robusta señora ya tenía lo que buscaba: un rozado libro de contabilidad verde con las palabras PRÉSTAMOS PERSONALES impresas en la cubierta. Lo abrió y pasó las páginas hasta una hoja en blanco, humedeciéndose periódicamente la yema del dedo.

—¿De qué porción de su billetera estamos hablando, pues?

—¿A cuánto se pagaría una apuesta de quinientos dólares por la victoria?

La gorda rió y esparció el humo con un soplido.

—¿A favor de los Bombarderos? Las probabilidades están igualadas.

—¿Y a cuánto pagaría una de quinientos a los Yankees en siete partidos?

Lo meditó un instante y luego miró a la robusta señora. Ella sacudió la cabeza, aún con gesto divertido.

—No cambia nada —dijo ella—. Si no me crees, envía un telegrama a Nueva York y comprueba las estadísticas.

Lancé un suspiro y tamborileé con los dedos en un expositor de cristal repleto de relojes y anillos.

—Vale, a ver esto: quinientos y los Yankees levantan un tres uno en contra.

El prestamista soltó una risotada.

—Eso es sentido del humor, vaya. Déjeme consultarlo con la jefa.

Frati y la robusta señora (el hombre, a su lado, parecía un enano de Tolkien) deliberaron en susurros, luego volvió a arrimarse al mostrador.

—Si eso significa lo que yo creo que significa, aceptaré el envite en cuatro a uno. Pero si los Yankees no van tres uno abajo o no completan la remontada, pierde la plata. Lo digo porque me gusta aclarar los términos de la apuesta.

—No podían estar más claros —asentí—. Aunque… no pretendo ofenderle a usted ni a su amiga…

—Estamos casados —me interrumpió la robusta señora—, así que no nos llame amigos. —Y se echó a reír otra vez.

—No pretendo ofenderle a usted ni a su esposa, pero cuatro a uno no es suficiente. Ocho a uno, sin embargo…, esa sí sería una buena jugada para ambas partes.

—Le daré cinco a uno, pero de ahí no paso —dijo Frati—. Esto para mí es una actividad secundaria. Si quiere Las Vegas, vaya a Las Vegas.

—Siete —insistí—. Venga, señor Frati, colabore conmigo.

Se acercó de nuevo a conferenciar con la robusta señora. Cuando regresó, me ofreció seis a uno y acepté. Seguía siendo una cuota baja para una apuesta tan disparatada, pero no quería perjudicar demasiado a Frati. Era cierto que él me tendió una trampa a instancias de Bill Turcotte, pero había tenido sus razones.

Además, aquello ocurrió en otra vida.

 

 

5

 

En aquel entonces, el béisbol se jugaba como debía jugarse: en tardes de sol radiante y a principios de otoño, cuando los días aún poseían un aire veraniego. La gente se congregaba delante de la tienda de Electrodomésticos Benton’s, en la Ciudad Baja, para ver los partidos en tres televisores Zenith montados sobre pedestales en el escaparate. Por encima de ellos colgaba un letrero que rezaba ¿POR QUÉ VERLO EN LA CALLE CUANDO PUEDE VERLO EN SU CASA? ¡CRÉDITOS CON FACILIDADES DE PAGO!

Ah, sí. Créditos con facilidades de pago. Eso ya se acercaba más a la América en la que yo había crecido.

El 1 de octubre, Milwaukee derrotó a los Yankees, uno a cero para Warren Spahn, el lanzador ganador. El 2 de octubre, Milwaukee enterró a los Bombarderos, trece a cinco. El 4 de octubre, cuando la Serie regresó al Bronx, Don Larsen dejó en blanco el marcador de Milwaukee, cuatro a cero patatero, con ayuda del relevista Ryne Duren, quien nunca sabía a dónde iría a parar la pelota una vez que abandonaba su mano, y consecuentemente hacía cagarse de miedo a los bateadores que se le plantaban delante. En otras palabras, era el cerrador perfecto.

Escuché por la radio la primera parte de ese partido en mi apartamento, y luego vi el último par de entradas junto a la muchedumbre congregada frente a Benton’s. Cuando se acabó, entré en la farmacia y compré Kaopectate (probablemente el mismo frasco tamaño económico que en mi anterior viaje). El señor Keene me preguntó una vez más si estaba sufriendo algún tipo de virus. Cuando le contesté que me encontraba bien, el viejo cabrón pareció decepcionado. Me sentía bien de verdad, y no esperaba que el pasado volviera a lanzarme exactamente las mismas bolas rápidas propias de Ryne Duren, pero convenía estar preparado.

Cuando me dirigía a la salida, me llamó la atención una vitrina con un letrero que rezaba ¡LLÉVESE A CASA UN PEDACITO DE MAINE! Había postales, langostas hinchables de juguete, bolsas con mantillo de pino blando de olor dulce, réplicas de la estatua de Paul Bunyan y pequeños almohadones ornamentales con la imagen de la torre depósito de Derry (una estructura circular que abastecía de agua potable a la ciudad). Compré uno de esos.

—Para mi sobrino en la ciudad de Oklahoma —le expliqué al señor Keene.

Los Yankees ya habían ganado el tercer partido de la Serie cuando paré en la estación Texaco situada en la Extensión de Harris Avenue. Había un cartel delante de los surtidores que decía MECÁNICO DE SERVICIO 7 DÍAS A LA SEMANA - ¡CONFÍE SU VEHÍCULO AL HOMBRE QUE PORTA LA ESTRELLA!

Mientras el chico de la gasolinera llenaba el tanque y limpiaba el parabrisas del Sunliner, deambulé por la zona del taller, encontré a un mecánico de servicio que respondía al nombre de Randy Baker, e hice un pequeño trato con él. Baker se mostró perplejo pero conforme con mi propuesta. Veinte dólares cambiaron de manos. Me dio los números de la gasolinera y de su casa. Me marché con un depósito lleno, un parabrisas limpio y una mente satisfecha. Bueno… relativamente satisfecha. Resultaba imposible prever todas las contingencias.

A causa de los preparativos para el día siguiente, me pasé por El Farolero a tomar mi cerveza vespertina más tarde de lo habitual, pero no corría riesgo de toparme con Frank Dunning. Era el día en que le tocaba llevar a sus hijos al partido de fútbol en Orono, y en el camino de vuelta iban a detenerse en el Ninety-Fiver para cenar almejas fritas y batidos.

Chaz Frati estaba en la barra dando sorbos a un whisky de centeno con agua.

—Yo que usted rezaría para que mañana ganen los Bravos, o se quedará sin sus quinientos —dijo.

Iban a ganar, pero yo tenía cosas más importantes en la cabeza. Permanecería en Derry el tiempo necesario para recaudar los tres mil dólares del señor Frati, pero me proponía finiquitar mis verdaderos asuntos al día siguiente. Si todo transcurría como yo esperaba, habría acabado en Derry antes de que Milwaukee anotara la que a la postre sería la única carrera que necesitaba en la sexta entrada.

—Bueno, habrá que verlo, ¿verdad? —repliqué, y pedí una cerveza y una ración de Migas de Langosta.

—Así es, primo. Ahí reside el placer de las apuestas. ¿Le importa si le hago una pregunta?

—No, siempre y cuando no se ofenda si no la respondo.

—Eso es lo que me gusta de usted, ese sentido del humor. Debe de ser propio de los de Wisconsin. Sentía curiosidad por saber qué le ha traído a nuestra bonita ciudad.

—Un negocio de bienes raíces. Creía que lo había mencionado ya.

Se inclinó hacia mí. Percibí el olor a gomina Vitalis en su cabello alisado y a refrescante bucal Sen-Sen en su aliento.

—Si dijera «posible construcción de una galería comercial», ¿cantaría un bingo?

Continuamos hablando durante un rato, pero ya conocéis esa parte.

 

 

6

 

Como ya he dicho, me mantenía alejado de El Farolero cuando existía la posibilidad de que Frank Dunning se encontrara allí, y la razón era que ya sabía todo cuanto necesitaba saber sobre él. Es la verdad, pero no toda la verdad. Quiero dejar este punto claro. De lo contrario, nunca entenderéis por qué me comporté como lo hice en Texas.

Imaginad que entráis en una habitación y veis un intrincado castillo de naipes con incontables plantas construido encima de la mesa. Vuestra misión es derribarlo. Si eso fuera todo, no entrañaría demasiada dificultad, ¿verdad? Un fuerte taconazo en el suelo o un enorme soplido (como cuando tomas aire para apagar las velas de una tarta de cumpleaños) bastaría para ejecutar el trabajo. Sin embargo, eso no es todo. La cuestión es que tenéis que derribar ese castillo de naipes en un momento específico en el tiempo. Hasta entonces, debe resistir.

Yo sabía dónde iba a estar Dunning la tarde del domingo 5 de octubre de 1958, y no quería arriesgarme a cambiar las cosas ni un ápice. Incluso un cruce de miradas en El Farolero podría alterar su curso. Podéis resoplar y calificarme de excesivamente cauteloso; podéis decir que sería improbable que un hecho tan nimio desviara el curso de los acontecimientos. Pero el pasado es tan frágil como las alas de una mariposa. O como un castillo de naipes.

Había retornado a Derry para derribar el castillo de naipes de Frank Dunning, pero hasta entonces, tenía que protegerlo.

 

 

7

 

Le deseé buenas noches a Chaz Frati y regresé a mi apartamento. Guardé el frasco de Kaopectate en el botiquín del cuarto de baño, y dejé en la mesa de la cocina el cojín souvenir que tenía la torre depósito bordada con hilos dorados. Saqué un cuchillo del cajón de la cubertería y con cuidado corté en diagonal la funda del almohadón. A continuación, embutí el revólver dentro, enterrándolo en el relleno.

No estaba seguro de si dormiría, pero lo hice profundamente. «Hazlo lo mejor posible y que Dios se ocupe del resto» es solo uno de los muchos aforismos que Christy arrastró de sus reuniones de Alcohólicos Anónimos. No sé si existe un Dios o no —para Jake Epping, el jurado aún no ha alcanzado un veredicto—, pero cuando me acosté esa noche, estaba convencido de haberlo hecho lo mejor posible. Lo único que podía hacer ya era dormir y confiar en que lo mejor posible fuera suficiente.

 

 

8

 

No hubo gastroenteritis. Esta vez me desperté al amanecer con el dolor de cabeza más paralizante de mi vida. Una migraña, supuse. No lo sabía con certeza, porque nunca había padecido una. Mirar a la luz, aun tenue, producía en mi cabeza un ruido sordo y enfermizo que rodaba desde la nuca hasta la base de los senos nasales. Los ojos derramaban lágrimas sin sentido.

Me levanté (incluso eso me dolió), me puse unas gafas de sol baratas que había adquirido en el trayecto hacia Derry, y me tomé cinco aspirinas. Me aliviaron lo suficiente como para ser capaz de vestirme y enfundarme en mi abrigo, porque iba a necesitarlo; la mañana, fría y gris, amenazaba lluvia. En cierta forma, representaba una ventaja. No estoy seguro de haber podido sobrevivir a la luz del sol.

Necesitaba un afeitado, pero me lo salté; presumía que plantarme bajo una luz brillante —duplicada en el espejo del cuarto de baño— sencillamente provocaría que mis neuronas se desintegraran. Era incapaz de imaginar cómo iba a superar ese día, así que no lo intenté. Paso a paso, me dije mientras bajaba despacio la escalera. Asía con fuerza el pasamanos a un lado y apretaba el cojín souvenir con la otra mano. Debía de parecer un niño crecido con un osito de peluche. Paso a p…

La barandilla se partió.

Por un momento me balanceé hacia delante, la cabeza martilleando, las manos agitándose salvajemente en el aire. Solté el cojín (la pistola produjo un ruido metálico) y arañé la pared por encima de mi cabeza. En el último segundo, antes de que mi balanceo se convirtiera en una caída que me rompería los huesos, mis dedos se aferraron a uno de los anticuados candelabros de pared atornillado en el yeso. Lo arranqué del tirón, pero el cable resistió el tiempo justo para que pudiese recuperar el equilibrio.

Me senté en los escalones y apoyé mi cabeza palpitante en las rodillas. El dolor latía en sincronización con el martillo neumático de mi corazón. Mis ojos lagrimosos parecían demasiado grandes para las cuencas. Podría deciros que quise reptar de vuelta a mi apartamento y rendirme, pero no sería cierto. Lo cierto es que quise morir allí mismo, en la escalera, y acabar con todo de una vez. ¿De verdad hay gente que padece estos dolores de cabeza no solo esporádicamente sino con frecuencia? En ese caso, que Dios los ayude.

Existía una única cosa capaz de lograr que me pusiera en pie, y obligué a mis doloridas neuronas no solo a pensar en ella, sino a visualizarla: el rostro de Tugga Dunning repentinamente evaporado cuando se arrastraba hacia mí. Su pelo y sus sesos saltando por los aires.

—Vale —dije—. Vale, sí, de acuerdo.

Recogí el almohadón y descendí tambaleándome el resto de las escalera. Emergí a un día encapotado que parecía tan brillante como una tarde en el Sahara. Busqué a tientas las llaves. No estaban. Lo que hallé en su lugar fue un agujero de buen tamaño en el bolsillo derecho. No estaba allí la noche anterior, eso era casi seguro. Con pasos cortos y bruscos, di una vuelta en derredor y las encontré tiradas en la escalinata del portal, entre un montón de calderilla desparramada. Me agaché, haciendo una mueca cuando una bola de plomo resbaló hacia delante dentro de mi cabeza. Recogí las llaves y salvé la distancia hasta el Sunliner. Y cuando encendí el contacto, mi otrora fiable Ford se negó a arrancar. Se oyó un clic proveniente del solenoide. Eso fue todo.

Me había preparado para esta eventualidad; lo que no había preparado era tener que arrastrar mi emponzoñada cabeza escaleras arriba. Jamás en mi vida había deseado tan fervientemente disponer de mi Nokia. Con él, podría haber llamado sentado al volante y luego esperar tranquilamente con los ojos cerrados hasta que llegara Randy Baker.

Conseguí de algún modo subir la escalera, dejando atrás la barandilla rota y la lámpara que pendía contra el yeso resquebrajado como una cabeza muerta sobre un cuello fracturado. Llamé a la gasolinera y no hubo respuesta —era temprano y era domingo—, así que marqué el número de la casa de Baker.

Seguro que está muerto, pensé. Ha tenido un infarto en plena noche. Asesinado por el obstinado pasado, con Jake Epping como el conspirador cómplice no acusado.

Mi mecánico no estaba muerto. Contestó al segundo tono, con voz somnolienta, y cuando le expliqué que mi coche no arrancaba, hizo la pregunta lógica:

—¿Cómo lo sabía ayer?

—Soy buen adivino —respondí—. Ven tan pronto como puedas, ¿vale? Te daré otros veinte dólares si puedes ponerlo en marcha.

 

 

9

 

Cuando Baker reemplazó el cable de la batería que misteriosamente se había soltado durante la noche (quizá en el mismo momento en que se formaba un agujero en el bolsillo de mis pantalones) y el Sunliner siguió sin arrancar, inspeccionó las bujías y encontró dos que estaban terriblemente corroídas. El mecánico llevaba varias en su enorme caja de herramientas verde, y cuando estuvieron en su sitio, mi cuadriga cobró vida con un rugido.

—Probablemente no sea asunto mío, pero a donde debería irse es de vuelta a la cama. O a ver a un médico. Está usted tan pálido como un fantasma.

—Es solo migraña. Estaré bien. Miremos en el maletero. Quiero comprobar la rueda de repuesto.

Así lo hicimos. Desinflada.

Le seguí hasta la Texaco en medio de una ligera e ininterrumpida llovizna. Los coches con los que nos cruzábamos llevaban los faros encendidos y, aun con las gafas de sol puestas, los haces de luz parecían taladrarme el cerebro. Baker abrió la zona de servicio e intentó inflar el neumático. Fue inútil. El aire se escapaba siseando de media docena de grietas tan finas como los poros de la piel humana.

—Vaya, nunca había visto esto antes —dijo—. Debe de ser un neumático defectuoso.

—Pon otro en la llanta —le pedí.

Mientras lo hacía, rodeé la gasolinera hasta la parte de atrás, pues no soportaba el ruido del compresor. Me apoyé contra los ladrillos de hormigón y alcé el rostro, dejando que la fría llovizna cayera sobre mi piel caliente. Paso a paso, me dije. Paso a paso.

Más tarde, cuando intenté pagarle a Randy Baker el neumático, negó con la cabeza.

—Ya me ha dado la paga de media semana. Sería un canalla si le cobrara más. Lo único que me preocupa es que se salga de la carretera o algo parecido. ¿De verdad es tan importante?

—Un pariente enfermo.

—Usted sí que está enfermo, hombre.

Eso no podía negarlo.

 

 

10

 

Salí de la ciudad por la Ruta 7, y en cada intersección reducía la marcha para mirar a ambos lados tanto si tenía preferencia de paso como si no. Esto resultó ser una buena idea, porque un camión cargado de grava se saltó un semáforo en rojo en el cruce de la Ruta 7 con la Antigua Carretera de Derry. Si no hubiera frenado hasta casi detenerme por completo a pesar de la luz verde, mi Ford habría sido arrollado. Conmigo dentro convertido en hamburguesa. Toqué el claxon pese al dolor de cabeza, pero el conductor hizo caso omiso. Parecía un zombi sentado al volante del camión.

Jamás seré capaz de hacer esto, pensé, pero si no podía detener a Frank Dunning, ¿qué esperanza tenía de detener a Oswald? ¿Para qué ir a Texas, entonces?

Sin embargo, no fue eso lo que me impulsó a continuar. Fue la imagen de Tugga la que lo consiguió; por no mencionar a los otros tres niños. Los había salvado una vez. Si no los volvía a salvar, ¿cómo eludir el seguro conocimiento de que yo había sido cómplice de su asesinato al activar un nuevo reinicio?

Me aproximaba al Autocine Derry, y giré hacia el acceso de grava que conducía a la taquilla, ahora con los postigos cerrados. El camino estaba bordeado de abetos ornamentales. Aparqué detrás de ellos, ahogué el motor e intenté salir del coche. No pude. La portezuela no se abría. Arremetí con el hombro un par de veces, y al ver que no cedía, advertí que el seguro estaba echado, incluso a pesar de que me encontraba en una época muy anterior a la era de los automóviles con cierre automático y yo ni siquiera lo había tocado. Tiré de él y no subió. Lo moví de un lado a otro y no subió. Abrí la ventanilla, me asomé, y me las arreglé para introducir la llave en la cerradura bajo el pulsador cromado de la manilla exterior. Esta vez el seguro saltó. Salí del coche y luego alargué el brazo para agarrar el cojín.

«La resistencia al cambio es directamente proporcional a la magnitud con la que una determinada acción altera el futuro», le había dicho a Al con mi mejor voz de orador de escuela, y era cierto. Pero en aquel momento no me había percatado del coste personal. Ahora sí.

Caminé despacio por la Ruta 7, con el cuello levantado para protegerme de la lluvia y el sombrero encasquetado hasta las orejas. Cuando venía algún coche —lo cual no ocurría con frecuencia—, me escondía entre los árboles que bordeaban mi lado de la carretera. Creo que una o dos veces me llevé las manos a los costados de la cabeza para cerciorarme de que no se estaba hinchando. Eso era lo que sentía.

Finalmente, los árboles quedaron atrás y un muro de piedra los reemplazó. Más allá se divisaban colinas ondulantes cuidadas con esmero y salpicadas de lápidas y monumentos funerarios. Había llegado al cementerio Longview. Coroné una loma y allí estaba el puesto de flores, al otro lado de la carretera. Tenía las persianas echadas y estaba oscuro. Los fines de semana debían de ser por lo general días de visita a los parientes fallecidos, pero con un tiempo así el negocio no tendría demasiada actividad. Suponía que la anciana que regentaba el lugar habría aprovechado para dormir un poco más. Pensé que abriría más tarde. Yo mismo había sido testigo.

Trepé el muro, esperando que cediera bajo mi peso, pero no lo hizo. Y una vez que estuve verdaderamente en Longview, sucedió algo maravilloso: el dolor de cabeza empezó a remitir. Me senté en una lápida bajo las ramas de un olmo, cerré los ojos y contrasté el grado de dolor: de un estridente diez —que por momentos se estiraba hasta un once, como amplificado por un altavoz de los Spinal Tap— había bajado a un ocho.

—Creo que he traspasado la barrera, Al —dije—. Creo que estoy al otro lado.

Aun así, me moví con cautela, alerta por si se manifestaban nuevos trucos: árboles derrumbándose, ladrones de tumbas, o quizá incluso un meteorito en llamas. No ocurrió nada. Para cuando alcancé las dos tumbas contiguas marcadas respectivamente con las inscripciones ALTHEA PIERCE DUNNING Y JAMES ALLEN DUNNING, el nivel de dolor en mi cabeza se había reducido a cinco.

Miré en derredor y vi un mausoleo que tenía grabado en el granito rosado un nombre familiar: TRACKER. Me acerqué y probé la puerta de hierro. En 2011 habría estado cerrada, pero esto era 1958 y se abrió con facilidad… aunque giró sobre los oxidados goznes con un chirrido propio de una película de terror.

Entré y me abrí paso a través de un montón de hojas quebradizas. Un banco de meditación de piedra se erigía en el centro del panteón; a ambos lados, los Tracker descansaban en columbarios de piedra que se remontaban a 1831. Según la placa de cobre en la lápida de más antigüedad, allí dentro yacían los huesos de monsieur Jean Paul Traiche.

Cerré los ojos.

Me tumbé en el banco de meditación y me adormilé.

Dormí.

Cuando desperté era casi mediodía. Me acerqué a la puerta delantera del panteón de los Tracker y aguardé la llegada de Dunning… igual que Oswald, sin duda, cuando cinco años después aguardaría la llegada de la comitiva de Kennedy en su puesto de tirador en el sexto piso del Depósito de Libros Escolares de Texas.

El dolor de cabeza se había esfumado.

 

 

11

 

El Pontiac de Dunning apareció más o menos al mismo tiempo que Red Schoendienst conseguía la carrera que a la postre daría la victoria a los Bravos de Milwaukee. Dunning aparcó en el ramal más cercano, salió del coche, se alzó el cuello, y se agachó para coger las cestas de flores. Descendió la colina hasta las tumbas de sus padres transportando una cesta en cada mano.

Ahora, en el momento de la verdad, me encontraba bastante bien. Había logrado cruzar al otro lado de aquello que intentaba retenerme, fuera lo que fuese. Oculté el cojín bajo el abrigo, con la mano metida dentro. La hierba húmeda amortiguaba mis pasos. No había sol que proyectara mi sombra. Dunning no supo que yo estaba detrás de él hasta que pronuncié su nombre. Entonces se volvió.

—No me gusta la compañía cuando estoy visitando a mis padres —dijo—. Y por cierto, ¿quién narices es usted? ¿Y qué es eso? —Miraba el cojín souvenir, que ahora mostraba con descaro. Lo llevaba como si fuera un guante.

Elegí contestar solo a la primera pregunta.

—Me llamo Jake Epping y he venido a hacerte una pregunta.

—Pues hazla y luego déjame en paz.

La lluvia goteaba del ala de su sombrero. También del mío.

—¿Qué es lo más importante en la vida, Dunning?

¿Qué?

—Para un hombre, quiero decir.

—¿Qué eres, un chiflado? ¿Y por qué ese cojín?

—Compláceme. Responde a la pregunta.

Se encogió de hombros.

—Su familia, supongo.

—Lo mismo opino yo —dije, y apreté el gatillo dos veces. El primer estallido sonó apagado, como cuando se golpea una alfombra con un sacudidor. El segundo fue un poco más fuerte. Pensé que el cojín podría incendiarse (lo había visto en El Padrino 2), pero solo humeó un poco. Dunning se desplomó y aplastó la cesta de flores que había depositado en la tumba de su padre. Me agaché a su lado, con la rodilla hincada en el suelo apisonando la tierra húmeda, presioné el extremo desgarrado del cojín contra su sien, y disparé otra vez.

Solo para asegurarme.

 

 

12

 

Arrastré el cuerpo hasta el mausoleo de los Tracker y le tapé la cara con el cojín chamuscado. Al salir, un par de coches circulaban despacio por el cementerio y varias personas con paraguas visitaban algunas tumbas, pero nadie me prestó la más mínima atención. Caminé sin prisa hacia el muro de piedra, de vez en cuando me detenía para admirar un sepulcro o un monumento. Una vez estuve protegido por los árboles, regresé a mi Ford al trote. Cuando oía que se acercaba un coche, me internaba en el bosque. En una de esas retiradas, enterré la pistola bajo treinta centímetros de tierra y hojas. El Sunliner esperaba inmóvil donde lo había dejado, y lo arranqué al primer intento. Conduje de vuelta a mi apartamento y escuché el final del partido de béisbol. Lloré un poco, creo, pero eran lágrimas de alivio, no de remordimiento. Independientemente de lo que me sucediera a mí, la familia Dunning estaba a salvo.

Esa noche dormí como un bebé.

 

 

13

 

El Daily News de Derry dedicaba una parte importante de su edición del lunes a la Serie Mundial y publicaba una bonita foto de Schoendienst en el momento en que se deslizaba hacia la base meta y lograba la carrera ganadora aprovechando un error de Tony Kubek. Los Bombarderos del Bronx estaban acabados, según la columna de Red Barber. «Que les den ya la estocada final», opinaba. «Los Yankees han muerto, larga vida a los Yankees.»

Nada sobre Frank Dunning para empezar la semana laboral de Derry, pero fue material de primera plana en el periódico del martes; en portada aparecía también una foto que le mostraba sonriendo con la animosa expresión de «las mujeres me adoran». En sus ojos aparecía aquel brillo travieso de George Clooney, siempre tan a punto.

 

COMERCIANTE HALLADO MUERTO EN CEMENTERIO LOCAL

Dunning fue una destacada figura en numerosas campañas benéficas

 

Según el jefe de policía de Derry, el departamento estaba siguiendo diversas pistas muy prometedoras y confiaban en que pronto se produciría un arresto. En una entrevista telefónica, Doris Dunning declaró estar «horrorizada y desolada». No se mencionaba el hecho de que ella y su difunto marido estaban viviendo separados. Varios amigos y compañeros del mercado de Central Street expresaron una conmoción similar. Todo el mundo parecía coincidir en que Frank Dunning había sido un tipo estupendísimo, y nadie podía imaginarse por qué alguien querría dispararle.

Tony Tracker se mostró especialmente indignado (posiblemente porque el cadáver fue hallado en el mausoleo de la familia). «Para ese tipejo, deberían volver a instaurar la pena de muerte», manifestó.

El miércoles, 8 de octubre, los Yankees ganaron por la mínima a los Bravos en el County Stadium; el jueves rompieron un empate a dos en la octava entrada, anotando cuatro carreras y clausurando la Serie. El viernes regresé a Empeños & Préstamos La Sirena esperando ser recibido por Doña Gruñona y Don Pesimismo. La robusta señora hizo más que igualar mis expectativas; en cuanto me vio, curvó los labios en una mueca de desprecio y vociferó:

—¡Chazzie! ¡El Señor Ricachón está aquí!

Luego franqueó con brusquedad la puerta acortinada y desapareció de mi vida.

Frati salió luciendo la misma sonrisa de ardilla que la primera vez que lo vi en El Farolero, en mi anterior viaje al pintoresco pasado de Derry. En una mano sujetaba un sobre excesivamente abultado con el nombre G. AMBERSON escrito en el anverso.

—Aquí está usted, primo —dijo—, más alto que un mayo y el doble de guapo. Y aquí está su botín. Siéntase libre de contarlo.

—Me fío —dije, y me guardé el sobre en el bolsillo—. Le noto bastante contento para ser un tipo que acaba de aflojar tres de los grandes.

—No negaré que ha sacado tajada del Clásico Otoñal de este año —comentó—. Una buena tajada, aunque de todas formas yo también he ganado unos pavos. Eso es siempre así, pero estoy metido en el juego principalmente porque es un… cómo lo llamaría… un servicio público. La gente apuesta, la gente siempre apuesta, y yo pago rápido cuando hay que pagar. Además, me gusta aceptar apuestas. Es una especie de afición para mí. ¿Y sabe cuándo me gusta más?

—No.

—Cuando se presenta alguien como usted, un caballo blanco que va contra la corriente y vence pese a los pronósticos. Eso restaura mi fe en la naturaleza aleatoria del universo.

Me pregunté qué opinaría de esa aleatoriedad si le enseñara la chuleta de Al Templeton.

—Su esposa no parece compartir una visión tan… esto… católica.

Frati rió, y sus pequeños ojos negros chispearon. Ganara, perdiera o empatara, el hombrecillo de la sirena en el antebrazo disfrutaba la vida. Yo admiraba eso.

—Ah, Marjorie. Se pone de lo más sensible si viene algún tipo patético con el anillo de compromiso de su mujer y una historia trágica, pero cuando se trata de negocios deportivos, se convierte en una mujer distinta. Se lo toma como algo personal.

—La quiere mucho, ¿verdad, señor Frati?

—Como la luna a las estrellas, primo. Como la luna a las estrellas.

Marjorie había estado leyendo el periódico del día, y este seguía encima del mostrador de cristal que exhibía anillos y demás objetos. El título rezaba PROSIGUE LA CAZA DEL ASESINO MISTERIOSO MIENTRAS FRANK DUNNING RECIBE SEPULTURA.

—¿Qué opina de esto? —pregunté.

—No sé, pero le diré algo. —Se inclinó hacia delante y su sonrisa se esfumó—. No era el santo que el periodicucho local quiere hacernos creer. Podría contarle algunas historias, primo.

—Adelante. Dispongo de todo el día.

La sonrisa reapareció.

—No. En Derry nos guardamos nuestras cosas para nosotros.

—Sí, ya lo he notado —dije.

 

 

14

 

Yo quería regresar a Kossuth Street. Sabía que la policía podría estar vigilando la casa de los Dunning por si alguien mostraba un interés inusual en la familia, pero aun así el deseo era muy fuerte. No se trataba de Harry; quería ver a la hermana pequeña. Tenía cosas que decirle.

Que debería salir en Halloween al truco o trato aunque se sintiera triste por su padre.

Que sería la princesa india más bonita, más mágica, que cualquiera hubiera visto jamás, y que llegaría a casa con una montaña de caramelos.

Que tenía por delante al menos cincuenta y tres largos y ajetreados años, y probablemente muchos más.

Por encima de todo, que algún día su hermano Harry iba a querer enfundarse el uniforme y se alistaría en el ejército y que ella debía poner todo, todo, todo su empeño en disuadirle.

Salvo que los niños olvidan. Todo profesor lo sabe.

Y piensan que van a vivir para siempre.

 

 

15

 

Era hora de abandonar Derry, pero tenía que encargarme de una última tarea antes de marcharme. Esperé hasta el lunes. Esa tarde, 13 de octubre, cargué mis cosas en el maletero del Sunliner y luego, sentado al volante, garabateé una breve nota. La metí en un sobre, lo sellé, y escribí el nombre del destinatario en el anverso.

Conduje hasta la Ciudad Baja, aparqué y entré en el Dólar de Plata Soñoliento. Se encontraba vacío a excepción de por Pete el tabernero, tal y como había esperado. Estaba fregando vasos y viendo Amor a la vida en la caja tonta. Se volvió hacia mí a regañadientes, con un ojo puesto en John y Marsha, o como se llamaran.

—¿Qué le sirvo?

—Nada, pero puedes hacerme un favor, por el cual te compensaré con la bonita suma de cinco dólares americanos.

No parecía muy impresionado.

—Ya. ¿Cuál es ese favor?

Deposité el sobre encima de la barra.

—Entregar esto a la persona indicada

Miró el nombre en el anverso del sobre.

—¿Qué quieres de Bill Turcotte? ¿Y por qué no se lo das tú mismo?

—Se trata de una misión muy simple, Pete. ¿Quieres los cinco o no?

—Claro, siempre que no le vaya a perjudicar. Billy es un tipo legal.

—No va a perjudicarle. Es más, puede que le beneficie.

Puse un billete encima del sobre. Pete lo hizo desaparecer y retornó a su culebrón. Me marché. Turcotte probablemente recibiría el sobre. Si hizo algo o no después de leer su contenido es otra cuestión, una de muchas para las que nunca obtendré respuesta. Esto es lo que escribí:

 

Estimado Bill:

Algo anda mal en tu corazón. Debes ir a ver a un médico pronto o será demasiado tarde. Puede que pienses que es una broma, pero no lo es. Puede que pienses que es imposible que sepa algo así, pero lo sé, tan seguro como que tú sabes que Frank Dunning asesinó a tu hermana Clara y a tu sobrino Mikey. ¡por favor , créeme y ve al médico!

 

Un Amigo

 

 

16

 

Monté en el Sunliner y, mientras salía marcha atrás de la plaza de aparcamiento en pendiente, vislumbré el rostro estrecho y receloso del señor Keene espiándome desde la farmacia. Bajé la ventanilla, saqué el brazo y le enseñé el dedo corazón. Después ascendí Up-Mile Hill y salí de Derry por última vez.