Tomé la Ruta 1 en dirección sur. Comí en multitud de restaurantes de carretera que ofrecían cocina casera, lugares donde el plato combinado especial, que incluía una macedonia como entrante y tarta de manzana à la mode como postre, costaba ochenta centavos. En ningún momento vi una sola franquicia de comida rápida, a menos que consideraras como tal el Howard Johnson’s, con sus veintiocho sabores de helado y el logo de Simple Simon. Vi una tropa de boy scouts ocupándose de una hoguera de hojas secas con su jefe de exploradores; vi mujeres ataviadas con sobretodos y chanclas recogiendo la colada una tarde gris que amenazaba lluvia; vi largos trenes de pasajeros con nombres como El Aviador del Sur y Estrella de Tampa dirigiéndose hacia esos climas de Estados Unidos donde el invierno no está permitido. Vi ancianos fumando en pipa sentados en bancos en las plazas de los pueblos. Vi un millón de iglesias, y un cementerio donde una congregación de al menos cien miembros formaba un círculo alrededor de una tumba abierta y cantaba «The Old Rugged Cross». Vi hombres construyendo graneros. Vi gente ayudando a gente. Dos personas en una camioneta se detuvieron para echarme un cable cuando saltó la tapa del radiador del Sunliner y me quedé tirado al borde de la carretera. Esto ocurrió en Virginia, hacia las cuatro de la tarde, y uno de ellos me preguntó si necesitaba un lugar para dormir. Supongo que puedo imaginar algo así sucediendo en 2011, pero requiere un esfuerzo enorme.
Y una cosa más. En Carolina del Norte me detuve a repostar en una gasolinera de Humble Oil. Luego, doblé la esquina para usar el aseo. Había dos puertas y tres indicaciones. La palabra CABALLEROS estaba nítidamente estarcida en una puerta; en la otra se leía SEÑORAS. La tercera indicación era una flecha en una estaca que apuntaba hacia la pendiente cubierta de arbustos detrás de la gasolinera. Decía DE COLOR. Con curiosidad, descendí por el sendero, teniendo cuidado de moverme furtivamente en un par de sitios donde las hojas aceitosas y verdes con tintes marrones de la hiedra venenosa resultaban inconfundibles. Esperaba que los padres y las madres que guiaran a sus hijos hacia cualquier servicio que se ubicara allí abajo supieran identificar estos molestos arbustos como lo que eran, porque a finales de los cincuenta la mayoría de los niños llevaban pantalones cortos.
No había ningún servicio. Lo que hallé al final del sendero fue un riachuelo estrecho; una tabla apoyada sobre un par de postes de cemento agrietado lo cruzaba. Un hombre que tuviera que orinar podría situarse en la orilla, bajarse la bragueta y sacar el pajarito. Una mujer podría sujetarse a un arbusto (suponiendo que este no fuera hiedra o roble venenoso) y ponerse en cuclillas. La tabla era donde uno se sentaba si tenía ganas de defecar. A veces, quizá bajo un aguacero.
Si alguna vez os he dado la idea de que en 1958 todo es divino y maravilloso, recordad el sendero, ¿de acuerdo? Y la hiedra venenosa. Y la tabla sobre el riachuelo.
Me instalé a cien kilómetros al sur de Tampa, en la ciudad de Sunset Point. Por ochenta dólares al mes, alquilé un bungalow en la playa más hermosa (y en su mayor parte desierta) que había visto jamás. Había otras cuatro chozas similares en mi extensión de arena, todas tan humildes como la mía. De las «neohorrorosas» McMansiones que más tarde brotarían como hongos de cemento en esta parte del estado no vi ni rastro. Había un supermercado a dieciséis kilómetros al sur, en Nokomis, y un somnoliento distrito comercial en Venice. La Ruta 41, la Ruta Tamiami, era poco más que un camino rural. Tenías que circular despacio por ella, en especial hacia la hora del crepúsculo, porque es cuando a los caimanes y a los armadillos les gustaba cruzar. Entre Sarasota y Venice había puestos de frutas, mercados al borde de la carretera, un par de bares y una sala de baile llamada Blackie’s. Más allá de Venice, hermano, estabas solo, al menos hasta llegar a Fort Myers.
Renuncié al personaje de agente inmobiliario de George Amberson. En la primavera de 1959, Estados Unidos vivía tiempos de recesión. En la costa del golfo de Florida todo el mundo vendía y nadie compraba, así que George Amberson se convirtió exactamente en lo que Al había previsto: un autor diletante cuyo tío relativamente rico le había legado suficiente dinero para vivir, al menos durante una temporada.
Lo cierto era que sí escribía; además, no solamente me dedicaba a un proyecto, sino a dos. Por las mañanas, cuando estaba más fresco, empecé a redactar el manuscrito que ahora estáis leyendo vosotros (si alguna vez hay un vosotros). Por las noches trabajaba en una novela que titulé provisionalmente El lugar del crimen. Ese lugar en cuestión era Derry, por supuesto, aunque en mi libro lo llamé Dawson. Empezó siendo únicamente una pieza del decorado, para tener algo que enseñar si hacía amigos y alguno de ellos me pedía ver mi trabajo (guardaba mi «manuscrito matinal» en una caja fuerte de acero bajo la cama). Con el tiempo, El lugar del crimen se convirtió en algo más que camuflaje. Empecé a pensar que era bueno, incluso albergaba la esperanza de que quizá algún día viera la imprenta.
Una hora en las memorias por la mañana y una hora en la novela por la noche aún dejaban mucho tiempo que llenar. Probé con la pesca, y había peces en abundancia que atrapar, pero no me gustó y lo dejé. Pasear estaba bien al amanecer y al anochecer, pero no durante las horas de calor. Me convertí en cliente asiduo de una librería de Sarasota, y pasaba largas horas (y en su mayor parte felices) en las pequeñas bibliotecas de Nokomis y Osprey.
Leí y releí el material sobre Oswald de Al. Finalmente, reconocí esto como el comportamiento obsesivo que era, y guardé el cuaderno en la caja fuerte con mi «manuscrito matinal». He descrito esas notas como exhaustivas, y así me lo parecieron entonces, pero a medida que el tiempo —la cinta transportadora en la que todos nosotros debemos montar— me arrastraba más y más cerca del punto donde mi vida convergería con la del joven futuro asesino, ya no me lo parecían tanto. Contenían agujeros.
A veces maldecía a Al por obligarme a emprender esta misión deprisa y corriendo, pero en los momentos de mayor lucidez comprendía que no habría supuesto ninguna diferencia. Podría haber empeorado las cosas, y Al probablemente lo sabía. Aunque no se hubiera suicidado, como mucho habría dispuesto de una semana o dos, ¿y cuántos libros se habían escrito sobre la cadena de acontecimientos que desembocaron en aquel día en Dallas? ¿Cien? ¿Trescientos? Probablemente cerca de mil. Algunos coincidían con la creencia de Al de que Oswald actuó solo, algunos aseguraban que había formado parte de una elaborada conspiración, algunos declaraban con absoluta certeza que no había apretado el gatillo y que era exactamente lo que se llamó a sí mismo después del arresto: un cabeza de turco. Con su suicidio, Al había eliminado el mayor punto débil del estudioso: la investigación inducida por las dudas.
Hacía viajes esporádicos a Tampa, donde unas discretas pesquisas me condujeron a un corredor de apuestas llamado Eduardo Gutierrez. Una vez que se cercioró de que yo no era policía, se mostró encantado de aceptar mis envites. Primero aposté a que los Lakers de Minneapolis derrotaban a los Celtics en la final del 59, estableciendo de ese modo mi reputación de primo; los Lakers no ganaron ni un solo partido. También aposté cuatrocientos dólares a que los Canadiens derrotarían a los Maple Leafs en las finales de la Copa Stanley. Esta la gané… pero se pagaba la misma cantidad jugada. Calderilla, amigo, habría dicho mi camarada Chaz Frati.
Mi único gran golpe se produjo en la primavera de 1960, cuando aposté a que Venetian Way batiría a Bally Ache, el gran favorito en el Derbi de Kentucky. Gutierrez me ofreció cuatro a uno si me jugaba un grande, y cinco a uno si doblaba. Tras hacer los pertinentes ruidos de vacilación, opté por doblar, y me marché diez mil dólares más rico. Pagó con un buen humor fratiesco, aunque percibí un centelleo de acero en sus ojos que no me gustó.
Gutierrez era un cubano que probablemente no superaba los sesenta y cinco kilos de peso ni estando calado hasta los huesos, pero era además un desterrado de la mafia de Nueva Orleans, dirigida en aquellos días por un chico malo llamado Carlos Marcello. Me enteré de este chismorreo en la sala de billar próxima a la barbería donde Gutierrez hacía sus negocios (y donde entre bastidores tenía lugar una partida de póquer, aparentemente interminable, bajo una fotografía de una casi desnuda Diana Dors). El hombre con quien había estado jugando a la bola nueve se inclinó hacia delante, miró en derredor para cerciorarse de que teníamos la mesa del rincón para nosotros solos, y luego murmuró:
—Ya sabes lo que dicen de la mafia, George: una vez dentro, nunca fuera.
Me habría gustado hablar con Gutierrez sobre sus años en Nueva Orleans, pero intuía que no sería prudente mostrarme demasiado curioso, especialmente después de la cuantiosa paga que había cobrado el día del Derbi. Si me hubiera atrevido —y si se me hubiera ocurrido una forma plausible de sacar el tema—, habría preguntado a Gutierrez si alguna vez conoció a otro reputado miembro de la organización de Marcello, un ex boxeador llamado Charles «Dutz» Murret. Por alguna razón sospechaba que habría respondido afirmativamente, porque el pasado armoniza consigo mismo. La mujer de Dutz Murret era la hermana de Marguerite Oswald, y esto lo convertía en tío de Lee Harvey Oswald.
Un día de primavera de 1959 (la primavera existe en Florida; los nativos me decían a veces que dura tanto como una semana), abrí el buzón y descubrí un aviso de la Biblioteca Pública de Nokomis. Había reservado un ejemplar de El desencantado, la nueva novela de Budd Schulberg, y acababa de llegar. Salté al interior de mi Sunliner —ningún coche mejor para lo que entonces empezaba a conocerse como la Costa del Sol— y pasé a recogerlo.
Cuando me dirigía hacia la salida, me fijé en un nuevo cartel en el atestado tablón de anuncios del vestíbulo. Habría sido difícil ignorarlo; era de un brillante color azul y mostraba la caricatura de un hombre tiritando que miraba un descomunal termómetro que registraba diez bajo cero. ¿PROBLEMAS DE GRADOS?, inquiría el cartel. ¡USTED PUEDE OBTENER UN TÍTULO POR CORRESPONDENCIA DE LA UNIVERSIDAD UNIDA DE OKLAHOMA! ¡ESCRÍBANOS PARA INFORMARSE SOBRE LOS REQUISITOS!
Esa Universidad Unida de Oklahoma olía a chamusquina, peor que un estofado de caballa, pero me dio una idea, principalmente porque estaba aburrido. Oswald continuaba en los Marines y no abandonaría el ejército hasta septiembre; después se dirigiría a Rusia y su primer movimiento consistiría en intentar renunciar a la ciudadanía norteamericana. No lo lograría, pero tras una ostentosa —y probablemente fingida— tentativa de suicidio en un hotel de Moscú, los rusos le permitirían permanecer en el país. «En período de prueba», por así decirlo. Se quedaría allí treinta meses, aproximadamente, trabajando en una fábrica de radios de Minsk. Y en una fiesta conocería a una chica llamada Marina Prusakova. «Vestido rojo, zapatillas blancas —había escrito Al en sus notas—. Preciosa. Vestida para bailar.»
Bien por él, pero ¿qué iba a hacer yo mientras tanto? La Universidad Unida me ofrecía una posibilidad. Escribí solicitando detalles y recibí una pronta respuesta. El catálogo brindaba una amplia variedad de grados. Me fascinó descubrir que, por trescientos dólares (en efectivo o mediante giro postal), podría recibir un título de licenciado en filología. Lo único que tenía que hacer era aprobar un examen que consistía en cincuenta preguntas de opciones múltiples.
Envié el giro postal, diciéndoles mentalmente adiós a mis trescientos con un beso, y envié una solicitud. Dos semanas después, recibí un delgado sobre manila de la Universidad Unida que contenía dos hojas borrosamente mimeografiadas. Las preguntas eran increíbles. He aquí dos de mis favoritas:
22. ¿Cuál era el apellido de «Moby»?
A. Tom
B. Dick
C. Harry
D. John
37. ¿Quién escribió «La casa de 7 mesas»?
A. Charles Dickens
B. Henry James
C. Ann Bradstreet
D. Nathaniel Hawthorne
E. Ninguno de los anteriores
Cuando terminé de disfrutar de este maravilloso test, marqué las respuestas (con esporádicas exclamaciones de «¡Vamos, no me jodas!»), y lo envié de vuelta a Enid, Oklahoma. Recibí una postal de vuelta felicitándome por haber aprobado el examen. Después de que hubiera pagado cincuenta dólares adicionales en concepto de «tasas administrativas», me informaba, me enviarían mi diploma. Así se me dijo, y hete aquí que así vino a acontecer. El título tenía muchísimo mejor aspecto que el examen, y venía con un soberbio sello dorado. Cuando lo presenté ante un representante del consejo escolar del condado de Sarasota, tan ilustre personaje lo aceptó sin preguntas y me incluyó en la lista de profesores suplentes.
Así es como terminé impartiendo clases uno o dos días por semana durante el año académico 1959-1960. Era bueno estar de vuelta. Disfrutaba con los alumnos —chicos con cortes de pelo estilo portaaviones, chicas con el pelo recogido en colas de caballo y con faldas de caniche hasta las espinillas—, aunque era dolorosamente consciente de que los rostros que veía en las diversas clases que visitaba pertenecían todos a la variedad más corriente. Aquellos días de suplencias hicieron que me reencontrara con una faceta básica de mi personalidad. Me gustaba escribir, y había descubierto que poseía cierta habilidad para ello, pero lo que amaba era la enseñanza. Me completaba en un sentido que no puedo explicar. Ni quiero. Las explicaciones son una forma de poesía barata.
Mi mejor día como sustituto llegó en el instituto West Sarasota. Después de relatar en una clase de literatura americana la historia básica de El guardián entre el centeno (un libro que, por supuesto, estaba prohibido en la biblioteca de la escuela y que habría sido confiscado si algún alumno lo hubiera llevado a aquellas sagradas aulas), les alenté a discutir la queja principal de Holden Caulfield: que el colegio, los adultos y en general el estilo de vida americano estaban llenos de falsedad. Los chicos arrancaron despacio, pero cuando sonó el timbre, todos estaban intentando hablar al mismo tiempo, y media docena se arriesgaron a llegar tarde a su siguiente clase para exponer una última opinión sobre lo que tenía de malo la sociedad que veían a su alrededor y la vida que sus padres habían planeado para ellos. Sus ojos brillaban, sus rostros ardían sonrojados de entusiasmo. No me cabía duda de que en las librerías de la zona iba a aumentar la demanda de cierto libro en rústica de color rojo vino.
El último alumno en salir fue un chaval musculoso que llevaba una sudadera de fútbol. Me recordaba a Moose Mason en los cómics de Archie.
—Ojalá se quedará aquí todo el curso, señor Amberson —dijo con un suave acento sureño—. Usted me gusta el que más.
Yo no solo le gustaba; le gustaba el que más. Nada se puede comparar a oír algo así de un chico de diecisiete años que por primera vez en su carrera académica da la impresión de estar totalmente despierto.
Días más tarde, el director me llamó a su despacho, hizo algunos cumplidos, me ofreció una Coca-Cola, y por fin preguntó:
—Hijo, ¿es usted un elemento subversivo?
Le aseguré que no lo era. Le dije que había votado por Ike. Pareció satisfecho, pero sugirió que en el futuro me convendría ceñirme más a la «lista de lecturas generalmente aceptadas». Los peinados cambian, y la longitud de las faldas, y la jerga, pero ¿la administración de los institutos? Nunca.
Una vez, en una clase de la facultad (esto fue en la Universidad de Maine, en una verdadera facultad donde obtuve una verdadera licenciatura), escuché a un profesor de psicología expresar la opinión de que los humanos realmente poseen un sexto sentido. Lo llamó pensamiento del corazón, y dijo que se hallaba más desarrollado en místicos y proscritos. Yo no era ningún místico, pero sí un exiliado de mi propio tiempo y un asesino (puede que yo considerara que disparar a Frank Dunning estaba justificado, pero con toda certeza la policía no lo vería de esa forma). Si estas dos cosas no me convertían en un proscrito, nada lo haría.
«Mi consejo en situaciones donde exista una amenaza de peligro —concluyó el profesor aquel día de 1995— es que prestéis oído a vuestras corazonadas.»
En julio de 1960 decidí hacer justamente eso. Por momentos me invadía una creciente inquietud en relación con Eduardo Gutierrez. Era un tipo pequeño, pero había que considerar sus presuntas conexiones con la mafia… y la forma en que le chispearon los ojos al pagar la apuesta del Derbi, que ahora se me antojaba estúpidamente elevada. ¿Por qué la había hecho si aún me hallaba lejos de la ruina? No se trataba de avaricia; era más como lo que siente un bateador, supongo, cuando se le obsequia con una pelota curva mal lanzada. En algunos casos, sencillamente uno no puede evitar ir por todas. De modo que pegué un batazo, como solía expresarlo Leo «El Respondón» Durocher en sus pintorescas retransmisiones radiofónicas, pero ahora me arrepentía.
Perdí a propósito las dos últimas apuestas que crucé con Gutierrez, poniendo el mayor empeño en quedar como un tonto, un jugador temerario normal y corriente que tuvo un golpe de suerte una vez y que en breve volvería a perderlo todo, pero el pensamiento del corazón me indicaba que no estaba resultando. El pensamiento del corazón no consideró una buena señal que Gutierrez empezara a saludarme diciendo: «¡Mira! ¡Aquí viene mi yanqui de Yanquilandia!». No el yanqui, sino mi yanqui.
¿Y si hubiera enviado a uno de sus amigos de la partida de póquer para que me siguiera desde Tampa hasta Sunset Point? ¿Cabía la posibilidad de que mandara a varios de sus amigos de póquer —o a un par de forzudos ávidos por librarse de los abusivos intereses que el tiburón de Gutierrez les estuviera cobrando en la actualidad— para llevar a cabo una operación de rescate y recuperar lo que quedara de esos diez mil? A mi mente racional le parecía la clase de recurso flojo para lograr que la trama avanzara en las series detectivescas de televisión como 77 Sunset Strip, pero la corazonada decía algo distinto. La corazonada decía que el hombrecillo de pelo raleante era perfectamente capaz de dar luz verde a una invasión de mi casa y ordenar a los camorristas que me pegaran una paliza si trataba de oponerme. No quería que me agredieran ni que me robaran. Sobre todo, no quería arriesgarme a que mis papeles cayeran en manos de un corredor conectado con la mafia. No me gustaba la idea de huir con el rabo entre las piernas, pero diablos, de todos modos tendría que partir hacia Texas tarde o temprano, así que ¿por qué no hacerlo temprano? Además, la mejor parte del valor es la discreción. Y una retirada a tiempo es una victoria. Eso lo aprendí en las rodillas de mi madre.
Por tanto, en julio, tras una noche de insomnio en que el sónar de la corazonada había emitido pulsos particularmente fuertes, empaqueté mis bienes materiales (escondí la caja fuerte donde guardaba mis memorias y el dinero bajo la rueda de repuesto del Sunliner), dejé una nota y un cheque con el último alquiler para mi casero, y me dirigí al norte por la Ruta 19. Mi primera noche en la carretera me alojé en un ruinoso motel de DeFuniak Springs. Las mosquiteras estaban llenas de agujeros, y hasta que apagué la única luz del dormitorio (una bombilla sin pantalla colgando de un trozo de cable eléctrico muy deshilachado), fui acosado por mosquitos del tamaño de aviones de combate.
Dormí como un bebé, sin embargo. No tuve pesadillas y los pulsos de mi sónar interior se habían silenciado. Para mí era suficiente.
Pasé el 1 de agosto en Gulfport, aunque en el primer lugar donde me detuve, a las afueras de la ciudad, se negaron a aceptarme. El recepcionista del Red Top Inn me explicó que era solo para negros y me dirigió al Southern Hospitality, que calificó como «el de mayor calidad de Gulf-pote». Quizá sí, pero en conjunto creo que habría preferido el Red Top. La guitarra con slide que se oía proveniente del bar-barbacoa contiguo sonaba tremenda.
Nueva Orleans no se hallaba precisamente en mi camino a la Gran Dallas, pero con el pulso de mi sónar acallado, me sentía con ánimo de hacer turismo…, aunque no quería visitar el Barrio Francés, ni los barcos de vapor al final de Bienville Street, ni el Vieux Carré.
Le compré un plano a un vendedor callejero y encontré el camino al destino que me interesaba. Aparqué y, tras un paseo de cinco minutos, me planté delante del 4905 de Magazine Street, donde Lee y Marina Oswald vivirían con su hija June durante la última primavera y el último verano de la vida de John Kennedy. Se trataba de una ruina de edificio que parecía arrastrarse. Una valla de hierro a la altura de la cintura rodeaba un patio lleno de hierbajos. La pintura de la planta baja, en otro tiempo blanca, era ahora una sombra desconchada de color amarillo orina. El piso superior estaba construido con tablones de granero grises sin pintar. En un trozo de cartón que tapaba una de las ventanas de arriba se leía SE ALQUILA LLAMAR AL MU3-4192. Una oxidada galería cercaba el porche donde, en septiembre de 1963, Lee Oswald se sentaría en ropa interior después del anochecer, murmurando entre dientes «¡Pou! ¡Pou! ¡Pou!» y disparando en seco a los transeúntes con el arma que iba a convertirse en el rifle más famoso de la historia estadounidense.
Pensaba en esto cuando alguien me palmeó en el hombro, y casi solté un grito. Supongo que pegué un salto, porque el joven negro que me había abordado dio un respetuoso paso atrás y levantó las manos abiertas.
—Lo siento, señó. Lo siento, no pretendía asustarle.
—Está bien —dije—. Culpa mía totalmente.
Esta declaración pareció inquietarle, pero tenía un negocio en mente y siguió adelante con él…, aunque eso le obligaba a arrimarse otra vez, porque su negocio requería utilizar un tono de voz más bajo que el conversacional. Quería saber si yo estaría interesado en comprar unas piruletas. Creía saber a qué se refería, pero no estuve del todo seguro hasta que añadió:
—Yerba de los pantanos de güena calidad, señó.
Rechacé su ofrecimiento, pero le propuse que si podía indicarme un buen hotel en el París del Sur, le recompensaría con medio pavo. Cuando habló otra vez, pronunciaba de forma mucho más nítida.
—Las opiniones difieren, pero diría el hotel Monteleone. —Me proporcionó las instrucciones precisas para llegar.
—Gracias. —Le entregué la moneda y esta desapareció en uno de sus numerosos bolsillos.
—Dígame, en cualquier caso, ¿por qué miraba ese sitio? —Inclinó la cabeza hacia la destartalada casa de apartamentos—. ¿Está pensando en comprarla?
Resurgió una pequeña chispa del viejo George Amberson.
—Debes de vivir por aquí. ¿Crees que sería un buen negocio?
—Algunas casas de esta calle podrían serlo, pero no esta. A mí me parece que está encantada.
—Todavía no —dije, y me encaminé hacia mi coche, dejando que me vigilara las espaldas, perplejo.
Saqué la caja fuerte del maletero y la deposité en el asiento del pasajero del Sunliner; quería subirla a la habitación en el Monteleone, y así lo hice. Sin embargo, mientras el portero cogía el resto de mi equipaje, atisbé algo en el suelo del asiento trasero que me hizo ruborizar, me invadió un sentimiento de culpa desproporcionado en relación con el objeto. Pero las enseñanzas de la infancia son las enseñanzas más fuertes, y otra cosa que aprendí en el regazo de mi madre fue a devolver puntualmente los libros de la biblioteca.
—Señor portero, ¿le importaría alcanzarme ese libro, por favor? —pregunté.
—Por supuesto, señó. ¡Encantado!
Se trataba de El informe Chapman, que había cogido prestado de la Biblioteca Pública de Nokomis alrededor de una semana antes de decidir que era hora de calzarme las botas de viaje. La pegatina en la esquina del forro protector —SOLO 7 DÍAS, SEA AMABLE CON EL SIGUIENTE USUARIO— me lo reprochaba.
Ya en mi habitación, miré el reloj y vi que solo marcaba las seis. En verano, la biblioteca no abría hasta el mediodía, pero permanecía abierta hasta las ocho. Las conferencias a larga distancia son una de las pocas cosas más caras en 1960 que en 2011, pero aquel infantil sentimiento de culpa aún persistía. Contacté con la operadora del hotel y le di el número de la biblioteca de Nokomis leyéndolo del portatarjetas pegado a la guarda trasera del libro. El mensaje escrito debajo, «Por favor, llame si va a devolverlo con más de tres días de retraso», me hizo sentir más que nunca como un perro.
Mi operadora habló con otra operadora. De fondo se oía un parloteo de voces apagadas. Me di cuenta de que en la época de la que yo procedía, la mayoría de estas personas que hablaban en la distancia estarían muertas. Entonces, el teléfono empezó a sonar en el otro extremo de la línea.
—Hola, Biblioteca Pública de Nokomis. —Era la voz de Hattie Wilkerson, pero aquella dulce anciana parecía estar atrapada en un enorme cilindro de acero.
—Hola, señora Wilkerson…
—¿Hola? ¿Hola? ¿Me oye? ¡Puñeteras conferencias!
—¿Hattie? —Ahora gritaba—. ¡Al habla George Amberson!
—¿George Amberson? ¡Dios Santo! ¿Desde dónde llama, George?
Casi le conté la verdad, pero el sónar de las corazonadas emitió un único pulso y, por tanto, vociferé:
—¡Baton Rouge!
—¿En Louisiana?
—¡Sí! ¡Tengo uno de sus libros! ¡Lo acabo de encontrar! ¡Voy a enviar…!
—No hace falta que grite, George, la conexión es mucho mejor ahora. La operadora no debió de enchufar la clavija hasta el fondo. Cuánto me alegro de saber de usted. La providencia de Dios quiso que no se encontrara aquí. Estábamos preocupados, a pesar de que el jefe de bomberos aseguró que no había nadie en la casa.
—¿De qué está hablando, Hattie? ¿Mi casa en la playa?
Pero, en serio, ¿qué si no?
—¡Sí! Alguien tiró una botella de gasolina ardiendo por la ventana. Todo fue pasto de las llamas en cuestión de minutos. El jefe Durand piensa que lo hicieron chavales que estaban bebiendo y de jarana. Hay demasiadas manzanas podridas en estos tiempos. Es porque tienen miedo de la bomba, eso dice mi marido.
Seguro.
—¿George? ¿Sigue ahí?
—Sí —respondí.
—¿Cuál es el libro?
—¿Qué?
—¿Cuál es el libro? No me obligue a comprobar el fichero.
—Ah. El informe Chapman.
—Bien, me lo enviará tan pronto como pueda, ¿verdad? Tenemos a unas cuantas personas esperando por él. Irving Wallace es sumamente popular.
—Sí —dije—. Me aseguraré de enviárselo.
—Y lamento mucho lo de su casa. ¿Ha perdido sus pertenencias?
—Tengo conmigo todo lo importante.
—Gracias a Dios. ¿Va a regresar pr…?
Se produjo un clic lo suficientemente fuerte como para aguijonearme el oído; después, el ronroneo de una línea abierta. Colgué el auricular en la horquilla. ¿Regresaría pronto? No vi la necesidad de volver a llamar para responder a esa pregunta. Sin embargo, debería estar atento al pasado, pues presentía los agentes de cambio, y tenía dientes.
Al día siguiente, envié El informe Chapman a la biblioteca de Nokomis a primera hora de la mañana.
Después, partí hacia Dallas.
Tres días más tarde, estaba sentado en un banco de Dealey Plaza contemplando el cubo enladrillado del Depósito de Libros Escolares de Texas. Atardecía y hacía un calor abrasador. Me había aflojado el nudo de la corbata (si no llevas corbata en 1960, incluso en los días calurosos, es probable que atraigas miradas indeseadas) y me desabotoné el cuello de mi camisa blanca, pero no sirvió de mucho. Como tampoco ayudó la escasa sombra del olmo detrás del banco.
Al registrarme en el hotel Adolphus de Commerce Street, me dieron a elegir entre dos opciones: con o sin aire acondicionado. Pagué los cinco dólares adicionales por una habitación donde el módulo instalado en la ventana bajó la temperatura hasta los veinticinco grados, y si tuviera cerebro en la cabeza me habría ido allí de inmediato para evitar desmayarme por un golpe de calor. Quizá refrescara cuando cayera la noche, pero solo un poco.
Sin embargo, aquel cubo de ladrillo me sostenía la mirada, y las ventanas —en especial la situada en la esquina derecha del sexto piso— parecían evaluarme. Existía una palpable sensación de maldad sobre el edificio. Vosotros (si alguna vez hay un vosotros) tal vez os lo toméis a burla y consideréis que no era más que el efecto de mi presciencia única, pero eso no explicaba qué me estaba reteniendo en aquel banco a pesar de aquel calor extenuante. Ni por qué tenía la sensación de que ya había visto ese edificio anteriormente.
Me recordaba a la fundición Kitchener, en Derry.
El Depósito de Libros no estaba en ruinas, pero transmitía la misma sensación de amenaza consciente. Recordé haberme acercado a aquella chimenea sumergida, ennegrecida por el hollín, que yacía entre la hierba como una prehistórica serpiente gigante dormitando al sol. Recordé haber mirado en el interior de su oscuro orificio, tan grande que habría podido adentrarme en él caminando. Y recordé haber presentido que algo habitaba allí dentro. Algo vivo. Algo que quería que entrara. Que lo visitara. Quizá por mucho, mucho tiempo.
Entra, susurraba la ventana del sexto piso. Echa un vistazo. El lugar está ahora vacío, el escaso personal que trabaja aquí en verano ya se ha ido a casa, pero si das la vuelta hasta el muelle de carga junto a las vías del tren, encontrarás una puerta abierta, estoy bastante seguro de ello. Después de todo, ¿qué hay que proteger aquí? Nada salvo libros de texto, y ni siquiera los estudiantes a quienes van destinados los quieren. Como tú muy bien sabes, Jake. Así que entra. Sube al sexto piso. En tu época esto es un museo, viene gente de todo el mundo y algunos aún lloran por el hombre que fue asesinado y por todo lo que podría haber hecho, pero esto es 1960, Kennedy todavía es senador, y Jake Epping no existe. Únicamente existe George Amberson, un hombre con el pelo muy corto y una camisa empapada de sudor y una corbata aflojada. Un hombre de su tiempo, por así decirlo. Así que sube. ¿Tienes miedo de los fantasmas? ¿Cómo puede ser si el crimen aún no ha ocurrido?
Pero allí arriba habitaban los fantasmas. Quizá no los hubiera en Magazine Street de Nueva Orleans, pero ¿allí? Oh, sí. Salvo que nunca tendría que enfrentarme a ellos, porque no entraría en el Depósito de Libros más de lo que me aventuré en aquella chimenea derrumbada en Derry. Oswald conseguiría su empleo apilando libros aproximadamente un mes antes del asesinato, pero esperar tanto sería jugar con fuego. No, me proponía seguir el plan que Al había bosquejado en la sección final de sus notas, la titulada CONCLUSIONES SOBRE CÓMO PROCEDER.
Aun defendiendo la teoría del tirador solitario, Al no descartaba la posibilidad, pequeña pero estadísticamente significativa, de que estuviera equivocado. En sus notas se refería a ella como «la ventana de incertidumbre».
Como en «ventana del sexto piso».
Al había planeado cegar esa ventana para siempre el 10 de abril de 1963, más de medio año antes del viaje de Kennedy a Dallas, y a mí me gustaba la idea. Posiblemente unos días más tarde en ese mes de abril, o con toda probabilidad la noche del mismo día 10 (¿para qué esperar?), mataría al marido de Marina y padre de June del mismo modo que había hecho con Frank Dunning. Y sin ningún escrúpulo. Si vieras a una araña correteando por el suelo hacia la cuna de tu bebé, es posible que vacilaras. Podrías incluso considerar la opción de atraparla en un frasco y sacarla al patio para que continuara viviendo su pequeña vida. Pero ¿y si tuvieras la certeza de que la araña era venenosa? ¿Una viuda negra, por ejemplo? En ese caso, no vacilarías. No si estabas cuerdo.
Levantarías el pie y la aplastarías.
Tenía mi propio plan para el período comprendido entre agosto de 1960 y abril de 1963. Mantendría vigilado a Oswald cuando este regresara de Rusia, pero no interferiría. A causa del efecto mariposa, no podía permitirme ese lujo. Si existe una metáfora más estúpida que «cadena de acontecimientos», no la conozco. Las cadenas son fuertes (aparte de las que todos aprendemos a fabricar con tiras de papel coloreado en la guardería, supongo). Las utilizamos para extraer los bloques del motor de los camiones y para atar de brazos y piernas a los prisioneros peligrosos. Ya no simbolizaba la realidad tal como yo la entendía. Los sucesos son frágiles, os lo digo, son un castillo de naipes, y con solo aproximarme a Oswald (por no hablar ya de intentar advertirle de que no cometiera un crimen que ni siquiera había concebido aún) bastaría para regalar mi única ventaja. La mariposa desplegaría sus alas, y el curso de la vida de Oswald se alteraría.
Quizá al principio fueran cambios pequeños, pero como nos cuenta la canción de Bruce Springsteen, de cosas pequeñas, nena, un día las grandes llegan. A lo mejor eran cambios buenos, cambios que salvarían al hombre que en la actualidad era senador júnior por Massachusetts. Sin embargo, no lo creía. Porque el pasado es obstinado. En 1962, según una de las anotaciones garabateadas en el margen, Kennedy iba a estar en Houston, en la Universidad Rice, dando un discurso sobre el viaje a la luna. «Auditorio abierto, no podio a prueba de balas», había escrito Al. Houston se encontraba a menos de cuatrocientos kilómetros de Dallas. ¿Y si Oswald decidía abatir al presidente allí?
O supongamos que Oswald era exactamente lo que él afirmaba ser, un cabeza de turco. ¿Y si lo ahuyentaba de Dallas y volvía a Nueva Orleans y Kennedy aún moría, víctima de un disparatado complot de la mafia o de la CIA? ¿Tendría yo el valor suficiente para volver a atravesar la madriguera de conejo y empezar desde cero? ¿Salvar una vez más a la familia Dunning? ¿Salvar una vez más a Carolyn Poulin? Ya había dedicado casi dos años a esa misión. ¿Estaría dispuesto a invertir otros cinco, sabiendo que el resultado sería tan incierto como siempre?
Mejor no tener que averiguarlo.
Mejor cerciorarse.
En el trayecto de Nueva Orleans a Texas había decidido cuál sería la mejor forma de controlar a Oswald sin interponerme en su camino: yo viviría en Dallas mientras él estuviera en la ciudad hermana de Fort Worth y después me trasladaría a Fort Worth cuando Oswald se mudara con su familia a Dallas. La idea poseía la virtud de la simplicidad, pero no funcionaría. Lo comprendí en las semanas posteriores a la tarde en que miré el Depósito de Libros por primera vez y tuve la fuerte sensación de que el edificio —como el abismo de Nietzsche— me miraba a mí.
En aquel año de elecciones presidenciales, pasé los meses de agosto y septiembre recorriendo Dallas en el Sunliner a la caza de un apartamento (después de tanto tiempo seguía añorando profundamente mi GPS y me detenía con frecuencia a preguntar cómo llegar a los sitios). No encontraba nada a mi gusto. Al principio pensaba que se trataba de los propios apartamentos. Después, cuando empecé a palpar mejor el ambiente de la ciudad, comprendí que se trataba de mí.
La verdad era que detestaba Dallas, y ocho semanas de duro estudio bastaban para hacerme creer que existía mucho que detestar. El Times Herald (que muchos lugareños llamaban rutinariamente el Slimes Herald) era un aburrido gigante de la propaganda barata. El Morning News podría deshacerse en elogios al hablar sobre cómo Dallas y Houston estaban inmersos «en una carrera hacia el cielo», pero los rascacielos a los que se refería el editorial eran una isla de parafernalia arquitectónica rodeada por anillos que llegué a denominar mentalmente El Gran Culto Apartamentístico de América. Los periódicos ignoraban los suburbios donde las divisiones por criterios raciales empezaban a fundirse. Más hacia las afueras se extendían interminables urbanizaciones de clase media; allí vivían principalmente veteranos de la Segunda Guerra Mundial y la guerra de Corea cuyas mujeres pasaban el día limpiando los muebles con abrillantador Pledge y haciendo la colada en lavadoras Maytag. La mayoría tenían 2,5 hijos. Los adolescentes cortaban el césped de las casas, repartían el Slimes Herald en bicicleta, enceraban el coche familiar con Turtle Wax, y escuchaban (furtivamente) a Chuck Berry en transistores. Tal vez diciendo a sus angustiados padres que era blanco.
Más allá de los barrios residenciales de las afueras y sus casas con aspersores giratorios en los céspedes se abrían vastas extensiones de vacío. Aquí y allá irrigadores giratorios aún proporcionaban servicio a los cultivos algodoneros, pero el Rey Algodón estaba prácticamente muerto, reemplazado por interminables hectáreas de maíz y soja. Los cultivos reales del condado de Dallas eran los productos electrónicos, los textiles, la mierda de toro y el dinero negro de los petrodólares. No había demasiadas torres de perforación en la zona, pero cuando el viento soplaba del oeste, donde se encuentra la Cuenca Pérmica, las ciudades gemelas apestaban a petróleo y gas natural.
El distrito comercial estaba plagado de hormiguitas afanosas que vestían con lo que llegué a denominar mentalmente el Dallas de Gala: chaquetas a cuadros, corbatas estrechas sujetas con vistosos alfileres (estas joyas, la versión en los años sesenta del bling-bling, normalmente estaban engarzadas con diamantes u otros sucedáneos pasables que brillaban en el centro), pantalones blancos Sansabelt y llamativas botas de vaquero con complejos bordados. Trabajaban en bancos y compañías de inversiones. Vendían futuros de soja y arrendamientos petroleros y propiedades al oeste de la ciudad, terrenos donde nada crecería excepto el estramonio y los cardos. Intercambiaban palmaditas en los hombros con manos que lucían anillos y se llamaban unos a otros «hijo». En sus cinturones, donde los ejecutivos de 2011 enganchaban su teléfono móvil, muchos portaban un arma en una funda hecha a mano.
Había vallas publicitarias que abogaban por la destitución de Earl Warren como presidente del Tribunal Supremo; vallas publicitarias que mostraban a Nikita Khrushchev gruñendo (NYET, CAMARADA KHRUSHCHEV, rezaba el texto, ¡VAMOS A ENTERRARTE!); había una en el lado oeste de Commerce Street que decía EL PARTIDO COMUNISTA AMERICANO ESTÁ A FAVOR DE LA INTEGRACIÓN. ¡PIENSA EN ELLO! Este cartel había sido pagado por algo llamado Sociedad Tea Party. Dos veces, en establecimientos cuyos nombres sugerían que sus dueños eran judíos, distinguí esvásticas que habían sido restregadas con jabón.
No me gustaba Dallas. No señor, no señora, de ninguna manera. No me gustó desde el momento en que me registré en el Adolphus y vi que el maître asía por el brazo a un joven camarero encogido y le gritaba a la cara. No obstante, mis asuntos estaban allí, y allí me quedaría. Eso era lo que pensaba entonces.
El 22 de septiembre finalmente encontré un lugar que parecía habitable. Estaba en Blackwell Street, en la zona norte de Dallas. Era un garaje independiente que había sido reconvertido en un bonito apartamento dúplex. La mayor ventaja: el aire acondicionado. La mayor desventaja: el propietario-casero. Ray Mack Johnson era un racista que me aconsejó lo prudente que sería no acercarme a las inmediaciones de Greenville Avenue si me quedaba con la vivienda, pues había un montón de tugurios de mestizos y negros con navajas de resorte.
—No tengo absolutamente nada contra los negros —me dijo—. No, señor. Fue Dios quien los condenó a ocupar la posición que tienen, no yo. Usted sabe eso, ¿verdad?
—Me habré saltado esa parte de la Biblia.
Entornó los ojos con recelo.
—¿Qué es usted, metodista?
—Sí. —Me parecía mucho más seguro que decir que, confesionalmente hablando, no era nada.
—Necesita introducirse en las prácticas de los baptistas, hijo. Los recién llegados son bien recibidos en nuestra iglesia. Quédese con este apartamento, y tal vez algún domingo pueda acompañarnos a mí y a mi mujer.
—A lo mejor sí —asentí, recordándome estar en coma ese domingo. O incluso muerto.
El señor Johnson, entretanto, había retornado a sus originales Sagradas Escrituras.
—Verá, Noé se emborrachó una sola vez en el Arca y se echó a dormir en su cama, desnudo como un arrendajo. Dos de sus hijos no miraron, volvieron la vista hacia otro lado y le taparon con una manta. No sé, o a lo mejor fue con una sábana. Pero Cam, que era el negro de la familia, miró a su padre en su desnudez, y Dios lo condenó a él y a toda su raza a talar árboles y sacar agua. Ahí la tiene, la historia que está detrás de todo. Génesis, capítulo nueve. Vaya y búsquela, señor Amberson.
—Ajá —asentí de nuevo, diciéndome a mí mismo que necesitaba un sitio para vivir, que no podía permitirme alojarme en el Adolphus indefinidamente. Diciéndome a mí mismo que podría vivir con un poco de racismo, que lo soportaría. Diciéndome a mí mismo que se trataba del carácter de la época, que era probablemente el mismo en casi todas partes. Solo que no llegaba a creérmelo por completo—. Voy a pensármelo y en un par de días le daré una respuesta, señor Johnson.
—No debería esperar demasiado, hijo. Este sitio va a volar. Hasta pronto y que Dios le bendiga.
Dios me bendijo con otro día abrasador, y la búsqueda de apartamento era un trabajo que daba sed. Tras abandonar la docta compañía de Ray Mack Johnson, sentí que necesitaba una cerveza. Decidí tomarla en Greenville Avenue. Si el señor Johnson no recomendaba el vecindario, supuse que debería echarle un vistazo.
Él tenía razón en dos aspectos: no había segregación racial (más o menos) y era una calle peligrosa. Era también una calle animada. Aparqué y di un paseo, saboreando la atmósfera carnavalesca. Pasé por delante de casi dos docenas de bares, unos cuantos cines de segunda (ENTRA, DENTRO ESTÁ FRESCO, decían los toldos que aleteaban en las marquesinas bajo un viento cálido de Texas con aroma a petróleo) y un club de striptease.
—¡Chicas, chicas, chicas, el mejor espectáculo del mundo entero! ¡El mejor burlesque que jamás hayáis visto! ¡Estas damas se afeitan! ¿Entendéis a lo que me refiero? —anunciaba a voz en cuello un pregonero en la acera.
Me encontré también con tres o cuatro casas de préstamos rápidos y cobro de cheques. Plantada con descaro delante de uno de estos establecimientos —Financiera Faith, Donde la Confianza es Nuestra Consigna—, había una pizarra con las palabras CUOTAS DEL DÍA impresas en la parte superior y SOLO POR DIVERSIÓN en la inferior. Varios hombres con sombrero de paja y tirantes (una imagen que parecía reservada únicamente a los jugadores entregados a la causa) se congregaban alrededor discutiendo las cuotas en oferta. Algunos tenían programas de carreras; otros, la sección de deportes del Morning News.
Solo por diversión, pensé. Sí, sí, seguro. Por un momento imaginé mi choza de la playa ardiendo en la noche, las llamas elevándose hacia la negrura estrellada de la noche, arrastradas por la brisa del golfo. La diversión tenía sus desventajas, especialmente cuando había apuestas de por medio.
La música y el olor a cerveza emergían al exterior a través de las puertas abiertas. Oí a Jerry Lee Lewis cantando «Whole Lotta Shakin’ Goin’ On» en una máquina de discos; en el local contiguo, Ferlin Husky interpretaba de manera emocionada «Wings of a Dove». Recibí proposiciones deshonestas de cuatro putas y un vendedor callejero que mercadeaba con tapacubos, navajas de afeitar engastadas y banderas del Estado de la Estrella Solitaria con las palabras NO JUEGUES CON TEXAS en relieve. Ya podrían traducir ese lema al latín.
Aquella turbadora sensación de déjà vu era muy fuerte, aquella impresión de que allí las cosas no andaban bien, como algo que ya hubiera sucedido antes. Era una locura —jamás en mi vida había estado en Greenville Avenue—, pero resultaba imposible negarla; nacía del corazón más que de la cabeza. De golpe decidí que no quería una cerveza. Tampoco quería alquilar el garaje reconvertido del señor Johnson, por muy bueno que fuera el aire acondicionado.
Acababa de pasar por delante de un bebedero llamado La Rosa del Desierto, donde se oía a Muddy Waters sonando a todo volumen en la rockola. Cuando daba media vuelta para emprender el regreso a donde tenía aparcado el coche, un hombre salió volando por la puerta. Trastabilló y cayó despatarrado en la acera. Hubo un estallido de carcajadas en el oscuro interior del bar.
—¡Y no vuelvas por aquí, pichacorta! —gritó una mujer, lo cual generó más carcajadas (y más desenfrenadas).
El cliente expulsado sangraba por la nariz, que estaba severamente torcida, y por un arañazo que le cruzaba el lado izquierdo de la cara desde la sien hasta la línea de la mandíbula. Los ojos, abiertos como platos, parecían conmocionados. La camisa, por fuera de los pantalones, aleteaba casi contra sus rodillas mientras él se agarraba a una farola y trataba de levantarse. Una vez de pie, fulminó con la mirada a todo cuanto le rodeaba, sin ver nada.
Di uno o dos pasos en su dirección, pero antes de que pudiera llegar hasta él, una de las mujeres que me había preguntado si quería compañía se acercó contoneándose sobre sus tacones de aguja. Salvo que no era una mujer, todavía no. Tendría dieciséis años a lo sumo, grandes ojos oscuros y una piel tersa de color café. Sonreía, pero no de forma mezquina, y cuando el hombre del rostro ensangrentado se tambaleó, ella le asió por el brazo.
—Despacio, cielo —dijo la chica—. Necesitas calmarte antes de…
El hombre se recogió los faldones de la camisa. La carne pálida le caía sobre la cintura de sus pantalones de gabardina, y hundida en la grasa se veía la culata de nácar de una pistola, mucho más pequeña que el revólver que yo había comprado en la tienda de Artículos Deportivos Machen’s; poco más que un juguete, en realidad. La bragueta estaba medio bajada y atisbé unos calzoncillos bóxer con coches de carreras rojos estampados. De eso me acuerdo. Sacó la pistola, presionó la boca del cañón contra el estómago de la prostituta y apretó el gatillo. Se oyó una estúpida minidetonación, no mayor que el sonido de un petardo pequeño explotando en un bote de hojalata. La mujer gritó y se sentó en la acera con las manos entrecruzadas sobre el vientre.
—¡Me has disparado! —Daba la impresión de estar más furiosa que herida, pero la sangre empezaba a derramarse entre sus dedos—. ¡Me has disparado, maricón de mierda! ¿Por qué me has disparado?
El hombre hizo caso omiso, se volvió hacia la puerta de La Rosa del Desierto y la abrió de un tirón. Yo no me había movido del sitio en el que estaba cuando disparó a la guapa prostituta, en parte porque me había quedado helado por el estupor, pero principalmente porque todo había ocurrido en cuestión de segundos; algo más de lo que necesitaría Oswald para matar al presidente de Estados Unidos, quizá, aunque no mucho más.
—¿Es esto lo que quieres, Linda? —gritó él—. Si esto es lo que quieres, te daré lo que quieres.
Se metió la boca del arma en la oreja y apretó el gatillo.
Doblé mi pañuelo y lo presioné con cuidado sobre el orificio en el vestido rojo de la muchacha. No sé cuán grave era la herida, pero aún le quedaba energía suficiente para proferir un estacionario torrente de expresiones coloridas que probablemente no había aprendido de su madre (aunque, ¿quién sabe?). Y cuando la incomodó que un individuo de la creciente muchedumbre se arrimara demasiado, gruñó:
—Deja de mirarme el escote, bastardo fisgón. Para eso tienes que pagar.
—Ese hijueputa d’ahí no puede estar más muerto —observó un tipo, arrodillándose junto al hombre al que habían echado de La Rosa del Desierto. Una mujer se puso a chillar.
Sirenas aproximándose; ellas también chillaban. Reconocí a otra de las damas que me había abordado durante el paseo por Greenville Avenue, una pelirroja con pantalones pirata. La llamé por señas. Ella se tocó el pecho en un gesto de «¿quién, yo?» y asentí con la cabeza. Sí, tú.
—Sujeta este pañuelo sobre la herida —le ordené—. Trata de detener la hemorragia. Tengo que irme.
Me dirigió una sonrisita avispada.
—No quieres que la poli te pesque rondando por aquí, ¿eh?
—No, la verdad. No conozco a ninguna de estas personas. Solo estaba de paso.
La pelirroja se arrodilló junto a la chica que sangraba y maldecía en la acera. Presionó el empapado pañuelo y dijo:
—Cariño, ¿no lo estamos todos?
Aquella noche no pude conciliar el sueño. Empezaba a adormilarme y entonces veía el rostro de Ray Mack Johnson, complacido y cubierto de aceitoso sudor mientras culpaba de dos mil años de esclavitud, asesinato y explotación a un muchacho adolescente que escudriñó el manubrio de su padre. Me despertaba sobresaltado, me calmaba, me adormilaba… y entonces veía al hombrecillo de la bragueta bajada metiéndose el cañón de su pistola de bolsillo en la oreja. «¿Es esto lo que quieres, Linda?» Un último arrebato de chulería antes del sueño eterno. Y volvía a despertar. Lo siguiente fue la visión de un grupo de hombres en un sedán negro arrojando un cóctel molotov a través de la ventana delantera de mi casa en Sunset Point: Eduardo Gutierrez intentando deshacerse de su yanqui de Yanquilandia. ¿Por qué? Porque no le gustaba perder, eso era todo. Para él, eso era suficiente.
Finalmente me rendí y me senté junto a la ventana, donde el aire acondicionado vibraba animosamente. En Maine la noche sería lo bastante fría y vigorizante como para empezar a colorear los árboles, pero allí en Dallas, a las dos y media de la madrugada, el termómetro aún marcaba veinticuatro grados y el ambiente era húmedo.
—Dallas, Derry —dije mientras observaba la cuneta silenciosa de Commerce Street. El cubo enladrillado del Depósito de Libros no se veía, pero se encontraba cerca. A cuatro pasos.
—Derry, Dallas.
Cada nombre constaba de dos sílabas que se partían en la letra doble como un trozo de leña sobre una rodilla doblada. No podía quedarme allí. Treinta meses en la Gran D me volverían loco. ¿Cuánto tiempo transcurriría hasta que empezara a ver grafitis como MATARÉ A MI MADRE PRONTO? ¿O a vislumbrar una figura de Jesucristo flotando en el río Trinity? Fort Worth quizá fuera mejor, pero Fort Worth no estaba lo bastante lejos.
¿Qué me obliga a quedarme en uno de los dos sitios?
El pensamiento me sobrevino poco después de las tres de la mañana y poseía la fuerza de una revelación. Yo tenía un coche estupendo —un coche del que en cierto modo me había enamorado, a decir verdad— y en el centro de Texas no escaseaban las carreteras buenas y rápidas, muchas de las cuales se habían construido recientemente. En el siglo veintiuno estarían colapsadas por el tráfico, pero en 1960 se veían casi misteriosamente desiertas. Había límites de velocidad, pero no se respetaban. En Texas, hasta la policía estatal creía en el evangelio de pisar a fondo el acelerador y dejar que rugiera.
Podría escapar de la sombra agobiante que sentía cerniéndose sobre la ciudad. Podría encontrar un sitio más pequeño y menos amenazador, un sitio que no sintiera tan embriagado de odio y violencia. A plena luz del día podría decirme a mí mismo que estaba imaginando cosas, pero no en el foso de la noche. En Dallas vivía sin duda buena gente, miles y miles de personas buenas, la gran mayoría, pero aquel acorde latente estaba allí y a veces saltaba. Como ocurrió en La Rosa del Desierto.
Bevvie-la-del-ferry había dicho «Creo que en Derry los malos tiempos han terminado».
No estaba del todo convencido en cuanto a lo de Derry, y lo mismo me ocurría en el caso de Dallas, incluso aunque el peor día de su historia aún se hallara a tres años en el futuro.
—Vendré a diario —resolví—. George quiere un lugar tranquilo y bonito donde escribir su libro, pero como trata sobre una ciudad (una ciudad encantada), realmente tiene que viajar a ella todos los días, ¿verdad? Para conseguir material.
No era extraño que hubiera tardado casi dos meses en ocurrírseme esta idea; las respuestas más simples de la vida a menudo son también las más fáciles de ignorar.
Regresé a la cama y caí dormido casi al instante.
Al día siguiente salí de Dallas en dirección sur por la Autopista 77. Una hora y media me llevó al condado de Denholm. Giré al oeste hacia la Ruta 109 principalmente porque me gustó el cartel que señalaba la intersección. Mostraba a un heroico futbolista con casco, leotardos dorados y camiseta negra. LOS LEONES DE DENHOLM, proclamaba el cartel. ¡TRES VECES CAMPEONES DEL DISTRITO! ¡LANZADOS A POR EL CAMPEONATO ESTATAL DE 1960! «¡TENEMOS EL PODER DE JIM!»
Sea lo que sea, pensé. Todos los institutos poseen sus símbolos y códigos secretos, por supuesto; así se consigue que los chicos se sientan parte integrante.
Tras recorrer ocho kilómetros por la Ruta 109, llegué a Jodie. POBLACIÓN 1280, indicaba la señal. ¡BIENVENIDO, FORASTERO! Hacia la mitad de Main Street, una amplia calle arbolada, vi un pequeño restaurante con un letrero en la ventana que rezaba ¡LAS MEJORES HAMBURGUESAS, PAPAS Y BATIDOS DE TODO TEXAS! Se llamaba Al’s Diner.
Por supuesto.
Aparqué en uno de los espacios en cuesta frente al establecimiento, entré y pedí la Especial Berrendo, que resultó ser una hamburguesa doble con queso y salsa barbacoa acompañada de Patatas Fritas Mesquite y un Batido Rodeo (a elegir entre vainilla, chocolate o fresa). La Berrendo no era tan buena como la Granburguesa, pero no era en absoluto mala, y las patatas estaban justo como a mí me gustan: crujientes, saladas y un poco demasiado fritas.
Al resultó ser Al Stevens, un tipo flacucho de mediana edad que no se parecía en nada a Al Templeton. Lucía un peinado rockabilly, un bigote de bandido veteado de gris, un fuerte acento tejano y un sombrero de papel echado de forma desenfadada sobre un ojo. Cuando le pregunté si había mucho para alquilar en la ciudad de Jodie, se rió y dijo:
—Podrá escoger lo que le plazca. Pero si busca trabajo, esto no es exactamente la capital del comercio. Es tierra de ranchos, mayoritariamente, y perdone que se lo diga, pero usted no tiene pinta de vaquero.
—No lo soy —confirmé—. En realidad, soy escritor de libros.
—¡Vaya! ¿De veras? ¿Alguno que yo haya leído?
—Todavía no. Sigo intentándolo —dije—. Tengo una novela a medias y algunos editores han mostrado cierto interés. Estoy buscando un lugar tranquilo para terminarla.
—Bueno, pues Jodie es tranquilo, sí. —Puso los ojos en blanco—. Cuando se trata de tranquilidad, calculo que debemos de tener la patente. Solo hay alboroto los viernes por la noche.
—¿Fútbol?
—Sí, señor. Toda la ciudad acude al partido. En el descanso todos rugen como leones, y luego empiezan con el Grito de Jim. Se oye incluso a tres kilómetros de distancia. Es bastante gracioso.
—¿Quién es Jim?
—Jim LaDue, el quaterback. Hemos tenido varios equipos buenos, pero nunca ha habido un quaterback como LaDue en Denholm. Y solo es un juvenil. La gente ya habla de ganar el campeonato estatal. A mí me parece un poco optimista, con todas esas grandes escuelas de Dallas al norte, pero un poco de esperanza nunca hace daño, esa es mi opinión.
—Aparte del fútbol, ¿cómo es la escuela?
—Es realmente buena. Al principio mucha gente tenía sus dudas respecto al asunto de la fusión (como yo mismo), pero ha resultado ser algo bueno. Este año hay setecientos alumnos. Algunos vienen en autobús y tardan una hora o más, pero no parece molestarles. Seguro que se libran de hacer faenas en casa. ¿Va su libro sobre chavales de secundaria? ¿Algo como Semilla de maldad? Porque aquí no tenemos bandas ni nada por el estilo. Nuestros chicos aún cuidan sus modales.
—No, nada de eso. Poseo algunos ahorros, pero no me importaría estirarlos con un empleo como sustituto. No puedo enseñar a jornada completa y escribir a la vez.
—No, por supuesto —dijo respetuosamente.
—Mi licenciatura es de Oklahoma, sin embargo… —Me encogí de hombros como para indicar que Oklahoma no era Texas, pero que la esperanza nunca se pierde.
—Bueno, debería usted hablar con Deke Simmons, el director. Viene a cenar casi todas las noches. Su mujer murió hace un par de años.
—Lamento oír eso —dije.
—Todos lo sentimos. Es un buen hombre, como casi toda la gente por estos lares, señor…
—Amberson. George Amberson.
—Bien, George. Somos bastante tranquilos, excepto los viernes por la noche, pero podría ser peor. A lo mejor incluso aprende a rugir como un león en los descansos.
—Tal vez sí —asentí.
—Vuelva a eso de las seis. Es la hora a la que suele venir Deke. —Apoyó los brazos en la barra y se inclinó hacia delante—. ¿Quiere un consejo?
—Claro.
—Es probable que venga acompañado de su medio novia, la señorita Corcoran, que es la bibliotecaria de la escuela. Digamos que Deke lleva cortejándola desde las pasadas Navidades o así. He oído que Mimi Corcoran es la que dirige de verdad la Escuela Consolidada de Denholm, porque lo dirige a él. Si usted la impresiona, calculo que tendrá tanto éxito como si fuera Errol Flynn.
—Lo tendré en cuenta —dije.
Varias semanas de cacería por Dallas me habían reportado exactamente un solo apartamento posible, cuyo propietario resultó ser un hombre con quien no deseaba tratos. En Jodie tardé tres horas en encontrar un sitio con una pinta excelente. No era un apartamento, sino una casita estrecha y alargada (lo que se llamaba una «casa escopeta») de cinco habitaciones. Se encontraba en venta, me informó el agente inmobiliario, pero la pareja propietaria estaría dispuesta a alquilarla a una persona decente. Contaba con un patio sombreado por olmos, un garaje para el Sunliner… y aire acondicionado central. El precio era razonable, dadas las comodidades.
Desperté cierta curiosidad en el agente, que se llamaba Freddy Quinlan, pero no demasiada. Supongo que la matrícula de Maine en el coche le parecía exótica. Lo mejor de todo, me sentía fuera de la sombra que se había abatido sobre mí en Dallas, Derry y Sunset Point, donde mi última residencia yacía ahora en cenizas.
—¿Y bien? —preguntó Quinlan—. ¿Qué opina?
—La quiero, pero no puedo darle una respuesta esta tarde. Antes he de ver a un hombre. Imagino que mañana no abrirá, ¿o sí?
—Sí, señor. Los sábados abro hasta el mediodía. Después me voy a casa y veo el partido de la semana en la televisión. Parece que la Serie Mundial de este año va a ser la leche.
—Sí, es cierto —asentí.
Quinlan extendió la mano.
—Ha sido un placer conocerle, señor Amberson. Apuesto a que le gustará Jodie. Somos buena gente y espero que todo le salga bien.
Le estreché la mano.
—Yo también.
Como había dicho Al Stevens, un poco de esperanza nunca ha hecho daño a nadie.
Esa noche volví a Al’s Diner y me presenté al director de la Escuela Superior Consolidada de Denholm y a su medio novia bibliotecaria. Me invitaron a sentarme con ellos.
Deke Simmons era un hombre alto y calvo que debía de rondar los sesenta. Mimi Corcoran era una mujer de tez morena y con gafas. Sus azules ojos tras las bifocales me inspeccionaban de arriba abajo en busca de pistas. Caminaba con la ayuda de un bastón, manejándolo con la destreza descuidada (casi desdeñosa) que proporcionaba el uso prolongado. Los dos, me hizo gracia verlo, llevaban banderines del equipo de Denholm y lucían chapas doradas en las que se leía ¡TENEMOS EL PODER DE JIM! Era viernes por la noche en Texas.
Simmons me preguntó si me gustaba Jodie (mucho), cuánto tiempo había estado en Dallas (desde agosto) y si disfrutaba con el fútbol preuniversitario (desde luego que sí). Lo más cercano a una pregunta sustancial que llegó a formular fue si yo confiaba en mi capacidad para hacer que los chicos «razonaran». Porque, añadió, muchos sustitutos tenían problemas en ese sentido.
—Estos profesores jóvenes nos los envían al despacho como si no tuviéramos cosas mejores que hacer —dijo, y acto seguido masticó un bocado de su Berrenburguesa.
—La salsa, Deke —indicó Mimi, y él se limpió obedientemente la comisura de la boca con una servilleta de papel del dispensador.
Ella, entretanto, continuaba con el inventario de mi persona: chaqueta, corbata, corte de pelo. Los zapatos ya habían recibido una buena ojeada mientras me acercaba a su reservado.
—¿Tiene referencias, señor Amberson?
—Sí, señora. Impartí muchas clases como profesor suplente en el condado de Sarasota.
—¿Y en Maine?
—Allí no demasiadas, aunque en Wisconsin enseñé durante tres años de manera regular antes de dedicarme a tiempo completo a mi libro. Bueno, tan a tiempo completo como mis finanzas me lo permitían. —Tenía realmente referencias de la Escuela Secundaria de St. Vincent, en Madison. Era una buena carta de recomendación; la había escrito yo mismo. Por supuesto, si alguien las comprobaba, me colgarían. Deke Simmons no las comprobaría, pero quizá sí Mimi ojos de lince, con su curtida tez de vaquero.
—¿Y de qué trata su novela?
Por eso también podrían colgarme, pero decidí ser sincero. O en cualquier caso, tan sincero como me fuera posible, dadas mis peculiares circunstancias.
—Una serie de asesinatos y su efecto sobre la comunidad donde ocurren.
—¡Válgame Dios! —exclamó Deke.
Ella le dio un golpecito en la mano.
—Calla. Continúe, señor Amberson.
—Mi escenario original era una ciudad ficticia de Maine (la llamaba Dawson), pero después decidí que sería más realista si la ambientaba en una ciudad real, una más grande. Al principio pensé en Tampa, pero por algún motivo no encajaba bien…
La mujer rechazó Tampa con un gesto de la mano.
—Demasiado pastelosa. Demasiados turistas. Usted buscaba algo un poco más… insular, sospecho.
Una dama muy perspicaz. Sabía más acerca de mi libro que yo mismo.
—Correcto. Así que decidí probar con Dallas. Creo que es el lugar idóneo. Sin embargo…
—Sin embargo, usted no quería vivir allí.
—Exacto.
—Ya veo. —Picoteó de su ración de pescado frito. Deke la observaba con una ligera expresión de aturdimiento. Ella parecía poseer lo que fuese que él anhelaba mientras recorría al galope la recta final de su vida. No era tan extraño; todo el mundo ama a alguien alguna vez, como tan sabiamente apuntó Dean Martin. Pero no durante muchos años.
—Y cuando no está escribiendo, ¿qué le gusta leer, señor Amberson?
—Oh, prácticamente de todo.
—¿Ha leído El guardián entre el centeno?
Oh, oh, pensé.
—Sí, señora.
Se mostró impaciente.
—Llámeme Mimi. Hasta los chicos me llaman así, aunque insisto en que agreguen un «señorita» delante por decoro. ¿Qué opina del cri de coeur del señor Salinger?
¿Mentir o decir la verdad? Aunque no me lo pregunté en serio. Esa mujer me leería la mentira en el rostro igual que yo leería… bueno… una valla publicitaria por la IMPUGNACIÓN DE EARL WARREN.
—Creo que dice mucho sobre cuán desastrosos fueron los cincuenta y sobre lo buenos que pueden ser los sesenta. Claro está, siempre que los Holden Caulfield de América no pierdan su indignación. Ni su coraje.
—Ummm…, no sé. —Jugueteaba con su pescado, pero no la veía comer nada. No era de extrañar que su aspecto diera la impresión de que podías graparle una cuerda en la espalda del vestido y echarla a volar como una cometa—. ¿Cree que debería estar en la biblioteca de la escuela?
Lancé un suspiro, pensando en cuánto habría disfrutado viviendo y enseñando a tiempo parcial en la ciudad de Jodie, Texas.
—La verdad, señora… Mimi…, es que sí. Aunque también opino que solo debería prestarse a ciertos alumnos, y a discreción de la bibliotecaria.
—¿De la bibliotecaria? ¿No de los padres?
—No, señora. Ese es un terreno resbaladizo.
Mimi Corcoran esgrimió una amplia sonrisa y se dirigió a su pretendiente.
—Deke, el sitio de este caballero no es la lista de suplentes. Debería dar clases a tiempo completo.
—Mimi…
—Sí, lo sé, no hay vacantes en el departamento de lengua, pero si se queda por aquí, tal vez pueda entrar cuando ese idiota de Phil Bateman se retire.
—Meems, eso es muy indiscreto.
—Sí —asintió ella, pero en realidad me hizo un guiño—. Y también muy cierto. Envíe a Deke sus referencias de Florida, señor Amberson. Deberían servir de sobra. Mejor aún, llévelas usted mismo la semana que viene. El año escolar ya ha empezado y no tiene sentido perder el tiempo.
—Llámeme George —pedí.
—Desde luego —dijo ella. Apartó su plato—. Deke, esto es horrible. ¿Por qué comemos aquí?
—Porque a mí me gustan las hamburguesas y a ti la tarta de fresas de Al.
—Ah, sí —dijo la mujer—. La tarta de fresas. Vamos allá. Señor Amberson, ¿se quedará para el partido de fútbol?
—Esta noche no —respondí—. Tengo que volver a Dallas. Tal vez para el partido de la próxima semana. Siempre que consideren oportuno emplearme.
—Si a Mimi le gusta, a mí me gusta —dijo Deke Simmons—. No puedo garantizarle un día cada semana, pero calculo que algunas semanas podrá dar clases dos o incluso tres días. Así en promedio se compensará.
—Estoy seguro.
—El salario de un profesor suplente no es alto, me temo…
—Lo sé, señor. Solo busco una manera de aumentar mis ingresos.
—El libro del Guardián nunca formará parte de nuestra biblioteca —dijo Deke dirigiendo una pesarosa mirada de soslayo a su amada, que fruncía los labios—. El consejo escolar nunca lo aprobaría y Mimi lo sabe. —Otro gran mordisco a su Berrenburguesa.
—Los tiempos cambian —replicó Mimi Corcoran; después, señaló el servilletero y luego la boca del director—. Deke. La salsa.
La semana siguiente cometí un error. Debería haber mostrado mayor sensatez; hacer otra apuesta fuerte debería ser lo último que ocupara mi mente después de todo lo que me había pasado. Diréis que debería haber mantenido la guardia alta.
Comprendía los riesgos, de veras, pero me preocupaba el dinero. Había llegado a Texas con algo menos de dieciséis mil dólares. Una parte provenía del dinero del juego de Al, pero la mayoría era fruto de dos cuantiosas apuestas, una en Derry y otra en Tampa. Sin embargo, mi estancia de siete semanas en el Adolphus se había merendado más de mil dólares; instalarme en una nueva ciudad costaría fácilmente otros cuatrocientos o quinientos. Comida, alquiler y servicios aparte, iba a necesitar mucha más ropa —y mejor— si quería presentarme en un aula con aspecto respetable. Residiría en Jodie dos años y medio antes de concluir mis asuntos con Lee Harvey Oswald. Catorce mil dólares no iban a ser suficientes. ¿El salario de profesor suplente? Quince dólares y cincuenta centavos al día. Yuju.
Vale, quizá arañando hasta el último centavo, podría haber subsistido con esos catorce de los grandes, más los treinta y a veces hasta cincuenta pavos a la semana como sustituto. Sin embargo, eso me obligaría a no enfermar ni sufrir ningún accidente, cosa en la que no podía confíar. Porque el pasado es ladino además de obstinado. Siempre contraataca. Y sí, quizá había también un elemento de codicia. En ese caso, se basaba menos en el amor al dinero que en el embriagador conocimiento de poder vencer a la tradicionalmente imbatible casa siempre que lo deseara.
Ahora pienso: Si Al hubiera investigado el mercado de valores tan minuciosamente como investigó quién ganó todos esos partidos de béisbol, y todos esos partidos de fútbol, y todas esas carreras de caballos…
Pero no lo hizo.
Ahora pienso: Si Freddy Quinlan no hubiera mencionado que la Serie Mundial prometía ser espectacular…
Pero lo hizo.
Y yo volví a Greenville Avenue.
Me dije que todos aquellos carreristas con sombrero de paja que había visto congregados en el exterior de la Financiera Faith (Donde la Confianza es Nuestra Consigna) apostarían también a la Serie y que algunos de ellos se jugarían considerables sumas. Me dije que yo sería uno entre muchos, y que una apuesta mediana por parte del señor George Amberson no atraería la atención (además, declararía vivir en un bonito garaje reconvertido en dúplex de Blackwell Street, allí mismo, en Dallas, en el supuesto de que alguien inquiriera). Diablos, me dije, los tipos que administraban la Financiera Faith probablemente no reconocerían ni por asomo al señor Eduardo Gutierrez de Tampa, de la misma forma que nadie reconocería a Adán. O para el caso, a Cam, el hijo de Noé.
En fin, me dije muchas cosas, pero todas ellas se reducían a dos ideas básicas: que era perfectamente seguro y que era perfectamente lógico querer hacer algo de dinero aun cuando por el momento tuviera suficiente para vivir. Menudo cretino. Pero la estupidez es una de las dos cosas que, en retrospectiva, vemos con mayor claridad. La otra son las oportunidades perdidas.
El 28 de septiembre, una semana antes del inicio previsto de la Serie Mundial, entré en la Financiera Faith y, después de un breve tira y afloja, hice que me apuntaran seiscientos dólares a que los Piratas de Pittsburgh derrotaban a los Yankees en el séptimo. Acepté una cuota de dos a uno, que era abusiva considerando la clara condición de favoritos de los Yankees. Un día después de que Bill Mazeroski conectara el increíble home run en la novena entrada que sellaba la victoria de los Bucaneros, volví a Dallas y a Greenville Avenue. Creo que si hubiera encontrado desierta la Financiera Faith, habría dado media vuelta y regresado a Jodie… o quizá es simplemente lo que me digo ahora. No lo sé con certeza.
Lo que sé es que había una cola de apostantes para cobrar y me uní a ellos. Tal grupo era como un sueño de Martin Luther King hecho realidad: cincuenta por ciento negros, cincuenta por ciento blancos, cien por cien felices. La mayoría salía con nada más que unos pocos billetes de cinco o a lo sumo un par de veinte, pero también vi a varios tipos que contaban fajos de cien. Un atracador armado que hubiera elegido ese día para robar en la Financiera Faith habría dado un buen golpe, vaya si no.
El pagador era un hombre bajo y fornido con una visera verde. Me hizo la primera pregunta rutinaria («¿Es usted policía? Si lo es, tiene que enseñarme su placa»), y cuando respondí negativamente, me pidió el nombre y el permiso de conducir. Era un carnet totalmente nuevo que había recibido por correo certificado la semana anterior; por fin un documento de Texas que añadir a mi colección. Y tuve cuidado de sujetarlo tapando con el pulgar la dirección de Jodie.
Me pagó mil doscientos dólares. Me los embutí en el bolsillo y me dirigí con paso rápido a mi coche. Ya en la Autopista 77, mientras Dallas se hundía a mi espalda y Jodie crecía cada vez más cerca con cada giro de las ruedas, por fin me relajé.
Tonto de mí.
Vamos a dar otro salto adelante en el tiempo (las narraciones también contienen madrigueras de conejo, cuando uno se para a pensarlo), pero primero tengo que relatar un suceso más de 1960.
Fort Worth. 16 de noviembre de 1960. Kennedy, el presidente electo desde hacía poco más de una semana. La esquina de Ballinger con la Séptima Oeste. El día era frío y plomizo. Los coches despedían gases de combustión blanquecinos. El hombre del tiempo de la K-Life («Todos los éxitos, a todas horas») pronosticaba que la lluvia podría convertirse en aguanieve hacia medianoche, así que cuidado en la carretera los rockanroleros al volante.
Me abrigaba con una zamarra ranchera de piel de vaca y me había encasquetado un gorro de fieltro con orejeras. Estaba sentado en un banco delante de la Asociación de Criadores de Ganado de Texas, mirando hacia la Séptima Oeste. Llevaba allí casi una hora y suponía que la visita del joven a su madre no duraría mucho más. Según las notas de Al, los tres hijos habían abandonado el nido materno tan pronto como les fue posible. Albergaba la esperanza de que ella saliera del edificio de apartamentos con él. La mujer había vuelto al barrio después de varios meses en Waco, donde estuvo ejerciendo como señora de compañía.
Mi paciencia se vio recompensada. Se abrió la puerta de los Apartamentos Rotario y asomó un hombre flacucho que tenía un escalofriante parecido con Lee Harvey Oswald. Sostuvo la puerta y salió una mujer con un chaquetón de tartán y zapatos blancos de enfermera. Le llegaba al hijo a la altura del hombro, pero era de constitución robusta. Llevaba peinado el cabello entrecano hacia atrás, apartado de un rostro surcado por prematuras arrugas. Llevaba un pañuelo rojo. Un pintalabios a juego perfilaba una boca pequeña que parecía insatisfecha y belicosa; la boca de una mujer que cree que el mundo está en su contra y que ha reunido abundantes pruebas a lo largo de los años para demostrarlo. El hermano mayor de Lee Oswald recorrió con paso rápido el camino de cemento. La mujer se apresuró tras él y le agarró el sobretodo por la espalda. El hijo se giró hacia ella en la acera. Daba la impresión de que discutían, pero sobre todo hablaba la mujer. Agitaba un dedo delante de la cara de él. No había forma de que yo pudiera saber por qué le regañaba. Observaba desde una prudente distancia de manzana y media. Después él echó a andar hacia la esquina de la Séptima Oeste con Summit Avenue, tal como me esperaba. Había llegado en autobús y allí era donde se encontraba la parada más cercana.
La mujer permaneció donde estaba por un momento, como indecisa.
Vamos, mamá, pensé. No vas a dejar que se escape tan fácilmente, ¿verdad? Solo está a media manzana calle abajo. Lee tuvo que irse a Rusia para escapar de ese dedo admonitorio.
La mujer fue tras él; al aproximarse a la esquina, alzó la voz y la oí con claridad:
—Quieto, Robert, no vayas tan rápido. ¡Todavía no he acabado contigo!
Él miró por encima del hombro pero continuó caminando. Ella le alcanzó en la parada de autobús y le tiró de la manga hasta que él la miró. El dedo reanudó su admonición cual el péndulo de un reloj. Capté frases aisladas: «lo prometiste» y «te lo he dado todo» y (creo) «quién eres tú para juzgarme». No podía ver el rostro de Oswald porque me daba la espalda, pero sus hombros hundidos decían mucho. Dudaba de que aquella fuera la primera vez que mamá le había seguido calle abajo, parloteando todo el camino, ajena a los espectadores. Ella extendió una mano sobre la plataforma de su busto, en ese intemporal gesto materno que expresa «Heme aquí, sí, hijo desagradecido».
Oswald escarbó en su bolsillo trasero, extrajo su cartera, y le entregó un billete. Ella se lo guardó en su bolso sin mirarlo y echó a andar de regreso a los Apartamentos Rotario. Entonces se acordó de algo más y dio media vuelta. La oí claramente. Elevada a un grito para salvar la distancia de quince o veinte metros que ahora los separaban, su voz aflautada era como una garra arañando una pizarra.
—Y llámame si tienes noticias de Lee, ¿me oyes? Todavía uso la línea compartida, es todo lo que puedo permitirme hasta que encuentre un trabajo mejor, y esa Sykes del piso de abajo la ocupa todo el tiempo. Hablé con ella y le canté las cuarenta. «Señora Sykes», le dije…
Un hombre pasó a su lado. Se introdujo un teatral dedo en el oído, sonriendo burlonamente. Si mamá lo vio, no le prestó atención. Ciertamente, hacía caso omiso de la mueca avergonzada de su hijo.
—«Señora Sykes», le dije, «no eres la única que necesita el teléfono, así que te agradecería que acortaras tus llamadas. Y si no lo haces por voluntad propia, puede que avise a un representante de la compañía telefónica para que te obligue». Eso le dije. Así que llámame, Rob. Sabes que necesito tener noticias de Lee.
Aquí llegaba el autobús. Al detenerse, Oswald alzó la voz para hacerse oír por encima del resoplido de los frenos de aire.
—Es un maldito comunista, mamá, y no va a volver a casa. Acostúmbrate.
—¡Tú llámame! —se desgañitó ella. Su rostro adusto mostraba unas facciones tensas. Permanecía plantada en el sitio con los pies separados, como un boxeador preparado para encajar un puñetazo. Cualquier puñetazo. Todos los puñetazos. Sus ojos lanzaban miradas desafiantes tras las gafas de arlequín con montura negra. Llevaba el pañuelo atado con un doble nudo bajo la barbilla. La lluvia había empezado a caer, pero no daba la impresión de importarle. Tomó aliento y elevó la voz hasta un tono que rayaba en la estridencia.
—Tengo que saber qué es de mi niño, ¿me oyes?
Robert Oswald subió de un salto al interior del vehículo, sin replicar. El autobús se puso en marcha soltando un resoplido de gases azulados y en ese momento una sonrisa iluminó el rostro de la mujer. Consiguió un efecto que me parecía imposible para una sonrisa: la hizo simultáneamente más joven y más fea.
Un obrero pasó a su lado. No chocó contra ella, ni siquiera la rozó, hasta donde pude observar, pero ella espetó:
—¡Mira por dónde vas! ¿O te crees que la acera es solo tuya?
Marguerite Oswald echó a andar de vuelta a su apartamento. Cuando me dio la espalda, aún sonreía.
Esa tarde regresé en mi coche a Jodie, agitado y pensativo. No vería a Lee Oswald hasta al cabo de otro año y medio, y estaba decidido a detenerle, pero ya me inspiraba más compasión de la que jamás sentí por Frank Dunning.