Eran las siete cuarenta y cinco de la tarde del 18 de mayo de 1961. La luz de un largo anochecer tejano se extendía por mi patio trasero. La ventana estaba abierta y las cortinas aleteaban en una suave brisa. En la radio, Troy Shondell cantaba «This Time». Yo estaba sentado en lo que otrora fuera el segundo dormitorio de la casita, ahora reconvertido en mi estudio. La mesa provenía del mobiliario desechado del instituto. Tenía una pata coja, la cual había calzado. La máquina de escribir era una Webster portátil. Me encontraba revisando las primeras ciento cincuenta páginas o así de mi novela, El lugar del crimen, principalmente porque Mimi Corcoran no cesaba de acosarme para leerla; ella, según había descubierto, era la clase de persona a la que no se podía disuadir con excusas durante mucho tiempo. El trabajo en realidad iba bien. En el primer borrador no había tenido problemas para convertir Derry en la ciudad ficticia de Dawson, y transformar Dawson en Dallas fue todavía más fácil. Inicialmente había introducido esos cambios solo para que el trabajo en curso respaldara mi tapadera cuando finalmente se lo dejara leer a Mimi, pero ahora los cambios parecían vitales e inevitables. Daba la sensación de que el libro había querido tratar sobre Dallas todo el tiempo.
Sonó el timbre de la puerta. Coloqué un pisapapeles encima del manuscrito para que las páginas no salieran volando y fui a ver quién era mi visitante. Recuerdo todo esto con una claridad nítida: la danza de las cortinas, la alisada piedra de río que me servía de pisapapeles, «This Time» sonando en la radio, la alargada luz del ocaso tejano que había llegado a admirar. Debería recordarlo bien. Fue cuando dejé de vivir en el pasado y sencillamente empecé a vivir.
Abrí la puerta y allí se encontraba Michael Coslaw. Sollozaba.
—No puedo, señor Amberson —dijo—. De verdad que no puedo.
—Bueno, Mike, entra —le invité—. Hablemos de ello.
Su visita no me sorprendió. Había estado a cargo del pequeño departamento de arte dramático del Instituto Lisbon durante cinco años antes de fugarme a la Era del Fumador Universal, y en ese tiempo había presenciado numerosos casos de miedo escénico. Dirigir a actores adolescentes es como hacer juegos malabares con frascos de nitroglicerina: excitante y peligroso. He visto a chicas que memorizaban y recitaban sus líneas con deliciosa naturalidad en los ensayos quedarse completamente paralizadas en el escenario; he visto a chavales timoratos florecer y crecer un palmo de estatura la primera vez que conseguían arrancar una carcajada del público. He dirigido a estudiantes diligentes pero lentos y al ocasional alumno que exhibe una chispa de talento. Sin embargo, nunca había tenido a un muchacho como Mike Coslaw. Sospecho que hay profesores de instituto y universidad que llevan toda su vida dedicándose al teatro amateur y nunca han tenido a un muchacho como él.
Mimi Corcoran era verdaderamente quien mandaba en la Escuela Superior Consolidada de Denholm, y fue ella quien me engatusó para que me encargara de la obra juvenil cuando a Alfie Norton, el profesor de matemáticas que la había dirigido durante años, le diagnosticaron una leucemia mieloide aguda y le enviaron a Houston para el tratamiento. Intenté negarme, aduciendo que aún no había terminado mis investigaciones en Dallas, pero en el invierno y la primavera de 1961 no iba mucho por allí. Mimi lo sabía porque solía encontrarme disponible cada vez que Deke necesitaba un profesor sustituto de lengua a mitad del curso académico. En lo concerniente a Dallas, básicamente estaba haciendo tiempo. Lee seguía en Minsk y pronto se casaría con Marina Prusakova, la chica del vestido rojo y los zapatos blancos.
—Tienes mucho tiempo en tus manos —había dicho Mimi. Ella misma apoyaba las suyas en las inexistentes caderas con los puños cerrados: aquel día había activado el modo «sin prisioneros»—. Y es un trabajo pagado.
—Ah, sí, ya me informó Deke —respondí—. Cincuenta pavos. Como para pegarme la vida padre.
—¿Qué?
—No importa, Mimi. Por ahora ando bien de dinero. ¿No podemos dejarlo así?
No. No podíamos. La señorita Mimi era un bulldozer humano, y cuando se topaba con un objeto en apariencia inamovible, simplemente bajaba la pala y aceleraba el motor al máximo. Sin mí no habría obra juvenil por primera vez en la historia del instituto, aseguró. Los padres se sentirían decepcionados. El consejo escolar se sentiría decepcionado.
—Y yo me sentiría desolada —añadió juntando las cejas.
—Dios la libre de sentirse desolada, señorita Mimi —manifesté—. Te diré qué podemos hacer. Si se me permite elegir la obra (nada demasiado controvertido, lo prometo), aceptaré.
El ceño fruncido se diluyó en la brillante sonrisa de Mimi Corcoran que siempre convertía a Deke Simmons en un bol de avena cociéndose a fuego lento (lo que, en lo referente a su temperamento, no implicaba una transformación demasiado grande).
—¡Excelente! Y quién sabe, lo mismo descubres a un actor brillante agazapado en nuestras aulas.
—Sí, claro, y los burros vuelan —dije.
No obstante (la vida es una gran broma), descubrí a un actor brillante. Un actor con un don innato. Y en ese momento lo tenía sentado en mi salón la noche antes de la primera de cuatro representaciones de nuestra obra, ocupando casi todo el sofá (que se arqueó humildemente bajo sus ciento veinte kilos), llorando a moco tendido. Mike Coslaw. También conocido como Lennie Small en la adaptación «apta para el instituto» que George Amberson había hecho de la novela de John Steinbeck De ratones y hombres.
Siempre y cuando lograra convencerle para que saliera al escenario al día siguiente.
Pensé en ofrecerle algunos Kleenex y decidí que no bastarían. En su lugar fui a buscar un trapo de cocina. El muchacho se restregó la cara con él, recuperó algo parecido a la compostura, y luego me miró desconsoladamente. Tenía los ojos rojos e hinchados. No había empezado a llorar al aproximarse a la puerta; daba la impresión de llevar así toda la tarde.
—Está bien, Mike… ¿qué pasa? Anda, cuéntame.
—Todos los del equipo se burlan de mí, señor Amberson. El entrenador empezó a llamarme Clark Gable (esto fue en el Picnic de Primavera de la Manada), y ahora todo el mundo lo hace, hasta Jimmy. —Se refería a Jim LaDue, el veloz quaterback del equipo y el mejor amigo de Mike.
No me sorprendía del entrenador Borman; era un bravucón que predicaba el evangelio del patriotismo y a quien no le gustaba que nadie cazara en su territorio, ni durante la temporada ni fuera de ella. Por otro lado, Mike acostumbraba a oír cosas peores; estando como vigilante de pasillo, había escuchado que le llamaban King Kong Mike, Tarzán de los monos y Godzilla. Él se tomaba a risa los apodos. Esta reacción divertida, incluso distraída, a las calumnias y las burlas puede que sea el mayor don que la altura y el tamaño transmite a los muchachos corpulentos, y con sus casi dos metros y sus ciento veinte kilos, Mike me hacía parecer Mickey Rooney.
Había una única estrella en el equipo de fútbol de los Leones, y esa era Jim LaDue; ¿acaso no poseía su propia valla publicitaria en la intersección de la Autopista 77 y la Ruta 109? Pero si existía un jugador que hacía posible que Jim sobresaliera, ese era Mike Coslaw, quien planeaba firmar por los Texas A&M tan pronto como la temporada sénior terminara. LaDue entraría a formar parte de la Marea Carmesí de Alabama (como él y su padre os contarían encantados), pero si alguien me hubiera pedido que votara por quien tuviera mayores probabilidades de llegar a profesional, habría puesto mi dinero a favor de Mike. Me gustaba Jim, pero presentía que el futuro le deparaba una lesión de rodilla o una luxación de hombro. Mike, por el contrario, parecía hecho para aguantar largos recorridos.
—¿Qué dice Bobbi Jill? —Mike y Bobbi Jill Allnut estaban prácticamente unidos por la cadera. ¿Chica preciosa? Sí, señor. ¿Rubia? Sí, señor. ¿Animadora? ¿Por qué preguntar siquiera?
El chico sonrió.
—Bobbi Jill me apoya en un mil por cien. Dice que sea un hombre y que no permita que los demás tíos me fastidien.
—Una mujercita muy sensata.
—Sí, es la mejor.
—De todas formas, sospecho que no son los insultos lo que te preocupa. —Y cuando no replicó—: ¿Mike? Háblame.
—Voy a hacer el ridículo delante de toda esa gente. Eso me dijo Jimmy.
—Jimmy es un quaterback de la leche, y sé que vosotros dos sois muy amigos, pero de actuar no sabe una mierda. —Mike parpadeó. En 1961 uno no acostumbraba a escuchar la palabra mierda de labios de los profesores, ni aunque estuvieran enfadados. Pero, por supuesto, yo solo era un suplente y eso me disculpaba en parte—. Creo que lo sabes. Como dicen por estos lares, podrás titubear, pero no eres ningún estúpido.
—La gente cree que lo soy —dijo en voz baja—. Y soy estrictamente un estudiante de aprobado raspado. A lo mejor usted no está enterado, porque no sé si los sustitutos llegan a ver las notas, pero es la verdad.
—Eché un vistazo a las tuyas después de la segunda semana de ensayos, cuando vi de lo que eras capaz en el escenario. Eres un estudiante de aprobado porque, como futbolista, se supone que debes ser un estudiante de aprobado. Es parte del ethos.
—¿El qué?
—Dedúcelo por el contexto, pero reserva el papel de tonto para tus amigos. Sin olvidarte del entrenador Borman, que seguro que necesita atar una cuerda a su silbato para acordarse de por qué lado se sopla.
Mike se rió disimuladamente, con los ojos rojos y todo.
—Escúchame. La gente piensa automáticamente que alguien tan grande como tú es estúpido. Corrígeme si quieres; según tengo entendido, llevas paseándote en ese cuerpo desde los doce años, así que deberías saberlo.
No me corrigió. Lo que dijo fue:
—Todos los del equipo se presentaron a la prueba para el papel de Lennie. Fue una farsa. Una burla. —Añadió apresuradamente—: No era nada personal contra usted, señor A. Usted cae bien en el equipo, incluso le cae bien al entrenador.
Efectivamente, un grupo de jugadores se había colado en las pruebas, intimidando a los aspirantes más estudiosos de tal manera que no se atrevían a hablar. Todos solicitaron leer la parte del amigo grandote y tonto de George Milton. Por supuesto que se trataba de una farsa, pero la interpretación de Mike como Lennie había sido lo más opuesto del mundo a una broma. Había sido una condenada revelación. De requerirlo, habría usado una cerca eléctrica para retenerlo en la sala, pero por supuesto no hubo necesidad de tomar medidas tan drásticas. ¿Queréis saber qué es lo mejor de la enseñanza? Presenciar ese momento en que un chico o una chica descubre su don. No existe un sentimiento en la tierra similar. Mike sabía que sus compañeros de equipo se reirían de él, pero de todos modos aceptó el papel.
Por supuesto, al entrenador Borman no le gustó. A los entrenadores Borman del mundo nunca les gusta. En este caso, sin embargo, no había mucho que pudiera hacer al respecto, sobre todo porque yo tenía a Mimi Corcoran de mi lado. Desde luego no podía alegar que necesitaba a Mike para los entrenamientos en abril y mayo. Así que tuvo que conformarse con llamar a su mejor liniero Clark Gable. Hay tipos que no son capaces de desprenderse de la idea de que actuar es para chicas y para maricas que en el fondo desean ser chicas. Gavin Borman pertenecía a esa clase de tipos. En la fiesta anual de los Inocentes en casa de Don Haggarty, se me acercó para quejarse por «meterle cosas raras en la cabeza a ese zoquete».
Le contesté que sin duda era muy libre de expresar su opinión; la opinión es como el culo, todo el mundo tiene uno. Después me alejé, dejándole con un vaso de papel en la mano y una expresión de perplejidad en el rostro. Los entrenadores Borman del mundo también acostumbran a salirse con la suya mediante una suerte de intimidación jocosa, y este era incapaz de entender por qué no le estaba funcionando con el humilde sustituto que se había calzado los zapatos de director de Alfie Norton en el último minuto. Difícilmente podría explicarle a Borman que disparar a un tío para evitar que matara a su mujer y a sus hijos poseía la virtud de cambiar a un hombre.
En el fondo, el entrenador nunca tuvo una oportunidad. Elegí a varios de los demás jugadores (asignándoles papeles de vecinos del pueblo), pero me propuse conseguir que Mike interpretara a Lennie desde el mismo momento en que abrió la boca y dijo: «¡Me acuerdo de los conejos, George!».
Porque se convirtió en Lennie. No solo te secuestraba los ojos —por ser tan condenadamente grande—, sino también el corazón. Te olvidabas de todo, igual que la gente olvidaba sus quehaceres cotidianos cuando Jim LaDue retrocedía para lanzar un pase. Puede que Mike estuviera hecho para machacar las líneas rivales en humilde oscuridad, pero había nacido —bien por obra de Dios, en caso de que exista una deidad semejante, bien por obra de los dados genéticos— para plantarse en un escenario y desaparecer en el interior de otra persona.
—Era una burla para todos menos para ti —observé.
—Para mí también. Al principio.
—Porque al principio no lo sabías.
—No. No lo sabía. —Ronco. Casi susurrando. Agachó la cabeza porque las lágrimas volvieron a aparecer y no quería que yo las viera. El entrenador le había llamado Clark Gable, y si yo se lo recriminara, el hombre afirmaría que solo se trataba de una broma. Una burla. Una pulla. Como si no supiera que el resto del equipo recogería el testigo y lo propagaría. Como si no supiera que esa mierda heriría a Mike de una manera que apodos como King Kong Mike nunca lograría. ¿Por qué la gente se comporta así con las personas que tienen talento? ¿Es envidia? ¿Miedo? Quizá las dos cosas. No obstante, ese chico tenía la ventaja de saber lo bueno que era. Y ambos sabíamos que el verdadero problema no era el entrenador Borman. La única persona que podía impedir que Mike saliera al escenario la noche siguiente era el propio Mike.
—Has jugado al fútbol ante un público nueve veces mayor que el que asistirá al auditorio. Diablos, cuando fuisteis a Dallas para las finales regionales el pasado noviembre, jugaste delante de diez mil o doce mil personas. Y no eran muy amigables.
—El fútbol es diferente. En el campo todos llevamos el mismo uniforme y cascos. La gente solo puede diferenciarnos por nuestros números. Todo el mundo está en el mismo bando…
—Hay otras nueve personas en la obra aparte de ti, Mike, y eso sin contar a los vecinos del pueblo que incluí para dar a tus colegas futbolistas algo que hacer. También son un equipo.
—No es lo mismo.
—Tal vez no sea exactamente igual, pero una cosa sí es la misma: si les fallas, la mierda se desmorona y todos pierden. Los actores, los tramoyistas, las chicas del Pep Club que hicieron la publicidad, y todas las personas que están planeando venir a la obra, algunas de ranchos a ochenta kilómetros. Eso sin contarme a mí. Yo también pierdo.
—Supongo que sí —admitió. Se miraba los pies, poderosos y grandes.
—Podría resistir perder a Slim o a Curley; mandaría a alguien con el libro para que recitara su parte. Supongo que hasta podría resistir perder a la esposa de Curley…
—Ojalá Sandy fuera un poquito mejor —dijo Mike—. Es guapísima, pero cuando acierta con sus frases es de casualidad.
Me permití esbozar una cautelosa sonrisa para mis adentros. Empezaba a creer que esto iba a resolverse bien.
—Lo que no podría resistir, lo que la obra no resistiría, es perderte a ti o a Vince Knowles.
Vince interpretaba a George, el compañero de andanzas de Lennie, y en realidad podríamos resistir su pérdida si pillara la gripe o se rompiera el cuello en un accidente de tráfico (siempre una posibilidad, dada la forma en que conducía el camión de la granja de su padre). Si las cosas se hubieran tornado feas, yo habría ocupado el lugar de Vince; aunque era demasiado grande para el papel, ni siquiera necesitaría leer el texto. Después de seis semanas de ensayos, me lo sabía tan bien como cualquiera de los actores. Mejor que algunos. Sin embargo, no sería capaz de reemplazar a Mike. Nadie sería capaz de reemplazarle, por su combinación única de tamaño y talento real. Mike era el eje.
—¿Y si la jodo? —preguntó, y al darse cuenta de lo que acababa de decir se tapó la boca con la mano.
Me senté a su lado en el sofá. No quedaba mucho espacio, pero me las apañé. Entonces no pensaba en John Kennedy, ni en Al Templeton, ni en Frank Dunning, ni en el mundo del que provenía. Entonces no pensaba en nada que no fuera ese muchachote… y mi obra. Sí, porque en algún punto se convirtió en mía, igual que esta época pasada de líneas telefónicas compartidas y gasolina barata se había convertido en la mía. En aquel momento me preocupaba más por De ratones y hombres que por Lee Harvey Oswald.
Pero me preocupaba aún más por Mike.
Le retiré la mano de la boca. La posé sobre un muslo enorme. Situé mis manos en sus hombros. Le miré a los ojos.
—Escúchame —le ordené—. ¿Me estás escuchando?
—Sí, señor.
—Tú no vas a joderla. Dilo.
—Yo…
—Dilo.
—Yo no voy a joderla.
—Vas a dejarlos pasmados. Te lo prometo, Mike —dije apresándole los hombros con fuerza. Era como tratar de hundir los dedos en una roca. Él podría haberme levantado fácilmente y partirme sobre su rodilla, a pesar de mi estatura, pero se limitó a permanecer allí sentado, mirándome con un par de ojos humildes, esperanzados y aún ribeteados de lágrimas—. ¿Me oyes? Te lo prometo.
El escenario era una cabeza de playa de luz. Más allá, donde se sentaba el público, se extendía un lago de oscuridad. George y Lennie se encontraban a la orilla de un río imaginario. Los demás hombres se habían marchado, pero no tardarían en regresar; si el gigantón vagamente risueño del peto debía morir con dignidad, George tendría que ocuparse él mismo.
—¿George? ¿Dónde están los otros?
Mimi Corcoran se sentaba a mi derecha. En algún momento me había asido la mano y la apretaba. Fuerte, fuerte, fuerte. Estábamos en la primera fila. Junto a ella, del otro lado, Deke Simmons contemplaba el escenario con la boca ligeramente abierta. Era la expresión de un granjero que divisa un enorme ovni planeando sobre sus tierras.
—Cazando. Se han ido de caza. Siéntate, Lennie.
Vince Knowles nunca sería actor —lo más probable es que acabara siendo vendedor en el concesionario Chrysler-Dodge de Jodie, igual que su padre—, pero una gran actuación puede realzar a todos los integrantes de una producción, y eso había ocurrido esa noche. Vince, que en los ensayos solo logró alcanzar cotas bajas de credibilidad en una o dos ocasiones (fundamentalmente porque su rostro pequeño, inteligente y malhumorado era el reflejo del George Milton de Steinbeck), se había contagiado de Mike. De improviso, hacia la mitad del Acto I, por fin pareció comprender lo que significaba deambular por la vida con un Lennie como único amigo y entonces se introdujo en el papel. Ahora, mientras se echaba hacia atrás un viejo sombrero de fieltro, Vince me recordó a Henry Fonda en Las uvas de la ira.
—¡George!
—¿Sí?
—¿No me vas a reñir?
—¿Qué quieres decir?
—Ya sabes, George. —Sonriendo. La clase de sonrisa que expresa «Sí, sé que soy un bobo, pero no puedo evitarlo». Sentado junto a George en la imaginaria ribera. Despojándose de su propio sombrero, arrojándolo a un lado, despeinándose su corto cabello rubio. Imitando la voz de George. Mike la había clavado con una facilidad espeluznante en el primer ensayo, sin ninguna ayuda por mi parte—. Si estuviera solo podría vivir tan bien… Podría conseguir un empleo y no pasar apuros. —Retomando su propia voz… o la de Lennie, más bien—: Puedo irme. Puedo irme ahora mismo a las montañas y buscar una cueva, si no me quieres contigo.
Vince Knowles agachó la cabeza. Cuando la levantó y pronunció su siguiente frase, la voz sonaba espesa y entrecortada. Era un simulacro de pesar al que jamás llegó a aproximarse ni en sus mejores ensayos.
—No, Lennie. Quiero que te quedes aquí conmigo.
—¡Entonces háblame como antes! ¡Eso de los otros hombres y de nosotros!
Ahí fue cuando oí el primer sollozo quedo procedente del público. Le siguió otro. Y luego un tercero. Jamás lo habría imaginado, ni en mis más disparatados sueños. Un escalofrío me recorrió la espalda, y le robé una mirada a Mimi. No lloraba aún, pero el brillo líquido en sus ojos me indicó que no tardaría. Sí, incluso ella, tan dura como era.
George vaciló y a continuación agarró la mano de Lennie, una cosa que Vince jamás habría hecho en los ensayos. «Eso es de maricas», habría dicho.
—Los hombres como nosotros…, Lennie, los hombres como nosotros no tienen familia. No tienen a nadie en el mundo a quien le importe un bledo lo que les pase. —Tocando con la mano libre la pistola de attrezzo oculta bajo el abrigo. Sacándola parcialmente. Volviéndola a guardar. Después, armándose de valor y descubriéndola por completo. Situándola junto a la pierna.
—¡Pero nosotros no, George! ¡Nosotros no! ¿No está bien eso?
Mike se había esfumado. El escenario se había esfumado. Ahora solo quedaban ellos dos, y para cuando Lennie le suplicaba a George que le hablara del rancho, y de los conejos, y de cómo iban a vivir a cuerpo de rey, la mitad del auditorio sollozaba audiblemente. Vince lloraba tan fuerte que a duras penas conseguía pronunciar sus frases finales, diciéndole al pobre idiota de Lennie que mirara a lo lejos, que el rancho donde iban a vivir estaba al otro lado del río. Si miraba fijamente, podría verlo.
El escenario se sumió lentamente en una oscuridad total, Cindy McComas por una vez operando las luces a la perfección. Birdie Jamieson, el conserje de la escuela, disparó un cartucho de fogueo. Una mujer del público soltó un grito. Esta clase de reacción normalmente viene seguida de una risa nerviosa, pero aquella noche solo se oía el sonido de la gente sollozando en sus butacas. Por lo demás, silencio. Se prolongó por diez segundos. O quizá solo cinco. Comoquiera que fuese, se me antojó una eternidad. Entonces estallaron los aplausos, el mejor trueno que haya escuchado jamás en mi vida. Las luces se encendieron. El auditorio entero se había puesto en pie. Las dos primeras filas estaban reservadas para el profesorado y mi mirada se posó por casualidad en el entrenador Borman. Que me aspen si no lloraba también.
En las dos filas del fondo, donde se sentaban juntos todos los deportistas del instituto, Jim LaDue se levantó de un salto.
—¡Eres una máquina, Coslaw! —gritó. Provocó risas y aplausos.
El elenco salió a saludar al público: primero los futbolistas-vecinos, después Curley y la mujer de Curley, después Candy y Slim y el resto de los peones. Los aplausos empezaron a morir un poco y entonces salió Vince, colorado y feliz, con las mejillas aún mojadas. Mike Coslaw apareció en último lugar, arrastrando los pies como si estuviera avergonzado, adoptando después una expresión de cómico asombro cuando Mimi gritó «¡Bravo!».
Otros la imitaron y pronto el auditorio resonó con su eco: Bravo, Bravo, Bravo. Mike se inclinó, trazando un arco con el sombrero tan bajo que barrió el escenario. Cuando se irguió, estaba sonriendo. Pero no se trataba de una simple sonrisa; su rostro se había transformado y reflejaba una felicidad reservada para aquellos a quienes finalmente se les ha permitido alcanzar su meta.
Entonces gritó:
—¡Señor Amberson! ¡Suba aquí, señor Amberson!
El elenco inició el cántico de «¡Director! ¡Director!».
—No mates la ovación —rezongó Mimi a mi lado—. ¡Sube ahí arriba, memo!
Así lo hice, y los aplausos se intensificaron de nuevo. Mike me agarró, me dio un abrazo, me levantó del suelo, después me soltó y me dio un efusivo beso en la mejilla. Todos se rieron, yo incluido. Todos nos agarramos de las manos, las alzamos al auditorio e hicimos una reverencia. Mientras escuchaba los aplausos se me ocurrió un pensamiento, uno que me oscureció el corazón. En Minsk había unos recién casados. Lee y Marina llevaban viviendo como marido y mujer exactamente diecinueve días.
Tres semanas más tarde, justo antes de que la escuela cerrara sus puertas durante el verano, fui a Dallas a tomar varias fotografías de los tres apartamentos donde Lee y Marina vivirían juntos. Utilicé una Minox pequeña, sujetándola en la palma de la mano y dejando que la lente asomara entre dos dedos extendidos. Me sentía ridículo —más como las caricaturas con gabardina de Espía contra Espía de la revista Mad que como James Bond—, pero había aprendido a ser cuidadoso con estas cosas. Cuando desafiabas al pasado, este poseía sus propias armas para contraatacar.
Al regresar a casa encontré el Nash Rambler azul celeste de Mimi Corcoran aparcado en la acera. Ella acababa de sentarse tras el volante, pero volvió a bajar nada más verme. Una breve mueca le crispó el rostro —de dolor o esfuerzo—, pero mientras recorría la entrada lucía de nuevo su habitual sonrisa seca. Como si estuviera divirtiéndose a mi costa, pero en el buen sentido. En las manos llevaba un abultado sobre manila, el cual contenía las ciento cincuenta páginas de El lugar del crimen. Finalmente me había rendido a su insistencia…, aunque eso había ocurrido tan solo el día anterior.
—O te ha gustado una barbaridad o no has conseguido pasar de la página diez —le dije, cogiendo el sobre—. ¿Cuál de las dos cosas?
Su sonrisa ahora se mostraba enigmática además de divertida.
—Como todos los bibliotecarios, leo rápido. ¿Podemos hablar dentro? No estamos ni a mitad de junio y ya hace un calor insoportable.
Cierto, y ella estaba sudando, algo que nunca antes había visto. Además, parecía haber perdido peso, lo cual no era bueno para una mujer a la que no le sobraban los kilos.
Sentados en mi sala de estar, con grandes vasos de té helado —yo en la butaca, ella en el sofá—, Mimi me dio su opinión.
—Me encantó lo del asesino disfrazado de payaso. Llámame retorcida, pero lo encontré deliciosamente escalofriante.
—Si tú eres retorcida, yo también lo soy.
Esbozó una sonrisa.
—Estoy segura de que encontrarás un editor. En conjunto, me gustó mucho.
Me sentí un poco herido. Quizá El lugar del crimen había empezado siendo un camuflaje, pero a medida que profundizaba en ella había ido adquiriendo cada vez más importancia. Era como una memoria secreta. Una memoria de los nervios.
—Ese «en conjunto» me recuerda a Alexander Pope, ya sabes, condenando con tímidas alabanzas.
—No era exactamente eso lo que quería decir. —Más reservas—. Es solo que… maldita sea, George, esto no es lo tuyo. Estás destinado a enseñar, y si publicas un libro así, ningún departamento escolar de Estados Unidos te contratará. —Hizo una pausa—. Bueno, excluyendo tal vez Massachusetts.
No repliqué. Me hallaba sin habla.
—Lo que hiciste con Mike Coslaw, lo que hiciste por Mike Coslaw, es la cosa más maravillosa y asombrosa que jamás haya visto.
—Mimi, no fui yo. Él tiene un talento nat…
—Sé que tiene un talento natural, eso quedó patente desde el momento en que pisó el escenario y abrió la boca, pero te diré algo, amigo mío. Algo que cuarenta años en institutos y sesenta años de vida me han enseñado, y me lo han enseñado bien. El talento artístico es mucho más común que el talento para educar el talento artístico. Cualquier padre con mano dura puede aplastarlo, pero educarlo es mucho más complicado. Ese es el talento que tú posees, y en una dosis mucho mayor de la que creó esto. —Tocó el fajo de páginas que descansaba sobre la mesa de café delante de ella.
—No sé qué decir.
—Di gracias y felicítame por mi agudo criterio.
—Gracias. Y tu perspicacia solo se ve superada por tu belleza.
Mi comentario restauró su sonrisa, más seca que nunca.
—No te excedas en tus competencias, George.
—No, señorita Mimi.
La sonrisa desapareció y se inclinó hacia delante. Los ojos azules tras las gafas eran demasiado grandes, nadaban en su rostro. La piel bajo su bronceado se veía amarillenta, y sus anteriormente firmes mejillas estaban hundidas. ¿Cuándo había ocurrido? ¿Lo habría notado Deke? Pero eso era ridi, como decían los niños. Deke no se daría cuenta de que llevaba los calcetines desparejados hasta que se los quitara por la noche, y probablemente ni siquiera entonces.
Ella prosiguió:
—Phil Bateman ya no solo amenaza con retirarse; ha tirado de la anilla y lanzado la granada, como diría nuestro entrañable entrenador Borman. Lo cual implica que queda una vacante en el profesorado de lengua. George: ven y enseña a tiempo completo en la ESCD. Gustas a los chicos, y tras la obra juvenil, la comunidad te considera el segundo advenimiento de Alfred Hitchcock. Deke está esperando tu solicitud (me lo dijo precisamente anoche). Por favor. Publica tu novela bajo seudónimo, si quieres, pero ven a enseñar. Es para lo que estás hecho.
Me moría de ganas de decir que sí, porque ella tenía razón. Mi trabajo no era escribir libros ni, desde luego, matar a gente, por mucho que merecieran morir. Y estaba Jodie. Había llegado allí como un extraño, desplazado de su hogar y de su tiempo, y las primeras palabras que me dirigieron aquí —pronunciadas por Al Stevens, en el restaurante— habían sido palabras amistosas. Si alguna vez habéis sentido nostalgia, u os habéis sentido desterrados de todas las cosas y todas las personas que una vez os definieron, sabréis lo importantes que pueden ser unas palabras de bienvenida y unas sonrisas amigables. Jodie era la anti-Dallas, y ahora una de sus ciudadanas destacadas me ofrecía ser un residente en lugar de un visitante. Sin embargo, el momento divisorio se aproximaba. Las nubes habían empezado a concentrarse en el horizonte y el diluvio comenzaría pronto. Solo que aún no estaba aquí. Quizá…
—¿George? Tienes una expresión de lo más peculiar.
—Se llama pensar. ¿Me permites que lo medite, por favor?
Se puso las manos en las mejillas y redondeó su boca en una cómica O de disculpa.
—Vale, mientras, trénzame el pelo y llámame Buckwheat.
No presté atención, pues estaba ocupado pasando revista a las notas de Al. Ya no necesitaba mirarlas para hacerlo. Cuando el nuevo curso escolar arrancara en septiembre, Oswald aún seguiría en Rusia, aunque ya habría iniciado lo que sería una larga batalla administrativa para regresar a América con su mujer y su hija June, de quien Marina se quedaría embarazada en cualquier momento. Se trataba de una batalla que Oswald finalmente ganaría, enfrentando a las burocracias de ambas superpotencias con una instintiva (si bien rudimentaria) astucia. No obstante, no desembarcarían del USS Maasdam y pisarían suelo americano hasta mediados del próximo año. Y en cuanto a Texas…
—Meems, el curso escolar normalmente termina la primera semana de junio, ¿verdad?
—Siempre. Los chicos que necesitan trabajos de verano tienen que concretarlos.
… en cuanto a Texas, los Oswald iban a llegar el 14 de junio de 1962.
—Y cualquier contrato de docente que firme sería de prueba, ¿verdad? ¿Por un año?
—Con posibilidad de renovación si las partes están satisfechas, sí.
—Entonces acabas de conseguir un profesor de lengua a prueba.
Ella rió, aplaudió, se levantó y extendió los brazos.
—¡Maravilloso! ¡Un abrazo para la señorita Mimi!
La abracé, pero la liberé rápidamente cuando noté que respiraba con dificultad.
—¿Qué demonios le pasa, madam?
Regresó al sofá, cogió su té helado y le dio un sorbo.
—Déjame darte un par de consejos, George. El primero es que, si procedes de climas norteños, nunca llames a una mujer tejana «madam». Suena a sarcasmo. El segundo es que nunca le preguntes a ninguna mujer qué demonios le pasa. Procura que sea algo ligeramente más delicado, como «¿Te encuentras del todo bien?».
—¿Y te encuentras bien?
—¿Por qué no debería? Me voy a casar.
Al principio no pude emparejar este particular zig con su correspondiente zag. Salvo que la expresión de sus ojos sugería que no estaba zigzagueando en absoluto. Daba vueltas en círculo en torno a algo, y probablemente un algo no muy agradable.
—Di «Enhorabuena, señorita Mimi».
—Enhorabuena, señorita Mimi.
—Deke me saltó con la pregunta hace casi un año. Le disuadí diciendo que era demasiado pronto tras la muerte de su esposa, y que desataría habladurías. A medida que pasa el tiempo, ese argumento ha perdido eficacia. De todos modos, teniendo en cuenta nuestras edades, dudo que haya muchas habladurías. La gente de las ciudades pequeñas comprende que las personas como Deke y yo no pueden permitirse el lujo del decoro una vez que alcanzan cierta… digamos meseta de madurez. La verdad es que prefería que las cosas siguieran tal y como estaban. El viejo me quiere mucho más de lo que yo le quiero a él, pero me gusta bastante y, a riesgo de avergonzarte, las damas que han alcanzado cierta meseta de madurez no se muestran reacias a un buen revolcón el sábado por la noche. ¿Te estoy avergonzando?
—No. En realidad, me estás deleitando —respondí.
La sonrisa seca.
—Precioso. Porque mi primer pensamiento por las mañanas cuando salgo de la cama es: «¿Habrá alguna forma de deleitar a George Amberson hoy? Y si es así, ¿cómo?».
—No se exceda en sus competencias, señorita Mimi.
—Ahora hablas como un hombre. —Tomó un sorbo de su té helado—. He venido con dos objetivos, y ya he cumplido el primero. Pasaré al segundo para que puedas continuar con tu día. Deke y yo vamos a casarnos el 21 de julio, que es viernes. Celebraremos una ceremonia íntima en su casa; solo nosotros, el predicador y algunos familiares. Sus padres, que para ser unos dinosaurios están llenos de energía, vienen de Alabama, y mi hermana de San Diego. Organizaremos una recepción en el jardín de mi casa al día siguiente. Desde las dos de la tarde hasta la borrachera en punto. Estamos invitando prácticamente a todos los vecinos de la ciudad. Habrá piñata y limonada para los niños pequeños, barbacoa y barriles de cerveza para los niños grandes, y traeremos una banda de San Antonio. A diferencia de casi todas las bandas de allí, creo que serán capaces de tocar «Louie Louie» además de «La Paloma». Si no nos honras con tu presencia…
—¿Te sentirás desolada?
—Y mucho. ¿Te reservarás ese día?
—Por supuesto.
—Bien. Deke y yo nos iremos a México el domingo, cuando se le haya pasado la resaca. Somos un poco viejos para una luna de miel, pero hay ciertos recursos disponibles al sur de la frontera que no es posible encontrar en el Estado del Revólver. Ciertos tratamientos experimentales. Dudo que funcionen, pero Deke tiene esperanzas. Y qué narices, vale la pena intentarlo. La vida… —Lanzó un triste suspiro—. La vida es demasiado dulce para rendirse sin luchar, ¿no crees?
—Sí —asentí.
—Sí. Hay que resistir. —Me miró detenidamente—. ¿Vas a llorar, George?
—No.
—Bien, porque me sentiría avergonzada. Yo también podría llorar y no se me da bien. Nadie escribiría jamás un poema sobre mis lágrimas. Yo grazno.
—¿Puedo preguntar cómo es de grave?
—Bastante grave —respondió de manera despreocupada—. Me quedan tal vez ocho meses. Es posible que un año. Siempre suponiendo que los tratamientos con hierbas o los huesos de melocotón o las costumbres de México no tengan como efecto una curación mágica, claro.
—Siento mucho oír eso.
—Gracias, George. Lo has expresado con la delicadeza de rigor. Más hubiera sido sentimentaloide.
Esbocé una sonrisa.
—Tengo otra razón para invitarte a nuestra recepción, aunque sobra decir que tu encantadora compañía y tus chispeantes réplicas serían motivo suficiente. Phil Bateman no es el único que se retira.
—Mimi, no lo hagas. Tómate una excedencia si es necesario, pero…
Meneó la cabeza con determinación.
—Sana o enferma, cuarenta años son suficientes. Es hora de dejar paso a manos más jóvenes, ojos más jóvenes y una mente más joven. Siguiendo mi recomendación, Deke ha contratado a una jovencita bien cualificada de Georgia. Se llama Sadie Clayton. Asistirá a la recepción, no conocerá a nadie, y espero que tú seas especialmente amable con ella.
—¿Es señorita Clayton?
—No exactamente. —Mimi me miró con candidez—. Creo que pretende recuperar su nombre de soltera en un futuro cercano, después de cumplir ciertas formalidades legales.
—Mimi, ¿estás haciendo de casamentera?
—En absoluto —respondió… y luego soltó una risita—. Para nada. Aunque serás el único profesor del departamento de lengua que no está comprometido actualmente con nadie, lo que te convierte en la persona adecuada para actuar como su mentor.
Me parecía un salto gigantesco hacia lo ilógico, en especial para una mente tan disciplinada, pero la acompañé hasta la puerta sin mencionarlo. Lo que dije fue:
—Si es tan grave, deberías estar buscando tratamiento ya. Y no hablo de ningún curandero en Juárez. Deberías estar en la Clínica Cleveland. —Ignoraba si la Clínica Cleveland ya existía, pero en aquel momento no me importaba.
—Creo que no. Si me dan a elegir entre morir en una habitación de hospital, llena de tubos y cables, y morir en una hacienda mejicana a la orilla del mar… la solución es de cajón, como te gusta decir. Además, hay otro motivo. —Me miró con franqueza—. El dolor todavía no es muy fuerte, pero me han asegurado que empeorará. En México son menos propensos a adoptar posturas morales a la hora de administrar grandes dosis de morfina. O de Nembutal, si llega el caso. Confía en mí, sé lo que hago.
Basándome en lo que le había sucedido a Al Templeton, suponía que era cierto. La rodeé con los brazos, esta vez abrazándola con mucho cuidado. La besé en una curtida mejilla.
Lo soportó con una sonrisa, y después se escabulló. Sus ojos escrutaron mi cara.
—Me gustaría conocer tu historia, amigo mío.
Me encogí de hombros.
—Soy un libro abierto, señorita Mimi.
Se echó a reír.
—Menuda sandez. Dices que eres de Wisconsin, pero apareces en Jodie con acento de Nueva Inglaterra en la boca y placas de Florida en tu coche. Dices que viajas a Dallas con objeto de investigar, y tu manuscrito pretende tratar sobre Dallas, pero tus personajes hablan como si fueran de Nueva Inglaterra. De hecho, hay un par de veces en que los personajes dicen «epa». Harías bien en cambiarlo.
Y yo que pensaba que mi nueva versión había resultado muy inteligente…
—En realidad, Mimi, los de Nueva Inglaterra lo pronuncian «yepa».
—Anotado. —Continuaba escrutando mi rostro. Me costó un gran esfuerzo no bajar los ojos, pero lo logré—. A veces me sorprendo preguntándome seriamente si no serás un alienígena del espacio, como Michael Rennie en Ultimátum a la Tierra, si no estarás aquí para analizar a los nativos e informar a Alfa Centauri de si aún hay esperanza para nosotros como especie o si deberíamos ser eliminados por rayos de plasma antes de esparcir nuestros gérmenes por el resto de la galaxia.
—Eso es demasiado fantástico —dije con una sonrisa.
—Bien. Detestaría que el planeta entero estuviera siendo juzgado a partir de Texas.
—Si se utilizara a Jodie como muestra, estoy seguro de que la Tierra obtendría la aprobación.
—Te gusta esto, ¿verdad?
—Sí.
—¿Es George Amberson tu verdadero nombre?
—No. Me lo cambié por razones que solo me importan a mí y a nadie más. Te rogaría que no lo aireases. Por motivos obvios.
Ella asintió.
—Descuida. Nos veremos por ahí, George. El restaurante, la biblioteca… y en la fiesta, por supuesto. Serás amable con Sadie Clayton, ¿verdad?
—Dulce como la miel —aseguré, dándole un toque tejano que la hizo reír.
Cuando se marchó, me senté en mi sala de estar durante un buen rato, sin leer, sin ver la televisión. Trabajar en cualquiera de mis manuscritos ni se me pasó por la cabeza. Pensaba en el empleo que acababa de aceptar: un año como profesor de lengua a tiempo completo en la Escuela Superior Consolidada de Denholm, hogar de los Leones. Decidí que no lo lamentaría. Podría rugir tan fuerte como el mejor.
Bueno, sí lamentaría algo, pero no por mí. Cuando pensaba en Mimi y su situación actual, tenía mucho de lo que lamentarme.
En el tema del amor a primera vista, yo estoy con los Beatles: creo que sucede todo el tiempo. Sin embargo, no sucedió así para Sadie y para mí, aunque la abracé en nuestro primer encuentro, con mi mano derecha ahuecada sobre su pecho izquierdo. Así que supongo que también estoy con Mickey y Sylvia, que decían que el amor es extraño.
El centro y sur de Texas puede ser salvajemente caluroso a mediados de julio, pero el sábado de la fiesta tras la boda hacía un tiempo casi perfecto, con temperaturas en torno a los veinticinco grados y montones de nubes gruesas surcando apresuradamente un cielo del color de los vaqueros desteñidos. Largas cortinas de sol y sombra se deslizaban por el patio trasero de Mimi, el cual tenía una suave pendiente que terminaba en un hilillo de agua turbia que ella llamaba Reguero Anónimo.
Había cintas de amarillo y plata —los colores de Denholm— tendidas en los árboles, y una piñata colgaba de la rama de un pino de azúcar a una altura tentadoramente baja. Ningún niño pasaba cerca sin dirigirle una mirada anhelante.
—Después de la cena, los críos cogerán palos y la destrozarán a golpes —dijo una voz justo detrás de mi hombro izquierdo—. Caramelos y juguetes para todos los niños.
Me volví y contemplé a Mike Coslaw, refulgente (como una alucinación) con unos vaqueros negros ajustados y una camisa blanca de cuello abierto. Un sombrero le caía por la espalda y llevaba una faja multicolor alrededor de la cintura. Divisé a varios jugadores más, incluido a Jim LaDue, vestidos de la misma manera algo ridícula y circulando con bandejas. Mike extendió la suya con una sonrisa ligeramente torcida.
—¿Un canapé, señor Amberson?
Cogí una gamba pinchada en un palillo y la bañé en la salsa.
—Bonito atuendo. Muy del estilo de Speedy Gonzalez.
—No empiece. Si quiere ver un atuendo de verdad, eche un vistazo a Vince Knowles. —Señaló más allá de la red donde un grupo de profesores jugaban un torpe pero entusiasta partido de voleibol. Contemplé a Vince Knowles vestido con frac y chistera. Se encontraba rodeado de niños que observaban fascinados cómo sacaba pañuelos de la nada. El truco estaba bien logrado, siempre que aún fueras lo suficientemente pequeño como para no fijarte en la tela que asomaba de la manga. Su bigote de betún brillaba a la luz del sol.
—En conjunto, prefiero la imagen de Cisco Kid —dijo Mike.
—Estoy seguro de que sois unos camareros excelentes, pero en el nombre de Dios, ¿quién os convenció para disfrazaros así? ¿Y lo sabe el entrenador?
—Debería; está aquí.
—¿Sí? No lo he visto.
—Está donde la barbacoa, emborrachándose con los del Booster Club. Y en cuanto a la vestimenta… la señorita Mimi puede ser muy persuasiva.
Pensé en el contrato que yo había firmado.
—Lo sé.
Mike bajó la voz.
—Todos sabemos que está enferma. Además… me lo tomo como si estuviera actuando. —Adoptó una pose de torero (lo cual no es fácil cuando cargas con una bandeja de canapés)—. ¡Arriba!
—No está mal, pero…
—Lo sé, todavía no estoy metido en el papel. Tengo que sumergirme, ¿correcto?
—A Brando le funcionaba. ¿Cómo lo veis para este otoño, Mike?
—¿El último año? ¿Con Jim en el pocket? ¿Y Hank Alvarez, Chip Wiggins, Carl Crockett y yo en la línea? Vamos a pasar a las estatales y ese balón de oro va a ir a la vitrina de los trofeos.
—Me gusta tu actitud.
—¿Va a hacer alguna obra en otoño, señor Amberson?
—Ese es el plan.
—Bien. Genial. Guárdeme un papel… pero, con el fútbol, tendrá que ser uno pequeño. Eche un vistazo a la banda, no tocan mal.
La banda no solo no tocaba mal, sino que era bastante buena. El logo en la batería los proclamaba Los Caballeros. El cantante adolescente contó cuatro y la banda se lanzó a interpretar una fresca versión de «Ooh, My Head», la antigua canción de Ritchie Valens (no tan antigua en el verano del 61, a pesar de que Valens llevaba muerto casi dos años).
Me serví una cerveza en un vaso de papel y me acerqué al escenario. La voz del muchacho me resultaba familiar, igual que el teclado, que sonaba como desesperado por ser un acordeón. Y de repente caí en la cuenta. El muchacho era Doug Sahm, que de aquí a no muchos años tendría sus propios éxitos: «She’s About a Mover», por ejemplo; «Mendocino», otro. Sería durante la Invasión Británica, así que la banda, que básicamente tocaba rock tejano, tomaría un nombre seudobritánico: The Sir Douglas Quintet.
—¿George? Ven a conocer a alguien, ¿quieres?
Me volví. Mimi descendía la pendiente del jardín con una mujer a remolque. Lo primero que me llamó la atención de Sadie —lo primero que llamó la atención de todo el mundo, no me cabe duda— fue su estatura. Llevaba zapatos planos, como la mayoría de las mujeres de la fiesta, sabiendo que pasarían la tarde y la noche al aire libre andando de un lado para otro, pero aquella era una mujer que probablemente la última vez que había calzado tacones fue en su propia boda, y puede que incluso para tal ocasión hubiera elegido un vestido que ocultara un par de zapatos con tacones bajos o sin tacón, escogidos para no descollar cómicamente sobre el novio en el altar. Medía por lo menos metro ochenta y dos, quizá un poco más. Yo aún le sacaba unos siete centímetros, pero aparte del entrenador Borman y de Greg Underwood, del departamento de historia, yo era el único hombre de la fiesta más alto que ella. Y Greg era como un espárrago. Sadie tenía, en el argot de la época, un buen chasis. Ella lo sabía y se mostraba más cohibida que orgullosa. Así lo atestiguaba su manera de andar.
«Sé que soy demasiado grande para considerarme normal», decían sus andares. Los hombros añadían: «No es culpa mía, crecí así. Como Topsy». Llevaba un vestido sin mangas con rosas estampadas. Tenía los brazos bronceados. No se había puesto más maquillaje que un pintalabios de un suave tono rosado.
No fue amor a primera vista, estoy bastante seguro de ello, pero recuerdo aquella primera imagen con sorprendente claridad. Si os contara que me acuerdo con similar claridad de la primera vez que vi a la antigua Christy Epping, mentiría. Claro que fue en un club de baile y ambos estábamos borrachos, así que quizá se me pueda perdonar.
Sadie era guapa a la manera natural de «lo que ves es lo que hay» de una chica americana. Pero había algo más que la definía. El día de la fiesta pensé que se trataba de una simple torpeza propia de las personas grandes. Más tarde descubrí que no era torpe en absoluto. De hecho, era todo lo contrario.
Mimi tenía buen aspecto (o al menos no peor que el día que había ido a mi casa para convencerme de que diera clases a tiempo completo), pero llevaba maquillaje, lo cual era inusual en ella. No ocultaba del todo las bolsas bajo los ojos, probablemente causadas por una combinación de falta de sueño y dolor, ni las nuevas arrugas en las comisuras de la boca. Sin embargo, sonreía, ¿y por qué no? Se había casado con su hombre, había montado una fiesta que estaba teniendo un éxito tremendo, y había traído a una chica bonita con un bonito vestido veraniego para que conociera al único profesor de lengua soltero del instituto.
—Eh, Mimi —saludé, y empecé a subir la suave pendiente hacia ella, sorteando las mesas de cartas (tomadas prestadas del Salón Amvets) donde más tarde la gente se sentaría a comer carne a la parrilla y contemplar la puesta de sol—. Felicidades. Supongo que ahora tendré que acostumbrarme a llamarte señora Simmons.
Sonrió con su sonrisa seca.
—Por favor, cíñete a Mimi, es a lo que estoy acostumbrada. Quiero presentarte a la nueva miembro del cuerpo docente. Esta es…
Alguien, en un descuido, había olvidado colocar bien una de las sillas plegables, y la alta chica rubia, ya tendiendo la mano y componiendo su sonrisa de «encantada de conocerte», tropezó y se precipitó hacia delante. La silla la acompañó, volcándose, y vi la posibilidad de que ocurriera un desagradable accidente si una de las patas le arponeaba el estómago.
Tiré el vaso de cerveza en la hierba, di un gigantesco paso adelante, y la agarré mientras caía. Mi brazo izquierdo la rodeó por la cintura. La mano derecha aterrizó más arriba, apresando algo cálido y redondo y ligeramente blando. Entre mi mano y su pecho, el algodón de su vestido se deslizó sobre el suave tejido, nailon o seda, de la prenda que llevara debajo. Fue una presentación íntima, pero los batientes ángulos de la silla nos servían de carabina, y aunque me tambaleé levemente por el impulso de sus sesenta y cinco o setenta kilos, mantuve el equilibrio y ella también.
Retiré la mano de la parte de su cuerpo que raramente se estrecha cuando dos extraños son presentados y dije:
—Hola, soy… —Jake. Me faltó un pelo para dar mi nombre del siglo veintiuno, pero lo agarré en el último momento—. Soy George. Encantado de conocerla.
Estaba ruborizándose hasta las raíces del cabello, y probablemente yo también. No obstante, tuvo la cortesía de reír.
—Encantada de conocerle. Creo que acaba de salvarme de un accidente bastante desagradable.
Seguramente. Porque de eso se trataba, ¿lo veis? Sadie no era torpe, era propensa a los accidentes. Resultaba asombroso hasta que comprendías lo que realmente era: una especie de maleficio. Ella era la chica, me contó más tarde, a la que se le quedó el dobladillo del vestido cogido en la puerta del coche cuando llegó con su cita al baile de graduación, de modo que se le desgarró la falda mientras se dirigían al gimnasio. Era la mujer alrededor de la cual todas las fuentes de agua funcionaban mal, de modo que recibía una rociada en la cara; la mujer que era capaz de prender fuego a un librito entero de cerillas cuando se encendía un cigarrillo, de modo que se quemaba los dedos o se chamuscaba el pelo; la mujer a la que se le rompían los tirantes del sujetador durante la Noche de los Padres o que descubría largas carreras en las medias antes de las asambleas escolares en las que estaba previsto que hablara.
Siempre ponía cuidado de no golpearse la cabeza cuando franqueaba una puerta (como aprenden a hacer todas las personas altas sensatas), pero la gente tendía a abrirlas en su dirección justo cuando ella se acercaba. Se había quedado atrapada en ascensores en tres ocasiones, una vez durante dos horas, y el año anterior, en unos grandes almacenes de Savannah, la escalera mecánica recientemente instalada se había tragado uno de sus zapatos. Claro que entonces yo no conocía nada de esto; todo cuanto sabía aquella noche de julio era que una guapa mujer de pelo rubio y ojos azules había caído en mis brazos.
—Veo que tú y la señorita Dunhill ya os lleváis a las mil maravillas —observó Mimi—. Os dejo para que os conozcáis mejor.
O sea que el cambio de señora Clayton a señorita Dunhill ya se ha efectuado, pensé, con formalidades legales o sin ellas. Entretanto, una pata de la silla había quedado clavada en el césped. Cuando Sadie intentó liberarla, al principio no salió. Cuando lo hizo, el respaldo de la silla subió con destreza por su muslo, arrastrando la falda, lo que reveló el bordado superior de la media y una liga del mismo color rosa que las flores de su vestido. Ella soltó un gritito de exasperación. El rubor se oscureció hasta adquirir la alarmante tonalidad de un ladrillo refractario.
Agarré la silla y la afiancé a un lado.
—Señorita Dunhill… Sadie… jamás he visto a una mujer que necesitara tanto una cerveza fría como usted. Acompáñeme.
—Gracias —dijo—. Lo siento. Mi madre me decía que jamás me lanzara sobre un hombre, pero no hay manera de que aprenda.
Mientras la conducía hasta la hilera de barriles, señalando a varios miembros del profesorado por el camino (y asiéndola por el brazo para esquivar a un jugador de voleibol que parecía destinado a chocar con ella mientras retrocedía de espaldas para devolver un globo), me invadió una certeza: podríamos ser colegas y podríamos ser amigos, quizá buenos amigos, pero nunca pasaría de ahí, independientemente de las esperanzas que Mimi pudiera albergar. En una comedia romántica interpretada por Rock Hudson y Doris Day, nuestra presentación se calificaría sin duda como el «encuentro fortuito» entre el chico y la chica, pero en la vida real, frente a un público que aún se sonreía, era una situación violenta y embarazosa. Sí, ella era bonita. Sí, resultaba agradable caminar con una chica tan alta y aun así más baja que uno. Y claro, me había gustado la tierna firmeza de su pecho, acomodada en el interior de una fina doble capa de algodón formal y sugestivo nailon. Pero a menos que uno tenga quince años, un toqueteo accidental en una fiesta no se califica de amor a primera vista.
Conseguí una cerveza para la recién bautizada (o rebautizada) señorita Dunhill, y nos quedamos conversando cerca de la improvisada barra la cantidad requerida de tiempo. Reímos cuando la paloma que Vince Knowles había alquilado para la ocasión asomó la cabeza de su chistera y le picó en un dedo. Le señalé a varios educadores más de Denholm (muchos abandonando ya la Ciudad de la Sobriedad en el Expreso del Alcohol). Dijo que nunca llegaría a conocerlos a todos y yo le aseguré que lo haría. No habló sobre su vida en Georgia como señora Clayton, y yo no pregunté. Le pedí que me llamara si necesitaba ayuda con cualquier cosa. El número requerido de minutos, las tácticas previstas para entablar conversación. Después me dio las gracias de nuevo por haberla salvado de una desagradable caída y fue a ver si podía ayudar a organizar a los niños en la turba revienta-piñatas en la que pronto se convertirían. La observé mientras se alejaba, no enamorado pero sí con cierta lujuria; admito que me quedé ensimismado recordando brevemente el bordado de la media y la liga de color rosa.
Mis pensamientos retornaron a ella aquella noche mientras me preparaba para acostarme. Llenaba un gran vacío de forma muy agradable, y mis ojos no habían sido los únicos que siguieron el seductor contoneo de su avance en el vestido estampado, pero en serio, eso era todo. ¿Qué más podría haber? Había leído un libro titulado Una esposa de fiar poco antes de embarcarme en el viaje más extraño del mundo, y mientras trepaba a la cama, me cruzó por la mente una frase de la novela: «Él había perdido el hábito del romance».
Ese soy yo, pensé mientras apagaba la luz. Totalmente desprovisto de hábitos. Y luego, mientras los grillos me arrullaban con su canto: Pero no solo fue agradable el tacto de su pecho. Fue sentir su peso. El peso de ella en mis brazos.
Al final resultó que yo no había perdido en absoluto el hábito del romance.
Jodie en agosto era un horno, con temperaturas en torno a los treinta y cinco grados como mínimo todos los días y a menudo superando los cuarenta. El aire acondicionado de mi casa alquilada en Mesa Lane era una bendición, aunque parecía incapaz de resistir un ataque ininterrumpido de esa magnitud. A veces refrescaba un poco por las noches si caía un chaparrón, pero no demasiado.
Me encontraba en mi estudio la mañana del 27 de agosto, trabajando en El lugar del crimen, vestido con unos pantalones cortos y nada más, cuando sonó el timbre de la puerta. Fruncí el ceño. Era domingo, no hacía mucho había oído el competitivo repicar de campanas de iglesia rivales, y casi todas las personas que conocía asistían a uno de los cuatro o cinco templos de oración de la ciudad.
Me enfundé una camiseta y acudí a la puerta. Allí estaba el entrenador Borman con Ellen Dockerty, la anterior jefa del departamento de economía doméstica y directora interina de la ESCD durante el siguiente año; para sorpresa de nadie, Deke había presentado su dimisión el mismo día que Mimi presentó la suya. El entrenador estaba embutido en un traje azul marino y una llamativa corbata que amenazaba con estrangularle. Ellen llevaba un formal conjunto gris con un brocado de encaje en el cuello. Tenían un aspecto solemne. Mi primer pensamiento, tan convincente como descabellado, fue: Lo saben. De algún modo saben quién soy y de dónde vengo. Han venido a decírmelo.
Al entrenador Borman le temblaban los labios, y aunque Ellen no sollozaba, las lágrimas anegaban sus ojos. Entonces lo supe.
—¿Se trata de Mimi?
El entrenador asintió.
—Deke me llamó. Fui a buscar a Ellen, ya que suelo llevarla a la iglesia, y estamos informando a todo el mundo. La gente a la que más apreciaba primero.
—Cuánto siento oírlo —me lamenté—. ¿Cómo está Deke?
—Parece sobrellevarlo —respondió Ellen, y luego miró al entrenador con cierta aspereza—. Al menos según él.
—Sí, está bien —aseguró el entrenador—. Destrozado, claro.
—Es normal que lo esté —dije.
—Va a hacer que la incineren. —Ellen apretó los labios en un gesto de desaprobación—. Dice que es lo que ella quería.
Reflexioné un instante.
—Deberíamos celebrar algún tipo de asamblea extraordinaria cuando empiecen las clases. ¿Podría hacerse? Que la gente pueda expresarse. Y tal vez montar un pase de diapositivas. La gente debe de tener muchas fotos de ella.
—Es una idea maravillosa —dijo Ellen—. ¿Podrías organizarlo, George?
—Me encantaría intentarlo.
—Que te ayude la señorita Dunhill. —Y antes de que la sospecha del emparejamiento se adueñara de mi mente, ella añadió—: Creo que será beneficioso que los chicos y chicas que querían a Meems sepan que la sustituta que eligieron ayudó a planificar la asamblea en su memoria. También será beneficioso para Sadie.
No cabía duda. Siendo una recién llegada, le vendría bien un poco de crédito para comenzar el año.
—Vale, hablaré con ella. Gracias a los dos. ¿Os las apañaréis bien?
—Claro —respondió el entrenador de manera resuelta, pero aún le temblaban los labios. Me gustó por eso. Regresaron despacio a su coche, aparcado en la acera. El entrenador tenía la mano en el codo de Ellen. También me gustó por eso.
Cerré la puerta, me senté en el banco del recibidor, y me acordé de Mimi diciendo que se sentiría desolada si no me encargaba de la obra juvenil. Y si no firmaba para enseñar a tiempo completo por al menos un año. Y si no asistía a su banquete de boda. Mimi, que opinaba que el sitio de El guardián entre el centeno era la biblioteca de la escuela, y que no hacía ascos a un buen revolcón los sábados por la noche. Ella era uno de esos miembros del cuerpo docente que los chicos recuerdan mucho tiempo después de graduarse y a los que a veces vuelven a visitar cuando ya han dejado de ser niños. Los que a veces aparecen en la vida de un estudiante con problemas en un momento crítico y marcan una diferencia crítica.
Mujer virtuosa, ¿quién la hallará?, pregunta el proverbio. Pues su estima sobrepasa largamente a la de las piedras preciosas. Busca ella lana y lino, y con voluntad trabaja con sus manos. Es como nave de mercader, que trae su pan de lejos.
Hay más ropas que aquellas con las que vistes tu cuerpo, todo profesor lo sabe, y la comida no es solo lo que te llevas a la boca. La señorita Mimi había alimentado y vestido a muchos. Y yo me incluía entre ellos.
Me senté allí, en un banco que había comprado en un mercadillo de Fort Worth, con la cabeza agachada y las manos en el rostro. Pensaba en ella y sentía una enorme tristeza, pero mis ojos permanecieron secos.
Nunca he sido lo que se diría un hombre llorón.
Sadie accedió inmediatamente a ayudarme a preparar la asamblea in memóriam. Pasamos las dos últimas semanas de aquel caluroso mes de agosto trabajando en ella y recorriendo en coche la ciudad para organizar a los oradores. Escogí a Mike Coslaw para leer Proverbios 31, que describe a la mujer virtuosa, y Al Stevens se ofreció voluntario para contar la historia —que yo nunca había oído de la propia Mimi— de cómo puso nombre a la Berrenburguesa, la spécialité de la maison. Además, recopilamos alrededor de doscientas fotografías. Mi favorita mostraba a Mimi y a Deke bailando el twist en un baile de la escuela. Ella parecía estar divirtiéndose; él parecía un hombre con un palo de tamaño respetable metido por el culo. Seleccionamos las fotos en la biblioteca de la escuela, donde la placa del nombre sobre el escritorio decía ahora SEÑORITA DUNHILL en lugar de SEÑORITA MIMI.
Durante ese tiempo Sadie y yo nunca nos besamos, nunca nos cogimos de la mano, nunca nos miramos a los ojos más de lo que duraba una mirada pasajera. Ella no habló de su matrimonio arruinado ni de las razones para venir a Texas desde Georgia. Yo no hablé de mi novela ni de mi pasado en gran parte inventado. Hablamos de libros. Hablamos de Kennedy, cuya política exterior ella consideraba patriotera. Discutimos el naciente movimiento por los derechos civiles. Le hablé de la tabla sobre el arroyo al final del sendero tras la gasolinera Humble Oil en Carolina del Norte. Ella dijo que había visto servicios similares para gente de color en Georgia, pero creía que sus días estaban contados. Ella pensaba que la integración en las escuelas no llegaría probablemente hasta mediados de los setenta. Le dije que ocurriría antes, impulsada por el nuevo presidente y su hermano el fiscal general.
Ella dio un resoplido.
—Respetas más que yo a ese irlandés que no para de sonreír. Dime, ¿alguna vez se ha cortado el pelo?
No nos hicimos amantes, pero nos hicimos amigos. A veces se tropezaba con las cosas (también con sus propios pies, que eran grandes) y en dos ocasiones la sujeté para que no perdiera el equilibrio, pero nada tan memorable como aquella primera vez en la fiesta. A veces declaraba que necesitaba un cigarrillo, y yo la acompañaba afuera, a la zona de fumadores para los alumnos detrás del taller.
—Voy a lamentar no poder salir aquí y tumbarme en el banco con mis vaqueros —dijo ella un día. Faltaba menos de una semana para el inicio previsto de las clases—. El ambiente está siempre tan viciado en las salas de profesores…
—Eso cambiará algún día. Fumar estará prohibido en todos los centros escolares, tanto para profesores como para alumnos.
Ella sonrió. Lucía una atractiva sonrisa, pues sus labios eran gruesos y exuberantes. Y los vaqueros, debo añadir, le sentaban muy bien. Sus piernas eran largas, muy largas; por no hablar del trasero, redondo, en su justa proporción.
—Una sociedad libre de humo…, niños negros y niños blancos estudiando hombro con hombro en perfecta armonía…, no me extraña que estés escribiendo una novela, tienes una imaginación endiablada. ¿Qué otras cosas ves en tu bola de cristal, George? ¿Cohetes a la luna?
—Claro, pero es probable que tarden un poco más que la integración. ¿Quién te contó que estoy escribiendo una novela?
—La señorita Mimi —dijo, y aplastó la colilla en una de la media docena de urnas de arena—. Opinaba que era buena. Y hablando de la señorita Mimi, supongo que deberíamos volver al trabajo. Creo que ya casi terminamos con las fotografías, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y estás seguro de que poner esa canción de West Side Story durante la exposición no será demasiado sensiblero?
«Somewhere» me parecía más sensiblera que Iowa y Nebraska juntos, pero, según Ellen Dockerty, había sido la canción favorita de Mimi.
Se lo comenté a Sadie y se rió sin demasiado convencimiento.
—Yo no la conocía tan bien, pero no me encaja con ella. A lo mejor es la canción favorita de Ellie.
—Ahora que lo pienso, parece lo más probable. Escucha, Sadie, ¿te gustaría ir conmigo al partido de fútbol el viernes? Así los chicos ya te verán aquí antes de que empiecen las clases el lunes.
—Me encantaría. —Calló por un instante; se la veía un poco incómoda—. Siempre que no saques, ya sabes, ninguna conclusión. Todavía no estoy preparada para tener citas, y tal vez pase mucho tiempo hasta que lo esté.
—Yo tampoco. —Ella probablemente pensaba en su ex, pero yo pensaba en Lee Oswald. Pronto recuperaría su pasaporte estadounidense. Después solo sería cuestión de agenciarse un visado de salida de la Unión Soviética para su esposa—. Pero los amigos a veces van juntos a los partidos.
—Eso es cierto, sí. Y me gusta ir a sitios contigo, George.
—Porque yo soy más alto.
Me dio un puñetazo en el hombro juguetonamente, el puñetazo propio de una hermana mayor.
—Tienes razón, socio. Eres el tipo de hombre al que puedo admirar.
En el partido, prácticamente todo el mundo nos admiraba, alzando la vista hacia nosotros con un vago temor reverencial, como si pensaran que representábamos a una raza de humanos ligeramente distinta. Me producía una sensación en cierto modo agradable, y por una vez Sadie no tuvo que andar desgarbada para encajar. Llevaba una sudadera de los Leones (Orgullo de la Manada) y sus vaqueros desteñidos. Con el cabello rubio recogido hacia atrás en una coleta, ella misma presentaba el aspecto de una alumna de último curso, probablemente la pívot del equipo de baloncesto femenino.
Nos sentamos en la fila del profesorado y vitoreamos a Jim LaDue cuando perforó la defensa de los Osos de Arnette con media docena de pases cortos seguida de una bomba de sesenta yardas que levantó al público. En el descanso el marcador era de Denholm treinta y uno, Arnette seis. Cuando los jugadores se retiraron del campo y la banda de Denholm desfiló moviendo de lado a lado sus tubas y trombones, le pregunté a Sadie si le apetecía un perrito caliente y una Coca-Cola.
—Ya lo creo, pero ahora mismo la cola debe de llegar hasta el aparcamiento. Espera a que haya un tiempo muerto en el tercer cuarto o algo. Tenemos que rugir como leones y hacer el Hurra Jim.
—Confío en que podrás manejarte bien tú sola.
Ella sonrió y me asió del brazo.
—No, necesito tu ayuda. Soy nueva aquí, ¿recuerdas?
Ante su tacto, sentí un tibio escalofrío que no asociaba con la amistad. ¿Y por qué no? Sus mejillas se sonrojaron, sus ojos centelleaban; bajo los focos y el cielo azul verdoso de un crepúsculo tejano cada vez más profundo, estaba más que guapa. Las cosas entre nosotros podrían haber progresado más rápido de como lo hicieron de no ser por lo que ocurrió durante el descanso de aquel partido.
La banda de música desfilaba del modo en que suelen hacerlo las bandas de instituto, acompasada pero sin estar totalmente afinada, trompeteando un popurrí difícil de descifrar. Cuando terminaron, las animadoras trotaron hasta la línea de cincuenta yardas, dejaron caer los pompones a sus pies, y situaron las manos en sus caderas.
—¡Dadnos una L!
Les dimos lo que demandaban, y como siguieron importunando, las complacimos con una E, una O, una N, otra E y una S.
—¿Y cómo se lee?
—¡LEONES! —Todos en las gradas locales en pie y aplaudiendo.
—¿Y quién va a ganar?
—¡LOS LEONES! —Habida cuenta del marcador en el descanso, pocas dudas cabían.
—¡Pues queremos oír cómo rugís!
Rugimos a la manera tradicional, girando la cabeza primero a la izquierda y luego a la derecha. Sadie echó el resto: formó bocina con las manos alrededor de la boca y la coleta voló de un hombro al otro.
Lo que vino a continuación fue el Hurra Jim. En los tres años anteriores —sí, nuestro señor LaDue empezó de quaterback ya desde el primer curso— había sido bastante simple. Las animadoras gritaban algo como «¡Que os oigamos, Manada! ¿Quién es el capitán de nuestro equipo?». Y la afición de casa bramaba «¡JIM! ¡JIM! ¡JIM!». A continuación, las animadoras ejecutaban varias volteretas y luego abandonaban el campo para que la banda del otro equipo pudiera desfilar y tocar una o dos piezas. Ese año, sin embargo, posiblemente en honor de la temporada de despedida de Jim, los vítores se habían modificado.
Cada vez que el público voceaba «¡JIM!», las animadoras respondían con la primera sílaba de su apellido, alargándola en una suerte de burlona nota musical. Era nuevo, pero nada complicado, y el público lo pilló enseguida. Sadie vitoreaba como la que más, hasta que se percató de que yo permanecía allí quieto, con la boca abierta.
—¿George? ¿Te encuentras bien?
No pude responder. De hecho, apenas la oí. Porque la mayor parte de mí había regresado a Lisbon Falls. Acababa de cruzar la madriguera de conejo a las doce menos dos minutos del 9 de septiembre de 1958. Acababa de recorrer la pared del secadero y de pasar por debajo de la cadena. Había estado preparado para encontrarme con Míster Tarjeta Amarilla; en esta ocasión se trataba de Míster Tarjeta Naranja. «¡No deberías estar aquí!», había exclamado. «¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí?». Y cuando intenté preguntarle si había probado asistir a AA por su problema con la bebida, me interrumpió…
—¿George? —Ahora su voz sonaba preocupada además de interesada—. ¿Qué pasa? ¿Algo va mal?
La afición estaba totalmente entregada al juego del reclamo-respuesta. Las animadoras gritaban «JIM» y las criaturas de las gradas respondían desgañitándose «LA».
«¡A tomar por culo, Jimla!»
Eso fue lo que Míster Tarjeta Amarilla, ahora convertido en Míster Tarjeta Naranja (aunque no todavía en Míster «muerto por su propia mano» Tarjeta Negra), me había espetado con un gruñido, y eso era lo que yo oía ahora, lanzado de un lado a otro como un balón medicinal entre las animadoras y los dos mil quinientos aficionados que las observaban:
¡JIMLA! ¡JIMLA! ¡JIMLA!
Sadie me asió del brazo y me sacudió.
—¡Háblame, hombre! ¡Háblame! ¡Me estás asustando!
Me volví hacia ella y me las arreglé para sonreír. No fue fácil, creedme.
—Una bajada de azúcar, supongo. Voy por esas Coca-Colas.
—No te desmayarás, ¿verdad? Puedo acompañarte al puesto de primeros auxilios si…
—Estoy bien —aseguré, y entonces, sin pensar en lo que hacía, le di un beso en la punta de la nariz.
—¡Así se hace, señor A.! —gritó algún muchacho.
Más que mostrarse irritada, ella arrugó la nariz como un conejo y luego sonrió.
—Largo de aquí, entonces, antes de que dañes mi reputación. Y tráeme un perrito con chile. Con mucho queso.
—Sí, madam.
El pasado armoniza consigo mismo, bien lo sabía ya para entonces. Aunque, ¿qué melodía era esa? Lo desconocía, pero me preocupaba en grado sumo. En la pasarela de cemento que conducía al puesto de los refrescos, los vítores resonaban aún con más fuerza y yo deseé taparme las orejas con las manos para bloquearlos.
JIMLA, JIMLA, JIMLA.