CAPÍTULO 14

 

 

1

 

La asamblea in memóriam se celebró al final del primer día del nuevo curso escolar, y si el éxito puede medirse en pañuelos húmedos, la exposición que Sadie y yo preparamos rompió todos los récords. Estoy seguro de que resultó catártica para los chicos y creo que a la propia señorita Mimi le habría encantado.

«Las personas sarcásticas tienden a ser malvaviscos bajo la armadura —me contó en una ocasión—. Yo no soy distinta

Los profesores se mantuvieron enteros durante la mayor parte de los panegíricos. Fue Mike quien primero les llegó al corazón, con su tranquila y sentida recitación de Proverbios 31. Después, durante la presentación de las fotografías, con la sensiblería de West Side Story como acompañamiento, el profesorado también se derrumbó. Encontré particularmente gracioso al entrenador Borman. Con las lágrimas derramándose por las enrojecidas mejillas y los prolongados sollozos que brotaban de su pecho macizo, el gurú futbolero de Denholm me recordaba al segundo pato de dibujos animados favorito de todo el mundo, Baby Huey.

De pie a un lado de la pantalla por la que desfilaban las imágenes de la señorita Mimi, le susurré esta observación a Sadie. Ella también lloraba, pero tuvo que retroceder del escenario hacia los bastidores cuando la risa primero luchó contra las lágrimas y luego las venció. En la seguridad de las sombras, me miró con aire de reproche… y entonces me enseñó el dedo medio. Decidí que me lo merecía. Me pregunté si la señorita Mimi aún seguiría pensando que Sadie y yo nos llevábamos a las mil maravillas.

Intuía que probablemente sí.

Escogí 12 hombres sin piedad para la obra de otoño, olvidando a propósito notificar a la Compañía Samuel French que pretendía retitular nuestra versión como El jurado a fin de poder incluir a varias chicas. Las audiciones se celebrarían a finales de octubre y empezaría los ensayos el 13 de noviembre, después del último partido de la temporada regular de los Leones. Había puesto el ojo en Vince Knowles para el Jurado número 8 —el arquitecto discrepante que Henry Fonda encarnó en la película— y en Mike Coslaw para el que consideraba el mejor papel de la obra: el intimidador y desabrido Jurado número 3.

Pero, además, había empezado a concentrarme en una obra más importante, una que en comparación convertía el asunto de Frank Dunning en una parodia vodevilesca. Llamadla Jake y Lee en Dallas. Si las cosas iban bien, sería una tragedia de un acto. Debía prepararme para saltar al escenario cuando sonara la hora, y eso implicaba empezar temprano.

 

 

2

 

El 6 de octubre, los Leones de Denholm ganaron el quinto partido en su camino hacia una temporada invicta que dedicarían a Vince Knowles, el muchacho que había interpretado a George en De ratones y hombres y que nunca tendría la oportunidad de actuar en la versión de George Amberson de 12 hombres sin piedad (regresaré a esto más adelante). Se iniciaba un fin de semana de tres días, pues el lunes siguiente era el Día de Colón.

En la jornada de fiesta viajé a Dallas. La mayoría de los negocios estaban abiertos e hice mi primera parada en una casa de empeños de Greenville Avenue. Le dije al hombrecillo tras el mostrador que deseaba comprar el anillo de boda más barato que tuviera en existencias. Salí por la puerta con una alianza de ocho dólares de oro (al menos parecía oro) en el dedo anular de mi mano izquierda. Después me dirigí al centro, a un lugar de la Baja Main Street que había rastreado en las Páginas Amarillas de Dallas: Electrónica Satélite de Silent Mike. Me recibió un hombrecillo estilizado que llevaba unas gafas de carey y una chapa extrañamente futurista en el chaleco: NO CONFÍES EN NADIE, rezaba.

—¿Es usted Silent Mike? —pregunté.

—El mismo.

—¿Y es usted realmente callado?

Sonrió.

—Depende de quién esté escuchando.

—Digamos que nadie —dije, y a continuación le expliqué lo que deseaba. Resultó que podría haberme ahorrado los ocho pavos, porque no mostró interés alguno en una esposa que supuestamente me engañaba. Era el equipo que quería comprar lo que interesaba al propietario de Electrónica Satélite. Con respecto a ese tema debería haberse llamado Mike el Locuaz.

—Señor, ese aparato lo tendrán en el planeta de donde viene usted, pero le aseguro que aquí no lo tenemos.

Aquello agitó el recuerdo de la señorita Mimi comparándome con un visitante alienígena de Ultimátum a la Tierra, pero me zafé de él.

—No entiendo a qué se refiere.

—¿Busca un dispositivo de escucha sin cables? Perfecto. Tengo varios en la vitrina de ahí, a su izquierda. Se llaman radios de transistor. Vendo Motorola y GE, aunque las mejores las fabrican los japoneses. —Extendió el labio inferior y se apartó un mechón de pelo de la frente con un soplido—. Es como una patada en el trasero, ¿o no? Hace quince años reducimos a polvo radiactivo dos ciudades suyas y los vencimos, pero ¿murieron? ¡No! Se escondieron en sus agujeros hasta que el polvo se asentó y luego salieron arrastrándose armados con tarjetas de circuitos y soldadores en vez de ametralladoras Nambu. Para 1985 serán los dueños del mundo. O por lo menos de la parte en la que yo vivo.

—Entonces ¿no puede ayudarme?

—¿Qué, me toma el pelo? Por supuesto que sí. Silent Mike McEachern siempre se alegra de poder satisfacer las necesidades electrónicas de un cliente. Pero costará.

—Estoy dispuesto a pagar un buen pellizco. Me ahorraré aún más cuando lleve a esa zorra infiel al tribunal de divorcios.

—Ya. Espere aquí un minuto mientras traigo una cosa de la trastienda. Y dele la vuelta al letrero de la puerta para que diga CERRADO, ¿quiere? Voy a enseñarle algo que probablemente no…, bueno, tal vez sea legal, pero ¿quién sabe? ¿Acaso Silent Mike McEachern es fiscal?

—Me imagino que no.

Hice lo que me indicó. Intuía que no perdería demasiada clientela; pequeña y polvorienta, la tienda de Silent Mike ofrecía el aspecto del típico establecimiento que subsistía mes a mes.

Mi gurú de la electrónica sesentera reapareció con un artilugio de extraña apariencia en una mano y una cajita de cartón en la otra. La inscripción en la caja era japonesa. El artilugio parecía un consolador para duendecillas montado en un disco de plástico negro. Este tenía siete u ocho centímetros de espesor y aproximadamente el diámetro de un cuarto de dólar, del cual brotaba un ramillete de cables. Lo depositó sobre el mostrador.

—Esto es un Echo. Fabricado aquí, en la ciudad, hijo. Si alguien puede vencer a los hijos de Nipón en su propio juego, esos somos nosotros. Hacia 1970 la electrónica habrá reeemplazado a la banca aquí en Dallas. Tome buena nota de mis palabras. —Se santiguó, apuntó al cielo, y añadió—: Dios bendiga a Texas.

Levanté el artilugio.

—¿Qué es exactamente un Echo en términos de andar por casa?

—Lo más cercano que podrá conseguir a la clase de micrófono que me describió. Es pequeño porque no tiene válvulas de vacío y no funciona con baterías. Funciona simplemente con corriente alterna normal.

—¿Se enchufa a la pared?

—Claro, ¿por qué no? Así su mujer y su novio podrán verlo y decir: «Qué bonito, alguien ha pinchado el lugar mientras estábamos fuera, vamos a echar un buen polvo escandaloso y luego a discutir todos nuestros asuntos privados».

El tipo era un ganso, estaba claro. Con todo, la paciencia es una virtud. Y yo necesitaba lo que necesitaba.

—Entonces, ¿cómo se hace?

Dio un golpecito en el disco.

—Esto va dentro de la base de una lámpara, pero no en el suelo, a menos que esté interesado en grabar a los ratones corriendo por los zócalos, ¿lo capta? Una lámpara de mesa, de modo que alcance donde hable la gente. —Peinó los cables—. El rojo y el amarillo se conectan al cordón de la lámpara, el cordón de la lámpara se enchufa a la pared. El dispositivo permanece muerto hasta que alguien enciende la luz. En ese momento, bingo, ya está listo para correr.

—¿Esa otra cosa es el micro?

—Sí, y para estar fabricado en América es bueno. Ahora… ¿ve los otros dos cables? ¿El azul y el verde?

—Ajá.

Abrió la caja de cartón con la inscripción en japonés y sacó un magnetófono. Superaba en tamaño a uno de los paquetes de Winston de Sadie, aunque no por mucho.

—Esos cables se conectan aquí. La base va en la lámpara, la grabadora en el cajón de una cómoda, escondida bajo la lencería de su mujer, por ejemplo. O puede taladrar un agujerito y meterla en el armario.

—La grabadora también se alimenta a través del cordón de la lámpara.

—Naturalmente.

—¿Podría conseguir dos de estos Echos?

—Podría conseguirle cuatro si quiere. Aunque tardaría una semana.

—Me bastará con dos. ¿Cuánto?

—Un equipo así no es barato. Un par le costaría ciento cuarenta. Es el mejor precio que puedo ofrecerle. Y tendría que pagar en efectivo. —Habló con un tono de pesar que sugería que habíamos disfrutado de un bonito sueño tecnológico y que ahora casi tocaba a su fin.

—¿Cuánto me cobraría por prepararme la instalación? —Advertí la alarma en su rostro y me apresuré a disiparla—. No me refiero a una operación clandestina ni nada parecido. Solo colocar los micros en un par de lámparas y enganchar los magnetófonos de cinta.

—Magnetófonos de cable, querrá decir. Verá, un grabador de cinta sería una barbaridad de grande…

—¿Lo haría?

—Por supuesto, señor…

—Digamos señor Nadie.

Sus ojos centellearon como imagino que centellearían los ojos de E. Howard Hunt al contemplar por primera vez el desafío que suponía el hotel Watergate.

—Buen nombre.

—Gracias. Y estaría bien disponer de un par de alternativas. Cables cortos por si puedo colocarlo cerca, cables más largos por si necesito esconderlo en un armario o al otro lado de una pared.

—No hay problema, pero no le recomiendo más de tres metros o el sonido se convierte en un galimatías. Además, cuanto más cable utilice, mayor será el riesgo de que alguien lo encuentre.

Hasta un profesor de lengua era capaz de entenderlo.

—¿Cuánto por el lote completo?

—Mmmm… ¿ciento ochenta?

Parecía inclinado a regatear, pero yo no tenía ni tiempo ni ganas. Puse cinco billetes de veinte en el mostrador y concreté:

—Le daré el resto a la entrega, pero no antes de probarlos y cerciorarme de que funcionan, ¿de acuerdo?

—Sí, bien.

—Una cosa más. Consiga lámparas usadas y un poco cutres.

—¿Cutres?

—Como las que se pueden comprar en un rastrillo o un mercadillo por veinticinco centavos la unidad. —Cuando uno ha dirigido varias obras de teatro (contando aquellas en las que trabajé durante mi etapa en el Instituto Lisbon, De ratones y hombres hacía la número cinco) se aprenden unas cuantas cosas sobre cómo decorar un escenario. Lo último que deseaba era que alguien robara de un apartamento semiamueblado una lámpara pinchada con un micro.

Por un momento se quedó perplejo, pero entonces una sonrisa de complicidad despuntó en su rostro.

Ya lo pillo. Realismo.

—Ese es el plan. —Me encaminé hacia la puerta, pero me volví al instante, apoyé los antebrazos en el expositor de las radios de transistor, y le miré directamente a los ojos. No puedo jurar que él viera al hombre que mató a Frank Dunning, pero tampoco puedo afirmar con certeza que no lo hiciera—. Usted no va hablar de esto con nadie, ¿verdad?

—¡No! ¡Por supuesto que no! —Con dos dedos corrió una imaginaria cremallera sobre los labios.

—Como debe ser —aprobé—. ¿Cuándo?

—Deme unos días.

—Vendré el próximo lunes. ¿A qué hora cierra?

—A las cinco.

Calculé la distancia desde Jodie hasta Dallas y dije:

—Le daré otros veinte si tiene abierto hasta las siete. Me será imposible llegar más pronto. ¿Le parece bien?

—Claro.

—Estupendo. Téngalo todo listo.

—Lo tendré. ¿Alguna cosa más?

—Sí. ¿Por qué demonios le llaman Silent Mike?

Esperaba que respondiera «Porque sé guardar un secreto», pero no lo hizo.

—De niño creía que el villancico lo cantaban por mí, así que me quedé con ese nombre.

No quise preguntar, pero a mitad de camino en coche caí en la cuenta y me eché a reír.

Silent Mike, holy Mike.

Silencioso micro, sagrado micro.

A veces, el mundo en que vivimos es un lugar verdaderamente extraño.

 

 

3

 

Cuando Lee y Marina regresaran a Estados Unidos, vivirían en una triste sucesión de apartamentos de renta baja, incluyendo aquel en Nueva Orleans que ya había inspeccionado, pero basándome en las notas de Al, deduje que solo necesitaría centrarme en dos de ellos. Uno se encontraba en el número 214 de Neely Oeste Street, en Dallas. El otro estaba en Fort Worth, y allí me dirigí después de mi visita a Silent Mike.

Contaba con un plano de la ciudad, pero aun así tuve que preguntar tres veces por la dirección. Terminó siendo una anciana negra que atendía una tiendecilla familiar quien me indicó el camino correcto. Cuando logré encontrar lo que buscaba, no me sorprendió que hubiera sido tan difícil de localizar. Mercedes Street, en su extremo más mísero, era una cañada sin pavimentar flanqueada por casas destartaladas solo un poco mejores que chabolas de aparceros. Desembocaba en un vasto y casi desierto aparcamiento donde los matojos rodadores volaban por el asfalto agrietado. Más allá del solar se veía la parte de atrás de un almacén construido con bloques de hormigón. Escrito en la pared con letras encaladas de tres metros de altura se leía PROPIEDAD DE MONTGOMERY WARD y PROHIBIDO EL PASO y POLICÍA ALERTA DE INTRUSOS.

El aire apestaba a petróleo refinado en la dirección de Odessa-Midland y a aguas residuales sin procesar en las inmediaciones. El sonido del rock and roll se derramaba a través de las ventanas abiertas. Oí a los Dovells, Johnny Burnette, Lee Dorsey, Chubby Checker… y eso solo en los primeros cuarenta metros. Las mujeres tendían la colada en molinetes oxidados. Todas ellas llevaban batas que probablemente habrían comprado en Zayre’s o en Mammoth Mart, y todas ellas parecían estar embarazadas. Un chiquillo mugriento y una chiquilla igualmente mugrienta plantados en un camino de acceso de arcilla agrietada me miraron al pasar. Se agarraban de la mano y eran demasiado idénticos para no ser gemelos. El niño, desnudo excepto por un único calcetín, sujetaba una pistola de juguete. La niña tenía puesto un deformado pañal por debajo de una camiseta del Club Mickey Mouse. Estrujaba una muñeca de plástico tan mugrienta como ella misma. Dos hombres con el pecho desnudo se lanzaban un balón de fútbol desde sus respectivos patios, ambos con un cigarrillo colgando de la comisura de la boca. Más allá, un gallo y dos gallinas de plumas enmarañadas picoteaban en la tierra, cerca de un perro escuálido que o dormía o estaba muerto.

Me detuve delante del 2703, el lugar al que Lee traería a su esposa y a su hija cuando ya no aguantara más el pernicioso amor asfixiante de Marguerite Oswald. Dos franjas de cemento conducían a una superficie de tierra baldía con manchas de aceite donde se habría ubicado el garaje en un barrio mejor de la ciudad. Había juguetes de plástico esparcidos por el erial de hierbajos que hacía las veces de césped. Una niña pequeña con unos andrajosos pantalones rosados daba patadas a un balón de fútbol contra un costado de la casa. Cada vez que golpeaba la pared de madera, exclamaba «¡Chumba!».

Una mujer con el cabello enrollado en rulos de color azul y un cigarrillo clavado en la comisura de la boca asomó la cabeza por la ventana y gritó:

—¡Deja de hacer eso, Rosette, si no quieres que salga y te dé un sopapo! —Entonces me vio—. ¿Qué quiere? Si es una factura, no puedo ayudarlo. Mi marido se encarga de esas cosas y hoy consiguió trabajo.

—No es una factura —aclaré. Rosette me envió el balón de una patada, soltando un gruñido que se convirtió en una sonrisa reticente cuando lo paré con el interior del pie y se lo devolví suavemente—. Me gustaría hablar con usted un segundo.

—Pues tendrá que esperar. No estoy presentable.

Su cabeza desapareció. Esperé. Rosette dio otra patada al balón («¡Chumba!») y esta vez el tiro salió alto, pero logré atajarlo con la palma de la mano antes de que golpeara la casa.

—Tá pro’bido usar las manos, cerdo hijeputa —espetó la niña—. Eso es penalti.

—Rosette, ¿qué te tengo dicho de esa boca sucia? —Mamá apareció en el umbral de la puerta atándose un vaporoso pañuelo amarillo sobre los rulos. Les confería aspecto de crisálidas, la clase de insectos que serían venenosos cuando eclosionaran.

—¡Cerdo hijeputa de mierda! —chilló Rosette, y luego se escabulló por Mercedes Street en dirección al almacén de Monkey Ward, dando patadas a su balón de fútbol y riendo como una demente.

—¿Qué quiere? —La madre tendría veintipocos años que parecían cincuenta. Había perdido varios dientes, mostraba los restos desteñidos de un ojo morado y también estaba embarazada.

—Me gustaría hacerle algunas preguntas.

—¿Qué hace que mis asuntos sean asunto suyo?

Saqué mi cartera y le ofrecí un billete de cinco dólares.

—No me haga preguntas y no le contaré mentiras.

—Usted no es de por aquí. Tiene acento yanqui.

—Señora, ¿quiere el dinero o no?

—Depende de las preguntas. Si es por mi talla de sujetador, no voy a decirle un carajo.

—Quisiera saber cuánto tiempo lleva viviendo aquí, para empezar.

—¿En esta casa? Seis semanas, creo. Harry pensó que pillaría algo en el almacén, pero no contratan un carajo. Así que probó en Manpower. ¿Sabe qué es eso?

—¿Empleo a jornal?

—Sí, y está trabajando con un puñado de malditos negros. —Solo que no pronunció trabajando sino trabiando—. Nueve dólares al día por trabajar con un puñado de malditos negros en la carretera. Dice que es como estar de vuelta en el correccional de West Texas.

—¿Qué renta pagan?

—Cincuenta al mes.

—¿Amueblada?

—A medias. Bueno, es una forma de decirlo. Una puñetera cama y un puñetero horno de gas que lo más seguro nos va a matar a todos. Y no lo voy a invitar dentro, así que no pregunte. No lo conozco de nada.

—¿Incluía lámparas y eso?

—Señor, está usted chalado.

—¿Las tenía?

—Sí, un par. Una que funciona y otra que no. No me voy a quedar aquí, maldita sea. Él dice que no quiere volverse con mi madre a Mozelle, pero mala suerte. No me voy a quedar aquí. ¿Ha visto cómo huele este sitio?

—Sí, señora.

—No es otra cosa que mierda, hijo mío. Y nada de mierda de perro ni mierda de gato. Es la mierda de la gente. Trabajar con negros es una cosa, pero ¿vivir como ellos? No, señor. ¿Ya ha acabado?

Todavía no, aunque lo deseaba. Estaba indignado con ella e indignado conmigo por atreverme a juzgar. Ella era una prisionera de su tiempo, de sus elecciones, de aquella calle que olía a mierda. Y a pesar de todo, yo no cesaba de mirar los rulos y aquel pañuelo amarillo. Bichos gordos azules aguardando a eclosionar.

—Supongo que nadie se queda aquí mucho tiempo.

—¿En ’Cedes Street? —Blandió el cigarrillo hacia la cañada que conducía al desierto aparcamiento y al vasto almacén lleno de cosas bonitas que ella jamás poseería. Hacia aquellas chabolas, levantadas pared contra pared, con sus escalones de hormigón resquebrajado y las ventanas rotas tapadas con trozos de cartón. Hacia los niños embarrados. Hacia los antiguos y corroídos Fords y Hudsons y Studebakers. Hacia el implacable cielo de Texas. Entonces profirió una risa horrible, mezcla de regocijo y desesperación—. Señor, esto es una parada de autobús en el camino a ninguna parte. Bratty Sue y yo nos volvemos a Mozelle. Si Harry no viene con nosotras, zarparemos sin él.

Saqué el plano del bolsillo de atrás, rasgué una tira y garabateé mi número de teléfono de Jodie. Después agregué otro billete de cinco y se lo tendí. Ella lo miró pero no lo cogió.

—¿Para qué carajo quiero su número de teléfono? Yo no tengo un puñetero teléfono y, además, ese número no pertenece al intercambiador de Dallas. Es una puñetera conferencia.

—Llámeme cuando se disponga a mudarse. Es todo cuanto quiero. Solo tiene que llamarme y decir «Señor, soy la madre de Rosette, y nos mudamos». Eso es todo.

Pude apreciar que estaba haciendo cálculos. No le llevó mucho tiempo. Diez dólares era más que lo que su marido ganaría trabajando todo el día bajo el ardiente sol de Texas. Porque Manpower no sabía nada de la bonificación del cincuenta por ciento por festivo. Y serían diez dólares de los que él jamás sabría nada.

—Deme otros setenta y cinco centavos —pidió—. Para la conferencia.

—Tome, un dólar. Viva un poco. Y no se olvide.

—No me olvidaré.

—Le recomiendo que no. Porque si se olvida, se me podría ocurrir buscar a su marido y charlar un rato. Se trata de un asunto importante, señora. Es importante para mí. En cualquier caso, ¿cómo se llama?

—Ivy Templeton.

Me quedé inmóvil, allí plantado en medio de la tierra y los hierbajos, oliendo la mierda, el petróleo a medio procesar y el aroma flatulento del gas natural.

—¿Señor? ¿Qué le pasa? Se le ha puesto una cara rara.

—Nada —contesté. Y quizá no fuera nada. Templeton dista mucho de ser un nombre poco común. Por supuesto, un hombre puede autoconvencerse de cualquier cosa si lo intenta con suficiente fuerza. El movimiento se demuestra andando.

—¿Y cuál es su nombre?

—Puddentane —contesté—. Pregunte otra vez y lo mismo le diré.

Ante este toque de chanza escolar, finalmente forzó una sonrisa.

—Llámeme, señora.

—Sí, vale. Lárguese ya. Si atropellara al vago de mi marido al salir, es probable que me estuviera haciendo un favor.

Al regresar a Jodie, encontré una nota clavada en mi puerta con una chincheta.

 

George:

¿Te importaría telefonearme? Necesito un favor.

 

SADIE (¡¡y ese es el problema!!)

 

Lo cual significaba exactamente ¿qué? Entré y la llamé para averiguarlo.

 

 

4

 

La madre del entrenador Borman, que vivía en una residencia de ancianos de Abilene, se había roto la cadera, y el sábado siguiente se celebraba el Baile de Sadie Hawkins en la ESCD. Me resultó imposible encajar estas dos piezas de información, y así se lo hice saber.

—¡El entrenador me convenció para que supervisara el baile con él! Dijo, y cito textualmente: «¿Cómo puede resistirse a ir a un baile que prácticamente lleva su nombre?». Esto fue la semana pasada. Y yo como una tonta accedí. Ahora se marcha a Abilene, ¿y dónde quedo yo? ¿Cómo voy a controlar a doscientos alumnos de dieciséis años obsesionados con el sexo que bailan el twist? ¡No podré! ¿Y si algunos de los chicos llevan cerveza?

En mi opinión, sería sorprendente que no lo hicieran, pero me pareció mejor no mencionarlo.

—O ¿y si hay una pelea en el aparcamiento? Ellie Dockerty me contó que un grupo de chicos de Henderson se colaron en el baile el año pasado. ¡Dos de ellos y dos de los nuestros terminaron en el hospital! George, ¿puedes ayudarme? Por favor.

—¿Acabo de ser Sadie Hawkinizado por Sadie Dunhill? —dije sonriendo. La idea de asistir al baile con ella no me llenaba exactamente de melancolía.

—¡No bromees! ¡No es divertido!

—Sadie, te acompañaré encantado. ¿Me regalarás un ramillete?

—Te regalaré una botella de champán si hace falta. —Lo recapacitó—. Bueno, con mi salario, mejor un vino espumoso. Cold Duck o algo así.

—¿Las puertas abren a las siete y media? —En realidad ya lo sabía. Había carteles por todo el instituto.

—Correcto.

—Y se trata de un baile con pinchadiscos. Que no haya banda es bueno.

—¿Por qué?

—Las bandas en directo pueden causar problemas. En un baile que vigilé una vez, el batería vendía cerveza en los interludios. Aquello sí fue una experiencia agradable.

—¿Hubo peleas? —Su voz sonaba horrorizada además de fascinada.

—No, pero hubo cantidad de vómitos.

—¿Fue en Florida?

Ocurrió realmente en el Instituto Lisbon, año 2009, así que contesté que sí, en Florida. Añadí también que me encantaría hacer de co-controlador en el baile.

—Muchas gracias, George.

—Un placer, madam.

Lo era. Absolutamente.

 

 

5

 

El Pep Club, encargado de organizar el baile, realizó una labor estupenda: había infinidad de serpentinas de papel crepé meciéndose de las vigas del gimnasio (en colores plata y oro, por supuesto) y gran cantidad de ponche, galletitas con crema de limón y pasteles de «terciopelo rojo» proporcionados por las Futuras Amas de Casa de América. El departamento de arte —pequeño pero entregado a la causa— contribuyó con un mural que mostraba a la inmortal señorita Hawkins en persona persiguiendo a los solteros disponibles de Dogpatch. Mattie Shaw y Bobbi Jill, la novia de Mike, hicieron casi todo el trabajo y se sentían orgullosas con toda justicia. Me pregunté si ese orgullo perduraría dentro de siete u ocho años, cuando la primera oleada de feministas empezara a quemar sus sujetadores y a manifestarse por sus derechos reproductivos. Por no hablar de los mensajes que lucirían en sus camisetas, cosas como NO SOY UNA PROPIEDAD o UNA MUJER NECESITA A UN HOMBRE IGUAL QUE UN PEZ UNA BICICLETA.

El DJ de la noche y maestro de ceremonias era Donald Bellingham, un estudiante de segundo curso. Llegó con una colección de discos absolutamente fantástica no en una sino en dos maletas Samsonite. Con mi permiso (Sadie simplemente parecía desconcertada), conectó su tocadiscos Webcor y el preamplificador de su padre a la megafonía de la escuela. El gimnasio era lo bastante grande como para proporcionar una reverberación natural, y tras unos preliminares chillidos de retroalimentación, consiguió una resonancia espectacular. Aunque nacido en Jodie, Donald era residente permanente de Rockville, en el estado de Papi Chulo. Llevaba unas gafas de color rosa con lentes gruesas, pantalones de cinturón trasero y zapatos de plataforma tan grotescamente cuadrados que eran una auténtica locura, tío. Su rostro era una fábrica de granos en erupción bajo un tupé estilo Bobby Rydell cargado de gomina. Daba la impresión de que recibiría su primer beso de una chica real hacia los cuarenta y dos años, pero se manejaba rápido y con gracia ante el micrófono, y su colección de discos (que él llamaba «el silo del vinilo» y el «nido preferido del sonido de Donny B.») era, como he comentado anteriormente, absolutamente fantástico.

—Empecemos con un tornado del pasado, una reliquia del rock and roll desde el sacrosurco del fervor, una gozada dorada, un disco que es distinto, moved los pies con el ritmo de Danny… ¡y los JUUUNIORS!

«At the Hop» detonó en el gimnasio como una bomba atómica. El baile se inició como la mayoría a principios de los sesenta, las chicas moviéndose al son del bugui-bugui con las chicas. Pies calzados en mocasines alzaban el vuelo. Las enaguas giraban. Después de un rato, sin embargo, la pista comenzó a llenarse con parejas chico-chica… al menos para los bailes rápidos, temas más actuales como «Hit the Road, Jack» y «Quarter to Three».

No muchos de aquellos adolescentes habrían pasado el corte de Bailando con las estrellas, pero eran jóvenes y entusiastas y obviamente se lo pasaban en grande. Me alegraba verlos. Más tarde, si Donny B. no tenía el buen juicio de bajar un poco las luces, lo haría yo mismo. Sadie se mostró nerviosa al principio, esperando problemas, pero aquellos chicos habían venido a divertirse. No arribaron hordas invasoras de Henderson ni de ninguna otra escuela. Se dio cuenta y empezó a relajarse.

Tras unos cuarenta minutos de música sin interrupción (y cuatro pastelitos de terciopelo rojo), me incliné hacia Sadie y le dije:

—Hora de que el Guardián Amberson haga la primera ronda por el edificio y se cerciore de que nadie en el patio procede de forma inapropiada.

—¿Quieres que te acompañe?

—Quiero que no pierdas de vista la ponchera. Si algún jovencito se acerca con una botella de algo, aunque sea jarabe para la tos, quiero que le amenaces con la electrocución o la castración, lo que tú creas que puede resultar más efectivo.

Se dejó caer contra la pared y rió hasta que las lágrimas centellearon en las comisuras de sus ojos.

—Largo de aquí, George, eres horrible.

Me marché. Me alegraba de haberla hecho reír, pero incluso después de tres años, era fácil olvidar que en la Tierra de Antaño las bromas con tintes sexuales causaban mucho más efecto.

Pillé a una pareja montándoselo en un rincón oscuro en el lado este del gimnasio; él prospectando bajo el suéter de la chica, ella aparentemente intentando absorber los labios del chico. Cuando toqué al joven prospector en el hombro, los dos se separaron de un salto.

—Guardadlo para después del baile en Los Riscos —aconsejé—. Por ahora, volved al gimnasio. Caminad despacio. Refrescaos. Tomad un poco de ponche.

Se marcharon, ella abotonándose el suéter, él andando ligeramente encorvado en la postura bien conocida por los varones adolescentes que se denomina Síndrome de las Pelotas Azules.

Dos docenas de luciérnagas rojas pestañearon detrás del taller. Saludé con la mano y un par de chicos en la zona de fumadores me devolvieron el saludo. Asomé la cabeza por la esquina oriental de la carpintería y vi una escena que no me gustó. Mike Coslaw, Jim LaDue y Vince Knowles se encontraban acurrucados allí, pasándose algo. Se lo quité de las manos y lo arrojé sobre la valla de tela metálica antes de que ellos supieran siquiera que yo estaba allí.

Jim se sobresaltó momentáneamente y luego me dedicó su vaga sonrisa de héroe del fútbol.

—Hola a usted también, señor A.

—Ahórratelo conmigo, Jim. No soy ninguna chica a la que puedas encandilar para meterte en sus bragas, y desde luego no soy tu entrenador.

Pareció conmocionado y un poco asustado, pero no distinguí ninguna muestra de justificada ofensa en su rostro. Supongo que si esto hubiera sido un instituto importante de Dallas así habría sido. Vince había retrocedido un paso. Mike no cedió terreno, pero bajaba la vista con aspecto abochornado. No, era más que bochorno. Era pura vergüenza.

—Una botella —proseguí—. No es que espere que os atengáis a todas las normas, pero ¿por qué sois tan estúpidos a la hora de violarlas? Jimmy, si te pillan bebiendo y te echan del equipo de fútbol, ¿qué pasaría con tu beca en Alabama?

—Probablemente me pondrían la «camiseta roja», supongo —dijo—. Eso es todo.

—Correcto, y a tragar un año entero apartado de la competición. En realidad necesitarás buenas notas. Lo mismo se aplica a ti, Mike. Y serías expulsado del Club de Teatro. ¿Quieres eso?

—No, señor. —Apenas un susurro.

—¿Y tú, Vince?

—No, claro que no, señor A. Rotundamente no. ¿Todavía vamos a hacer la obra del jurado? Porque si estamos…

—¿No sabes cerrar la boca cuando un profesor te está regañando?

—Sí, señor, señor A.

—Hoy es vuestro día de suerte, pero la próxima vez no os lo dejaré pasar. Esta noche os habéis ganado un pequeño consejo: No jodáis vuestro futuro. Y mucho menos por un trago de Five Star en un baile informal de instituto que ni siquiera recordaréis dentro de un año. ¿Entendido?

—Sí, señor —dijo Mike—. Lo siento.

—Yo también —dijo Vince—. Totalmente. —Y se santiguó con una sonrisa. Algunos sencillamente están hechos así. Quizá el mundo necesite una cuadrilla de listillos para animar el ambiente, ¿quién sabe?

—¿Jim?

—Sí, señor —respondió—. Por favor, no se lo cuente a mi padre.

—No, esto queda entre nosotros. —Los miré uno a uno—. Chicos, el año que viene en la facultad encontraréis multitud de sitios donde beber. Pero no en nuestra escuela. ¿Me oís?

Esta vez contestaron «Sí, señor» al unísono.

—Ahora volved dentro. Tomad un poco de ponche y enjuagaos el olor a whisky del aliento.

Se marcharon. Les di tiempo y después los seguí a distancia, con la cabeza gacha, las manos hundidas en los bolsillos, cavilando.

No en nuestra escuela.

Nuestra.

«Ven a enseñar —me había rogado Mimi—. Es para lo que estás hecho

El año 2011 nunca se me había antojado tan distante como entonces. Diablos, Jake Epping nunca se me había antojado tan distante.

Un reverberante saxo tenor sonaba en un gimnasio iluminado de fiesta en el corazón de Texas. Una dulce brisa lo transportaba en la noche. Una batería conminaba insidiosamente a levantarse de la silla y mover los pies.

Creo que fue entonces cuando decidí que nunca iba a regresar.

 

 

6

 

El saxo reverberante y la batería huchi-cuchi acompañaban a un grupo llamado los Diamonds. La canción era «The Stroll». Los chicos, sin embargo, no estaban haciendo ese baile. O no del todo.

Se trataba del primer paso que Christy y yo aprendimos cuando empezamos a asistir a las clases de baile los jueves por la noche. Es un baile dos por dos, una especie de rompehielos donde cada pareja desfila por un pasillo formado por chicas y chicos que dan palmas. Lo que vi cuando regresé al gimnasio era diferente. Aquí los chicos y las chicas se juntaban, giraban uno en brazos del otro como en un vals y luego se separaban de nuevo, terminando en el lado opuesto de donde habían empezado. Estando alejados, los pies iban hacia atrás sobre los talones y las caderas se meneaban hacia delante, un movimiento seductor e insinuante.

Mientras los observaba tras la mesa de los dulces, Mike, Jim y Vince se unieron en el lado masculino. Vince no tenía mucha idea (decir que bailaba como un chico blanco sería un insulto a todos los chicos blancos), pero Jim y Mike se movían como los atletas que eran, que equivale a decir con una elegancia inconsciente. Al poco tiempo la mayoría de las chicas los miraban desde el otro lado.

—¡Ya empezaba a preocuparme! —me gritó Sadie por encima de la música—. ¿Va todo bien ahí fuera?

—¡Perfectamente! —grité a mi vez—. ¿Cuál es ese baile?

—¡El madison! ¡Lo llevan haciendo en Bandstand todo el mes! ¿Quieres que te enseñe?

—Milady —dije al tiempo que la tomaba por el brazo—. Yo os enseñaré a vos.

Los chicos nos vieron llegar y nos hicieron sitio, aplaudiendo y exclamando: «¡Así se hace, señor A.!» y «¡Enséñele lo que vale, señorita Dunhill!». Sadie se rió y se apretó la goma elástica de la coleta. El color le subió a las mejillas; estaba más que guapa. Se echó hacia atrás sobre los talones, batiendo palmas y sacudiendo los hombros en sincronización con las demás chicas, después vino a mis brazos, levantando los ojos para encontrar los míos. Me alegré de que mi estatura le permitiera hacerlo. Giramos como una novia y un novio de cuerda en una tarta de bodas, después nos separamos. Me agaché y di una vuelta sobre las puntas de los pies con las manos extendidas como Al Jolson cantando «Mammy». Esto provocó más aplausos y algunos chillidos prebeatlenianos entre las chicas. No estaba alardeando (vale, tal vez un poco); más que nada estaba contento de poder bailar. Había pasado demasiado tiempo.

La canción terminó, el saxo reverberante se apagó en esa eternidad de rock and roll que nuestro joven pinchadiscos se había complacido en llamar el sacrosurco, y empezamos a abandonar la pista.

—Dios, qué divertido —dijo ella. Me asió del brazo y lo apretó—. eres divertido.

Antes de que pudiera replicar, la voz de Donald tronó por la megafonía.

—En honor de dos carabinas que saben bailar de verdad (¡un hito en la historia de nuestra escuela!) aquí va un tornado del pasado, ausente de las listas pero no de nuestros corazones, un disco que es distinto, directamente de la colección de mi padre, que no sabe que lo he traído, y si alguno de vosotros se lo cuenta, tíos, me meto en un lío. Al loro, rockeros constantes, ¡esto es lo que sonaba cuando el señor A. y la señorita D. estaban en el instituto!

Todos se volvieron a mirarnos, y… bueno…

¿Sabéis cuando estáis fuera por la noche y veis el borde de una nube iluminarse con un brillo dorado y sabéis que la luna va a aparecer de un momento a otro? Esa fue la sensación que me embargó en aquel instante, de pie entre las serpentinas de papel crepé que se mecían suavemente en el gimnasio de Denholm. Sabía lo que iba a sonar, sabía que íbamos a bailarlo, y sabía cómo íbamos a bailarlo. Entonces llegó aquella suave intro de metal:

Bah-dah-dah… bah-dah-da-dee-dum…

Glenn Miller. «In the Mood.»

Sadie se llevó una mano a la espalda, tiró de la goma elástica y se soltó la coleta. Aún riendo, comenzó a menear las caderas un poquito. Su cabello resbaló con suavidad de un hombro a otro.

—¿Sabes bailar swing? —Elevando la voz para que me oyera por encima de la música. Sabiendo que sabía. Sabiendo que bailaría.

—¿Te refieres al lindy-hop? —preguntó ella.

—A eso me refiero.

—Bueno…

—Vamos, señorita Dunhill —la animó una de las chicas—. Queremos verlo. —Y dos de sus amigas empujaron a Sadie hacia mí.

Ella vaciló. Di una vuelta sobre mí mismo y extendí las manos. Los chicos aplaudieron mientras nos desplazábamos por la pista. Nos hicieron corro. La atraje hacia mí y, tras la menor de las vacilaciones, ella giró primero a la izquierda y luego a la derecha, cruzando los pies en la medida que se lo permitió el vestido pichi que llevaba. Se trataba de la variación lindy que Richie-el-del-nichi y Bevvie-la-del-ferry habían aprendido aquel día de otoño de 1958. La que yo conocía como hellzapoppin. Por supuesto. Porque el pasado armoniza.

Sin soltarle las manos, la acerqué a mí y luego la dejé ir. Nos separamos. Entonces, como una pareja que hubiera practicado esos movimientos durante meses (posiblemente con un disco a menos revoluciones en un área de picnic desierta), nos agachamos y levantamos una pierna, primero a la izquierda y luego a la derecha. Los chicos, que formaban un círculo dando palmas en el centro de la abrillantada pista, rieron y vitorearon.

Nos arrimamos y bajo nuestras manos enlazadas ella giró sobre sí misma como una bailarina de ballet.

Ahora me aprietas para indicarme izquierda o derecha.

El leve apretón se produjo en la mano derecha, como si el pensamiento lo hubiera invocado, y ella retrocedió dando vueltas como una hélice, con el cabello volando en un abanico que reflejó destellos de luz roja primero y azul después. Oí que varias chicas sofocaban exclamaciones de asombro. Apresé a Sadie y doblé una pierna con ella arqueada sobre mi brazo, esperando con todas mis fuerzas que mi rodilla no reventara. No lo hizo.

Me levanté. Ella me acompañó. Se despegó, después regresó a mis brazos. Bailamos bajo las luces.

El baile es vida.

 

 

7

 

La fiesta terminó a las once, pero el Sunliner no enfiló el camino de entrada de la casa de Sadie hasta las doce y cuarto de la madrugada del domingo. Una de las cosas que nadie te cuenta acerca del glamouroso trabajo de vigilar un baile de adolescentes es que las carabinas han de asegurarse de que todo quede recogido y guardado una vez que la música deja de sonar.

Ninguno de los dos hablamos mucho en el trayecto de vuelta. Aunque Donald pinchó varias melodías tentadoras y los chicos nos dieron la lata para que volviéramos a bailar el swing, rehusamos. Una vez era memorable; dos veces habría sido indeleble, y quizá no muy buena idea en una ciudad pequeña. Para mí ya era un recuerdo imborrable. No podía evitar pensar en la sensación de tenerla entre mis brazos o en su rápida respiración en mi rostro.

Apagué el motor y me volví hacia ella.

Ahora me dirá «Gracias por echarme un cable» o «Gracias por esta maravillosa velada», y eso será todo.

Pero no dijo ninguna de esas cosas. No dijo nada. Se limitó a mirarme. El cabello sobre los hombros. Los dos botones superiores de la camisa de tejido Oxford bajo el vestido desabrochados. El centelleo de los pendientes. Entonces nos echamos uno en brazos del otro, primero tanteándonos, después estrechándonos con fuerza. Nos besamos, pero aquello era más que besarse. Era como comer cuando has estado hambriento, como beber cuando has estado sediento. Olía su perfume y debajo del perfume su sudor limpio y probé el sabor del tabaco, tenue pero aún acre, en sus labios y en su lengua. Sus dedos se deslizaron por mi pelo (un meñique me hizo cosquillas un instante en el lóbulo de la oreja y me estremecí) y se unieron en la nuca. Sus pulgares se movían, se movían. Rozándome la piel desnuda del cuello que en otro tiempo, en otra vida, habría estado cubierta de pelo. Deslicé mi mano debajo y alrededor de la plenitud de su pecho y ella susurró:

—Oh, gracias, creí que iba a caerme.

—Un placer —aseguré, y apreté con delicadeza.

Nos besuqueamos tal vez durante cinco minutos, respirando cada vez más fuerte a medida que las caricias crecían en atrevimiento. El parabrisas de mi Ford se empañó. Entonces me apartó y vi que tenía las mejillas mojadas. ¿Cuándo, en el nombre de Dios, había empezado a llorar?

—George, lo siento —dijo—. No puedo. Estoy demasiado asustada. —El vestido se arrugaba en su regazo, revelando los ligueros, el dobladillo de la enagua, la espuma de encaje de sus medias. Se estiró la falda por debajo de las rodillas.

Imaginé que se debía a lo de estar casada; aunque el matrimonio se hubiera roto, estábamos a mediados del siglo veinte, no a principios del veintiuno, y aquí todavía importaba. O quizá se debiera a los vecinos. Las casas parecían oscuras y dormidas, pero uno nunca puede afirmarlo con certeza; en las ciudades pequeñas, los nuevos predicadores y los nuevos maestros siempre son interesantes temas de conversación. Resultó que me equivocaba en ambas suposiciones, pero no había manera de que pudiera saberlo.

—Sadie, no tienes que hacer nada que no quieras. Yo no…

—No lo entiendes. No es que no quiera. No es eso por lo que estoy asustada. Es porque nunca lo he hecho.

Sin darme a tiempo a decir nada, salió del coche y corrió hacia la casa hurgando en el bolso en busca de la llave. No miró atrás.

 

 

8

 

Llegué a casa a la una menos veinte y cuando salí del garaje iba caminando con mi propia versión del Síndrome de las Pelotas Azules. No había hecho más que encender las luces de la cocina cuando el teléfono empezó a sonar. En 1961 aún faltan cuarenta años para el identificador de llamadas, pero solo existía una persona que me llamaría a esa hora y después de esa noche.

—¿George? Soy yo. —Parecía serena, pero su voz era espesa. Había estado llorando. Y fuerte, a juzgar por el sonido.

—Hola, Sadie. No tuve la oportunidad de darte las gracias por una velada tan agradable. Durante el baile y después.

—Yo también lo he pasado bien. Hacía mucho tiempo que no bailaba. Casi me da miedo contarte con quién aprendí el lindy.

—Bueno, yo aprendí con mi ex mujer. Supongo que tú aprendiste con tu distante marido. —Pero no se trataba de una suposición; así funcionaban las cosas. Ya no me sorprendían, pero mentiría si os dijera que llegué a acostumbrarme a ese extraño repiqueteo de los acontecimientos.

—Sí. —Su tono era apagado—. Él. John Clayton, de los Clayton de Savannah. Y distante es la palabra correcta, porque es un hombre que vive en otro mundo.

—¿Cuánto tiempo llevas casada?

—Una eternidad y un día. Eso si es que quieres llamar matrimonio a lo que teníamos, claro. —Se rió. Era la risa de Ivy Templeton, llena de humor y desesperación—. En mi caso, una eternidad y un día suman poco más de cuatro años. Cuando terminen las clases en junio haré un discreto viaje a Reno. Buscaré un trabajo temporal de camarera o algo. El requisito de residencia es de seis semanas, lo que significa que a finales de julio o principios de agosto podré pegarle un tiro a este… chiste en el que me metí… como a un caballo con una pata rota.

—Puedo esperar —dije, pero en cuanto las palabras brotaron de mi boca me cuestioné su veracidad. Porque los actores empezaban a congregarse entre bastidores y la obra pronto se iniciaría. Para junio de 1962, Lee Oswald ya estaría de regreso en Estados Unidos, viviendo primero con Robert y la familia de Robert y luego con su madre. En agosto se mudaría a Mercedes Street en Fort Worth y trabajaría de soldador en la cercana Leslie Welding Company, montando ventanas de aluminio y la clase de contrapuertas que podía personalizarse con las iniciales.

—Estoy segura de que yo no podré. —Hablaba con una voz tan baja que tuve que aguzar el oído—. Era una novia virgen a los veintitrés y ahora soy una separada virgen a los veintiocho. Como dicen en mi tierra, eso es mucho tiempo para que el fruto siga colgando del árbol, sobre todo cuando la gente (tu propia madre, por ejemplo) presupone que has empezado a practicar el tema de las abejas y los pájaros hace cuatro años. Nunca se lo he explicado a nadie, y si lo cuentas, creo que me moriré.

—Quedará entre nosotros, Sadie. Ahora y siempre. ¿Era impotente?

—No exact… —Se interrumpió. Por un momento solo hubo silencio. Cuando volvió a hablar, su voz estaba llena de horror—. George… ¿esta es una línea compartida?

—No. Por tres cincuenta más al mes, esta nena es toda mía.

—Gracias a Dios. Pero aun así no es un tema que se deba hablar por teléfono. Y, desde luego, tampoco en Al’s Diner comiendo una Berrenburguesa. ¿Quieres venir a cenar? Podemos hacer un picnic en el patio de atrás. Pongamos… ¿alrededor de las cinco?

—Me parece estupendo. Llevaré un bizcocho, o algo.

—No es eso lo que quiero que traigas.

—Entonces, ¿qué?

—No puedo decirlo por teléfono, aunque no sea una línea compartida. Algo que se compra en una farmacia. Pero no lo compres en Jodie.

—Sadie…

—No digas nada, por favor. Voy a colgar y a mojarme la cara con agua fría. La tengo como si estuviera ardiendo.

Sonó un clic en mi oído. Ella se había ido. Me desvestí y me metí en la cama, donde yací despierto durante mucho tiempo, cavilando profundos pensamientos. Sobre el tiempo y el amor y la muerte.