CAPÍTULO 15

 

 

1

 

A las diez de la mañana del domingo, salté al Sunliner y conduje treinta kilómetros hasta Round Hill. En la avenida principal había una farmacia que estaba abierta, pero divisé una pegatina en la puerta con la leyenda RUGIMOS POR LOS LEONES DE DENHOLM y recordé que Round Hill formaba parte del Distrito Consolidado Cuatro. Me dirigí a Kileen. Allí, un farmacéutico de edad avanzada que presentaba un espeluznante, aunque probablemente casual, parecido con el señor Keene de Derry me guiñó un ojo al entregarme una bolsa de papel marrón y el cambio.

—No haga nada que vaya en contra de la ley, hijo.

Le devolví el guiño de la manera como se esperaba y regresé a Jodie. Aunque había trasnochado, cuando intenté echarme una siesta ni siquiera me acerqué a las puertas del sueño. De modo que salí y, después de todo, compré un bizcocho en la Weingarten’s. Tenía pinta de pastel de domingo, seco y duro, pero no me importaba, e intuía que a Sadie tampoco. Picnic o no picnic, estaba bastante seguro de que la comida no era el punto principal en la agenda del día. Cuando llamé a la puerta, un enjambre entero de mariposas me revoloteaba en el estómago.

El rostro de Sadie estaba limpio de maquillaje. Ni siquiera se había pintado los labios. Los ojos se veían grandes, oscuros, atemorizados. Por un momento tuve la certeza de que me daría con la puerta en las narices, huiría a la carrera tan rápido como se lo permitieran sus largas piernas y ahí acabaría todo.

Pero no corrió.

—Entra —me invitó—. He preparado ensalada de pollo. —Empezaron a temblarle los labios—. Espero que te guste… te guste mu-mucho m-mi… mi…

Las rodillas se le doblaron. Dejé caer en el suelo la caja que contenía el bizcocho y la agarré. Pensé que se desmayaría, pero no. Me echó los brazos alrededor del cuello y se estrechó con fuerza, como se aferraría a un tronco flotante una mujer que se ahoga. Noté las vibraciones de su cuerpo. Di un paso y pisé el maldito bizcocho. Después lo hizo ella. Chof.

—Estoy asustada —dijo—. ¿Y si no soy buena?

—¿Y si no lo soy yo? —No se trataba en absoluto de una broma. Había pasado mucho tiempo. Cuatro años como mínimo.

No dio la impresión de que me hubiera oído.

—Él nunca me quiso. No de la manera que yo esperaba, y su manera es la única que conozco. Los tocamientos, después la escoba.

En el nombre de Dios, ¿qué…?

—Cálmate, Sadie. Respira hondo.

—¿Has ido a la farmacia?

—Sí, en Kileen. Pero no tenemos que…

—Sí. Sí tengo. Antes de que pierda el poco valor que me queda. Vamos.

Su dormitorio se encontraba al final del pasillo. Era espartano: una cama, una mesa, un par de cuadros en las paredes, cortinas de cretona que danzaban con el suave aliento del aparato de aire acondicionado de la ventana, encendido al mínimo. Otra vez empezaron a cederle las rodillas y otra vez la agarré. Era una extraña forma de bailar swing. En el suelo incluso estaban marcados los famosos pasos de Arthur Murray. El bizcocho. La besé y sus labios se abrocharon a los míos, secos y frenéticos.

La empujé con cuidado y la afiancé contra el armario. Me miró con solemnidad, con el cabello caído sobre los ojos. Se lo peiné hacia atrás y luego —con mucha delicadeza— empecé a lamerle los labios secos con la punta de la lengua. Lo hice despacio, asegurándome de alcanzar las comisuras.

—¿Mejor? —pregunté.

Ella no contestó con la voz sino con la lengua. Sin presionar mi cuerpo contra el suyo, empecé a explorar su larga figura con la mano, muy despacio, sintiendo los rápidos latidos de su pulso a ambos lados de la garganta, descendiendo a su escote, a sus senos, a su vientre, por la lisa inclinación de su hueso púbico, bordeando una nalga, descendiendo después al muslo. La tela de sus vaqueros susurró bajo la palma de mi mano. Ella se inclinó hacia atrás y su cabeza golpeó la puerta.

—¡Oh! —exclamé—. ¿Estás bien?

Cerró los ojos.

—Estoy bien. No pares. Bésame un poco más. —Meneó la cabeza—. No, no me beses. Mis labios. Lámeme otra vez. Me gusta eso.

Obedecí. Suspiró y sus dedos resbalaron bajo mi cinturón en la parte baja de la espalda. Después, buscaron la hebilla.

 

 

2

 

Quería ir rápido, cada fibra de mi ser imploraba a gritos velocidad, pidiendo que me sumergiera dentro, anhelando esa sensación de perfecto acoplamiento que es la esencia del acto, pero fui despacio. Al menos al principio. Entonces ella dijo:

—No me hagas esperar, ya he aguantado suficiente.

Así que besé la sudorosa concavidad de su sien e impulsé mis caderas hacia delante. Como si estuviéramos bailando una versión horizontal del madison. Ella jadeó, se retiró un poco, y luego levantó sus propias caderas para encontrarme.

—¿Sadie? ¿Todo bien?

—Ohdiosmíosí —musitó, y yo reí. Abrió los ojos y me miró con curiosidad y esperanza—. ¿Ha acabado o hay más?

—Un poco más —respondí—. No sé cuánto. No he estado con una mujer desde hace mucho tiempo.

Resultó que hubo bastante más. En tiempo real, solo unos minutos, pero a veces el tiempo es diferente; nadie lo sabía mejor que yo. Hacia el final empezó a jadear:

—¡Oh cielos, Dios bendito, oh cielos cielos, oh cariño!

El sonido de ávido descubrimiento en su voz me llevó al límite, así que no fue completamente simultáneo, pero unos segundos después ella levantó la cabeza y hundió el rostro en el hueco de mi hombro. Su mano cerrada en un puño me golpeó en el omoplato una vez, dos veces… luego se abrió como una flor y yació inmóvil. Se derrumbó sobre la almohada. Me miró fijamente, con ojos como platos y una expresión de estupor que daba un poco de miedo.

—Me he corrido —anunció.

—Ya lo he notado.

—Mi madre me contó que eso no les pasaba a las mujeres, solo a los hombres. Decía que el orgasmo femenino era un mito. —Soltó una risa temblorosa—. Dios mío, lo que se estaba perdiendo.

Se incorporó sobre un codo, tomó mi mano y se la llevó al pecho. Debajo, su corazón palpitaba y palpitaba.

—Dígame, señor Amberson, ¿cuánto falta para poder repetirlo?

 

 

3

 

El sol enrojecido se hundía en la eterna niebla de petróleo y gas en el oeste. Sadie y yo nos sentamos en el diminuto patio de atrás bajo una vieja pacana y comimos ensalada de pollo y bebimos té helado. Nada de bizcocho, claro. El bizcocho había quedado siniestro total.

—¿Te molesta tener que ponerte…, ya sabes, eso de la farmacia?

—No, está bien —dije. En realidad no lo estaba, y nunca lo había estado. Entre 1961 y 2011 se producirían mejoras en innumerables productos estadounidenses, pero fiaos de la palabra de Jake: los condones prácticamente no han variado. Puede que tengan nombres más llamativos e incluso componentes de sabores (para aquellos con gustos peculiares), pero continuaban siendo un corsé que uno se ceñía sobre el pito.

—Antes tenía un diafragma —dijo ella.

A falta de una mesa de picnic, había extendido una manta sobre la hierba. Alcanzó un recipiente de Tupperware que contenía los restos de una ensalada de pepino y cebolla, y empezó a juguetear con la tapa, ahora la abría, ahora la cerraba, una manifestación de ansiedad que algunos habrían considerado freudiana. Yo incluido.

—Me lo dio mi madre una semana antes de que Johnny y yo nos casáramos. Hasta me explicó cómo se ponía, aunque no me miró ni una sola vez a los ojos, y si le hubiera caído una gota de agua en la mejilla, estoy segura de que habría chisporroteado. «No te quedes preñada en los primeros dieciocho meses», me dijo. «Y si puedes hacerle esperar dos años, mejor. De esa forma podrás vivir con su salario y ahorrar el tuyo.»

—No es el peor consejo del mundo. —Me mostraba cauto. Nos hallábamos en un campo de minas, y ella lo sabía tan bien como yo.

—Johnny es profesor de ciencias. Es alto, pero no tanto como tú. Estaba cansada de ir a los sitios con hombres más bajos que yo, y creo que por esa razón accedí a salir con él la primera vez que me lo pidió. Con el tiempo se convirtió en una costumbre. Se portaba bien conmigo y no era de los que al final de la noche les crecen un par de manos extra. Por entonces confundía esas cosas con el amor. Era un poco ingenua, ¿verdad?

Hice un gesto de así, así con la mano.

—Nos conocimos en la Universidad de Georgia del Sur y luego conseguimos trabajo en el mismo instituto en Savannah. Era mixto, pero privado. Estoy segura de que su padre tiró de un par de hilos para que ocurriera. Los Clayton no tienen dinero (ahora ya no, aunque en otro tiempo lo tuvieron), pero aún forman parte de la alta sociedad de Savannah. Pobres pero refinados, ¿sabes?

No sabía —las cuestiones de quién era quién en la alta sociedad nunca fueron importantes en mi época de crío—, pero murmuré un asentimiento. Ella había pasado mucho tiempo incubando aquello y ahora parecía casi hipnotizada.

—Bueno, pues tenía un diafragma, sí, en una cajita muy femenina, con una rosa en la tapa. Nunca lo utilicé. Nunca lo necesité. Al final lo tiré a la basura después de uno de esos escapes. Así lo llamaba él, escape. «Tengo que darle un escape», solía decir. Después venía la escoba. ¿Entiendes?

No entendía nada en absoluto.

Sadie se echó a reír, y de nuevo me recordó a Ivy Templeton.

—¡Dos años, dijo! ¡Podríamos haber esperado veinte y sin necesidad de diafragma!

—¿Qué pasaba? —La agarré ligeramente por la parte superior de los brazos—. ¿Te pegaba? ¿Te pegaba con el mango de una escoba? —Existía otra manera de utilizar un mango de escoba (había leído Última salida Brooklyn), pero no parecía que se tratara de eso. Ella había sido virgen, de acuerdo; la prueba estaba en las sábanas.

—No —respondió—. La escoba no era para pegarme, George. Creo que no puedo seguir hablando de esto. Ahora no. Me siento…, no sé…, como una botella de gaseosa que han agitado. ¿Sabes lo que quiero?

Lo sospechaba; sin embargo, me comporté con corrección y pregunté.

—Quiero que me lleves adentro y me quites el tapón. —Levantó los brazos por encima de la cabeza y se estiró. No se había molestado en ponerse otra vez el sujetador, de modo que pude ver sus pechos elevarse bajo la blusa. A la última luz del día, los pezones proyectaban diminutas sombras, como signos de puntuación, en la tela.

—Hoy no quiero revivir el pasado. Hoy solo quiero burbujear —dijo ella.

 

 

4

 

Una hora más tarde vi que estaba adormilada. Le di un beso en la frente y otro en la nariz para despertarla.

—Tengo que irme, aunque solo sea para sacar mi coche de tu entrada antes de que tus vecinos empiecen a llamar a sus amigos.

—Supongo que sí. Los Sanford viven al lado, y Lila Sanford es la bibliotecaria estudiante del mes.

Y no me cabía duda de que el padre de Lila pertenecía al consejo escolar, pero no lo mencioné. Sadie resplandecía y no había necesidad de estropearlo. Por cuanto los Sanford sabían, nosotros estábamos sentados en el sofá, rodilla contra rodilla, esperando a que terminara Daniel el Travieso y diera comienzo el show de Ed Sullivan. Si a las once de la noche mi coche continuaba en la entrada de la casa de Sadie, su percepción podría cambiar.

Ella me observó mientras me vestía.

—¿Qué va a suceder ahora, George? Con nosotros.

—Yo quiero estar contigo si tú quieres estar conmigo. ¿Es eso lo que deseas?

Se sentó, con la sábana formando un charco alrededor de su cintura, y alargó el brazo en busca de sus cigarrillos.

—Muchísimo, pero estoy casada, y eso no cambiará hasta el próximo verano en Reno. Si intentara conseguir una anulación, Johnny batallaría. Demonios, sus padres batallarían.

—Si somos discretos, todo saldrá bien. Pero tenemos que ser discretos. Lo sabes, ¿verdad?

Ella rió y encendió el cigarrillo.

—Oh, sí. Lo sé.

—Sadie, ¿has tenido problemas de disciplina en la biblioteca?

—¿Eh? Algunos, claro. Los normales. —Se encogió de hombros; sus pechos se balancearon y deseé no haberme vestido tan rápido. Aunque, por otra parte, ¿a quién pretendía engañar? Puede que James Bond hubiera estado listo para una tercera ronda, pero Jake/George había sido eliminado de la competición.

—Soy la chica nueva de la escuela. Me están poniendo a prueba. Son como un grano en el culo, pero ya me lo esperaba. ¿Por qué?

—Creo que tus problemas están a punto de resolverse. A los estudiantes les encanta que los profesores se enamoren. Incluso a los chicos. Para ellos es como un programa de la tele.

—Entonces, ¿sabrán que nosotros…?

Lo medité.

—Algunas de las chicas sí. Las que tengan más experiencia.

Echó el humo con un bufido.

—Genial. —Sin embargo, no parecía disgustada del todo.

—¿Qué tal si algún día vamos a cenar al Saddle en Round Hill? Así la gente se acostumbrará a vernos como pareja.

—De acuerdo. ¿Mañana?

—No, mañana tengo algo que hacer en Dallas.

—¿Investigar para tu libro?

—En efecto. —Henos aquí, recién salidos de fábrica, y ya estaba mintiendo. No me gustaba, pero no vi forma de sortearlo. En cuanto al futuro…, en ese momento me negaba a pensar en ello. Tenía mi propia aureola que proteger—. ¿El martes?

—Sí. Y… George…

—¿Qué?

—Tenemos que encontrar una manera de seguir haciéndolo.

Sonreí.

—El amor encontrará el camino.

—Me parece que esta parte es más lujuria.

—Ambas cosas, quizá.

—Eres un hombre dulce, George Amberson.

Joder, hasta el nombre era falso.

—Te contaré lo mío con Johnny cuando pueda. Y si quieres oírlo.

—Quiero. —Lo consideraba necesario. Para que aquello funcionara, tenía que comprender. A ella. A él. El asunto de la escoba—. Cuando estés preparada.

—Como a nuestra estimada directora le gusta decir: «Estudiantes, esto supondrá un desafío pero merecerá la pena».

Me eché a reír.

Aplastó la colilla del cigarrillo.

—Hay algo que me pregunto. ¿La señorita Mimi aprobaría lo nuestro?

—Estoy convencido.

—Yo también lo creo. Conduce con cuidado, cariño. Y será mejor que te lleves esto. —Señalaba la bolsa de papel de la farmacia Kileen, encima de la cómoda—. Si vienen visitas entrometidas de las que fisgan en el armario de las medicinas después de hacer pipí, tendría que dar unas cuantas explicaciones.

—Buena idea.

—Pero tenlos a mano, cariño.

Y me guiñó un ojo.

 

 

5

 

De camino a casa, me sorprendí pensando en esos condones. Marca Troyano… y con estrías para proporcionarle placer a ella, según la caja. La dama en cuestión ya no tenía un diafragma (aunque supuse que podría conseguir uno en su próximo viaje a Dallas), y las píldoras anticonceptivas no serían un producto muy extendido hasta dentro de un año o dos. Incluso entonces, si recordaba correctamente mi curso de sociología moderna, los médicos las recetarían con precaución. De modo que por ahora no quedaba otra alternativa que los Troyano. No me los ponía por el placer de ella, sino para no hacerle un bebé. Lo cual resultaba asombroso si uno consideraba que yo no nacería hasta quince años después.

Pensar en el futuro es confuso en todos los sentidos.

 

 

6

 

La tarde siguiente repetí visita al establecimiento de Silent Mike. El letrero en la puerta estaba girado en la posición de CERRADO y el lugar parecía desierto, pero cuando llamé, mi colega electrónico me dejó entrar.

—Justo a tiempo, señor Nadie, justo a tiempo —saludó—. Veamos qué opina. Por mi parte, creo que me he superado a mí mismo.

Me quedé esperando al lado de la vitrina repleta de transistores mientras él desaparecía en la trastienda. Regresó portando una lámpara en cada mano. Las pantallas estaban roñosas, como si hubieran sido toqueteadas por incontables dedos llenos de mugre. La base de una estaba astillada, de modo que se aguantaba ladeada sobre el mostrador: la Lámpara Inclinada de Pisa. Eran perfectas, y así se lo comenté. Sonrió de oreja a oreja y puso dos gramófonos embalados junto a las lámparas. Añadió una bolsa fruncida con un cordón que contenía varios fragmentos de cable tan fino que parecía casi invisible.

—¿Quiere un breve tutorial?

—Creo que lo tengo dominado —respondí, y deposité cinco billetes de veinte en el mostrador. Me sentí ligeramente conmovido cuando intentó devolverme uno.

—El precio acordado fue de ciento ochenta.

—Los otros veinte son para que olvide que alguna vez he estado aquí.

Lo meditó durante un instante y a continuación situó el pulgar sobre el billete descarriado y lo atrajo hacia el grupo con sus otros amiguitos verdes.

—Ya está olvidado. ¿Por qué no lo considero una propina?

Mientras metía el material en una bolsa de papel marrón, me asaltó una mera curiosidad y le planteé una pregunta.

—¿Kennedy? Yo no voté por él, pero mientras no reciba órdenes del Papa, creo que lo conseguirá. El país necesita sangre joven. Estamos en una nueva era, ¿sabe?

—Si viniera a Dallas, ¿cree que le iría bien?

—Puede, aunque es difícil de asegurar. En conjunto, si yo fuera él, me quedaría al norte de la línea Mason-Dixon.

Sonreí burlonamente.

—¿Donde todo duerme en derredor entre astros que esparcen su luz?

Silent Mike (Holy Mike) dijo:

—No empiece.

 

 

7

 

En la sala de profesores de la planta baja había un casillero para el correo y los anuncios de la escuela. El martes por la mañana, durante mi hora libre, encontré un pequeño sobre sellado en mi compartimiento.

 

Querido George:

Si todavía quieres llevarme a cenar esta noche, tendrá que ser a eso de la cinco, porque esta semana y la siguiente tendré que levantarme temprano para preparar la Subasta Otoñal de Libros. A lo mejor podríamos ir a mi casa para el postre.

Tengo bizcocho, por si te apetece un trozo.

 

SADIE

 

—¿De qué te ríes, Amberson? —preguntó Danny Laverty, que se encontraba corrigiendo deberes con una ojerosa intensidad que sugería resaca—. Cuéntame, me vendría bien echarme unas risas.

—Nada —respondí—. Es un chiste privado. No lo pillarías.

 

 

8

 

Pero nosotros lo pillamos; «bizcocho» se convirtió en nuestra palabra para el sexo, y ese otoño comimos en abundancia.

Fuimos discretos, aunque, por supuesto, cierto número de personas se enteró de lo que se cocía. Probablemente circularon los chismorreos, pero no se originó ningún escándalo. La gente de las ciudades pequeñas raramente es gente mezquina. Conocían la situación de Sadie, al menos a grandes rasgos, y entendían que no podíamos hacer pública nuestra relación, al menos durante una temporada. Ella no venía a mi casa; eso habría suscitado habladurías inapropiadas. Yo nunca me quedaba en la suya hasta después de las diez; eso también habría suscitado habladurías inapropiadas. No existía la posibilidad de meter mi Sunliner en el garaje de Sadie y pasar allí la noche porque su Volkswagen Escarabajo, aun pequeño como era, ocupaba casi todo el espacio de pared a pared. En cualquier caso, tampoco lo habría hecho, pues alguien se habría enterado. En las ciudades pequeñas, tales cosas siempre se saben.

Yo la visitaba después de las clases. Me dejaba caer para lo que ella llamaba merienda-cena. A veces íbamos al Al’s Diner y cenábamos Berrenburguesas o filetes de siluro; a veces íbamos al Saddle; en dos ocasiones la llevé al baile del sábado noche en la Alquería local. Veíamos películas en el Gem de la ciudad o en el Mesa de Round Hill o en el Autocine Starlite de Kileen (que los chavales llamaban la «carrera de submarinos»). En un restaurante elegante como el Saddle, ella a veces tomaba una copa de vino antes de la cena y yo una cerveza durante la cena, pero nos cuidábamos de no dejarnos ver en ninguna de las tabernas locales y, desde luego, no pisábamos el Gallo Rojo, el único e inigualable bar negro de carretera de Jodie, un lugar del que nuestros alumnos hablaban con añoranza y temor reverencial. Estábamos en 1961 y la segregación por fin se estaba mitigando en el centro —los negros habían ganado el derecho a sentarse en las barras de comida Woolworth en Dallas, Fort Worth y Houston—, pero los maestros no bebían en el Gallo Rojo. No si querían mantener su empleo. Jamás-jamás-jamás.

Cuando hacíamos el amor en el dormitorio de Sadie, ella siempre dejaba unos pantalones, un suéter y un par de mocasines en su lado de la cama. Lo llamaba su conjunto de emergencia. La única vez que el timbre de la puerta sonó mientras nos encontrábamos desnudos (un estado que ella se había aficionado a llamar «de flagrante delicia»), se enfundó esas prendas en diez segundos exactos. Cuando regresó, reía entre dientes y blandía un ejemplar de La Atalaya.

—Testigos de Jehová. Les he dicho que ya estaba salvada y se han marchado.

En una ocasión, mientras devorábamos filetes de jamón en la cocina después de la consumación, comentó que nuestro noviazgo le recordaba a aquella película con Audrey Hepburn y Gary Cooper, Ariane.

—A veces me pregunto si sería mejor por la noche. —Hablaba con cierta melancolía—. Cuando lo hace la gente normal.

—Tendremos oportunidad de averiguarlo —aseguré—. No flaquees, muñeca.

Sonrió y me besó en la comisura de la boca.

—Me encantan las frases que te inventas, George.

—Oh, sí —contesté con ironía—. Soy muy original.

Apartó el plato a un lado.

—Estoy lista para el postre. ¿Y tú?

 

 

9

 

No muchos días después de que los Testigos de Jehová vinieran a llamar a casa de Sadie —esto debió de ser a principios de noviembre, porque ya había terminado de elegir el reparto de mi versión de 12 hombres sin piedad—, estaba rastrillando el césped cuando alguien dijo:

—Hola, George, ¿cómo te va?

Me volví y allí estaba Deke Simmons, ahora viudo por segunda vez. Se había quedado en México más tiempo del que nadie habría esperado, y justo cuando la gente empezaba a creer que se establecería definitivamente allí, había regresado. Esa era la primera vez que yo lo veía. Estaba muy moreno, pero demasiado delgado. La ropa le iba holgada, y su cabello —de un color gris férreo el día de la recepción nupcial— se había teñido casi totalmente de blanco y raleaba en la coronilla.

Solté el rastrillo y corrí hacia él. Me proponía estrecharle la mano, pero lo que hice fue darle un abrazo. Se llevó un susto —en 1961, los Hombres De Verdad No Se Abrazan—, pero al instante se echó a reír.

Estiré los brazos, agarrándolo todavía.

—¡Tienes un aspecto estupendo!

—Buen intento, George. Aunque me siento mejor que antes. La muerte de Meems… sabía que iba a pasar, pero eso no evitó que me quedara fuera de combate. La cabeza nunca se impone sobre el corazón en estos asuntos, imagino.

—Entra a tomar una taza de café.

—Me encantaría.

Hablamos sobre su estancia en México. Hablamos sobre el instituto. Hablamos sobre el imbatido equipo de fútbol y la próxima función de otoño. Entonces dejó la taza y anunció:

—Ellen Dockerty me pidió que te transmitiera unas palabras sobre tu relación con Sadie Clayton.

Oh-oh. Y yo que había pensado que lo estábamos haciendo tan bien…

—Ella responde ahora al nombre de Dunhill. Es su apellido de soltera.

—Conozco su situación desde que la contratamos. Es una chica estupenda y tú eres un hombre estupendo, George. Basándome en lo que me cuenta Ellie, estáis manejando una situación difícil con extremada mesura.

Me relajé un poco.

—Ellie está casi segura de que ninguno de los dos conocéis los Bungalows Candlewood, a las afueras de Kileen. Le incomodaba la idea de decírtelo, por eso me pidió que lo hiciera yo.

—¿Bungalows Candlewood?

—Yo solía llevar allí a Meems muchos sábados por la noche. —Jugueteaba nerviosamente con la taza de café con manos que ahora parecían demasiado grandes para su cuerpo—. Los regentan un par de maestros retirados de Arkansas o de Alabama. Da igual, de un estado que empieza por A. Maestros varones retirados, ¿entiendes lo que quiero decir?

—Creo que te sigo, sí.

—Son unos tipos simpáticos, muy reservados en lo concerniente a su relación y a las relaciones de algunos de sus huéspedes. —Levantó la vista de la taza de café. Se había ruborizado ligeramente, pero también sonreía—. No se trata de un motelucho por horas, si es lo que estás pensando. Todo lo contrario. Las habitaciones son bonitas, tiene un precio razonable, y carretera abajo hay un pequeño restaurante típico regional. A veces una chica necesita un sitio así, y tal vez también un hombre. De ese modo no han de andarse con tanta prisa. Y no se sienten degradados.

—Gracias —dije.

—No hay de qué. Mimi y yo pasamos muchas noches agradables en los Candlewood. A veces lo único que hacíamos era ver la tele en pijama antes de acostarnos, pero a cierta edad eso puede ser tan bueno como todo lo demás. —Esbozó una sonrisa llena de tristeza—. O casi. Nos dormíamos escuchando a los grillos. A veces algún coyote aullaba, muy en la distancia, en las praderas de salvia. A la luna, ¿sabes? De verdad que lo hacen. Aúllan a la luna.

Se sacó un pañuelo del bolsillo trasero con la lentitud de un anciano y se restregó las mejillas.

Le ofrecí la mano y Deke la tomó.

—Tú le gustabas, aunque nunca supo descifrar qué había en ti. Decía que le recordabas a la forma en que solían presentar a los fantasmas en esas películas antiguas de los años treinta. «Es brillante y reluciente, pero es como si no estuviera del todo aquí», decía.

—No soy un fantasma —aseguré—. Te lo prometo.

Él sonrió.

—¿No? Por fin encontré tiempo para comprobar tus referencias. Fue cuando ya estabas haciendo suplencias con nosotros y después del formidable trabajo con la obra de teatro. Las del Distrito Escolar de Sarasota son buenas, pero aparte de ahí… —Sacudió la cabeza, aún sonriendo—. Y tu título de licenciado es de una fábrica de Oklahoma.

Aclararme la garganta no sirvió de ayuda. No podía hablar en absoluto.

—¿Y a mí qué me importa?, te preguntarás. No mucho. Hubo una época en esta parte del mundo en que cualquier hombre que entrara en la ciudad con unos cuantos libros en sus alforjas, lentes en la nariz y una corbata en el cuello podía conseguir que le contrataran como maestro de por vida. Tampoco es que fuera hace demasiado tiempo. Tú eres un profesor del copón. Los chavales lo saben, yo lo sé, y Meems también lo sabía. Y eso me importa mucho.

—¿Ellen está enterada de que falsifiqué mis otras referencias? —Porque Ellen Dockerty era la directora en funciones, y una vez que el consejo se reuniera en enero, el puesto sería suyo de forma permanente. No había más candidatos.

—No, y no se enterará, al menos por mi parte. No me parece que necesite saberlo. —Se levantó—. Pero sí hay una persona que necesita conocer la verdad acerca de dónde has estado y qué has hecho en el pasado, y esa es cierta dama bibliotecaria. Si es que vas en serio con ella, claro está. ¿Vas en serio?

—Sí —confirmé, y Deke asintió como si eso bastara para arreglarlo todo.

Ojalá.

 

 

10

 

Gracias a Deke Simmons, Sadie finalmente averiguó cómo era hacer el amor después de la puesta de sol. Al preguntarle, me dijo que había sido maravilloso.

—Pero aún me hace más ilusión despertarme por la mañana a tu lado. ¿Oyes el viento?

Lo oía. Ululaba a través de los aleros.

—¿No es acogedor ese sonido?

—Sí.

—Ahora voy a decir una cosa. Espero que no te haga sentir incómodo.

—Dime.

—Creo que estoy enamorada de ti. Quizá solo sea sexo. He oído que la gente suele cometer ese error, pero a mí no me lo parece.

—¿Sadie?

—¿Sí? —Intentaba sonreír, pero su rostro reflejaba pavor.

—Yo también te quiero. Sin quizá ni errores.

—Gracias a Dios —dijo, y se acurrucó a mi lado.

 

 

11

 

En nuestra segunda visita a los Bungalows Candlewood, ella estuvo preparada para hablar sobre Johnny Clayton.

—Pero apaga la luz, ¿quieres?

Obedecí a su petición. Fumó tres cigarrillos durante la narración. Hacia el final lloraba a moco tendido, probablemente no tanto por el dolor rememorado como por la vergüenza. Creo que a la mayoría de nosotros nos resulta más fácil confesar que hemos obrado mal que admitir que hemos sido estúpidos. Ella no lo había sido. Existe un mundo de diferencia entre la estupidez y la ingenuidad y, como la mayoría de las muchachas de clase media que alcanzaron la madurez en las décadas de mil novecientos cuarenta y cincuenta, Sadie no sabía prácticamente nada sobre sexo. Me contó que en realidad nunca había contemplado un pene hasta que vio el mío. Había vislumbrado fugazmente el de Johnny, pero cuando él la pillaba mirando, le tapaba con una mano la cara y se la apartaba con un apretón que evitaba fuera doloroso.

—Pero siempre hacía daño —dijo ella—. ¿Entiendes?

John Clayton provenía de una familia religiosa convencional, nada fanática. Él era agradable, atento, razonablemente atractivo. No poseía demasiado sentido del humor (en realidad, no poseía ningún sentido del humor en absoluto), pero parecía adorarla. Los padres de Sadie lo adoraban. Claire Dunhill estaba especialmente loca por Johnny Clayton. Y, por supuesto, era más alto que Sadie, incluso cuando ella se ponía tacones. Tras años de aguantar bromas sobre espárragos, eso cobraba importancia.

—La única cosa alarmante antes del matrimonio era su pulcritud compulsiva —dijo Sadie—. Tenía todos sus libros ordenados por orden alfabético y se alteraba mucho si los cambiabas de sitio. Se ponía nervioso si sacabas uno del estante, podías sentirlo, como una especie de tensión. Se afeitaba tres veces al día y se lavaba las manos continuamente. Cuando alguien le daba la mano, ponía una excusa para salir pitando al lavabo y lavársela lo antes posible.

—Además, los colores de la ropa debían estar coordinados —apunté yo—. En su cuerpo y en el armario, y pobre de la persona que se atreviera a moverla. ¿Colocaba por orden alfabético los productos de la despensa? ¿O se levantaba varias veces por la noche para comprobar que el gas estaba apagado y las puertas cerradas con llave?

Se volvió a mirarme con los ojos muy abiertos e interrogantes en la oscuridad. La cama chirrió amigablemente; sopló una ráfaga de viento; un postigo suelto traqueteó.

—¿Cómo sabes eso?

—Es un síndrome. Trastorno obsesivo compulsivo. TOC, para abreviar. Howard… —Iba a decir: «Howard Hugues padece un caso grave», pero quizá eso no fuera cierto todavía. Aun cuando lo fuera, probablemente la gente aún no lo sabía—. Un viejo amigo mío lo tenía. Howard Temple. Da igual. Sadie, ¿él te hacía daño?

—En realidad no; ni palizas ni puñetazos. Una vez me dio una bofetada, eso es todo. Pero las personas se hieren unas a otras de muchas formas, ¿verdad?

—Sí.

—No podía hablar de ello con nadie. Está claro que con mi madre no. ¿Sabes lo que me dijo el día de mi boda? Que si rezaba media oración antes y media oración durante, todo iría bien. Durante era lo más que ella podía acercarse a la palabra cópula. Intenté hablar con mi amiga Ruthie, pero solo una vez. Fue después de las clases, y me estaba ayudando a recoger la biblioteca. «Lo que pasa tras la puerta del dormitorio no es asunto mío», me dijo. Me callé, porque en realidad no quería hablar de ello. Me daba mucha vergüenza.

Después todo manó en un torrente. Parte de su relato quedó empañado por las lágrimas, pero capté lo esencial. En ciertas noches, quizá una vez por semana, quizá dos, Johnny anunciaba que necesitaba un «escape». Ocurría en la cama, estando acostados uno al lado del otro, ella en camisón (su marido insistía en que fuera opaco), él en calzoncillos bóxer (lo más cerca que ella estuvo jamás de verle desnudo). Entonces él se bajaba la sábana hasta la cintura y ella veía la tienda de campaña que levantaba su erección.

—Una vez él miró la tienda. Solo una vez que yo recuerde. ¿Y sabes qué dijo?

—No.

—«Qué repugnantes somos.» Y después: «Termina rápido para que pueda dormir».

Ella metía la mano bajo la sábana y le masturbaba. Nunca duraba mucho, a veces solo unos segundos. En raras ocasiones le tocaba las tetas mientras ella desempeñaba su función, pero casi siempre mantenía las manos entrelazadas sobre el pecho. Cuando acababa, entraba en el cuarto de baño, se lavaba y volvía a la cama en pantalón de pijama. Tenía siete pares, todos azules.

Después le tocaba a Sadie ir al baño. Le insistía para que se lavara las manos durante tres minutos como mínimo, y con agua tan caliente que le enrojecía la piel. Cuando regresaba a la cama, extendía las palmas frente al rostro de su marido. Si el olor a jabón Lifebuoy no era lo bastante fuerte para complacerle, ella debía repetir la operación.

—Y cuando volvía, allí estaba la escoba…

La ponía encima de la sábana si era verano; sobre las mantas si era invierno. Dividía la cama por la mitad. El lado de él y el lado de ella.

—Si yo estaba inquieta y la movía durante la noche, se despertaba. Daba igual que estuviera profundamente dormido. Y me empujaba de vuelta a mi lado. Con fuerza. Lo llamaba «traspasar la escoba».

La vez que la abofeteó fue cuando ella le preguntó cómo iban a tener hijos si nunca la penetraba.

—Se puso furioso. Por eso me pegó una bofetada. Más tarde se disculpó, pero lo que dijo entonces fue: «¿Crees que me metería en tu agujero infestado de gérmenes para traer niños a este mundo de mierda? Si de todas formas va a estallar por los aires; cualquiera que lea los periódicos lo ve venir: la radiación nos matará. Moriremos con el cuerpo cubierto de llagas y expectorando los pulmones por la boca. Podría suceder cualquier día».

—Jesús. No me extraña que le dejaras, Sadie.

—Solo después de malgastar cuatro años. Tardé todo ese tiempo en convencerme de que merecía más de la vida que ordenar por colores el cajón de los calcetines de mi marido, hacerle pajas dos veces por semana y dormir con una puñetera escoba. Esa fue la parte más humillante, la parte que estaba segura de que jamás podría contar a nadie… porque era rara.

Yo no la consideraba rara. En mi opinión, se encontraba en esa zona crepuscular entre la neurosis y la psicosis absoluta. Pensaba, además, que estaba escuchando la perfecta Fábula de los Años Cincuenta. Uno se imaginaba fácilmente a Rock Hudson y Doris Day durmiendo con una escoba entre ellos. Es decir, si Rock no hubiera sido gay.

—¿Y no ha venido a buscarte?

—No. Solicité trabajo en una docena de colegios e hice que me enviaran las respuestas a un apartado de correos. Me sentía como una mujer que tuviera una aventura, moviéndome furtivamente. Y así es como me trataron mis padres cuando lo averiguaron. Mi padre se ha tranquilizado un poco (creo que sospecha lo mal que estaban las cosas, aunque, claro, no quiere conocer ningún detalle), pero ¿mi madre? Ella no. Está furiosa conmigo. Ha tenido que cambiar de iglesia y dejar el taller de costura de la Sewing Bee. Porque ya no puede ir con la frente alta, dice.

En cierto modo, eso me parecía tan cruel y absurdo como la escoba, pero no lo mencioné. Sin embargo, me interesaba un aspecto distinto del asunto más que los convencionales padres sureños de Sadie.

—¿Clayton no les contó que te habías ido? ¿Lo he pillado bien? ¿Nunca fue a verlos?

—No. Mi madre lo entendía, por supuesto. —El acento sureño de Sadie, por lo general débil, se acentuó—. Yo había avergonzado tanto a ese pobre muchacho que era normal que no quisiera contárselo a nadie. —Renunció a hablar arrastrando las palabras—. No pretendo ser sarcástica. Ella conoce la deshonra y sabe disimular. En estas dos cosas, Johnny y mi madre se encuentran en perfecta armonía. Ellos deberían haberse casado. —Se rió histéricamente—. Seguramente a mamá le habría encantado la escoba.

—¿Nunca recibiste ningún mensaje suyo? ¿Ni siquiera una postal? Algo como: «Eh, Sadie, atemos los cabos sueltos para que podamos seguir con nuestras vidas».

—¿Cómo? No sabe dónde estoy y diría que tampoco le importa.

—¿Se ha quedado con algo que tú quieras? Porque estoy seguro de que un abogado…

Me dio un beso.

—La única cosa que quiero está aquí en la cama conmigo.

Me destapé agitando las piernas y las sábanas acabaron en nuestros tobillos.

—Sadie, mírame.

Ella miró. Y luego, tocó.

 

 

12

 

Me adormilé poco después. No alcancé un estado de somnolencia profundo —aún oía el viento y el traqueteo de los postigos—, pero descendí lo suficiente para soñar. Sadie y yo nos hallábamos en una casa vacía. Estábamos desnudos. Algo se movía en la planta de arriba, un desapacible ruido de fuertes pisadas. Podría estar simplemente caminando de un lado a otro, pero daba la impresión de que había demasiados pies. No me sentía culpable por que fueran a descubrirnos sin ropa. Me sentía aterrado. Escritas con carboncillo en el yeso desconchado de una pared se leían las palabras: MATARÉ AL PRESIDENTE PRONTO. Debajo, alguien había añadido: NO LO BASTANTE LA ENFERMEDAD YA LO DEBORA. Esto último estaba grabado con lápiz de labios oscuro. O quizá con sangre.

Pum, clam, pum.

Por encima de nuestras cabezas.

—Creo que es Frank Dunning —le susurré a Sadie. La así del brazo. Estaba muy frío. Era como asir el brazo de una persona muerta, quizá de una mujer que había sido golpeada hasta la muerte con una maza de hierro.

Sadie negó con la cabeza. Miraba el techo; le temblaba la boca.

Clam, pum, clam.

Caía yeso como polvo tamizado.

—Entonces es John Clayton —susurré.

—No —replicó ella—. Creo que se trata de Míster Tarjeta Amarilla. Ha traído al Jimla.

Sobre nosotros, los pesados pasos se detuvieron abruptamente.

Ella me aferró el brazo y empezó a sacudirlo. Sus ojos le consumían el rostro.

—¡Es eso! ¡Es el Jimla! ¡Y nos ha oído! ¡El Jimla sabe que estamos aquí!

 

 

13

 

—¡Despierta, George! ¡Despierta!

Abrí los ojos. Sadie se inclinaba sobre mí, apoyada sobre un codo, su rostro era un pálido contorno borroso.

—¿Qué? ¿Qué hora es? ¿Ya tenemos que irnos? —Pero aún seguía oscuro y el viento soplaba con fuerza.

—No. Ni siquiera es medianoche. Tenías una pesadilla. —Rió, un poco nerviosa—. ¿Soñabas con fútbol, tal vez? Porque gritabas «Jimla, Jimla».

—¿En serio? —Me incorporé. Se oyó el raspar de una cerilla y su rostro se iluminó momentáneamente cuando se encendió un cigarrillo.

—Sí, en serio. Hablabas de toda clase de cosas.

Aquello pintaba mal.

—¿Como qué?

—No pude distinguir la mayor parte, aunque hubo algo bastante claro: «Derry es Dallas», dijiste. Después lo repetiste a la inversa. «Dallas es Derry.» ¿De qué iba eso? ¿Te acuerdas?

—No. —Sin embargo, resulta difícil mentir de forma convincente cuando acabas de salir de un sueño, incluso de un ligero sopor, y percibí el escepticismo en su rostro. Antes de que la incredulidad pudiera arraigar, aporrearon la puerta. Un cuarto para la medianoche, un golpe en la puerta.

Nos miramos fijamente.

La llamada se repitió.

Es el Jimla. El pensamiento surgió con suma nitidez, con suma certeza.

Sadie dejó el cigarrillo en el cenicero, se envolvió en la sábana y corrió al cuarto de baño sin mediar palabra. La puerta se cerró a su espalda.

—¿Quién es? —pregunté.

—El señor Yorrity, señor…, Bud Yorrity.

Uno de los profesores gays retirados que regentaban el lugar.

Salí de la cama y me enfundé los pantalones.

—¿Cuál es el problema, señor Yorrity?

—Tengo un mensaje para usted, señor. La mujer dijo que era urgente.

Abrí la puerta. Apareció un hombre bajo en un raído albornoz. Su cabello era una nube de rizos encrespados por el sueño. En una mano sujetaba un trozo de papel.

—¿Qué mujer?

—Ellen Dockerty.

Le agradecí las molestias y cerré la puerta. Desdoblé el papel y leí el mensaje.

Sadie salió del baño, aún apretando la sábana. Miraba con ojos muy abiertos y asustados.

—¿Qué ha pasado?

—Ha habido un accidente —dije—. Vince Knowles ha volcado su camioneta a las afueras de la ciudad. Mike Coslaw y Bobbi Jill le acompañaban. Mike salió despedido y se ha roto un brazo. Bobbi Jill tiene un feo corte en la cara, pero Ellie dice que aparte de eso está bien.

—¿Y Vince?

Me acordé de cómo describía todo el mundo la forma de conducir de Vince: como si no existiera el mañana. Ahora no existía. Para él no.

—Está muerto, Sadie.

Se le descolgó la mandíbula.

—¡No puede ser! ¡Solo tiene dieciocho años!

—Lo sé.

La sábana se liberó de sus brazos laxos y formó un charco a sus pies. Se cubrió el rostro con las manos.

 

 

14

 

Mi versión revisada de 12 hombres sin piedad se canceló. Su lugar lo ocupó Muerte de un estudiante, una obra en tres actos: el duelo en la funeraria, el servicio en la Iglesia Metodista de Gracia, el servicio junto a la tumba en el cementerio de West Hill. A esta triste función asistió la ciudad entera, o un número tan próximo que no supone ninguna diferencia.

Los padres y la aturdida hermana pequeña de Vince protagonizaron las honras fúnebres sentados en sillas plegables junto al ataúd. Cuando me acerqué a ellos con Sadie a mi lado, la señora Knowles se levantó y me rodeó con los brazos. Me vi casi superado por el olor a perfume White Shoulders y a antitranspirante Yodora.

—Usted cambió su vida —me susurró al oído—. Me lo dijo él. Por primera vez estaba logrando buenas notas, porque quería actuar.

—Señora Knowles, lo siento tanto… —dije. De pronto, un horrible pensamiento me cruzó la mente y la abracé con fuerza, como si con ello pudiera ahuyentarlo: Quizá sea el efecto mariposa. Quizá Vince esté muerto porque yo vine a Jodie.

El ataúd estaba flanqueado por montajes fotográficos de la breve vida de Vince. Delante se erguía un caballete destinado por entero a una imagen suya con la vestimenta que había llevado en De ratones y hombres y aquel viejo sombrero maltrecho de fieltro, por debajo del cual asomaba su rostro malhumorado e inteligente. Vince no había sido precisamente un buen actor, pero esa foto lo capturaba luciendo una sonrisa de sabiondo absolutamente perfecta. Sadie empezó a sollozar y supe por qué. La vida cambia en un instante. A veces gira en nuestra dirección, pero con más frecuencia rueda lejos de nosotros, flirteando y haciendo señas mientras se marcha: Hasta la vista, cariño, fue bonito mientras duró, ¿verdad?

Y Jodie era bonito, un buen sitio para mí. En Derry me sentía como un intruso, pero Jodie se había convertido en mi casa. He aquí lo que conforma un hogar: el aroma de la salvia y el modo en que las colinas se coloreaban de naranja en verano al cubrirse de gallardías. El sabor velado del tabaco en la lengua de Sadie y las tablas de madera tratadas con aceite de mi sala de estar. Ellie Dockerty preocupándose de enviarnos un mensaje en mitad de la noche, quizá para que pudiéramos regresar a la ciudad sin ser descubiertos, probablemente solo para informarnos. La casi asfixiante mezcla de perfume y desodorante cuando la señora Knowles me abrazó. Mike echándome un brazo alrededor —el que no estaba encerrado en una escayola— en el cementerio y luego apretando la cara contra mi hombro hasta recuperar el control de sí mismo. El feo corte rojo en la mejilla de Bobbi Jill también representa el hogar, y el pensar que, a menos que se sometiera a cirugía plástica (un lujo que su familia no podía permitirse), le dejaría una cicatriz que le recordaría el resto de su vida que una vez vio al chico que vivía calle abajo muerto en la cuneta de una carretera, con la cabeza casi arrancada de los hombros. Hogar es el brazalete negro que Sadie llevó, que yo llevé, que el profesorado entero llevó durante la semana siguiente. Y Al Stevens fijando una foto de Vince en el ventanal de su restaurante. Y las lágrimas de Jimmy LaDue al plantarse delante de la escuela entera y dedicar la temporada, que terminaron imbatidos, a Vince Knowles.

Y también otras cosas. La gente saludando con un «¿Cómo va eso?» en la calle o agitando la mano desde sus coches; Al Stevens conduciéndonos a la mesa del fondo, a la que ya se refería como «nuestra mesa»; jugar al cribbage los viernes por la tarde en la sala de profesores con Danny Laverty a penique el punto; discutir con la anciana señorita Mayer sobre quién presentaba mejor las noticias, si Chet Huntley y David Brinkley, o Walter Cronkite. Mi calle, mi casa estrecha y alargada, la renacida costumbre de escribir a máquina. Tener una amiga íntima y recibir cupones de regalo con las compras y en el cine comer palomitas con auténtica mantequilla.

Hogar es contemplar la luna elevarse sobre la durmiente tierra baldía y tener a alguien a quien llamar para que se acerque a la ventana y te acompañe. Hogar es donde bailas con otros y el baile es vida.

 

 

15

 

El año de nuestro Señor de 1961 tocaba a su fin. Un día lloviznoso, unas dos semanas antes de Navidad, entraba en casa después de las clases, envuelto una vez más en mi zamarra ranchera, cuando oí sonar el teléfono.

—Aquí Ivy Templeton —dijo una mujer—. Lo más seguro es que ni se acuerde de mí, ¿no?

—La recuerdo muy bien, señora Templeton.

—No sé por qué me molesto siquiera en llamar, esos diez pavos del carajo ya hace mucho que me los gasté, pero se me quedó grabado en la cabeza, y también a Rossette. Ella le llama «el hombre que cogió el balón».

—¿Se traslada, señora Templeton?

—Ciento por ciento correcto. Mi madre viene mañana con su camioneta desde Mozelle.

—¿No tiene usted vehículo propio? ¿O está averiado?

—El coche funciona bien para la chatarra que es, pero Harry no va a montar en él. Tampoco es que vaya a volver a conducirlo. El mes pasado consiguió uno de esos malditos trabajos a jornal. Se cayó en una zanja y un camión de grava que iba marcha atrás le pasó por encima. Le rompió la columna.

Cerré los ojos y vi los restos destrozados de la camioneta de Vince siendo arrastrada por Main Street tras la grúa de la Sunoco de Gogie. La sangre se esparcía por el interior del parabrisas agrietado.

—Lamento oír eso, señora Templeton.

—Sobrevivirá, pero no volverá a andar. Se quedará en una silla de ruedas y hará pis en una bolsa, es lo único para lo que va a servir. Aunque, claro, antes le daremos un paseo hasta Mozelle en la parte de atrás de la camioneta de mi madre. Pillaremos el colchón del cuarto para que se tumbe. Ya ve, es como llevarse al perro de vacaciones.

Se puso a llorar.

—He dejado de pagar dos meses de alquiler, pero eso ya no es ninguna afrenta. ¿Sabe lo que he de afrontar, señor Puddentane, Pregunte Otra Vez Y Lo Mismo le Diré? Me quedan treinta y cinco puñeteros dólares y pare de contar. Ese gilipollas de Harry…, si él hubiera aguantado el equilibrio, ahora yo no estaría en este aprieto. Pensaba que antes tenía problemas, pero mire ahora.

A mi oreja llegó un largo y acuoso resoplido.

—¿Sabe qué? El cartero me ha estado echando miraditas, y creo que por veinte dólares dejaría que me follara en el puñetero suelo del salón si los malditos vecinos del otro lado de la calle no pudieran vernos en plena faena. Tampoco puedo llevármelo al dormitorio, ¿verdad? Porque ahí está mi maridito con la espalda rota. —Soltó una risa áspera—. Le propongo una cosa, ¿por qué no se viene hasta aquí con su lujoso descapotable y me lleva a algún motel? Si se gasta un poco más, coja una habitación con zona de estar, así Rosette podrá ver la tele mientras yo le dejo a usted que me folle. Tiene pinta de hacerlo bien.

No dije nada. Se me acababa de ocurrir una idea que brillaba como una bombilla.

Si los malditos vecinos del otro lado de la calle no pudieran vernos en plena faena.

Aparte del propio Oswald, había un hombre al que se suponía que yo debía vigilar. Un hombre cuyo nombre daba la casualidad de que era George y que se convertiría en el único amigo de Oswald. «No confíes en él», había escrito Al en sus notas.

—¿Sigue ahí, señor Puddentane? ¿No? Pues a tomar por culo. Adi…

—No cuelgue, señora Templeton. ¿Y si me ofreciera a pagarle la renta atrasada y añadiera además cien dólares? —Superaba con creces el precio para lo que quería, pero yo tenía el dinero y ella lo necesitaba.

—Señor, ahora mismo, por doscientos pavos le echaría un polvo delante de mi padre.

—No tendrá que echarme ningún polvo, señora Templeton. En absoluto. Solo quiero que nos encontremos en el aparcamiento al final de la calle. Y que me traiga algo.

 

 

16

 

Cuando llegué al aparcamiento de Montgomery Ward, ya había oscurecido y la lluvia caía un poco más espesa, de la manera en que lo hace cuando está tratando de convertirse en aguanieve. Eso no ocurre a menudo en la región de las colinas al sur de Dallas, pero rara vez no equivale a nunca. Confiaba en poder regresar a Jodie sin salirme de la carretera.

Ivy se encontraba sentada al volante de un viejo y penoso sedán con estribos herrumbrosos y la luna trasera agrietada. Subió a mi Ford e inmediatamente se inclinó hacia la rejilla de la calefacción, que funcionaba a pleno rendimiento. Llevaba dos camisas de franela en lugar de abrigo y tiritaba.

—Qué bien sienta. Ese Chevrolet es más frío que la teta de una monja. La calefacción está estropeada. ¿Ha traído el dinero, señor Puddentane?

Le entregué un sobre. Lo abrió y hojeó varios de los billetes de veinte que habían permanecido en el estante superior de mi armario desde que los gané apostando a la Serie Mundial en la Financiera Faith hacía más de un año. Ella levantó su considerable trasero del asiento y se embutió el sobre en sus vaqueros; luego, hurgó en el bolsillo del pecho de la camisa interior. Sacó una llave y me la plantó en la mano.

—¿Le sirve?

Serviría muy bien.

—Es una copia, ¿verdad?

—Justo como me pidió. La hice en la ferretería de la calle McLaren. ¿Por qué quiere una llave de ese cagadero con pretensiones? Con doscientos dólares le daría para pagar la renta de cuatro meses.

—Tengo mis razones. Hábleme de los vecinos del otro lado de la calle. Los que podrían verla haciéndoselo con el cartero en el suelo del salón.

Se removió inquieta y se ciñó las camisas sobre un busto tan imponente como su trasero.

—Solo estaba bromeando.

—Lo sé. —Falso, pero no me importaba—. Simplemente quiero saber si los vecinos pueden ver el interior de su salón.

—Claro que pueden. Yo veo el interior del suyo si no corren las cortinas. Habría comprado unas para la casa de poder permitírmelo. Si hablamos de privacidad, es como si todos viviéramos en la calle. Supongo que podría colgar un saco de arpillera, agenciado de por allí… —señaló hacia los contenedores alineados contra la pared oriental del almacén—, pero tienen pinta de estar muy guarros.

—Los vecinos con vistas, ¿dónde viven? ¿En el 2704?

—En el 2706. Antes vivía ahí Slider Burnett y su familia, pero se fueron después de Halloween. Era payaso de rodeo suplente, ¿se lo puede creer? ¿Quién se imagina un trabajo así? Ahora vive un tipo llamado Hazzard con sus dos niños y creo que su madre. Rosette no juega con los críos, dice que están sucios. Menuda novedad viniendo de esa pocilga. La abuela intenta hablar y todo lo que le salen son babas. Tiene un lado de la cara paralizado. No sé en qué le ayudará, arrastrándose de un lado a otro como lo hace. Si alguna vez yo me quedo así, que me peguen un tiro. ¡Ieee, perritos! —Sacudió la cabeza—. Le diré una cosa. No durarán mucho. Nadie se queda en Mercedes Street. ¿Tiene un cigarrillo? Debería dejarlo. Cuando no puedes permitirte gastar veinticinco centavos en tabaco es cuando sabes seguro que eres más pobre que una puñetera rata.

—No fumo.

Se encogió de hombros.

—Qué diantres. Ahora ya me los puedo permitir, ¿no? Soy una condenada ricachona. Usted no está casado, ¿verdad?

—No.

—Pero tiene una novia. Este lado del coche huele a perfume. Y del bueno.

Eso me provocó una sonrisa.

—Sí, tengo una novia.

—Bien por usted. ¿Sabe ella de estos tejemanejes nocturnos que se trae a escondidas en el distrito sur de Fort Worth?

No dije nada, aunque callar a veces es suficiente respuesta.

—Me da igual. Eso es cosa entre usted y ella. Pero ya le aviso ahora, antes de irme. Si mañana sigue lloviendo y con este frío, no sé qué vamos a hacer con Harry en la caja de la camioneta de mamá. —Me miró y esbozó una sonrisa—. De niña solía imaginar que cuando creciera sería Kim Novak. Ahora Rosette piensa que va a sustituir a Darlene en las Mousekeeters. Hala, adiosito.

Se disponía a abrir la portezuela cuando le dije:

—Espere.

Saqué toda la porquería de mis bolsillos —pastillas de menta Life Savers, Kleenex, un librito de cerillas que guardaba para Sadie, apuntes para un examen de lengua de primero que pretendía poner antes de las vacaciones de Navidad— y después le tendí mi zamarra.

—Tome esto.

Su rostro mostraba sorpresa.

—¡No voy a coger su puñetera zamarra!

—Tengo otra en casa. —Falso, pero compraría una nueva, lo cual iba más allá de sus posibilidades.

—¿Y qué le digo a Harry? ¿Que la encontré debajo de una hoja de lechuga?

Sonreí.

—Dígale que le echó un polvo al cartero y la compró con las ganancias. ¿Qué va a hacerle? ¿Perseguirla por el camino de entrada a la casa y darle una paliza?

Se rió con un áspero graznido que resultó extrañamente encantador. Y cogió la zamarra.

—Dele recuerdos a Rosette —le pedí—. Dígale que la veré en sus sueños.

Su sonrisa se esfumó.

—Espero que no, señor. Ya tuvo una pesadilla con usted una vez. Creí que la casa se venía abajo con tantos gritos, tendría que haberla oído. Me despertó del primer sueño a las dos de la mañana. Dijo que el hombre que cogió su balón llevaba un monstruo en el asiento de atrás del coche y tenía miedo de que se la comiera. Me dio un susto de muerte, vaya, qué manera de chillar.

—¿El monstruo tenía nombre? —Por supuesto que sí.

—Dijo que era un jimla. Supongo que quiso decir un genio, como en esos cuentos de Aladino y los Siete Velos. Bueno, tengo que irme. Cuídese.

—Lo mismo digo, Ivy. Feliz Navidad.

Volvió a graznar su risa.

—No me acordaba. Feliz Navidad a usted también. No se olvide de hacerle un regalo a su chica.

Trotó hasta su viejo coche con mi zamarra —ahora suya— echada sobre los hombros. Nunca más la volví a ver.

 

 

17

 

La lluvia únicamente se congeló en los puentes, y sabía por mi otra vida —la de Nueva Inglaterra— que debía tener cuidado; con todo, fue un largo camino de regreso a Jodie. No había hecho más que poner a calentar agua para una taza de té cuando sonó el teléfono. Esta vez era Sadie.

—Estoy intentando contactar contigo desde la hora de la cena para preguntarte sobre la fiesta de Nochebuena del entrenador Borman. Empieza a las tres. Iré si quieres llevarme, porque así podremos marcharnos temprano. Pondremos como excusa que tenemos reserva en el Saddle o algo similar. Pero se ruega confirmación.

Vi mi propia invitación junto a la máquina de escribir y sentí un leve aguijonazo de culpa. Llevaba allí tres días y ni siquiera la había abierto.

—¿Tú quieres ir? —pregunté.

—No me importaría hacer acto de presencia. —Se produjo una pausa—. ¿Dónde has estado todo este tiempo?

—En Fort Worth. —Casi añadí: «De compras navideñas». Sin embargo, callé. Lo único que había comprado en Fort Worth era información. Y la llave de una casa.

—¿Has estado de compras?

De nuevo, tuve que esforzarme por no mentir.

—La verdad…, Sadie, no puedo hablar de ello.

Hubo una larga pausa, muy larga, durante la cual me descubrí a mí mismo ansiando un cigarrillo. Probablemente había desarrollado una adicción por contacto. Dios sabía que era un fumador pasivo todo el día, todos los días. La sala de profesores era una constante bruma azulada.

—¿Se trata de una mujer, George? ¿Otra mujer? ¿O soy una entrometida?

Bueno, estaba Ivy, pero Sadie se refería a otra clase de mujer.

—En el departamento femenino, tú eres la única.

Otra de aquellas largas pausas. En el mundo físico, quizá Sadie se moviera sin prestar la debida atención; en su cabeza, nunca lo hacía. Por fin habló:

—Sabes mucho de mí, cosas que creí que jamás le contaría a nadie, pero yo no sé casi nada de ti. Supongo que acabo de darme cuenta. Sadie puede ser muy estúpida, ¿verdad, George?

—No eres estúpida. Y una cosa que sabes es que te quiero.

—Sí… —En su voz se percibía un tono de duda. Me acordé de la pesadilla que había tenido aquella noche en los Bungalows Candlewood y la cautela que había visto en su rostro al decirle que no lo recordaba. ¿Mostraría ahora su rostro idéntica mirada? ¿O tal vez una expresión más grave que la mera cautela?

—¿Sadie? ¿Estamos bien?

—Sí. —Su voz recuperó cierto tono de confianza—. Claro que sí. Menos por la fiesta del entrenador. ¿Qué quieres hacer? Ten en cuenta que asistirá el departamento escolar al completo y que la mayoría estarán borrachos como cubas para cuando la esposa del entrenador ponga el bufet.

—Vayamos —propuse con demasiada efusividad—. Vayamos de fiesta y a liarla parda.

—¿A liarla qué?

—A divertirnos un poco, es lo que quería decir. Nos quedaremos una hora, una hora y media como mucho, y después nos iremos a cenar al Saddle. ¿Te parece bien?

—Perfecto. —Éramos como una pareja negociando una segunda cita después de que la primera no hubiera resultado convincente—. Nos lo pasaremos bien.

Me acordé de Ivy Templeton oliendo el fantasma del perfume de Sadie y preguntándome si mi chica sabía de los tejemanejes nocturnos que me traía a escondidas en el distrito sur de Fort Worth. Me acordé de Deke Simmons indicándome que cierta persona merecía conocer la verdad acerca de dónde había estado y qué había hecho en el pasado. Sin embargo, ¿iba a contarle a Sadie que maté a Frank Dunning a sangre fría porque de lo contrario él mataría a su mujer y a tres de sus cuatro hijos? ¿Que vine a Texas para impedir un asesinato y cambiar el curso de la historia? ¿Que sabía que era posible hacerlo porque procedía de un futuro donde podríamos haber mantenido esa conversación chateando vía ordenador?

—Sadie, esto va a funcionar. Te lo prometo.

—Perfecto —repitió. Luego, añadió—: Te veré mañana en el instituto, George. —Y colgó, muy suave y educadamente.

Sostuve el teléfono en la mano durante varios segundos, mirando fijamente la nada, y al final también colgué. En las ventanas que daban al patio de atrás se inició un repiqueteo. La lluvia se había convertido por fin en aguanieve.