CAPÍTULO 16

 

 

1

 

La fiesta de Nochebuena del entrenador Borman resultó un fracaso, y no se debió únicamente al fantasma de Vince Knowles. El día 21, Bobbi Jill Allnut se hartó de mirar aquel corte rojo que le recorría el lado izquierdo de la cara hasta la línea de la mandíbula y se tragó un puñado de los somníferos de su madre. No murió, pero pasó dos noches en el Parkland Memorial, el hospital donde tanto el presidente como el asesino del presidente expirarían a menos que yo lo evitara. Probablemente en 2011 haya clínicas más cercanas —en Kileen casi seguro, y quizá incluso en Round Hill—, pero no durante mi año de docencia a tiempo completo en la ESCD.

La cena en el Saddle tampoco fue muy animada. El local rebosaba de gente y de una cordial jovialidad prenavideña, pero Sadie rechazó el postre y me pidió que la llevara a casa temprano. Alegó que le dolía la cabeza. No la creí.

En el baile de Nochevieja en la Alquería Bountiful N.º 7 las cosas experimentaron cierta mejoría. Había una banda de Austin llamada Los Jokers y realmente pusieron toda la carne en el asador. Sadie y yo bailamos bajo redes combadas llenas de globos hasta que nos dolieron los pies. A medianoche los Jokers se lanzaron a una versión estilo Ventures de «Auld Lang Syne» y el líder de la banda gritó:

—¡Que todos vuestros sueños se hagan realidad en mil novecientos sesenta y dos!

Los globos descendieron flotando a nuestro alrededor. Besé a Sadie y le deseé un feliz año nuevo mientras danzábamos a ritmo de vals, pero aunque ella había estado toda la noche alegre y riéndose, no sentí sonrisa alguna en sus labios.

—Feliz año nuevo para ti también, George. ¿Podrías traerme un vaso de ponche? Tengo mucha sed.

Una cola muy larga esperaba turno en la ponchera aderezada con alcohol, una más pequeña en la versión sin. Serví la mezcla de limonada rosa y ginger ale en un vaso de plástico, pero cuando regresé, Sadie ya no estaba.

—Creo que salió a tomar el aire, campeón —dijo Carl Jacoby, uno de los cuatro profesores de artes industriales del instituto, y probablemente el mejor, pero esa noche no le habría dejado acercarse a menos de doscientos metros de una herramienta eléctrica.

Miré en la escalera de incendios, bajo la que se apiñaba un grupo de fumadores, pero Sadie no se contaba entre ellos. Caminé hacia el Sunliner. La encontré en el asiento del pasajero, con la voluminosa falda levantada en oleadas hasta el salpicadero. Dios sabe cuántas enaguas se habría puesto. Estaba fumando y lloraba.

Subí al coche e intenté atraerla entre mis brazos.

—Sadie, ¿qué pasa? ¿Cuál es el problema, cariño? —Como si no lo supiera. Como si no hiciera tiempo que lo sabía.

—Nada. —Llorando más fuerte—. Tengo el período, eso es todo. Llévame a casa.

Estaba a menos de cinco kilómetros, pero fue un trayecto muy largo. No hablamos. Me interné en el camino de entrada a su casa y apagué el motor. Ella había dejado de llorar, pero continuaba callada. También yo. Algunos silencios pueden ser confortables. Este, sin embargo, producía una sensación casi mortal.

Sacó sus Winstons del bolso de mano, los estudió y los guardó de nuevo. El clic del cierre sonó muy alto. Se volvió a mirarme. Su cabello era una nube oscura que enmarcaba el óvalo blanco de su rostro.

—¿Hay algo que quieras contarme, George?

Lo que deseaba contarle más que cualquier otra cosa era que no me llamaba George. Había empezado a cogerle aversión a ese nombre. Casi lo odiaba.

—Dos cosas. La primera es que te amo. La segunda es que no estoy haciendo nada de lo que me avergüence. Ah, y añado: nada de lo puedas avergonzarte.

—Bien. Eso es bueno. Te amo, George, pero voy a decirte algo, en caso de que quieras escucharme.

—Siempre te escucharé. —Sin embargo, me estaba asustando.

—Todo puede seguir igual… por ahora. Mientras siga casada con John Clayton, aunque sea sobre el papel y aunque nunca hayamos consumado el acto propiamente dicho, hay cosas que no me siento con derecho a preguntarte…, a pedirte.

—Sadie…

Me selló los labios con los dedos.

—Por ahora. Pero jamás permitiré que otro hombre ponga una escoba en la cama. ¿Me entiendes?

Plantó un fugaz beso donde antes habían estado sus dedos y salió corriendo hasta su puerta mientras buscaba la llave.

Así fue cómo empezó 1962 para el hombre que se hacía llamar George Amberson.

 

 

2

 

El día de Año Nuevo amaneció frío y despejado, aunque el meteorólogo del Boletín Granjero amenazó con una niebla glacial en las tierras bajas. Tenía guardadas las dos lámparas con micro oculto en el garaje. Metí una en el coche y conduje hasta Fort Worth. Consideraba que si había un día en que el harapiento carnaval de Mercedes Street se cancelara, probablemente sería ese. Acerté. Se hallaba tan silenciosa como…, bueno, tan silenciosa como el mausoleo de los Tracker, adonde había llevado el cuerpo de Frank Dunning. Triciclos volcados y algunos juguetes yacían en los patios pelados. Algún juerguista había dejado un juguete más grande —un monstruoso Mercury— aparcado de lado junto al porche. Las portezuelas seguían abiertas. Había restos de tristes serpentinas de papel crepé esparcidos por la calle sin pavimentar y abundantes latas de cerveza en las cunetas, la mayoría Lone Star.

Eché una ojeada al 2706 y no vi a nadie mirando por el amplio ventanal frontal, pero Ivy había estado en lo cierto: cualquiera que se asomara dispondría de una línea de visión perfecta del salón del 2703.

Aparqué en la franja de cemento que hacía las veces de camino de entrada a la casa, como si tuviera todo el derecho a estar en el antiguo hogar de la desafortunada familia Templeton. Saqué la lámpara y una flamante caja de herramientas y me encaminé a la puerta delantera. Pasé un mal rato cuando la llave se negó a funcionar, pero se debía sencillamente a que era nueva. Después de lubricarla con saliva y moverla de un lado a otro dentro de la cerradura, por fin giró y entré.

Había cuatro habitaciones si se contaba el baño, visible a través de una puerta que colgaba abierta de un solo gozne. La habitación más grande combinaba sala de estar y cocina. Las otras dos eran dormitorios. En la cama del dormitorio más grande faltaba el colchón. Recordé a Ivy diciendo: «Ya ve, es como llevarse al perro de vacaciones». En el cuarto más pequeño, Rosette había dibujado niñas con pinturas de cera en las paredes allí donde el yeso se desprendía y dejaba a la vista los listones de madera. Todas llevaban vestidos pichi de color verde y calzaban zapatones negros. Sus coletas se veían desproporcionadas, tan largas como sus piernas, y muchas daban patadas a balones de fútbol. Una de ellas lucía una diadema de Miss América en el pelo y esbozaba una gran sonrisa pintada con lápiz de labios rojo. La casa aún olía a alguna carne que Ivy había freído para su última comida antes de irse a vivir con su madre, su pequeña diablesa y su marido paralítico.

Aquel era el lugar donde Lee y Marina iniciarían la fase americana de su matrimonio. Harían el amor en el dormitorio principal y allí él la maltrataría. Era el lugar donde Lee yacería despierto después de largos días de ensamblar contrapuertas, preguntándose por qué cojones no era famoso. ¿No lo había intentado? ¿No lo había intentado con todo su empeño?

Y en la salita, con su suelo irregular y su raída alfombra de color verde bilis, Lee conocería al hombre en quien yo supuestamente no debía confiar, el hombre que aglutinaba la mayoría, si no todas, de las dudas que Al abrigara sobre la participación de Oswald en el papel de tirador solitario. Ese hombre se llamaba George de Mohrenschildt, y me interesaba sobremanera escuchar lo que Oswald y él tuvieran que decirse.

Había un viejo buffet-aparador en el lado de la habitación principal más próximo a la cocina. Los cajones eran un batiburrillo de cubiertos desemparejados y cutres utensilios de cocina. Aparté el buffet de la pared y encontré un enchufe. Excelente. Coloqué la lámpara encima del mueble y la enchufé. Sabía que alguien podría vivir allí una temporada antes de que los Oswald se instalaran, pero no creía que nadie tuviera deseos de llevarse la Lámpara Inclinada de Pisa cuando levantaran el campamento. Si lo hacían, me quedaba una de repuesto en el garaje.

Taladré un agujero en la pared hacia el exterior con la broca más pequeña, empujé el buffet de vuelta a su sitio, y probé la lámpara. Funcionaba a la perfección. Recogí y abandoné la casa, cuidándome de cerrar la puerta tras de mí. Luego, conduje de regreso a Jodie.

Sadie llamó para preguntarme si quería ir a cenar a su casa. Solo tenía fiambres, especificó, pero había bizcocho de postre, por si me interesaba. Fui y el postre resultó tan maravilloso como siempre, pero las cosas habían cambiado. Porque ella tenía razón. Había una escoba en la cama. Como el jimla que Rosette había visto en el asiento de atrás de mi coche, era invisible… pero estaba allí. Proyectaba sombra.

 

 

3

 

En ocasiones, un hombre y una mujer alcanzan una encrucijada y se detienen allí, reluctantes a tomar un camino u otro, sabiendo que una elección errónea significará el fin… y sabiendo que tienen mucho que perder. De esa manera transcurrió aquel implacable invierno gris de 1962 para Sadie y para mí. Aún salíamos a cenar una o dos veces por semana y aún íbamos a los Bungalows Candlewood alguna que otra noche de sábado. Sadie disfrutaba del sexo y esa era una de las cosas que nos mantenían unidos.

Bailamos en tres ocasiones. Donald Bellingham actuó siempre de pinchadiscos y tarde o temprano nos pedía que repitiéramos nuestro primer lindy-hop. Los chicos siempre nos aplaudían y silbaban, pero nunca por educación. Su admiración era genuina e incluso varios empezaron a aprender los pasos.

¿Nos sentíamos complacidos? Claro, pues la imitación es realmente la forma más sincera de elogio. Sin embargo, nunca nos salió tan bien como la primera vez, nunca tan intuitivamente fluido. El garbo de Sadie flaqueó. Una vez falló al agarrarme la mano en un giro y habría caído al suelo de no haberse hallado cerca un par de futbolistas musculosos con reflejos rápidos. Ella se lo tomó a risa, pero percibí la vergüenza en su rostro. Y el reproche. Como si yo hubiera tenido la culpa. Aunque, en cierto sentido, no le faltaba razón.

Todo presagiaba el estallido de una riña, que habría ocurrido antes de cuando lo hizo de no ser por la Jodie Jamboree. Ese fue nuestro reverdecimiento, una oportunidad para detenernos a meditar las cosas antes de vernos forzados a una decisión que ninguno de los dos quería tomar.

 

 

4

 

Ellen Dockerty me abordó en febrero y me preguntó dos cosas: primero, si por favor recapacitaría y firmaría un contrato para el curso escolar 62/63, y segundo, si por favor dirigiría otra vez la obra juvenil, pues la del año anterior había sido un bombazo. Me negué a ambas peticiones, no sin una punzada de dolor.

—Si es por tu libro, tendrías todo el verano para trabajar en él —intentó persuadirme.

—No sería suficiente —objeté, aunque a esas alturas El lugar del crimen me importaba una mierda.

—Sadie Dunhill cree que esa novela te trae sin cuidado.

Esa era una percepción que ella no había compartido conmigo. Me dejó desconcertado, pero intenté no exteriorizarlo.

—El, Sadie no lo sabe todo.

—La obra de teatro, entonces. Haz la obra, por lo menos. Mientras no haya desnudos, respaldaré cualquiera que elijas. Considerando la composición actual del consejo y el hecho de que yo misma solo tengo un contrato de dos años como directora, es una promesa enorme. Si quieres, puedes dedicársela a Vince Knowles.

—Vince ya tiene una temporada de fútbol dedicada a su memoria, Ellie. Creo que es suficiente.

Se marchó, derrotada.

La segunda petición provino de Mike Coslaw, que iba a graduarse en junio y, según me contó, tenía intención de especializarse en teatro en la universidad.

—Pero me gustaría mucho hacer una obra más aquí. Con usted, señor Amberson, porque me enseñó el camino.

A diferencia de Ellie Dockerty, él aceptó la excusa de mi falsa novela sin cuestionarme, lo que me hizo sentir mal. Terriblemente mal, de hecho. Para un hombre que detestaba mentir —y que había presenciado el derrumbe de su matrimonio a causa de todas las mentiras que escuchó de su esposa «puedo-dejarlo-cuando-quiera»—, no cabía duda de que estaba contando una buena carretada de ellas, como decíamos en mis días de Jodie.

Acompañé a Mike hasta el aparcamiento estudiantil donde tenía estacionada su posesión más preciada (un viejo sedán Buick con guardabarros) y le pregunté cómo sentía el brazo ahora que le habían retirado la escayola. Respondió que bien y aseguró que estaría en condiciones de entrenar para ese mismo verano.

—Aunque si no lo logro —añadió—, tampoco me rompería el corazón. Así a lo mejor podría hacer algo de teatro en la comunidad además de los estudios. Quiero aprenderlo todo, diseño de decorados, iluminación, hasta vestuario. —Rió—. La gente empezará a llamarme marica.

—Concéntrate en el fútbol, saca buenas notas y no añores demasiado tu casa el primer semestre —le rogué—. Por favor. No la cagues.

Puso una voz de Frankenstein zombi.

—Sí…, maestro…

—¿Cómo se encuentra Bobbi Jill?

—Mejor —dijo—. Allí está.

Bobbi Jill esperaba junto al Buick de Mike. Lo saludó con la mano, pero entonces me vio y se dio la vuelta de inmediato, como interesada en el campo de fútbol vacío y en la dehesa más allá. Se trataba de un gesto al que todo el instituto se había acostumbrado ya. La cicatriz del accidente había sanado dejando una gruesa hebra roja. Ella intentaba disimularla con maquillaje, lo cual solo conseguía hacerla más visible.

—Le digo que ya no se ponga más polvos, que así parece un anuncio de la Funeraria de Soame, pero no me escucha —comentó Mike—. También le digo que no salgo con ella por lástima, o para que no se trague más pastillas. Dice que me cree, y a lo mejor es verdad. Cuando tiene un día bueno.

Observé a Mike correr hacia Bobbi Jill, agarrarla por la cintura y girarla en el aire. Lancé un suspiro; me sentía un poco estúpido y muy testarudo. Una parte de mí quería hacer la maldita obra, aunque no sirviera para otra cosa que para llenar el tiempo mientras esperaba a que empezara mi propia función, Lee y Jake en Dallas. Sin embargo, no quería engancharme a la vida de Jodie de ninguna otra manera. Al igual que mi posible futuro a largo plazo con Sadie, mi relación con Jodie necesitaba un compás de espera.

Si todo salía bien, cabía la posibilidad de que acabara llevándome a la chica, el reloj de oro y todo lo demás. Pero no podía contar con ello por muy cuidadosamente que lo planeara. Aunque tuviera éxito, quizá me viera obligado a huir, y si no escapaba, existían muchas posibilidades de que mi buena acción en nombre del mundo fuera recompensada con la cadena perpetua. O la silla eléctrica en Huntsville.

 

 

5

 

Fue Deke Simmons quien finalmente me tendió la trampa para que aceptara. Le bastó con señalar que tendría que estar chiflado para considerarlo siquiera. Debería haber reconocido aquel truco tipo «Oh, Hermano Zorro, por favor, no me eches a ese zarzal», pero lo ejecutó de manera muy astuta. Muy sutil. Como un auténtico Hermano Rabito, se podría decir.

Estábamos en mi salón bebiendo café un sábado por la tarde mientras en mi vieja tele borrosa y con nieve emitían una película antigua: vaqueros en Fort Hollywood repeliendo el ataque de unos dos mil indios. En el exterior, caía más lluvia. Debió de haber unos cuantos días soleados en el invierno del 62, pero no recuerdo ninguno. Todo cuanto recuerdo son los fríos dedos de la llovizna buscando el camino hacia mi nuca afeitada a pesar del cuello levantado de la chaqueta de piel ovina que había comprado para sustituir a la zamarra.

—No necesitas preocuparte por esa obra del carajo solo porque Ellen Dockerty se lo haya tomado tan a pecho —dijo Deke—. Termina tu novela, consigue un superventas y no mires atrás. Vive la buena vida en Nueva York. Tómate unas copas con Norman Mailer e Irwin Shaw en la Taberna del Caballo Blanco.

—Sí, sí. —dije. John Wayne estaba tocando una corneta—. No creo que Norman Mailer tenga que preocuparse mucho por mí. Ni tampoco Irwin Shaw.

—Además, después del éxito que tuviste con De ratones y hombres —prosiguió—, cualquier cosa posterior que hagas sería probablemente una decepción en compara… ¡Eh, caray, mira eso! ¡Una flecha le ha atravesado el sombrero a John Wayne! ¡Por suerte era de veinte galones!

Me sentí más ofendido de lo que debiera por la idea de que mi segundo intento no fuera a cumplir las expectativas. Me hizo pensar en que Sadie y yo nunca lograríamos igualar nuestra primera actuación en la pista de baile pese a todo nuestro empeño.

Deke parecía completamente absorto en la tele mientras hablaba.

—Además, Ratty Sylvester se ha mostrado interesado por la obra juvenil. Está pensando en Arsénico por compasión. Dice que la vio con su mujer en Dallas hace dos años y que te desternillabas.

Dios bendito, la misma historia de siempre. ¿Y Fred Sylvester, del departamento de ciencias, como director? Yo no estaba seguro siquiera de si confiaría a Ratty la dirección de un simulacro de incendios en una escuela primaria. Si un actor con talento pero aún verde como Mike Coslaw acabara con Ratty al timón, su proceso de maduración podría retrasarse cinco años. Ratty y Arsénico por compasión. Para echarse a llorar.

—De todas formas, no quedaría tiempo para preparar algo realmente bueno —insinuó Deke—. Así que yo digo que Ratty pague los platos rotos. Nunca me cayó bien ese insidioso hijoputa.

A nadie le caía bien, hasta donde yo sabía, a excepción quizá de la señora Ratty, que iba siempre correteando a su lado en cada acto de la escuela y el profesorado, envuelta en hectáreas de organdí. Sin embargo, no sería él quien pagaría los platos rotos. Serían los chicos.

—Podrían preparar un espectáculo de variedades —apunté—. Para eso habría tiempo suficiente.

—¡Eh, por Dios, George! ¡Wallace Beery se ha llevado un flechazo en el hombro! Creo que está en las últimas.

—¿Deke?

—No, John Wayne lo está poniendo a cubierto. Este tiroteo no tiene ni pizca de sentido, pero me encanta, ¿a ti no?

—¿Has oído lo que he dicho?

Entró la publicidad. Keenan Wynn saltó de un bulldozer, se quitó el sombrero, y anunció al mundo que caminaría sobre ascuas por un Camel. Deke se volvió hacia mí.

—No, se me ha debido de pasar.

Viejo zorro ladino. Disimulando.

—Decía que habría tiempo para preparar un espectáculo de variedades. Una revista. Canciones, bailes, chistes y un puñado de sketches.

—¿Cualquier cosa? ¿También piensas en un grupo de chicas bailando el cancán?

—No seas idiota.

—De esa manera se convertiría en un vodevil. Siempre me ha encantado el vodevil. «Buenas noches, señora Calabash, dondequiera que estés», y todo eso.

Extrajo su pipa del bolsillo de su chaqueta de punto, la rellenó con tabaco Prince Albert y la encendió.

—¿Sabes? La verdad es que solíamos montar algo parecido en la Alquería. El espectáculo se llamaba Jodie Jamboree, pero no lo hemos repetido desde finales de los cuarenta. La gente se avergonzaba un poco, aunque nadie se atrevía a decirlo. Y no lo llamábamos vodevil.

—¿De qué estás hablando?

—Era un espectáculo de blancos haciendo de negros, George. Todos los vaqueros y granjeros participaban en él. Se tiznaban la cara, cantaban y bailaban, contaban chistes en lo que imaginaban que era un dialecto de negros. Se basaba más o menos en El show de Amos y Andy.

Me eché a reír.

—¿Alguien tocaba el banjo?

—Si te digo la verdad, nuestra actual directora lo hizo en un par de ocasiones.

—¿Ellen tocó el banjo en un show de negros blancos?

—Cuidado, o empezarás a hablar en pentámetro yámbico. Eso puede conducir a delirios de grandeza, colega.

Me incliné hacia delante, por una vez sin pensar en Oswald ni en mi problemática relación con Sadie.

—Cuéntame uno de esos chistes.

Deke se aclaró la garganta y habló con dos voces de registro grave.

—«Oye, Tambo, ¿pa’ qué compras tanto tarro vaselina?» «Bueno, hermano, es que se m’acaaaban.»

Me miró expectante, y me di cuenta de que aquel era el final.

—¿Y les hacía gracia? —Casi temía la respuesta.

—Se tronchaban de risa y vociferaban pidiendo más. Oías esos chistes circulando durante semanas. —Me miró con gesto adusto, pero los ojos centelleaban como luces de Navidad—. Somos una ciudad pequeña. Nuestras necesidades en cuanto a humor son bastante humildes. Nuestro concepto del ingenio rabelesiano se reduce a un ciego que resbala con una piel de plátano.

Me quedé cavilando. El western se reanudó, pero Deke parecía haber perdido el interés. Me observaba.

—Ese material aún podría funcionar —comenté.

—George, siempre funciona.

—No debería haber negros caricaturizados.

—Ya no podría montarse de esa manera, en cualquier caso —dijo—. Quizá en Lousiana o en Alabama, pero no de camino hacia Austin, que los tipos del Slimes Herald llaman la Ciudad Comunista. Y tú tampoco querrías, ¿no es cierto?

—No. Llámame defensor de las causas perdidas, pero la idea me resulta repulsiva. ¿Y por qué molestarse? Chistes malos…, chicos con trajes de talla grande y hombreras en lugar de petos de granjero…, chicas con vestidos de los años veinte por las rodillas y con muchos flecos…, me encantaría ver de qué es capaz Mike Coslaw en una sátira cómica…

—Oh, nos mataría de risa —aseguró Deke como si fuera una conclusión inevitable—. Muy buena idea. Lástima que no tengas tiempo para intentar llevarla a cabo.

Me disponía a replicar cuando de pronto me azotó otro de aquellos fogonazos, tan brillante como el que me iluminó el cerebro cuando Ivy Templeton dijo que los vecinos del otro lado de la calle podían ver el interior de su salón.

—¿George? Te has quedado con la boca abierta. La vista es buena pero no apetitosa.

—Podría sacar tiempo —dije—. Si consigues persuadir a Ellie Dockerty para que acepte una condición.

Se levantó y apagó la tele sin mirar siquiera, aunque la batalla entre el Duque Wayne y la Nación Pawnee había alcanzado en ese momento el punto crítico, con Fort Hollywood ardiendo en un infierno al fondo.

—Exponla.

Se la expuse. Luego, añadí:

—Tengo que hablar con Sadie. Ahora mismo.

 

 

6

 

Ella al principio mostró un gesto adusto. Después esbozó una sonrisa. La sonrisa se convirtió en risa. Y cuando le conté la idea que se me había ocurrido al final de mi conversación con Deke, me echó los brazos al cuello. Pero eso no le valía, así que trepó hasta que también pudo envolverme con las piernas. Aquel día no existía escoba alguna entre nosotros.

—¡Es brillante! ¡Eres un genio! ¿Escribirás el guión?

—Por supuesto. Tampoco me llevará mucho. —Varios chistes malos ya surcaban mi mente: El entrenador Borman se quedó mirando el zumo de naranja durante veinte minutos porque en la botella ponía CONCENTRADO. A nuestro perro le implantaron una pata de goma, pero cada vez que se rascaba se borraba. Monté en un avión tan viejo, tan viejo, que en un aseo ponía Orville y en el otro Wilbur—. Pero voy a necesitar bastante ayuda para las demás tareas, lo que significa que necesito un productor. Espero que aceptes el trabajo.

—¡Claro! —Resbaló hasta el suelo, aún presionando su cuerpo contra el mío. Esto originó un destello lamentablemente breve de su pierna desnuda cuando se le subió la falda.

Empezó a andar de un lado a otro de la salita, fumando compulsivamente. Se tropezó con la butaca (la séptima u octava vez desde que intimamos) y recuperó el equilibrio aparentemente sin darse cuenta siquiera, aunque cuando cayera la noche iba a tener un bonito moratón en la espinilla.

—Si estás pensando en ropas de estilo años veinte, puedo hacer que Jo Peet se encargue del vestuario. —Jo era la nueva jefa del departamento de economía doméstica y había asumido el puesto cuando Ellen Dockerty fue confirmada como directora.

—Genial.

—A la mayoría de las chicas de eco doméstica les encanta coser… y cocinar. George, habrá que servir una merienda, ¿verdad? Por si los ensayos se alargan más de la cuenta… Seguro, porque empezaremos terriblemente tarde.

—Sí, pero con unos bocadillos…

—Podemos hacer algo mejor que bocadillos. Mucho mejor. ¡Y música! ¡Necesitaremos música! Tendrán que ser grabaciones, porque la banda no será capaz de acoplarse a tiempo.

Y entonces, en perfecta armonía, exclamamos al unísono:

—¡Donald Bellingham!

—¿Qué hay de los anuncios? —pregunté. Empezábamos a parecernos a Mickey Rooney y Judy Garland preparándose para montar una función en el granero de Tía Milly.

—Carl Jacoby y sus chicos de diseño gráfico. Hay que colocar carteles por toda la ciudad, no solo aquí. Porque querremos que asista la ciudad entera, no solo los familiares de los alumnos que participen en el espectáculo. Que se agoten los asientos.

—Bingo —dije, y le di un beso en la nariz. Me encantó su entusiasmo. Yo mismo me estaba emocionando.

—¿Qué decimos sobre el aspecto benéfico? —preguntó Sadie.

—Nada hasta que estemos seguros de que recaudaremos el dinero suficiente. No conviene crear falsas esperanzas. ¿Te apetece que mañana nos demos una vuelta por Dallas para hacer algunas indagaciones?

—Mañana es domingo, cielo. El lunes, después de las clases. Incluso antes si puedes librarte de la séptima hora.

—Haré que Deke abandone su retiro y me cubra en la clase de recuperación de inglés —dije—. Me lo debe.

 

 

7

 

Sadie y yo viajamos a Dallas el lunes, conduciendo más deprisa de lo habitual para llegar dentro del horario comercial. La oficina que buscábamos resultó estar en Harry Hines Boulevard, no muy lejos del Parkland Memorial. Allí hicimos una carretada de preguntas y Sadie entregó una breve muestra de lo que perseguíamos. Las respuestas fueron más que satisfactorias y dos días más tarde emprendí mi penúltima aventura como director del Jodie Jamboree, Espectáculo Vodevil de Baile y Canto, Completamente Nuevo, Completamente Hilarante. Y todo en beneficio de Una Buena Causa. No especificamos cuál era esa causa, y nadie preguntó.

Dos cosas acerca de la Tierra de Antaño: hay mucho menos papeleo y muchísima más confianza.

 

 

8

 

Efectivamente, acudió toda la ciudad y, además, Deke Simmons tenía razón en una cosa: aquellos chistes malos nunca parecían envejecer. Al menos, no a dos mil quinientos kilómetros de Broadway.

En las personas de Jim LaDue (que no lo hacía mal y en realidad sabía cantar un poco) y Mike Coslaw (que era absolutamente hilarante), nuestro espectáculo resultó más del estilo de Dean Martin y Jerry Lewis que de Míster Bones y Míster Tambo. Las parodias pertenecían al género de la astracanada, y con un par de atletas para interpretarlas, funcionaron mejor de lo que probablemente merecían. El público se palmoteaba las rodillas y se partía el pecho. Es probable que también reventaran unos cuantos corsés.

Ellen Dockerty desempolvó su jubilado banjo; para tratarse de una señora que ya peinaba canas, ejecutó un solo fenomenal. Y, después de todo, hubo un elemento picante. Mike y Jim persuadieron al resto del equipo de fútbol para que representaran un animado cancán vestidos con enaguas y bombachos de cintura para abajo y con nada salvo la piel de cintura para arriba. Jo Peet les proporcionó unas pelucas y con ellos la sala se vino abajo. Con peluca y todo, esos jovencitos de pecho desnudo hicieron enloquecer especialmente a las mujeres de la ciudad.

Para el gran final, el elenco completo se distribuyó en parejas e invadieron el escenario del gimnasio bailando un frenético swing mientras «In the Mood» resonaba a todo volumen por los altavoces. Las faldas revoloteaban; los pies se movían como relámpagos; los futbolistas (ahora vestidos con trajes de espaldas anchas y sombreros de ala corta) volteaban a ágiles muchachas, animadoras en su mayoría, que ya conocían unas cuantas cosas sobre cómo menear el esqueleto.

La música terminó; el risueño elenco de actores, abrazados por la cintura, dio un paso adelante para agradecer los aplausos con una reverencia, y cuando el público se puso en pie por tercera vez (o quizá por cuarta) desde que se alzara el telón, Donald volvió a pinchar «In the Mood». En esta ocasión los chicos y las chicas corretearon hacia lados opuestos del escenario, pillaron las docenas de tartas de crema dispuestas para ellos en varias mesas en los bastidores, y empezaron a arrojárselas entre sí. El público manifestó su aprobación riéndose a carcajadas.

El elenco había conocido y esperado con impaciencia esa parte del espectáculo, aunque dado que no se había ensayado con tartas reales, no estaba seguro de cómo resultaría. Salió espléndidamente, por supuesto, lo normal tratándose de una batalla de tartas. Hasta donde los chicos sabían, era el punto culminante de la función. Sin embargo, yo me guardaba un truco más en la manga.

Cuando se adelantaron para saludar al público por segunda vez, con la cara chorreando crema y la ropa salpicada, «In the Mood» empezó a sonar por tercera vez. La mayoría de los chicos miraron alrededor, perplejos, y por tanto no se percataron de que la fila del profesorado se ponía en pie armados con las tartas de crema que Sadie y yo habíamos escondido bajo sus asientos. Las tartas volaron, y los actores acabaron pringados por segunda vez. El entrenador Borman disparó dos tartas, y su puntería fue infalible: acertó a su quaterback y a su defensa estrella.

Mike Coslaw, con el rostro chorreando crema, empezó a bramar:

—¡Señor A.! ¡Señorita D.! ¡Señor A.! ¡Señorita D.!

El resto del reparto recogió el testigo, después el público, dando palmas al compás. Subimos al escenario de la mano, y Bellingham pinchó el puñetero disco una vez más. Los chicos formaron dos filas a ambos lados, gritando «¡Bailen! ¡Bailen! ¡Bailen!».

No tuvimos elección, y aunque estaba convencido de que mi novia se resbalaría en medio de toda esa crema y se rompería el cuello, lo ejecutamos a la perfección por primera vez desde el Baile de Sadie Hawkings. Hacia el final, apreté ambas manos de Sadie, vi su leve asentimiento —Adelante, vamos, confío en ti— y la lancé entre mis piernas. Sus dos zapatos salieron volando hacia la primera fila, su falda se deslizó delirantemente hasta los muslos… y milagrosamente surgió en pie de una pieza, con las manos extendidas primero hacia el público —que enloqueció— y luego a los lados de su falda untada de crema, en una elegante reverencia.

Resultó que los chicos también se guardaban un truco en la manga, uno que casi con toda seguridad había instigado Mike Coslaw, aunque nunca lo confesó. Habían reservado varias tartas, y mientras permanecíamos allí de pie, recibiendo los aplausos, fuimos alcanzados, como mínimo, por una docena de tartas, que llegaron volando de todas direcciones. Y el público, como se suele decir, se desmadró.

Sadie tiró de mí, se limpió la nata de la boca con el meñique, y me susurró al oído:

—¿Cómo puedes abandonar todo esto?

 

 

9

 

Y aún no acabó ahí.

Deke y Ellen salieron al centro del escenario, hallando casi milagrosamente un camino entre las vetas, las salpicaduras y los coágulos de crema. Nadie habría osado arrojarles una tarta de crema a ninguno de ellos.

Deke alzó las manos solicitando silencio, y cuando Ellen Dockerty se adelantó, habló con una voz entrenada en las aulas, potente y nítida, que se transmitió con facilidad sobre los murmullos y las risas residuales.

—Damas y caballeros, la función de esta noche de Jodie Jamboree se representará tres veces más.

La noticia provocó otra salva de aplausos.

—Se trata de funciones benéficas —prosiguió Ellen cuando la ovación se extinguió—, y me complace, sí, me siento sumamente complacida de anunciar el beneficiario de la recaudación. El pasado otoño perdimos a uno de nuestros valiosos alumnos y todos nosotros lloramos el fallecimiento de Vincent Knowles, que se produjo muy, muy pronto. Demasiado pronto.

Un silencio sepulcral se apoderó del público.

—Una chica que todos conocéis, una figura destacada de nuestro cuerpo estudiantil, quedó terriblemente marcada por el accidente. El señor Amberson y la señorita Dunhill han realizado las gestiones pertinentes para que Roberta Jillian Allnut sea sometida a una cirugía de reconstrucción facial este mes de junio, en Dallas. No supondrá ningún coste para la familia Allnut; me confirma el señor Sylvester, que se ha encargado de las cuentas del Jodie Jamboree, que los compañeros de clase de Bobbi Jill (y esta ciudad) han garantizado que todos los costos de la cirugía se cubran en su totalidad.

Hubo un momento de silencio mientras procesaban aquella información y entonces todo el mundo se puso en pie de un salto. El aplauso resonó como un trueno de verano. Divisé a Bobbi Jill en las gradas. Lloraba con las manos en el rostro. Sus padres la rodeaban con los brazos.

No se trataba más que de una noche en una ciudad pequeña, uno de aquellos burgos apartados de las carreteras principales por los que nadie se preocupa a excepción de los que viven allí. Y eso está bien, porque ellos sí se preocupan. Miré a Bobbi Jill, sollozando con el rostro enterrado entre las manos. Miré a Sadie. Tenía el pelo embadurnado de crema. Ella sonrió. Yo hice lo propio.

—Te quiero, George —musitó.

Moví mudamente los labios en respuesta. Yo también te quiero.

Aquella noche los quise a todos ellos, me quise a mí mismo por hallarme entre ellos. Jamás me sentí tan vivo ni tan feliz de estar vivo. ¿Cómo podría abandonar todo aquello?

La pelea estalló dos semanas después.

 

 

10

 

Era sábado, día de compras. Sadie y yo habíamos tomado por costumbre hacerlas juntos en el Weingarten’s de la Autopista 77. Acompañados por la música de Mantovani de fondo, empujábamos nuestros carritos amigablemente codo con codo, examinando la fruta y buscando las mejores ofertas de la sección de cárnicos. Se podía conseguir casi cualquier corte que uno deseara, mientras fuera de ternera o pollo. Para mí no suponía ningún inconveniente; incluso al cabo de casi tres años, aún me impresionaban aquellos precios de ganga.

Otro asunto ocupaba mi mente aquel día: la familia Hazzard, que vivía en el 2706 de Mercedes Street, una chabola estrecha situada enfrente y un poco a la izquierda de la decadente vivienda que Lee Oswald pronto llamaría hogar. El Jodie Jamboree me había mantenido muy atareado, pero aquella primavera me las apañé para regresar tres veces a Mercedes Street. Aparcaba mi Ford en un solar del centro de Fort Worth y tomaba el autobús de Winscott Road, que paraba a menos de ochocientos metros de distancia. En esos viajes me vestía con vaqueros, botas gastadas y una desteñida cazadora vaquera que había adquirido en un mercadillo. Mi historia, por si alguien preguntaba: buscaba un alquiler barato porque acababa de conseguir un empleo de vigilante nocturno en la Texas Sheet Metal, en el distrito occidental de Fort Worth. Eso me convertía en un individuo de confianza (mientras nadie lo verificara) y me proporcionaba una razón por la cual la casa estaría tranquila, con las persianas echadas, durante las horas diurnas.

En mis idas y venidas por Mercedes Street hasta el almacén de Monkey Ward (siempre con un periódico doblado abierto por la sección de clasificados), atisbaba al señor Hazzard, una mole en torno a los treinta y cinco años, a los dos niños con los que Rosette no quería jugar, y a una anciana con parálisis facial que arrastraba un pie al andar. En una ocasión, al pasar lenta y perezosamente por el surco que servía de acera, Mamá Hazzard me observó con recelo desde el buzón, pero no habló.

En mi tercer reconocimiento, vi un viejo remolque herrumbroso enganchado a la camioneta de Hazzard. El hombre y los niños lo estaban cargando con cajas mientras la anciana esperaba cerca en los recién reverdecidos hierbajos, apoyada en un bastón y luciendo un rictus apopléjico que podría haber enmascarado cualquier emoción. Yo apostaba por completa indiferencia. A mí, en cambio, me embargó un sentimiento de felicidad. Los Hazzard se mudaban. En cuanto lo hicieran, un currante de nombre George Amberson iba a alquilar el 2706. Lo importante era cerciorarse de ser el primero de la lista.

Mientras atendíamos nuestras tareas de aprovisionamiento del sábado, intentaba dilucidar si existía algún método infalible para conseguirlo. A cierto nivel, respondía a Sadie, hacía los comentarios apropiados, bromeaba si se entretenía demasiado en la sección de lácteos, empujaba el carrito cargado de comestibles por el aparcamiento, metía las bolsas en el maletero del Ford. Sin embargo, hacía todo esto en piloto automático, con la mayor parte de mi mente preocupada por la logística en Fort Worth, y así sobrevino mi perdición. No prestaba atención a lo que yo mismo decía, y cuando uno vive una doble vida, eso es peligroso.

Tampoco prestaba atención a lo que cantaba mientras conducía de vuelta a casa de Sadie, que iba sentada a mi lado callada, muy callada. Me puse a cantar porque la radio del Ford estaba kaput. Las válvulas también emitían un sonido asmático. El Sunliner aún ofrecía un aspecto estiloso, y yo le tenía cariño por toda clase de razones, pero hacía siete años que había salido de la cadena de montaje y el cuentakilómetros marcaba más de ciento cuarenta mil kilómetros.

Llevé las provisiones de Sadie a la cocina en un solo viaje, profiriendo heroicos gruñidos y tambaleándome para crear efecto. No me percaté de que ella no sonreía, y ni siquiera sospeché que nuestro corto período de reverdecimiento se había acabado. Seguía pensando en Mercedes Street y preguntándome qué clase de función tendría que montar allí (o, más bien, de qué magnitud). Sería delicado. Quería convertirme en un rostro familiar, porque la familiaridad engendra desinterés además de desprecio, pero no deseaba destacar. Luego estaban los Oswald. Ella no hablaba inglés y él era una persona fría por naturaleza, tanto mejor, pero el 2706 se encontraba terriblemente cerca. El pasado podría ser obstinado pero el futuro era delicado, un castillo de naipes, y tendría que cuidarme mucho de no alterarlo hasta que estuviera preparado. Así pues, tendría que…

Fue entonces cuando Sadie me habló; poco después, la vida en Jodie tal y como yo la había conocido (y amado) se derrumbó.

 

 

11

 

—¿George? ¿Puedes venir al salón? Quiero hablar contigo.

—¿No sería mejor que metieras la carne picada y las chuletas de cerdo en la nevera? Y me parece que el helado de…

¡Pues que se derrita! —gritó, y eso me sacó de mi ensimismamiento a toda prisa.

Me volví hacia ella, pero ya se encontraba en el salón. Cogió los cigarrillos de la mesa junto al sofá y encendió uno. Debido a mis suaves insistencias, había intentado dejarlo (al menos estando yo presente), y ese gesto de algún modo se me antojó más ominoso que el hecho de que hubiera alzado la voz.

Entré en el salón.

—¿Qué pasa, cariño? ¿Algo va mal?

—Todo. ¿Qué canción era esa?

Su rostro se mostraba pálido y rígido. Sostenía el cigarrillo delante de la boca a modo de escudo. Me di cuenta de que había cometido un desliz, pero ignoraba cuándo o dónde, y eso me asustaba.

—No sé a qué…

—La canción que cantabas en el coche al venir. La que berreabas a pleno pulmón.

No me acordaba. Imposible. Únicamente recordaba el pensamiento de que, para no dar la nota en Mercedes Street, tendría que vestirme siempre como un trabajador que estaba atravesando una ligera mala racha. Seguro que me había puesto a cantar, pero lo hacía a menudo cuando estaba pensando en otras cosas; ¿no lo hacemos todos?

—Supongo que sería algo que escuché en la K-Life y se me metió en la cabeza. Ya sabes lo que pasa con las canciones. No entiendo qué te ha alterado tanto.

—Algo que escuchaste en la K-Life. ¿Con esta letra: «Conocí a una reina en Memphis empapada en ginebra, quiso subirme a su cuarto y montar una juerga»?

No fue solo que se me hundiera el corazón; tuve la sensación de que todo mi organismo zozobraba por debajo del cuello. «Honky Tonk Women». Eso había estado cantando. Un tema que no se grabaría hasta al cabo de siete u ocho años, de un grupo que ni siquiera conseguiría un éxito en América hasta pasados otros tres. Mi mente se hallaba en otras cosas, pero aun así, ¿cómo había podido ser tan idiota?

—¿«Me sopló la nariz y me dejó la mente flipando»? ¿Escuchaste eso en la radio? ¡La Comisión Federal de Comunicaciones clausuraría una emisora que pinchara algo así!

En ese instante empecé a enfadarme. Sobre todo conmigo mismo… pero no exclusivamente. Yo estaba caminando por la cuerda floja y ella me gritaba por un tema de los Rolling Stones.

—Tranquilízate, Sadie. Es solo una canción. Ni siquiera sé dónde la oí.

—Eso es mentira y ambos lo sabemos.

—Estás flipando. Creo que será mejor que coja mi compra y me vaya a casa. —Intentaba mantener la voz calmada. El tono me resultaba familiar. Era el modo en que siempre intentaba hablar con Christy cuando llegaba a casa con una curda. La falda torcida, la blusa medio fuera, el pelo alborotado. Sin olvidar el lápiz de labios corrido… ¿a causa del borde de un vaso o por los labios de algún moscón de bar?

Solo rememorarlo me encrespó.

Otro error, pensé. Ignoraba si referido a Sadie, a Christy o a mí, pero en ese momento no me importaba. Jamás nos ponemos tan furiosos como cuando nos pillan, ¿verdad?

—Creo que será mejor que me cuentes dónde oíste esa canción si quieres volver aquí otra vez. Y dónde oíste lo que le respondiste al chico de la caja cuando te dijo que metería el pollo en dos bolsas para que no goteara.

—No tengo la menor idea de qué…

—«Cojonudo, tronco», eso fue lo que dijiste. Creo que será mejor que me cuentes dónde oíste eso. Y «liarda parda». Y «boogie shoes». Y «menea el pandero». Y «estás flipando», quiero saber dónde oíste esa jerga. Por qué nadie más que tú la utiliza. Quiero saber por qué te asustaste tanto con ese estúpido cántico de Jimla del que hablabas en sueños. Quiero saber dónde está Derry y por qué es como Dallas. Quiero saber cuándo estuviste casado, y con quién, y durante cuánto tiempo. Quiero saber dónde estuviste antes de ir a Florida, porque Ellie Dockerty dice que no lo sabe, que algunas de tus referencias son falsas. «Parecen muy imaginativas», así lo expresó.

Ellen no lo había averiguado por Deke, de eso estaba seguro… pero lo había averiguado. No me sorprendió demasiado, en realidad, pero me enfureció que se lo hubiera chismorreado a Sadie.

—¡No tenía ningún derecho a contarte eso!

Aplastó su cigarrillo y agitó la mano cuando se quemó con una pizca de ceniza al rojo.

—A veces te comportas como si vinieras…, no sé…, ¡de otro universo! ¡Uno donde las canciones hablan de tirarse a mujeres de M-Memphis! Intenté convencerme de que no importa, que el a-a-amor todo lo vence, pero no es verdad. No vence a las mentiras. —Le tembló la voz, pero no lloró. Sus ojos continuaron clavados en los míos. Si en ellos solo hubiera habido enfado, habría sido un poquito más fácil. Sin embargo, también había súplica.

—Sadie, si pudieras…

—No. Ya no puedo más. Así que no empieces con la cantinela de que no estás haciendo nada vergonzoso ni para ti ni para mí. Eso debería decidirlo yo misma. Todo se reduce a que o se va la escoba, o te vas tú.

—Si lo supieras, no querrías…

—¡Pues cuéntamelo!

¡No puedo! —La furia estalló como un globo pinchado y dejó un embotamiento emocional detrás. Aparté los ojos de su rostro tenso y por casualidad se posaron en el escritorio. Lo que vi allí me cortó la respiración.

Era un pequeño montón de solicitudes de empleo para su estancia en Reno de ese mismo verano. La de arriba iba destinada al Hotel & Casino Harrah. En la primera línea había escrito su nombre con esmeradas letras de imprenta. Su nombre completo, incluyendo el segundo, que nunca se me había ocurrido preguntarle.

Bajé las manos, muy despacio, y coloqué los pulgares sobre el primer nombre y la segunda sílaba de su apellido. Lo que quedó fue DORIS DUN.

Me acordé del día en que hablé con la esposa de Frank Dunning fingiendo ser un especulador inmobiliario interesado en el Centro Recreativo West Side. Ella era veinte años mayor que Sadie Doris Clayton, de soltera Dunhill, pero ambas mujeres compartían ojos azules, una tez exquisita y una perfecta figura de pechos generosos. Ambas mujeres fumaban. Todo ello podrían haber sido similitudes fortuitas, pero no lo eran. Y yo lo sabía.

—¿Qué estás haciendo? —El tono acusatorio indicaba que la verdadera pregunta era «¿Por qué sigues eludiendo el tema?», pero yo ya no estaba enfadado. Ni siquiera un poco.

—¿Estás segura de que él no sabe dónde estás? —pregunté.

—¿Quién? ¿Johnny? ¿Te refieres a Johnny? ¿Por qué…? —Fue en ese momento cuando decidió que era inútil. Se lo vi en la cara—. George, tienes que irte.

—Pero podría averiguarlo —indiqué—. Porque tus padres lo saben, y ellos piensan que es la mar de bueno, tú misma lo dijiste.

Di un paso hacia ella; ella dio un paso hacia atrás. Como cuando te apartas de una persona que ha demostrado tener perturbadas las facultades mentales. Vi en sus ojos el miedo y la falta de comprensión, pero aun así no pude detenerme. Recordad que yo mismo me encontraba aterrado.

—Aunque les pidieras que no se lo dijeran, él podría sonsacárselo. Porque es encantador. ¿Verdad, Sadie? Cuando no se está lavando compulsivamente las manos, o colocando los libros por orden alfabético, o hablando sobre lo repugnante que es tener una erección, él es muy, muy encantador. Sin duda, te cautivó a ti.

—Por favor, George, márchate. —Le temblaba la voz.

Di otro paso hacia ella, sin embargo. Sadie lo compensó con otro paso hacia atrás, chocó con la pared… y se encogió. Verla así fue como cruzarle la cara de una bofetada a un histérico o echarle un vaso de agua fría en la cara a un sonámbulo. Retrocedí hasta el arco entre la salita y la cocina, con las manos levantadas a ambos lados de la cabeza, como un hombre presentando su rendición. Precisamente lo que estaba haciendo.

—Me voy, pero Sadie…

—No entiendo cómo has podido hacerlo —dijo ella. Las lágrimas habían llegado; rodaban lentamente por sus mejillas—. Ni por qué te niegas a deshacerlo. Teníamos algo maravilloso.

—Aún lo tenemos.

Sacudió la cabeza, despacio pero con firmeza.

Crucé la cocina como si flotara en lugar de andar, saqué la tarrina de helado de vainilla de una de las bolsas que descansaban en la encimera, y la metí en el congelador de su Coldspot. Una parte de mí pensaba que se trataba solo de un mal sueño del que pronto despertaría. La mayor parte de mí sabía más.

Sadie permaneció en el arco, observándome. Tenía un cigarrillo nuevo en una mano y las solicitudes de empleo en la otra. Ahora que lo veía, el parecido con Doris Dunning era sobrecogedor. Lo cual planteaba la cuestión de por qué no lo había visto antes. ¿Porque había estado preocupado por otros asuntos? ¿O era porque aún no había captado plenamente la inmensidad de las cosas en las que estaba enredado?

Al salir, me detuve en los escalones de la entrada y la miré a través de la malla de la mosquitera.

—Ten cuidado con él, Sadie.

—Johnny está confundido acerca de muchas cosas, pero no es peligroso —dijo—. Y mis padres nunca le dirían dónde estoy. Me lo prometieron.

—La gente puede romper promesas y la gente puede quebrarse. Especialmente aquellos que han estado sometidos a mucha presión y son mentalmente inestables.

—Debes irte, George.

—Prométeme que tendrás cuidado con él y lo haré.

¡Lo prometo, lo prometo, lo prometo! —gritó. El modo en que el cigarrillo temblaba entre sus dedos era horrible; la combinación de temor, pérdida, pena y enfado en sus ojos enrojecidos resultaba mucho peor. Pude sentirlos siguiéndome todo el camino de vuelta hasta el coche.

Condenados Rolling Stones.