CAPÍTULO 17

 

 

1

 

Unos días antes de que se iniciara el período de exámenes finales, Ellen Dockerty me convocó a su despacho.

—Lamento el problema que te he causado, George —dijo tras cerrar la puerta—, pero si me viera otra vez en la misma situación, no estoy segura de si actuaría de forma distinta.

No dije nada. Se me había pasado el enfado, pero seguía aturdido. Apenas había conseguido conciliar el sueño desde la pelea y tenía el presentimiento de que las cuatro de la madrugada y yo íbamos a entablar una íntima amistad en un futuro cercano.

—Cláusula Veinticinco del Código Administrativo Escolar de Texas —indicó, como si eso lo explicara todo.

—Disculpa, Ellie, no entiendo.

—Fue Nina Wallingford quien me lo hizo notar. —Nina era la enfermera del distrito. Sumaba decenas de miles de kilómetros a su Ford Ranch Wagon cada curso recorriendo los ocho colegios del condado de Denholm, tres de los cuales aún pertenecientes a la categoría de una o dos aulas—. La Cláusula Veinticinco atañe a las normas estatales de vacunación en los colegios. Engloba tanto a profesores como a alumnos, y Nina señaló que no existía ningún registro de vacunación tuyo. De hecho, no existe ningún historial médico de ninguna clase.

Y allí estaba. El falso profesor descubierto por no haberse puesto una inyección contra la polio. Bueno, al menos no se debía a mi conocimiento anticipado de los Rolling Stones ni al uso inapropiado de cierta jerga.

—Estabas tan ocupado con la Jamboree y todo eso que decidí escribir a las escuelas donde habías enseñado para ahorrarte la molestia. Recibí una carta de Florida informándome de que ellos no exigen registros de vacunación a los suplentes. Sin embargo, lo que recibí de Maine y Wisconsin fue un «Nunca hemos oído hablar de él».

Se inclinó hacia delante desde detrás del escritorio, observándome. No pude sostenerle la mirada mucho tiempo. Lo que detecté en su rostro antes de redirigir la vista al dorso de mis manos fue una insoportable compasión.

—¿Le importaría al Consejo Estatal de Educación que hayamos contratado a un impostor? Mucho. Puede que incluso emprendiera acciones legales para recuperar tu año de salario. ¿Me importa a mí? Rotundamente no. Tu trabajo en la ESCD ha sido ejemplar. Lo que Sadie y tú hicisteis por Bobbi Jill Allnut fue absolutamente maravilloso, la clase de cosas que cosechan nominaciones para Profesor del Año del Estado.

—Gracias —musité—. Supongo.

—Pensé en acudir a Deke con esta información, pero lo que hice fue preguntarme qué haría Mimi Corcoran. Lo que Meems me aconsejó fue: «Si hubiera firmado un contrato para dar clases el próximo año y el siguiente, estarías obligada a actuar. Pero como se marcha dentro de un mes, te interesa (y también al instituto) guardar silencio». Después añadió: «Sin embargo, hay una persona que tiene que saber que no es quien dice ser».

Hizo una pausa.

—Le dije a Sadie que estaba segura de que tendrías una explicación lógica, pero parece que no es así.

Miré el reloj.

—Señorita Ellie, si no me vas a despedir, debería regresar a mi clase de la quinta hora. Estamos dando análisis sintáctico. Se me ha ocurrido ponerles esta oración compuesta: «Soy inocente en este asunto, aunque no puedo decir por qué». ¿Qué opinas? ¿Demasiado complicada?

—Demasiado complicada para mí, eso seguro —respondió en tono agradable.

—Una cosa. El matrimonio de Sadie fue difícil. Su marido tenía ciertas costumbres extrañas en las que no deseo entrar. Se llama John Clayton y creo que puede ser peligroso. Es necesario que le preguntes a Sadie si tiene una foto de él, así le reconocerás si se presenta indagando por aquí.

—¿Y lo has deducido porque…?

—Porque ya he visto cosas similares antes. ¿Lo harás?

—Supongo que no me queda más remedio, ¿verdad?

No era una respuesta suficientemente válida.

—¿Se lo preguntarás?

—Sí, George. —Quizá lo dijera en serio; quizá solo me estuviera contentando. No estoy seguro.

Me dirigí hacia la puerta y entonces, como si estuviéramos pasando el rato con una charla insustancial, ella comentó:

—Le estás rompiendo el corazón a esa muchacha.

—Lo sé —contesté, y me marché.

 

 

2

 

Mercedes Street. Finales de mayo.

—¿Qué eres, soldador?

Me encontraba en el porche del 2706 con el propietario, un perfecto americano de nombre Jay Baker. Era un hombre bajo y fornido, con una barriga enorme a la que llamaba «el hogar que la cerveza construyó». Acabábamos de finalizar una rápida visita de la vivienda que, según me explicó Baker, se hallaba en un sitio «privilegiado por la cercanía a la parada del autobús», como si eso compensara los techos combados, las manchas de humedad de las paredes, la cisterna rajada y la atmósfera de decrepitud general.

—Vigilante nocturno —le informé.

—¿Sí? Ese es un buen trabajo. Puedes pasarte un montón de tiempo tocándote los huevos.

Tal apreciación no parecía requerir respuesta.

—¿No tienes mujer o críos?

—Estoy divorciado. Ellos volvieron al este.

—Y pagarás la dichosa pensión, ¿no?

Me encogí de hombros y él lo dejó estar.

—Así que te interesa la casa, Amberson.

—Supongo que sí —dije, y lancé un suspiro.

Sacó del bolsillo trasero un cuaderno con tapas de cuero flexibles donde anotaba los pagos.

—El primer mes y el último por adelantado, más otro de fianza.

—¿Fianza? Debe de estar bromeando.

Baker prosiguió como si no me hubiera oído.

—El alquiler se paga el último viernes de cada mes. Si te quedas corto o te retrasas, te vas a la calle, por cortesía del Departamento de Policía de Fort Worth. Ellos y yo nos llevamos realmente bien.

Echó mano al bolsillo de la camisa, cogió la colilla carbonizada de un puro, se metió el extremo masticado en la bocaza, e hizo saltar la llama de una cerilla de madera con la uña del pulgar.

Hacía calor en el porche; tenía la impresión de que iba a ser un largo y caluroso verano. Volví a suspirar. Después, con reticencia manifiesta, saqué mi cartera y empecé a eliminar billetes de veinte.

—En Dios confiamos —dije—. Todos los demás pagamos al contado.

Soltó una carcajada, expeliendo al mismo tiempo nubes de acre humo azulado.

—Esa es buena, la recordaré. Sobre todo el último viernes del mes.

No me podía creer que fuera a mudarme a esa deplorable chabola y a esa deplorable calle después de haber vivido en mi bonita casa al sur de allí, donde me enorgullecía de mantener un verdadero césped bien segado. A pesar de que aún no me había marchado de Jodie, ya sentí una punzada de nostalgia.

—Deme un recibo, por favor —pedí.

Eso al menos lo conseguí gratis.

 

 

3

 

Era el último día de clases. Las aulas y los pasillos se hallaban vacíos. Los ventiladores del techo ya removían aire caliente, aunque solo estábamos a 8 de junio. La familia Oswald había salido de Rusia; según las notas de Al, el SS Maasdam atracaría al cabo de cinco días en Hoboken. Allí desembarcarían; atravesarían la plancha y pisarían suelo estadounidense.

La sala de profesores se hallaba vacía, a excepción de por Danny Laverty.

—Eh, campeón. Tengo entendido que te vas a Dallas para terminar ese libro tuyo.

—Ese es el plan. —Fort Worth conformaba el verdadero plan, al menos en su inicio. Empecé a vaciar mi casilla, que estaba atestada de comunicados de fin de curso.

—Si yo fuera libre como el viento y no estuviera atado a una mujer, tres renacuajos y una hipoteca, puede que también intentara escribir un libro —dijo Danny—. Estuve en la guerra, ¿sabes?

Lo sabía. Todo el mundo lo sabía, normalmente a los diez minutos de conocerle.

—¿Tienes suficiente para vivir?

—Me las arreglaré.

Gracias a nueve meses de sueldo regular, contaba con casi doce mil dólares en el banco. Más que suficiente para llegar hasta el próximo abril, cuando esperaba concluir mis asuntos con Lee Oswald. No necesitaría hacer más expediciones a la Financiera Faith de Greenville Avenue. Ir allí una sola vez había sido increíblemente estúpido. Si quería, podría tratar de convencerme a mí mismo de que lo acontecido con mi casa de Florida solo había sido consecuencia de una travesura que se me fue de las manos, pero también había tratado de convencerme de que Sadie y yo estábamos bien, y mirad cómo había resultado eso.

Tiré el fajo de documentos administrativos de mi casilla a la basura… y vi un pequeño sobre sellado que de algún modo había pasado por alto. Sabía quién utilizaba sobres de ese tipo. Contenía una hoja de papel de carta sin saludo ni firma, a excepción de la tenue (tal vez incluso ilusoria) fragancia de su perfume. El mensaje era breve:

 

Gracias por enseñarme lo buenas que pueden ser las cosas. Por favor, no digas adiós.

 

La sostuve en la mano durante un minuto, reflexionando, y después la guardé en el bolsillo de atrás del pantalón y eché a andar rápidamente hacia la biblioteca. No sé qué planeaba hacer ni qué pretendía decirle, pero nada de eso importó, pues la biblioteca se encontraba a oscuras y las sillas colocadas encima de las mesas. Probé el pomo, no obstante, pero la puerta estaba cerrada con llave.

 

 

4

 

Los dos únicos vehículos que quedaban en el extremo del aparcamiento reservado al profesorado eran el sedán Plymouth de Danny Laverty y mi Ford, cuya capota ahora se veía bastante ajada. Me identificaba con ella; yo mismo me sentía un poquito ajado.

—¡Señor A.! ¡Espere, señor A.!

Mike y Bobbi Jill corrían por el aparcamiento hacia mí. Mike llevaba un pequeño regalo envuelto, que me tendió.

—Yo y Bobbi le hemos comprado algo.

—Bobbi y yo. Y no teníais por qué hacerlo, Mike.

—Sí teníamos, hombre.

Me sentí conmovido al ver que Bobbi Jill estaba llorando, y complacido por ver que la espesa capa de Max Factor había desaparecido de su rostro. Ahora que sabía que los días de la cicatriz que la desfiguraba estaban contados, habían cesado sus intentos por ocultarla. Me dio un beso en la mejilla.

—Muchas, muchas, muchísimas gracias, señor Amberson. Nunca le olvidaré. —Miró a Mike—. Nunca le olvidaremos.

Y probablemente no lo hicieran. Eso era algo bueno. No compensaba la biblioteca cerrada y oscura, pero sí, era algo muy bueno.

—Ábralo —instó Mike—. Esperamos que le guste. Es para su libro.

Abrí el paquete. Dentro había una caja de madera de unos veinte centímetros de largo y cinco de ancho. Dentro de la caja, envuelta en seda, había una pluma estilográfica Waterman con las iniciales GA grabadas en la horquilla.

—Oh, Mike —dije—. Esto es demasiado.

—No sería suficiente ni aunque fuera de oro macizo —replicó él—. Usted ha cambiado mi vida. —Miró a Bobbi Jill—. Las vidas de los dos.

—Mike, fue un placer —manifesté.

Me abrazó, y eso en 1962 no es un gesto banal entre hombres. Le devolví el abrazo gustosamente.

—Siga en contacto —dijo Bobbi Jill—. Dallas no es lejos. —Hizo una pausa—. Está.

—Lo haré —convine, pero no lo haría, y ellos probablemente tampoco. Emprenderían el camino hacia sus propias vidas y, si la suerte les sonreía, estas serían resplandecientes.

Empezaron a alejarse, pero entonces Bobbi se volvió.

—Es una lástima que ustedes dos rompieran. Me da mucha pena.

—A mí también —admití—, pero probablemente sea lo mejor.

Me dirigí a casa a empaquetar mi máquina de escribir y el resto de mis pertenencias, que calculaba que aún eran lo suficientemente escasas para caber en una maleta y unas pocas cajas de cartón. En el único semáforo de Main Street, abrí el estuche y contemplé la pluma. Era un objeto bello, un regalo que me emocionó inmensamente, pero me emocionaba aún más que me hubieran esperado para despedirse. El semáforo se puso en verde. Cerré el estuche y reanudé la marcha. Tenía un nudo en la garganta, pero mis ojos permanecieron secos.

 

 

5

 

Vivir en Mercedes Street no era una experiencia edificante.

Los días no eran tan malos. Resonaban con los gritos de los niños recién liberados del colegio, todos vestidos con prendas demasiado grandes, heredadas de hermanos mayores; amas de casa quejándose en los buzones o en los tendederos de los patios; adolescentes conduciendo herrumbrosas tartanas con silenciadores rellenos de fibra de vidrio y radios a todo volumen sintonizadas en la K-Life. Las horas entre las dos y las seis de la madrugada tampoco eran malas. Descendía entonces sobre la calle una especie de anonadado silencio cuando los bebés con cólico finalmente se dormían en sus cunas (o cajones de cómodas) y sus padres roncaban hacia otra jornada de salario por horas en los talleres, fábricas o granjas periféricas.

Entre las cuatro y las seis de la tarde, sin embargo, la calle se convertía en un constante repiqueteo de madres gritando a los críos que entraran cagando leches a hacer sus tareas y padres llegando a casa para gritar a sus mujeres, probablemente porque no tenían a nadie más a quien gritar. Muchas de las mujeres pagaban con la misma moneda. Los padres bebedores empezaban a aparecer hacia las ocho, y las cosas se tornaban realmente feas hacia las once, bien porque los bares cerraban, bien porque se acababa el dinero. Entonces oía portazos, ruido de cristales rotos y gritos de dolor cuando algún padre borracho ponía a tono a la mujer, al crío o a ambos. Luces estroboscópicas rojas se filtraban a menudo a través de las cortinas corridas cuando llegaba la policía. Un par de veces hubo disparos, quizá al aire, quizá no. Y una mañana a primera hora, cuando salí a coger el periódico, vi a una mujer con una costra de sangre seca en la mitad inferior de su rostro. Se encontraba sentada en el bordillo cuatro casas más abajo de la mía, bebiendo una lata de Lone Star. Estuve a punto de acercarme a comprobar si estaba bien, aun cuando sabía lo imprudente que sería involucrarme en la vida de aquel vecindario de clase obrera baja. Entonces ella se dio cuenta de que la miraba y levantó el dedo medio. Volví adentro.

No había Comités de Bienvenida ni mujeres llamadas Muffy o Buffy miembros de la Junior League. En cambio, Mercedes Street proporcionaba tiempo abundante para pensar. Tiempo para añorar a mis amigos de Jodie. Tiempo para añorar el trabajo que había mantenido mi mente alejada de la misión que me había llevado hasta allí. Tiempo para comprender que la enseñanza había logrado mucho más que distraerme; había satisfecho mi mente como lo hace el trabajo cuando te importa, cuando percibes que existe una posibilidad real de marcar la diferencia.

Había incluso tiempo para sentir lástima por mi otrora fantástico descapotable. Además de la radio inoperativa y las válvulas jadeantes, ahora balaba roncamente y petardeaba por el tubo de escape; una grieta surcaba el parabrisas, causada por una piedra que había salido rebotada de la parte de atrás de un pesado camión de asfaltado. Ya no me preocupaba de lavarlo, y ahora —tristemente— encajaba a la perfección con el resto de los vehículos escacharrados de Mercedes Street.

Sobre todo, había tiempo para pensar en Sadie.

«Le estás rompiendo el corazón a esa muchacha», había dicho Ellie Dockerty, pero el mío tampoco había salido bien parado. La idea de revelárselo todo a Sadie me asaltó una noche mientras yacía despierto escuchando una discusión de borrachos en la casa de al lado: fuiste tú, yo no fui, fuiste tú, yo no fui, que te follen. Rechacé la idea, pero regresó rejuvenecida a la mañana siguiente. Me imaginé a mí mismo sentado con ella en la mesa de su cocina, bebiendo café, bajo la fuerte luz del sol vespertino que entraba en diagonal por la ventana sobre el fregadero. Hablando tranquilamente. Contándole que mi verdadero nombre era Jacob Epping, que en verdad no nacería hasta al cabo de cuarenta años, que había llegado procedente del año 2011 a través de una fisura en el tiempo que mi difunto amigo Al Templeton denominaba madriguera de conejo.

¿Cómo la convencería de una historia semejante? ¿Contándole que cierto desertor estadounidense que había cambiado de opinión respecto a Rusia iba a instalarse dentro de poco al otro lado de la calle donde vivía yo ahora, junto con su esposa rusa y su bebé? ¿Contándole que ese otoño los Tejanos de Dallas —aún no los Cowboys, aún no el Equipo de América— iban a derrotar a los Petroleros de Houston por 20 a 17 después de una doble prórroga? Ridículo. Pero ¿qué otra cosa conocía acerca del futuro inmediato? No mucho, porque no había tenido tiempo para estudiar. Conocía una cantidad considerable de información sobre Oswald, pero eso era todo.

Ella me tomaría por un chiflado. Podría recitarle letras de otra docena de canciones que aún no se habían grabado, y me seguiría tomando por un chiflado. Me acusaría de inventármelas, ¿no era escritor, al fin y al cabo? Y suponiendo que me creyera, ¿estaba dispuesto a arrastrarla conmigo a la boca del lobo? ¿No era ya bastante malo que ella regresara a Jodie en agosto y que John Clayton pudiera estar buscándola si resultaba ser un eco de Frank Dunning?

¡Vale, lárgate entonces! —gritó una mujer en la calle, y un coche se alejó acelerando en dirección a Winscott Road. Una cuña de luz escrutó brevemente a través de la rendija entre las cortinas y surcó el techo como un relámpago.

¡SOPLAPOLLAS! —vociferó la mujer.

Una voz masculina, a cierta distancia, replicó:

—Chúpemela, señora, a ver si con eso se calma.

Eso era la vida en Mercedes Street en el verano de 1962.

Déjala al margen. Hablaba la voz de la razón. La cuestión de si serías o no capaz de convencerla no viene al caso. Sencillamente, es demasiado peligroso. Quizá en un futuro ella pueda volver a formar parte de tu vida —una vida en Jodie, incluso— pero ahora no.

Salvo que para mí nunca existiría una vida en Jodie. Considerando lo que Ellen sabía de mi pasado, enseñar en el instituto era el sueño de un loco. ¿Y qué otra cosa iba a hacer? ¿Verter cemento?

Una mañana preparé la cafetera y salí a recoger el periódico. Cuando abrí la puerta, vi que los dos neumáticos de atrás del Sunliner estaban desinflados. Algún mocoso aburrido los había rajado con un cuchillo. Eso también era la vida en Mercedes Street en el verano de 1962.

 

 

6

 

El 14 de junio, jueves, me puse unos vaqueros, una camisa de trabajo azul y un viejo chaleco de cuero que había adquirido en una tienda de segunda mano en la carretera de Camp Bowie. Después pasé la mañana dando vueltas por la casa, como si me fuera a algún sitio. No tenía televisión, pero escuchaba la radio. Según las noticias, el presidente Kennedy planeaba una visita de estado a México a finales de mes. El informe meteorológico anunciaba cielos limpios y temperaturas cálidas. El DJ parloteó un rato y después pinchó «Palisades Park». Los gritos y efectos sonoros del disco simulando una montaña rusa me desgarraron la cabeza.

Al final no pude aguantar más. Iba a llegar temprano, pero no me importaba. Monté en el Sunliner —que ahora ostentaba dos neumáticos recauchutados de banda negra para acompañar a los de banda blanca delanteros— y conduje los sesenta y pico kilómetros hasta el aeropuerto Love Field, al noroeste de Dallas. No había aparcamiento de corta ni de larga estancia, simplemente aparcamiento. Costaba setenta y cinco centavos al día. Me encasqueté mi viejo sombrero de paja veraniego en la cabeza y recorrí a pie aproximadamente un kilómetro hasta el edificio de la terminal. Un par de policías de Dallas bebían café en la acera, pero en el interior no había guardias de seguridad ni detectores de metal que franquear. Los pasajeros sencillamente enseñaban las tarjetas de embarque a un tipo de pie junto a la puerta y luego cruzaban la abrasadora pista hasta los aviones pertenecientes a cinco aerolíneas: American, Delta, TWA, Frontier y Texas Airways.

Inspeccioné la pizarra instalada en la pared detrás del mostrador de Delta. Ponía que el Vuelo 194 llegaba a la hora prevista. Cuando pregunté a la azafata para cerciorarme, sonrió y me informó de que acababa de despegar de Atlanta.

—Pero viene usted tempranísimo.

—No puedo evitarlo —dije—. Probablemente llegaré temprano a mi propio funeral.

Rió y me deseó un buen día. Compré un ejemplar de la revista Time y caminé hasta el restaurante, donde pedí la Ensalada del Chef Séptimo Cielo. Era enorme y yo estaba demasiado nervioso para tener hambre —conocer a la persona que cambiará la historia del mundo no es algo que pase todos los días—, pero me proporcionaba algo para picar mientras esperaba el aterrizaje del avión que transportaba a la familia Oswald.

Me senté en un reservado con una buena vista de la terminal principal. No se hallaba muy concurrida, y una mujer joven con un traje chaqueta azul oscuro captó mi atención. Tenía el cabello enroscado en un cuidado moño. Llevaba una maleta en cada mano. Un maletero negro se le acercó. Ella rehusó con un movimiento de cabeza, sonriendo, y luego se golpeó el brazo al pasar junto a la esquina de la caseta de Asistencia al Viajero. Dejó caer una de las maletas, se frotó el codo, recogió el equipaje, y prosiguió su avance con pasos largos.

Sadie rumbo a su estancia de seis semanas en Reno.

¿Me sorprendió? En absoluto. Se trataba nuevamente de aquella cuestión de la convergencia. Ya estaba acostumbrado. ¿Me anegó el impulso de salir corriendo del restaurante para alcanzarla antes de que fuera demasiado tarde? Por supuesto.

Por un momento se me antojó más que posible, se me antojó necesario. Le diría que el destino (en lugar de algún extraño armónico de una onda temporal) nos había traído al aeropuerto. Ese argumento funcionaba en las películas, ¿verdad? Le pediría que esperara mientras sacaba un pasaje a Reno y le diría que se lo explicaría todo una vez estuviéramos allí. Y cuando transcurrieran las seis semanas obligatorias, podríamos invitar a un trago al juez que nos casaría después de que le hubiera concedido el divorcio.

De hecho, empezaba a levantarme cuando mis ojos se posaron por casualidad en la revista Time que había comprado en el quiosco. Jacqueline Kennedy aparecía en portada, sonriente, radiante, luciendo un vestido sin mangas con cuello en uve. LOS VESTIDOS DE LA PRIMERA DAMA PARA EL VERANO, rezaba la leyenda. Mientras contemplaba la fotografía, el color viró hacia el blanco y negro y su semblante mudó de una alegre sonrisa a una mirada ausente. Ahora estaba al lado de Lyndon Johnson en el Air Force One. Ya no llevaba el bonito (y ligeramente sexy) vestido veraniego; un traje chaqueta de lana salpicado de sangre había ocupado su lugar. Recordaba haber leído —no en las notas de Al, sino en algún otro sitio— que no mucho después de dictaminarse la muerte de su marido, Lady Bird Johnson se había acercado a abrazar a la señora Kennedy y había visto un pegote del cerebro del difunto presidente en ese traje.

Un presidente con un disparo en la cabeza. Y todos los muertos que vendrían después, formando tras él una fantasmal fila que se extendía hasta el infinito.

Me volví a sentar y observé a Sadie acarrear sus maletas hacia el mostrador de Frontier Airlines. Se notaba claramente que los bultos eran pesados, pero ella los transportaba con brío, la espalda recta, los zapatos bajos taconeando enérgicamente. El empleado facturó las maletas y las colocó en un carrito para equipajes; luego, ella le entregó el billete que había comprado dos meses antes en una agencia de viajes y el empleado garabateó algo. Se lo devolvió y ella se dirigió hacia la puerta de embarque. Agaché la cabeza para cerciorarme de que no me veía. Cuando alcé la vista de nuevo, ya no estaba, había desaparecido.

 

 

7

 

Cuarenta eternos minutos más tarde, un hombre, una mujer y dos niños pequeños —chico y chica— pasaron por delante del restaurante. El niño iba agarrado de la mano de su padre y parloteaba. El padre bajaba la vista hacia él, asintiendo y sonriendo. El padre era Robert Oswald.

El altavoz tronó: «El vuelo 194 de Delta procedente de Newark y el aeropuerto municipal de Atlanta está efectuando su llegada. Los pasajeros podrán ser recibidos en Puerta 4. Vuelo 194 de Delta efectuando su llegada».

La esposa de Robert —Vada, de acuerdo con las notas de Al— cogió a la pequeña en brazos y apuró el paso. No había rastro de Marguerite.

Picoteé la ensalada, masticando sin saborear. El corazón me latía con fuerza.

Oí un rugido de motores aproximándose y vi el blanco morro de un DC-8 que se detenía. Los que esperaban se apiñaron alrededor de la puerta. Una camarera me dio una palmada en el hombro y casi pegué un grito.

—Disculpe, señor —dijo en un acento de Texas tan espeso que casi se podía cortar—. Quería preguntarle si le traigo alguna cosa más.

—No —respondí—. Así está bien.

—Ah, perfecto.

Los primeros pasajeros empezaron a cruzar la terminal. Todos ellos eran hombres trajeados con prósperos cortes de pelo. Por supuesto. Los primeros pasajeros en bajar del avión siempre eran los de primera clase.

—¿Seguro que no quiere un trozo de tarta de melocotón? Está recién hecha.

—No, gracias.

—¿Está seguro, corazón?

Los pasajeros de clase turista irrumpieron en ese momento en oleadas. Había mujeres además de hombres, todos engalanados con equipaje de mano. Oí chillar a una mujer. ¿Era Vada saludando a su cuñado?

—Estoy seguro —dije, y cogí la revista.

Ella captó la indirecta. Me quedé removiendo los restos de la ensalada en una sopa anaranjada de aliño francés y observando. Ahí llegaban un hombre y una mujer con un bebé, pero este debía de tener ya edad para caminar; demasiado mayor para ser June. Los pasajeros pasaron por delante del restaurante, charlando con los amigos y familiares que habían ido a recogerlos. Vi a un muchacho con uniforme militar palmear el trasero de su novia. Ella rió, le dio un cachete en la mano y se puso de puntillas para besarle.

Durante cinco minutos la terminal estuvo llena. Después la gente empezó a dispersarse. No había señal de los Oswald. Me asaltó una descabellada certeza: no estaban en el avión. Yo no solo había viajado hacia atrás en el tiempo, había saltado a alguna especie de universo paralelo. Quizá Míster Tarjeta Amarilla debía impedir que algo así sucediera, pero Míster Tarjeta Amarilla estaba muerto y eso me liberaba. ¿No hay Oswald? Perfecto, no hay misión. Kennedy iba a morir en alguna otra versión de América, pero no en esta. Podría dar alcance a Sadie y vivir felices y comer perdices.

La idea no había hecho más que cruzarme la mente cuando vi a mi objetivo por primera vez. Robert y Lee caminaban uno al lado del otro, hablando animadamente. Lee balanceaba lo que era un maletín de grandes dimensiones o una cartera mochila pequeña. Robert asía una maleta rosa con esquinas redondeadas que parecía un objeto sacado del armario de Barbie. Vada y Marina iban detrás. Vada había cogido uno de los dos bolsos con mosaicos de tela. Marina llevaba el otro colgado del hombro. También llevaba en brazos a June, que ahora tenía cuatro meses, y se esforzaba en mantener el ritmo. Los hijos de Robert y Vada la flanqueaban, mirándola con abierta curiosidad.

Vada llamó a los hombres y estos se detuvieron casi delante del restaurante. Robert sonrió y cogió el bolso de Marina. Lee mostraba un semblante… ¿divertido? ¿De complicidad? Quizá ambas cosas. La insinuación diminutísima de una sonrisa le creaba unos hoyuelos en las comisuras de la boca. El anodino cabello oscuro estaba pulcramente peinado. De hecho, con su camisa blanca planchada, sus pantalones caquis y sus zapatos abrillantados, simbolizaba al perfecto marine. No parecía un hombre que acababa de completar un viaje alrededor de medio mundo; no se detectaba ni una arruga en él ni sombra de barba en sus mejillas. Tenía veintidós años, pero aparentaba la edad de uno de los adolescentes de mi última clase de literatura americana.

Lo mismo podía decirse de Marina, aunque ella no tendría edad suficiente para comprar legalmente una bebida alcohólica hasta al cabo de un mes. Daba la impresión de estar agotada y perpleja, pero lo admiraba todo. Además, era hermosa, con nubes de cabello oscuro y ojos azules vueltos hacia arriba y en cierta manera atribulados.

Los bracitos y las piernecitas de June estaban envueltos en pañales de tela. Incluso llevaba algo enrollado alrededor del cuello, y aunque no lloraba, tenía el rostro enrojecido y sudoroso. Lee cogió al bebé. Marina sonrió con gratitud, y cuando sus labios se separaron, vi que le faltaba un diente. El resto eran amarillentos, uno de ellos casi negro. El contraste con su piel cremosa y sus preciosos ojos era discordante.

Oswald se inclinó hacia ella y dijo algo que le borró la sonrisa del rostro. Ella alzó la vista con recelo. Su marido añadió algo más, clavándole un dedo en el hombro mientras hablaba. Recordé la historia de Al y me pregunté si Oswald le estaría diciendo ahora a su esposa lo mismo: pokhoda, cyka; camina, perra.

Pero no. Eran los pañales la causa de su alteración. Los arrancó —primero de los brazos, después de las piernas— y se los tiró a Marina, que los atrapó con torpeza. Luego miró en derredor para comprobar que nadie los observaba.

Vada se acercó y le tocó el brazo a Lee. Este hizo caso omiso, se limitó a desenrollar la bufanda de algodón improvisada del cuello de June y también se la tiró a Marina. Cayó al suelo de la terminal. Ella se agachó y la recogió sin decir nada.

Robert se unió a ellos y propinó un puñetazo amistoso en el hombro a su hermano. La terminal se hallaba ahora casi completamente despejada —el último de los pasajeros en abandonar el avión había adelantado a la familia Oswald— y pude oír sus palabras con claridad.

—Dale un respiro, acaba de llegar. Ni siquiera sabe todavía dónde está.

—Mira a la cría —indicó Lee, y elevó a June para que la viera bien, con lo que, finalmente, el bebé se puso a llorar—. La lleva envuelta como a una maldita momia de Egipto porque así es como lo hacen allá. No sé si reírme o llorar. Staryj baba! Vieja. —Se volvió hacia Marina con el bebé berreante en brazos. Ella lo miró con miedo—. Staryj baba!

Ella trató de sonreír del modo en que sonríe la gente que sabe que es el blanco de la broma aunque ignore el porqué. Pensé fugazmente en Lennie, en De ratones y hombres. Entonces, una amplia sonrisa, chulesca y ligeramente de soslayo, iluminó el rostro de Oswald. Casi le hizo parecer atractivo. Besó a su esposa con dulzura, primero en una mejilla y luego en la otra.

—¡Estados Unidos! —exclamó, y volvió a besarla—. ¡Estados Unidos, Rina! ¡La tierra de los libres y el hogar de los mierdas!

La sonrisa de Marina se tornó radiante. Lee empezó a dirigirse a ella en ruso, devolviéndole el bebé mientras hablaba. La rodeó con un brazo por la cintura a la vez que procuraba serenar a June. Cuando salían de mi campo de visión, ella se cambió el bebé al hombro para poder tomar de la mano a su marido. Aún sonreía.

 

 

8

 

Regresé a casa —si podía llamar «casa» a Mercedes Street— y traté de echarme una siesta. No pude conciliar el sueño, así que me quedé tendido con las manos en la nuca escuchando los inquietantes ruidos callejeros y hablando con Al Templeton. Ahora que estaba solo, me descubría haciéndolo bastante a menudo. Para ser un hombre muerto, él siempre tenía mucho que decir.

—He sido un estúpido por venir a Fort Worth —reconocí—. Si intento conectar el micro a la grabadora, me arriesgo a que alguien me vea. El mismo Oswald podría verme, y eso lo cambiaría todo. Ya está paranoico, lo decías en tus notas. Sabía que la KGB y el Ministerio de Interior Ruso le estaban vigilando en Minsk, y va a temer que el FBI y la CIA le vigilen aquí. De hecho, el FBI le vigilará, al menos durante un período de tiempo.

—Sí, tendrás que ser cuidadoso —coincidió Al—. No será fácil, pero confío en ti, socio. Por eso te llamé.

—Ni siquiera quiero estar cerca de él. Me bastó con verlo en el aeropuerto para que se me pusieran los pelos como escarpias.

—Lo sé, pero no tienes más remedio. Como cocinero que pasó casi toda su maldita vida entre fogones, puedo asegurarte que jamás se ha hecho una tortilla sin cascar huevos. Y sería un error sobrestimar a este individuo. No es ningún supercriminal. Además, va a estar distraído, sobre todo por la bruja de su madre. ¿Cómo va a lograr ser bueno en algo? Durante una temporada, solo se le dará bien gritar a su mujer y pegarle cuando se cabree tanto que eso no le baste.

—Creo que ella le importa. Un poco, al menos; quizá mucho, a pesar de los gritos.

—Sí, y son esos tipos los que más posibilidades tienen de terminar jodiendo a sus mujeres. Mira a Frank Dunning. Tan solo ocúpate de tus asuntos, socio.

—¿Y qué voy a conseguir si me las apaño para conectar el micro? ¿Una grabación de sus discusiones? ¿Y en ruso? Eso sí que me servirá de ayuda.

—No necesitas descodificar su vida familiar. Es en George de Mohrenschildt en quien debes centrar tus indagaciones. Tienes que cerciorarte de que De Mohrenschildt no está involucrado en el atentado contra el general Walker. Una vez conseguido eso, la ventana de incertidumbre se cierra. Y míralo por el lado bueno. Si Oswald te pilla espiándolo, es posible que sus acciones futuras cambien para bien. A la postre, tal vez no intente asesinar a Kennedy.

—¿En serio lo crees?

—No, la verdad es que no.

—Yo tampoco. El pasado es obstinado. No quiere ser cambiado.

—Socio, ahora empiezas… —dijo Al.

—A pillarlo —me oí susurrar—. Ahora empiezo a pillarlo.

Abrí los ojos. Me había quedado dormido, después de todo. La última luz de la tarde se filtraba a través de las cortinas corridas. En algún lugar a no mucha distancia, en Davenport Street de Fort Worth, los hermanos Oswald y sus esposas estarían sentándose a cenar: la primera comida de Lee tras su regreso al viejo terruño.

Desde el exterior de mi propio pedacito de Fort Worth me llegó el cántico de un juego de comba. Me sonaba muy familiar. Me levanté, atravesé la salita en penumbra (amueblada con nada más que dos butacas de segunda mano) y abrí una de las pesadas cortinas un par de centímetros. Instalarlas había sido mi primera tarea en la casa. Quería ver; no quería ser visto.

El 2703 aún se hallaba deshabitado, con un cartel de SE ALQUILA clavado en la barandilla del desvencijado porche, pero el césped no estaba desierto. Allí, dos niñas giraban una cuerda mientras una tercera la esquivaba moviendo ambos pies adentro y afuera. Por supuesto, no eran las mismas niñas que había visto en Kossuth Street de Derry: estas tres, vestidas con vaqueros remendados y desteñidos en vez de con pantaloncitos cortos nuevos y limpios, parecían raquíticas y desnutridas, pero cantaban la misma tonadilla, solo que ahora con acento tejano.

—¡Charlie Chaplin se fue a Francia! ¡Para ver a las damas que danzan! ¡Saluda al Capitán! ¡Saluda a la Reina! ¡Mi viejo un sub-marino go-bier-na!

La niña que saltaba se enredó con los pies y cayó trastabillando en los hierbajos que servían de césped en el 2703. Las otras dos se abalanzaron encima y las tres rodaron por el suelo. Después se pusieron de pie y se marcharon pitando.

Las observé mientras se alejaban, pensando: Las he visto pero ellas a mí no. Algo es algo. Es un comienzo. Pero Al, ¿dónde está la meta?

De Mohrenschildt guardaba la clave de toda la trama, lo único que me impedía matar a Oswald en cuanto se instalara al otro lado de la calle. George de Mohrenschildt, un geólogo especialista en petróleo que especulaba con arrendamientos petrolíferos. Un hombre que vivía el estilo de vida de un playboy, principalmente gracias a la fortuna de su mujer. Al igual que Marina, era un exiliado ruso, pero, a diferencia de ella, procedía de una familia noble; de hecho, poseía el título de barón de Mohrenschildt. El hombre que iba a convertirse en el único amigo de Lee Oswald durante los pocos meses de vida que le quedaban a Oswald. El hombre que iba a sugerirle que el mundo estaría mucho mejor sin cierto ex general racista de derechas. Si De Mohrenschildt resultaba formar parte del atentado contra la vida de Edwin Walker, mi situación se complicaría inmensamente; todas las descabelladas teorías de la conspiración entrarían en juego. Al, sin embargo, creía que todo cuanto el geólogo ruso había hecho (o haría; como ya he comentado, vivir en el pasado es confuso) era incitar a un hombre que ya estaba obsesionado con la fama y era mentalmente inestable.

Al había escrito en sus notas: «Si Oswald actúa por su cuenta la noche del 10 de abril de 1963, las probabilidades de que haya otro tirador involucrado en el asesinato de Kennedy siete meses después se reducen al uno por ciento o menos».

Debajo, en letras mayúsculas, formulaba el veredicto final: SUFICIENTE PARA LIQUIDAR AL HIJO DE PUTA.

 

 

9

 

Ver a las niñas sin que ellas me vieran me hizo pensar en aquella vieja película de Jimmy Stewart, La ventana indiscreta. Una persona podía ver mucho sin siquiera abandonar su propia sala de estar. Especialmente si contaba con las herramientas adecuadas.

Al día siguiente fui a una tienda de artículos deportivos y compré un par de prismáticos Bausch & Lomb, recordándome que debía ser precavido con los reflejos del sol en las lentes. Dado que el 2703 se encontraba en el lado oriental de Mercedes Street, pensé que cualquier hora después del mediodía sería bastante segura en ese aspecto. Introduje los binoculares por el resquicio entre las cortinas, y cuando regulé la rueda de enfoque, el cutre salón-cocina al otro lado se hizo tan luminoso y detallado que era como si me encontrara allí.

La Lámpara Inclinada de Pisa aún continuaba en el viejo buffet-aparador donde se guardaban los utensilios de cocina, esperando a que alguien la encendiera y activara el micro. Sin embargo, de nada me serviría si no conectaba el diminuto magnetófono japonés, capaz de grabar hasta doce horas a su velocidad más baja. Lo había probado, hablando de verdad a la lámpara de repuesto (lo cual me hizo sentir como un personaje de una comedia de Woody Allen), y aunque la grabación sonaba como arrastrándose, las palabras eran comprensibles. Todo lo cual significaba que estaba en condiciones de entrar en acción.

Si me atrevía.

 

 

10

 

El Cuatro de Julio en Mercedes Street fue un día de mucho movimiento. Hombres con el día libre regaban céspedes que se hallaban más allá de la salvación —aparte de unas pocas tormentas a última hora de la tarde, el tiempo había sido caluroso y seco— y luego se arrellanaban en sillas de jardín a escuchar el partido de béisbol en la radio y a beber cerveza. Pelotones de subadolescentes tiraban petardos a chuchos callejeros y las pocas gallinas errantes. Una de las aves fue alcanzada y explotó en una masa de sangre y plumas. El niño responsable del lanzamiento fue arrastrado entre gritos dentro de una de las casas calle abajo por una madre a medio vestir, solo con una enagua y una gorra de béisbol Farmall. Deduje por su inestable andar que ella misma se había trincado unas cuantas birras. Lo más cercano a un espectáculo de fuegos artificiales tuvo lugar después de las diez de la noche, cuando alguien, posiblemente el mismo chaval que había rajado los neumáticos de mi descapotable, prendió fuego a un viejo Studebaker que llevaba alrededor de una semana abandonado en el aparcamiento del almacén de Montgomery Ward. El cuerpo de bomberos de Fort Worth se presentó para extinguirlo y todo el mundo se echó a la calle a mirar.

Salve, Columbia.

A la mañana siguiente me acerqué a inspeccionar la carrocería quemada, que descansaba con tristeza sobre los restos derretidos de los neumáticos. Divisé una cabina telefónica próxima a uno de los muelles de carga del almacén y, en un impulso, llamé a Ellie Dockerty, logrando que la operadora localizara el número y me conectara. Lo hice en parte porque me sentía solo y nostálgico; principalmente, porque deseaba tener noticias de Sadie.

Ellie contestó al segundo tono de llamada y parecía encantada de oír mi voz. Allí de pie, en una cabina telefónica abrasadora, con Mercedes Street durmiendo la borrachera del Glorioso Cuatro de Julio a mi espalda y el olor a vehículo calcinado en mis fosas nasales, eso me arrancó una sonrisa.

—Sadie está bien. He recibidos dos postales y una carta. Trabaja como camarera en el Harrah. —Bajó la voz—. Creo que como camarera de cócteles, pero el consejo escolar jamás se enterará de eso por mí.

Visualicé las largas piernas de Sadie con una falda corta. Visualicé a hombres de negocios intentando ver sus ligas o echando miradas al interior del valle de su escote cuando ella se inclinaba para servir las bebidas en una mesa.

—Preguntó por ti —dijo Ellie, lo cual me arrancó una nueva sonrisa—. No quise decirle que has zarpado al fin del mundo, por cuanto sabe cualquiera en Jodie, así que le conté que estabas muy ocupado con tu libro y que te iba bien.

Hacía un mes o más que no añadía una sola palabra a El lugar del crimen, y las dos ocasiones en que intenté leer el manuscrito, todo me daba la impresión de estar escrito en púnico del siglo tercero.

—Me alegro de que le vaya bien.

—El requisito de residencia será satisfecho a finales de mes, pero ha decidido quedarse hasta agotar las vacaciones de verano. Dice que las propinas son muy buenas.

—¿Le pediste una foto de su futuro ex marido?

—Justo antes de que se marchara, pero no tenía ninguna. Cree que sus padres tienen varias, pero se negó a escribirles. Dijo que ellos nunca habían renunciado al matrimonio, y que eso les daría falsas esperanzas. Además, ella opinaba que exagerabas. Que exagerabas como un bellaco, esa fue la frase que usó.

Me sonaba muy propio de mi Sadie. Solo que ya no la podía llamar mía. Ahora simplemente era «eh, camarera, tráenos otra ronda… y esta vez agáchate un poco más». Todo hombre tiene una vena celosa, y la mía tañía con fuerza la mañana del 5 de julio.

—¿George? No me cabe duda de que todavía le importas, y puede que no sea demasiado tarde para esclarecer este embrollo.

Pensé en Lee Oswald, que no atentaría contra la vida del general Edwin Walker hasta al cabo de otros nueve meses.

—Es demasiado pronto —señalé.

—¿Cómo dices?

—Nada. Me ha encantado hablar contigo, señorita Ellie, pero dentro de poco la operadora va a irrumpir en la línea pidiéndome más dinero y me he quedado sin monedas.

—Supongo que no querrás venir hasta aquí a tomar una hamburguesa y un batido en el Diner, ¿verdad? Si quieres, invitaré a Deke Simmons para que nos acompañe. Pregunta por ti casi a diario.

La idea de volver a Jodie y ver a mis amigos del instituto era probablemente lo único que podría haberme animado aquella mañana.

—Por supuesto. ¿Esta tarde sería demasiado apresurado? ¿A las cinco, por ejemplo?

—Es perfecto. Los ratones de campo cenamos temprano.

—Bien. Estaré allí. Pago yo.

—Eso habrá que verlo.

 

 

11

 

Al Stevens había contratado a una chica que yo conocía de la clase de inglés comercial y me sentí conmovido por el modo en que se le iluminó el rostro cuando vio quién estaba sentado con Ellie y Deke.

—¡Señor Amberson! Caramba, ¡qué alegría verle! ¿Cómo le va?

—Estupendamente, Dorrie —dije.

—Bueno, pero yo que usted me pediría todo el menú. Ha perdido peso.

—Es cierto —asintió Ellie—. Necesitas que alguien cuide bien de ti.

El bronceado mexicano de Deke se había desvanecido, lo cual me indicó que pasaba la mayor parte de su retiro en casa, y cualquier peso que yo hubiera perdido, él lo había encontrado. Me estrechó la mano con un fuerte apretón y expresó su alegría por verme. No había artificios en el hombre. Ni en Ellie Dockerty, para el caso. Cambiar aquel lugar por Mercedes Street, donde celebraban el Cuatro de Julio haciendo explotar gallinas, me parecía cada vez más una locura, daba igual lo que supiera acerca del futuro. Definitivamente, esperaba que Kennedy lo valiera.

Comimos hamburguesas, patatas fritas crujientes de aceite y tarta de manzana con helado. Hablamos sobre quién estaba haciendo qué, y nos echamos unas risas a costa de Danny Laverty, que finalmente estaba escribiendo su largamente rumoreado libro. Ellie comentó que, según la esposa de Danny, el primer capítulo se titulaba «Entro en liza».

Hacia el término de nuestra comida, mientras Deke rellenaba su pipa con Prince Albert, Ellie levantó una bolsa que había guardado bajo la mesa y sacó un libro enorme que me pasó por encima de los restos grasientos de nuestra cena.

—Página ochenta y nueve. Y mantenlo lejos de ese antiestético charco de ketchup, haz el favor. Es exclusivamente un préstamo, y quisiera devolverlo en el mismo estado en que lo recibí.

Se trataba de un anuario titulado Colas de tigre, y procedía de una institución mucho más finolis que la ESCD. Colas de tigre estaba encuadernado en piel en vez de tela, las páginas eran gruesas y satinadas, y la sección de anuncios en la parte de atrás tenía fácilmente un grosor de cien páginas. La institución que conmemoraba —exaltaba sería la mejor definición— era la Academia Longacre de Savannah. Hojeé la sección del último curso, de un uniforme tono vainilla, y se me ocurrió que hacia 1990 incluiría una o dos caras de color. Quizá.

—¡Cuernos! —exclamé—. Para Sadie, cambiar este sitio por Jodie debió de suponer un duro golpe a su cartera.

—Creo que estaba ansiosa por marcharse —dijo Deke en voz baja—. Y estoy seguro de que tenía sus razones.

Pasé a la página ochenta y nueve. El encabezamiento rezaba DEPARTAMENTO DE CIENCIAS DE LONGACRE. Mostraba la trillada imagen de cuatro profesores con bata blanca de laboratorio sosteniendo burbujeantes vasos de precipitados (en plan doctor Jekyll), y debajo había cuatro fotos de estudio. John Clayton no se parecía ni un ápice a Lee Oswald, pero poseía esa clase de rostro que con gusto se relega al olvido, y las comisuras de los labios formaban hoyuelos por ese mismo asomo de sonrisa. ¿Era el fantasma de la diversión o un desprecio apenas camuflado? Diablos, quizá fue lo mejor que logró el cabrón obsesivo compulsivo cuando el fotógrafo le pidió que dijera «patata». Los únicos rasgos distintivos eran unas sienes levemente hundidas, casi a juego con los hoyuelos en las comisuras de la boca. Aunque la foto era en blanco y negro, la claridad de sus ojos me revelaba con certeza que eran azules o grises.

Giré el libro hacia mis amigos.

—¿Veis estas mellas a ambos lados de la cabeza? ¿Son una formación natural, como una nariz aguileña o un hoyuelo en la barbilla?

—No —dijeron exactamente al mismo tiempo. Hasta cierto punto resultó cómico.

—Son marcas de fórceps —observó Deke—. Se deben a que el médico se hartó de esperar y extrajo a la criatura. Normalmente desaparecen, pero no siempre. Si el pelo no le raleara en las sienes, difícilmente podrías verlas, ¿verdad?

—¿Y no ha aparecido por aquí preguntando por Sadie? —inquirí.

—No —respondieron nuevamente al unísono. Ellen agregó—: Nadie ha preguntado por ella. Excepto tú, George. Maldito estúpido. —Sonrió como hace la gente cuando gasta una broma que en realidad no lo es.

Miré mi reloj y dije:

—Ya os he entretenido bastante. Es hora de que regrese.

—¿Quieres dar un paseo hasta el campo de fútbol antes de irte? —preguntó Deke—. El entrenador Borman me pidió que te llevara, si se presentaba la ocasión. Ya tiene a los muchachos entrenando, por supuesto.

—Por lo menos lo hacen en el frescor de la tarde —dijo Ellie al tiempo que se levantaba—. Gracias a Dios por los pequeños dones. ¿Recuerdas cuando el chico de los Hasting sufrió una insolación hace tres años, Deke? ¿Y que al principio pensaron que era un ataque al corazón?

—No imagino por qué querría verme —comenté—. Convertí uno de sus defensas estrella al lado oscuro del universo. —Bajé el tono y susurré con voz ronca—: ¡Arte dramático!

Deke sonrió.

—Sí, pero quizá salvaste a otro de la «camisa roja» en Alabama. Eso piensa Borman, al menos. Porque, hijo mío, es lo que Jim LaDue le contó.

En un primer momento no tuve la menor idea de qué estaba hablando. Entonces recordé el Baile de Sadie Hawkins y sonreí abiertamente.

—Lo único que pasó fue que pillé a tres de los muchachos pasándose una botella de matarratas. La lancé al otro lado de la valla.

Deke había dejado de sonreír.

—¿Era Vince Knowles uno de ellos? ¿Sabías que estaba borracho el día en que volcó su camioneta?

—No. —Sin embargo, no me sorprendía. Los autos y la bebida forman un cóctel popular, y a menudo letal, en los institutos.

—Pues sí. Eso, combinado con el sermón que les echaste en el baile, ha hecho que LaDue reniegue de la bebida.

—¿Qué les dijiste? —preguntó Ellie. Hurgaba en su bolso en busca de la cartera, pero me encontraba demasiado perdido en el recuerdo de aquella noche para discutir con ella por la cuenta. «No jodáis vuestro futuro», eso había dicho. Y a Jim LaDue, aquel de la perezosa sonrisa de «Manejo el mundo a mi antojo», le había calado hondo. Nunca sabemos en qué vidas influimos, ni cuándo, ni por qué. No lo descubrimos hasta que el futuro devora el presente. Cuando es demasiado tarde.

—No me acuerdo —mentí.

Ellie trotó a pagar la cuenta.

—Dile a Ellie que esté pendiente del hombre de la foto, Deke —le pedí—. Tú también. Puede que no venga por aquí, estoy empezando a pensar que a lo mejor me he equivocado, pero no me fío. Ese tipo no está demasiado en sus cabales.

Deke prometió que lo haría.

 

 

12

 

Estuve a punto de no acercarme al campo de fútbol. Jodie se veía muy bonita bajo la inclinada luz de aquel atardecer de finales de julio. Creo que una parte de mí deseaba regresar a Fort Worth cagando leches antes de que perdiera la voluntad para hacerlo. Me pregunto cuánto habría variado todo si me hubiera saltado esa pequeña excursión. Quizá nada. Quizá mucho.

El entrenador ensayaba dos o tres jugadas con los muchachos de los equipos especiales mientras el resto de los jugadores descansaban en el banco sin los cascos y el sudor deslizándose en sus rostros.

¡Dos rojo, dos rojo! —se desgañitaba el entrenador. Nos vio a Deke y a mí y levantó una mano con la palma extendida: cinco minutos. Después se volvió hacia la reducida y agotada cuadrilla que aún seguía en el campo—: ¡Una vez más! A ver si sois capaces de poner algo de músculo en esos huesos, ¿qué decís?

En el otro extremo del campo divisé a un tipo con una chaqueta deportiva tan chillona que dañaba la vista. Trotaba arriba y abajo por la banda con unos auriculares en la cabeza y un objeto similar a una ensaladera en las manos. Sus gafas me recordaron a alguien. Al principio no pude establecer la conexión, pero entonces me vino: se parecía un poco a Silent Mike McEachern. Mi Mr. Wizard particular.

—¿Quién es ese? —pregunté.

Deke escudriñó con los ojos entornados.

—Que me aspen si lo sé.

El entrenador dio unas palmadas y mandó a los chicos a las duchas. Se aproximó a las gradas y me dio una palmadita en la espalda.

—¿Cómo va eso, Shakespeare?

—Bastante bien —dije, sonriendo con bravura.

—«Shakespeare, Shakespeare, patada en la pelvis»; eso solíamos decir cuando éramos críos. —Rompió a reír con ganas.

Nosotros solíamos decir «Entrenador, entrenador, pisa un escorpión».

El entrenador Borman puso cara de perplejidad.

—¿De veras?

—¡Qué va!, me estaba mofando. —Y arrepintiéndome de no haber obedecido a mi primer impulso de largarme de la ciudad después de la cena—. ¿Qué tal pinta el equipo?

—Ah, son buenos chicos, se esfuerzan, pero no será lo mismo sin Jimmy. ¿Has visto el nuevo cartel donde la 109 se separa de la Autopista 77? —Pronunció seeenta seete.

—Supongo que estoy demasiado acostumbrado a verlo y no me he fijado.

—Bueno, échale un vistazo en el camino de vuelta, socio. El comité de apoyo se ha superado. La madre de Jimmy casi lloró cuando lo vio. Entiendo que te debo un voto de agradecimiento por lograr que ese muchacho dejara la bebida. —Se quitó la gorra adornada con una gran E, se enjugó el sudor de la frente con el brazo y se la encasquetó otra vez. Suspiró pesadamente—. Quizá también le deba un voto de agradecimiento a ese jodido atontado de Vince Knowles, pero lo máximo que puedo hacer ya es ponerle en mi lista de plegarias.

Recordé que el entrenador pertenecía a la facción más intransigente de los baptistas. Aparte de las listas de plegarias, probablemente creía en toda esa mierda de los hijos de Noé.

—No hay nada que agradecer —dije—. Solo hacía mi trabajo.

Me dirigió una mirada penetrante.

—Deberías estar haciéndolo todavía en vez de andar mariconeando con un libro. Perdona por no morderme la lengua, pero así es como lo siento.

—No pasa nada. —Era cierto. Se ganó mi simpatía por ello. En otro mundo, puede que hasta tuviera razón. Señalé con el dedo al otro lado del campo, donde el doble de Silent Mike estaba guardando su ensaladera en un estuche de acero. Los auriculares aún le colgaban del cuello—. Entrenador, ¿quién es ese?

Borman soltó un resoplido.

—Creo que se llama Hale Duff. O puede que Cale. El nuevo locutor deportivo de la Big Damn. —Se refería a la KDAM, la única estación radiofónica del condado de Denholm, que emitía informes granjeros por la mañana, música country al mediodía y rock and roll después de acabar las clases. Los chicos disfrutaban con las cuñas tanto como con la música; sonaba una explosión a la cual seguía la voz de un viejo cowboy diciendo «¡KA-DAM! ¡Esa ha sido bestial!». En la Tierra de Antaño, eso se considera el súmmum del atrevimiento.

—¿Qué es ese artilugio, entrenador? —preguntó Deke—. ¿Lo sabes?

—Desde luego que sí —respondió el entrenador—, pero si se piensa que le voy a permitir usarlo durante las retransmisiones de los partidos, lo lleva claro. ¿Crees que quiero que cualquiera que tenga una radio me oiga llamar «panda de malditas nenazas» a mis chicos si no son capaces de rechazar la presión en la línea de tres yardas?

Me volví hacia él, muy despacio.

—¿De qué estás hablando?

—No me lo creía, así que lo probé —masculló el entrenador. Después, con creciente indignación añadió—: ¡Escuché a Boof Redford diciéndole a uno de los novatos que mis pelotas eran más grandes que mi cerebro!

—¿De veras? —El pulso se me aceleró sensiblemente.

—Ese Duffer dijo que lo construyó en su puñetero garaje —retumbó el entrenador—. Dijo que cuando se aumenta la potencia al máximo, se puede oír a un gato tirarse un pedo a una manzana de distancia. Eso es una tontería, por supuesto, pero Redford estaba al otro lado del campo cuando se pasó de listo con su comentario.

El locutor deportivo, que aparentaba unos veinticuatro años, recogió la caja de acero que contenía su equipo y saludó con la mano libre. El entrenador agitó la mano en respuesta y murmuró entre dientes:

—El día en que le deje estar en un partido con esa cosa será el día en que ponga una pegatina de Kennedy en mi puto Dodge.

 

 

13

 

Prácticamente había oscurecido del todo cuando llegué a la intersección de la Autopista 77 y la Ruta 109, pero una hinchada luna anaranjada que se elevaba en el este proporcionaba la luz suficiente para ver el cartel. Mostraba a un sonriente Jim LaDue, con el casco de fútbol en una mano, un balón en la otra y un mechón de cabello negro cayendo heroicamente sobre su frente. Encima de la imagen, en letras tachonadas de estrellas, se leía ¡FELICIDADES A JIM LADUE, MEJOR QUATERBACK DEL ESTADO EN 1960 Y 1961! ¡BUENA SUERTE EN ALABAMA! ¡NUNCA TE OLVIDAREMOS!

Y debajo, en letras rojas que parecían gritar:

 

«¡JIMLA!»

 

 

14

 

Dos días más tarde, entré en Electrónica Satélite y esperé mientras mi anfitrión vendía un transistor del tamaño de un iPod a un chaval que mascaba chicle. Cuando salió por la puerta (colocándose ya el auricular de la radio), Silent Mike se dirigió a mí:

—Vaya, si es mi viejo colega Nadie. ¿En qué puedo ayudarle? —Después, bajando la voz a un susurro conspiratorio—: ¿Más lámparas con micros ocultos?

—Hoy no —respondí—. Dígame, ¿ha oído hablar alguna vez de un dispositivo llamado micrófono omnidireccional?

Los labios se retrajeron sobre los dientes en una sonrisa.

—Amigo mío —dijo—, una vez más ha venido al sitio indicado.