Los Oswald se convirtieron en mis vecinos de arriba el 2 de marzo de 1963. Trajeron sus posesiones a cuestas, sobre todo en cajas de licorería, desde el ruinoso cubo de ladrillo de Elsbeth Street. Pronto las ruedas de la pequeña grabadora japonesa empezaron a girar con regularidad, aunque la mayoría del tiempo yo escuchaba con los auriculares. Así las conversaciones de arriba sonaban normales en vez de frenadas, pero por supuesto no podía entender casi nada.
La semana después de que los Oswald se mudasen a su nuevo alojamiento, visité una de las casas de empeño de Greenville Avenue para comprar una pistola. El primer revólver que el cambista me enseñó fue el mismo Colt .38 que había comprado en Derry.
—Es una excelente protección contra atracadores y ladrones de casas —dijo el vendedor—. Letalmente certero hasta a veinte metros de distancia.
—Quince —dije yo—. Tenía entendido quince.
El cambista alzó las cejas.
—Vale, digamos que quince. Cualquiera que sea lo bastante estúpido…
… como para intentar limpiarme el dinero se va a acercar mucho más que eso, ya me conozco el rollo.
—… para asaltarle tendrá que acercarse, o sea que, ¿qué me dice?
Mi primer impulso, solo por romper esa sensación de armonía como de campanillas pero discordante, fue decirle que quería otra cosa, a lo mejor un .45, pero romper la armonía quizá fuese mala idea. ¿Quién sabía? Lo que sí sabía era que el .38 que había comprado en Derry había cumplido.
—¿Cuánto?
—Se lo dejo por doce.
Eran dos dólares más de lo que había pagado en Derry, pero claro, aquello había sido cuatro años y medio atrás. Con el ajuste por la inflación, doce parecía más o menos correcto. Le dije que añadiera una caja de balas y trato hecho.
Cuando el prestamista me vio guardar el arma y la munición en el maletín que llevaba conmigo a tal efecto, me dijo:
—¿Por qué no me deja venderle una funda, hijo? No parece de por aquí y es probable que no lo sepa, pero en Texas es legal ir armado, no hace falta permiso si no tiene antecedentes penales. ¿Tiene antecedentes penales?
—No, pero no espero que me atraquen a plena luz del día.
El vendedor me dedicó una sonrisa siniestra.
—En Greenville Avenue nunca se sabe qué puede pasar. Hace unos años un tipo se voló la tapa de los sesos a solo una manzana y media de aquí.
—¿De verdad?
—Sí, señor, delante de un bar llamado La Rosa del Desierto. Por una mujer, claro está. ¿Cómo no?
—Ya —dije—. Aunque a veces es por política.
—No, qué va, detrás siempre hay una mujer, hijo. —Se rió.
Había aparcado cuatro manzanas al oeste de la casa de empeños y, para volver a mi nuevo coche (nuevo por lo menos para mí), tenía que pasar por delante de la Financiera Faith, donde había realizado mi apuesta por los Piratas Milagrosos en otoño de 1960. El vivales que había pagado mis mil doscientos estaba fumando delante. Llevaba su visera verde. Sus ojos pasaron por encima de mí, pero no pareció interesarse ni reconocerme.
Eso fue una tarde de viernes, y fui directo con el coche desde Greenville Avenue hasta Kileen, donde me reuní con Sadie en los Bungalows Candlewood. Pasamos la noche allí, como teníamos por costumbre ese invierno. Al día siguiente ella volvió en coche a Jodie, donde me reuní con ella el domingo para ir a misa. Después de la bendición, durante la parte en que estrechábamos la mano a quienes nos rodeaban diciendo «La paz sea contigo», mis pensamientos fueron a dar —con cierto desasosiego— a la pistola que había escondido en el maletero de mi coche.
Cuando almorzábamos ese domingo, Sadie preguntó:
—¿Cuánto falta? Para que acabes lo que tienes que hacer.
—Si todo va como espero, no mucho más de un mes.
—¿Y si no?
Me pasé las manos por el pelo y me acerqué a la ventana.
—Entonces no lo sé. ¿Hay algo más que te ronde la cabeza?
—Sí —dijo ella con calma—. De postre hay pastel de cereza. ¿Quieres nata con el tuyo?
—Mucha —respondí—. Te quiero, cariño.
—Más te vale —dijo ella mientras se levantaba para ir por el postre—. Porque me la estoy jugando.
Me quedé en la ventana. Un coche pasó poco a poco por la calle —no viejo sino clásico, como decían los pinchadiscos de la K-Life— y sentí de nuevo ese tintineo armónico. Pero para entonces lo sentía siempre, y a veces no significaba nada. Me vino a la mente una de las consignas de AA de Christy: TEMER, siglas de «Tomar espejismos y mentiras por evidencias reales».
Esa vez sentí el chasquido de una asociación, sin embargo. El coche era un Plymouth Fury rojo y blanco, como el que había visto en el aparcamiento de la fábrica Worumbo, no muy lejos del secadero al que daba la madriguera de conejo a 1958. Ese llevaba matrícula de Arkansas, no de Maine, pero aun así… ese tintineo. Ese tintineo armónico. A veces me daba la sensación de que, si supiera lo que significaba ese tintineo, lo sabría todo. Probablemente fuera una estupidez, pero era cierto.
Míster Tarjeta Amarilla lo sabía, pensé. Lo sabía y eso lo mató.
Mi último armónico señalizó que doblaría a la izquierda, giró en la señal de «stop» y desapareció hacia la calle principal.
—Ven a comerte el postre, hombre —dijo Sadie a mi espalda, y di un respingo.
Los de AA dicen que TEMER también significa otra cosa: «Todo es una mierda, escapa rápido».
Cuando volví a Neely Street esa noche, me puse los auriculares y escuché la última grabación. No esperaba otra cosa que ruso, pero esa vez también me tocó algo de inglés. Y chapoteos.
Marina: (Habla en ruso.)
Lee: ¡No puedo, mamá, estoy en la bañera con Junie!
(Más chapoteos, y risas: la de Lee y las agudas carcajadas de la niña.)
Lee: ¡Mamá, hemos tirado agua al suelo! ¡Junie ha salpicado! ¡Qué niña tan mala!
Marina: ¡A fregarlo! ¡Yo soy ocupada! ¡Ocupada! (Pero también se ríe.)
Lee: No puedo, ¿quieres que la niña…? (Ruso.)
Marina: (Habla en ruso, riñendo y riendo a la vez.)
(Más chapoteos. Marina tararea una canción pop de la K-Life. Suena dulce.)
Lee: ¡Mamá, trae nuestros juguetes!
Marina: Da, da, siempre con los juguetes.
(Otro chapoteo, fuerte. La puerta del baño ya debe de estar abierta del todo.)
Marina: (Habla en ruso.)
Lee (voz de niño caprichoso): Mamá, te has olvidado de nuestra pelota de goma.
(Gran chapoteo: la niña chilla de alegría.)
Marina: Hala, los juguetes para el príinsipe y la prinseeessa.
(Risas de los tres: su felicidad me da frío.)
Lee: Mamá, tráenos un (palabra en ruso). Tenemos agua en la oreja.
Marina (riendo): Ay, Dios, ¿qué será lo siguiente?
Esa noche estuve en vela mucho tiempo, pensando en los tres. Felices por una vez, ¿y por qué no? El 214 de Neely Oeste Street no era gran cosa, pero seguía siendo una mejora. Quizá hasta dormían en la misma cama y June por una vez estaba contenta en vez de muerta de miedo.
Y ahora un cuarto en la cama, además. El que crecía en la barriga de Marina.
Los acontecimientos empezaron a acelerarse, como había sucedido en Derry, solo que ahora la flecha del tiempo volaba hacia el 10 de abril en vez de hacia Halloween. Las notas de Al, en las que yo había confiado para que me llevaran hasta allí, se fueron volviendo menos útiles. En la cuenta atrás hacia el intento de asesinar a Walker se concentraban casi en exclusiva en las acciones y en los movimientos de Lee, y ese invierno había mucho más en sus vidas, sobre todo en la de Marina.
Para empezar, por fin había trabado amistad con alguien; no un madurito iluso como George Bouhe, sino una amiga. Se llamaba Ruth Paine, y era una cuáquera. «Rusoparlante», había anotado Al con un laconismo que recordaba poco a sus primeras notas. «La conoció en fiesta, 2 (??) / 63. Marina separada de Lee y viviendo con la Paine en fechas del asesinato de Kennedy.» Y luego, como si no fuera más que una ocurrencia de última hora: «Lee guardó M-C en garaje de Paine. Envuelto en manta».
Por M-C se refería al fusil Mannlicher-Carcano adquirido por correo con el que Lee planeaba matar al general Walker.
No sé quién celebró la fiesta en la que Lee y Marina conocieron a los Paine. No sé quién los presentó. ¿De Mohrenschildt? ¿Bouhe? Probablemente uno o el otro, porque para entonces el resto de los emigrados evitaban a los Oswald. El maridito era un sabelotodo repelente y su mujercita una estera humana que había dejado pasar Dios sabe cuántas oportunidades de abandonarlo para siempre.
Lo que sí sé es que la potencial válvula de escape de Marina Oswald llegó al volante de una ranchera Chevrolet —blanca y roja— un día lluvioso de mediados de marzo. Aparcó en la calle y miró a su alrededor con incertidumbre, como si no estuviera segura de haber llegado a la dirección correcta. Ruth Paine era alta (aunque no tanto como Sadie) y exageradamente delgada. Tenía un flequillo castaño bien cortado sobre una frente enorme y pelo corto y ahuecado, un peinado que no la favorecía. Llevaba gafas sin montura sobre una nariz salpicada de pecas. A mí, que miraba a través de una abertura en las cortinas, me parecía la clase de mujer que repudiaba la carne y asistía a las manifestaciones en contra de la Bomba…, y así era poco más o menos Ruth Paine, creo, una mujer de la New Age antes de que la New Age estuviera de moda.
Marina debía de estar pendiente de su llegada, porque bajó taconeando la escalera de la entrada con la niña en brazos, tapada con una manta a la altura de la cabeza para protegerla de la llovizna. Ruth Paine sonrió con timidez y habló cautelosamente, dejando un espacio entre palabra y palabra.
—Hola, señora Oswald, soy Ruth Paine. ¿Se acuerda de mí?
—Da —dijo Marina—. Sí. —Después añadió algo en ruso.
Ruth respondió en la misma lengua…, aunque vacilante.
Marina la invitó a pasar. Esperé hasta que oí el chirrido de sus pasos encima de mí y entonces me puse los auriculares conectados al micrófono de la lámpara. Lo que oí fue una conversación en una mezcla de inglés y ruso. Marina corrigió a Ruth varias veces, en ocasiones riendo. Entendí lo suficiente para comprender el motivo de la visita de Ruth Paine. Al igual que Paul Gregory, quería clases de ruso. Entendí algo más a partir de sus risas frecuentes y su conversación cada vez más fluida: se caían bien.
Me alegré por Marina. Si mataba a Oswald tras su intentona contra el general Walker, la New Age Ruth Paine quizá la acogiese. De esperanza también se vive.
Ruth solo fue dos veces a Neely Street a recibir lecciones. Después de eso, Marina y June subían a la ranchera y Ruth se las llevaba. Probablemente a su casa en el elegante (por lo menos para los estándares de Oak Cliff ) barrio de Irving. Esa dirección no figuraba en las notas de Al —parecía importarle poco la relación de Marina con Ruth, probablemente porque esperaba acabar con Lee mucho antes de que ese fusil terminara en el garaje de los Paine—, pero la descubrí en el listín telefónico: 2515 de la Quinta Oeste Street.
Una encapotada tarde de marzo, unas dos horas después de que Marina y Ruth hubieran partido, Lee y George de Mohrenschildt aparecieron en el coche de este último. Lee salió cargado con una bolsa de papel marrón con un sombrero de mariachi y PEPINO’S, EL MEJOR MEXICANO estampado en un lado. De Mohrenschildt llevaba un pack de seis Dos Equis. Subieron por la escalera de la entrada charlando y riendo. Cogí los auriculares con el corazón desbocado. Al principio no se oía nada, pero luego uno de ellos encendió la lámpara. Después de eso bien podría haber estado en la habitación con ellos, un tercero invisible.
Por favor, no conspiréis para matar a Walker, pensé. Por favor, no hagáis mi trabajo más difícil de lo que ya es.
—Perdona el desorden —dijo Lee—. Últimamente no hace mucho más que dormir, ver la tele y hablar con esa mujer a la que da clases.
De Mohrenschildt habló durante un rato de las concesiones petrolíferas que estaba intentando procurarse en Haití y echó pestes del régimen represor de Duvalier.
—Al final del día, los camiones atraviesan el mercado y recogen los cadáveres. Muchos son niños que han muerto de hambre.
—Castro y El Frente pondrán fin a eso —dijo Lee en un tono torvo.
—Que la Providencia adelante ese día. —Se oyó un tintineo de botellas, probablemente un brindis por la idea de que la Providencia adelantase el día—. ¿Cómo va el trabajo, camarada? ¿Y cómo es que no estás allí esta tarde?
No estaba allí, dijo Lee, porque quería estar aquí. Así de sencillo. Había fichado y se había ido como si tal cosa.
—¿Qué van a hacer al respecto? Soy el mejor técnico de impresión que tiene el viejo Bobby Stovall, joder, y él lo sabe. El capataz, se llama [no lo distinguí; ¿Graff? ¿Grafe?] dice: «Deja de jugar a los sindicalistas, Lee». ¿Sabes qué hago yo? Me río y le digo: «Vale, svinoyeb», y lo dejo con un palmo de narices. Es un soplapollas, lo sabe todo el mundo.
Aun así, estaba claro que a Lee le gustaba su trabajo, aunque se quejaba de la actitud paternalista y de que la veteranía contaba más que el talento. En un momento dado dijo:
—Sabes, en Minsk, en igualdad de condiciones, yo dirigiría el chiringuito en un año.
—Ya lo sé, hijo; es de lo más evidente.
Dándole cuerda. Calentándolo. Lo veía clarísimo, y no me gustaba.
—¿Has leído el periódico esta mañana?
—Esta mañana no he visto más que telegramas y memorándums. ¿Por qué crees que estoy aquí, si no para alejarme de mi escritorio?
—Walker lo ha hecho —dijo Lee—. Se ha unido a la cruzada de Hargis, o a lo mejor es la cruzada de Walker y el que se ha unido es Hargis. No sé cuál es cuál. Vamos, la Cabalgata de Medianoche de los cojones. Esos dos memos piensan hacer una gira por todo el sur, para contarle a la gente que el NAACP es una tapadera comunista. Harán que la integración y los derechos de voto retrocedan veinte años.
—¡Desde luego! Y fomentarán el odio. ¿Cuánto pasará hasta que empiecen las matanzas?
—¡O hasta que alguien le pegue un tiro a Ralph Abernathy y al doctor King!
—Pues claro que dispararán a King —dijo De Mohrenschildt, casi riendo. Yo estaba de pie, apretando los auriculares con las manos contra mis sienes mientras me corría un reguero de sudor por la cara. Ese era un terreno muy peligroso, al borde mismo de la conspiración—. Es solo cuestión de tiempo.
Uno de ellos usó el abridor con otro botellín de cerveza mexicana, y Lee dijo:
—Alguien tendría que parar los pies a ese par de cabrones.
—Te equivocas llamando memo al general Walker —advirtió De Mohrenschildt en tono pedagógico—. Hargis, sí, vale. Hargis es de chiste. Lo que tengo entendido es que, como tantos de su calaña, es un hombre de apetitos sexuales retorcidos, de los que se cepillan un coño de niña por la mañana y un culo de crío por la tarde.
—¡Ese tipo está enfermo! —La voz de Lee se quebró como la de un adolescente en la última palabra. Después se rió.
—Pero Walker, ja, es harina de otro costal. Es un peso pesado de la Sociedad John Birch…
—¡Esos fascistas antisemitas!
—… y veo venir un día, dentro de no mucho, en que la dirigirá. En cuanto tenga la confianza y aprobación de los otros grupos de chiflados de derechas, es posible que hasta vuelva a presentarse a las elecciones… pero esta vez no para gobernador de Texas. Sospecho que tiene objetivos más altos. ¿El Senado? Tal vez. ¿Incluso la Casa Blanca?
—Eso no podría pasar nunca. —Pero Lee sonaba poco convencido.
—Es improbable que pase —corrigió De Mohrenschildt—. Pero jamás subestimes la capacidad de la burguesía estadounidense para abrazar el fascismo bajo el nombre de populismo. O el poder de la televisión. Sin la tele, Kennedy nunca hubiese ganado a Nixon.
—Kennedy y su puño de hierro —dijo Lee. Su aprobación del actual presidente parecía haber seguido el camino de los zapatos de gamuza azul—. No descansará mientras Fidel cague en el váter de Batista.
—Y nunca subestimes el terror que inspira a la América blanca la idea de una sociedad en que la igualdad racial se haya convertido en ley.
—¡Negrata, negrata, negrata, frijolero, frijolero, frijolero! —estalló Lee, con una rabia tan intensa que era casi angustia—. ¡Es todo lo que oigo en el trabajo!
—Estoy seguro. Cuando en el Morning News dicen «el gran estado de Texas», lo que quieren decir en realidad es «el klan estado de Texas». ¡Y la gente escucha! Para un hombre como Walker, un héroe de guerra como Walker, un bufón como Hargis no es más que un trampolín. Del mismo modo que Von Hindenberg fue un trampolín para Hitler. Con las relaciones públicas adecuadas para pulirlo, Walker podría llegar lejos. ¿Sabes lo que creo? Que el hombre que liquidara al general Edwin América Racista Walker haría un gran favor a la sociedad.
Me dejé caer pesadamente en una silla junto a la mesa donde estaba la pequeña grabadora, que seguía girando.
—Si de verdad crees…. —empezó Lee, y entonces sonó un zumbido estruendoso que me obligó a arrancarme de golpe los auriculares. Arriba no se oían gritos de alarma o indignación, ni movimientos rápidos de pies, de manera que, a menos que se les diera muy bien disimular de improviso, creía poder suponer que no habían descubierto el micrófono. Volví a ponerme los auriculares. Nada. Probé con el micrófono a distancia, subiéndome a una silla y sosteniendo el cuenco de Tupperware casi pegado al techo. Con él oía hablar a Lee y las respuestas ocasionales de De Mohrenschildt, pero no distinguía lo que decían.
Mi oído en el piso de Oswald se había quedado sordo.
El pasado es obstinado.
Tras otros diez minutos de conversación —quizá sobre política, quizá sobre la naturaleza irritante de las esposas, quizá sobre unos planes recién concebidos para matar al general Edwin Walker—, De Mohrenschildt bajó dando brincos por la escalera de entrada y se fue en su coche.
Los pasos de Lee sonaban por encima de mi cabeza: clomp, clod, clomp. Los seguí hasta mi dormitorio y dirigí el micrófono hacia el lugar donde se detuvieron. Nada… nada… luego el leve pero inconfundible sonido de los ronquidos. Cuando Ruth Paine dejó a Marina y June al cabo de dos horas, Lee seguía durmiendo las Dos Equis. Marina no lo despertó. Yo tampoco hubiese despertado a aquel cabrón con malas pulgas.
Oswald empezó a faltar mucho más al trabajo después de ese día. Si Marina lo sabía, no le importaba. A lo mejor ni siquiera se dio cuenta. Estaba absorta en su nueva amiga Ruth. Las palizas habían remitido un poco, no porque la moral hubiese mejorado, sino porque Lee pasaba casi tanto tiempo fuera como ella. A menudo se llevaba su cámara. Gracias a las notas de Al, sabía adónde iba y lo que estaba haciendo.
Un día, después de que partiera hacia la parada del autobús, me subí a mi coche y conduje hasta la Oak Lawn Avenue. Quería adelantarme al interurbano de Lee, y lo conseguí. Con tiempo de sobra. Había plazas de aparcamiento en batería a ambos lados de Oak Lawn, pero mi Chevy rojo con las aletas de gaviota llamaba la atención, y no quería arriesgarme a que Lee lo viera. Lo dejé doblando la esquina con Wycliff Avenue, en el aparcamiento de una tienda Alpha Beta. Después fui hasta Turtle Creek Boulevard dando un paseo. Las casas eran neohaciendas decoradas con arcos y estuco. Había caminos de entrada bordeados de palmeras, grandes jardines y hasta un par de fuentes.
Delante del 4011, un hombre esbelto (que tenía un parecido asombroso con el actor de películas del Oeste Randolph Scott) estaba empujando un cortacésped. Edwin Walker vio que lo miraba y me dedicó un breve medio saludo tocándose la sien. Le devolví el gesto. El blanco de Lee Oswald continuó cortando el césped y yo seguí mi camino.
Las calles que delimitaban la manzana de Dallas que me interesaba eran Turtle Creek Boulevard (donde vivía el general), Wycliff Avenue (donde había aparcado), Avondale Avenue (que fue la que tomé después de corresponder al saludo de Walker) y Oak Lawn, una calle de pequeños comercios que quedaba directamente detrás de la casa del general. Oak Lawn era la que más me interesaba, porque sería la vía de llegada y de escape para Lee la noche del 10 de abril.
Me detuve ante Texas Shoes & Boots, con el cuello de la chaqueta vaquera levantado y las manos metidas en los bolsillos. Unos tres minutos después de que tomara esa posición, el autobús paró en la esquina de Oak Lawn con Wycliff. Dos mujeres cargadas con bolsas de la compra se apearon en cuanto se abrieron las puertas. Después Lee bajó a la acera. Llevaba una bolsa de papel marrón, como si fuera el almuerzo de un trabajador.
En la esquina había una gran iglesia de piedra. Lee se acercó como si tal cosa a la verja de hierro que la cercaba, leyó el tablón de anuncios, se sacó una libretita del bolsillo delantero y anotó algo. Después de eso arrancó a caminar en mi dirección, guardando el cuaderno en el bolsillo mientras andaba. Eso no me lo esperaba. Al había creído que Lee pensaba esconder su fusil cerca de las vías del tren, al otro lado de Oak Lawn Avenue, a unos ochocientos metros de distancia. Pero a lo mejor las notas eran erróneas, porque Lee ni siquiera miró de reojo en esa dirección. Estaba a setenta u ochenta metros, y se acercaba deprisa a mi posición.
Me verá y hablará conmigo, pensé. Me dirá: «¿No eres el vecino de abajo? ¿Qué haces aquí?». Si lo hacía, el futuro se desviaría en una nueva dirección. Eso no era bueno.
Miré fijamente los zapatos y las botas del escaparate mientras el sudor me empapaba la nuca y me resbalaba por la espalda. Cuando por fin me arriesgué y desvié la mirada hacia la izquierda, Lee había desaparecido. Fue como un truco de magia.
Caminé disimuladamente calle arriba. Deseé haberme puesto una gorra, quizá hasta unas gafas de sol; ¿por qué no lo había hecho? ¿Qué clase de agente secreto de pacotilla era?
Llegué a una cafetería que estaba a media manzana y en cuyo cristal había un cartel que anunciaba DESAYUNO TODO EL DÍA. Lee no estaba dentro. Pasada la cafetería se abría la boca de un callejón. Me dirigí poco a poco hasta allí, eché un vistazo a la derecha y lo vi. Estaba de espaldas a mí. Había sacado la cámara de la bolsa de papel pero no estaba fotografiando con ella, por lo menos todavía no. Estaba examinando cubos de basura. Levantaba las tapas, miraba dentro y los cubría de nuevo.
Todos los huesos de mi cuerpo —y con eso quiero decir todos los instintos de mi cerebro, supongo— me empujaban a seguir adelante antes de que se girase y me viera, pero una poderosa fascinación me detuvo allí un poquito más. Creo que le hubiera pasado a la mayoría. ¿Cuántas oportunidades se nos presentan, al fin y al cabo, de observar a un tipo enfrascado en la planificación de un asesinato a sangre fría?
Se adentró un poco más en el callejón y luego se detuvo ante una plancha circular de hierro incrustada en un saliente de cemento. Intentó levantarla. Nada que hacer.
El callejón no estaba pavimentado, tenía muchos baches y medía unos doscientos metros de longitud. A media altura, la tela metálica que vallaba jardines traseros cubiertos de malas hierbas y solares vacíos daba paso a unas altas empalizadas de tablones envueltas en hiedra que no parecían muy exuberantes tras un invierno frío y deprimente. Lee apartó unas ramas y probó suerte con un tablón. Este cedió hacia atrás y Lee se asomó al hueco.
Los axiomas sobre que había que romper huevos para hacer una tortilla estaban muy bien, pero me parecía que ya había tentado bastante a la suerte. Seguí caminando. Al final de la manzana paré delante de la iglesia que había llamado la atención de Lee. Era la Iglesia de los Santos de los Últimos Días de Oak Lawn. El tablón de anuncios informaba de que había misas ordinarias todos los domingos por la mañana y un servicio especial para recién llegados todos los miércoles a las siete de la tarde, con un acto social de una hora a continuación. Se servía un refrigerio.
El 10 de abril caía en miércoles, y el plan de Lee (suponiendo que no fuera el de De Mohrenschildt) parecía ya bastante claro: esconder previamente el arma en el callejón y luego esperar a que terminase la misa para recién llegados, y el acto social, por supuesto. Podría oír a los fieles cuando saliesen, riendo y charlando mientras se dirigían a la parada del autobús. Los buses pasaban cada cuarto de hora; siempre había uno a punto de llegar. Lee efectuaría su disparo, escondería el arma de nuevo bajo el tablón suelto (no cerca de las vías del tren) y después se mezclaría con los que salían de la iglesia. Cuando llegase el siguiente bus, desaparecería.
Miré de reojo a mi derecha justo a tiempo de verlo salir del callejón. La cámara volvía a estar en la bolsa de papel. Fue a la parada y se apoyó en el poste. Un hombre pasó y le preguntó algo. No tardaron en entablar conversación. ¿Pegaba la hebra con un desconocido, o se trataba quizá de otro amigo de De Mohrenschildt? ¿Un cualquiera de la calle, o un compañero de conspiración? ¿Tal vez incluso el famoso Tirador Desconocido que, según los teóricos de la conspiración, había acechado en el montículo de hierba cerca de Dealey Plaza cuando la comitiva de Kennedy se acercaba? Me dije que eso era una locura. Probablemente lo fuera, pero era imposible saberlo a ciencia cierta. Eso era lo jodido del asunto.
No había manera de saber nada a ciencia cierta, ni la habría hasta que viera con mis propios ojos que Oswald estaba solo el 10 de abril. Ni siquiera eso bastaría para despejar todas mis dudas, pero sería suficiente para seguir adelante.
Suficiente para matar al padre de Junie.
El autobús llegó gruñendo a la parada. El agente secreto X-19, también conocido como Lee Harvey Oswald, célebre marxista y maltratador, subió. Cuando el autobús quedó fuera de mi vista, volví al callejón y lo recorrí de punta a punta. Al final se ensanchaba y desembocaba en un gran patio trasero sin vallar. Había un Chevrolet Biscayne del 57 o el 58 aparcado junto a un surtidor de gas natural. Había un bidón para barbacoas sobre un trípode. Detrás de la barbacoa se alzaba la parte trasera de una gran casa marrón oscuro. La casa del general.
Miré al suelo y vi un surco fresco en la tierra. Al final de su trazado había un cubo de basura. No había visto a Lee moverlo, pero sabía que lo había hecho. La noche del 10 de abril pensaba apoyar allí el cañón del fusil.
El lunes, 25 de marzo, Lee subió caminando por Neely Street con un paquete alargado envuelto en papel marrón. Observando por una minúscula separación entre las cortinas, vi las palabras CERTIFICADO y ASEGURADO estampadas en él con grandes letras rojas. Por primera vez parecía huidizo y nervioso, mirando para variar el entorno exterior que lo rodeaba en vez del siniestro mobiliario de las profundidades de su cabeza. Yo sabía lo que contenía el paquete: un fusil Carcano, también conocido como Mannlicher-Carcano, de 6,5 milímetros, con mira telescópica incluida, adquirido en Klein’s Sporting Goods en Chicago. Cinco minutos después de que subiera al segundo piso por la escalera exterior, el arma que Lee iba a usar para cambiar la historia se encontraba en un armario encima de mi cabeza. Marina sacó las famosas fotos en las que lo sostenía justo delante de la ventana de mi salón seis días más tarde, pero yo no lo vi. Fue un domingo, y estaba en Jodie. A medida que se acercaba el 10 de abril, esos fines de semana con Sadie se habían convertido en lo más importante, lo más querido de mi vida.
Me desperté sobresaltado al oír que alguien murmuraba entre dientes: «Todavía no es demasiado tarde». Me di cuenta de que había sido yo y cerré la boca.
Sadie masculló una protesta espesa y dio media vuelta en la cama. El familiar chirrido de los muelles me ubicó en el tiempo y el espacio: los Bungalows Candlewood, 5 de abril, 1963. Encontré a tientas mi reloj en la mesilla de noche y miré los números luminosos. Eran las dos y cuarto de la madrugada, lo que significaba que en realidad era el 6 de abril.
Todavía no es demasiado tarde.
¿Demasiado tarde para qué? ¿Para echarse atrás, conformarme con que fuera bastante bien? ¿O bastante mal, llegados a este punto? La idea de echarse atrás resultaba atractiva, bien lo sabía Dios. Si seguía adelante y las cosas salían mal, esa podía ser mi última noche con Sadie. Para siempre.
Aunque al final tengas que matarlo, no tienes por qué hacerlo enseguida.
Muy cierto. Tras el intento de asesinato del general, Oswald iba a trasladarse a Nueva Orleans durante una temporada —otro piso de mierda, que yo ya había visitado—, pero tardaría dos semanas. Eso me daría tiempo de sobra para detener su reloj. Sin embargo, tenía la sensación de que sería un error esperar mucho. Podría encontrar motivos para seguir esperando. El mejor lo tenía a mi lado en esa cama: largo, encantador y suavemente desnudo. Tal vez ella era una mera trampa más, tendida por ese pasado obstinado, aunque eso daba igual, porque la amaba. Y podía imaginar —con lamentable claridad— una hipótesis en la que tendría que huir después de matar a Oswald. Pero ¿adónde? De vuelta a Maine, por supuesto. Con la esperanza de adelantarme a la policía lo suficiente para llegar a la madriguera de conejo y escapar a un futuro donde Sadie Dunhill tendría… bueno… unos ochenta años. Eso, si estaba viva. Dada su adicción al tabaco, sería mucho pedir.
Me levanté y me acerqué a la ventana. Solo unos bungalows estaban ocupados ese fin de semana de principios de primavera. Había una camioneta manchada de barro o estiércol con un remolque lleno de lo que parecían herramientas de granja. Una motocicleta Indian con sidecar. Un par de rancheras. Y un Plymouth bicolor. La luna asomaba y se escondía entre las nubes tenues y resultaba imposible distinguir el color de la mitad inferior del coche con esa luz vacilante, pero aun así estaba bastante seguro de saber cuál era.
Me puse los pantalones, la camiseta interior y los zapatos. Después salí de la cabaña y crucé el patio. El aire gélido me azotaba la piel, que aún conservaba el calor de la cama, pero apenas lo sentía. Sí, el coche era un Fury, y sí, era blanco sobre rojo, pero ese no era ni de Maine ni de Arkansas; la matrícula era de Oklahoma y la pegatina del parabrisas trasero rezaba ARRIBA, SOONERS. Miré dentro y vi libros desperdigados. Un estudiante que tal vez iba rumbo al sur para visitar a sus padres durante las vacaciones de primavera. O una pareja de profesores a los que les había dado un calentón y aprovechaban la liberal política de admisiones de Candlewood.
Un tintineo más, no del todo afinado, emitido por el pasado al armonizarse consigo mismo. Di unas palmadas en el maletero, como había hecho en Lisbon Falls, y volví al bungalow. Sadie se había bajado la sábana hasta la cintura y, cuando entré, la corriente la despertó. Se sentó y se tapó los pechos con la sábana, aunque la dejó caer al ver que era yo.
—¿No puedes dormir, cariño?
—Tenía una pesadilla y he salido a que me diera un poco el aire.
—¿Qué ha sido?
Me desabroché los vaqueros y me quité los mocasines con los pies.
—No me acuerdo.
—Inténtalo. Mi madre siempre decía que, si cuentas tus sueños, no se harán realidad.
Me metí en la cama con ella sin más prenda que la camiseta interior.
—La mía decía que no se hacen realidad si besas a tu chica.
—¿De verdad decía eso?
—No.
—Bueno —dijo ella en tono reflexivo—, es posible. Vamos a intentarlo.
Lo intentamos.
Una cosa llevó a la otra.
Después, se encendió un cigarrillo. Yo me quedé tumbado observando el humo que ascendía y azuleaba cuando se colaba algún rayo de luna entre las cortinas entreabiertas. Nunca dejaría así las cortinas en Neely, pensé. En Neely Street, en mi otra vida, siempre estoy solo pero aun así voy con cuidado de cerrarlas del todo. Menos cuando me asomo, claro. Cuando curioseo.
En ese preciso instante no me gustaba mucho a mí mismo.
—¿George?
Suspiré.
—Ese no es mi nombre.
—Lo sé.
La miré. Ella inhaló a fondo, disfrutando de su pitillo sin remordimientos, como hace la gente en la Tierra de Antaño.
—No tengo información privilegiada, si es lo que estás pensando; pero es de cajón. El resto de tu pasado es inventado, al fin y al cabo. Y me alegro. George no me gusta mucho. Es un poco… ¿cómo es esa palabra que usas a veces? Un poco cutre.
—¿Qué te parece Jake?
—¿De Jacob?
—Sí.
—Me gusta. —Se volvió hacia mí—. En la Biblia, Jacob luchó con un ángel. Y tú también estás luchando. ¿O no?
—Supongo que sí, pero no con un ángel. —Aunque Lee Oswald tampoco era lo que se dice un demonio. Para ese papel me gustaba más George de Mohrenschildt. En la Biblia, Satanás es un tentador que hace su oferta y después se echa a un lado. Yo esperaba que De Mohrenschildt fuera así.
Sadie apagó el cigarrillo. Tenía la voz tranquila pero la mirada turbia.
—¿Te van a hacer daño?
—No lo sé.
—¿Vas a irte? Porque si tienes que irte, no estoy segura de que pueda soportarlo. Me hubiese muerto antes que reconocerlo cuando estaba allí, pero Reno fue una pesadilla. Perderte para siempre… —Negó despacio con la cabeza—. No, no estoy segura de que pudiera soportarlo.
—Quiero casarme contigo —dije.
—Dios mío —musitó ella—. Justo cuando estoy lista para decir que nunca pasará, Jake alias George dice que ahora mismo.
—Ahora mismo no, pero si la semana que viene sale como espero… ¿aceptarás?
—Por supuesto. Pero tengo que hacer una preguntilla de nada.
—¿Estoy soltero? ¿Legalmente soltero? ¿Es eso lo que quieres saber?
Sadie asintió.
—Lo estoy —dije.
Emitió un cómico suspiro y sonrió como una niña. Luego se serenó.
—¿Puedo ayudarte? Deja que te ayude.
La idea me provocó un escalofrío, y ella debió de notarlo. Su labio inferior se coló dentro de su boca. Lo mordió con los dientes.
—Tan malo es, ¿eh?
—Pongámoslo así: ahora mismo estoy cerca de una gran máquina llena de dientes afilados que funciona a toda velocidad. No consentiré que estés cerca de mí mientras la toqueteo.
—¿Cuándo es? —preguntó—. Tu… no sé… ¿tu cita con el destino?
—Aún está por ver. —Tenía la sensación de que ya había hablado demasiado pero, ya que había llegado tan lejos, decidí ir un poco más allá—. Este miércoles por la noche pasará algo. Algo que tengo que presenciar. Después decidiré.
—¿No puedo ayudarte de ninguna manera?
—No lo creo, cariño.
—Si resulta que puedo…
—Gracias —dije—. Lo agradezco. ¿De verdad te casarás conmigo?
—¿Ahora que sé que te llamas Jake? Pues claro.
El lunes por la mañana, alrededor de las diez, la ranchera paró ante la acera y Marina partió hacia Irving con Ruth Paine. Yo tenía un recado que hacer, y estaba a punto de salir del piso cuando oí unos pasos que bajaban por la escalera de entrada. Era Lee, pálido y desmejorado. Iba despeinado y tenía la cara moteada por un brote de acné postadolescente. Llevaba vaqueros y una gabardina ridícula que aleteaba en torno a sus pantorrillas. Caminaba con un brazo cruzado sobre el pecho, como si le dolieran las costillas.
O como si llevara algo debajo de la chaqueta. «Antes del intento, Lee ajustó la mira de su nuevo fusil en algún punto cercano a Love Field», había escrito Al. No me preocupaba dónde la ajustara. Lo que me preocupaba era lo cerca que acababa de estar de encontrármelo de bruces. Había cometido el descuido de dar por sentado que se había ido al trabajo sin que me enterase, y…
¿Por qué no estaba en el trabajo una mañana de lunes, por cierto?
Dejé correr la pregunta y salí, llevando mi maletín de estudiante. Dentro iba la novela que nunca acabaría, las notas de Al y el trabajo en curso que describía mis aventuras en la Tierra de Antaño.
Si Lee no estaba solo la noche del 10 de abril, uno de sus cómplices, quizá el propio De Mohrenschildt, podría verme y matarme. Seguía pareciéndome improbable, pero la posibilidad de que tuviera que huir después de matar a Oswald era más verosímil. Al igual que la de ser capturado y detenido por asesinato. No quería que nadie —la policía, por ejemplo— descubriera las notas de Al o mis memorias si sucedía alguna de esas dos cosas.
Lo que importaba ese 8 de abril era sacar mis papeles del piso y alejarlos del joven confuso y agresivo que vivía en el apartamento de arriba. Fui en coche hasta el First Corn Bank de Dallas, y no me sorprendió ver que el empleado del banco que me atendió tenía un parecido asombroso con el banquero del Hometown Trust que me había ayudado en Lisbon Falls. El tipo se llamaba Richard Link en vez de Dusen, pero aun así guardaba una semejanza inquietante con el viejo director de orquesta cubano, Xavier Cugat.
Me informé sobre las cajas de seguridad. Poco después, los manuscritos se hallaban en la Caja 775. Volví a Neely Street y experimenté un momento de pánico agudo cuando no logré encontrar la puñetera llave de la caja.
Tranquilo, me dije. Está en tu bolsillo en alguna parte y, aunque no lo estuviera, tu nuevo amiguito Richard Link te hará una copia de mil amores. Puede que te cueste la friolera de un dólar.
Como si el pensamiento la hubiera invocado, encontré la llave escondida en un recoveco de la esquina de mi bolsillo, debajo de las monedas. La enganché en mi llavero, donde estaría a salvo. Si al final debía volver corriendo a la madriguera de conejo y bajaba al pasado de nuevo tras un regreso al presente, aún la tendría…, aunque entonces todo lo que había pasado en los últimos cuatro años y medio se reiniciaría. Los manuscritos que en ese momento se encontraban en una caja de seguridad se perderían en el tiempo. Eso probablemente era una buena noticia.
La mala noticia era que con Sadie pasaría lo mismo.