La tarde del 10 de abril fue despejada y cálida, un anticipo del verano. Me puse los pantalones y una de las chaquetas de sport que había comprado durante mi año de profesor en el instituto de Denholm. El .38 Especial, cargado por completo, iba en mi maletín. No recuerdo estar nervioso; llegado por fin el momento, me sentía como un hombre enfundado en un sobre frío. Miré el reloj: las tres y media.
Mi plan consistía en dejar el coche una vez más en el aparcamiento del Alpha Beta de Wycliff Avenue. Podía llegar hacia las cuatro y cuarto como muy tarde, aunque hubiese mucho tráfico. Miraría en el callejón. Si estaba vacío, como esperaba que estuviese a esa hora, echaría un vistazo en el hueco de detrás del tablón suelto. Si las notas de Al acertaban en lo relativo a que Lee había escondido previamente el Carcano (aunque errasen acerca del escondrijo), lo encontraría allí.
Volvería a mi coche durante un rato, desde donde vigilaría la parada del autobús por si Lee se presentaba antes de tiempo. Cuando empezara la misa de las siete para recién llegados en la iglesia mormona, me acercaría dando un paseo a la cafetería que servía desayunos todo el día y me sentaría junto a la ventana. Comería sin hambre, con parsimonia, haciendo que la comida durase y viendo llegar los autobuses con la esperanza de que, cuando Lee por fin bajara de uno, estuviera solo. También esperaría no ver ese barco que George de Mohrenschildt tenía por coche.
Ese, por lo menos, era el plan.
Recogí el maletín a la vez que echaba otro vistazo al reloj. Tres y treinta y tres. El Chevy tenía gasolina y estaba a punto para arrancar. Si hubiese salido del apartamento y me hubiera subido a él entonces, como tenía planeado, mi teléfono habría sonado en un piso vacío. Pero no fue así, porque alguien llamó a la puerta justo cuando estiraba la mano hacia el picaporte.
Abrí y me encontré a Marina Oswald.
Por un momento no hice otra cosa que mirar boquiabierto, incapaz de moverme o hablar. Más que nada por su presencia inesperada, pero también había otro motivo. Hasta que la tuve plantada justo delante de mí, no caí en lo mucho que se parecían sus grandes ojos azules a los de Sadie.
Marina o no hizo caso de mi expresión de sorpresa o no reparó en ella. Tenía sus propios problemas.
—Pierdone, por favor, ¿ha visto a mi espotka? —Se mordió los labios y sacudió un poco la cabeza—. Mi ex-poso. —Intentó sonreír, algo que con esos dientes tan bien restaurados ya estaba a su alcance, pero aun así no le salió muy bien—. Perdón, señor, no hablo buen idioma. Yo Bielorrusia.
Oí que alguien —supongo que fui yo— preguntaba si se refería al hombre que vivía arriba.
—Sí, por favor, mi ex-poso, Lee. Vivimos arriba. Esta nuestra malishka, nuestra bebé. —Señaló a June, que estaba sentada al pie de la escalera en su cochecito, dándole satisfecha a su chupete—. Ahora sale todo tiempo desde que perder trabajo. —Volvió a intentar sonreír y, cuando sus ojos se arrugaron, una lágrima se derramó de la comisura del izquierdo y descendió por su mejilla.
Ajá. Al parecer a fin de cuentas el bueno de Bobby Stovall podía salir adelante sin su mejor técnico de fotoimpresión.
—No lo he visto, señora… —Estuvo a punto de escapárseme «Oswald», pero me contuve a tiempo. Y menos mal, porque ¿cómo iba a saberlo? En apariencia no les enviaban nada. Había dos buzones en el porche, pero su nombre no figuraba en ninguno de ellos. Ni en el mío. A mí tampoco me enviaban nada.
—Os-wal —dijo ella, y me tendió la mano. La estreché, más convencido que nunca de que aquello era un sueño que estaba teniendo. Pero su mano pequeña y seca resultaba de lo más real—. Marina Os-wal, un plaser conosierlo, señor.
—Lo lamento, señora Oswald, hoy no le he visto. —No era cierto; lo había visto salir justo después del mediodía, poco después de que la ranchera de Ruth Paine se llevara a Marina y June rumbo a Irving.
—Preocupo por él —dijo Marina—. Él… no sé… lo siento. No querer molestarle. —Volvió a sonreír, la sonrisa más dulce y más triste del mundo, y se secó despacio la lágrima de la cara.
—Si lo veo…
De repente parecía alarmada.
—No, no, decir nada. Él no gusta que yo hable con extranios. Vendrá cenar, quizá seguro. —Bajó los escalones y habló en ruso a la niña, que se rió y estiró los brazos regordetes hacia su madre—. Adiós, señor. Muchas gracias. ¿Dirá nada?
—Vale —dije yo—. Como una tumba. —Eso no lo pilló, pero asintió y pareció aliviada cuando puse el índice delante de mis labios.
Cerré la puerta, sudaba con profusión. En algún lugar oía no ya el aleteo de una mariposa, sino el de un enjambre entero de ellas.
A lo mejor no es nada.
Observé cómo Marina empujaba el cochecito de June por la acera hacia la parada del autobús, donde con toda probabilidad pensaba esperar a su ex-poso… que andaba metido en algo. Eso, por lo menos, ella lo sabía. Lo llevaba escrito en la cara.
Estiré la mano hacia el picaporte en cuanto la perdí de vista, y fue entonces cuando sonó el teléfono. Estuve a punto de no cogerlo, pero solo tenían mi número un puñado de personas, y una de ellas era una mujer que me importaba mucho.
—¿Hola?
—Hola, señor Amberson —dijo un hombre. Tenía un suave acento sureño. No estoy seguro de si supe quién era enseguida. No me acuerdo. Creo que sí—. Aquí hay alguien que tiene algo que decirle.
Viví dos vidas a finales de 1962 y principios de 1963, una en Dallas y otra en Jodie. Se unieron a las tres y treinta y nueve de la tarde del 10 de abril. En mi oído, Sadie empezó a gritar.
Sadie vivía en un rancho prefabricado de una sola planta en Bee Tree Lane, parte de una urbanización de cuatro o cinco manzanas de viviendas idénticas en el lado oeste de Jodie. Una fotografía aérea de la zona en un libro de historia de 2011 podría haber llevado como pie PRIMERAS VIVIENDAS DE MEDIADOS DE SIGLO. Esa tarde llegó allí hacia las tres, al acabar una reunión después de clase con los estudiantes que la ayudaban en la biblioteca. Dudo que reparase en el Plymouth Fury blanco sobre rojo que había aparcado a cierta distancia calle abajo.
En la otra acera, cuatro o cinco casas más abajo, la señora Holloway estaba lavando su coche (un Renault Dauphine que el resto de los vecinos miraban de reojo con cierto recelo). Sadie la saludó con la mano al salir de su Volkswagen Escarabajo. La señora Holloway le devolvió el saludo. Ser las únicas poseedoras de coches extranjeros (y en cierto modo extraterrestres) de la manzana las unía en una camaradería superficial.
Sadie recorrió el caminito hasta su puerta y se quedó allí plantada un momento, con la frente arrugada. Estaba entreabierta. ¿La había dejado así? Entró y cerró a su espalda. La puerta no cerró bien porque habían forzado la cerradura, pero no se dio cuenta. Para entonces toda su atención estaba fija en la pared de encima del sofá. Allí, escritas con su propio pintalabios, había dos palabras con letras de un metro de altura: SUCIA ZORRA.
Tendría que haber salido corriendo en ese momento, pero su horror e indignación eran tan grandes que no dejaban sitio para el miedo. Sabía quién había sido, pero sin duda Johnny se había marchado. El hombre con el que se había casado era poco amigo de la confrontación física. Sí, había habido palabras subidas de tono y algún que otro bofetón, pero nada más.
Además, había ropa interior de ella por todo el suelo.
Formaban un tosco rastro desde el salón hasta su dormitorio por el corto pasillo. Todas las prendas —combinaciones, enaguas, sujetadores, bragas, la faja que no necesitaba pero a veces se ponía— estaban rajadas. Al final del pasillo, la puerta del baño se encontraba abierta. Habían arrancado el toallero. En los azulejos había escrito, también con su pintalabios, otro mensaje: PUTA ASQUEROSA.
La puerta de su dormitorio también estaba abierta. Fue hasta ella y se plantó en el umbral sin sospechar en absoluto que Johnny Clayton esperaba detrás con un cuchillo en la mano y una Smith & Wesson Victory del .38 en la otra. El revólver que llevaba ese día era de la misma marca y modelo que el que usaría Lee Oswald para quitar la vida al policía de Dallas J. D. Tippit.
Vio su pequeño neceser abierto sobre la mesa y su contenido, más que nada maquillaje, desperdigado sobre la colcha. Las puertas en acordeón del armario estaban plegadas. Varias de sus prendas todavía colgaban tristemente de sus perchas; la mayoría descansaban en el suelo. Las habían rajado todas.
—¡Johnny, cabrón! —Sadie había querido gritar esas palabras, pero la impresión era demasiado fuerte. Le salió un susurro.
Arrancó a caminar hacia el armario pero no llegó muy lejos. Un brazo se enroscó en torno a su cuello y un pequeño círculo de acero le apretó con fuerza la sien.
—No te muevas, no pelees. Si lo haces, te mato.
Sadie intentó zafarse y él le dio un golpe seco en la cabeza con el corto cañón del revólver. Al mismo tiempo, hizo más fuerza con el brazo alrededor de su cuello. Sadie vio el cuchillo que sostenía con el puño cerrado al final del brazo que la estrangulaba y dejó de forcejear. Era Johnny —reconocía la voz— pero en realidad no era Johnny. Había cambiado.
Tendría que haberle hecho caso, pensó, refiriéndose a mí. ¿Por qué no hice caso?
Johnny la llevó a la fuerza hasta el salón, sin quitarle el brazo del cuello, y después la hizo girar sobre sus talones y la lanzó contra el sofá, donde cayó con las piernas abiertas.
—Bájate el vestido. Se te ven las ligas, so puta.
Él llevaba un pantalón de peto (solo eso bastaba para que Sadie creyera que estaba soñando) y se había teñido el pelo de un extraño rubio anaranjado. Casi le dio la risa.
Johnny se sentó en el puf delante de ella. La pistola apuntaba a su estómago.
—Vamos a llamar a tu pichabrava.
—No sé de qué…
—Amberson. Ese con el que juegas a esconder el salchichón en el picadero de Kileen. Lo sé todo. Llevo mucho tiempo vigilándote.
—Johnny, si te vas ahora no llamaré a la policía. Lo prometo. Aunque me hayas destrozado la ropa.
—Ropa de puta —dijo él con desprecio.
—No sé… No sé su número.
Su libreta de direcciones, la que solía guardar en su pequeño estudio junto a la máquina de escribir, yacía abierta junto al teléfono.
—Yo sí. Está en la primera página. He mirado primero en la P de Pichabrava, pero no estaba allí. Yo haré la llamada, para que no se te ocurra decirle algo a la operadora. Después hablarás con él.
—No lo haré, Johnny, no si piensas hacerle daño.
Él se inclinó hacia delante. Su raro pelo rubio anaranjado le cayó delante de los ojos y él lo apartó con la mano que sostenía la pistola. Después usó la del cuchillo para descolgar el teléfono. La pistola siguió apuntando a su abdomen sin vacilar.
—Te explico, Sadie —dijo, y sonaba casi racional—. Voy a matar a uno de los dos. El otro puede vivir. Tú decides quién será.
Hablaba en serio. Se lo veía en la cara.
—¿Y… y si no está en casa?
Se rió de que fuera tan tonta.
—Entonces morirás, Sadie.
Ella debió de pensar: Puedo ganar algo de tiempo. Hay por lo menos tres horas de Dallas a Jodie, más si hay mucho tráfico. Tiempo suficiente para que Johnny entre en razón. A lo mejor. O para que se distraiga lo bastante para que le tire algo y yo aproveche para salir disparada por la puerta.
Clayton marcó el 0 sin mirar la libreta (su memoria para los números siempre había sido poco menos que perfecta) y pidió que lo pasaran con el Westbrook 7-5430. Escuchó y a continuación dijo:
—Gracias, operadora.
Luego, silencio. En algún lugar, más de ciento cincuenta kilómetros al norte, sonaba un teléfono. Sadie debió de preguntarse cuántos tonos esperaría Johnny antes de colgar y dispararle en la barriga.
Entonces su cara de atención cambió. Se animó y hasta sonrió un poco. Tenía los dientes tan blancos como siempre, observó Sadie, y ¿por qué no? Siempre se los había cepillado por lo menos media docena de veces al día.
—Hola, señor Amberson. Aquí hay alguien que tiene algo que decirle.
Se levantó del puf y entregó el teléfono a Sadie. Cuando ella se lo llevaba a la oreja, lanzó un tajo con el cuchillo, rápido como el ataque de una serpiente, y le rajó un lado de la cara.
—¿Qué le has hecho? —grité—. ¿Qué has hecho, cabrón?
—Silencio, señor Amberson. —Por su voz parecía que se lo estaba pasando bien. Sadie ya no chillaba, pero la oía sollozar—. Está bien. Sangra bastante, pero ya se le pasará. —Hizo una pausa y luego habló en un tono de cavilosa reflexión—. Claro que ya nunca más será guapa. Ahora parece lo que es, una puta barata de cuatro dólares. Mi madre dijo que lo era, y tenía razón.
—Déjala, Clayton —dije—. Por favor.
—Quiero dejarla. Ahora que la he marcado, es lo que quiero. Pero pasa una cosa que ya le he explicado a ella, señor Amberson. Voy a matar a uno de los dos. Por culpa de ella perdí mi trabajo, ¿sabe?; tuve que dejarlo e ingresar en un hospital para someterme a tratamiento, si no me habrían arrestado. —Hizo una pausa—. Empujé a una chica por las escaleras. Intentó tocarme. Todo culpa de esta sucia ramera, esta que está aquí sangrando en su regazo. También me ha manchado de sangre las manos. Necesitaré desinfectante. —Y se rió.
—Clayton…
—Le doy tres horas y media. Hasta las siete y media. Después le meteré dos balazos. Uno en la barriga y otro en su asqueroso coño.
De fondo, oí que Sadie gritaba:
—¡No lo hagas, Jacob!
—¡CALLA! —le gritó Clayton—. ¡CÁLLATE! —Después, a mí, con un escalofriante tono desenfadado—: ¿Quién es Jacob?
—Yo —respondí—. Es mi segundo nombre.
—¿Te llama así en la cama cuando te chupa la polla, pichabrava?
—Clayton —dije—. Johnny. Piensa en lo que estás haciendo.
—Llevo pensándolo más de un año. Pensando y soñando con ello. En el hospital me administraron tratamientos de electroshock, no sé si lo sabes. Dijeron que acabarían con los sueños, pero no fue así. Los empeoraron.
—¿El corte es grave? Déjame hablar con ella.
—No.
—Si me dejas hablar con ella, a lo mejor hago lo que me pides. Si no, de ninguna manera. ¿Tus tratamientos de electroshock te han dejado demasiado alelado para entender eso?
Al parecer, no. Oí unos roces y luego se puso Sadie. Hablaba con un hilo de voz temblorosa.
—Es profundo, pero no me matará. —Bajó la voz—. No me ha dado en el ojo por…
Entonces volvió a ponerse Clayton.
—¿Lo ves? Tu zorrita está bien. Y ahora sube corriendo a tu Chevrolet trucado y vente para acá todo lo rápido que den tus ruedas, si te parece. Pero escucha con atención, señor George Jacob Amberson Pichabrava: si llamas a la policía, si veo una sola luz roja o azul, mataré a esta zorra y después me suicidaré. ¿Lo crees?
—Sí.
—Bien. Voy viendo una ecuación en la que los valores se equilibran: el pichabrava y la puta. Yo estoy en medio. Soy el igual, Amberson, pero tú decides. ¿Qué valores se cancelan? De ti depende.
—¡No! —gritó Sadie—. ¡No le hagas caso! Si vienes nos matará a los d…
El teléfono chasqueó en mi oído.
He contado la verdad hasta ahora, y pienso contar la verdad a continuación aunque me deje por los suelos: mi primer pensamiento mientras mi mano insensible dejaba el auricular en su sitio fue que se equivocaba, que los valores no se equilibraban. En un plato de la balanza estaba una guapa bibliotecaria de instituto. En el otro, un hombre que conocía el futuro y tenía —por lo menos en teoría— el poder de cambiarlo. Por un segundo una parte de mí llegó a pensar en sacrificar a Sadie y cruzar la ciudad para observar el callejón que separaba Oak Lawn Avenue y Turtle Creek Boulevard para descubrir si el hombre que cambió la historia de Estados Unidos actuó solo.
Entonces me subí a mi Chevy y arranqué rumbo a Jodie. En cuanto entré en la Autopista 77, fijé el indicador de velocidad en ciento diez kilómetros por hora y no lo moví de allí. Mientras conducía, busqué a tientas los cierres de mi maletín, saqué la pistola y me la guardé en el bolsillo interior de la chaqueta.
Comprendí que tendría que involucrar a Deke en aquello. Era viejo y ya no se sostenía muy firme, pero sencillamente no había nadie más. Él querría involucrarse, me dije. Apreciaba a Sadie. Se lo veía en la cara cada vez que la miraba.
Y él ya ha vivido su vida, dijo mi frío raciocinio. Ella no. En cualquier caso, tendrá la misma elección que te ha dado el lunático. No tiene por qué ir.
Pero iría. A veces lo que nos ofrecen como elecciones no son elecciones en absoluto.
Nunca había echado tanto de menos mi móvil, desechado hacía mucho, como en aquel trayecto de Dallas a Jodie. Lo más que pude conseguir fue una cabina de teléfono en una gasolinera de la Ruta 109, pasados unos ochocientos metros de la valla del campo de fútbol. Al otro lado el teléfono sonó tres veces…, cuatro…, cinco…
Cuando estaba a punto de colgar, Deke dijo:
—¿Oiga? ¿Oiga? —Sonaba irritado y sin aliento.
—¿Deke? Soy George.
—¡Hombre, chico! —De repente la versión de esa noche de Bill Turcotte (de la popular y veterana obra de teatro El marido homicida) sonaba encantado en vez de molesto—. Estaba fuera, en mi jardín, junto a la casa. Casi dejo que suene, pero luego he…
—Calla y escucha. Ha pasado algo muy malo. Todavía está pasando. Sadie está herida, y creo que es grave.
Se produjo una breve pausa. Cuando Deke volvió a hablar, sonaba más joven: como el tipo duro que sin duda había sido hacía cuarenta años y dos esposas. O quizá era solo esperanza. Esa tarde lo único que tenía era esperanza y a un sesentón.
—Hablas de su marido, ¿verdad? Esto es culpa mía. Creo que lo vi, pero fue hace semanas. Y tenía el pelo mucho más largo que en la foto del anuario. Tampoco lo llevaba del mismo color. Era casi naranja. —Una pausa momentánea, y después una palabra que nunca le había oído antes—: ¡Joder!
Le conté lo que Clayton quería y lo que me proponía hacer. El plan era bastante sencillo. ¿El pasado armonizaba consigo mismo? Vale, le dejaría hacerlo. Sabía que Deke podía sufrir un infarto —a Turcotte le había pasado— pero no pensaba permitir que eso me detuviera. No pensaba dejar que nada me detuviera. Se trataba de Sadie.
Esperaba que me preguntase si no sería mejor dejar aquello en manos de la policía pero, por supuesto, él ni se lo planteó. Doug Reems, el agente de Jodie, era miope, llevaba un aparato ortopédico en la pierna y era más viejo todavía que Deke. Tampoco me preguntó por qué no había llamado a la policía estatal desde Dallas. Si lo hubiera hecho, le habría explicado que creía que Clayton iba en serio cuando dijo que mataría a Sadie si veía una sola luz intermitente. Eso era cierto, pero no era el auténtico motivo. Quería ocuparme en persona de aquel malnacido.
Estaba muy enfadado.
—¿A qué hora te espera, George?
—No más tarde de las siete y media.
—Y ahora son… menos cuarto, en mi reloj. Lo que nos da una pizca de tiempo. La calle de detrás de Bee Tree es Apple… no sé qué. No me acuerdo del nombre exacto. ¿Es allí donde estarás?
—Correcto. La casa de detrás de la de ella.
—Podemos vernos allí dentro de cinco minutos.
—Claro, si conduces como un lunático. Que sean diez. Y lleva algún complemento, algo que él pueda ver desde la ventana del salón si se asoma. No sé, a lo mejor…
—¿Servirá una cacerola?
—Vale. Nos vemos en diez minutos.
Antes de que pudiera colgar, me preguntó:
—¿Llevas pistola?
—Sí.
Su respuesta se aproximó al gruñido de un perro.
—Bien.
La calle de detrás de la casa de Doris Dunning había sido Wyemore Lane. La de detrás de Sadie era Apple Blossom Way. El 202 de Wyemore había estado en venta. El 140 de Apple Blossom Way no tenía cartel de SE VENDE en el jardín, pero estaba a oscuras y la hierba parecía descuidada, salpicada de dientes de león. Aparqué delante y miré mi reloj. Las seis cincuenta.
Dos minutos más tarde, la ranchera de Deke aparcó detrás de mi Chevy. Llevaba vaqueros, camisa a cuadros y corbata de cordón. En las manos sostenía una cacerola con una flor dibujada en el costado. Llevaba tapa de cristal, y parecía contener dos o tres kilos de chop suey.
—Deke, no sé cómo agradece…
—No merezco ningún agradecimiento, sino una patada rápida en el culo. El día en que lo vi salía de Western Auto justo cuando yo entraba en la tienda. Tenía que ser Clayton. Hacía viento; una ráfaga de aire le echó el pelo hacia atrás y vi por un segundo esas sienes hundidas que tiene. Pero el pelo… largo y de distinto color… e iba vestido con ropa de vaquero…, cojones. —Sacudió la cabeza—. Me hago viejo. Si Sadie está herida, no me lo perdonaré nunca.
—¿Te encuentras bien? ¿No notas punzadas en el pecho ni nada parecido?
Me miró como si me hubiera vuelto loco.
—¿Nos vamos a quedar aquí charlando de mi salud, o vamos a intentar sacar a Sadie del problema en el que está metida?
—Vamos a hacer algo más que intentarlo. Rodea la manzana hacia su casa. Mientras lo haces, yo atajaré por este patio de atrás y luego atravesaré el seto para colarme en el patio de Sadie. —Estaba pensando en la casa de los Dunning en Kossuth Street, por supuesto, pero al mismo tiempo que lo decía recordé que, en efecto, había un seto al fondo del minúsculo patio trasero de Sadie. Lo había visto muchas veces—. Tú llama a la puerta y di algo alegre. Lo bastante alto para que yo lo oiga. Para entonces estaré en la cocina.
—¿Y si la puerta de atrás está cerrada?
—Sadie guarda una llave debajo del escalón.
—Vale. —Deke pensó un momento, con el ceño fruncido, y luego alzó la cabeza—. Diré: «Avon llama a su puerta, entrega especial de estofado». Y levantaré la cacerola para que me vea por la ventana del salón si mira. ¿Eso valdrá?
—Sí. Lo único que quiero es que lo distraigas unos segundos.
—No dispares si hay alguna posibilidad de que puedas dar a Sadie. Tumba a ese cabrón. Te bastarás. El tipo al que vi estaba delgado como un alambre.
Nos miramos con expresión torva. Un plan como ese funcionaría en una serie estilo La ley del revólver o Maverick, pero aquello era la vida real. Y en la vida real los buenos —y las buenas— a veces mueren.
El patio de detrás de la casa de Apple Blossom Way no era del todo igual al que daba a la residencia de los Dunning, pero había semejanzas. Para empezar, había una caseta de perro, aunque sin cartel que rezase AQUÍ VIVE TU CHUCHO. En lugar de eso, pintadas con letra insegura de niño sobre la entrada con forma de puerta redondeada, estaban las palabras CAZA DE BUTCH. Y no había niños disfrazados. Era la estación incorrecta.
El seto, sin embargo, parecía exactamente igual.
Lo atravesé por la fuerza, sin apenas reparar en los arañazos que las rígidas ramas me causaban en los brazos. Crucé el patio trasero de Sadie corriendo agachado y probé la puerta. Cerrada. Palpé debajo del peldaño, seguro de que la llave habría volado porque el pasado armonizaba pero el pasado era obstinado.
Estaba allí. La saqué, la metí en la cerradura y apliqué una presión lenta y creciente. Sonó un leve chasquido en el interior de la puerta cuando el pestillo retrocedió. Me puse rígido, esperando oír un grito de alarma. No sonó ninguno. Había luz en el salón, pero no oí voces. Quizá Sadie ya estaba muerta y Clayton se había ido.
Dios, por favor, no.
En cuanto abrí la puerta con cuidado, sin embargo, lo oí. Hablaba en una letanía monótona y alta que le hacía sonar como Billy James Hargis hasta arriba de tranquilizantes. Le estaba contando lo puta que era y cómo le había arruinado la vida. O quizá estuviera hablando de la chica que había intentado tocarle. Para Johnny Clayton todas eran lo mismo: portadoras de enfermedades ansiosas de sexo. Había que poner las cosas claras. Y la escoba, por supuesto.
Me quité los zapatos y los dejé en el linóleo. La luz del fregadero estaba encendida. Miré mi sombra para asegurarme de que no atravesara el umbral antes que yo. Saqué mi pistola del bolsillo de la chaqueta y empecé a cruzar la cocina con la intención de plantarme junto a la entrada del salón hasta que oyese: «¡Avon llama a su puerta!». Después entraría como una flecha.
Solo que eso no sucedió. Cuando Deke dio una voz, esta no tuvo nada de alegre. Fue un grito de furia atónita. Y no llegó de la entrada principal, sino de dentro mismo de la casa.
—¡Oh, Dios mío! ¡Sadie!
Después de eso, todo sucedió muy, muy deprisa.
Clayton había forzado la entrada principal de tal manera que no cerraba bien. Sadie no se dio cuenta, pero Deke sí. En vez de llamar, la abrió de par en par y entró con la cacerola en las manos. Clayton seguía sentado en el puf, y la pistola aún apuntaba a Sadie, pero había dejado el cuchillo en el suelo, a su lado. Deke dijo después que ni siquiera sabía que Clayton tenía un cuchillo. Dudo que en realidad reparase en la pistola. Tenía la atención fija en Sadie. La parte superior de su vestido azul era ya de un granate turbio. Su brazo y el lado del sofá sobre el que colgaba estaban cubiertos de sangre. Pero lo peor de todo era su cara, que tenía vuelta hacia él. Su mejilla izquierda pendía en dos jirones, como un telón rasgado.
—¡Oh, Dios mío! ¡Sadie! —El grito fue espontáneo, puro pasmo y nada más.
Clayton se volvió, con el labio superior alzado en una mueca de furia. Levantó la pistola. Lo vi mientras cruzaba como una exhalación la puerta que separaba el salón de la cocina. Y vi que Sadie lanzaba el pie adelante como un pistón para patear el puf. Clayton disparó, pero la bala fue a dar en el techo. Mientras intentaba levantarse, Deke lanzó la cacerola. La tapa se deslizó. Fideos, carne picada, pimientos verdes y salsa de tomate volaron en abanico. La cacerola, todavía más que medio llena, alcanzó el brazo derecho de Clayton. El chop suey se derramó. La pistola salió volando.
Vi la sangre. Vi la cara destrozada de Sadie. Vi a Clayton agachado sobre la alfombra ensangrentada y levanté mi propia pistola.
—¡No! —gritó Sadie—. ¡No, por favor, no lo hagas!
El chillido me despejó como una bofetada. Si lo mataba, me convertiría en objeto de investigación policial por justificado que estuviera el homicidio. Mi identidad de George Amberson se vendría abajo y perdería cualquier oportunidad de impedir el asesinato en noviembre. Además, ¿hasta qué punto estaría justificado? El tipo estaba desarmado.
O eso pensaba, porque tampoco vi el cuchillo. Estaba oculto por el puf volcado. Aunque hubiera estado a la vista, podría habérseme escapado.
Volví a guardarme la pistola en el bolsillo y lo puse en pie de un tirón.
—¡No puedes pegarme! —Escupía al hablar. Sus ojos revoloteaban como los de la víctima de un ataque epiléptico. Se le escapó la orina; oí el chorrillo al caer sobre la alfombra—. Soy un enfermo mental, no soy responsable de mis actos, no puede responsabilizárseme de mis actos, tengo un certificado, está en la guantera de mi coche, te lo enseña…
El gimoteo de su voz, el terror miserable de su cara ahora que estaba desarmado, la manera en que su pelo rubio anaranjado le colgaba sobre la cara en pegotes, hasta el olor a chop suey… todo eso me enfurecía. Pero más que nada era Sadie, encogida sobre el sofá y empapada en sangre. Se le había soltado el pelo, y por el lado izquierdo colgaba en un coágulo junto a su rostro atrozmente herido. Le quedaría una cicatriz en el mismo sitio donde Bobbi Jill llevaba el fantasma de la suya, por supuesto que sí, el pasado armoniza, pero la herida de Sadie parecía muchísimo peor.
Le di un bofetón en el lado derecho de la cara lo bastante fuerte para que un poco de saliva saliera disparada desde la comisura izquierda de la boca.
—¡Loco cabrón, esto es por la escoba!
Repetí en el otro lado, de modo que en esa ocasión la saliva voló desde la comisura derecha de la boca, y me regodeé en su aullido con esa amargura y tristeza que se reserva solo para las peores ocasiones, aquellas en las que el mal es demasiado grande para retirarlo. O perdonarlo.
—¡Esto es por Sadie!
Cerré el puño. En algún otro mundo, Deke gritaba al auricular del teléfono. ¿Y se estaba frotando el pecho, como lo había hecho Turcotte? No. Por lo menos todavía no. En ese mismo otro mundo Sadie gemía.
—¡Y esto es por mí!
Lancé el puño adelante y —he dicho que contaría la verdad, hasta la última palabra—, cuando se le astilló la nariz, su grito de dolor fue música para mis oídos. Lo solté y se derrumbó en el suelo.
Entonces me volví hacia Sadie.
Ella intentó levantarse del sofá y se cayó hacia atrás. Trató de tenderme los brazos, pero tampoco pudo, y cayeron sobre su vestido ensangrentado. Los ojos empezaron a ponérsele en blanco y vi claro que estaba a punto de desmayarse, pero aguantó.
—Has venido —susurró—. Oh, Jake, has venido por mí. Los dos habéis venido.
—¡Bee Tree Lane! —gritaba Deke al teléfono—. ¡No, no sé el número, no lo recuerdo, pero verán delante a un viejo con chop suey en los zapatos moviendo los brazos! ¡Dense prisa! ¡Ha perdido mucha sangre!
—Quédate quieta —dije—. No intentes…
Sadie abrió mucho los ojos. Miraba por encima de mi hombro.
—¡Cuidado! ¡Jake, cuidado!
Me di la vuelta y busqué la pistola en mi bolsillo. Deke también se volvió, sostenía el auricular del teléfono con sus dos manos artríticas, como una porra. Pero aunque Clayton había recogido el cuchillo que había empleado para desfigurar a Sadie, sus días de agredir a las personas habían terminado. A las que no fueran él mismo, se entiende.
Era otra escena en la que yo había actuado antes, en aquella ocasión en Greenville Avenue, no mucho después de llegar a Texas. No sonaba Muddy Waters a todo volumen desde La Rosa del Desierto, pero allí tenía a otra mujer malherida y a otro hombre sangrando de otra nariz rota, con la camisa desabrochada ondeando casi hasta la altura de sus rodillas. Sostenía un cuchillo en vez de una pistola, pero por lo demás era lo mismo.
—¡No, Clayton! —grité—. ¡Suéltalo!
Sus ojos, visibles a través de pegotes de pelo naranja, miraban desorbitados a la mujer aturdida y medio inconsciente del sofá.
—¿Es esto lo que quieres, Sadie? —gritó—. ¡Si esto es lo que quieres, te daré lo que quieres!
Con una sonrisilla desesperada, se llevó el cuchillo a la garganta… y cortó.