CAPÍTULO 23

 

 

1

 

Del Morning News de Dallas del 11 de abril de 1963 (página 1):

 

DISPARAN A WALKER CON UN FUSIL

Por Eddie Hughes

 

Un tirador armado con un fusil de gran calibre intentó matar al ex general de división Edwin A. Walker en su casa el miércoles por la noche, según fuentes policiales, y no alcanzó al polémico cruzado por apenas un par de centímetros.

Walker estaba trabajando en su declaración de la renta a las 21.00 horas cuando la bala atravesó una ventana trasera y se incrustó en la pared junto a él.

Según la policía, al parecer un ligero movimiento de Walker le salvó la vida.

«Alguien lo tenía en el punto de mira —declaró el detective Ira Van Cleave—. Quienquiera que fuese, sin duda pretendía matarlo.»

Walker extrajo de su manga derecha varios fragmentos del casquillo del proyectil y todavía se estaba sacudiendo del pelo cristales y esquirlas de bala cuando llegaron los periodistas.

Walker declaró que había vuelto a su casa de Dallas el lunes tras la primera parada de una gira de conferencias llamada «Operación Cabalgata de Medianoche». También informó a los periodistas…

 

Del Morning News de Dallas del 12 de abril de 1963 (página 7):

 

PACIENTE PSIQUIÁTRICO ACUCHILLA A SU EX MUJER

Y SE SUICIDA

Por Mack Dugas

 

(JODIE) Deacon «Deke» Simmons, de 77 años, llegó demasiado tarde la noche del miércoles para impedir que Sadie Dunhill resultara herida, pero las cosas podrían haber acabado mucho peor para Dunhill, de 28 años, una popular bibliotecaria de la Escuela Consolidada del Condado de Denholm.

Según Douglas Reems, el agente de policía de la localidad de Jodie: «Si Deke no hubiese llegado cuando lo hizo, la señorita Dunhill habría muerto casi seguro».

A las preguntas de los periodistas, Simmons solo respondió: «No quiero hablar del tema, ya ha pasado».

Según el agente Reems, Simmons redujo a John Clayton, mucho más joven, y le arrancó de las manos un pequeño revólver. Entonces Clayton sacó el cuchillo con el que había herido a su mujer y lo usó para rajarse la garganta. Simmons y otro hombre, George Amberson de Dallas, intentaron contener la hemorragia sin éxito. Clayton fue declarado muerto en el lugar de los hechos.

No ha sido posible contactar con el señor Amberson, un ex profesor de la Escuela Consolidada del Condado de Denholm que llegó al poco de que Clayton hubiera sido desarmado, pero este comunicó al agente Reems en la escena del crimen que Clayton —un antiguo paciente psiquiátrico— debía de llevar meses acechando a su ex mujer. El personal de la Escuela Superior Consolidada de Denholm estaba sobre aviso, y la directora Ellen Dockerty había obtenido una fotografía, pero se dice que Clayton había alterado su apariencia.

La señorita Dunhill fue transportada en ambulancia al hospital Parkland Memorial de Dallas, donde su estado se califica de satisfactorio.

 

 

2

 

No pude verla hasta el sábado. Pasé la mayor parte de las horas intermedias en la sala de espera con un libro que no parecía capaz de leer. Eso no supuso un gran problema, porque tuve compañía de sobra: la mayoría de los profesores de la ESCD pasaron para interesarse por el estado de salud de Sadie, al igual que casi un centenar de estudiantes, acompañados a Dallas por sus padres si no tenían carnet. Muchos se quedaron para donar sangre con la que reemplazar la que Sadie había perdido. Pronto mi maletín estuvo lleno de tarjetas deseando una rápida convalecencia y notas de preocupación. Había flores suficientes para que el mostrador de las enfermeras pareciese un invernadero.

Creía que me había acostumbrado a vivir en el pasado, y en líneas generales era cierto, pero aun así me sorprendió la habitación de Sadie en el Parkland cuando por fin me permitieron entrar. Era un cuarto individual, demasiado caldeado y no mucho mayor que un retrete. No había baño; en una esquina había un horrible inodoro que solo un enano podría haber usado con un mínimo de comodidad, con una cortina de plástico semiopaca para ocultarlo (y obtener un remedo de intimidad). En vez de botones para subir y bajar la cama había una manivela, con la pintura blanca desgastada por muchas manos. Por supuesto, no había monitores que mostrasen constantes vitales generadas por ordenador, ni televisor para el paciente.

Una simple botella de cristal con alguna sustancia —quizá solución salina— colgaba de un soporte metálico. De ella surgía un tubo que acababa en el dorso de la mano izquierda de Sadie, donde desaparecía bajo un aparatoso vendaje.

No tan aparatoso como el que le cubría el lado izquierdo de la cara, sin embargo. Le habían cortado un mechón de pelo de ese lado, lo que le confería un aspecto asimétrico y castigado… claro que, en verdad, la habían castigado. Los médicos habían dejado una minúscula ranura para su ojo. Este y el del lado intacto y sin vendar de su cara se abrieron parpadeando cuando oyó mis pasos y, aunque estaba sedada, esos ojos acusaron un fogonazo momentáneo de terror que me oprimió el corazón.

Entonces, con cuidado, volvió la cara hacia la pared.

—Sadie…, cariño, soy yo.

—Hola, yo —dijo sin volverse.

La toqué en el hombro, que la bata dejaba a la vista, y ella lo apartó con un movimiento convulso.

—No me mires, por favor.

—Sadie, no importa.

Volvió la cabeza. Unos ojos tristes y cargados de morfina me miraron, uno de ellos asomado a una mirilla de gasa. Una fea mancha roja amarillenta empapaba las vendas. Sangre y alguna clase de ungüento, supuse.

—Sí que importa —dijo ella—. Esto no es como lo que le pasó a Bobbi Jill. —Intentó sonreír—. ¿Sabes cómo es una pelota de béisbol, con todas esas costuras rojas? Esa es la nueva imagen de Sadie. Van para arriba, para abajo y de un lado a otro.

—Ya se irán.

—No lo entiendes. Me cortó la mejilla de arriba abajo y hasta la boca.

—Pero estás viva. Y te quiero.

—No me querrás cuando me quiten las vendas —dijo con su voz apagada y drogada—. A mi lado la novia de Frankenstein parece Liz Taylor.

Le cogí la mano.

—Una vez leí una cosa…

—No creo que esté del todo preparada para una charla literaria, Jake.

Intentó volverse de nuevo, pero no le solté la mano.

—Era un proverbio japonés: «Si hay amor, las cicatrices de la viruela son bellas como hoyuelos». Tu cara me encantará esté como esté. Porque es la tuya.

Rompió a llorar, y la abracé hasta que se tranquilizó. En realidad, creía que se había dormido cuando dijo:

—Sé que es culpa mía, que me casé con él, pero…

—No es culpa tuya, Sadie, no lo sabías.

—Sabía que tenía algo raro. Y aun así seguí adelante. Creo que, sobre todo, por cómo deseaban eso mi madre y mi padre. Aún no han venido, y me alegro. Porque también les culpo a ellos. Es espantoso, ¿no?

—Ya que estás repartiendo culpas, guarda una ración para mí. Vi ese Plymouth de los cojones que conducía Clayton por lo menos dos veces, delante de mis narices, y a lo mejor un par de veces más con el rabillo del ojo.

—No hace falta que te sientas culpable por eso. El detective de la Policía Estatal y el ranger de Texas que me tomaron declaración dijeron que Johnny llevaba el maletero lleno de matrículas. Lo más probable es que las robase en moto hoteles, dijeron. Y tenía un montón de pegatinas, cómo se llaman…

—Calcomanías. —Estaba pensando en la que me había engañado en Candlewood aquella noche. ARRIBA, SOONERS. Había cometido el error de restar importancia a mis repetidos avistamientos del Plymouth blanco sobre rojo y tomarlos por un armónico más del pasado. Tendría que haber estado más atento. Habría estado más atento si no hubiese tenido media cabeza en Dallas, con Lee Oswald y el general Walker. Y si la culpa importaba, también había una ración para Deke. Al fin y al cabo, había visto a Clayton, había reparado en aquellas sienes hundidas.

Déjalo correr, pensé. Ya ha pasado. No puede deshacerse.

En realidad, sí se podía.

—Jake, ¿sabe la policía que no eres… del todo quien dices que eres?

Le retiré el pelo del lado derecho de la cara, donde todavía lo tenía largo.

—Ese flanco está cubierto.

Deke y yo habíamos declarado para los mismos policías que interrogaron a Sadie antes de que los médicos la entraran en el quirófano. El detective de la Policía Estatal nos había dedicado una tibia reprimenda acerca de los hombres que habían visto demasiadas películas de vaqueros. El ranger se mostró de acuerdo y después nos estrechó la mano y dijo: «En su lugar, yo hubiese hecho exactamente lo mismo».

—Deke me ha mantenido bastante al margen. Quiere asegurarse de que el consejo escolar no pondrá pegas a tu regreso el año que viene. Me parece increíble que ser acuchillada por un lunático pueda conducir a que te despidan por sospechas de bajeza moral, pero Deke opina que lo mejor es que…

—No puedo volver. No puedo mirar a los chicos con esta cara.

—Sadie, si supieras cuántos de ellos han venido a verte…

—Eso es bonito, significa mucho, pero precisamente a esos es a los que no podría mirar. ¿No lo entiendes? Creo que podría aguantar a los que se rieran e hicieran bromas. En Georgia enseñé con una mujer con labio leporino y aprendí mucho de cómo manejaba la crueldad juvenil. Son los otros los que me hundirían. Los bienintencionados. Los que me mirasen con comprensión… y los que no soportarían mirarme directamente. —Respiró hondo, con el aliento entrecortado, y después estalló—: Además, estoy enfadada. Sé que la vida es dura, creo que en el fondo de su corazón todo el mundo lo sabe, pero ¿por qué tiene que ser cruel, además? ¿Por qué tiene que morder?

La estreché en mis brazos. El lado indemne de su cara estaba cálido y palpitaba.

—No lo sé, cariño.

—¿Por qué no hay segundas oportunidades?

La abracé. Cuando su respiración se volvió regular, la solté y me puse en pie en silencio para marcharme. Sin abrir los ojos, dijo:

—Me dijiste que había algo que debías presenciar el miércoles por la noche. No creo que fuese cómo Johnny Clayton se rebanaba el pescuezo, ¿verdad?

—No.

—¿Te lo perdiste?

Pensé en mentir, pero no lo hice.

—Sí.

Entonces abrió los ojos, pero le costó un gran esfuerzo y no aguantarían mucho abiertos.

—¿Tendrás una segunda oportunidad?

—No lo sé. No importa.

Eso no era verdad. Porque les importaría a la mujer y a los hijos de Kennedy, les importaría a sus hermanos; quizá a Martin Luther King; casi seguro a las decenas de miles de jóvenes estadounidenses que en ese momento estudiaban en el instituto y a los que llamarían, si nada cambiaba el curso de la historia, a ponerse el uniforme, volar al otro lado del mundo, separar las nalgas y sentarse sobre el gran consolador verde que fue Vietnam.

Ella cerró los ojos. Yo salí de la habitación.

 

 

3

 

En el vestíbulo no había estudiantes de la ESCD en el instituto cuando salí del ascensor, pero sí un par de ex alumnos. Mike Coslaw y Bobbi Jill Allnut estaban sentados en duras sillas de plástico con sendas revistas olvidadas en sus regazos. Mike se levantó de un salto y me tendió la mano. De Bobbi Jill recibí un fuerte abrazo, de los buenos.

—¿Es muy grave? —preguntó—. Quiero decir… —Se pasó las puntas de los dedos por su propia cicatriz medio desaparecida—. ¿Puede arreglarse?

—No lo sé.

—¿Ha hablado con el doctor Ellerton? —preguntó Mike.

Ellerton, considerado el mejor cirujano plástico del centro de Texas, era el médico que había obrado su magia con Bobbi Jill.

—Esta tarde estará en el hospital, haciendo su ronda. Deke, la señorita Ellie y yo hemos quedado con él dentro de… —Miré mi reloj—. Veinte minutos. ¿Queréis estar presentes?

—Por favor —dijo Bobbi Jill—. que él puede arreglarla. Es un genio.

—Vamos, pues. A ver qué puede hacer el genio.

Mike debió de leer la expresión de mi rostro, porque me apretó el brazo y dijo:

—A lo mejor no es tan grave como usted cree, señor A.

 

 

4

 

Era peor.

Ellerton nos fue pasando las fotografías, nítidas copias brillantes en blanco y negro que me recordaron las de Weegee y Diane Arbus. Bobbi Jill emitió un gritito ahogado y apartó la vista. Deke gruñó en voz baja, como si le hubieran pegado un golpe. La señorita Ellie las fue pasando estoicamente, pero, salvo por los dos círculos encarnados que llameaban en sus pómulos, perdió el color de la cara.

En las dos primeras, la mejilla de Sadie colgaba en raídos jirones. Eso yo lo había visto el miércoles por la noche y estaba preparado. Para lo que no estaba preparado era para la boca torcida como la de un hemipléjico y el pliegue de carne flácida bajo el ojo izquierdo. Le conferían una apariencia de payasa que me provocaba ganas de darme cabezazos contra la mesa de la pequeña sala de juntas que el médico se había apropiado para nuestra reunión. O tal vez —eso sería mejor— de bajar corriendo al depósito de cadáveres donde yacía Johnny Clayton para poder golpearlo otro poco.

—Cuando lleguen los padres de esta joven, esta tarde —dijo Ellerton—, tendré tacto y me mostraré esperanzado, porque los padres merecen tacto y esperanza. —Arrugó la frente—. Aunque contaba con que llegarían antes, dada la gravedad del estado de la señora Clayton…

—¡Señorita Dunhill! —corrigió Ellie con tranquila fiereza—. Estaba legalmente divorciada de ese monstruo.

—Sí, claro, rectifico. En cualquier caso, ustedes son sus amigos y creo que merecen menos tacto y más verdad. —Miró con desapasionamiento una de las fotografías y dio unos golpecitos con una uña corta y limpia en la mejilla rasgada de Sadie—. Esto puede mejorarse, pero nunca arreglarse. No con las técnicas que tengo a mi disposición. A lo mejor dentro de un año, cuando el tejido se haya sellado del todo, tal vez pueda reparar las peores asimetrías.

Empezaron a correr lágrimas por las mejillas de Bobbi Jill, que cogió a Mike de la mano.

—El daño permanente a su apariencia es grande —dijo Ellerton—, pero además hay otros problemas. El nervio facial ha sido cercenado. Tendrá problemas para comer con el lado izquierdo de la boca. Ese ojo medio cerrado que ven en estas fotografías seguirá así durante el resto de su vida, y su conducto lagrimal está parcialmente cortado. Aun así, es posible que la vista no se resienta. Confiaremos en que no.

Suspiró y extendió las manos.

—Los avances en campos tan maravillosos como la microcirugía y la regeneración nerviosa prometen que quizá podamos hacer más con casos como este dentro de veinte o treinta años. De momento, lo único que puedo decir es que haré todo lo que esté en mi mano por reparar los daños que sean reparables.

Mike habló por primera vez. Su tono era amargo.

—Es una pena que no vivamos en 1990, ¿eh?

 

 

5

 

Fue un grupillo silencioso y desanimado el que salió del hospital esa tarde. Al llegar al límite del aparcamiento, la señorita Ellie me tocó la manga.

—Tendría que haberte hecho caso, George. Lo siento tanto…

—No estoy seguro de que hubiese cambiado nada —dije— pero, si quieres compensármelo, pídele a Freddy Quinlan que me llame. Es el agente inmobiliario con el que traté cuando llegué a Jodie. Quiero estar cerca de Sadie este verano, y eso significa que necesitaré alquilar una casa.

—Puedes quedarte conmigo —ofreció Deke—. Tengo sitio de sobra.

Me volví hacia él.

—¿Estás seguro?

—Me harías un favor.

—Pagaré encantado…

Me acalló con un gesto de la mano.

—Puedes ayudar con las compras. Con eso bastará.

Él y Ellie habían llegado en la ranchera de Deke. Miré cómo partían y después caminé con paso cansino hasta mi Chevrolet, que ya me parecía —es probable que fuera injusto— un coche gafado. En mi vida había tenido menos ganas de volver a Neely Oeste, donde sin duda oiría cómo Lee desahogaba en Marina sus frustraciones por haber fallado con el general Walker.

—¿Señor A.? —Era Mike. Bobbi Jill estaba unos pasos más atrás, con los brazos cruzados con firmeza bajo los pechos. Parecía triste y muerta de frío.

—Sí, Mike.

—¿Quién pagará las facturas del hospital de la señorita Dunhill? ¿Y todas esas operaciones de las que ha hablado el médico? ¿Está asegurada?

—Algo.

Pero ni por asomo lo suficiente para algo como aquello. Pensé en sus padres, pero el que todavía no hubiesen hecho acto de presencia resultaba preocupante. No la culparían a ella de lo que había hecho Clayton…, ¿verdad? No veía por qué, pero yo venía de un mundo en el que un negro era presidente del país y las mujeres eran, en términos generales, tratadas como iguales. Nunca como entonces 1963 me pareció un país extranjero.

—Ayudaré tanto como pueda —dije, pero ¿cuánto sería eso? Mis reservas de efectivo eran lo bastante amplias para mantenerme unos meses más, pero no lo suficiente para pagar media docena de intervenciones de reconstrucción facial. No quería volver a la Financiera Faith de Greenville Avenue, pero supuse que lo haría si no quedaba más remedio. Faltaba menos de un mes para el Derbi de Kentucky y, según la sección de apuestas de las notas de Al, el ganador sería Chateaugay, al que nadie consideraba aspirante. Si apostaba mil a que ganaba, me sacaría siete u ocho de los grandes, lo suficiente para pagar la estancia hospitalaria de Sadie y —con los precios de 1963— parte de las operaciones posteriores.

—Tengo una idea —dijo Mike, y luego miró por encima de su hombro. Bobbi Jill le dedicó una sonrisa de ánimo—. Bueno, la idea la hemos tenido yo y Bobbi Jill.

—Bobbi Jill y yo, Mike. Ya no eres ningún crío, así que no hables como tal.

—Vale, vale, lo siento. Si viene diez minutitos a la cafetería, se la explicaremos.

Los acompañé. Tomamos café. Escuché su idea. Me pareció bien. A veces, cuando el pasado armoniza consigo mismo, el hombre sabio se aclara la garganta y canta a coro con él.

 

 

6

 

Esa noche hubo una bronca monumental en el piso de arriba. La pequeña June aportó su granito de arena berreando como una descosida. No me molesté en escuchar a escondidas; los gritos serían en ruso, por lo menos en su mayor parte. Después, alrededor de las ocho, se hizo un silencio inusual. Supuse que se habían acostado unas dos horas antes de lo habitual, y fue un alivio.

Estaba pensando en meterme en la cama yo también, cuando el Cadillac tipo yate de los De Mohrenschildt se detuvo junto a la acera. Jeanne salió como deslizándose y George emergió del coche con su típico ímpetu de muñeco con resorte. Abrió la puerta de atrás del lado del conductor y sacó un gran conejo de peluche de improbable pelaje púrpura. Me quedé mirando como un pasmarote por el hueco entre las cortinas hasta que caí en la cuenta: el día siguiente era Domingo de Pascua.

Se dirigieron a la escalera de la entrada. Ella caminaba; George, a la cabeza, iba al trote. Sus contundentes pisotones en los maltrechos peldaños hacían temblar el edificio entero.

Oí voces de sorpresa sobre mi cabeza, tenues pero a todas luces intrigadas. Pasos cruzaron mi techo a la carrera y el aplique de mi salón se tambaleó. ¿Creían los Oswald que la policía de Dallas llegaba para arrestar a alguien? ¿O que quizá era uno de los agentes del FBI que vigilaban a Lee cuando vivía con su familia en Mercedes Street? Esperaba que el muy cabroncete tuviera el corazón en un puño, que estuviera al borde de un ataque.

Sonó una ráfaga de golpes en la puerta del final de la escalera, y De Mohrenschildt gritó en tono jovial:

—¡Abre, Lee! ¡Abre, pagano!

La puerta se abrió. Me puse los auriculares pero no oí nada. Entonces, justo cuando había decidido probar con el cuenco de Tupperware, Lee o Marina encendieron la lámpara del micro. Volvía a funcionar, al menos por el momento.

—… para la niña —decía Jeanne.

—¡Oh, gracia! —replicó Marina—. ¡Mucha gracia, Jeanne, qué amable!

—¡No te quedes ahí plantado, camarada, tráenos algo de beber! —exclamó De Mohrenschildt. Se diría que él ya llevaba unas copas en el coleto.

—Solo tengo té —dijo Lee. Sonaba enfurruñado y soñoliento.

—Té está bien. En el bolsillo tengo algo que le dará un toquecito. —Casi lo veía guiñar el ojo.

Marina y Jeanne se pasaron al ruso. Lee y De Mohrenschildt —cuyos pesados pasos eran inconfundibles— se dirigieron a la zona de la cocina, donde yo sabía que los perdería. Las mujeres estaban de pie cerca de la lámpara; sus voces cubrirían la conversación de los hombres.

Entonces Jeanne, en inglés:

—Oh, cielo santo, ¿eso es un arma?

Todo se detuvo, incluido —o eso me pareció— mi corazón.

Marina se rió. Fue una carcajada leve y tintineante, como de cóctel, jajaja, más falsa que Judas.

—Pierde trabajo, no tenemos dinero, y esta persona loca compra rifle. Yo digo: «Mete en armario, loco idioto, para no estropear mi embarazo».

—Quería practicar un poco de tiro, nada más —dijo Lee—. En los Marines se me daba bastante bien. No me levantaron la bandera roja ni una sola vez.

Otro silencio. Pareció durar eternamente. Luego atronó la risotada campechana de De Mohrenschildt.

—¡Vamos, a otro perro con ese hueso! ¿Cómo es que no le diste, Lee?

—No sé de qué cojones hablas.

—¡Del general Walker, muchacho! Alguien estuvo a punto de rociar con sus sesos racistas la pared de su despacho en la casa que tiene en Turtle Creek. ¿Me estás diciendo que no lo sabías?

—Justamente hace un tiempo que no leo los periódicos.

—¿Ah, sí? —dijo Jeanne—. ¿No es el Times Herald eso que veo encima de ese taburete?

—Quiero decir que no leo las noticias. Demasiado deprimente. Solo las historietas y los anuncios de trabajo. El Gran Hermano dice que consiga empleo o la cría se morirá de hambre.

—O sea que no fuiste tú el autor de ese disparo chapucero, ¿eh? —preguntó De Mohrenschildt.

Pinchándole. Azuzándole.

La cuestión era por qué. ¿Porque De Mohrenschildt no hubiese creído ni en sus sueños más descabellados que un mequetrefe como Ozzie el Conejo era el tirador del miércoles anterior por la noche… o porque sabía que lo era? Deseé de todo corazón que las mujeres no estuvieran presentes. Si tenía la oportunidad de escuchar a Lee y a su peculiar compadre hablando de hombre a hombre, mis preguntas podrían haber hallado respuesta. Tal y como estaban las cosas, aún no podía estar seguro.

—¿Crees que sería tan loco como para disparar a alguien cuando J. Edgar Hoover no me quita el ojo de encima? —Por el tono de voz se diría que Lee intentaba seguirle el juego, hacerle el coro a George para no cantar tanto él solo, pero no le estaba saliendo muy bien.

—Nadie cree que disparases a nadie, Lee —dijo Jeanne en tono tranquilizador—. Solo promete que, cuando tu hija empiece a caminar, encontrarás un sitio más seguro que el armario para ese fusil tuyo.

Marina replicó a eso en ruso, pero yo veía de vez en cuando a la cría en el patio de al lado y sabía lo que estaba diciendo: que June ya caminaba.

—A Junie le encantará el regalo —dijo Lee—, pero no celebramos la Pascua. Somos ateos.

A lo mejor él lo era, pero, según las notas de Al, Marina —con la ayuda de su admirador, George Bouhe— había bautizado a June en secreto por la época de la Crisis de los Misiles.

—Y nosotros —dijo De Mohrenschildt—. ¡Por eso celebramos el Conejo de Pascua! —Se había acercado más a la lámpara, y su risotada por poco me deja sordo.

Hablaron durante diez minutos más, mezclando inglés y ruso. Entonces Jeanne dijo:

—Ya os dejamos en paz. Creo que os hemos sacado de la cama.

—No, no, estábamos levantados —dijo Lee—. Gracias por la visita.

—Hablaremos pronto, ¿vale, Lee? —dijo George—. Puedes venir al club de campo. ¡Organizaremos a los camareros en una cooperativa!

—Claro, claro. —Ya avanzaban hacia la puerta.

De Mohrenschildt dijo algo más, pero demasiado bajo para que yo pudiera pillar más de un par de palabras. Podrían haber sido «recuperarlo» o «el respaldo».

¿Cuándo fuiste a recuperarlo? ¿Era eso lo que había dicho? Como «¿Cuándo fuiste a recuperar el fusil que dejaste escondido?»

Reproduje la cinta media docena de veces pero, a velocidad superlenta, no había manera de saberlo con certeza. Permanecí en vela mucho después de que los Oswald se fueran a dormir; seguía despierto a las dos de la madrugada, cuando June lloró un ratito hasta que su madre la devolvió al país de los sueños con su arrullo. Pensé en Sadie, que dormía el sueño sin descanso de la morfina en el hospital Parkland. La habitación era fea y la cama era estrecha, pero yo allí habría conseguido dormir, estaba seguro.

Pensé en De Mohrenschildt, ese frenético histrión que se rasgaba la camisa. ¿Qué has dicho, George? ¿Qué has dicho justo al final? ¿Ha sido «¿Cuándo lo recuperaste?»? ¿Ha sido «Ánimo, no es tan desastre»? ¿Ha sido «No dejes que se retrase»? ¿O algo que no tiene nada que ver?

Al final me dormí. Y soñé que me hallaba en una feria con Sadie. Llegábamos a un tenderete de tiro al blanco en el que estaba Lee con su fusil encajado en el hueco del hombro. El feriante era George de Mohrenschildt. Lee disparó tres veces y no alcanzó un solo blanco.

—Lo siento, hijo —dijo De Mohrenschildt—, no hay premio para los chicos que sacan bandera roja.

Luego se volvió hacia mí y sonrió.

—Acércate, hijo, a lo mejor tienes más suerte. Alguien tiene que matar al presidente, así que ¿por qué no tú?

Me desperté sobresaltado con la primera luz débil del día. Encima de mí, los Oswald seguían durmiendo.

 

 

7

 

La tarde del Domingo de Pascua me encontró de vuelta en Dealey Plaza, sentado en un banco del parque, contemplando el imponente cubo de ladrillo del Depósito de Libros Escolares y preguntándome qué hacer a continuación.

Al cabo de diez días, Lee iba a mudarse de Dallas a Nueva Orleans, su ciudad natal. Encontraría trabajo engrasando maquinaria en una compañía cafetera y alquilaría el piso de Magazine Street. Después de pasar unas dos semanas con Ruth Paine y sus hijos en Irving, Marina y June se unirían a él. No pensaba seguirlos. No cuando Sadie afrontaba un largo período de recuperación y un futuro incierto.

¿Iba a matar a Lee entre ese Domingo de Pascua y el 24 de abril? Probablemente podría. Desde que había perdido su trabajo en Jaggars-Chiles-Stovall, pasaba la mayor parte del tiempo en el piso o repartiendo folletos de Juego Limpio con Cuba en el centro de Dallas. De vez en cuando iba a la biblioteca pública, donde parecía haber sustituido a Ayn Rand y Karl Marx por las historias de vaqueros de Zane Grey.

Pegarle un tiro en la calle o en la biblioteca de Young Street equivaldría a mi encarcelamiento instantáneo, pero ¿y si lo hacía en el piso de arriba, mientras Marina estaba en Irving ayudando a Ruth Paine a mejorar su ruso? Podía llamar a la puerta y meterle un balazo en la cabeza en cuanto abriera. Listo. No había riesgo de que fallara. El problema era lo de después. Tendría que huir. Si no, sería el primero a quien interrogaría la policía. A fin de cuentas, era el vecino de abajo.

Podía afirmar que no estaba allí cuando sucedió, y tal vez se lo tragaran durante una temporada, pero ¿cuánto tardarían en descubrir que el George Amberson de Neely Oeste Street era el mismo George Amberson que casualmente estuvo presente en un episodio de violencia en Bee Tree Lane, en Jodie, poco antes? Eso merecería una indagación, que no tardaría en revelar que el certificado de profesor de George Amberson procedía de un expendedor de títulos al por mayor de Oklahoma y que sus referencias eran falsas. Llegados a este punto, muy probablemente me arrestarían. La policía obtendría una orden judicial para abrir mi caja de seguridad si descubría su existencia, como a buen seguro sucedería. El señor Richard Link, mi banquero, vería mi nombre y/o fotografía en el periódico y hablaría. ¿Qué conclusión sacaría la policía de mis memorias? Que tenía un motivo para matar a Oswald, por disparatado que fuese.

No, tendría que salir corriendo hacia la madriguera de conejo, abandonar el Chevy en algún punto de Oklahoma o Arkansas y luego coger un autobús o un tren. Y si llegaba a 2011 jamás podría usar otra vez la madriguera de conejo sin causar un reinicio. Y eso significaría dejar atrás a Sadie para siempre, desfigurada y sola. «Claro que me ha dejado tirada, pensaría. Se llenó la boca con que si las cicatrices de la viruela eran bellas como hoyuelos, pero en cuanto oyó el diagnóstico de Ellerton, fea ahora, fea para siempre, puso pies en polvorosa.»

Quizá ni siquiera me culpase. Esa era la posibilidad más horrenda de todas.

Pero no. No. Se me ocurría una peor todavía. ¿Y si volvía a 2011 y descubría que, a pesar de todo, Kennedy había sido asesinado el 22 de noviembre? Todavía no estaba seguro de que Oswald actuara solo. ¿Quién era yo para decir que diez mil teóricos de la conspiración se equivocaban, sobre todo basándome en los retazos de información que había obtenido con mis pesquisas y vigilancias?

Tal vez miraría en la Wikipedia y descubriría que el tirador había estado en el montículo de hierba, a fin de cuentas. O en la azotea de la combinación de cárcel y tribunal del condado de Houston Street, armado con un rifle de francotirador en vez de con un Mannlicher-Carcano comprado por correo. O escondido en una alcantarilla de Elm Street esperando la llegada de Kennedy con un periscopio, como afirmaban algunos de los más fantasiosos aficionados a las conspiraciones.

De Mohrenschildt estaba de alguna manera a sueldo de la CIA. Incluso Al Templeton, que estaba casi convencido de que Oswald había actuado solo, reconocía eso. Al estaba seguro de que era un don nadie que pasaba chismes de poca monta sobre América Central y del Sur para mantener a flote sus diversas especulaciones petrolíferas. Pero ¿y si era más que eso? La CIA aborrecía a Kennedy desde que este se había negado a mandar tropas estadounidenses para apoyar a los sitiados partisanos de la bahía de Cochinos. Su hábil manejo de la Crisis de los Misiles había agudizado esa animosidad; los espías habían pretendido usarla como pretexto para acabar con la guerra fría de una vez por todas, pues estaban seguros de que la cacareada «brecha de los misiles» era un cuento chino. Gran parte de eso podía leerse en la prensa diaria, a veces entre líneas en las informaciones, a veces expuesto sin tapujos en los editoriales.

¿Y si ciertos elementos de la CIA, por su cuenta y riesgo, habían embarcado a De Mohrenschildt en una misión mucho más peligrosa: no matar al presidente él mismo sino reclutar a varios individuos no del todo equilibrados que estuvieran dispuestos a hacerlo? ¿Aceptaría De Mohrenschildt una misión como esa? Yo creía que sí. Él y Jeanne vivían a todo trapo, pero en realidad yo no tenía ni idea de dónde sacaba para el Cadillac, el club de campo y la finca que tenían en Simpson Stuart Road. Actuar de enlace clandestino, de cortocircuito entre un presidente de Estados Unidos en el punto de mira y una agencia que en teoría existía para cumplir sus órdenes…, sería un trabajo peligroso pero, si las ganancias potenciales eran lo bastante grandes, podían tentar a un hombre que vivía por encima de sus posibilidades. Además, ni siquiera tendría que ser un pago en efectivo, y eso era lo mejor. Bastaría con esas maravillosas concesiones petrolíferas en Venezuela, Haití y la República Dominicana. Por otra parte, un encargo así podría atraer a un fanfarrón histriónico como De Mohrenschildt. Le gustaba la acción y no le hacía gracia Kennedy.

Gracias a John Clayton, yo ni siquiera podía eliminar a De Mohrenschildt de la intentona contra Walker. Había sido el fusil de Oswald, sí, pero ¿y si Lee se había descubierto incapaz de disparar llegado el momento? Me habría parecido muy propio de la pequeña comadreja arrugarse en el último instante. Veía a De Mohrenschildt arrancándole el Carcano de las manos temblorosas mientras gruñía: «Dámelo, lo haré yo mismo».

¿Se habría sentido capaz De Mohrenschildt de acertar desde detrás del cubo de basura que Lee había colocado como soporte para el fusil? Una línea de las notas de Al me hacía pensar que la respuesta era afirmativa: «Ganó campeonato de tiro al plato en club de campo en 1961».

Si yo mataba a Oswald, y Kennedy moría de todas formas, todo habría sido para nada. ¿Y luego qué? ¿Borrón y cuenta nueva? ¿Volver a matar a Frank Dunning? ¿Volver a salvar a Carolyn Poulin? ¿Volver a mudarme a Dallas?

¿Volver a conocer a Sadie?

No tendría la cara marcada, y eso era bueno. Sabría el aspecto que tenía su ex marido chiflado, teñido y todo, y esa vez podría pararle los pies antes de que se acercara. Eso también era bueno. Pero la mera idea de volver a pasar por todo aquello me dejaba agotado. Tampoco me creía capaz de matar a Lee a sangre fría, al menos basándome en las pruebas circunstanciales de las que disponía. En el caso de Frank Dunning, lo sabía a ciencia cierta. Lo había visto con mis propios ojos.

Entonces, ¿cuál era mi siguiente movimiento?

Eran las cuatro y cuarto, y decidí que mi siguiente movimiento sería visitar a Sadie. Me dirigí hacia mi coche, que estaba aparcado en Main Street. En la esquina de Main con Houston, nada más dejar atrás los viejos juzgados, tuve la sensación de que me observaban y me di la vuelta. No había nadie en la acera detrás de mí. Era el Depósito el que vigilaba, todas esas ventanas que contemplaban inexpresivas Elm Street, a la que llegaría la caravana del presidente unos doscientos días después de ese Domingo de Pascua.

 

 

8

 

Estaban sirviendo la cena en la planta de Sadie cuando llegué: chop suey. El olor me trajo una vívida imagen del chorro de sangre que se había derramado sobre la mano y el antebrazo de John Clayton antes de que cayera sobre la moqueta, por suerte boca abajo.

—Hola, señor Amberson —saludó la enfermera mientras yo firmaba. Era una mujer canosa vestida con uniforme y cofia blancos y almidonados. Llevaba un reloj de bolsillo enganchado a su formidable pecho. Me miraba desde detrás de una barricada de ramos de flores—. Anoche hubo bastantes gritos ahí dentro. Si se lo digo es porque usted es su prometido, ¿verdad?

—Verdad —dije. Desde luego eso era lo que deseaba ser, con cara rajada o sin cara rajada.

La enfermera se inclinó hacia delante entre dos jarrones llenos hasta los topes. Unas margaritas le rozaron el pelo.

—Mire, normalmente no chismorreo sobre mis pacientes y riño a las enfermeras jóvenes que lo hacen. Pero el modo en que la trataron sus padres no estuvo bien. Supongo que no los culpo del todo por venir desde Georgia con los padres de ese lunático, pero…

—Un momento. ¿Me está diciendo que los Dunhill y los Clayton compartieron coche?

—Supongo que en tiempos más felices eran la mar de amigos, o sea que bueno, vale; pero que le dijeran a ella que, mientras ellos visitaban a su hija, sus buenos amigos los Clayton estaban abajo firmando los papeles para sacar el cadáver de su hijo del depósito… —Sacudió la cabeza—. El padre no dijo ni pío, pero esa mujer

Miró a su alrededor para asegurarse de que seguíamos solos, vio que era así y se volvió de nuevo hacia mí. Su sencillo rostro de campesina exhibía una expresión grave e indignada.

—No se callaba nunca. Una pregunta sobre cómo se encontraba su hija, y luego dale que te pego con los pobres Clayton. Su señorita Dunhill se mordió la lengua hasta que su madre dijo que era una pena porque ahora tendrían que cambiar de iglesia otra vez. Entonces la chica perdió los nervios y empezó a gritarles que se fueran.

—Bien hecho —dije yo.

—La oí chillar: «¿Queréis ver lo que me hizo el hijo de vuestros buenos amigos?» y, cariño, entonces fue cuando arranqué a correr. Estaba intentando quitarse el vendaje. Y la madre… se inclinaba hacia delante, señor Amberson. Ansiosa. Quería mirar, en serio. Los saqué y le pedí a uno de los residentes que administrara a la señorita Dunhill una inyección para tranquilizarla. El padre (un alfeñique) intentó disculparse por su mujer. «No sabía que estaba poniendo nerviosa a Sadie», dijo. «Bueno», le solté yo, «¿y usted qué? ¿Le ha comido la lengua el gato?». ¿Y sabe qué dijo la mujer justo antes de entrar en el ascensor?

Negué con la cabeza.

—Dijo: «No puedo culparle, ¿cómo iba a hacerlo? De pequeño jugaba en nuestro jardín y era un niño encantador». ¿Se lo puede creer?

Podía. Porque creía conocer ya a la señora Dunhill, en cierto sentido. En la Séptima Oeste Street persiguiendo a su hijo mayor mientras gritaba a pleno pulmón: «Quieto, Robert, no vayas tan rápido, no he acabado contigo».

—Quizá la encuentre… muy sensible —dijo la enfermera—. Solo quería que supiese que tiene un buen motivo.

 

 

9

 

No estaba muy sensible. Yo hubiese preferido eso. Si existe algo que pueda calificarse de serena depresión, allí estaba su cabeza esa tarde de Pascua. La encontré sentada en su silla, al menos eso, con un plato intacto de chop suey delante. Había perdido peso; su largo cuerpo parecía flotar en la bata blanca de hospital que se ajustó al verme.

Sonrió, pese a todo —con el lado de su cara que aún podía—, y me ofreció su mejilla buena para que la besara.

—Hola, George; vale más que te llame así, ¿no crees?

—Puede que sí. ¿Cómo estás, cariño?

—Dicen que estoy mejor, pero siento la cara como si me la hubieran empapado en queroseno y le hubiesen pegado fuego. Es porque me están quitando la medicación contra el dolor. No sea que me enganche a la droga.

—Si necesitas más, puedo hablar con alguien.

Sacudió la cabeza.

—Me deja atontada, y necesito pensar. Además, hace que me cueste controlar mis emociones. Ayer monté un escándalo con mis padres.

Solo había una silla —a menos que contaras como tal el inodoro bajo del rincón— de modo que me senté en la cama.

—La enfermera jefe me ha puesto al día. Por lo que ella oyó, tenías todo el derecho del mundo a ponerte hecha una furia.

—Puede, pero ¿de qué sirve? Mamá no cambiará nunca. Puede hablar durante horas sobre que darme a luz casi la mata, pero tiene muy pocos sentimientos hacia nadie más. Es falta de tacto, pero también es falta de algo más. Hay una palabra, pero no la recuerdo.

—¿Empatía?

—Sí. Eso es. Y tiene la lengua muy larga. Con el paso de los años, mi padre se ha convertido en un pelele. Ya casi nunca dice nada.

—No tienes por qué volver a verlos.

—Yo creo que sí. —Su voz tranquila y desapegada me gustaba cada vez menos—. Mamá dice que me arreglará mi antigua habitación, y la verdad es que no tengo ningún otro sitio adonde ir.

—Tu casa está en Jodie. Y tu trabajo.

—Me parece que ya hablamos de eso. Voy a presentar mi dimisión.

—No, Sadie, no. Es muy mala idea.

Sonrió lo mejor que pudo.

—Hablas como la señorita Ellie. Que no te creyó cuando dijiste que Johnny era un peligro. —Pensó en eso y añadió—: Claro que yo tampoco te creí. Nunca dejé de ser una boba con él, ¿verdad?

—Tienes una casa.

—Eso es verdad. Y unas letras de hipoteca que no puedo pagar. Tendré que renunciar a ella.

—Yo me ocuparé de los pagos.

Eso le llegó. Parecía asombrada.

—¡No puedes permitírtelo!

—En realidad, sí puedo. —Lo cual era cierto… durante un tiempo por lo menos. Y siempre me quedaba el Derbi de Kentucky y Chateaugay—. Me voy a mudar a casa de Deke desde Dallas. No me cobrará alquiler, así que quedará un buen pellizco para los pagos de la casa.

Una lágrima asomó a la comisura de su ojo derecho y tembló allí.

—No acabas de entenderlo. No puedo cuidar de mí misma, todavía no. Y no iré de «recogida» a ninguna parte si no es a mi casa, donde mi madre contratará a una enfermera para que ayude con los detalles desagradables. Me queda un poco de orgullo. No mucho, pero un poco sí.

—Yo cuidaré de ti.

Me miró con los ojos como platos.

—¿Qué?

—Ya me has oído. Y por lo que a mí respecta, Sadie, puedes meterte el orgullo por donde te quepa. Resulta que te quiero. Y, si tú me quieres, dejarás de decir gilipolleces sobre irte a casa de ese cocodrilo que tienes por madre.

Eso logró arrancarle una tenue sonrisa, y luego se quedó quieta, pensando, con las manos en el regazo de su fina bata.

—Viniste a Texas para algo, y no fue para hacer de niñera de una bibliotecaria de instituto que fue demasiado tonta para saber que estaba en peligro.

—Mi asunto en Dallas tendrá que esperar.

¿Puede?

—Sí. —Y así de sencillo, quedó decidido. Lee se iba a Nueva Orleans y yo volvía a Jodie—. Necesitas tiempo, Sadie, y yo lo tengo. Ya que estamos, podemos pasarlo juntos.

—No puedes querer estar conmigo. —Lo dijo con una voz que apenas superaba el susurro—. No puede ser, no tal y como he quedado.

—Pues sí que quiero.

Me miró con ojos que temían esperar y pese a todo esperaban.

—¿Cómo es posible?

—Porque eres lo mejor que me ha pasado nunca.

El lado bueno de su boca empezó a temblar. La lágrima se derramó sobre su mejilla y fue seguida por otras.

—Si no tuviera que volver a Savannah…, si no tuviera que vivir con ellos…, con ella…, a lo mejor entonces podría estar, no sé, solo un poquito bien.

La estreché en mis brazos.

—Vas a estar mucho mejor que eso.

—¿Jake? —Las lágrimas ahogaban su voz—. ¿Me harás un favor antes de irte?

—¿Qué, cariño?

—Llévate ese puñetero chop suey. El olor me está poniendo mala.

 

 

10

 

La enfermera de los hombros de jugadora de fútbol americano y el reloj enganchado al busto era Rhonda McGinley, y el 18 de abril insistió en empujar en persona la silla de ruedas de Sadie no solo hasta el ascensor sino también hasta el bordillo de la acera, donde Deke esperaba con la puerta del pasajero de su ranchera abierta.

—Que no te vuelva a ver por aquí, reina —dijo la enfermera McGinley después de que ayudáramos a Sadie a subir al coche.

Sadie sonrió con aire distraído y no dijo nada. Estaba, hablando con propiedad, drogada hasta las cejas. El doctor Ellerton había pasado esa mañana para examinar su cara, un proceso muy doloroso que había precisado ración extra de analgésicos.

McGinley se volvió hacia mí.

—Va a necesitar muchos cuidados estos meses que vienen.

—Lo haré lo mejor que pueda.

Arrancamos. Quince kilómetros al sur de Dallas, Deke dijo:

—Quítale eso y tíralo por la ventanilla. Yo tengo que estar pendiente de este maldito tráfico.

Sadie se había dormido con un cigarrillo encendido entre los dedos. Me incliné por encima del asiento y lo cogí. Ella gimió cuando lo hice y dijo:

—No, Johnny, no, por favor.

Crucé una mirada con Deke. Solo un segundo, pero lo bastante para que viera que estábamos pensando lo mismo: Queda mucho camino por delante. Mucho camino.

 

 

11

 

Me mudé a la casa de estilo español de Deke en Sam Houston Road. Por lo menos de cara a la galería. En la práctica, me instalé con Sadie en el 135 de Bee Tree Lane. Me daba miedo lo que pudiéramos encontrarnos al ayudarla a entrar la primera vez, y creo que a Sadie también, drogada o no. Pero la señorita Ellie y Jo Peet, del departamento de economía doméstica, habían reclutado a un pelotón de estudiantes que se habían pasado un día entero, antes de la llegada de Sadie, limpiando, fregando y restregando hasta el último rastro de la porquería de Clayton de las paredes. Habían levantado y sustituido la moqueta del salón. La nueva era de un gris industrial, un color que no emocionaba pero que probablemente fuera una opción inteligente; las cosas grises conservan muy pocos recuerdos. Habían tirado y reemplazado por prendas nuevas toda su ropa rasgada.

Sadie nunca dijo una palabra sobre la nueva moqueta y la ropa cambiada. Ni siquiera estoy seguro de que reparase en ello.

 

 

12

 

Pasaba allí mis días, preparándole la comida, trabajando en su jardincillo (que se marchitaría pero no moriría del todo en otro verano del interior de Texas) y leyéndole Casa desolada. También nos enganchamos a varias de las telenovelas de la tarde: The Secret Storm, Young Doctor Malone, From These Roots y nuestra favorita particular, The Edge of Night.

Sadie se pasó la raya del pelo del centro a la derecha, en pos de un peinado a lo Veronica Lake que le cubriría la mayor parte de la cicatriz cuando por fin fuera sin vendaje. Claro que eso tampoco duraría mucho; la primera de las operaciones de reconstrucción —un trabajo en equipo en el que participarían cuatro médicos— estaba programada para el 5 de agosto. Según Ellerton, habría por lo menos cuatro operaciones más.

Después de cenar con Sadie (ella casi siempre se limitaba a picar algo), volvía en coche a casa de Deke porque los pueblos pequeños están llenos de ojos grandes pegados a bocas parlanchinas. Convenía que esos grandes ojos vieran mi coche en el camino de entrada de Deke tras la puesta de sol. Una vez que había oscurecido, recorría a pie los tres kilómetros y pico que había hasta la casa de Sadie, donde dormía en el nuevo sofá cama hasta las cinco de la mañana. Era casi siempre un descanso intermitente, pues eran pocas las noches en que Sadie no me despertaba porque las pesadillas la hacían gritar y revolverse. De día, Johnny Clayton estaba muerto. Cuando anochecía, aún la acechaba con su pistola y su cuchillo.

Yo iba a su cama y la tranquilizaba en la medida de mis posibilidades. A veces salía al salón conmigo y se fumaba un cigarrillo antes de volver a la cama arrastrando los pies, siempre apretándose el pelo con ademán protector sobre el lado mutilado de su cara. No me dejaba cambiarle las vendas. Lo hacía ella sola, en el baño y con la puerta cerrada.

Después de una pesadilla especialmente atroz, entré y me la encontré de pie junto a la cama, desnuda y sollozando. Había adelgazado hasta extremos alarmantes. Su camisón estaba hecho un guiñapo a sus pies. Me oyó y se volvió, con un brazo cruzado sobre los pechos y la otra mano sobre la entrepierna. Con el movimiento, su melena volvió al hombro derecho, al que en realidad pertenecía, y vi las cicatrices hinchadas, los gruesos puntos, la carne caída y arrugada que cubría su pómulo.

¡¡Fuera!! —gritó—. ¡No me mires así!, ¿por qué no puedes salir?

—Sadie, ¿pasa algo? ¿Por qué te has quitado el camisón? ¿Qué pasa?

—He mojado la cama, ¿vale? Tengo que volver a hacerla, o sea que ¡haz el favor de salir y dejar que me cambie!

Fui al pie de la cama, levanté el edredón que estaba doblado allí y la envolví con él. Cuando giré una esquina hacia arriba, formando una especie de estola que ocultaba su mejilla, se calmó.

—Ve al salón y ten cuidado de no tropezar con esto. Fúmate un pitillo. Ya haré yo la cama.

—No, Jake, está sucia.

La agarré por los hombros.

—Eso es lo que diría Clayton, y está muerto. Solo es un poco de pis, nada más.

—¿Estás seguro?

—Sí. Pero antes de que te vayas…

Bajé la improvisada estola. Ella se estremeció y cerró los ojos, pero se quedó quieta. Soportarlo era lo máximo que podía hacer, pero ya me parecía un avance. Besé la carne colgante que había sido su mejilla —con suavidad, lo que Christy habría llamado un beso de mariposa— y después doblé de nuevo el edredón hacia arriba para ocultarla.

—¿Cómo puedes? —preguntó sin abrir los ojos—. Es espantoso.

—Qué va. Solo es otra parte de ti que amo, Sadie. Y ahora vete al salón mientras cambio estas sábanas.

Cuando acabé, me ofrecí a meterme en la cama con ella hasta que se durmiera. Se encogió como había hecho cuando había bajado el edredón de su cara y sacudió la cabeza.

—No puedo, Jake. Lo siento.

Pasito a pasito, me dije mientras cruzaba el pueblo con paso cansino hacia la casa de Deke bajo la primera luz gris de la mañana. Pasito a pasito.

 

 

13

 

El 24 de abril le dije a Deke que tenía algo que hacer en Dallas y le pedí que fuese a casa de Sadie hasta que yo volviera, sobre las nueve. Accedió de buena gana y, a las cinco de la tarde, me sentaba al otro lado de la calle de la terminal de autobuses Greyhound de Polk Sur Street, cerca del cruce de la Autopista 77 con la flamante autopista de cuatro carriles I-20. Estaba leyendo (o fingiendo leer) el último James Bond, La espía que me amó.

Media hora más tarde, una ranchera entró en el aparcamiento vecino a la terminal. Conducía Ruth Paine. Lee bajó, fue a la parte de atrás y abrió la puerta. Marina, con June en brazos, salió del asiento trasero. Ruth Paine se quedó al volante.

Lee solo llevaba dos bultos: un macuto verde oliva y una funda acolchada para armas, de las que tienen asas. Cargó con ellos hasta un autobús Scenicruiser con el motor encendido. El conductor cogió la bolsa y el fusil y los metió en el maletero abierto tras un vistazo rápido al billete de Lee.

Oswald se dirigió a la puerta del autobús y después se volvió y abrazó a su mujer, a la que besó en las dos mejillas y luego en la boca. Cogió a la niña en brazos y la acarició debajo de la barbilla. June se rió y Lee se rió con ella, pero vi lágrimas en sus ojos. Besó a June en la frente, le dio un abrazo, luego otro a Marina y subió corriendo los escalones del autobús sin mirar atrás.

Marina volvió a la ranchera, donde Ruth Paine la esperaba de pie. June tendió los brazos a la mujer mayor, que la acogió con una sonrisa. Esperaron durante un rato, mirando cómo embarcaban los pasajeros, y luego se fueron.

Yo me quedé donde estaba hasta que el autobús arrancó a las seis, puntual. El sol, que ya se ponía sanguinolento por el oeste, se reflejó en la ventana donde se anunciaba el destino del autobús y ocultó por un momento lo que había escrito. Después pude leerlo de nuevo, tres palabras que significaban que Lee Harvey Oswald salía de mi vida, al menos por el momento:

 

EXPRESO NUEVA ORLEANS

 

Lo vi subir por la rampa de entrada a la I-20 Este, recorrí a pie las dos manzanas hasta donde había aparcado el coche y volví a Jodie.

 

 

14

 

Pensamiento del corazón: otra vez eso.

Pagué el alquiler de mayo del piso de Neely Oeste Street, aunque necesitaba empezar a ahorrar y no tenía un motivo concreto para hacerlo. Lo único que tenía era la sensación informe pero poderosa de que debía mantener una base de operaciones en Dallas.

Dos días antes de que se celebrara el Derbi de Kentucky, fui a Greenville Avenue con toda la intención de apostar quinientos dólares a que Chateaugay quedaba primero o segundo. Eso, concluí, sería menos llamativo que apostar por la victoria del caballo. Aparqué a cuatro manzanas de la Financiera Faith y cerré el coche con llave, una precaución necesaria en esa parte de la ciudad incluso a las once de la mañana. Al principio caminé a buen ritmo, pero luego —una vez más sin motivo concreto— mis pasos empezaron a enlentecerse.

A media manzana de la casa de apuestas camuflada de oficina de préstamos a pie de calle, me detuve. Ahí estaba de nuevo el corredor de apuestas —sin gafas de sol en plena mañana— apoyado en la jamba de su local y fumándose un pitillo. Allí plantado bajo un intenso chorro de luz, enmarcado por las densas sombras del umbral, parecía el personaje de un cuadro de Edward Hopper. Ese día no había posibilidades de que me viera, porque estaba mirando fijamente un coche aparcado al otro lado de la calle. Era un Lincoln color crema con la matrícula verde. Sobre los números se leía EL ESTADO DEL SOL. Lo que no significaba que fuese un armónico. Lo que desde luego no significaba que perteneciese a Eduardo Gutierrez de Tampa, el corredor de apuestas que sonreía y decía «Aquí viene mi yanqui de Yanquilandia». El que casi a ciencia cierta había mandado incendiar mi casa en la playa.

De todas formas, di media vuelta y regresé a mi coche con los quinientos que pretendía apostar todavía en el bolsillo.

Pensamiento del corazón.