CAPÍTULO 24

 

 

1

 

Dada la afición de la historia a repetirse, por lo menos a mi alrededor, no os sorprenderá descubrir que el plan de Mike Coslaw para pagar las facturas de Sadie era una reedición del Jodie Jamboree. Dijo que creía que podría conseguir que los participantes originales retomaran sus papeles, siempre que lo programáramos para mediados de verano, y cumplió su palabra: casi todos se apuntaron. Ellie incluso accedió a repetir sus recias interpretaciones al banjo de «Camptown Races» y «Clinch Mountain Breakdown», aunque afirmaba que aún le dolían los dedos de la ronda anterior. Escogimos el 12 y el 13 de julio pero, durante una temporada, la celebración estuvo en duda.

El primer obstáculo que debimos superar fue la propia Sadie, que estaba horrorizada por la idea. Lo llamó «aceptar caridad».

—Eso suena a algo aprendido en el regazo de tu madre —dije.

Me miró con cara de pocos amigos durante un momento y luego bajó la vista y empezó a acariciarse el pelo contra el lado malo de la cara.

—¿Y qué? ¿Acaso es por eso menos cierto?

—Uy, déjame pensar. Estás hablando de una lección sobre la vida impartida por la mujer cuya mayor preocupación al descubrir que su hija había sido mutilada fue dónde iría a misa.

—Es humillante —dijo en voz baja—. Acogerse a la piedad de la gente es humillante.

—No pensabas lo mismo cuando se trataba de Bobbi Jill.

—Me estás hostigando, Jake. No hagas eso, por favor.

Me senté a su lado y le cogí la mano. Ella la retiró. Volví a cogerla. Esa vez me dejó.

—Sé que esto no es fácil para ti, cariño. Pero hay un momento para recibir, además de uno para dar. No sé si eso sale en el Eclesiastés, pero es verdad de todas formas. Tu seguro médico es un chiste. El doctor Ellerton nos está echando un cable con sus honorarios…

—Yo no le pedí…

—Calla, Sadie. Por favor. Se llama trabajo pro bono y lo hace porque quiere. Pero hay otros médicos de por medio. Las facturas de tus operaciones van a ser enormes, y mis recursos solo llegan hasta cierto punto.

—Casi preferiría que me hubiera matado —susurró ella.

—No digas eso nunca.

Sadie se encogió ante la ira de mi voz, y luego llegaron las lágrimas. Ahora solo podía llorar con un ojo.

—Cariño, la gente quiere hacer esto por ti. Déjales. Sé que tu madre vive en tu cabeza, pasa con casi todas las madres, supongo, pero en este caso no puedes dejar que se salga con la suya.

—Esos médicos no pueden arreglarlo, de todas formas. Nunca quedará como antes. Ellerton me lo dijo.

—Pueden arreglar mucho. —Lo que sonaba ligeramente mejor que «pueden arreglar algo».

Suspiró.

—Eres más valiente que yo, Jake.

—Tú eres la mar de valiente. ¿Lo harás?

—La Gala Benéfica de Sadie Dunhill. A mi madre le daría un patatús si se enterase.

—Razón de más, diría yo. Le mandaremos unas diapositivas.

Eso la hizo sonreír, pero solo por un momento. Se encendió un cigarrillo con dedos algo temblorosos y luego se puso a alisarse el pelo contra el lado malo de la cara una vez más.

—¿Yo tendría que estar presente? ¿Para que vean lo que pagan con sus dólares? ¿Como un gorrino de Berkshire con pedigrí garantizado?

—Claro que no. Aunque dudo que alguien se desmayara. La mayoría de la gente de por aquí ha visto cosas peores. —Como miembros del profesorado de una región de granjas y ranchos, habíamos visto cosas peores nosotros mismos; Britta Carlson, por ejemplo, que sufrió graves quemaduras en un incendio en su casa, o Duffy Hendrickson, que tenía una mano izquierda que parecía una pezuña después de que la cadena que sostenía en alto un motor de camión cediera en el garaje de su padre.

—No estoy preparada para esa clase de inspección. No creo que lo esté nunca.

Yo esperaba de todo corazón que eso no resultara cierto. Los locos del mundo —los Johhny Clayton, los Lee Harvey Oswald— no debían ganar. Si Dios no mejora las cosas después de que ellos se apunten sus pequeñas victorias de mierda, entonces tiene que hacerlo la gente normal. Tiene que intentarlo, como mínimo. Pero no era momento para dar sermones sobre el tema.

—¿Te ayudaría saber que el propio doctor Ellerton ha accedido a participar en el espectáculo?

Por un momento se olvidó de su pelo y me miró fijamente.

¿Qué?

—Quiere ser la parte trasera de Bertha. —Bertha la Poni Bailarina era una creación en lona de los chicos del departamento de arte. Se paseaba durante varios de los números, pero su gran momento era un bailecillo moviendo la cola al compás de «Back in the Saddle Again», de Gene Autry. (La cola se controlaba mediante un cordel que estiraba la mitad trasera del Equipo Bertha.) La gente del campo, que no suele destacar por su sofisticado sentido del humor, lo encontraba desternillante.

Sadie empezó a reír. Vi que le hacía daño, pero no podía evitarlo. Se recostó en el sofá, con la palma de una mano apretada contra el centro de la frente como si quisiera impedir que le estallara el cerebro.

—¡Vale! —dijo cuando por fin pudo volver a hablar—. Os dejaré hacerlo solo para ver eso. —Después me miró con total seriedad—. Pero lo veré en el ensayo general. No me subirás a un escenario para que todo el mundo me vea y susurre: «Oh, mira lo que le hizo a esa pobre chica». ¿Queda claro?

—Más claro que el agua —dije, y la besé. Un obstáculo superado. El siguiente sería convencer al mejor cirujano plástico de Dallas para que acudiera a Jodie con el calor que hacía en julio a hacer el ganso bajo la mitad trasera de un disfraz de lona de quince kilos. Porque en realidad no había llegado a pedírselo.

Al final eso no supuso ningún problema; Ellerton se animó como un crío cuando le planteé la idea.

—Hasta tengo experiencia práctica —dijo—. Mi mujer lleva años diciéndome que bailo como el culo.

 

 

2

 

El último obstáculo resultó ser el recinto. A mediados de junio, más o menos para cuando echaban a Lee de un muelle de Nueva Orleans por intentar repartir sus folletos castristas entre los marineros del USS Wasp, Deke pasó por casa de Sadie. Le dio un beso en la mejilla buena (ella apartaba el lado malo de la cara cuando llegaba cualquier visita) y me preguntó si me apetecía salir a tomar una cerveza fría.

—Ve —dijo Sadie—. Estaré bien.

Deke me llevó en coche a El Urogallo, un bar con techo de chapa y aire acondicionado muy dudoso, catorce kilómetros al oeste del pueblo. Era media tarde y el local estaba vacío a excepción de por dos bebedores solitarios en la barra; la rockola estaba apagada. Deke me dio un dólar.

—Yo pago y tú pides. ¿Qué te parece el trato?

Me iba bien. Fui a la barra y me procuré dos Buckhorns.

—Si hubiese sabido que ibas a pedir Buckies, habría ido yo mismo —protestó Deke—. Macho, esto es pipí de burra.

—Resulta que a mí me gusta —dije—. En cualquier caso, pensaba que tú bebías en casa. «El coeficiente de capullos en los bares locales es un poco alto para mi gusto», creo que dijiste.

—De todas formas, no me apetece una maldita cerveza. —Ahora que no estaba Sadie delante, vi que estaba hecho una furia—. Lo que quiero es cascarle un puñetazo en la cara a Fred Miller y patear a Jessica Caltrop en su estrecho culo, que sin duda lleva forrado de encaje.

Conocía los nombres y las caras aunque, habiendo sido un humilde esclavo asalariado, jamás había llegado a conversar con ninguno de los dos. Miller y Caltrop eran dos tercios del consejo escolar del condado de Denholm.

—No te quedes ahí —dije—. Ya que estás con ganas de sangre, cuéntame qué le harías a Dwight Rawson. ¿No se llama así el otro?

—Es Rawlings —corrigió Deke enfurruñado—, y ese se salva. Votó a favor nuestro.

—No sé de qué hablas.

—No quieren dejarnos el gimnasio de la escuela para el Jamboree. Aunque estemos hablando de mediados de verano y el gimnasio esté ahí muerto de asco.

—¿Estás de broma? —Sadie me había explicado que ciertos elementos del pueblo podían tomarla con ella, y no la había creído. El tonto de Jake Epping, todavía apegado a sus fantasías futuristas del siglo veintiuno.

—Hijo, ojalá. Apelaron a no se qué del seguro de incendios. Yo señalé que nadie se había preocupado por el seguro de incendios cuando había sido en pro de una estudiante que había sufrido un accidente, y la Caltrop, que es una gata vieja y seca, me soltó: «Sí, claro, Deke, pero eso fue durante el curso escolar».

»Hay cosas que les preocupan, ya lo creo, sobre todo cómo una miembro del equipo docente acabó con la cara rajada por el loco con el que estaba casada. Tienen miedo de que aparezca mencionado en el periódico o, Dios no lo quiera, en una de las cadenas de la televisión de Dallas.

—¿Y eso qué importa? —pregunté—. Él… ¡Cristo, Deke, él ni siquiera era de por aquí ! ¡Era de Georgia!

—Eso les da lo mismo. Lo que les importa es que murió aquí, y tienen miedo de que haga quedar mal a la escuela. O al pueblo. Y a ellos.

—¡Eso no tiene ningún sentido! —Me oí balar, un sonido muy poco noble procediendo de un hombre en la flor de la vida, pero no pude evitarlo.

—La despedirían si pudieran, solo para librarse del bochorno. Como no pueden, esperan que dimita antes de que los chicos tengan que mirar lo que Clayton le hizo en la cara. Un caso claro de puta hipocresía mierdosa y pueblerina, hijo mío. A los veintipico años, Fred Miller visitaba las casas de putas de Nuevo Laredo dos veces al mes. Más si le sacaba a su papaíto un adelanto de la paga. Y sé de muy buena tinta que cuando Jessica Caltrop era Jessie Trapp a secas, del rancho Sweetwater, se puso hecha una foca a los dieciséis años y adelgazó una barbaridad unos nueve meses después. Me dan ganas de decirles que tengo más memoria que ellos remilgos, si eso es posible, y que podría ponerlos de vuelta y media si quisiera. Ni siquiera tendría que esforzarme mucho.

—No pueden culpar de verdad a Sadie de la locura de su ex marido…, ¿o sí?

—Madura, George. A veces actúas como si hubieras nacido en un granero. O en algún país donde la gente piensa como Dios manda. Para ellos es cuestión de sexo. Para la gente como Fred y Jessica siempre es cuestión de sexo. Probablemente piensen que Alfalfa y Spanky, de La Pandilla, pasan su tiempo libre cepillándose a Darla detrás del granero mientras Buckwheat los anima. Y cuando pasa algo así, es culpa de la mujer. No lo dirían en público con todas las letras, pero en el fondo creen que los hombres son bestias y las mujeres que no pueden amansarlos…, en fin, ellas se lo han buscado, hijo, ellas se lo han buscado. No dejaré que se salgan con la suya.

—No te quedará más remedio —dije—. Si no, el jaleo podría llegar a Sadie. Y ahora está frágil. Eso la tumbaría del todo.

—Sí —coincidió. Buscó su pipa en el bolsillo del pecho—. Sí, ya lo sé. Solo me estoy desahogando un poco. Ellie habló ayer mismo con la gente que lleva la Alquería. Están encantados de dejarnos montar el espectáculo allí, y tiene aforo para cincuenta personas más. Por la platea alta, ya sabes.

—Ahí está —dije, aliviado—. La sensatez se impone.

—Solo hay un problema. Piden cuatrocientos por las dos noches. Si consigo doscientos, ¿tú puedes poner el resto? No lo recuperarás con la recaudación, como supondrás. Eso está todo reservado para la atención médica de Sadie.

Conocía muy bien el precio de la atención médica de Sadie; ya había pagado trescientos dólares para costear la parte de su estancia en el hospital que su porquería de seguro dejó en el aire. A pesar de los buenos oficios de Ellerton, el resto de los gastos se acumularían muy deprisa. Por lo que a mí respectaba, todavía no estaba tocando fondo en lo financiero, pero empezaba a verlo.

—¿George? ¿Qué dices?

—Mitad y mitad —accedí.

—Entonces acábate esa cerveza de mierda. Quiero volver al pueblo.

 

 

3

 

Mientras salíamos de aquella triste imitación de local de copas, un póster pegado a la ventana me llamó la atención. En la parte de arriba:

 

¡VEA EL COMBATE DEL SIGLO EN TV DE CIRCUITO CERRADO!

¡EN DIRECTO DESDE EL MADISON SQUARE GARDEN!

¡NUESTRO TOM «MARTILLO» CASE, DE DALLAS,

CONTRA DICK TIGER!

AUDITORIO DE DALLAS

JUEVES, 29 DE AGOSTO

VENTA DE ENTRADAS ANTICIPADAS AQUÍ

 

Debajo había dos fotos de sendos forzudos con el pecho desnudo y los puños enguantados y alzados en la pose de rigor. Uno era joven y no tenía marcas. El otro parecía mucho mayor y se diría que le habían roto la nariz unas cuantas veces. Sin embargo, lo que me llamó la atención fueron los nombres. Me sonaban de algo.

—Ni se te ocurra —dijo Deke, sacudiendo la cabeza—. Tendría más emoción una pelea entre un pitbull y un cocker spaniel. Un cocker spaniel viejo.

—¿De verdad?

—Tommy Case siempre tuvo mucho corazón, pero ahora es un corazón cuarentón en un cuerpo cuarentón. Tiene barriguita y apenas puede moverse. Tiger es joven y rápido. Será campeón dentro de un par de años si los promotores no hacen el tonto. Entretanto, le echan sacos de entrenamiento andantes, como Case, para mantenerlo en forma.

Me sonaba como Rocky Balboa contra Apollo Creed, pero ¿por qué no? A veces la vida imita al arte.

—Pagar para ver la tele en un auditorio —dijo Deke—. Hay que ver, ¿qué será lo siguiente?

—La ola del futuro, supongo —comenté.

—Y es probable que llenen, por lo menos en Dallas, pero eso no quita para que Tom Case sea la ola del pasado. Tiger lo dejará para el arrastre. ¿Seguro que te parece bien este asunto de la Alquería, George?

—Sin duda.

 

 

4

 

Fue un junio extraño. Por un lado, me encantó ensayar con la compañía que había representado el Jamboree original. Fue un déjà vu de los buenos. Por otro lado, me descubría preguntándome, cada vez con mayor frecuencia, si alguna vez había tenido la intención de eliminar a Lee Harvey Oswald de la ecuación de la historia. No podía creer que me faltaran agallas para ello, porque ya había matado a un hombre malo, y a sangre fría, pero era un hecho innegable que había tenido a Oswald a tiro y lo había dejado escapar. Me decía que era por el principio de incertidumbre, y no a causa de su familia, pero no paraba de aparecérseme Marina sonriendo y extendiendo las manos por encima de su barriga. No paraba de preguntarme si no podría haber sido un chivo expiatorio, a fin de cuentas. Me recordaba que volvería en octubre. Y luego, por supuesto, me preguntaba en qué cambiaría eso las cosas. Su mujer seguiría embarazada y la ventana de la incertidumbre seguiría abierta.

Entretanto, estaban la lenta recuperación de Sadie que había que supervisar, las facturas que había que pagar, los formularios del seguro que había que rellenar (una burocracia ni un ápice menos irritante en 1963 que en 2011) y esos ensayos. El doctor Ellerton solo pudo asistir a uno de ellos, pero aprendió rápido y caracoleó su mitad de Bertha la Poni Bailarina con un brío encantador. Después del ensayo, me dijo que quería que otro cirujano, un especialista facial del Hospital General de Massachusetts, se uniese a su equipo. Le dije —con el alma en los pies— que otro cirujano me parecía una gran idea.

—¿Se lo pueden permitir? —preguntó—. Mark Anderson no es barato.

—Nos las apañaremos —respondí.

Invité a Sadie a los ensayos cuando se acercaban las fechas del estreno. Se negó sin rabia pero con firmeza, a pesar de su promesa anterior de que acudiría por lo menos a un ensayo general. Rara vez salía de la casa y, cuando lo hacía, era solo para pasear por el jardín de atrás. No había ido al instituto —ni al pueblo— desde la noche en que John Clayton le cortó la cara y luego se rajó la garganta.

 

 

5

 

Pasé las últimas horas de la mañana y las primeras de la tarde del 12 de julio en la Alquería, dirigiendo un último ensayo técnico. Mike Coslaw, que había adoptado el papel de productor con la misma naturalidad que el de cómico bufo, me explicó que para el espectáculo del sábado por la noche estaban todas las entradas vendidas y que el de esa noche estaba al noventa por ciento.

—Con los que compren la entrada en taquilla llenaremos, señor A. Cuente con ello. Solo espero que yo y Bobbi Jill no metamos la pata en el bis.

—Bobbi Jill y yo, Mike. Y no meteréis la pata.

Todo eso era bueno. Menos bueno fue cruzarme con el coche de Ellen Dockerty, que salía de Bee Tree Lane justo cuando yo entraba, para después encontrarme a Sadie sentada en el salón con lágrimas en su mejilla intacta y un pañuelo en el puño.

—¿Qué pasa? —pregunté airado—. ¿Qué te ha dicho?

Sadie me sorprendió sacándose una sonrisilla de la manga. Le salió bastante desigual, pero poseía cierto encanto pilluelo.

—Nada que no sea verdad. No te preocupes, por favor. Te prepararé un sándwich y tú me cuentas cómo ha ido.

De modo que eso fue lo que hice. Eso y preocuparme, claro, pero me guardé mis preocupaciones. También mis comentarios sobre el tema de las directoras de instituto entrometidas. Esa tarde, a las seis, Sadie me pasó revista, me rehízo el nudo de la corbata y después sacudió un poco de pelusilla, real o imaginaria, de las hombreras de mi chaqueta.

—Te diría que mucha mierda, pero aún te lo tomarías a mal.

Llevaba sus vaqueros viejos y una blusa ancha que disimulaba —un poco, por lo menos— lo mucho que había adelgazado. Me descubrí recordando el bonito vestido que había llevado al Jodie Jamboree original. Un bonito vestido con una bonita chica dentro. Aquello fue entonces. Esa noche, la chica —todavía bonita en un lado— estaría en casa cuando se alzara el telón, viendo una reposición de Ruta 66.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

—Que me gustaría que estuvieses allí, nada más.

Lo lamenté en cuanto quedó dicho, pero casi estuvo bien. Su sonrisa se esfumó, pero luego reapareció. Como el sol cuando lo tapa una nube pequeña.

estarás allí. Lo que significa que yo también. —Me miró con solemne timidez con el ojo que el flequillo a lo Veronica Lake dejaba visible—. Si me quieres, claro.

—Te quiero con locura.

—Sí, supongo que sí. —Besó la comisura de mi boca—. Y yo te quiero a ti. O sea que nada de mierda y dales las gracias a todos.

—Lo haré. ¿No te da miedo quedarte sola?

—Estaré bien. —En realidad no era una respuesta a mi pregunta, pero era lo mejor que podía dar de sí por el momento.

 

 

6

 

Mike había acertado con lo de las ventas en taquilla. Las entradas para la representación del viernes por la noche se agotaron una hora antes del espectáculo. Donald Bellingham, nuestro director de escena, bajó las luces de la sala a las ocho en punto. Esperaba llevarme un chasco después del original casi sublime con su gran final a tartazos (que pensábamos repetir solo el sábado por la noche, porque el consenso era que queríamos limpiar el escenario de la Alquería —y el primer par de filas— una sola vez), pero ese fue casi igual de bueno. Para mí, el gran momento cómico fue ese maldito caballo bailarín. En un momento dado, el compañero frontal del doctor Ellerton, un entrenador Borman entusiasmado hasta el frenesí, estuvo a punto de tirar a Bertha del escenario llevado por el boogie.

El público creyó que esos veinte o treinta segundos de tumbos entre las candilejas formaban parte del número y aplaudió a rabiar la hazaña. Yo, que sabía la verdad, me descubrí atrapado en una paradoja emocional que probablemente no se repita nunca. Lo presencié entre bambalinas junto a un Donald Bellingham casi paralizado, riendo como un poseso mientras mi corazón aterrorizado amenazaba con salírseme por la boca.

El armónico de la noche llegó durante el bis. Mike y Bobbi Jill salieron al centro del escenario cogidos de la mano. Bobbi Jill miró al público y dijo:

—La señorita Dunhill significa muchísimo para mí, por su bondad y su caridad cristiana. Ella me ayudó cuando necesitaba ayuda, y me animó para que aprendiera lo que vamos a hacer para ustedes ahora. Les agradecemos que hayan venido esta noche para demostrar su caridad cristiana. ¿No es así, Mike?

—Sí —dijo él—. Sois los mejores.

Miró a la izquierda del escenario. Yo señalé a Donald, que estaba inclinado sobre su tocadiscos con el brazo del aparato levantado, listo para caer en el surco. Esa vez el padre de Donald sabría de sobra que su hijo había tomado prestado uno de sus discos de big-band, porque se encontraba entre el público.

Glenn Miller, ese bombardero de antaño, atacó «In the Mood» y, en el escenario, entre palmadas rítmicas del público, Mike Coslaw y Bobbi Jill Allnut bailaron un lindy a reacción, mucho más fervoroso que cualquiera de mis intentos con Sadie o Christy. Era todo juventud, alegría y entusiasmo, y eso lo hacía precioso. Cuando vi que Mike apretaba la mano de Bobbi Jill para indicarle que girase en dirección contraria y se lanzara entre sus piernas, de repente volví a estar en Derry, mirando a Bevvie y Richie.

Todo está cortado por el mismo patrón, pensé. Es un eco tan cercano a la perfección que no puede distinguirse cuál es la voz viva y cuál la fantasmal que regresa.

Por un momento todo estuvo claro, y cuando eso pasa uno ve que el mundo apenas existe en realidad. ¿No lo sabemos todos en secreto? Es un mecanismo perfectamente equilibrado de gritos y ecos que se fingen ruedas y engranajes, un reloj de sueños que repica bajo un cristal de misterio que llamamos vida. ¿Detrás de él? ¿Por debajo y a su alrededor? Caos, tormentas. Hombres con martillos, hombres con navajas, hombres con pistolas. Mujeres que retuercen lo que no pueden dominar y desprecian lo que no pueden entender. Un universo de horror y pérdida que rodea un único escenario iluminado en el que los mortales bailan desafiando a la oscuridad.

Mike y Bobbi Jill bailaron en su tiempo, y su tiempo era 1963, una época de pelos al rape en la nuca, televisores en muebles de madera y rock casero de garaje. Bailaron el día en que el presidente Kennedy prometió firmar un tratado de prohibición de pruebas nucleares y comunicó a los periodistas que no tenía «ninguna intención de permitir que nuestras fuerzas militares queden empantanadas en la enrevesada política y los odios ancestrales del sudeste asiático». Bailaron como habían bailado Bevvie y Richie, como habíamos bailado Sadie y yo, y eran hermosos, y los quise no a pesar de su fragilidad sino por ella. Todavía los quiero.

Acabaron a la perfección, con las manos en alto, la respiración trabajosa y de cara al público, que se puso en pie. Mike les concedió cuarenta segundos enteros para que se dejaran las manos aplaudiendo (es asombroso lo deprisa que las candilejas pueden convertir a un humilde jugador de fútbol en un histrión de tomo y lomo) y después pidió silencio. Al cabo de un rato, le hicieron caso.

—Nuestro director, el señor George Amberson, quiere pronunciar unas palabras. Ha puesto mucho esfuerzo y creatividad en este espectáculo, o sea que espero que lo reciban con un fuerte aplauso.

Salí y me acogió una nueva ovación. Estreché la mano de Mike y di a Bobbi Jill un beso en la mejilla. Se fueron correteando del escenario. Levanté las manos para pedir silencio y empecé con el discurso que había ensayado, diciendo que Sadie no había podido asistir esa noche pero dándoles a todos las gracias de su parte. Todo orador público digno de ese nombre sabe que debe concentrarse en algunos miembros específicos del público, y yo me centré en una pareja de la tercera fila que se parecía de forma llamativa a los abueletes de American Gothic. Eran Fred Miller y Jessica Caltrop, los miembros del consejo escolar que nos habían denegado el uso del gimnasio del instituto con el argumento de que la agresión a Sadie por parte de su ex marido era de mal gusto y debía ignorarse en la medida de lo posible.

Cuando llevaba cuatro frases, unas exclamaciones de sorpresa me interrumpieron. Fueron seguidas de aplausos, aislados al principio, aunque luego arreciaron con rapidez hasta convertirse en una tormenta. El público volvió a levantarse. No tenía ni idea de por qué aplaudían hasta que sentí que una mano liviana y tímida me agarraba el brazo por encima del codo. Me volví y vi que tenía a Sadie junto a mí con su vestido rojo. Se había recogido el pelo hacia arriba, sujeto con una horquilla centelleante. Su cara —los dos lados— quedaba completamente a la vista. Me asombró descubrir que, una vez expuesto del todo, el daño residual no era tan atroz como había temido. Tal vez se desprendiera de ello una verdad universal, pero estaba demasiado atónito para captarla. Cierto, costaba mirar ese hueco profundo e irregular y las marcas discontinuas y descoloridas de los puntos. Lo mismo pasaba con la carne flácida y el tamaño antinatural del ojo izquierdo, que ya no parpadeaba del todo en tándem con el derecho.

Pero sonreía, con esa encantadora sonrisa de un solo lado, y a mis ojos eso la hacía Helena de Troya. La abracé, y ella me devolvió el abrazo, riendo y llorando. Por debajo del vestido, su cuerpo entero vibraba como un cable de alta tensión. Cuando volvimos a situarnos de cara al público, todo el mundo estaba levantado y vitoreando salvo Miller y Caltrop, que miraron a su alrededor, vieron que eran los únicos que aún tenían el culo pegado al asiento e imitaron a regañadientes a los demás.

—Gracias —dijo Sadie cuando se calmaron—. Gracias a todos de todo corazón. Un agradecimiento especial a Ellen Dockerty, que me dijo que si no venía aquí y os miraba a todos a la cara, lo lamentaría el resto de mi vida. Y más que a nadie gracias a…

La más breve de las vacilaciones. Estoy seguro de que el público ni se enteró, lo cual me convertía en el único que sabía lo cerca que había estado Sadie de revelar a quinientas personas mi auténtico nombre.

—… a George Amberson. Te quiero, George.

Con lo cual el teatro se vino abajo, por supuesto. En momentos difíciles, cuando hasta los sabios tienen dudas, las declaraciones de amor nunca fallan.

 

 

7

 

Ellen se llevó a casa a Sadie —que estaba agotada— a las diez y media. Mike y yo apagamos las luces de la Alquería a medianoche y salimos al callejón.

—¿Se viene a la fiesta, señor A.? Al dijo que tendría abierta la cafetería hasta las dos, y ha llevado un par de barriles de cerveza. No tiene permiso para venderla, pero no creo que nadie lo detenga.

—Paso —dije—. Estoy muerto. Nos vemos mañana por la noche, Mike.

Llevé el coche a casa de Deke antes de ir a casa. Estaba sentado en pijama en su porche, fumando una última pipa.

—Una noche bastante especial —dijo.

—Sí.

—Esa joven ha demostrado agallas. Para dar y regalar.

—Es verdad.

—¿Te portarás bien con ella, hijo?

—Lo intentaré.

Asintió.

—Ella se lo merece, después del último. Y de momento estás cumpliendo. —Echó un vistazo a mi Chevy—. Probablemente hoy podrías coger tu coche y aparcar justo delante. Después de esta noche no creo que nadie en el pueblo se inmutara.

Tal vez tuviera razón, pero decidí que más valía prevenir que curar y me eché a caminar, tal y como había hecho tantas otras noches. Necesitaba ese tiempo para calmar mis propias emociones. No paraba de verla a la luz de las candilejas. El vestido rojo. La curva grácil de su cuello. La mejilla lisa… y la irregular.

Cuando llegué a Bee Tree Lane y abrí la puerta, la cama plegable estaba recogida. Me quedé mirándola, desconcertado, sin saber muy bien qué pensar de ello. Entonces Sadie me llamó —por mi nombre real— desde el dormitorio. Muy bajito.

La lámpara estaba encendida y vertía una luz suave sobre sus hombros desnudos y un lado de su cara. Sus ojos estaban luminosos y solemnes.

—Creo que este es tu sitio —dijo—. Quiero que estés aquí. ¿Y tú?

Me quité la ropa y me metí a su lado. Su mano se movió bajo las sábanas, me encontró y me acarició.

—¿Tienes hambre? Tengo bizcocho si quieres.

—Oh, Sadie, me muero de hambre.

—Pues apaga la luz.

 

 

8

 

Esa noche en la cama de Sadie fue la mejor de mi vida; no porque cerrara la puerta de John Clayton, sino porque volvió a abrir la nuestra.

Cuando acabamos de hacer el amor, caí en el primer sueño profundo que había tenido en meses. Desperté a las ocho de la mañana. El sol ya había salido del todo, los Angels cantaban «My Boyfriend’s Back» en la radio de la cocina y olía a beicon frito. Pronto me llamaría a la mesa, pero aún no. Tenía un poco de tiempo.

Me llevé las manos a la nuca y contemplé el techo, ligeramente atónito ante lo estúpido que había sido, lo ciego que había estado casi adrede desde el día en que había permitido que Lee subiera al autobús de Nueva Orleans sin hacer nada por detenerlo. ¿Necesitaba saber si George de Mohrenschildt había tenido algo más que ver con el intento de matar a Edwin Walker que las meras incitaciones a un hombrecillo inestable? Bueno, pues había una manera muy sencilla de averiguarlo, ¿o no?

De Mohrenschildt lo sabía, de modo que se lo preguntaría a él.

 

 

9

 

Sadie comió mejor de lo que había comido desde la noche en que Clayton se coló en su casa, y yo no me quedé muy a la zaga. Juntos dimos buena cuenta de media docena de huevos, con sus tostadas y su beicon. Cuando los platos estuvieron en el fregadero y ella se fumaba un cigarrillo con su segunda taza de café, le dije que quería pedirle una cosa.

—Si es que vaya al espectáculo esta noche, no creo que pueda pasar por eso dos veces.

—Es otra cosa. Pero ya que lo mencionas, ¿qué te dijo Ellie exactamente?

—Que ya iba siendo hora de que dejara de compadecerme de mí misma y volviera al desfile.

—No se anduvo con rodeos.

Sadie se acarició el pelo contra el lado herido de la cara, ese gesto automático.

—La señorita Ellie no es famosa por su delicadeza y su tacto. ¿Si fue un golpe que entrara aquí hecha una fiera para decirme que ya iba siendo hora de que dejara de holgazanear? Lo fue. ¿Tenía razón ella? La tenía. —Dejó de acariciarse el pelo y se lo retiró de repente con el canto de la mano—. Este es el aspecto que voy a tener a partir de ahora, con algunas mejoras, o sea que más vale que me vaya acostumbrando. Sadie va a descubrir si es cierto el viejo dicho de que la belleza es solo superficial.

—De eso quería hablarte.

—Vale. —Expulsó el humo por la nariz.

—Supón que pudiera llevarte a un sitio donde los médicos serían capaces de arreglar los daños de tu cara… no a la perfección pero mucho mejor de lo que jamás podrían el doctor Ellerton y su equipo. ¿Irías? ¿Aunque supieras que nunca podríamos volver aquí?

Arrugó el entrecejo.

—¿Estamos hablando hipotéticamente?

—En realidad, no.

Aplastó su colilla con lentitud y parsimonia, reflexionando.

—¿Esto es como lo de la señorita Mimi cuando fue a México buscando tratamientos experimentales para el cáncer? Porque no creo…

—Hablo de Estados Unidos, cariño.

—Bueno, si es en Estados Unidos, no entiendo por qué no podríamos…

—Ahí va el resto: puede que yo tenga que ir. Con o sin ti.

—¿Y no volver nunca? —Parecía alarmada.

—Nunca. Ninguno de los dos podríamos volver, por motivos que son difíciles de explicar. Imagino que creerás que estoy loco.

—Sé que no. —Había inquietud en sus ojos, pero habló sin vacilar.

—Tal vez deba hacer algo que me dejará en muy mal lugar ante las fuerzas del orden. No es algo malo, pero nadie lo creería nunca.

—Eso es… Jake, ¿esto tiene algo que ver con lo que me contaste de Adlai Stevenson? ¿Lo que dijo sobre que se helaría el infierno?

—En cierto modo. La cuestión es que, aunque pueda hacer lo que tengo que hacer sin que me pillen, y creo que puedo, eso no cambia tu situación. Seguirás teniendo cicatrices en la cara en mayor o menor grado. En ese sitio al que puedo llevarte, hay recursos médicos con los que Ellerton solo podría soñar.

—Pero no podríamos regresar jamás. —No hablaba conmigo, intentaba aclararse.

—No. —Entre otras cosas, si volvíamos al 9 de septiembre de 1958, la versión original de Sadie Dunhill ya existiría. Ese era un rompecabezas que no quería ni siquiera plantearme.

Sadie se levantó y se acercó a la ventana. Estuvo allí de espaldas a mí durante mucho rato. Esperé.

—¿Jake?

—Sí, cariño.

—¿Puedes predecir el futuro? Puedes, ¿verdad?

No dije nada.

Con un hilo de voz, me preguntó:

—¿Vienes del futuro?

No dije nada.

Se volvió hacia mí. Tenía la cara muy pálida.

—Jake, responde.

—Sí. —Fue como quitarme una piedra de treinta y cinco kilos de encima del pecho. Al mismo tiempo estaba aterrorizado. Por los dos, pero sobre todo por ella.

—¿De… de cuándo?

—Cariño, ¿estás segura de…?

—Sí. ¿De cuándo?

—De dentro de casi cuarenta y ocho años.

—¿Yo estoy… muerta?

—No lo sé. No quiero saberlo. Esto es ahora. Y esto somos nosotros.

Sadie reflexionó. La piel que rodeaba las marcas rojas de sus heridas se había puesto muy blanca y me daban ganas de acercarme y reconfortarla, pero tenía miedo de moverme. ¿Y si gritaba y se iba corriendo?

—¿Por qué has venido?

—Para impedir que un hombre haga algo. Lo mataré si hace falta. Eso, si puedo asegurarme sin sombra de duda de que merece morir. Hasta la fecha no he podido.

—¿Qué es ese algo?

—Dentro de cuatro meses, estoy bastante seguro de que matará al presidente. Va a matar a John Ken…

Vi que sus rodillas empezaban a ceder, pero logró aguantar de pie justo lo suficiente para permitirme que la atrapara antes de caer.

 

 

10

 

La llevé al dormitorio y fui al baño para mojar un paño con agua fría. Cuando volví, ya tenía los ojos abiertos. Me miró con una expresión que no supe descifrar.

—No tendría que habértelo dicho.

—A lo mejor no —dijo ella, pero no se apartó cuando me senté a su lado en la cama, y emitió un leve suspiro de placer cuando empecé a acariciarle la cara con la tela fría, haciendo un desvío alrededor del lugar herido, del que había desaparecido toda sensación salvo un dolor sordo y profundo. Cuando acabé, me miró con solemnidad—. Dime algo que vaya a pasar. Me parece que, si quieres que te crea, tienes que hacerlo. Algo como lo de Adlai Stevenson y el infierno que se hiela.

—No puedo. Me licencié en filología, no en historia estadounidense. Estudié la historia de Maine en el instituto, era obligatoria, pero de Texas no sé casi nada. No… —Pero caí en la cuenta de que sí sabía una cosa. Sabía la última entrada de la sección de apuestas del cuaderno de Al Templeton, porque la había consultado dos veces para asegurarme. «Por si necesitas una última transfusión de dinero», había escrito.

—¿Jake?

—Sé quién va a ganar un combate de boxeo en el Madison Square Garden el mes que viene. Se llama Tom Case, y noqueará a Dick Tiger en el quinto asalto. Si eso no pasa, supongo que eres libre de llamar a los hombres de las batas blancas. Pero ¿puedes mantenerlo entre nosotros hasta entonces? Hay mucho en juego.

—Sí. Eso puedo hacerlo.

 

 

11

 

Casi esperaba que Deke o la señorita Ellie, después de la representación de la segunda noche, me llevasen aparte con cara de circunstancias para decirme que habían recibido una llamada de Sadie diciendo que yo había perdido la chaveta. Pero eso no sucedió y, cuando volví a su casa, encontré una nota en la mesa que decía: «Despiértame si quieres un resopón de medianoche».

No era medianoche —por poco— ni ella estaba dormida. Los siguientes cuarenta minutos o así fueron muy agradables. Después, a oscuras, me dijo:

—No tengo que decidir nada ahora mismo, ¿verdad?

—No.

—Y no tenemos que hablar de esto ahora mismo.

—No.

—A lo mejor después del combate que me dijiste.

—A lo mejor.

—Te creo, Jake. No sé si eso significa que estoy loca o no, pero es verdad. Y te quiero.

—Yo también te quiero.

Sus ojos resplandecían en la oscuridad; el que era bello y tenía forma de almendra y el que estaba torcido pero aún veía.

—No quiero que te pase nada, y no quiero que hagas daño a nadie a menos que sea absolutamente necesario. Y nunca por error. Nunca jamás. ¿Lo prometes?

—Sí. —Me fue fácil. Ese era el motivo de que Lee Oswald todavía respirase.

—¿Tendrás cuidado?

—Sí. Tendré mucho…

Detuvo mi boca con un beso.

—Porque me da igual de dónde vengas, para mí no hay futuro sin ti. Y ahora, vamos a dormir.

 

 

12

 

Pensé que retomaríamos la conversación por la mañana. No tenía ni idea de qué —o sea, cuánto— le contaría cuando lo hiciéramos, pero al final no tuve que explicarle nada, porque no me preguntó. En vez de eso quiso saber cuánto había recaudado la Gala Benéfica de Sadie Dunhill. Cuando le respondí que un poco más de tres mil dólares, sumando a la taquilla el contenido de la hucha de donaciones del vestíbulo, echó la cabeza atrás y emitió una preciosa carcajada gutural. Tres mil no cubrirían todas sus facturas, pero valía un millón solo oírla reír… y no oír algo del estilo de «¿Para qué molestarse, cuando puedo hacer que se ocupen en el futuro?». Porque no estaba del todo seguro de que ella quisiera ir, aunque de verdad me creyese, y tampoco estaba seguro de querer llevármela.

Quería estar con ella, sí. Todo lo cerca de para siempre que les es dado a los hombres. Pero tal vez fuera mejor en el 63… y todos los años que Dios o la Providencia nos dieran después del 63. Podríamos estar mejor. Podía imaginármela perdida en 2011, mirando los pantalones de cintura baja y los monitores de ordenador con asombro y desasosiego. Yo nunca le pegaría ni le gritaría —no, a Sadie no—, pero aun así podría convertirse en mi Marina Prusakova, viviendo en un lugar extraño y exiliada de su patria para siempre.

 

 

13

 

Había una persona en Jodie que tal vez sabría cómo podía sacar partido a la última entrada en las apuestas de Al. Se trataba de Freddy Quinlan, el agente inmobiliario. Cada semana organizaba en su casa una timba de póquer de a cuarto de dólar la apuesta, y yo había asistido un par de veces. Durante varias de esas partidas fanfarroneó sobre sus hazañas en materia de apuestas en dos ámbitos: el fútbol americano profesional y el Torneo Estatal de Baloncesto de Texas. Me recibió en su despacho solo porque, según dijo, hacía demasiado calor para jugar al golf.

—¿De qué estamos hablando, George? ¿Una apuesta mediana o tiramos la casa por la ventana?

—Estaba pensando en quinientos dólares.

Silbó y después se recostó en su silla y entrelazó las manos sobre su incipiente barriga. Solo eran las nueve de la mañana, pero el aire acondicionado estaba a tope. Las pilas de folletos de promociones inmobiliarias ondeaban bajo su gélida corriente.

—Eso es mucha pasta. ¿Puedo apuntarme a una buena jugada?

Como me estaba haciendo el favor —por lo menos eso esperaba— se lo conté. Alzó tanto las cejas que corrieron el peligro de juntarse con su pelo a pesar de las entradas.

—¡Madre mía! ¿Por qué no tiras el dinero por la alcantarilla y listos?

—Tengo un presentimiento, nada más.

—George, hazme caso, sé lo que digo. El combate Case-Tiger no es un encuentro deportivo, sino un globo sonda para ese nuevo invento de la televisión de circuito cerrado. Tal vez haya un par de peleas decentes entre los segundones, pero el combate principal es un chiste. Tiger tendrá instrucciones de aguantar al pobre abuelo durante siete u ocho asaltos y luego ya podrá mandarlo a dormir. A menos…

Se inclinó hacia delante. Su silla emitió un desagradable ruido sordo desde algún lugar de la parte de abajo.

—A menos que sepas algo. —Volvió a recostarse y apretó los labios—. Pero ¿cómo ibas a saberlo? Vives en Jodie, por los clavos de Cristo. Pero si lo supieras, se lo contarías a un colega, ¿verdad?

—No sé nada —dije, mintiéndole a la cara (y con mucho gusto)—. Es solo un presentimiento, pero la última vez que tuve uno tan fuerte aposté a que los Piratas vencían a los Yankees en la Serie Mundial, y me gané un pastón.

—Muy bonito, pero ya sabes lo que dicen: hasta un reloj parado da bien la hora dos veces al día.

—¿Me puedes ayudar o no, Freddy?

Me dedicó una sonrisa reconfortante que decía que el tonto y su dinero bien pronto se dirían adiós.

—Hay un tipo en Dallas que estaría encantado de aceptar una apuesta de ese calibre. Se llama Akiva Roth. Lo encontrarás en la Financiera Faith de Greenville Avenue. Heredó el negocio de su padre hará unos cinco o seis años. —Bajó la voz—. Se dice que está en tratos con la mafia. —Bajó la voz más aun—. Carlos Marcello.

Eso era exactamente lo que me temía, porque eso mismo se había dicho de Eduardo Gutierrez. Volví a pensar en el Lincoln con matrícula de Florida aparcado delante de la casa de apuestas.

—No estoy seguro de querer que me vean entrar en un sitio como ese. Es posible que quiera volver a enseñar, y al menos dos miembros del consejo escolar ya me tienen atravesado.

—Podrías probar con Frank Frati, en Fort Worth. Tiene una casa de empeños. —La silla volvió a hacer ese ruido cuando se inclinó hacia delante para verme mejor la cara—. ¿He dicho algo malo? ¿O es que te has tragado una mosca?

—No, nada. Es solo que conocí a un Frati una vez. Que también tenía una casa de empeños y llevaba apuestas.

—Probablemente procedan del mismo clan de prestamistas de Rumanía. En cualquier caso, él podría absorber esos quinientos, sobre todo para una apuesta de primo como es esta. Pero no te dará los beneficios que mereces. Claro que de Roth tampoco los conseguirías, pero se estiraría algo más que Frank Frati.

—Pero con Frank me libro de la relación con la mafia, ¿verdad?

—Supongo, pero ¿quién puede estar seguro? Los corredores de apuestas, hasta los que trabajan a tiempo parcial, no son conocidos por sus contactos comerciales de altos vuelos.

—Probablemente debería aceptar tu consejo y quedarme con mi dinero.

Quinlan parecía horrorizado.

—No, no, no, no lo hagas. Apuesta a que los Osos ganan la NFC. Así te forrarás. Prácticamente te lo garantizo.

 

 

14

 

El 22 de julio le dije a Sadie que tenía que ocuparme de unos asuntos en Dallas y que le había pedido a Deke que pasara a verla. Me contestó que no hacía falta, que estaría bien. Empezaba a ser la de antes. Poquito a poco, sí, pero empezaba.

No me hizo preguntas sobre la naturaleza de mis asuntos.

Mi parada inicial fue el First Corn, donde abrí mi caja de seguridad y repasé tres veces las notas de Al para asegurarme de que recordaba correctamente lo que creía recordar. Y sí, Tom Case iba a ser el inesperado ganador, al noquear a Dick Tiger en el quinto. Al debía de haber encontrado el combate en internet, porque se había ausentado de Dallas —y los sensacionales sesenta— mucho antes.

—¿Le puedo ayudar en algo más, señor Amberson? —preguntó mi banquero mientras me acompañaba a la puerta.

Bueno, podrías rezar una pequeña oración para que mi viejo amigo Al Templeton no se tragase una bola de internet.

—Tal vez sí. ¿Sabe dónde puedo encontrar una tienda de disfraces? Me toca hacer de mago en el cumpleaños de mi sobrino.

La secretaria del señor Link, tras una breve consulta a las Páginas Amarillas, me remitió a una dirección de Young Street. Allí compré lo que necesitaba. Lo guardé en mi piso de Neely Oeste; ya que pagaba el alquiler, al menos lo aprovecharía para algo. También dejé mi revólver, en el estante superior del armario. El micrófono, que había retirado de la lámpara de arriba, acabó en la guantera de mi coche, junto con la pequeña e ingeniosa grabadora japonesa. Los tiraría a los matorrales en el camino de vuelta a Jodie. Ya no me servían. No habían vuelto a alquilar el piso de arriba, y en la casa reinaba un silencio inquietante.

Antes de dejar Neely Street, pasé por el patio lateral vallado, donde, apenas tres meses antes, Marina había sacado fotos de Lee con su fusil. No había nada que ver, solo tierra apisonada y unas cuantas malas hierbas. Entonces, cuando me daba la vuelta para partir, que vi algo: un destello rojo bajo la escalera de entrada. Era un sonajero de bebé. Lo cogí y lo metí en la guantera de mi Chevy, junto al micrófono, pero, a diferencia de este, lo conservé. No sé por qué.

 

 

15

 

Mi siguiente parada era la enorme finca de Simpson Stuart Road donde George de Mohrenschildt vivía con su mujer, Jeanne. En cuanto la vi, la descarté para el encuentro que había planeado. Para empezar, no podría estar seguro de cuándo Jeanne estaba en casa y cuándo no, y esa conversación en concreto tenía que ser estrictamente entre machotes. Además, no estaba lo bastante aislada. El colegio Paul Quinn, un centro solo para negros, quedaba cerca, y debían de haber empezado los cursos de verano. No había manadas de niños, pero vi pasar a bastantes, unos caminando y otros en bici. No se avenía con mis propósitos. Era posible que nuestra charla se volviera ruidosa. Era posible que no fuera en absoluto una charla, por lo menos en el sentido del diccionario.

Algo me llamó la atención. Estaba en el amplio jardín delantero de los De Mohrenschildt, donde los aspersores lanzaban elegantes chorros por los aires y creaban arcoíris que parecían lo bastante pequeños para metértelos en el bolsillo. 1963 no era año de elecciones, pero a principios de abril —justo por las fechas en las que alguien había disparado al general Edwin Walker— el representante del Distrito Quinto había padecido un infarto fulminante. El 6 de agosto se celebraría una elección extraordinaria para ocupar su escaño.

El cartel rezaba: ¡VOTA A JENKINS PARA EL 5.º DISTRITO! ¡ROBERT «ROBBIE» JENKINS, EL CABALLERO BLANCO DE DALLAS!

Según los periódicos, Jenkins se merecía ese título y más, pues era un derechista de la misma cuerda de Walker y su consejero espiritual, Billy James Hargis. Robbie Jenkins defendía los derechos de los estados, las escuelas separadas pero iguales y la reinstauración del bloqueo de la Crisis de los Misiles en torno a Cuba. La misma Cuba que De Mohrenschildt había llamado «esa isla preciosa». El cartel reforzaba una poderosa sensación que yo ya había desarrollado acerca de De Mohrenschildt. Era un diletante que, en el fondo, no tenía ninguna opinión política. Apoyaría a cualquiera que le divirtiese o que pusiera dinero en su bolsillo. Lee Oswald no podía hacer eso último —era tan pobre que hacía que las ratas pareciesen ricachonas—, pero su dedicación al socialismo, tan seria, combinada con sus grandilocuentes ambiciones personales, había ofrecido a De Mohrenschildt ración doble de lo primero.

Una deducción parecía obvia: Lee nunca había pisado el césped o ensuciado las alfombras de esa casa con sus pies de pobretón. Esa era la otra vida de De Mohrenschildt… o una de ellas. Tenía la sensación de que podía tener varias, que mantenía en diversos compartimientos estancos. Pero todo eso no respondía a la pregunta esencial: ¿estaba tan aburrido que había acompañado a Lee en su misión de asesinar al monstruo fascista Edwin Walker? No lo conocía lo bastante bien para hacer una conjetura fundamentada.

Pero lo conocería. Estaba decidido.

 

 

16

 

El cartel de la ventana de la casa de empeños de Frank Frati decía BIENVENIDOS A LA CENTRAL DE LA GUITARRA, y había muchas en el escaparate: acústicas, eléctricas, de doce cuerdas y una con doble mástil que me recordaba a algo que había visto en un vídeo de Mötley Crüe. Por supuesto, también había todos los demás detritos de las vidas estropeadas: anillos, broches, collares, radios, pequeños electrodomésticos. La mujer que me atendió estaba escuálida en vez de gorda, llevaba pantalones y una blusa Ship N Shore en vez de vestido púrpura y mocasines, pero la cara impasible era la misma que la de la mujer que había conocido en Derry, y las palabras que oí salir de mis labios fueron las mismas que entonces. O por lo menos unas bastante parecidas.

—Me gustaría comentar una propuesta de negocios de índole deportiva y bastante grande con el señor Frati.

—¿Sí? ¿Eso, cuando llega a casa y se quita el maquillaje, es una apuesta?

—¿Es usted policía?

—Sí, soy el jefe Curry de la Policía de Dallas. ¿No lo ha notado por las gafas y los mofletes?

—No veo gafas ni mofletes, señora.

—Eso es porque voy de incógnito. ¿A qué quiere apostar en mitad del verano, amigo? No hay nada a lo que apostar.

—Case-Tiger.

—¿Qué boxeador?

—Case.

Puso los ojos en blanco y después gritó por encima del hombro:

—Será mejor que salgas, papá, aquí hay un pardillo.

Frank Frati doblaba al menos en edad a Chaz Frati, pero aun así se le parecía. Eran parientes, por supuesto que sí. Si mencionaba que una vez había hecho una apuesta con un tal señor Frati de Derry, Maine, no me cabía duda de que podíamos tener una agradable charla sobre lo pequeño que era el mundo.

En vez de eso, pasé directamente a las negociaciones. ¿Podía apostar quinientos dólares a que Tom Case ganaba su combate con Dick Tiger en el Madison Square Garden?

—Sí, señor —dijo Frati—. También podría meterse un hierro de marcar al rojo por el trasero, pero ¿para qué iba a hacerlo?

Su hija soltó una breve risotada estridente.

—¿Qué clase de cuota me ofrecería?

Miró a la hija. Ella levantó las manos. Dos dedos se alzaron en la izquierda, uno en la derecha.

—¿Dos a uno? Eso es ridículo.

—La vida es ridícula, amigo mío. Vaya a ver una obra de Ionesco si no me cree. Le recomiendo Víctimas del deber.

Bueno, al menos no me llamaba «primo», como había hecho su primero de Derry.

—Trabaje un poco conmigo en esto, señor Frati.

Él cogió una Epiphone Hummingbird acústica y empezó a afinarla. Lo hizo a una velocidad sobrenatural.

—Deme algo con lo que trabajar, entonces, o tire para Dallas. Hay un sitio llamado…

—Ya conozco el sitio de Dallas. Prefiero Fort Worth. Antes vivía aquí.

—La decisión de mudarse es más sensata que la de apostar por Tom Case.

—¿Qué me dice de que Case gane por KO en algún momento de los siete primeros asaltos? ¿Qué me daría por eso?

Miró a la hija. Esa vez levantó tres dedos en la mano izquierda.

—¿Y Case por KO en los cinco primeros?

La chica recapacitó y luego alzó un cuarto dedo. Decidí no tirar más de la cuerda. Escribí mi nombre en su cuaderno y le enseñé mi carnet de conducir, con el pulgar encima de la dirección de Jodie, tal y como había hecho cuando aposté por los Piratas en la Financiera Faith hacía casi tres años. Después entregué mi dinero, que venía a ser una cuarta parte del efectivo que me quedaba, y me guardé el recibo en la cartera. Dos mil bastarían para costear una temporada más los gastos de Sadie y mantenerme durante el resto de mi estancia en Texas. Además, tenía tan pocas ganas de extorsionar a ese Frati como a Chaz, aunque aquel me hubiera echado encima a Bill Turcotte.

—Volveré el día después del baile —dije—. Tenga preparado mi dinero.

La hija se rió y se encendió un cigarrillo.

—¿No es eso lo que le dijo la corista al arzobispo?

—¿No se llamará Marjorie, por causalidad? —pregunté.

Se quedó paralizada con el pitillo delante y una columna de humo saliendo de entre sus labios.

—¿Cómo lo ha sabido? —Vio mi expresión y se rió—. Me llamo Wanda, campeón. Espero que se le dé mejor apostar que adivinar nombres.

Mientras volvía a mi coche, esperé lo mismo.