CAPÍTULO 25

 

 

1

 

La mañana del 5 de agosto me quedé con Sadie hasta que la subieron a una camilla y se la llevaron al quirófano. Allí la esperaba el doctor Ellerton, acompañado de médicos suficientes para formar un equipo de baloncesto. A Sadie le brillaban los ojos por la anestesia.

—Deséame suerte.

Me incliné y la besé.

—Toda la suerte del mundo.

Pasaron tres horas antes de que la llevaran de vuelta a la habitación —la misma, con el mismo cuadro en la pared y el mismo retrete canijo—, dormida como un tronco y roncando, con el lado izquierdo de la cara cubierto por un vendaje nuevo. La llevaba Rhonda McGinley, la enfermera de los hombros de jugador de fútbol americano. Me dejó quedarme con ella hasta que recuperó un poco la conciencia, lo que suponía una gran infracción de las normas. Los horarios de visitas son más estrictos en la Tierra de Antaño. A menos que le hayas caído en gracia a la enfermera jefe, se entiende.

—¿Cómo estás? —pregunté mientras le asía la mano.

—Me duele. Y tengo sueño.

—Pues duérmete, cariño.

—A lo mejor la próxima vez… —Sus palabras se difuminaron en un aterciopelado siseo. Se le cerraron los ojos, pero les obligó a abrirse con un esfuerzo— irá mejor. En tu tierra.

Luego se quedó dormida, y me dejó algo en lo que pensar.

Cuando volví al mostrador de las enfermeras, Rhonda me dijo que el doctor Ellerton me esperaba abajo, en la cafetería.

—La tendremos ingresada esta noche y es probable que también mañana —explicó—. Lo último que queremos es que desarrolle cualquier clase de infección. —(Más tarde recordaría eso, por supuesto; uno de esos detalles que resulta divertido, pero no mucho.)

—¿Cómo ha ido?

—Todo lo bien que cabía esperar, pero los daños que causó Clayton fueron muy graves. Dependiendo de la recuperación, programaré la segunda tanda para noviembre o diciembre. —Encendió un cigarrillo, exhaló humo y añadió—: Este es un equipo quirúrgico magnífico, y haremos todo lo que podamos… pero hay límites.

—Sí. Lo sé. —Estaba bastante seguro de saber otra cosa, además: no habría más operaciones. Por lo menos allí. La siguiente ocasión en que Sadie se las viera con el bisturí, no sería un bisturí, sino un láser.

En mi tierra.

 

 

2

 

Las pequeñas economías siempre se vuelven contra ti. Había hecho quitar el teléfono de mi piso de Neely Street para ahorrar ocho o diez dólares al mes, y ahora lo necesitaba. Pero a cuatro manzanas había una tienda U-Tote-M con una cabina de teléfono junto a la nevera de la Coca-Cola. Tenía el número de De Mohrenschildt en un trozo de papel. Eché una moneda y marqué.

—Residencia de los De Mohrenschildt, ¿en qué puedo ayudarle? —No era la voz de Jeanne. Una doncella, probablemente; ¿de dónde sacaba la pasta esa familia?

—Me gustaría hablar con George, por favor.

—Me temo que está en la oficina, señor.

Saqué un bolígrafo del bolsillo de la camisa.

—¿Puede darme el número?

—Sí, señor. Chapel 5-6323.

—Gracias. —Lo apunté en el dorso de mi mano.

—¿Quiere que le deje un recado, por si no lo encuentra, señor?

Colgué. Empezaba a envolverme de nuevo ese escalofrío. Lo recibí con satisfacción. Si alguna vez había necesitado fría claridad, era entonces.

Eché otra moneda y esa vez hablé con una secretaria que me informó de que había llamado a la Centrex Corporation. Le dije que quería hablar con el señor De Mohrenschildt. Ella, por supuesto, quiso saber por qué.

—Dígale que es acerca de Jean-Claude Duvalier y Lee Oswald. Dígale que es por su interés.

—¿Su nombre, señor?

Puddentane no colaría allí.

—John Lennon.

—Espere un momento, por favor, señor Lennon, veré si puede ponerse.

No hubo música enlatada, lo que en general me pareció una mejora. Me apoyé en la pared de la caldeada cabina y contemplé el cartel de SI FUMA, ENCIENDA EL VENTILADOR. No fumaba, pero encendí el ventilador de todas formas. No ayudó mucho.

Sonó en mi oído un chasquido lo bastante fuerte para sobresaltarme, y la secretaria dijo:

—Tiene línea, señor D.

—¿Hola? —Esa voz tonante y jovial de actor—. ¿Hola? ¿Señor Lennon?

—Hola. ¿Esta línea es segura?

—¿Qué quie…? Por supuesto que lo es. Espere un segundo, cerraré la puerta.

Se produjo una pausa, y luego volvió a ponerse.

—¿De qué se trata?

—De Haití, amigo mío. Y de concesiones petrolíferas.

—¿Qué pasa con Monsieur Duvalier y el tal Oswald? —No había preocupación en su voz, solo alegre curiosidad.

—Venga, los conoce a los dos mucho mejor de lo que aparenta —dije—. Llámeles Baby Doc y Lee, no se corte.

—Hoy estoy muy ocupado, señor Lennon. Si no me explica de qué se trata, me temo que tendré que…

—Baby Doc puede aprobar las concesiones petrolíferas en Haití que usted lleva esperando los últimos cinco años. Y usted lo sabe; es la mano derecha de su padre, dirige a los tonton macoute y está el primero en la línea de sucesión de la gran poltrona. Usted le cae bien, y a nosotros también nos cae bien…

De Mohrenschildt empezó a hablar menos como un actor y más como un tipo real.

—Cuando dice «nosotros», ¿se refiere a…?

—Nos cae bien a todos, De Mohrenschildt, pero nos preocupa su asociación con Oswald.

—¡Jesús, si apenas lo conozco! ¡Hace seis u ocho meses que no lo veo!

—Lo vio el Domingo de Pascua. Le llevó a su hijita un conejo de peluche.

Una pausa muy larga. Después:

—De acuerdo, es verdad. Me había olvidado de eso.

—¿Se había olvidado de que alguien disparó contra Edwin Walker?

—¿Qué tiene que ver eso conmigo? ¿O con mis negocios? —Su perpleja indignación resultaba casi imposible de poner en duda. Palabra clave: «casi».

—Venga, vamos —dije—. Acusó a Oswald de hacerlo.

¡Era una broma, joder!

Le di dos segundos, y dije:

—¿Sabe para qué compañía trabajo, De Mohrenschildt? Le daré una pista: no es Standard Oil.

Hubo un silencio en la línea mientras De Mohrenschildt repasaba las trolas que le había soltado hasta el momento. Solo que no eran trolas, no del todo. Le había dicho lo del conejo de peluche, y había aludido a la broma de «¿Cómo has podido fallar?» que había hecho después de que su mujer viera el fusil. La conclusión estaba bastante clara. Mi compañía era La Compañía, y la única cuestión que De Mohrenschildt tenía en la cabeza en ese momento —esperaba yo— era qué partes más de su sin duda interesante vida habíamos espiado.

—Esto es un malentendido, señor Lennon.

—Espero por su bien que lo sea, porque a nosotros nos parece que podría haberle usted incitado a disparar. Insistiendo sin parar sobre lo racista que es Walker y que si va a ser el siguiente Hitler americano.

—¡Eso es totalmente falso!

No hice caso.

—Pero esa no es nuestra principal preocupación. Nuestra principal preocupación es que pudiera haber usted acompañado al señor Oswald en su «gestión» del 10 de abril.

Ach, mein Gott! ¡Eso es una locura!

—Si puede demostrarlo, y si promete mantenerse alejado del inestable señor Oswald en el futuro…

—¡Está en Nueva Orleans, por el amor de Dios!

—Cállese —dije—. Sabemos dónde está y lo que hace. Repartir panfletos de Juego Limpio con Cuba. Si no para pronto, acabará en la cárcel. —Y así sería, en menos de una semana. Su tío Dutz, el que tenía relación con Carlos Marcello, pagaría su fianza—. Volverá a Dallas bien pronto, pero usted no lo verá. Su jueguecillo ha terminado.

—Le digo que yo nunca…

—Esas concesiones aún pueden ser suyas, pero no lo serán a menos que pueda demostrar que no estuvo con Oswald el 10 de abril. ¿Puede?

—De… déjeme pensar. —Se produjo una larga pausa—. Sí. Sí, creo que puedo.

—Entonces veámonos.

—¿Cuándo?

—Esta noche. A las nueve en punto. Debo dar parte a ciertas personas, y estarían muy disgustadas conmigo si le concediera tiempo para montar una coartada.

—Venga a casa. Mandaré a Jeanne a ver una película con sus amigas.

—Tengo otro lugar en mente. Y no necesitará señas para encontrarlo. —Le dije lo que tenía pensado.

—¿Por qué allí? —Su perplejidad parecía sincera.

—Vaya y punto. Y si no quiere que los Duvalier père y fils se enfaden mucho con usted, amigo mío, vaya solo.

Colgué.

 

 

3

 

Volvía a estar en el hospital a las seis, como un clavo, y estuve con Sadie durante media hora. La encontré con la cabeza despejada, y afirmó que no le dolía demasiado. A las seis y media la besé en la mejilla buena y le dije que tenía que irme.

—¿Tus negocios? —preguntó—. ¿Tus negocios reales?

—Sí.

—Que nadie salga malparado si no es absolutamente necesario. ¿De acuerdo?

Asentí.

—Y nunca por error.

—Ándate con cuidado.

—Con pies de plomo.

Intentó sonreír. El gesto se convirtió en una mueca cuando sintió el tirón de la carne recién despellejada del lado izquierdo de su cara. Sus ojos miraron por encima de mi hombro. Me giré y vi a Deke y Ellie en el umbral. Llevaban sus mejores galas: Deke traje ligero, corbata de lazo y sombrero de cowboy de ciudad; Ellie un vestido rosa de seda.

—Podemos esperar, si queréis —dijo Ellie.

—No, pasad. Yo ya me iba. Pero no os quedéis mucho, está cansada.

Besé a Sadie dos veces: labios secos y frente húmeda. Después fui con el coche hasta Neely Oeste Street, donde extendí lo que había comprado en la tienda de disfraces y artículos de broma. Trabajé poco a poco y con cuidado delante del espejo del baño, consultando constantemente las instrucciones y deseando que Sadie estuviera allí para ayudarme.

No me preocupaba que De Mohrenschildt me viera y dijese «¿No le he visto en alguna parte?»; lo que quería era asegurarme de que no reconociera a «John Lennon» más adelante. Según lo creíble que me pareciera, quizá tendría que volver a hablar con él. En ese caso, quería pillarlo por sorpresa.

Primero me pegué el bigote. Era un bigote poblado que me hacía parecer un forajido de un western de John Ford. Luego vino el maquillaje que me puse en la cara y las manos para darme un bronceado de ranchero. A continuación unas gafas con montura de carey y cristales planos. Había considerado por un momento la posibilidad de teñirme el pelo, pero eso habría creado un paralelismo con John Clayton que no podía afrontar. En lugar de eso me calé una gorra de los Bullets de San Antonio. Cuando acabé, apenas me reconocía en el espejo.

—Que nadie salga malparado a menos que sea absolutamente imprescindible —dije al desconocido del espejo—. Y nunca por error. ¿Lo tenemos claro?

El desconocido asintió, pero los ojos tras las gafas falsas eran fríos.

Lo último que hice antes de partir fue bajar mi revólver del estante del armario y metérmelo en el bolsillo.

 

 

4

 

Llegué al aparcamiento desierto del final de Mercedes Street con veinte minutos de adelanto, pero De Mohrenschildt ya estaba allí, con su Cadillac hortera encajado contra la pared trasera de ladrillo del almacén de Montgomery Ward. Eso significaba que estaba nervioso. Excelente.

Miré a mi alrededor, casi esperando ver a las niñas de la comba, pero, por supuesto, ya se habían recogido por esa noche; posiblemente dormían y soñaban con Charlie Chaplin recorriendo Francia para ver a las damas que danzan.

Aparqué cerca del yate de De Mohrenschildt, bajé la ventanilla, saqué la mano izquierda y curvé el dedo índice para indicarle que se acercase. Por un momento De Mohrenschildt se quedó donde estaba, como si dudase. Después salió. No había ni rastro de los andares de gallito. Parecía asustado y huidizo. Eso también era excelente. En una mano llevaba una carpeta. Por lo plana que parecía, no había gran cosa dentro. Esperaba que no fuese un mero adorno. Si lo era, íbamos a bailar, y no sería el lindy-hop.

Abrió la puerta, se asomó dentro y dijo:

—Oiga, no me irá a pegar un tiro ni nada, ¿verdad?

—No —respondí, esperando sonar a aburrido—. Si fuera del FBI a lo mejor tendría que preocuparse por eso, pero no lo soy y usted lo sabe. Ya ha hecho negocios con nosotros. —Esperaba de todo corazón que las notas de Al estuvieran en lo cierto.

—¿Lleva algún micrófono este coche? ¿O usted?

—Si tiene cuidado con lo que dice, no tendrá que preocuparse por nada, ¿verdad? Ahora, entre.

Lo hizo y cerró la puerta.

—Sobre esas concesiones…

—Ese tema puede tratarlo en otro momento, con otras personas. El petróleo no es mi especialidad. Mi especialidad es ocuparme de quienes se comportan de forma indiscreta, y su relación con Oswald ha sido muy indiscreta.

—Tenía curiosidad, nada más. Es un hombre que ha conseguido desertar e irse a Rusia, para luego desertar otra vez y volver a Estados Unidos. Es un cateto a medio educar, pero tiene una maña sorprendente. Además… —Carraspeó—. Tengo un amigo que quiere follarse a su mujer.

—Eso ya lo sabemos —dije, pensando en Bouhe: un George más en un desfile al parecer interminable de ellos—. Lo único que me interesa es asegurarme de que no tuvo usted nada que ver con ese intento chapucero de matar a Walker.

—Mire esto. Lo he sacado del libro de recortes de mi mujer.

Abrió la carpeta, sacó la página solitaria de prensa que contenía y me la pasó. Encendí la luz del techo del Chevy con la esperanza de que mi bronceado no se delatara como el maquillaje que era. Aunque, bien pensado, ¿qué más daba? A De Mohrenschildt le parecería una estratagema de espías más.

La hoja era del Morning News del 12 de abril. Conocía la sección; EN LA CIUDAD era leída probablemente con mucho mayor detenimiento por la mayoría de los habitantes de Dallas que las noticias nacionales e internacionales. Había nombres en negrita a mansalva y montones de fotos de hombres y mujeres vestidos de gala. De Mohrenschildt había usado tinta roja para rodear un breve a media altura de la página. En la imagen que lo acompañaba, George y Jeanne eran inconfundibles. Él iba de esmoquin y lucía una sonrisa que parecía enseñar tantos dientes como teclas tiene un piano. Jeanne mostraba un canalillo de vértigo, que la tercera persona de la mesa parecía observar con atención. Los tres sostenían en alto copas de champán.

—Esto es del periódico del viernes —observé—. El disparo contra Walker fue un miércoles.

—Estos artículos de «En la ciudad» siempre salen con dos días de retraso. Porque hablan de la vida nocturna, ¿comprende? Además… no mire solo la foto, hombre, lea. ¡Está ahí mismo, en negro sobre blanco!

Lo comprobé, pero supe que me estaba diciendo la verdad en cuanto vi el nombre del otro hombre en la negrita estilo «tachán-tachán» del periódico. El eco armónico era tan ruidoso como un amplificador de guitarra con la reverberación puesta.

 

El magnate local del petróleo George de Mohrenschildt y su esposa Jeanne alzaron una copa (¡o a lo mejor fueron una docena!) en el Club Carousel la noche del miércoles, celebrando el cumpleaños de la divina dama. ¿Cuántos años? Los tortolitos no nos lo dijeron, pero nosotros no le echamos ni un día más de veintitrés (¡bombón!). Su anfitrión fue el jovial mandamás del Carousel, Jack Ruby, quien les mandó una botella de champán y después se les unió en un brindis. ¡Feliz cumpleaños, Jeanne, y que nos saludes muchos años!

 

—El champán era matarratas y estuve resacoso hasta las tres de la tarde del día siguiente, pero si le deja satisfecho valió la pena.

Me dejaba satisfecho; también fascinado.

—¿Conoce bien a este tal Ruby?

Sorbió por la nariz: todo su esnobismo señorial expresado en una única inhalación rápida por las narinas dilatadas.

—No muy bien, ni ganas. Es un pequeño judío loco que invita a la policía a copas para que miren para otro lado cuando usa los puños. Cosa que le agrada. Un día su mal genio le costará un disgusto. A Jeanne le gustan las bailarinas de striptease. La ponen caliente. —Se encogió de hombros, como para decir «Quién entiende a las mujeres»—. Y ahora, ¿está usted…? —Bajó la vista, vio la pistola en mi puño y dejó de hablar. Abrió los ojos como platos. Sacó la lengua y se lamió los labios. Emitió un curioso chupeteo húmedo cuando regresó a su boca.

—¿Que si estoy satisfecho? ¿Era eso lo que iba a preguntarme? —Le clavé la boca del cañón de la pistola y su exclamación ahogada me proporcionó un placer considerable. Matar cambia a un hombre, hacedme caso, lo encallece, pero en mi defensa debo decir que, si alguna vez hubo un hombre que mereciera un saludable susto, era ese. Marguerite era en parte responsable de en lo que se había convertido su hijo menor, y había responsabilidad de sobra para el propio Lee (todos esos sueños de gloria a medio cocer), pero De Mohrenschildt había puesto su granito de arena ¿Y formaba parte de una trama complicada parida en las entrañas de la CIA? No. Para él, visitar los bajos fondos era un pasatiempo. La rabia y la decepción que se forjaban en el horno enchufado de la perturbada personalidad de Lee le divertían.

—Por favor —susurró De Mohrenschildt.

—Estoy satisfecho. Pero escúcheme, charlatán: no volverá a ver a Lee Oswald en su vida. No volverá a hablar con él por teléfono. Jamás mencionará una palabra de esta conversación a su esposa, su madre, George Bouhe o cualquiera de los otros emigrados. ¿Lo entiende?

—Sí. Del todo. Él empezaba a aburrirme, de todas formas.

—Ni la mitad de lo que me aburre usted a mí. Si descubro que ha hablado con Lee, le mataré. Capisce?

—Sí. ¿Y las concesiones…?

—Alguien se pondrá en contacto con usted. Y ahora salga de mi coche cagando leches.

Salió como alma que lleva el diablo. Cuando estuvo al volante del Cadillac, saqué la mano izquierda. En vez de indicarle que se acercase, esa vez usé mi índice para señalar Mercedes Street. Se fue.

Yo esperé un rato más en el coche, mirando el recorte, que con tanta prisa había olvidado llevarse con él. Los De Mohrenschildt y Jack Ruby con las copas alzadas. ¿Era un cartel señalando hacia una conspiración, a fin de cuentas? Los chiflados que creían en cosas como tiradores que brotaban de alcantarillas y dobles de Oswald probablemente lo hubiesen creído, pero yo sabía lo que pasaba. Era solo otro armónico. Aquello era la Tierra de Antaño, donde todo tenía un eco.

Sentía que había cerrado la ventana de incertidumbre de Al Templeton hasta dejar la más mínima de las corrientes. Oswald regresaría a Dallas el 3 de octubre. Según las notas de Al, lo contratarían como peón en el Depósito de Libros Escolares de Texas a mediados de octubre. Solo que eso no iba a pasar, porque en algún momento entre el 3 y el 16, yo iba a acabar con su miserable y peligrosa vida.

 

 

5

 

Me dieron permiso para sacar a Sadie del hospital la mañana del 7 de agosto. Durante el trayecto de vuelta a Jodie estuvo callada. Yo notaba que seguía sintiendo bastante dolor, pero la mayor parte del camino tuvo una mano amigable sobre mi muslo. Cuando salimos de la Autopista 77 a la altura del gran cartel de los Leones de Denholm, dijo:

—Vuelvo al instituto en septiembre.

—¿Seguro?

—Sí. Si pude plantarme delante del pueblo entero en la Alquería, supongo que me las apañaré con unos cuantos chavales en la biblioteca del instituto. Además, tengo la sensación de que necesitaremos el dinero. A menos que dispongas de una fuente de ingresos que desconozco, tienes que estar casi arruinado. Gracias a mí.

—A finales de mes tendría que entrarme algo de dinero.

—¿El combate?

Asentí.

—Bien. Y en cualquier caso solo tendré que escuchar los susurros y las risillas durante una temporada corta. Porque, cuando te vayas, me iré contigo. —Hizo una pausa—. Si eso sigue siendo lo que quieres.

—Sadie, eso es lo único que quiero.

Enfilamos la calle principal. Jem Needham terminaba en ese momento la ronda con su camioneta de la leche. Bill Gavery colocaba hogazas de pan recién hecho bajo una tela delante de la panadería. Dentro de un coche con el que nos cruzamos, Jan y Dean cantaban que en la Ciudad del Surf había dos chicas para cada chico.

—¿Me gustará, Jake? Tu tierra, digo.

—Eso espero, cariño.

—¿Es muy diferente?

Sonreí.

—La gente paga más por la gasolina y tiene que pulsar más botones. Por lo demás, viene a ser lo mismo.

 

 

6

 

Ese cálido agosto fue lo más parecido a una luna de miel que logramos tener, y fue una delicia. Mandé a la porra el fingir que dormía en casa de Deke Simmons, aunque por la noche seguía dejando el coche en su camino de entrada.

Sadie se recuperó con rapidez del último agravio a su carne y, aunque un ojo seguía medio cerrado y aún tenía cicatrices y un profundo hueco donde Clayton la había rajado hasta llegar al interior de la boca, la habían mejorado ostensiblemente. Ellerton y su equipo habían hecho un buen trabajo con lo que tenían.

Leíamos sentados uno al lado del otro en su sofá, mientras su ventilador nos echaba el pelo hacia atrás: ella El grupo, yo Jude el oscuro. Montábamos picnics en el jardín de atrás, a la sombra de su querido pistacho chino, y bebíamos litros de café helado. Sadie empezó a fumar menos otra vez. Veíamos Látigo, Ben Casey y Ruta 66. Una noche Sadie puso Las nuevas aventuras de Ellery Queen, pero le pedí que cambiara de canal. No me gustaban las series de misterio, dije.

Antes de acostarnos, le aplicaba pomada con cuidado en la herida de la cara y, cuando ya estábamos en la cama…, todo bien. Dejémoslo ahí.

Un día, delante del supermercado, me encontré con la intachable miembro del consejo escolar Jessica Caltrop. Me dijo que le gustaría hablar un momento conmigo sobre «un tema delicado».

—¿De qué se trata, señorita Caltrop? —pregunté—. Porque he comprado helado y me gustaría llegar a casa antes de que se derrita.

Me dedicó una sonrisa fría que podría haber mantenido firme mi vainilla durante horas.

—¿A la casa de Bee Tree Lane, señor Amberson? ¿Con la desafortunada señorita Dunhill?

—No me parece que sea de su incumbencia.

La sonrisa se enfrió un poco más.

—Como miembro del consejo escolar, tengo que asegurarme de la escrupulosa moralidad de nuestro profesorado. Si usted y la señorita Dunhill están viviendo juntos, es motivo de grave inquietud para mí. Los adolescentes son impresionables. Imitan lo que ven en sus mayores.

—¿Eso cree? Después de unos quince años dando clase, yo diría que observan el comportamiento adulto y salen corriendo en la dirección opuesta tan rápido como pueden.

—Estoy segura de que podemos sostener un ilustrativo debate sobre sus opiniones acerca de la psicología adolescente, señor Amberson, pero no es por eso por lo que le he pedido hablar un momento, por incómodo que me resulte. —No parecía en absoluto incómoda—. Si está viviendo en pecado con la señorita Dunhill…

—Pecado —dije—. Esa sí que es una palabra interesante. Jesús dijo que aquel que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Aquel o aquella, supongo. ¿Está usted libre de pecado, señorita Caltrop?

—No estamos hablando de mí.

—Pero podríamos hablar de usted. Yo podría hablar de usted. Podría, por ejemplo, empezar a preguntar en el pueblo por el bombo que le hicieron hace un tiempo.

Se echó atrás como si le hubiera dado una bofetada y retrocedió dos pasos hacia la pared de ladrillo del súper. Yo di dos pasos al frente, con las bolsas de la compra retorcidas en mis brazos.

—Eso me ha parecido de mal gusto y ofensivo. Si todavía estuviera usted enseñando, le…

—Estoy seguro, pero el caso es que no enseño, o sea que tiene que escucharme con mucha atención. Tengo entendido que tuvo una criatura a los dieciséis años, cuando vivía en el rancho Sweetwater. No sé si el padre fue un compañero de clase, un vaquero de paso o su propio padre…

¡Es usted asqueroso!

Cierto. Y a veces es un gustazo.

—No me importa quién fuera, pero me importa Sadie, que ha sufrido más dolor y tristeza que usted en toda su vida. —Ya la tenía acorralada contra la pared de ladrillo. Me miraba de abajo arriba con ojos brillantes de terror. En otro momento y lugar podría haberme dado pena. No en ese instante—. Si dice una sola palabra sobre Sadie, a quien sea, me ocuparé de descubrir dónde para ese hijo suyo hoy en día y haré correr la información de una punta a otra de este pueblo. ¿Me entiende?

—¡Quítese de en medio! ¡Déjeme pasar!

¿Me entiende?

—¡Sí! ¡¡Sí!!

—Bien. —Retrocedí—. Viva su vida, señorita Caltrop. Sospecho que ha sido bastante gris desde los dieciséis años; ajetreada, eso sí, porque inspeccionar los trapos sucios ajenos debe de mantenerla muy ocupada. Ande, viva su vida, y déjenos a nosotros vivir la nuestra.

Se deslizó hacia la izquierda, pegada a la pared de ladrillo, en dirección al aparcamiento de detrás del supermercado. Los ojos se le salían de las órbitas. No los apartó de mí.

Sonreí afablemente.

—Antes de que esta conversación se convierta en algo que no ha sucedido nunca, quiero darle un consejo, señoritinga. Hablo con el corazón en la mano. Quiero a Sadie, y no conviene tocarle los cojones a un hombre enamorado. Si se mete en mis asuntos, o en los de Sadie, haré todo lo posible por convertirla en la zorra entrometida más infeliz de Texas. Esa es la sincera promesa que le hago.

Corrió hacia el aparcamiento. Se la veía torpe, como alguien que hace mucho que no se mueve a un ritmo más rápido que un paseo decoroso. Con su falda marrón hasta las pantorrillas, sus medias opacas color carne y sus discretos zapatos marrones, era la viva imagen de su época. El pelo se le estaba saliendo del moño. No me cabía duda de que en un tiempo lo había llevado suelto, como a los hombres les gusta ver la melena de una mujer, pero de eso hacía mucho.

—¡Y que tenga un buen día! —le grité.

 

 

7

 

Sadie entró en la cocina mientras yo estaba metiendo cosas en la nevera.

—Has estado fuera mucho tiempo. Empezaba a preocuparme.

—Me he enredado hablando. Ya sabes cómo es Jodie. Siempre hay alguien con quien charlar un ratillo.

Sonrió. El gesto empezaba a salirle cada vez con más facilidad.

—Eres un buen chico.

Le di las gracias y le dije que ella era una buena chica. Me pregunté si Caltrop hablaría con Fred Miller, el otro miembro del consejo escolar que se consideraba un guardián de la moralidad del pueblo. No lo creía. No era solo que supiera lo de su desliz de juventud; me había propuesto asustarla. Con De Mohrenschildt había funcionado, y con ella también. Asustar a la gente es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo.

Sadie cruzó la cocina y me rodeó con un brazo.

—¿Qué te parecería un fin de semana en los Bungalows Candlewood antes de que empiece el curso? Como en los viejos tiempos… Supongo que es mucho descaro por parte de Sadie, ¿no?

—Bueno, eso depende. —La estreché en mis brazos—. ¿Estamos hablando de un fin de semana guarrillo?

Se ruborizó, salvo por la zona que rodeaba la cicatriz, que se mantuvo blanca y reluciente.

—Guarrísimo, señor mío.

—Entonces, cuanto antes mejor.

 

 

8

 

En realidad no fue un fin de semana guarrillo, a menos que uno crea —como parecen creer las Jessica Caltrop del mundo— que hacer el amor es una cochinada. Es cierto que pasamos buena parte del tiempo en la cama, pero también estuvimos bastante rato fuera de ella. Sadie era una caminante incansable, y había una extensa pradera junto a la colina que se elevaba detrás del Candlewood. Estaba cuajada de flores silvestres de finales de verano. Pasamos allí la mayor parte de la tarde del sábado. Sadie sabía el nombre de algunas de las flores —daga española, chicalotes, algo llamado centinodia—, pero ante otras solo podía sacudir la cabeza para luego agacharse y olerlas. Caminamos de la mano mientras la hierba alta se frotaba contra nuestros vaqueros y unas grandes nubes de mullida cresta surcaban el alto cielo de Texas. Largas persianas de luz y sombra se deslizaban por el campo. Ese día soplaba una brisa fresca y el aire no olía a refinería. En la cima de la colina, dimos media vuelta y miramos por donde habíamos venido. Los bungalows eran pequeños e insignificantes en la extensión salpicada de árboles de la pradera. La carretera era una cinta.

Sadie se sentó, subió las rodillas hasta su pecho y cerró los brazos en torno a sus espinillas. Me senté a su lado.

—Quiero preguntarte una cosa —dijo.

—De acuerdo.

—No es sobre el…, ya sabes, de donde vienes…, eso me supera ahora mismo. Es sobre el hombre al que has venido a detener. El que dices que va a matar al presidente.

Recapacité.

—Es un tema delicado, cariño. ¿Recuerdas que te dije que estoy cerca de una máquina grande y llena de dientes afilados?

—Sí…

—Te dije que no permitiría que te acercases a mí mientras la manoseaba. Ya he dicho más de lo que pretendía, y probablemente más de lo que debería. Porque el pasado no quiere ser cambiado. Se defiende cuando lo intentas. Y cuanto mayor es el potencial cambio, más pelea por impedirlo. No quiero que te hagas daño.

—Ya me lo han hecho —dijo con voz queda.

—¿Me estás preguntando si fue culpa mía?

—No, cariño. —Me puso una mano en la mejilla—. No.

—Bueno, podría haberlo sido, al menos en parte. Existe una cosa que se llama efecto mariposa… —Había centenares de ellas revoloteando en la ladera ante nosotros, como si quisieran ilustrar lo que decía.

—Sé lo que es —dijo Sadie—. Hay un cuento de Ray Bradbury que va de eso.

—¿De verdad?

—Se llama «El ruido de un trueno». Es muy bonito y muy inquietante. Pero Jake…, Johnny estaba loco mucho antes de que tú aparecieras. Yo lo había dejado mucho antes de que tú aparecieras. Y si no hubieras llegado tú, a lo mejor habría sido otro hombre. Estoy segura de que no hubiese sido tan bueno como tú, pero eso yo no lo habría sabido, ¿verdad? El tiempo es un árbol con muchas ramas.

—¿Qué quieres saber de ese tipo, Sadie?

—Más que nada, por qué no llamas sin más a la policía, anónimamente, claro, y lo denuncias.

Arranqué una brizna de hierba para mascarla mientras pensaba en ello. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue algo que De Mohrenschildt había dicho en el aparcamiento de Montgomery Ward: «Es un cateto a medio educar, pero tiene una maña sorprendente».

Era una evaluación certera. Lee había escapado de Rusia cuando se cansó de ella; también sería lo bastante mañoso para huir del Depósito de Libros después de disparar contra del presidente a pesar de la respuesta casi inmediata de la policía y del Servicio Secreto. Por supuesto que la respuesta sería inmediata, eran muchas las personas que iban a ver de dónde procedían exactamente los tiros.

Interrogarían a Lee a punta de pistola en la sala de descanso de la segunda planta antes incluso de que la caravana de coches llegara a toda velocidad con el presidente moribundo al hospital Parkland. El policía encargado recordaría más tarde que el joven se había demostrado razonable y convincente. En cuanto el capataz Roy Truly respondiese de él como empleado, el agente dejaría libre a Ozzie el Conejo y correría arriba para buscar la fuente de los disparos. Era posible creer que, de no ser por su encuentro con el patrullero Tippit, podrían haber tardado días o semanas en capturar a Lee.

—Sadie, los policías de Dallas van a asombrar al mundo con su incompetencia. Sería de locos confiar en ellos. Puede que ni siquiera reaccionasen a un chivatazo anónimo.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué no iban a hacerlo?

—Ahora mismo, porque ese tipo ni siquiera está en Texas ni tiene intención de volver. Planea fugarse a Cuba.

—¿A Cuba? ¿Por qué demonios a Cuba?

Negué con la cabeza.

—No importa, porque no funcionará. Regresará a Dallas, pero no con ningún plan de matar al presidente. Ni siquiera sabe que Kennedy viene a Dallas. No lo sabe ni el propio Kennedy, porque el viaje aún no está programado.

—Pero lo sabes.

—Sí.

—Porque en la época de la que procedes, todo esto sale en los libros de historia.

—A grandes rasgos, sí. Los detalles me los dio el amigo que me envió aquí. Te contaré la historia completa algún día, cuando esto haya terminado, pero ahora no. No mientras la máquina siga funcionando a tope con todos esos dientes. Lo importante es lo siguiente: si la policía interroga al tipo en algún momento antes de mediados de noviembre, sonará completamente inocente, porque lo es. —Otra de esas enormes sombras de nube nos pasó por encima e hizo descender por un momento la temperatura unos cinco grados—. Por lo que yo sé, es posible que ni siquiera se hubiera decidido del todo hasta el instante en que apretó el gatillo.

—Hablas como si ya hubiera pasado —comentó ella con asombro.

—En mi mundo, es así.

—¿Qué tiene de importante mediados de noviembre?

—El día 16, el Morning News informará a Dallas del desfile en coche de Kennedy por la calle principal. L… el tipo lo leerá y caerá en la cuenta de que los coches pasarán justo por delante del sitio donde trabaja. Probablemente pensará que se trata de un mensaje de Dios. O a lo mejor del fantasma de Karl Marx.

—¿Dónde trabajará?

Volví a negar con la cabeza. No era seguro que supiese eso. Por supuesto, nada de todo aquello era seguro. Aun así (lo he dicho antes, pero vale la pena repetirlo), qué alivio era contar al menos una parte a otra persona.

—Si la policía hablase con él, por lo menos podrían asustarlo, y así no lo haría.

Tenía razón, pero ese era un riesgo horroroso. Ya me había arriesgado al hablar con De Mohrenschildt, pero este quería las concesiones petrolíferas. Además, había hecho algo más que asustarlo: lo había aterrorizado. Creía que mantendría la boca cerrada. Lee, en cambio…

Cogí la mano de Sadie.

—Ahora mismo puedo predecir adónde irá ese hombre igual que puedo predecir adónde irá un tren porque no puede salirse de la vía. En cuanto yo intervenga, en cuanto me inmiscuya, puede pasar cualquier cosa.

—¿Y si hablaras con él en persona?

Una imagen de auténtica pesadilla me vino a la cabeza. Vi a Lee diciéndole a la policía: «La idea me la dio un hombre llamado George Amberson. De no ser por él, jamás se me habría ocurrido».

—Tampoco creo que eso funcione.

—¿Tendrás que matarlo? —preguntó con un hilo de voz.

No respondí. Lo cual era una respuesta, claro.

—Y sabes de verdad que eso va a suceder.

—Sí.

—Tal y como sabes que Tom Case va a ganar ese combate el 29 de agosto.

—Sí.

—Aunque todo el mundo que sabe de boxeo dice que Tiger lo machacará.

Sonreí.

—Has estado leyendo la sección de deportes.

—Sí, es verdad. —Tiró de la brizna de hierba que asomaba de mi boca y la metió en la suya—. Nunca he estado en un combate por el título. ¿Me llevarás?

—No es lo que se dice en directo, ¿sabes? Será en una pantalla grande de televisión.

—Lo sé. ¿Me llevarás?

 

 

9

 

Había mujeres atractivas de sobra en el auditorio de Dallas la noche del combate, pero Sadie se llevó su buena ración de miradas de admiración. Se había maquillado con esmero para la ocasión, pero el maquillaje más habilidoso solo alcanzaba para minimizar los daños de su cara, no los ocultaba por completo. Su vestido ayudaba considerablemente. Se ajustaba como un guante a sus formas y tenía un escote pronunciado.

El toque maestro era un sombrero de fieltro que le había prestado Ellen Dockerty cuando Sadie le contó que le había pedido que me acompañara a ver el combate. Era una réplica casi exacta del que lleva Ingrid Bergman en la escena final de Casablanca. Con su inclinación desenfadada, realzaba su cara a la perfección… y por supuesto se inclinaba hacia la izquierda, proyectando un profundo triángulo de sombra sobre la mejilla mala. Era mejor que cualquier truco de maquillaje. Cuando salió del dormitorio para pedir mi opinión, le dije que estaba absolutamente fabulosa. Su expresión de alivio y la chispa de emoción de sus ojos sugerían que sabía que no lo decía solo para animarla.

Encontramos mucho tráfico procedente de Dallas; para cuando llegamos a nuestros asientos, se estaba disputando el tercero de los cinco combates previos: un negro grande y un blanco aún más grande que se aporreaban poco a poco mientras el público vitoreaba. No una sino cuatro enormes pantallas colgaban sobre el suelo de madera encerada donde los Spurs de Dallas jugaban (mal) durante la temporada de baloncesto. La imagen la proporcionaban múltiples sistemas de proyección situados detrás de las pantallas y, aunque los colores eran turbios —casi rudimentarios—, la imagen en sí misma era nítida. Sadie estaba impresionada. A decir verdad, yo también.

—¿Estás nervioso? —preguntó.

—Sí.

—Aunque…

—Aunque cuando aposté a que los Piratas ganarían la Serie Mundial allá en el 60, lo sabía seguro. En este caso dependo por completo de mi amigo, que lo sacó de internet.

—¿Qué diablos es eso?

—Ciencia ficción. Como Ray Bradbury.

—Ah…, vale. —Entonces se puso los dedos entre los labios y silbó—. ¡Oye, el de la cerveza!

El vendedor de cerveza, ataviado con chaleco, sombrero de vaquero y cinturón con remaches plateados, nos vendió dos botellines de Lone Star (de cristal, no de plástico) con vasos de papel sobre el cuello. Le di un dólar y le dije que se quedara con el cambio.

Sadie cogió la suya, la chocó contra la mía y dijo:

—Suerte, Jake.

—Si la necesito, estoy bien jodido.

Se encendió un cigarrillo, para contribuir a la bruma azul que flotaba en torno a las luces. Yo estaba a su derecha y, desde ese lado, parecía perfecta.

Le di un golpecito en el hombro y, cuando se volvió, la besé con suavidad en los labios separados.

—Chica —dije—, siempre nos quedará París.

Sonrió.

—El de Texas, a lo mejor.

Se elevó un gemido colectivo. El púgil negro acababa de tumbar al blanco.

 

 

10

 

El combate estrella comenzó a las nueve y media. Los primeros planos de los boxeadores llenaron las pantallas y, cuando la cámara enfocó a Tom Case, se me cayó el alma a los pies. Había vetas grises en su pelo moreno rizado. Sus mejillas empezaban a colgar. Un michelín cubría la cintura de sus pantalones cortos. Lo peor de todo, sin embargo, eran sus ojos, de algún modo desconcertados, que miraban desde hinchadas bolsas de tejido cicatrizado. No parecía tener muy claro dónde se encontraba. La mayor parte de las mil quinientas personas del público vitorearon —Tom Case era un chico de casa, al fin y al cabo—, pero también oí un buen coro de abucheos. Allí repanchingado en su taburete, agarrado a las cuerdas con las manos enguantadas, se diría que ya había perdido. Dick Tiger, en cambio, estaba de pie, practicando golpes y brincando ágilmente con sus botas negras.

Sadie se inclinó hacia mí y susurró:

—Esto no pinta muy bien, cariño.

Era el eufemismo del siglo. Tenía una pinta espantosa.

En primera fila (donde la pantalla debía de parecer un acantilado altísimo sobre el que proyectaban borrosas figuras móviles), vi que Akiva Roth escoltaba a una muñeca con visón y gafas de sol a lo Garbo hasta un asiento que hubiera quedado delante mismo del ring si el combate no se hubiera librado en una pantalla. Delante de Sadie y de mí, un hombre regordete que fumaba un puro se volvió y dijo:

—¿Con quién vas, guapa?

—¡Case! —exclamó Sadie con valentía.

El fumador de puros rechoncho se rió.

—Bueno, por lo menos tienes buen corazón. ¿Te jugarías diez por él?

—¿Me darás un cuatro a uno… si Case lo noquea?

—¿Si Case noquea a Tiger? Señorita, no se hable más. —Tendió una mano. Sadie la estrechó.

Después ella se volvió hacia mí con una sonrisilla desafiante bailando en la comisura de su boca que aún funcionaba.

—Bastante osada —comenté.

—Para nada —replicó ella—. Tiger caerá en el quinto. Veo el futuro.

 

 

11

 

El maestro de ceremonias, vestido de esmoquin y con un kilo de tónico capilar, salió trotando al centro del cuadrilátero, cazó un micrófono colgado de un cable plateado y cantó los datos de los boxeadores con voz sonora de feriante. Pusieron el himno nacional. Los hombres se quitaron el sombrero a toda prisa y se llevaron la mano al corazón. Yo mismo me notaba el pulso acelerado, por lo menos a ciento veinte pulsaciones por minuto, y a lo mejor más. En el auditorio había aire acondicionado, pero el sudor me corría por la nuca y me humedecía las axilas.

Una chica en bañador y zapatos de tacón se pavoneó por el ring llevando en alto un cartel con un gran «1».

Sonó la campana. Tom Case salió al ring arrastrando los pies y con cara de resignación. Dick Tiger le salió al encuentro brincando alegremente, fintó con la derecha y después soltó un gancho de izquierda compacto que tumbó a Case cuando llevaban doce segundos exactos de combate. Los públicos —el de allí y el del Garden, a tres mil doscientos kilómetros de distancia— emitieron un gruñido asqueado. De la mano que Sadie había apoyado en mi muslo parecieron brotar garras cuando la tensó y me clavó los dedos.

—Dile a ese billete que se despida de sus amigos, guapa —dijo con alegría el regordete fumador de puros.

Al, ¿en qué cojones estabas pensando?

Dick Tiger se retiró a su rincón y se quedó allí saltando sobre los talones como quien no quiere la cosa mientras el árbitro empezaba a contar subiendo y bajando el brazo derecho con teatrales movimientos. Cuando llegó a tres, Case se movió. A los cinco se sentó. A los siete hincó una rodilla. Y a los nueve se levantó y alzó los guantes. El árbitro asió con las manos la cara del boxeador y le hizo una pregunta. Case respondió. El árbitro asintió, le hizo una seña a Tiger y se echó a un lado.

El Hombre Tigre, ansioso quizá por llegar al filete que le esperaba en Sardi’s para cenar, se abalanzó sobre él para rematar la faena. Case no intentó huir —había perdido su velocidad hacía mucho tiempo, tal vez en alguna pelea de tres al cuarto en un pueblucho tipo Moline, en Illinois, o New Haven, en Connecticut—, pero fue capaz de cubrirse… y abrazarse a él. Eso se hartó de hacerlo, apoyando la cabeza en el hombro de Tiger como un bailarín de tango cansado y aporreándole débilmente la espalda con sus guantes. El público empezó a abuchear. Cuando sonó la campana y Case volvió a su taburete con paso cansino, la cabeza gacha y los puños enguantados colgando, abuchearon con más fuerza.

—Da pena verlo, guapa —comentó el regordete.

Sadie me miró con desasosiego.

—¿Tú qué crees?

—Creo que en cualquier caso ha sobrevivido al primer asalto. —Lo que de verdad pensaba era que alguien hubiese debido de clavarle un tenedor a Tom Case en su culo flácido, porque a mí me parecía visto para sentencia.

La chica del bañador dio otra vuelta, esa vez paseando un «2». Sonó la campana. Una vez más Tiger brincó y Case arrastró los pies. Mi hombre siguió pegándose a su rival para poder abrazarlo siempre que fuera posible, pero me di cuenta de que se las estaba ingeniando para desviar el gancho de izquierda que lo había machacado en el primer asalto. Tiger se trabajó con golpes de derecha como un pistón la barriga del púgil más viejo, pero debía de haber bastante músculo debajo de ese michelín, porque no parecieron hacer mella en Case. En un momento dado, Tiger apartó a su contrincante y le hizo un gesto de «venga, venga» con los dos guantes. El público vitoreó. Case se limitó a mirarlo, de modo que Tiger avanzó. Case lo abrazó de inmediato. El público gimió. Sonó la campana.

—Mi abuelita daría más guerra a Tiger —gruñó el del puro.

—Puede —dijo Sadie, mientras se encendía su tercer cigarrillo del combate—, pero sigue en pie, ¿o no?

—No por mucho tiempo, reina. La próxima vez que se cuele uno de esos ganchos de izquierda, adiós muy buenas. —Se rió.

El tercer asalto fueron más abrazos y arrastrar de pies, pero en el cuarto Case bajó la guardia un poquito y Tiger le metió una andanada de izquierdazos y derechazos a la cabeza que puso en pie al público, enfervorecido. La novia de Akiva Roth se contaba entre ellos. El señor Roth permaneció en su asiento, aunque se tomó la molestia de tocarle el culo a su amiguita con una mano derecha llena de anillos.

Case retrocedió hasta las cuerdas lanzando golpes de derecha a Tiger y uno de esos puñetazos alcanzó su blanco. Parecía bastante débil, pero vi que volaba sudor del pelo del Hombre Tigre cuando sacudió la cabeza. En su cara había una expresión confusa que decía «de dónde ha salido eso». Después volvió a avanzar y se puso manos a la obra de nuevo. Un corte que Case tenía junto al ojo izquierdo empezó a sangrar. Antes de que Tiger pudiese convertir el hilillo de la herida en un chorro, sonó la campana.

—Si me das esos diez dólares ahora, guapa —dijo el fumador de puros rechoncho—, tú y tu novio os ahorraréis el tráfico de la salida.

—Mira lo que te digo —replicó Sadie—. Te doy la oportunidad de echarte atrás y ahorrarte cuarenta dólares.

El fumador de puros rechoncho se rió.

—Guapa y con sentido del humor. Si ese helicóptero largo y alto con el que andas te da mala vida, cariño, vente a casa conmigo.

En el rincón de Case, el entrenador se afanaba en curar el ojo malo estrujando un tubo sobre la herida y extendiendo un potingue con la punta de los dedos. A mí me parecía Super Glue, pero no creo que se hubiera inventado todavía. Después abofeteó a Case con una toalla mojada. Sonó la campana.

Dick Tiger entró a saco, lanzando derechazos rápidos y ganchos de izquierda. Case esquivó uno de estos y, por primera vez en el combate, Tiger dirigió un uppercut de derecha a la cabeza del otro púgil. Case logró retirarse lo justo para no recibir el impacto de lleno en el mentón, pero le alcanzó en la mejilla. La fuerza del golpe deformó su cara entera en una mueca de casa de los horrores. Trastabilló hacia atrás. Tiger se le echó encima. El público volvía a estar de pie pidiendo sangre a gritos. Nos levantamos con los demás. Sadie se tapó la boca con las manos.

Tiger había arrinconado a Case contra uno de los rincones neutrales y lo estaba machacando con la derecha y la izquierda. Vi que Case flaqueaba; vi que la luz de sus ojos se atenuaba. Un gancho de izquierda más —o ese cañonazo de derecha— y se apagarían.

¡REMÁTALO! —gritaba el fumador de puros rechoncho—. ¡REMÁTALO, DICKY! ¡PÁRTELE EL CRÁNEO!

Tiger le dio un golpe ilegal, por debajo de la cintura. Probablemente no lo hizo aposta, pero el árbitro intervino. Mientras advertía a Tiger por su golpe bajo, observé a Case para ver cómo aprovechaba el momentáneo respiro. Vi aflorar a su cara algo que reconocí. Había visto esa misma expresión en el rostro de Lee el día en que había abroncado a Marina por la cremallera de su falda. Había aparecido cuando Marina se le encaró acusándole de llevarlas a ella y a la niña a una posilga y después movió el índice al lado de su oreja para indicarle que estaba loco.

De golpe y porrazo aquello había dejado de ser un mero jornal para Tom Case.

El árbitro se hizo a un lado. Tiger avanzó, pero en esa ocasión Case le salió al paso. Lo que sucedió durante los siguientes veinte segundos fue uno de los acontecimientos más electrizantes y terroríficos que he presenciado como parte de un público. Los dos se plantaron cara a cara sin más y se aporrearon en la cara, el pecho, los hombros y la barriga. Ni meneos, ni esquivas ni juego de pies. Eran toros en un prado. A Case se le rompió la nariz, que empezó a chorrear sangre. El labio inferior de Tiger se estrelló contra sus dientes y se partió; la sangre le corría por ambos lados de la barbilla y le hacía parecer un vampiro después de una comilona.

Todos los espectadores estaban de pie gritando. Sadie saltaba arriba y abajo. Se le cayó el sombrero y dejó a la vista la cicatriz de su mejilla. No se dio cuenta; ni ella, ni nadie… En las enormes pantallas, la tercera guerra mundial estaba en su apogeo.

Case bajó la cabeza para encajar un bazocazo de derecha y vi que Tiger hacía una mueca cuando su puño topó con duro hueso. Dio un paso atrás y Case descargó un uppercut monstruoso. Tiger apartó la cabeza y evitó lo peor del golpe, pero su protector dental saltó por los aires y rodó por la lona.

Case avanzó lanzando directos de derecha e izquierda. No había ningún arte en ellos, solo potencia cruda y furiosa. Tiger retrocedió, tropezó con su propio pie y cayó. Case se plantó encima de él, sin tener muy claro en apariencia qué hacer o —quizá— incluso dónde estaba. Su entrenador, gesticulando como un loco, consiguió que lo mirase y volviera con paso pesado a su rincón. El árbitro empezó a contar.

Cuando llegó a cuatro, Tiger hincó una rodilla. A los seis estaba en pie. Tras la obligatoria cuenta hasta ocho, el combate se reanudó. Miré el gran reloj de la esquina de la pantalla y vi que quedaban quince segundos de asalto.

No basta, no es tiempo suficiente.

Case avanzó con paso lento. Tiger le lanzó un devastador gancho de izquierda. Case apartó la cabeza con un movimiento brusco y, cuando el guante le pasó junto a la cara, soltó su derecha. Esa vez fue la cara de Dick Tiger la que se deformó y, cuando cayó al suelo, no se levantó.

El gordinflas contempló los restos hechos jirones de su puro y después lo tiró al suelo.

—¡ Jesús lloró!

—¡Sí! —se regodeó Sadie mientras recolocaba su sombrero con la correspondiente inclinación desenfadada—. ¡Sobre una pila de tortitas de arándano, y los discípulos dijeron que eran las mejores que habían probado nunca! ¡Ahora, paga!

 

 

12

 

Para cuando llegamos de vuelta a Jodie, el 29 de agosto había dado paso al 30, pero los dos estábamos demasiado emocionados para dormir. Hicimos el amor y luego fuimos a la cocina y comimos tarta en ropa interior.

—¿Y bien? —dije—. ¿Qué piensas?

—Que no quiero volver nunca a un combate de boxeo. Ha sido pura sed de sangre. Y yo estaba de pie, animando como los demás. Durante unos segundos, a lo mejor un minuto entero, quería que Case matase a ese chulito bailarín tan creído. Después no veía la hora de volver aquí y saltar a la cama contigo. Esto de ahora no ha sido amor, Jake. Ha sido furor.

No dije nada. A veces no hay nada que decir.

Se estiró por encima de la mesa, me quitó una miga de la barbilla y me la echó a la boca.

—Dime que no es odio.

—¿El qué?

—El motivo por el que te sientes obligado a parar a ese hombre por tu cuenta. —Me vio empezar a abrir la boca y levantó una mano para acallarme—. Oí todo lo que me dijiste, todas tus razones, pero tienes que decirme que son razones de verdad, y no solo lo que vi en los ojos de ese tal Case cuando Tiger le pegó en los pantalones. Puedo amarte si eres un hombre, y puedo amarte si eres un héroe…, supongo, aunque por algún motivo eso parece mucho más difícil…, pero no creo que pueda amar a un justiciero vengativo.

Pensé en cómo Lee miraba a su mujer cuando no estaba enfadado con ella. Pensé en la conversación que había oído cuando él y su hija chapoteaban en la bañera. Pensé en sus lágrimas en la estación de autobuses, cuando había sostenido en brazos a Junie y la había acariciado bajo la barbilla antes de partir rumbo a Nueva Orleans.

—No es odio —dije—. Lo que me inspira es…

Dejé la frase en el aire. Sadie me observaba.

—Pena por una vida echada a perder. Pero también puede compadecerse a un perro bueno que coge la rabia. Eso no te impide sacrificarlo.

Me miró a los ojos.

—Quiero que lo hagamos otra vez. Pero esta vez tiene que ser por amor, ¿sabes? No porque acabemos de ver a dos hombres matándose a puñetazos y el nuestro haya ganado.

—Vale —dije—. Vale. Eso está bien.

Y lo estuvo.

 

 

13

 

—Bueno, bueno —dijo la hija de Frank Frati cuando entré en la casa de empeños alrededor del mediodía de ese viernes—. Si es el gurú del boxeo con acento de Nueva Inglaterra. —Me dedicó una sonrisa centelleante y luego volvió la cabeza y gritó—: ¡Papáa! ¡Es tu amigo, el de Tom Case!

Frati salió arrastrando los pies.

—Buenas, señor Amberson —dijo—. Grande como un piano y apuesto como Satán un sábado por la noche. Seguro que se siente fresco como una rosa y alegre como unas castañuelas, ¿o no?

—Claro —respondí—. ¿Por qué no iba a estarlo? He tenido un golpe de suerte.

—El golpe me lo he llevado yo. —Sacó un sobre marrón, un poco más grande de lo normal, del bolsillo de atrás de sus anchos pantalones de algodón—. Dos mil. Cuéntelos tranquilamente.

—No hace falta —dije—. Me fío.

Empezó a pasarme el sobre, pero luego lo retiró y se dio un golpecito en la barbilla con él. Sus ojos azules, descoloridos pero astutos, me observaron con atención.

—¿Le interesa reinvertir esto? Se acerca la temporada de fútbol, y también la Serie Mundial de béisbol.

—No tengo ni idea de fútbol, y el enfrentamiento de los Dodgers contra los Yankees no me interesa mucho. Entrégueme el dinero.

Lo hizo.

—Ha sido un placer hacer negocios con ustedes —dije, y salí a la calle.

Sentía cómo sus ojos me seguían, y experimenté esa sensación, para entonces ya muy desagradable, de déjà vu. No podía ubicar la causa. Subí a mi coche con la esperanza de no tener que volver nunca a esa parte de Fort Worth. Ni a Greenville Avenue de Dallas. Ni a tener que apostar otra vez con un corredor apellidado Frati.

Esos fueron mis tres deseos, y se cumplieron todos.

 

 

14

 

Mi siguiente destino era el 214 de Neely Oeste Street. Había llamado al casero y le había informado de que agosto sería mi último mes. Intentó disuadirme y me dijo que los buenos inquilinos como yo eran difíciles de encontrar. Probablemente era cierto —la policía no había aparecido ni una vez por mi causa, y eso que visitaban mucho el vecindario, sobre todo los fines de semana—, pero sospechaba que tenía más que ver con la existencia de muchos pisos y pocos inquilinos. Dallas pasaba por una de sus periódicas depresiones.

Antes, de camino, había parado en el First Corn y había engordado mi cuenta corriente con los dos mil de Frati. Eso fue una suerte. Comprendí más tarde —mucho más tarde— que si lo hubiera llevado encima cuando llegué a Neely Street, sin duda alguna lo habría perdido.

Mi plan consistía en registrar a fondo las cuatro habitaciones en busca de cualquier posesión que pudiera haberme dejado, con especial atención a esos puntos místicos de atracción de basura que existían debajo de los cojines del sofá, bajo la cama y en el fondo de los cajones del buró. Y por supuesto me llevaría el .38 Especial. Me haría falta para vérmelas con Lee. Ya tenía toda la intención de matarlo, y lo haría lo antes posible después de que volviera a Dallas. Entretanto, no quería dejar atrás ni rastro de George Amberson.

Cuando me acercaba a Neely, esa sensación de repiqueteo en la cámara de eco del tiempo cobró mucha fuerza. No paraba de pensar en los dos Frati, uno con una mujer llamada Marjorie, otro con una hija llamada Wanda.

 

Marjorie: ¿Eso es una apuesta hablando en cristiano?

Wanda: ¿Eso, cuando llega a casa y se quita el maquillaje, es una apuesta?

Marjorie: Soy J. Edgar Hoover, hijo mío.

Wanda: Soy el jefe Curry de la Policía de Dallas.

 

¿Y qué? Era el tintineo, nada más. La armonía. Un efecto secundario del viaje en el tiempo.

Pese a todo, una alarma empezó a sonar en el fondo de mi cabeza y, cuando tomé Neely Street, se desplazó al cerebro anterior. La historia se repite, el pasado armoniza, y a eso venía esa sensación… pero no solo a eso. Cuando me metí en el camino que llevaba a la casa donde Lee había pergeñado su chapucero plan para asesinar a Edwin Walker, oí de verdad ese timbre de alarma. Porque ahora estaba muy cerca. Ahora era ensordecedor.

Akiva Roth en el combate, pero no solo. Lo había acompañado una alegre muñeca con gafas de sol a lo Garbo y una estola de visón. En agosto en Dallas no hacía precisamente tiempo para visones, pero en el auditorio había aire acondicionado y —como dicen en mi época— a veces hay que fardar y punto.

Quita las gafas de sol. Quita la estola. ¿Qué queda?

Durante un momento, allí sentado en mi coche oyendo los chasquidos del motor al enfriarse, no vi nada. Luego caí en la cuenta de que, si cambiaba la estola de visón por una blusa Ship N Shore, quedaba Wanda Frati.

Chaz Frati de Derry me había echado encima a Bill Turcotte. Esa idea hasta se me había pasado por la cabeza… pero la había descartado. Mal hecho.

¿A quién me había echado encima Frank Frati de Fort Worth? Bueno, tenía que conocer a Akiva Roth de la Financiera Faith; al fin y al cabo era el novio de su hija.

De repente quería mi pistola, y la quería enseguida.

Salí del Chevy y subí al trote los escalones del porche, con las llaves en la mano. Estaba buscando con mal pulso la de la puerta cuando una furgoneta dobló con un rugido la esquina con Haines Avenue y frenó bruscamente delante del 214 con las ruedas de la izquierda sobre la acera.

Miré a mi alrededor. No vi a nadie. La calle estaba desierta. Nunca hay un testigo al que puedas pedir ayuda a gritos cuando lo necesitas. Mucho menos un policía.

Encajé la llave correcta en la cerradura y la giré con la intención de dejarlos fuera —quienesquiera que fuesen— y llamar a la policía por teléfono. Estaba dentro, oliendo el aire caliente y viciado del piso abandonado, cuando recordé que no había teléfono.

Hombres corpulentos estaban cruzando el jardín. Tres. Uno llevaba un trozo corto de tubería que parecía envuelto en algo.

No, en realidad había tipos suficientes para montar una partida de bridge. El cuarto era Akiva Roth, que no corría. Se acercaba paseando por el camino con las manos en los bolsillos y una plácida sonrisa en la cara. Cerré de un portazo. Eché el pestillo. Apenas lo había echado cuando lo reventaron de un golpetazo. Corrí hacia el dormitorio y llegué más o menos a la mitad del camino.

 

 

15

 

Dos de los matones de Roth me llevaron a rastras a la cocina. El tercero era el de la tubería. Iba envuelta con tiras de fieltro oscuro. Lo vi cuando la dejó con cuidado sobre la mesa en la que había disfrutado de muchas buenas comidas. Se puso unos guantes amarillos de cuero sin curtir.

Roth se apoyó en el quicio de la puerta, sin variar su plácida sonrisa.

—Eduardo Gutierrez tiene sífilis —anunció—. Le ha llegado al cerebro. Estará muerto dentro de dieciocho meses, pero ¿sabes qué? No le importa. Cree que volverá como emirato árabe o no sé qué cojones. ¿Qué te parece?

Responder a observaciones incongruentes —en cócteles, medios de transporte públicos o colas en la taquilla del cine— ya es de por sí complicado, pero se hace muy, pero que muy difícil cuando dos hombres te sujetan y un tercero está a punto de pegarte una paliza. De modo que no dije nada.

—La cuestión es que te tenía entre ceja y ceja. Ganaste apuestas que no podías ganar. A veces perdías, pero a Eddie G. se le metió en la cabeza que, cuando perdías, lo hacías a propósito, ¿sabes? Luego te forraste con el Derbi y decidió que eras, no sé, una especie de chisme telepático capaz de ver el futuro. ¿Sabías que quemó tu casa?

No dije nada.

Después —prosiguió Roth—, cuando esos gusanillos empezaron a roerle en serio el cerebro, empezó a pensar que eras una especie de vampiro o demonio. Hizo correr la voz por el sur, el oeste y el Medio Oeste. «Buscad a ese tal Amberson y acabad con él. Matadlo. Ese tipo no es normal. Me lo olía, pero no presté atención. Ahora miradme, enfermo y moribundo. Y es culpa de ese tipo. Es un vampiro, un demonio o algo así.» Una locura, ¿sabes? Chaladuras.

No dije nada.

—Carmo, me parece que mi amigo Georgie no me escucha. Creo que se está durmiendo. Dale un toque para que despierte.

El hombre de los guantes amarillos de cuero me lanzó un uppercut estilo Tom Case desde su cadera hasta el lado izquierdo de mi cara. Noté un estallido de dolor en la cabeza y durante unos instantes lo vi todo a través de una neblina escarlata.

—Vale, ya pareces un poco más despabilado —dijo Roth—. ¿Por dónde iba? Ah, ya lo sé. Que te convertiste en el hombre del saco particular de Eddie G. Por la sífilis, eso lo sabíamos todos. Si no hubieras sido tú, habría sido el perro de un barbero o una chica que lo hubiera pajeado con demasiada fuerza en el autocine a los dieciséis años. A veces no recuerda ni su propia dirección y tiene que llamar a alguien para que lo lleve. Triste, ¿no? Son esos gusanos de su cabeza. Pero todo el mundo le sigue la corriente, porque Eddie siempre fue buen tipo. Era muy gracioso contando chistes, macho, llorabas de la risa. Nadie pensaba siquiera que fueses real. Entonces el hombre del saco de Eddie G. se presenta en Dallas, en mi local. ¿Y qué pasa? El hombre del saco apuesta a que los Piratas ganarán a los Yankees, algo que todo el mundo sabe que no va a pasar, y además en siete partidos, cuando todo el mundo sabe que la Serie no durará tanto.

—Fue pura suerte —dije. Mi voz sonaba pastosa, porque se me estaba hinchando el lado de la boca—. Una apuesta impulsiva.

—Eso es una estupidez, y la estupidez siempre se paga. Carmo, reviéntale la rodilla a este hijoputa estúpido.

—¡No! —exclamé—. ¡No, por favor, no hagas eso!

Carmo sonrió como si hubiera dicho algo gracioso, cogió de la mesa la tubería envuelta en fieltro y la blandió contra mi rodilla izquierda. Oí un estallido sordo allí abajo. Como un nudillo grande. El dolor fue atroz. Me tragué un grito y me desplomé contra los hombres que me sujetaban, que volvieron a erguirme a empujones.

Roth estaba plantado en la entrada, con las manos en los bolsillos y su alegre sonrisa plácida en la cara.

—Vale. Bien. Eso se hinchará, por cierto. No te creerás lo gorda que se va a poner. Pero oye, tú te lo has buscado. Entretanto, los hechos, señora, los hechos y nada más. —Los matones que me sostenían se rieron—. Es un hecho que nadie vestido como ibas vestido tú el día en que viniste a mi local hace una apuesta como esa. Para un hombre vestido como tú, una apuesta impulsiva son diez dólares, veinte como mucho. Pero los Piratas ganaron, eso también es un hecho. Y empiezo a creer que a lo mejor Eddie G. tenía razón. No en que eres un demonio, un vampiro o un chisme con poderes extrasensoriales, ni mucho menos, sino en que a lo mejor sí conoces a alguien que conoce a alguien. ¿No será que la cosa estaba amañada y estaba previsto que los Piratas ganasen en siete?

—Nadie amaña el béisbol, Roth. No desde los Black Sox en 1919. Llevas una casa de apuestas, deberías saberlo.

Alzó las cejas.

—¡Sabes cómo me llamo! Oye, a lo mejor sí que tienes poderes. Pero no dispongo de todo el día.

Echó un vistazo a su reloj, como para confirmarlo. Era grande y aparatoso, probablemente un Rolex.

—Intento ver dónde vives cuando vienes a cobrar, pero tapas la dirección con el pulgar. No pasa nada. Lo hace mucha gente. Decido que lo dejaré correr. ¿Tendría que haber mandado a unos muchachos calle abajo para que te pegaran una paliza, a lo mejor hasta matarte, para que Eddie G. no siga comiéndose lo que le queda de coco? ¿Solo porque un tipo hizo una apuesta suicida y me sacó doce mil? A tomar por culo; Eddie G. no se enteraría, y ojos que no ven… Además, si te quitaba de en medio, lo único que haría él sería empezar a pensar en otra cosa. A lo mejor que Henry Ford era el Annie Cristo o algo así. Carmo, otra vez no me escucha, ¡y eso me cabrea!

Carmo arremetió con la tubería contra mi vientre. Me alcanzó debajo de las costillas con fuerza paralizadora. Hubo dolor, primero irregular, después envuelto en una creciente explosión de calor, como una bola de fuego.

—Duele, ¿eh? —dijo Carmo—. Eso llega al alma.

—Creo que has desgarrado algo —protesté. Oí el ronco sonido de una máquina de vapor y caí en la cuenta de que era yo, jadeando.

—Eso espero, joder —dijo Roth—. ¡Te dejé ir, tonto del culo! ¡Te dejé ir, joder! ¡Me olvidé de ti! Luego te presentas donde Frank en Fort Worth para apostar en el puto combate Case-Tiger. El mismo modelo exacto: una apuesta gorda al que todos dan por perdedor con la mejor cuota que puedas conseguir. Esta vez predices el puto asalto exacto. O sea que te diré lo que va a pasar, amigo mío: me vas a contar cómo lo sabías. Si lo haces, te saco unas fotos tal y como estás ahora y Eddie G. se llevará una alegría. Sabe que no puede matarte, porque Carlos le dijo que no, y Carlos es el único al que hace caso, incluso ahora. Pero si te ve hecho una mierda…, qué digo, todavía no estás lo bastante hecho mierda. Machácalo un poco más, Carmo. Arréglale la cara.

De manera que Carmo me machacó la cara mientras los otros dos me sujetaban. Me rompió la nariz, me cerró el ojo izquierdo, me saltó unos cuantos dientes y me hizo un corte en la mejilla izquierda. Yo no paraba de pensar Me desmayaré o me matará, en cualquier caso el dolor cesará. Pero no me desmayé, y en algún momento Carmo lo dejó. Le oía respirar ruidosamente y vi salpicaduras rojas en sus guantes amarillos de cuero. El sol atravesaba las ventanas de la cocina y trazaba alegres rombos en el descolorido linóleo.

—Eso está mejor —dijo Roth—. Saca la Polaroid de la furgoneta, Carmo. Date prisa. Quiero acabar.

Antes de salir, Carmo se quitó los guantes y los dejó en la mesa, junto a la tubería de plomo. Varias de las tiras de fieltro se habían soltado. Estaban empapadas de sangre. Me dolía la cara, pero el abdomen aún más. El calor seguía extendiéndose. Algo iba muy mal por allá abajo.

—Una vez más, Amberson. ¿Cómo sabías que estaba amañado? ¿Quién te lo dijo? Di la verdad.

—Lo adiviné yo solo. —Intenté decirme que mi voz sonaba como si estuviera resfriado, pero no era así. Sonaba como un hombre al que acaban de pegarle una paliza.

Roth cogió la tubería y se dio unos golpecitos en la mano rechoncha.

—¿Quién te lo dijo, capullo?

—Nadie. Gutierrez tenía razón. Soy un demonio, y los demonios pueden ver el futuro.

—Te estás quedando sin opciones.

—Wanda es demasiado alta para ti, Roth. Y demasiado delgada. Cuando estás encima de ella, debes de parecer un sapo intentando follarse un tronco. O a lo mejor…

Su plácido rostro se arrugó en una mueca de furia. Fue una transformación completa que sucedió en menos de un segundo. Lanzó un golpe de tubería contra mi cabeza. Levanté el brazo izquierdo y lo oí crujir como una rama de abedul cargada de hielo. Esa vez, cuando me derrumbé, los matones me dejaron caer al suelo.

—Puto listillo, cómo odio a los putos listillos. —La voz parecía llegarme desde muy lejos. O desde muy arriba. O las dos cosas. Por fin me estaba preparando para perder el conocimiento, y no veía la hora. Sin embargo, me quedaba la suficiente visión para distinguir a Carmo cuando volvió con una cámara Polaroid. Era grande y aparatosa, de esas en que el objetivo está al final de una especie de acordeón.

—Dadle la vuelta —ordenó Roth—. Que se vea su perfil bueno.

Cuando los matones le obedecieron, Carmo le pasó la cámara y recibió de él la tubería. Después Roth se acercó la máquina a la cara y dijo:

—Mira al pajarito, puto soplapollas. Esta para Eddie G…

Flash.

—… y una para mi colección personal, que en realidad no tengo pero tal vez empiece ahora…

Flash.

—… y ahí va otra para ti. Para que recuerdes que, cuando alguien serio te hace preguntas, tienes que responder.

Flash.

Arrancó la tercera instantánea de la cámara y la tiró hacia mí. Aterrizó delante de mi mano izquierda… que entonces él pisó. Los huesos crujieron. Gimoteé y me llevé la mano herida al pecho. Me había roto por lo menos un dedo, quizá incluso tres.

—Más te vale acordarte de separar el negativo en sesenta segundos, o se quemará. Si estás consciente, claro.

—¿Quieres preguntarle algo más ahora que está ablandado? —preguntó Carmo.

—¿Estás de broma? Míralo. Ya no sabe ni su nombre. Que le den por culo. —Empezó a darse la vuelta pero se detuvo—. Oye, cabrón. Ahí va una de recuerdo.

Entonces fue cuando me dio una patada en la sien con lo que se me antojó un zapato de punta de acero. Explotaron cohetes en mi visión. Luego mi nuca topó con el rodapié y me desmayé.

 

 

16

 

No creo que estuviera inconsciente durante mucho tiempo, porque los rombos de luz del sol sobre el linóleo no parecían haberse movido. Tenía sabor a cobre mojado en la boca. Escupí al suelo sangre medio coagulada, junto con un fragmento de diente, y me dispuse a levantarme. Tuve que agarrarme a una de las sillas de la cocina con mi mano sana, y después a la mesa (que estuvo a punto de caérseme encima), pero en general fue más fácil de lo que pensaba. Sentía la pierna izquierda entumecida y los pantalones me apretaban a media altura, donde la rodilla se estaba hinchando como me habían prometido, pero pensé que podría haber sido mucho peor.

Miré por la ventana para asegurarme de que la furgoneta no estaba y luego emprendí una lenta y coja travesía al dormitorio. El corazón me palpitaba en el pecho con latidos enormes y blandos. Cada uno de ellos me retumbaba en la nariz rota y hacía que vibrase el lado izquierdo inflamado de mi cara, donde el pómulo debía de estar roto o casi. También me palpitaba de dolor la nuca. Tenía el cuello rígido.

Podría haber sido peor, me dije mientras avanzaba arrastrando los pies hacia el baño. Te tienes en pie, ¿o no? Coge la condenada pistola, métela en la guantera y ve en coche a urgencias. Estás básicamente entero. A buen seguro, mejor que Dick Tiger esta mañana.

Pude seguir diciéndome eso hasta que estiré la mano hacia el último estante del armario. Al hacerlo, algo primero dio un tirón en mis tripas… y luego pareció rodar. El calor sordo centrado en mi costado izquierdo se encendió como las brasas cuando les echas gasolina. Posé las puntas de los dedos en la culata de la pistola, la giré, colé un pulgar por el guardamonte y tiré para bajarla del estante. Cayó al suelo y rebotó hasta el dormitorio.

Probablemente ni siquiera está cargada. Me agaché para recogerla. Mi rodilla izquierda dio un grito y cedió. Caí al suelo y el dolor de mi barriga volvió a avivarse. Cogí la pistola, sin embargo, e hice rodar el tambor. Resultó que estaba cargada. Todas las recámaras. Me la guardé en el bolsillo e intenté arrastrarme de vuelta a la cocina, pero la rodilla dolía demasiado. El dolor de cabeza era peor todavía, y extendía unos tentáculos oscuros desde su pequeña cueva en mi nuca.

Llegué hasta la cama sobre la panza, con movimientos de nadador. Una vez allí, logré izarme usando el brazo y la pierna derechos. La pierna izquierda me sostenía, pero estaba perdiendo flexión en la rodilla. Tenía que salir de allí, y enseguida.

Debía de parecer Chester, el ayudante cojo del sheriff de La ley del revólver, mientras salía del dormitorio, cruzaba la cocina y llegaba a la puerta de entrada, abierta, colgando y con astillas alrededor del pestillo. Recuerdo que incluso pensé ¡Señor Dillon, señor Dillon, hay pelea en el Long Branch!

Superé el porche, agarrándome al pasamanos con la mano derecha, y bajé los escalones como un cangrejo. Solo había cuatro, pero mi dolor de cabeza empeoraba cada vez que me dejaba caer en uno. Me parecía que estaba perdiendo visión periférica, lo que no podía ser bueno. Intenté volver la cabeza para ver mi Chevrolet, pero el cuello no quería cooperar. Conseguí pivotar con todo el cuerpo arrastrando los pies y, cuando tuve el coche a la vista, comprendí que conducir era imposible. Incluso abrir la puerta del copiloto y esconder la pistola en la guantera era imposible: inclinarme haría que el dolor y el calor de mi costado estallaran de nuevo.

Saqué con torpeza el .38 Especial del bolsillo y volví al porche. Me agarré a la barandilla de la escalera y escondí la pistola bajo los escalones. Tendría que bastar. Volví a enderezarme y reemprendí mi lenta travesía por el camino que llevaba a la calle. Pasitos, me dije. Pasitos muy pequeños.

Dos chavales se acercaban en bici. Intenté decirles que necesitaba ayuda, pero lo único que salió de mi boca hinchada fue un seco jjjaaaajjj. Se miraron y pedalearon más deprisa mientras me rodeaban.

Giré a la derecha (mi rodilla inflamada hacía que ir a la izquierda pareciese la peor idea del mundo) y empecé a avanzar con paso vacilante por la acera. Mi visión seguía estrechándose; ya se diría que miraba por una tronera o desde la boca de un túnel. Por un momento eso me hizo pensar en la chimenea caída en la fundición Kitchener, en Derry.

Llega a Haines Avenue, me dije. Allí habrá tráfico. Tienes que llegar al menos hasta allí.

Pero ¿me dirigía a Haines Avenue o me alejaba de ella? No me acordaba. El mundo visible se había reducido a un nítido círculo de unos quince centímetros de diámetro. La cabeza me estallaba; en mis tripas ardía un incendio forestal. Cuando caí, me pareció que lo hacía a cámara lenta y la acera se me antojó tan blanda como una almohada de plumas.

Antes de que pudiera desmayarme, noté un golpecito. Algo duro y metálico. Una voz ronca a diez o quince kilómetros por encima de mí dijo:

—¡Oye! ¡Oye, chico! ¿Qué te pasa?

Me puse boca arriba. El movimiento me exigió las pocas fuerzas que me quedaban, pero lo conseguí. A gran altura sobre mí estaba la anciana que me había llamado cobarde cuando me negué a separar a Lee y Marina el Día de la Cremallera. Podría haber sido ese mismo día, porque, a pesar del calor de agosto, llevaba una vez más el camisón de franela rosa y la chaqueta acolchada. Tal vez porque todavía tenía presente el boxeo en lo que me quedaba de cabeza, su pelo tieso hacia arriba me recordó ese día al de Don King, en vez de al de Elsa Lanchester. Me había tanteado con una de las patas delanteras de su andador.

—Aydiosmío —dijo—. ¿Quién te ha pegado?

Era una larga historia y no podía contarla. La oscuridad se me echaba encima, y me alegraba porque el dolor de mi cabeza me estaba matando. Al tuvo cáncer de pulmón, pensé. Yo he tenido a Akiva Roth. En cualquier caso, se acabó lo que se daba. Gana Ozzie.

No si podía evitarlo.

Haciendo acopio de todas mis fuerzas, hablé a la cara que estaba encima de la mía, lo único luminoso que quedaba en la oscuridad creciente.

—Llame… nueve, uno, uno.

—¿Qué es eso?

Pues claro que no lo sabía. El nueve, uno, uno no se había inventado aún. Aguanté lo suficiente para hacer otro intento.

—Ambulancia.

Creo que lo repetí, pero no estoy seguro. Fue entonces cuando la oscuridad se me tragó.

 

 

17

 

Me he preguntado desde entonces si fueron unos críos quienes robaron mi coche, o los matones de Roth. Y cuándo pasó. En cualquier caso, los ladrones ni lo destrozaron ni lo estrellaron; Deke Simmons lo recogió en el depósito de la policía de Dallas una semana más tarde. Estaba en mucho mejor estado que yo.

El viaje en el tiempo está lleno de ironías.