CAPÍTULO 27

 

 

1

 

17/11/63 (domingo)

Sadie quería fregar los platos después de la cena, pero le dije que no perdiera tiempo y preparase su bolsa de viaje. Era pequeña y azul, con las esquinas redondeadas.

—Tu rodilla…

—Mi rodilla sobrevivirá a unos cuantos platos. Si quieres dormir ocho horas tienes que ponerte en marcha enseguida.

Diez minutos más tarde los platos estaban limpios, yo tenía las puntas de los dedos como pasas y Sadie estaba en la puerta. Con su pequeña bolsa de viaje en las manos y el pelo ondulado en torno a la cara, nunca me había parecido más guapa.

—¿Jake? Dime una cosa buena sobre el futuro.

Me sorprendió lo poco que se me ocurría. ¿Los teléfonos móviles? No. ¿Los atentados suicidas? Probablemente no. ¿El deshielo de los casquetes polares? A lo mejor en otro momento.

Entonces sonreí.

—Te daré dos por el precio de una. La guerra fría se acaba y el presidente es negro.

Sadie empezó a sonreír y luego vio que no bromeaba. Se quedó boquiabierta.

—¿Me estás diciendo que hay un negro en la Casa Blanca?

—En efecto. Aunque en mi época prefieren que los llamen afroamericanos.

—¿Hablas en serio?

—Sí. Del todo.

—¡Dios mío!

—Mucha gente dijo exactamente eso el día después de las elecciones.

—¿Está… haciendo un buen trabajo?

—Hay disparidad de opiniones. Si quieres la mía, lo está haciendo todo lo bien que cabría esperar, dadas las complejidades.

—Sabiendo eso, creo que volveré a Jodie… —se rió como una loca— en una nube.

Bajó la rampa, metió la bolsa en el cubículo que hacía las veces de maletero de su Escarabajo y me lanzó un beso. Iba a sentarse, pero no podía dejar que se fuera de esa manera. No podía correr —según el doctor Perry, para eso me faltaban aún ocho meses, tal vez un año—, pero cojeé rampa abajo tan rápido como pude.

—¡Espera, Sadie, espera un segundo!

El señor Kenopensky estaba sentado ante el apartamento de al lado en su silla de ruedas, arrebujado en una chaqueta y con su Motorola a pilas en el regazo. En la acera, Norma Whitten avanzaba con su paso cansino hacia el buzón de la esquina, ayudándose con un par de varas de madera que tenían más pinta de bastones de esquí que de muletas. Se volvió y nos saludó con la mano, intentando levantar el lado paralizado de su cara en una sonrisa.

Sadie me miró intrigada en el crepúsculo.

—Solo quería decirte una cosa —aclaré—. Quería decirte que eres lo mejor que me ha pasado en mi puñetera vida.

Se rió y me abrazó.

—Lo mismo digo, gentil caballero.

Nos besamos largo y tendido, y podría haberla besado durante más tiempo todavía de no haber sido por las secas palmadas que sonaron a nuestra derecha. El señor Kenopensky estaba aplaudiendo.

Sadie se apartó, pero me cogió por las muñecas.

—Llámame, ¿vale? Mantenme… ¿cómo es eso que dices? ¿Al loro?

—Eso es, y eso haré. —No tenía ninguna intención de mantenerla al loro. Tampoco a Deke ni a la policía.

—Porque esto no puedes hacerlo solo, Jake. Estás demasiado débil.

—Ya lo sé —dije, pensando: Más vale que no tengas razón—. Llámame para que sepa que has llegado bien.

Cuando su Escarabajo dobló la esquina y desapareció, el señor Kenopensky dijo:

—Le conviene esmerarse, Amberson. Esa chica es de las buenas.

—Lo sé. —Esperé al pie del camino de entrada lo suficiente para asegurarme de que la señora Whitten regresaba de la excursión al buzón sin caerse.

Lo consiguió.

Volví adentro.

 

 

2

 

Lo primero que hice fue coger mi llavero del aparador y examinar las llaves, sorprendido de que Sadie nunca me las hubiera enseñado para ver si me refrescaban la memoria… pero claro, no podía pensar en todo. Había una docena exacta. No tenía ni idea de para qué servían la mayoría de ellas, pero estaba bastante convencido de que la Schlage abría la puerta delantera de mi casa en… ¿era Sabattus? Creía que acertaba, pero no estaba seguro.

Entre las demás había una llave pequeña. Llevaba estampado FC y 775. Era la llave de una caja de seguridad, en efecto, pero ¿cuál era el banco? ¿First Commercial? Sonaba a banco, pero no encajaba.

Cerré los ojos y contemplé la oscuridad. Esperé, estaba casi seguro de que llegaría lo que quería…, y así fue. Vi una caja de seguridad con una funda de cocodrilo falso. Me vi abriéndola. Eso fue sorprendentemente fácil. Impreso en el resguardo de arriba figuraba no solo mi nombre en la Tierra de Antaño sino también mi última dirección oficial en ella.

 

214 Neely O. St. Apartamento 1

Dallas, TX

 

Pensé: Allí fue donde me robaron el coche.

Y pensé: Oswald. El asesino se llama Oswald Conejo.

No, por supuesto que no. Era un hombre, no un personaje de dibujos animados. Pero se acercaba.

—Voy por ti, señor Conejo —dije—. Todavía voy.

 

 

3

 

El teléfono sonó poco antes de las nueve y media. Sadie había llegado bien a casa.

—Supongo que no has recordado nada. Soy una pesada, ya lo sé.

—Nada. Y estás muy lejos de ser una pesada. —También iba a estar muy lejos de Oswald Conejo, si de mí dependía. Por no hablar de su mujer, cuyo nombre podía o no ser Mary, y su hija pequeña, de la que estaba seguro que se llamaba April.

—Me tomaste el pelo con lo de que habría un negro en la Casa Blanca, ¿verdad?

Sonreí.

—Espera un poco y lo verás por ti misma.

 

 

4

 

18/11/63 (lunes)

Las enfermeras del EVAD, una vieja e imponente y la otra joven y guapa, llegaron a las nueve de la mañana en punto. Se pusieron manos a la obra. Cuando la mayor consideró que ya había puesto bastantes muecas y había gemido lo suficiente, me pasó un sobre de papel con dos pastillas dentro.

—Dolor.

—En realidad no creo…

—Tómeselas —dijo; una mujer de pocas palabras—. Gratis.

Me las eché a la boca, las guardé en el carrillo, tragué agua y luego me disculpé para ir al baño. Allí las escupí.

Cuando volví a la cocina, la enfermera mayor dijo:

—Buen progreso. No se exceda.

—De ninguna manera.

—¿Los pillaron?

—¿Cómo dice?

— A los cabrones que le pegaron.

—Uh… todavía no.

—¿Haciendo algo que no debía?

Le dediqué una sonrisa de oreja a oreja, la que Christy decía que me hacía parecer un presentador de concursos que iba hasta arriba de crack.

—No me acuerdo.

 

 

5

 

El doctor Ellerton vino a verme a la hora de comer, cargado con enormes sándwiches de rosbif, crujientes patatas fritas que chorreaban aceite y los batidos prometidos. Comí todo lo que pude, que en realidad no era poco. Mi apetito estaba volviendo.

—Mike dejó caer la idea de organizar otro espectáculo de variedades —dijo—. Esta vez en beneficio de usted. Al final se impuso la sensatez. Un pueblo pequeño tiene sus límites. —Se encendió un cigarrillo, dejó caer la cerilla en el cenicero que había en la mesa y dio una calada con fruición—. ¿Alguna posibilidad de que la policía pille a los desgraciados que le hicieron esto? ¿Qué le dicen?

—Nada, pero lo dudo. Me limpiaron la cartera, me robaron el coche y se largaron.

—¿Qué hacía en ese lado de Dallas? No es lo que se dice un barrio lujoso de la ciudad.

Bueno, al parecer vivía allí.

—No me acuerdo. Visitar a alguien, tal vez.

—¿Descansa lo suficiente? ¿No fuerza demasiado esa rodilla?

—No. —Aunque sospechaba que la forzaría de lo lindo en breve.

—¿Aún se queda dormido de improviso?

—Eso ha mejorado bastante.

—Estupendo. Supongo…

Sonó el teléfono.

—Será Sadie —dije—. Me llama en su descanso para comer.

—Yo ya me iba, de todas formas. Me alegro de ver que ha recuperado algo de peso, George. Salude a la bella señorita de mi parte.

Lo hice. Sadie me preguntó si había recuperado algún recuerdo pertinente. Supe por su cuidadosa formulación que me llamaba desde la sala principal de la escuela… y que tendría que pagar la conferencia a la señora Coleridge cuando acabase. Además de llevar las finanzas de la ESCD, la señora Coleridge tenía las orejas muy largas.

Le respondí que no, que no había recordado nada pero que pensaba echar una cabezadita y esperaba encontrar algo al despertar. Añadí que la quería (era agradable decir algo que fuese verdad), pregunté por Deke, le deseé que pasara una buena tarde y colgué. Pero no eché una cabezada. Cogí las llaves del coche y mi maletín y arranqué rumbo al centro. Esperaba de todo corazón llevar algo en ese maletín para cuando volviera.

 

 

6

 

Conduje despacio y con cuidado, pero la rodilla me dolía como un demonio cuando entré en el First Corn Bank y enseñé la llave de mi caja de seguridad.

Mi banquero salió de su despacho para saludarme, y su nombre me vino a la cabeza en el acto: Richard Link. Abrió los ojos con cara de preocupación cuando le salí al paso renqueando.

—¿Qué le ha pasado, señor Amberson?

—Un accidente de coche. —Esperaba que hubiera pasado por alto o hubiese olvidado el breve que apareció en la sección de sucesos del Morning News. Yo no lo había leído, pero salió: El señor George Amberson de Jodie, víctima de paliza y atraco, hallado inconsciente y llevado al hospital Parkland—. Me estoy recuperando bien.

—Me alegra oír eso.

Las cajas de seguridad estaban en el sótano. Bajé la escalera a la pata coja. Usamos nuestras llaves y Link llevó mi caja a uno de los cubículos. La dejó en una mesita minúscula, con el tamaño justo para la caja, y señaló el botón de la pared.

—Llame a Melvin cuando haya terminado. Él le ayudará.

Le di las gracias y, cuando se fue, cerré la cortina del cubículo. Habíamos abierto las cerraduras de la caja, pero la tapa seguía cerrada. La contemplé con el corazón en un puño. Dentro estaba el futuro de John Kennedy.

La abrí. Encima de todo había un fajo de billetes y varios objetos sueltos de mi piso de Neely Street, entre ellos mi talonario del First Corn. Debajo había un manuscrito sujeto por dos gomas. En la primera página ponía EL LUGAR DEL CRIMEN. No aparecía el nombre del autor, pero era mío. Debajo había un cuaderno azul: La Palabra de Al. Lo sostuve en mis manos, abrumado por la terrible certeza de que, cuando lo abriera, todas las páginas estarían en blanco. Míster Tarjeta Amarilla las habría borrado.

Por favor, no.

Abrí la cubierta. En la primera página, una fotografía me devolvió la mirada. Una cara estrecha y no muy atractiva. Labios curvados en una sonrisa que conocía bien: ¿no la había visto con mis propios ojos? Era la clase de sonrisa que dice: Sé lo que pasa y tú no, pobre iluso.

Lee Harvey Oswald. El despreciable delgaducho que iba a cambiar el mundo.

 

 

7

 

Los recuerdos volvieron en tropel mientras trataba de recobrar el aliento en el cubículo del banco.

Ivy y Rosette en Mercedes Street. Apellido Templeton, como el de Al.

Las niñas de la comba: «Mi viejo un submarino go-bier-na».

Silent Mike (Holy Mike) de Electrónica Satélite.

George de Mohrenschildt rasgándose la camisa como Superman.

Billy James Hargis y el general Edwin A. Walker.

Marina Oswald, la hermosa rehén del asesino, plantada en mi puerta del 214 de Neely Oeste: «Pierdone, por favor, ¿ha visto a mi espotka?».

El Depósito de Libros Escolares de Texas.

Sexto piso, ventana sudeste. La que mejor vista tenía de Dealey Plaza y Elm Street, donde se curvaba hacia el Triple Paso Inferior.

Empecé a estremecerme. Me agarré con fuerza los bíceps con los brazos cruzados sobre el pecho. Eso hizo que el izquierdo —roto por la tubería envuelta en fieltro— me doliera, pero no me importó. Me alegré. El dolor me ataba al mundo.

Cuando los temblores por fin remitieron, metí en el maletín el manuscrito inacabado, el preciado cuaderno azul y todo lo demás. Estiré el brazo hacia el botón que avisaría a Melvin y entonces eché un último vistazo al fondo de la caja. Allí encontré dos objetos más. Uno era el anillo barato que había adquirido en una casa de empeños para respaldar mi tapadera en Electrónica Satélite. El otro era el sonajero rojo que había pertenecido a la hija de los Oswald (June, no April). El sonajero fue al maletín y la alianza al bolsillo de mis pantalones dedicado al reloj. La tiraría de camino a casa. Cuando llegase el momento, si llegaba, Sadie recibiría una mucho mejor.

 

 

8

 

Golpecitos sobre cristal. Luego una voz:

—¿… bien? Señor, ¿se encuentra bien?

Abrí los ojos, al principio sin tener ni idea de dónde estaba. Miré a mi izquierda y vi a un policía de uniforme dando golpecitos en la ventanilla de la puerta del conductor de mi Chevy. Entonces lo recordé. A mitad de camino hacia Eden Fallows, cansado, emocionado y aterrorizado al mismo tiempo, me había asaltado esa sensación de Voy a dormirme. Había parado de inmediato en un oportuno aparcamiento. Eso había sido alrededor de las dos. Viendo la luz menguante calculé que debían de ser alrededor de las cuatro.

Bajé la ventanilla con la manivela y dije:

—Lo siento, agente. De golpe me ha entrado mucho sueño y me ha parecido más seguro parar.

Asintió.

—Sí, sí, es lo que tiene la bebida. ¿Cuántas se ha tomado antes de subirse al coche?

—Ninguna. Sufrí una lesión cerebral hace unos meses. —Giré el cuello para que viera los puntos donde todavía no me había crecido el pelo.

Estaba medio convencido, pero aun así me pidió que le echara el aliento a la cara. Eso acabó de persuadirlo.

—Enséñeme el carnet —dijo.

Le mostré mi permiso de conducir de Texas.

—¿No pensará conducir hasta Jodie, verdad?

—No, agente, solo hasta el norte de Dallas. Me alojo en un centro de rehabilitación llamado Eden Fallows.

Estaba sudando. Esperaba que, si el policía lo veía, lo considerase normal en un hombre que había echado una siesta en un coche cerrado en un día de noviembre tirando a cálido. También esperaba —fervientemente— que no me pidiera que le enseñara lo que llevaba en el maletín que tenía a mi lado en el asiento delantero. En 2011, podía negarme a esa petición aduciendo que dormir en mi coche no era causa probable. Qué caray, el aparcamiento ni siquiera era de pago. En 1963, sin embargo, un policía podía ponerse a rebuscar. No encontraría drogas, pero dinero en efectivo, un manuscrito con la palabra «crimen» en el título y un cuaderno lleno de excentricidades alucinatorias sobre Dallas y JFK. ¿Me llevarían a la comisaría más cercana para interrogarme o de vuelta al Parkland para someterme a un examen psiquiátrico? ¿Tardaban demasiado los Waltons en darse las buenas noches?

Me miró durante un momento, grande y rubicundo, un policía como pintado por Normal Rockwell que no hubiera desentonado en una portada del Saturday Evening Post. Entonces me devolvió el permiso.

—De acuerdo, señor Amberson. Vuelva a ese sitio, Fallows, y le sugiero que aparque el coche para toda la noche cuando llegue. Tiene mala cara, con siesta o sin ella.

—Eso es exactamente lo que pienso hacer.

Lo vi por el retrovisor mientras me alejaba, observándome. Tenía la certeza de que me dormiría otra vez antes de perderlo de vista. Esa vez no habría previo aviso; se me iría el coche, me subiría a la acera y quizá incluso me llevaría por delante a un peatón o tres antes de empotrarme contra el escaparate de una tienda de muebles.

Cuando por fin aparqué delante de mi pequeña casita con la rampa que llevaba a la entrada, me dolía la cabeza, me lagrimeaban los ojos y la rodilla me palpitaba…, pero mis recuerdos de Oswald se conservaban firmes y claros. Tiré mi maletín sobre la mesa de la cocina y llamé a Sadie.

—Te he llamado cuando he llegado a casa después de la escuela, pero no estabas —dijo ella—. Me tenías preocupada.

—Estaba al lado, jugando al cribbage con el señor Kenopensky. —Esas mentiras eran necesarias. Tenía que recordarlo. Y debía decirlas con soltura, porque ella me conocía.

—Bueno, eso está bien. —Luego, sin hacer una pausa o cambiar de inflexión—. ¿Cómo se llama? ¿Cómo se llama el hombre?

Lee Oswald. Casi me lo saca por sorpresa.

—To… todavía no lo sé.

—Has dudado. Lo he oído.

Esperé a que cayera la acusación agarrando el teléfono con tanta fuerza que me dolía.

—Esta vez casi te ha salido de sopetón, ¿o no?

—He notado algo —reconocí con cautela.

Charlamos durante quince minutos mientras yo observaba el maletín con las notas de Al dentro. Me pidió que la llamara más tarde. Se lo prometí.

 

 

9

 

Decidí esperar a después del telediario de Huntley y Brinkley para abrir de nuevo el cuaderno azul. No creía que fuese a encontrar mucha información de valor práctico a esas alturas. Las notas finales de Al eran esquemáticas y apresuradas; nunca había esperado que la Misión Oswald durase tanto. Yo tampoco. Llegar hasta ese cretino fracasado era como viajar por una carretera llena de ramas caídas, y al final el pasado a lo mejor lograba protegerse. Pero yo había detenido a Dunning. Eso me daba esperanzas. Tenía el germen de un plan que podría permitirme detener a Oswald sin acabar en la cárcel o en la silla eléctrica en Huntsville. Tenía excelentes motivos para querer conservar la libertad. El mejor de todos se encontraba en Jodie esa noche, probablemente sirviendo una sopa de pollo a Deke Simmons.

Recorrí de forma metódica mi pequeño apartamento adaptado para inválidos, recogiendo cosas. Aparte de mi vieja máquina de escribir, no quería dejar atrás ni rastro de George Amberson cuando me fuera. Esperaba que ese momento no llegara hasta el miércoles, pero si Sadie decía que Deke se encontraba mejor y ella pensaba volver el martes por la noche, tendría que acelerar las cosas. ¿Y dónde me escondería hasta que cumpliera mi tarea? Muy buena pregunta.

Un trompeteo escandaloso anunció el telediario. Apareció Chet Huntley.

—«Después de pasar el fin de semana en Florida, donde presenció el lanzamiento de pruebas de un misil Polaris y visitó a su enfermo padre, el presidente Kennedy ha tenido un lunes ajetreado en el que ha dado cinco discursos en nueve horas.»

Un helicóptero —el Marine One— descendió entre los vítores de la multitud que lo esperaba. El siguiente plano mostraba a Kennedy acercándose a la muchedumbre tras una barrera improvisada, arreglándose el pelo desordenado con una mano y la corbata con la otra. Se adelantó con grandes zancadas al contingente del Servicio Secreto, que tuvo que trotar para ponerse a su altura. Observé, fascinado, cómo conseguía incluso colarse por un hueco entre las barreras y se adentraba en la masa de personas congregadas, dando la mano a diestra y siniestra. Los agentes que lo acompañaban corrían en pos de él con cara de consternación.

—«Esta ha sido la escena en Tampa —prosiguió Huntley—, donde Kennedy se dio un baño de multitudes de casi diez minutos. Preocupa a quienes tienen la tarea de mantenerlo a salvo, pero a la vista está que a la gente le encanta. Y a él también, David; por mucho que se hable de su altivez, disfruta con las exigencias de la política.»

Kennedy ya avanzaba hacia su limusina, todavía estrechando manos y aceptando un abrazo que otro de alguna señorita. El coche era un descapotable con el techo bajado, idéntico al que lo llevaría desde Love Field hasta su cita con la bala de Oswald. Quizá fuese el mismo. Por un momento la desenfocada filmación en blanco y negro captó una cara conocida entre la multitud. Me senté en el sofá y observé cómo el presidente de Estados Unidos daba la mano a mi antiguo corredor de apuestas de Tampa.

No tenía manera de saber si Roth acertaba con lo de la sífilis o se limitaba a repetir un rumor, pero Eduardo Gutierrez había perdido mucho peso, se estaba quedando calvo y sus ojos parecían confusos, como si no estuviera seguro de dónde estaba o incluso de quién era. Al igual que la escolta del Servicio Secreto de Kennedy, los hombres que lo flanqueaban llevaban gruesas americanas a pesar del calor de Florida. Fue solo una instantánea, y luego las imágenes volvieron a Kennedy, que se alejaba en el coche abierto que tan vulnerable lo dejaba, aún saludando y sonriendo de un lado a otro.

De vuelta a Huntley, cuya cara, de facciones marcadas, lucía una sonrisa irónica.

—«El día ha tenido su parte divertida, David. Cuando el presidente entraba en la sala de baile del International Inn, donde la Cámara de Comercio de Tampa esperaba para oírlo hablar…, bueno, escúchalo tú mismo.»

De nuevo las imágenes. Mientras Kennedy entraba saludando al público puesto en pie, un anciano, con un sombrero alpino y pantalones bávaros, atacó el «Hail to the Chief» con un acordeón más grande que él. El presidente tardó un poco en procesar lo que estaba viendo y luego levantó las dos manos en un afable gesto de «no me lo puedo creer». Por primera vez lo vi como había llegado a ver a Oswald: como un hombre real. En el primer momento de incredulidad y el gesto que lo siguió, vi algo más bello incluso que el sentido del humor: la apreciación del absurdo esencial de la vida.

David Brinkley también sonreía.

—«Si Kennedy sale reelegido, quizá inviten a este caballero a tocar en el baile inaugural. Probablemente “La polca del barril de cerveza”, más que el “Hail to the Chief”. Entretanto, en Ginebra…»

Apagué la tele, volví al sofá y abrí el cuaderno de Al. Mientras pasaba las hojas buscando el final, no paraba de aparecérseme ese gesto de incredulidad. Y la sonrisa. Sentido del humor; sentido del absurdo. El hombre de la ventana del sexto piso del Depósito de Libros no tenía ninguna de las dos cosas. Oswald lo había demostrado una y otra vez, y un hombre así no es quién para cambiar la historia.

 

 

10

 

Me horrorizó descubrir que cinco de las últimas seis páginas del cuaderno de Al trataban de los movimientos de Lee en Nueva Orleans y sus infructuosos intentos de llegar a Cuba vía México. Solo la última página se centraba en los días previos al asesinato, y esas últimas notas eran superficiales. Al sin duda se sabía de memoria esa parte de la historia, y probablemente se imaginaba que, si no había eliminado a Oswald para la tercera semana de noviembre, iba a ser demasiado tarde.

 

3/10/63: O vuelve a Texas. Él y Marina «más o menos» separados. Ella vive con Ruth Paine, O aparece sobre todo en fines de semana. Ruth consigue a O trabajo en el Dep Libros a través de un vecino (Buell Frazier). Ruth llama a O «joven encantador».

O vive en Dallas durante laborables. Pensión.

17/10/63: O empieza a trabajar en Dep. Mueve libros, descarga camiones, etc.

18/10/63: O cumple 24. Ruth y Marina organizan fiesta sorpresa. O les da las gracias. Llora.

20/10/63: Nace 2.ª hija: Audrey Rachel. Ruth lleva a Marina a hosp (Parkland) mientras O trabaja. Fusil guardado en garaje de Paine, envuelto en manta.

O recibe repetidas visitas de agente FBI James Hosty. Aviva su paranoia.

21/11/63: O va a casa Paine. Suplica a Marina vuelva. M se niega. Gota que colma vaso para O.

22/11/63: O deja todo su dinero en aparador para Marina. También la alianza. Va de Irving a Dep Libros con Buell Frazier. Lleva paquete envuelto en papel marrón. Buell pregunta por él. «Barras para las cortinas de mi nuevo apartamento», dice O. Fusil Mann-Carc probablemente desmontado. Buell deja coche en aparcamiento público a 2 manzanas del Dep Libros, 3 min. caminando.

11.50 h.: O construye nido de francotirador en esquina SE del 6.º piso, usa cartones para ocultarse de obreros del otro lado, que ponen contrachapado para nueva planta. Almuerzo. Nadie allí excepto él. Todos esperan para ver al Pres.

11.55 h.: O monta y carga el Mann-Carc.

12.29 h.: Comitiva llega a Dealey Plaza.

12.30 h.: O dispara 3 veces. 3.er disparo mata a JFK.

 

La información que más me interesaba —las señas de la pensión de Oswald— no figuraba en las notas de Al. Contuve el impulso de lanzar el cuaderno a la otra punta de la habitación. En lugar de eso me levanté, me puse el abrigo y salí. Ya casi había oscurecido del todo, pero en el cielo brillaban tres cuartos de luna. A su luz vi al señor Kenopensky hundido en su silla. Tenía el Motorola en el regazo.

Bajé por la rampa y me acerqué cojeando.

—¿Señor K? ¿Todo bien?

Por un momento no me respondió y ni siquiera se movió, y di por seguro que estaba muerto. Después alzó la vista y sonrió.

—Solo escuchaba mi música, hijo. Por las noches ponen swing en la KMAT, y me trae muchos recuerdos. En los viejos tiempos bailaba el lindy y el bunny-hop como un campeón, aunque nadie lo diría viéndome ahora. ¿No está bonita la luna?

Estaba bien bonita. La contemplamos durante un rato sin hablar, y pensé en el trabajo que tenía por delante. Quizá no sabía dónde dormía Lee esa noche, pero sí conocía el paradero de su fusil: el garaje de Ruth Paine, envuelto en una manta. ¿Y si iba allí y me lo llevaba? A lo mejor no tenía ni que entrar por la fuerza. Estaba en la Tierra de Antaño, donde la gente del interior no cerraba su casa con llave, y mucho menos su garaje.

Aunque, ¿y si Al se equivocaba? A fin de cuentas, se había equivocado con el escondrijo para el arma antes del atentado contra Walker. Y aunque estuviera allí…

—¿Qué piensas, hijo? —preguntó el señor Kenopensky—. Tienes mala cara. Espero que no sea un problema de faldas.

—No. —Al menos todavía no—. ¿Da usted consejos?

—Sí, señor, los doy. Es para lo que sirven los vejestorios cuando ya no pueden tirar un lazo o montar derechos.

—Pongamos que supiera que un hombre iba a hacer algo malo. Que estaba absolutamente decidido a hacerlo. Si parase los pies a ese hombre una vez, disuadiéndole, por ejemplo, ¿cree que volvería a intentarlo al cabo de un tiempo, o ese momento pasaría para siempre?

—Cuesta saberlo. ¿Crees tal vez que quienquiera que le dejó las marcas a tu señorita va a volver para intentar rematar la faena?

—Algo parecido.

—Un chalado. —No era una pregunta.

—Sí.

—Los hombres cuerdos a menudo entienden las sugerencias —dijo el señor Kenopensky—. Los chalados no suelen hacerlo. Lo vi muchas veces en los tiempos de la artemisa, antes de la luz eléctrica y los teléfonos. Les das un aviso, y vuelven. Les das una paliza, y te tienden una emboscada: primero a ti y luego al tipo a por el que van de verdad. Los encierras en el calabozo, y esperan hasta que salen. Lo más seguro con los locos es meterlos entre rejas por una buena temporada. O matarlos.

—Eso pienso yo, también.

—No le dejes volver para que acabe de desgraciarla, si eso es lo que pretende. Si ella te importa tanto como parece, tienes una responsabilidad.

Sin duda la tenía, aunque Clayton ya no era el problema. Volví a mi pequeño apartamento modular, preparé un café cargado y me senté con un bloc. Mi plan ya estaba un poco más claro, y quería empezar a desarrollar los detalles.

En lugar de eso hice garabatos. Luego me dormí.

Cuando desperté era casi medianoche y la mejilla me dolía donde había estado apretada contra el hule a cuadros que cubría la mesa de la cocina. Miré lo que había en el bloc. No sabía si lo había dibujado antes de dormirme o si había despertado lo suficiente para hacerlo y no podía recordarlo.

Era un arma de fuego. No un fusil Mannlicher-Carcano, sino una pistola. Mi pistola. La que había tirado bajo los escalones del 214 de Neely Oeste. Probablemente seguía allí. Esperaba que siguiera allí.

Iba a necesitarla.

 

 

11

 

19/11/63 (martes)

Sadie llamó por la mañana y me dijo que Deke estaba un poco mejor, pero que pensaba obligarlo a quedarse en casa también el día siguiente.

—Si no, intentará ir a trabajar y tendrá una recaída. Pero dejaré la bolsa preparada antes de ir al instituto mañana por la mañana y saldré hacia allá en cuanto acabe la sexta hora.

La sexta hora acababa a la una y diez. Lo que significaba que yo tenía que haberme ido de Eden Fallows para las cuatro del día siguiente como muy tarde. Eso si supiera adónde debía ir.

—Tengo ganas de verte.

—Suenas raro, como tenso. ¿Te duele la cabeza?

—Un poco —dije. Era cierto.

—Túmbate con un trapo mojado encima de los ojos.

—Eso haré. —No tenía intención de hacerlo.

—¿Has pensado algo?

En realidad, sí. Había pensado que llevarme el fusil de Lee no era suficiente. Y dispararle en casa de Ruth Paine era una mala opción. Y no solo porque probablemente me pillarían; contando a los dos de Ruth, había cuatro niños en esa casa. Aun así, tal vez lo habría intentado si hubiese podido salir al paso de Lee desde una parada de autobús cercana, pero lo acompañaría en coche Buell Frazier, el vecino que le había encontrado trabajo a petición de Ruth Paine.

—No —respondí—. Todavía no.

—Se nos ocurrirá algo. Ya verás.

 

 

12

 

Conduje (aún poco a poco, pero cada vez con más confianza) hasta la otra punta de la ciudad, a Neely Oeste, preguntándome qué haría si la planta baja estaba ocupada. Comprar una pistola nueva, supuse…, pero el .38 Especial de la policía era la que quería, aunque solo fuera porque había tenido una igual en Derry y aquella misión había sido un éxito.

Según el locutor Frank Blair del boletín Today, Kennedy se había desplazado a Miami, donde lo había recibido una nutrida muchedumbre de cubanos. Algunos sostenían en alto carteles que decían VIVA JFK, mientras que otros mostraban una pancarta que rezaba KENNEDY ES UN TRAIDOR A NUESTRA CAUSA. Si nada cambiaba, le quedaban setenta y dos horas. Oswald, al que solo le quedaba un poquito más, estaría en el Depósito de Libros, quizá cargando cajas de cartón en los montacargas, quizá en la sala de descanso tomando un café.

Tal vez pudiera liquidarlo allí —acercarme como si tal cosa y llenarlo de plomo—, pero se me echarían encima y me tumbarían. Después del disparo mortal, si tenía suerte. Antes, si no la tenía. En cualquier caso, la próxima vez que viera a Sadie Dunhill sería a través de un cristal reforzado con alambres. Si tenía que entregarme para pararle los pies a Oswald —«sacrificarme», por recurrir al lenguaje heroico—, me creía capaz de hacerlo. Pero no quería que la cosa acabara así. Quería a Sadie y quería mi bizcocho.

Había una barbacoa en el jardín del 214 de Neely Oeste, y una mecedora nueva en el porche, pero las persianas estaban cerradas y no había ningún coche en el camino de entrada. Aparqué delante, me dije que de los cobardes nada se ha escrito y subí los escalones. Me planté donde se había situado Marina el 10 de abril, cuando había ido a visitarme, y llamé como había llamado ella. Si alguien abría la puerta, yo sería Frank Anderson, de ronda por el barrio para promocionar la Enciclopedia Británica (era demasiado viejo para ir vendiendo el periódico Grit). Si la señora de la casa demostraba interés, prometería volver con mi maletín de muestras al día siguiente.

No respondió nadie. A lo mejor la señora de la casa también trabajaba. A lo mejor estaba por el barrio, visitando a una vecina. A lo mejor estaba durmiendo la mona en el dormitorio que había sido mío no hacía mucho. Se me daba un ardite, como decimos en la Tierra de Antaño. El lugar estaba tranquilo, que era lo que importaba, y no pasaba nadie por la acera. Ni siquiera estaba a la vista la señora Alberta Hitchinson, la centinela del barrio con su andador.

Bajé del porche con mi cojera de cangrejo, me alejé por el camino, di media vuelta como si hubiera olvidado algo y miré bajo los escalones. El .38 estaba allí, medio sepultado por las hojas, de entre las que asomaba el cañón chato. Hinqué la rodilla buena, pesqué el arma y la guardé en el bolsillo lateral de mi chaqueta sport. Miré a mi alrededor y no vi a nadie que me observara. Cojeé hasta mi coche, metí la pistola en la guantera y arranqué.

 

 

13

 

En vez de volver a Eden Fallows, conduje hasta el centro de Dallas y paré en una tienda de artículos deportivos para comprar un kit de limpieza de armas y una caja de munición. Lo último que quería era que el .38 fallara o me explotase en la cara.

Mi siguiente parada fue el Adolphus. No había habitaciones libres hasta la semana siguiente, me dijo el botones —todos los hoteles de Dallas estaban llenos con motivo de la visita del presidente—, pero, por una propina de un dólar, aparcó de mil amores mi coche en el aparcamiento del hotel.

—Sin embargo, tiene que irse antes de las cuatro. Es cuando empieza a llenarse la recepción.

Para entonces era mediodía. Solo me separaban tres o cuatro manzanas de Dealey Plaza, pero me tomé mi tiempo para llegar hasta allí. Estaba cansado y mi dolor de cabeza había empeorado a pesar de un sobre de polvos Goody. Los tejanos conducen con el claxon, y cada pitada me taladraba el cerebro. Hice muchos descansos, apoyado en las paredes de los edificios y plantado sobre mi pierna buena como una garza. Un taxista fuera de servicio me preguntó si estaba bien; le aseguré que sí. Era mentira. Me sentía angustiado y agobiado. Un hombre con una rodilla hecha cisco realmente no debería cargar a la espalda el futuro del mundo.

Deposité mi agradecido trasero en el mismo banco en el que me había sentado en 1960, apenas días después de llegar a Dallas. El olmo que me había dado sombra entonces entrechocaba hoy sus ramas desnudas. Estiré la rodilla dolorida, suspiré de alivio y después devolví mi atención al feo cubo de ladrillo del Depósito de Libros. Las ventanas que daban a las calles Houston y Elm centelleaban al gélido sol de la tarde. «Sabemos un secreto —decían—. Vamos a ser famosas, sobre todo la de la esquina sudeste del sexto piso. Seremos famosas, y no puedes impedírnoslo.» Una sensación de estúpida amenaza rodeaba el edificio. ¿Y era yo el único que lo pensaba? Observé cómo varias personas se cambiaban a la otra acera de Elm Street cuando pasaban por delante y concluí que no. Lee estaba dentro de ese cubo en ese preciso instante, y no me cabía duda de que estaba pensando muchas de las mismas cosas que pensaba yo. ¿Puedo hacerlo? ¿Lo haré? ¿Es mi destino?

Robert ya no es tu hermano, pensé. Ahora tu hermano soy yo, Lee, tu hermano de armas. Lo que pasa es que no lo sabes.

Detrás del Depósito, en la estación de tren, sonó el pitido de un motor. Una bandada de palomas de collar emprendió el vuelo. Sobrevolaron en círculos el cartel de Hertz de la azotea del Depósito y se alejaron en dirección a Fort Worth.

Si lo mataba antes del día 22, Kennedy se salvaría, pero yo casi con toda seguridad me pasaría en la cárcel o en un hospital psiquiátrico veinte o treinta años. Pero ¿y si lo mataba el 22 mismo? ¿Tal vez mientras montaba su fusil?

Esperar hasta tan tarde en la partida conllevaría un riesgo terrible que había intentado evitar por todos los medios, pero creía que podía hacerse y a esas alturas probablemente era mi mejor oportunidad. Hubiese sido más seguro con un socio que me ayudase a efectuar mis jugadas, pero solo tenía a Sadie y no pensaba involucrarla. Ni siquiera, comprendí desolado, si eso significaba que Kennedy moriría o que yo acabaría en la cárcel. Ella ya había sufrido bastante.

Empecé a volver lentamente al hotel para recuperar mi coche. Eché un último vistazo hacia atrás al Depósito de Libros. Me estaba mirando. No me cabía duda. Y por supuesto la historia iba a terminar allí, había sido un iluso al imaginar otra cosa. Había sido conducido hasta esa mole de ladrillo como a una vaca por la rampa del matadero.

 

 

14

 

20/10/63 (miércoles)

Al amanecer me desperté de un sueño que no recordaba con el corazón desbocado.

Lo sabe.

¿Sabe qué?

Que le has estado mintiendo sobre todo lo que afirmas no recordar.

—No —dije. Tenía la voz pastosa de sueño.

Sí. Fue cautelosa al decir que partía después de la sexta hora porque no quiere que sepas que piensa salir mucho antes. No quiere que lo sepas hasta que se presente aquí. En realidad, puede que ya esté en camino. Irás por la mitad de tu sesión de rehabilitación matutina, y entrará por sorpresa.

No quería creerlo, pero me parecía una conclusión cantada.

Así pues, ¿adónde iba a ir? Sentado en la cama a la primera luz de esa mañana de miércoles, eso también parecía una conclusión cantada. Era como si mi subconsciente lo hubiera sabido en todo momento. El pasado tiene resonancia, emite eco.

Antes que nada tenía una tarea más que realizar con mi gastada máquina de escribir. Una tarea desagradable.

 

 

15

 

20 de noviembre de 1963

Querida Sadie:

Te he estado mintiendo. Creo que ya hace bastante tiempo que lo sospechas. Creo que piensas aparecer hoy antes de lo previsto, por eso no volverás a verme hasta después de que JFK visite Dallas pasado mañana.

Si todo sale como espero, disfrutaremos de una vida larga y feliz, juntos, en un sitio diferente. Al principio te parecerá extraño, pero creo que te acostumbrarás. Yo te ayudaré. Te quiero, y por eso no puedo permitir que participes en esto.

Por favor, cree en mí; por favor, sé paciente y, por favor, no te sorprendas si lees mi nombre y ves mi foto en los periódicos; si las cosas salen como quiero, probablemente no suceda. Por encima de todo, no intentes encontrarme.

 

Con todo mi amor,

Jake

 

PD: Deberías quemar esta nota.

 

 

16

 

Guardé mi vida como George Amberson en el maletero de mi Chevrolet con alas de gaviota, dejé clavada en la puerta una nota para la fisioterapeuta y arranqué el coche con pesar y añoranza. Sadie salió de Jodie más temprano incluso de lo que yo pensaba: antes de que amaneciese. Partí de Eden Fallows a las nueve. Ella aparcó su Escarabajo a las nueve y cuarto, leyó la nota que cancelaba mi sesión de fisioterapia y entró con la llave que le había dado. Apoyado en el rodillo de la máquina de escribir había un sobre a su nombre. Lo abrió, leyó la carta, se sentó en el sofá delante del televisor apagado y lloró. Seguía llorando cuando apareció la fisioterapeuta…, pero había quemado la nota, como yo le había pedido.

 

 

17

 

En Mercedes Street reinaba un silencio casi total bajo un cielo encapotado. Las niñas de la comba no estaban a la vista —debían de estar en clase, quizá escuchando embelesadas mientras su maestra les hablaba de la inminente visita presidencial—, pero el cartel de SE ALQUILA volvía a estar clavado en la maltrecha barandilla del porche, como me esperaba. Incluía un teléfono. Conduje hasta el aparcamiento del almacén de Montgomery Ward y llamé desde la cabina cercana al muelle de carga. No me cabía la menor duda de que el hombre que respondió con un lacónico «Sí, al habla Merritt» era el mismo que había alquilado el 2703 a Lee y Marina. Aún veía su sombrero Stetson y sus chillonas botas remendadas.

Le dije lo que quería y se rió con incredulidad.

—No alquilo por semanas. Esa es una buena casa, forastero.

—Es un cuchitril —repliqué—. He estado dentro, lo sé.

—Espere un momento, mecachis…

—No, señor, espere usted. Le daré cincuenta pavos por malvivir en ese agujero durante el fin de semana. Eso es casi el alquiler de un mes entero, y usted podrá volver a colgar el cartel en la ventana este mismo lunes.

—¿Por qué va usted a…?

—Porque viene Kennedy y todos los hoteles de Dallas-Fort Worth están llenos. He recorrido un largo camino para verlo, y no pienso acampar en el parque Fair ni en Dealey Plaza.

Oí el chasquido y el siseo de un mechero mientras Merritt recapacitaba.

—El tiempo corre —dije—. Tictac.

—¿Cómo se llama, forastero?

—George Amberson. —Casi deseaba haberme instalado sin molestarme en llamar. Había estado a punto de hacerlo, pero una visita del Departamento de Policía de Fort Worth era lo último que necesitaba. Dudaba que a los residentes de una calle en la que estallaban gallinas por los aires para celebrar las fiestas les importase un pito que alguien ocupara una casa ilegalmente, pero más valía prevenir. Ya no caminaba alrededor del castillo de naipes; estaba viviendo dentro.

—Nos vemos delante de la casa dentro de media hora, cuarenta y cinco minutos.

—Estaré dentro —dije—. Tengo llave.

Más silencio. Después:

—¿De dónde la ha sacado?

No tenía intención de delatar a Ivy, aunque siguiera en Mozelle.

—De Lee. Lee Oswald. Me la dio para que pudiera regarle las plantas.

—¿Ese mierdecilla tenía plantas?

Colgué y volví en coche al 2703. Mi casero temporal, llevado quizá por la curiosidad, llegó en su Chrysler apenas quince minutos después. Llevaba su Stetson y sus botas de fardar. Yo esperaba sentado en el salón, escuchando cómo discutían los fantasmas de unas personas que aún vivían. Tenían mucho que decir.

Merritt quería sonsacarme información sobre Oswald: ¿de verdad era un maldito comunista? Le expliqué que no, que era un buen chico de Luisiana que trabajaba en un sitio con vistas al desfile del presidente el viernes. Le dije que esperaba que Lee me dejara compartir su mirador privilegiado.

—¡Puto Kennedy! —casi gritó Merritt—. Ese sí que es un comunista. Alguien tendría que llenar de plomo a ese malnacido hasta que no se meneara.

—Que tenga un buen día —le dije mientras abría la puerta.

Se fue, pero no muy satisfecho. Estamos hablando de un tipo acostumbrado a que los inquilinos se arrastraran y le rindiesen pleitesía. Se volvió en el agrietado e irregular camino de cemento.

—Deje la casa tan bien como la ha encontrado, ¿entendido?

Paseé la mirada alrededor del salón, con su alfombra mohosa, su yeso descascarillado y su sillón cojo.

—Eso no será ningún problema —dije.

Volví a sentarme e intenté sintonizar de nuevo con los fantasmas: Lee y Marina, Marguerite y De Mohrenschildt. En lugar de eso sucumbí a uno de mis accesos de sueño fulminantes. Cuando desperté, pensé que la cantinela que oía debía de proceder de un sueño que se evaporaba.

¡Charlie Chaplin se fue a FRANCIA! ¡Para ver a las damas que DANZAN!

Seguía allí cuando abrí los ojos. Fui a la ventana y miré. Las niñas de la comba estaban un poco más altas y mayores, pero eran ellas, sin duda, el Trío Terrible. La del medio tenía granitos, aunque parecía al menos cuatro años demasiado joven para el acné adolescente. Quizá fuera rubeola.

¡Saluda al Capitán!

—Saluda a la Reina —musité, y fui al baño a lavarme la cara. El agua que escupió el grifo estaba herrumbrosa pero lo bastante fría para acabar de despabilarme. Había cambiado mi reloj roto por un Timex barato, y vi que eran las dos y media. No tenía hambre, pero decidí comer algo, de modo que conduje hasta la Barbacoa del señor Lee. En el camino de vuelta, paré en una tienda para comprar otra caja de polvos para la jaqueca. También adquirí un par de novelas de bolsillo de John D. MacDonald.

Las niñas de la comba no estaban. En Mercedes Street, por lo general ruidosa, reinaba un silencio extraño. Como una obra antes de que suba el telón para el último acto, pensé. Entré para comer lo que había comprado pero, aunque las costillas estaban tiernas y olían de maravilla, acabé vomitándolo casi todo.

 

 

18

 

Intenté acostarme en el dormitorio principal, pero allí los fantasmas de Lee y Marina armaban demasiado jaleo. Poco antes de medianoche, me trasladé al dormitorio pequeño. Las niñas de témpera de Rosette Templeton seguían en las paredes, y por algún motivo me parecieron reconfortantes sus pichis idénticos (el Verde Bosque debía de ser el lápiz de cera favorito de Rosette) y sus zapatones negros. Pensé que esas niñas harían sonreír a Sadie, sobre todo la que llevaba la corona de Miss América.

—Te quiero, cariño —dije, y me quedé dormido.

 

 

19

 

21/11/63 (jueves)

No me apetecía desayunar más de lo que me había apetecido cenar la noche anterior, pero a las once de la mañana necesitaba un café desesperadamente. Medio litro o así parecía lo suyo. Cogí una de mis novelas de misterio nuevas —Slam the Big Door, se llamaba— y fui en coche al Happy Egg de la carretera de Braddock. El televisor de detrás de la barra estaba encendido, y vi un reportaje sobre la inminente llegada de Kennedy a San Antonio, donde lo recibirían Lyndon y Lady Bird Johnson. También se unirían a la fiesta el gobernador John Connally y su mujer, Nellie.

Sobre imágenes de Kennedy y su esposa cruzando la pista de la base de las Fuerzas Aéreas de Andrews, en Washington, en dirección al blanquiazul avión presidencial, una corresponsal que parecía a punto de hacerse pis encima hablaba del nuevo peinado «blando» de Jackie, resaltado por una «desenfadada boina negra», y las suaves líneas de su «vestido camisero de dos piezas con cinturón, creación de su diseñador favorito, Oleg Cassini». Puede que Cassini fuera realmente su diseñador favorito, pero yo sabía que en el equipaje de la señora Kennedy en ese avión viajaba otro vestido. Su diseñadora era Coco Chanel. Era de lana rosa, con un cuello negro como accesorio. Y por supuesto estaba el sombrerito conjuntado para rematarlo. El vestido haría juego con las rosas que le entregarían en Love Field, aunque no tanto como la sangre que le salpicaría la falda, las medias y los zapatos.

 

 

20

 

Regresé a Mercedes Street y leí mis novelas. Esperé a que el obstinado pasado me sacudiera como a una mosca molesta: que se me cayera el techo encima o se abriera un agujero que hundiera el 2703 en las profundidades. Limpié mi .38, la cargué, luego la descargué y volví a limpiarla. Casi esperaba desvanecerme en una de mis cabezadas repentinas —por lo menos así pasaría el tiempo—, pero no hubo suerte. Los minutos se sucedían con lentitud, hasta convertirse a regañadientes en una pila de horas, cada una de las cuales acercaba a Kennedy un poco más a ese cruce de Houston y Elm.

Ni un ataque de sueño repentino hoy, pensé. Se reservan para mañana. Cuando llegue el momento crítico, me quedaré inconsciente de golpe. Cuando vuelva a abrir los ojos, la tragedia se habrá consumado y el pasado se habrá protegido.

Podía suceder. Sabía que podía. Si era así, tenía una decisión que tomar: encontrar a Sadie y casarme con ella o volver y empezar de cero una vez más. Al pensar en ello, descubrí que no había decisión que tomar. No me quedaban fuerzas para regresar y comenzar de nuevo. Para bien o para mal, era el momento de la verdad. El último disparo del cazador.

Esa noche, los Kennedy, los Johnson y los Connally cenaron en Houston, en un acto organizado por la Liga de Ciudadanos Latinoamericanos. La cocina fue argentina: ensalada rusa y guiso. Jackie dio el discurso de sobremesa, en español. Yo comí hamburguesas y patatas fritas… o lo intenté. Tras un par de bocados, también esa comida terminó en el cubo de la basura.

Me había leído ya las dos novelas de MacDonald. Pensé en sacar del maletero del coche mi propio libro inacabado, pero la idea de leerlo me ponía malo. Acabé sentado sin hacer nada en el sillón medio roto hasta que oscureció. Entonces fui al pequeño dormitorio donde habían dormido Rosette Templeton y June Oswald. Me tumbé con los zapatos quitados y la ropa puesta, y usé el cojín de la butaca del salón como almohada. Había dejado la puerta abierta y la lámpara encendida. A su luz distinguía a las niñas de témpera con sus pichis verdes. Sabía que me esperaba la clase de noche que haría que el largo día que acababa de pasar se me antojara corto; yacería allí desvelado, con los pies colgando del extremo de la cama y casi tocando el suelo, hasta que la primera luz del 22 de noviembre se colara por la ventana.

Fue larga. Me torturaba pensar en lo que podría haber sido, en lo que debería haber sido y en Sadie. Eso era lo peor. Echarla de menos y anhelarla de manera tan profunda era como una enfermedad física. En algún momento, probablemente mucho después de la medianoche (había renunciado a mirar el reloj; el lento movimiento de las manecillas resultaba demasiado deprimente), caí en un letargo profundo y sin sueños. Dios sabe cuánto hubiese dormido a la mañana siguiente si no me hubieran despertado. Alguien me zarandeaba con suavidad.

—Vamos, Jake. Abre los ojos.

Hice lo que me decían, aunque cuando vi quién se había sentado a mi lado en la cama, no dudé que estaba soñando. No podía ser de otra manera. Pero entonces estiré el brazo, toqué la pernera de sus vaqueros azules desgastados y noté el tejido bajo mi palma. Llevaba el pelo recogido, la cara casi desprovista de maquillaje, la desfiguración de su mejilla izquierda era clara y singular. Sadie. Me había encontrado.