22/11/63 (viernes)
Me incorporé y la abracé sin ni siquiera pensarlo. Ella correspondió al abrazo, con todas sus fuerzas. Después la besé, saboreé su realidad: los aromas entremezclados de tabaco y Avon. El rastro de pintalabios era más leve; en su nerviosismo, se lo había quitado casi todo mordisqueándose. Olí su champú, su desodorante y, de fondo, el rastro aceitoso del sudor provocado por la tensión. Sobre todo, la toqué: la cadera, el pecho y el surco de la cicatriz en su mejilla. Estaba allí.
—¿Qué hora es? —Mi fiel Timex se había parado.
—Las ocho y cuarto.
—¿Estás de broma? ¡No puede ser!
—Lo son. Y no me sorprende, aunque a ti sí. ¿Cuánto hace que no duermes otra cosa que no sean esos desmayos de un par de horas?
Yo aún seguía intentando asimilar la idea de que Sadie estaba allí, en la casa de Fort Worth donde habían vivido Lee y Marina. ¿Cómo podía ser? Por el amor de Dios, ¿cómo? Y eso no era lo único. Kennedy también estaba en Fort Worth, y en ese preciso instante daba un discurso durante un desayuno de la Cámara de Comercio local en el hotel Texas.
—Tengo la maleta en mi coche —dijo Sadie—. ¿Llevaremos el Escarabajo adondequiera que vayamos o tu Chevy? Puede que sea mejor el Escarabajo. Es más fácil de aparcar. Es posible que tengamos que pagar un montón por un sitio, aun así, si no vamos ahora mismo. Los revendedores ya están colocados, moviendo sus banderitas. Los he visto.
—Sadie… —Sacudí la cabeza en un intento de despejarla y cogí mis zapatos. Me rondaban muchos pensamientos por la cabeza, muchísimos, pero volaban en remolino, como papeles en un ciclón, y no podía agarrar uno solo.
—Estoy aquí —dijo ella.
Sí. Ese era el problema.
—No puedes acompañarme. Es demasiado peligroso. Creía que te lo había explicado, pero a lo mejor no lo dejé lo bastante claro. Cuando intentas cambiarlo, el pasado muerde. Te arrancará la garganta de un mordisco a la mínima que pueda.
—Lo dejaste claro. Pero no puedes hacerlo solo. Afronta la realidad, Jake. Has ganado unos kilitos, pero sigues pareciendo un espantapájaros. Cojeas, y de mala manera. Tienes que parar y darle un descanso a la rodilla cada doscientos o trescientos pasos. ¿Qué harías si tuvieras que correr?
No dije nada. La escuchaba, eso sí. Mientras tanto, di cuerda a mi reloj y lo puse en hora.
—Y eso no es lo peor. Estás…, ¡hey! ¿Qué haces? —Le había agarrado el muslo.
—Me aseguro de que eres real. Todavía no me lo acabo de creer.
El Air Force One iba a aterrizar en Love Field al cabo de un poco más de tres horas. Alguien iba a entregar unas rosas a Jackie Kennedy. En sus otras paradas en Texas se las habían regalado amarillas, pero el ramo de Dallas sería rojo.
—Soy real y estoy aquí. Escúchame, Jake. Lo peor no es lo machacado que todavía estás. Lo peor es que aún te da por dormirte de repente. ¿No lo habías pensado?
Lo había pensado, y mucho.
—Si el pasado es tan malévolo como dices, ¿qué crees que pasará si consigues acercarte al hombre al que persigues antes de que pueda apretar el gatillo?
El pasado no era exactamente malévolo, esa no era una palabra adecuada, pero veía lo que Sadie quería decir y no tenía argumentos en contra.
—De verdad que no sabes en lo que te estás metiendo.
—Lo sé perfectamente. Y te olvidas de algo muy importante. —Me cogió las manos y me miró a los ojos—. No soy solo tu novia, Jake…, si eso es lo que soy aún para ti…
—Por eso mismo me muero de miedo al verte aparecer así.
—Dices que un hombre va a disparar al presidente, y tengo motivos para creerte, basándome en tus otras predicciones que se han hecho realidad. Hasta Deke está medio convencido. «Él sabía que Kennedy vendría antes de que Kennedy lo supiera», dijo. «El día y la hora exactos. Y sabía que su señora se apuntaría al paseo.» Pero lo dices como si fueras la única persona a la que le importase. No lo eres. A Deke le importa. Estaría aquí si no tuviera treinta y ocho de fiebre. Y a mí me importa. No le voté, pero resulta que soy estadounidense, y eso lo convierte no solo en el presidente sino en mi presidente. ¿Te suena sensiblero?
—No.
—Bien. —Sus ojos no admitían réplica—. No tengo ninguna intención de permitir que un loco le dispare, ni tengo ninguna intención de dormirme.
—Sadie…
—Déjame terminar. No disponemos de mucho tiempo, o sea que tienes que escucharme bien. ¿Tienes las orejas limpias?
—Sí, señora.
—Bien. No vas a librarte de mí. Lo repito: no. Voy contigo. Si no me dejas entrar en tu Chevy, te seguiré con mi Escarabajo.
—Jesucristo —dije, y no supe si renegaba o rezaba.
—Si alguna vez nos casamos, haré lo que digas mientras seas bueno conmigo. Me criaron para creer que ese es el trabajo de una esposa. —Oh, hija de los sesenta, pensé—. Estoy dispuesta a dejar atrás todo lo que conozco y seguirte al futuro. Porque te quiero y porque creo que el futuro del que hablas existe de verdad. Probablemente nunca te dé otro ultimátum, pero ahora te doy uno. O haces esto conmigo o no lo haces y punto.
Reflexioné al respecto, y con detenimiento. Me pregunté si hablaba en serio. La respuesta era tan clara como la cicatriz de su cara.
Sadie, entretanto, miraba las niñas de témpera.
—¿Quién crees que las pintó? En realidad están bastante bien.
—Las dibujó Rosette —respondí—. Rosette Templeton. Volvió a Mozelle con su mamá cuando su padre tuvo un accidente.
—¿Y entonces te mudaste tú?
—No, al otro lado de la calle. Aquí se mudó una pequeña familia de apellido Oswald.
—¿Así se llama, Jake? ¿Oswald?
—Sí. Lee Oswald.
—¿Voy contigo?
—¿Tengo elección?
Sonrió y me puso la mano en la cara. Hasta que vi esa sonrisa de alivio, no tuve ni idea de lo asustada que debía de haber estado al despertarme.
—No, cariño —dijo—. No que yo vea. Por eso lo llaman ultimátum.
Metimos su maleta en el Chevrolet. Si deteníamos a Oswald (y no nos arrestaban), podíamos cambiar más tarde a su Escarabajo, que ella llevaría hasta Jodie, donde nadie se extrañaría de verlo en su sitio, en el camino de entrada. Si las cosas salían mal —si fallábamos, o cumplíamos nuestra misión solo para encontrarnos perseguidos por el asesinato de Lee—, no nos quedaría otra que correr. Podíamos correr más deprisa, más lejos y de forma más anónima en un Chevrolet V-8 que en un Volkswagen Escarabajo.
Sadie vio mi pistola cuando la metí en el bolsillo interior de mi chaqueta sport y dijo:
—No. Bolsillo exterior.
Alcé las cejas.
—Donde pueda cogerla si de pronto te sientes cansado y te dan ganas de echar una cabezadita.
Salimos al camino de entrada; Sadie se colgó al hombro la correa de su bolso. Había pronóstico de lluvia, pero a mí me parecía que ese día los meteorólogos iban a quedar en evidencia. El cielo se estaba despejando.
Antes de que Sadie pudiera entrar por el lado del copiloto, sonó una voz a mi espalda.
—¿Es su novia, señor?
Me volví. Era la niña de la comba que tenía acné. Solo que no era acné ni rubeola, y no me hizo falta preguntar por qué no estaba en clase. Tenía la varicela.
—Sí, lo es.
—Es guapa. Menos la… —emitió un shik que, por grotesco que parezca, resultó casi simpático— de la cara.
Sadie sonrió. Mi aprecio por su entereza seguía creciendo… y nunca bajó.
—¿Cómo te llamas, cielo?
—Sadie —respondió la niña de la comba—. Sadie Van Owen. ¿Y tú?
—Bueno, no te lo vas a creer, pero también me llamo Sadie.
La niña la miró con un cinismo desconfiado que era marca de la casa en Mercedes Street.
—¡No es verdad!
—Que sí. Sadie Dunhill. —Se volvió hacia mí—. Es toda una coincidencia, ¿no te parece, George?
En realidad, no me lo parecía, pero no tenía tiempo para comentarlo.
—Tengo que pedirte una cosa, señorita Sadie Van Owen. Sabes dónde paran los autobuses en Winscott Road, ¿verdad?
—Claro. —Puso los ojos en blanco de «¿Te crees que soy tonta?»—. Escuchad, ¿vosotros dos habéis tenido la varicela?
Sadie asintió.
—Yo también —dije—, o sea que en eso estamos iguales. ¿Sabes qué autobús baja al centro de Dallas?
—El Número Tres.
—¿Y cada cuánto pasa el Tres?
—Creo que cada media hora, pero puede que sea cada quince minutos. ¿Por qué quieres el bus si tienes coche? Dos coches.
Noté por la expresión de Sadie la Grande que se estaba preguntando lo mismo.
—Tengo mis motivos. Y por cierto, mi viejo un submarino gobierna.
Sadie Van Owen sonrió de oreja a oreja.
—¿Te la sabes?
—Desde hace años —dije—. Entra, Sadie. Hay que ponerse en marcha.
Miré mi nuevo reloj. Eran las nueve menos veinte.
—Cuéntame por qué te interesan los autobuses —dijo Sadie.
—Primero cuéntame tú cómo me has encontrado.
—Cuando llegué a Eden Fallows y no estabas, quemé la nota como me pedías, y luego fui a hablar con el tipo de al lado.
—El señor Kenopensky.
—Sí. No sabía nada. Para entonces la señorita de la rehabilitación estaba sentada en tus escalones. No le hizo gracia enterarse de que no estabas. Dijo que había cambiado el turno a Doreen para que Doreen pudiera ver hoy a Kennedy.
La parada de autobuses de Winscott Road quedaba un poco más adelante. Aminoré para ver si había un horario dentro de la pequeña marquesina cercana al poste, pero no. Aparqué unos cien metros más allá de la parada.
—¿Qué haces?
—Sacarme una póliza de seguros. Si no ha pasado un bus para las nueve, nos iremos. Acaba tu historia.
—Llamé a los hoteles del centro de Dallas, pero nadie quería siquiera hablar conmigo. Están todos hasta la bandera. Lo siguiente fue telefonear a Deke, y él llamó a la policía. Les dijo que tenía información fiable de que alguien iba a disparar al presidente.
Hasta ese momento había estado mirando por el retrovisor por si llegaba el autobús, pero entonces miré a Sadie estupefacto. Aun así, sentí una admiración a regañadientes por Deke. Yo no tenía ni idea de cuánto de lo que Sadie le había contado se creía en realidad, pero se la había jugado de todas formas.
—¿Qué pasó? ¿Dio su nombre?
—Ni siquiera tuvo la oportunidad. Le colgaron. Creo que fue entonces cuando de verdad empecé a creer en lo que dijiste de que el pasado se protege. Porque así es como ves tú todo esto, ¿no? Solo un libro de historia vivo.
—Ya no.
Se acercaba poco a poco un autobús, verde y amarillo. El rótulo de la ventana de destino rezaba 3 MAIN STREET DALLAS 3. Paró y las puertas de delante y detrás se abrieron sobre sus juntas de acordeón. Subieron dos o tres personas, pero no iban a encontrar sitio de ninguna manera; cuando el bus pasó por nuestro lado, vi que todos los asientos estaban ocupados. Vi de pasada a una mujer con una hilera de chapas de Kennedy enganchadas al sombrero. Me saludó con alegría y, aunque nuestras miradas se encontraron solo por un segundo, sentí su emoción, su júbilo y sus nervios.
Arranqué el Chevy y seguí al autobús. En la parte de atrás, oculta parcialmente por el humo marrón que eructaba el tubo de escape, una chica Clairol de radiante sonrisa proclamaba que, si solo tenía una vida, quería vivirla de rubia. Sadie hizo un gesto exagerado con la mano.
—¡Puaj! ¡Aléjate! ¡Apesta!
—Es toda una crítica, viniendo de una chica de paquete de cigarrillos al día —señalé, aunque tenía razón, la peste a diésel era desagradable.
Aminoré. No había necesidad de pegarme ahora que sabía que Sadie la de la Comba había acertado con el número. Probablemente también con la frecuencia de paso. Los autobuses tal vez pasaran cada media hora en los días normales, pero ese no era un día normal.
—Lloré un poco más, porque pensé que te habías ido y no había nada que hacer. Tenía miedo por ti, pero también te odiaba.
Podía entenderlo y aun así opinaba que había hecho lo correcto, de modo que me pareció mejor no decir nada.
—Volví a llamar a Deke. Me preguntó si alguna vez habías dicho algo de tener otro escondrijo, tal vez en Dallas pero probablemente en Fort Worth. Le dije que no recordaba que hubieses mencionado nada concreto. Deke comentó que probablemente habría sido mientras estabas en el hospital, confundido. Me pidió que me concentrase. Como si no lo estuviera haciendo. Volví a ver al señor Kenopensky por si acaso le habías dicho algo. Para entonces casi era hora de cenar y estaba oscureciendo. Me repitió que no, pero justo entonces llegó su hijo con un estofado y me invitaron a cenar con ellos. El señor K se puso a hablar; tiene historias para dar y regalar sobre los viejos tiempos…
—Lo sé. —Más adelante, el bus dobló al este por Vickery Boulevard. Puse el intermitente y lo seguí, pero dejando la distancia suficiente para que no tuviéramos que tragarnos el humo—. He oído por lo menos tres docenas. Historias de vaqueros.
—Escucharle me sentó de maravilla, porque dejé de devanarme los sesos durante un rato y a veces, cuando una se relaja, las cosas se sueltan y afloran a la superficie de la mente. Mientras volvía a tu apartamentito, me acordé de repente de que habías dicho que viviste una temporada en Cadillac Street, aunque sabías que no era del todo exacto.
—Oh, Dios mío. Había olvidado eso por completo.
—Era mi última oportunidad. Volví a llamar a Deke. No tenía ningún mapa detallado de la ciudad, pero sabía que había algunos en la biblioteca del instituto. Fue hasta allí en coche, asfixiado de tos, probablemente, porque aún está bastante enfermo, los cogió y me llamó desde el despacho. Encontró en Dallas una Ford Avenue, un Chrysler Park y varias Dodge Street. Pero ninguna de ellas me sonaba a Cadillac, ya me entiendes. Entonces encontró una Mercedes Street en Fort Worth. Yo quería ir directamente, pero Deke dijo que me sería mucho más fácil verte a ti o tu coche si esperaba hasta la mañana.
Me agarró del brazo. Tenía la mano fría.
—La noche más larga de mi vida, hombre problemático. Apenas he pegado ojo.
—Ya he dormido yo por ti, aunque no me dormí hasta la madrugada. Si no hubieras venido, podría haberme perdido el condenado asesinato.
Ese sí que habría sido un final lamentable.
—Hay manzanas y manzanas en Mercedes Street. He conducido un montón. Luego he visto el final, en el aparcamiento de un edificio grande que parece la parte de atrás de unos grandes almacenes.
—Casi. Es un almacén de Montgomery Ward.
—Y todavía no había visto ni rastro de ti. Ni te imaginas lo desanimada que estaba. Entonces… —Sonrió. Fue un gesto radiante a pesar de la cicatriz—. Entonces he visto ese Chevy rojo con aletas ridículas que parecen las cejas de una mujer. Llamativo como un rótulo de neón. He gritado y he dado golpes en el salpicadero de mi pequeño Escarabajo hasta que me ha dolido la mano. Y ahora aquí es…
Sonó un crujido grave y metálico en la parte delantera y derecha del Chevy y de repente viramos hacia una farola. Oí una serie de duros golpes debajo del coche. Giré el volante. Lo noté escalofriantemente suelto en mis manos, pero quedaba la dirección suficiente para que lograse evitar que nos estampáramos de lleno contra la farola. En lugar de eso la rozamos por el lado de Sadie con un espeluznante chirrido de metal contra metal. La puerta de su lado se curvó hacia dentro y tiré de ella hacia mí. Nos detuvimos con el capó colgando encima de la acera y el coche inclinado a la derecha. Esto no ha sido una mera rueda pinchada, pensé. Ha sido una puñetera herida mortal.
Sadie me miró, anonadada. Yo me reí. Como se ha señalado en otras ocasiones, a veces no puedes hacer otra cosa.
—Bievenida al pasado, Sadie —dije—. Así es como vivimos aquí.
Sadie no podía salir por su lado; haría falta una palanca para abrir la puerta del copiloto. Se deslizó a lo largo del asiento y salió por la mía. Un puñado de personas, no muchas, nos miraban.
—Uy, ¿qué ha pasado? —preguntó una mujer que empujaba un cochecito de bebé.
Eso quedó claro en cuanto llegué a la parte delantera del coche. La rueda delantera derecha se había salido. Estaba seis metros detrás de nosotros, al final de una zanja que trazaba una curva en el asfalto. El eje partido brillaba al sol.
—Una rueda destrozada —le dije a la mujer del cochecito.
—Ay, mecachis —exclamó ella.
—¿Qué hacemos? —preguntó Sadie en voz baja.
—Nos hemos hecho un seguro; ahora presentamos una reclamación. La parada de bus más cercana.
—Mi maleta…
Sí, pensé, y el cuaderno de Al. Mis manuscritos: la novela de mierda que no importa y las memorias que sí. Además de todo mi efectivo disponible. Eché un vistazo a mi reloj. Las nueve y cuarto. En el hotel Texas, Jackie estaría poniéndose su vestido rosa. Tras una hora más de politiqueo, la comitiva arrancaría hacia la base de las Fuerzas Aéreas de Carswell, donde estaba aparcado el gran avión. Dada la distancia entre Fort Worth y Dallas, los pilotos apenas tendrían tiempo de levantar el tren de aterrizaje.
Intenté pensar.
—¿Quieren usar mi teléfono para llamar a alguien? —preguntó la mujer del cochecito—. Mi casa está justo en esta calle. —Nos miró de arriba abajo y se fijó en mi cojera y en la cicatriz de Sadie—. ¿Se han hecho daño?
—Estamos bien —dije. Cogí a Sadie del brazo—. ¿Le importaría llamar a una estación de servicio para que manden una grúa? Sé que es mucho pedir, pero tenemos una prisa tremenda.
—Le dije que ese eje delantero se balanceaba —se lamentó Sadie, recreándose en su acento de Georgia—. Menos mal que no estábamos en la autopista.
—Hay una gasolinera de la Esso a dos manzanas. —La mujer señaló al norte—. Supongo que podría acercarme dando un paseo con el bebé…
—Oh, nos salvaría la vida, señora —dijo Sadie. Abrió su bolso, sacó la cartera y le tendió un billete de veinte—. Deles esto a cuenta. Siento pedirle tanto, pero si no veo a Kennedy, me muero.
Eso hizo sonreír a la mujer del cochecito.
—Caramba, con esto pagaría dos grúas. Si lleva algo de papel en el bolso, podría escribirle un recibo…
—No pasa nada —dije yo—. Confiamos en usted. Pero dejaré una nota debajo del limpiaparabrisas.
Sadie me miró con gesto intrigado… pero aun así me tendió un bolígrafo y un cuadernillo con un niño bizco de dibujos animados en la cubierta. DÍAS DE KOLE, ponía. NUESTROS KERIDOS DÍAS DE SIESTA.
Mucho dependía de esa nota, pero no había tiempo para pensar en la redacción. La garabateé a toda prisa y la dejé, doblada, bajo el limpiaparabrisas. Al cabo de un momento habíamos doblado la esquina y nos alejábamos.
—¿Jake? ¿Estás bien?
—Sí. ¿Tú?
—La puerta me ha dado un golpe y es probable que tenga un morado en el hombro, pero aparte de eso, bien. Si hubiéramos chocado contra esa farola, seguramente no estaría tan bien. Y tú tampoco. ¿Para quién es la nota?
—Para quienquiera que remolque el Chevy. —Y esperaba de todo corazón que el señor Quienquiera hiciese lo que la nota le pedía—. Nos preocuparemos de esa parte cuando volvamos.
Si volvíamos.
La siguiente parada de autobús estaba a media manzana de distancia. Tres mujeres negras, dos blancas y un hispano esperaban junto al poste, una mezcla racial tan equilibrada que parecía un casting para Ley y Orden: Unidad de Víctimas Especiales. Nos unimos a ellos. Me senté bajo la marquesina junto a una sexta mujer, una afroamericana que envolvía sus heroicas proporciones en un uniforme de rayón blanco que prácticamente gritaba Chacha de Blancos Forrados. En el pecho llevaba una chapa que rezaba A TOPE CON JFK EN EL 64.
—¿Tiene mal la pierna, señor? —me preguntó.
—Sí. —Tenía cuatro sobres de polvos para el dolor de cabeza en el bolsillo de mi chaqueta. Metí la mano por detrás de la pistola, saqué dos, rasgué los bordes superiores y vertí el contenido en mi boca.
—Si se los toma así se machacará los riñones —dijo ella.
—Lo sé. Pero tengo que mantener en movimiento esta pierna lo suficiente para ver al presidente.
Me dedicó una gran sonrisa.
—Vaya si le entiendo.
Sadie estaba de pie en el bordillo y miraba con nerviosismo calle abajo a la espera de un Número Tres.
—Hoy los buses tardan en pasar —dijo la sirvienta—, pero enseguida llegará uno. Ni en broma me pierdo a Kennedy, ¡no señor!
Dieron las nueve y media y seguía sin pasar el autobús, pero el dolor de mi rodilla se había reducido a un latido sordo. Que Dios bendiga los polvos Goody.
Sadie se me acercó.
—Jake, a lo mejor tendríamos que…
—Ahí viene un Tres —anunció la sirvienta, que se puso en pie. Era una mujer imponente, oscura como el azabache, al menos un par de centímetros más alta que Sadie y con el pelo liso como una tabla y resplandeciente—. Sí señor, voy a pillarme un sitio justo en plena Dealey Plaza. Llevo sándwiches en la bolsa. ¿Me oirá cuando chille?
—Estoy seguro —dije yo.
Ella se rió.
—¡Vaya que sí! ¡Él y Jackie!
El autobús iba lleno, pero la gente que esperaba en la parada se metió como pudo de todas formas. Sadie y yo éramos los últimos, y el conductor, que parecía más agobiado que un corredor de Bolsa en el Viernes Negro, levantó la palma.
—¡Nadie más! ¡Está lleno! ¡Van apretados como sardinas! ¡Esperen al siguiente!
Sadie me miró con cara de angustia, pero antes de que pudiera decir nada, la mujer gigante intervino a nuestro favor.
—Nada de eso, déjales subir. El hombre tiene una pata chula, y la señorita tiene sus propios problemas, como puedes ver. Además, ella está flaca y él más todavía. Déjales subir o yo te bajaré a ti y me pondré a conducir yo misma. Ojo, que sé hacerlo. Aprendí con el Bulldog de mi padre.
El conductor vio a aquel pedazo de mujer erguida sobre él, puso los ojos en blanco y nos indicó por señas que subiéramos. Cuando busqué monedas para meterlas en la máquina, él la cubrió con una palma rechoncha.
—Olviden el maldito billete, pónganse detrás de la línea blanca y punto. Si pueden. —Sacudió la cabeza—. Que alguien me explique por qué hoy no han puesto una docena de autobuses extra. —Tiró de la manivela cromada. Las puertas se cerraron delante y detrás. Los frenos neumáticos se retiraron con un resoplido y nos pusimos en marcha, lentos pero seguros.
Mi ángel no había acabado. Empezó a abroncar a una pareja de obreros, uno negro y otro blanco, sentados detrás del conductor con sus fiambreras en el regazo.
—¡Levantaos y dejadles vuestros asientos a este señor y a esta señorita, vamos! ¿No veis que tiene la rodilla fastidiada? ¡Y aun así va a ver a Kennedy!
—Señora, no pasa nada —dije yo.
No me hizo caso.
—Arriba, venga, ¿es que os criaron en un establo?
Se levantaron y se abrieron paso a empujones entre la multitud hacinada del pasillo. El obrero negro lanzó a la sirvienta una mirada furiosa.
—Mil novecientos sesenta y tres y todavía le tengo que dejar mi asiento a un blanco.
—Uy, pobrecito —se burló su amigo blanco.
El negro me miró mejor. No sé qué vio, pero señaló los asientos ya vacíos.
—Siéntate antes de que te caigas, Jackson.
Me senté junto a la ventanilla. Sadie les dio las gracias con un murmullo y tomó asiento a mi lado. El autobús avanzaba pesadamente como un elefante viejo que aun así puede ponerse al galope si se le concede el tiempo suficiente. La sirvienta se mantenía lo bastante cerca para protegernos, agarrada a una correa y contoneando las caderas en las curvas. Había mucho que contonear. Volví a mirar mi reloj. Las manecillas parecían ir lanzadas hacia las diez de la mañana; pronto las superarían.
Sadie se me acercó y me hizo cosquillas con el pelo en la mejilla y el cuello.
—¿Adónde vamos, y qué haremos cuando lleguemos allí?
Quería volverme hacia ella, pero en lugar de eso mantuve la vista al frente, atento a cualquier problema. A la espera del siguiente puñetazo. Ya estábamos en Division Oeste Street, que también era la Autopista 180. Pronto llegaríamos a Arlington, futuro hogar de los Rangers de Texas de George W. Bush. Si todo iba bien, cruzaríamos el límite municipal de Dallas a las diez y media, dos horas antes de que Oswald cargara la primera bala en su puñetero fusil italiano. Solo que, cuando intentas cambiar el pasado, las cosas rara vez salen bien.
—Tú sígueme —dije—. Y no te relajes.
Dejamos atrás el sur de Irving, donde la mujer de Lee se recuperaba en esos momentos del parto de su segunda hija hacía solo un mes. La circulación era lenta y apestosa. La mitad de los pasajeros de nuestro abarrotado autobús estaba fumando. Fuera (donde cabía suponer que el aire era un poco más limpio), las calles estaban llenas de tráfico de entrada. Vimos un coche con un TE QUEREMOS JACKIE escrito con jabón en el parabrisas de atrás, y otro con FUERA DE TEXAS RATA ROJA en el mismo sitio. El autobús avanzaba dando bandazos. En las paradas esperaban grupos cada vez mayores de personas; sacudían los puños cuando nuestro abarrotado vehículo se negaba a aminorar siquiera.
A las diez y cuarto enfilamos Harry Hines Boulevard y pasamos por delante de un cartel que señalaba la dirección a Love Field. El accidente se produjo tres minutos después. Había albergado la esperanza de que no sucediera, pero me lo temía y lo estaba esperando, de modo que, cuando el camión con volquete se saltó el semáforo del cruce de Hines con Inwood Avenue, por lo menos me encontró medio preparado. Ya había visto uno parecido en mi camino al cementerio de Longview, en Derry.
Agarré el cuello de Sadie y le empujé la cabeza hacia su regazo.
—¡Abajo!
Un segundo más tarde salimos disparados contra la pantalla que separaba el asiento del conductor de la zona de pasajeros. Hubo cristales rotos. Chirridos metálicos. Los que estaban de pie salieron volando hacia delante en una masa gritona de extremidades agitadas, bolsos y sombreros de domingo. El obrero blanco que había dicho «pobrecito» estaba doblado hacia delante sobre la máquina de las monedas, que se encontraba al final del pasillo. La sirvienta gigante desapareció sin más, sepultada por una avalancha humana.
A Sadie le sangraba la nariz y un moratón hinchado subía como masa de pan bajo su ojo derecho. El conductor estaba tirado de lado junto al volante. El ancho parabrisas delantero se había resquebrajado y la visión de la calle había dado paso a una estampa de metal con flores de óxido. Podía leerse ALLAS OBRAS PÚB. El olor del asfalto que transportaba el camión era intenso.
Volví a Sadie hacia mí.
—¿Estás bien? ¿Tienes la cabeza clara?
—Estoy bien, solo aturdida. Si no hubieses gritado cuando lo has hecho, otro gallo cantaría.
Sonaban gemidos y gritos de dolor procedentes del montón que se había formado en la parte delantera del autobús. Un hombre con el brazo roto se zafó de la melé y zarandeó al conductor, que cayó rodando de su asiento. Del centro de su frente sobresalía una cuña de cristal.
—¡Cristo Dios! —exclamó el hombre del brazo roto—. ¡Creo que está muerto, joder!
Sadie se acercó al tipo que se había empotrado contra el receptáculo de las monedas y lo ayudó a llegar a donde habíamos estado sentados. Tenía la cara blanca y gemía. Supongo que había chocado contra el aparato con las pelotas por delante; estaba más o menos a la altura adecuada. Su amigo negro me ayudó a poner en pie a la sirvienta, pero si ella no hubiera estado del todo consciente y en condiciones de colaborar, dudo que hubiésemos logrado gran cosa. Estamos hablando de ciento treinta kilos de hembra maciza. Sangraba profusamente de la sien, y ese uniforme en concreto ya no iba a servirle para nada. Le pregunté si se encontraba bien.
—Creo que sí, pero me he dado un viaje de los buenos en la cabeza. ¡Madre mía!
Detrás de nosotros, en el autobús reinaba el caos. Al cabo de poco se produciría una estampida. Me puse delante de Sadie e hice que me rodeara la cintura con los brazos. Dado el estado de mi rodilla, probablemente tendría que haberme agarrado yo a ella, pero el instinto es el instinto.
—Tenemos que dejar salir a esta gente del autobús —le dije al obrero negro—. Dele a la manivela.
Lo intentó, pero no se movía.
—¡Atascada!
Pensé que eso era una chorrada; pensé que el pasado la mantenía cerrada. Y encima, no podía ayudarle a tirar. Solo tenía un brazo bueno. La sirvienta —con un lado del uniforme empapado ya de sangre— me empujó a un lado, con tanta fuerza que casi me tiró al suelo. Sentí que los brazos de Sadie se soltaban, pero luego volvió a agarrarse. El sombrero de la sirvienta se había torcido, y la gasa de su velo estaba perlada de sangre. El efecto era grotesco pero decorativo, como de minúsculas bayas de acebo. Se recolocó el tocado y después agarró la manivela cromada junto con el obrero negro.
—Voy a contar hasta tres, y después tiraremos de este cacharro —le dijo—. ¿Estás listo?
Él asintió.
—Uno…, dos…, ¡tres!
Tiraron, o más bien tiró ella, con la fuerza suficiente para que se le rajara el vestido debajo de un brazo. Las puertas se abrieron. Detrás de nosotros sonaron unos débiles vítores.
—Graci… —empezó Sadie, pero yo ya me estaba moviendo.
—Rápido, antes de que nos pisoteen. No te sueltes. —Fuimos los primeros en salir del autobús. Orienté a Sadie hacia Dallas—. Vamos.
—¡Jake, esta gente necesita ayuda!
—Y estoy seguro de que enseguida llegará. No mires atrás. Mira al frente, porque de allí vendrá el próximo problema.
—¿Qué problema? ¿Cuántos más?
—Todos los que el pasado pueda echarnos —respondí.
Tardamos veinte minutos en recorrer cuatro manzanas desde donde nuestro autobús Número Tres había sufrido el accidente. Notaba cómo se me hinchaba la rodilla. Palpitaba de dolor con cada latido de mi corazón. Llegamos a un banco y Sadie me dijo que me sentara.
—No hay tiempo.
—Que te sientes, amigo. —Me dio un empujón inesperado y me derrumbé sobre el banco, que tenía el anuncio de unas pompas fúnebres locales en el respaldo. Sadie asintió con brío, como podría hacer una mujer cuando se ha cumplido con una problemática faena doméstica, y luego se lanzó a la calzada de Harry Hines Boulevard a la vez que abría su bolso y rebuscaba dentro. El dolor de mi rodilla quedó suspendido por un momento cuando el corazón se me subió a la garganta y dejó de latir.
Un coche dio un volantazo para esquivarla y tocó el claxon. No la atropelló por menos de treinta centímetros. El conductor sacudió el puño mientras seguía manzana abajo y después le enseñó el dedo corazón para remachar el mensaje. Cuando le grité que volviera, ella ni siquiera miró en mi dirección. Sacó su cartera mientras los coches pasaban a su lado a toda velocidad, y con el viento que levantaban le apartaban el pelo de la cara marcada. Ella estaba como si tal cosa. Encontró lo que buscaba, dejó caer la cartera en su bolso y sostuvo un billete verde por encima de su cabeza. Parecía una animadora de instituto en pleno número.
—¡Cincuenta dólares! —gritó—. ¡Cincuenta dólares por llevarnos a Dallas! ¡Main Street! ¡Main Street! ¡Tengo que ver a Kennedy! ¡Cincuenta dólares!
Esto no va a funcionar, pensé. Lo único que va a pasar es que la atropellará el obstinado pasa…
Un oxidado Studebaker frenó con un chirrido delante de ella. El motor protestó con un golpeteo metálico. Tenía una cuenca vacía donde debería haber estado uno de los faros. Salió un hombre con pantalones anchos y camiseta de tirantes. En la cabeza (y calado hasta las orejas) llevaba un sombrero de vaquero de fieltro verde con una pluma india en la cinta. Sonreía. La sonrisa revelaba al menos seis huecos en la dentadura. Eché un vistazo y pensé: Aquí llegan los problemas.
—Señorita, está loca —dijo el vaquero del Studebaker.
—¿Quiere cincuenta dólares o no? Solo tiene que llevarnos a Dallas.
El hombre entornó los ojos mirando el billete, tan ajeno como la propia Sadie a los coches que daban volantazos y pitaban. Se quitó el sombrero, golpeó con él los chinos que colgaban de sus escuchimizadas caderas y después volvió a ponérselo en la cabeza, calándoselo hasta que el ala tocó la punta de sus orejas de soplillo.
—Señorita, eso no son cincuenta, son diez.
—Tengo el resto en la billetera.
—Entonces, ¿por qué no la cojo y punto? —Lanzó la mano hacia su gran bolso y agarró un asa. Yo bajé de la acera, pero pensé que, para cuando llegase hasta Sadie, el tipo ya se habría largado con el botín. Además, si llegaba a tiempo, lo más probable era que me pegase una paliza. Por delgado que estuviera, seguía pesando más que yo. Y tenía dos brazos útiles.
Sadie no soltó el bolso, que, estirado en direcciones opuestas, se abrió como una boca gritando de dolor. Sadie metió dentro la mano y la sacó con un cuchillo de carnicero que me sonaba. Atacó a su agresor con él y le rajó el antebrazo. El corte empezaba encima de la muñeca y terminaba en la sucia arruga de la parte interior del codo. El vaquero gritó de dolor y sorpresa, soltó el bolso y retrocedió mirándola fijamente.
—¡Zorra chalada, me has cortado!
Se abalanzó hacia la puerta abierta de su coche, que parecía a punto de desmoronarse con esos ruidos. Sadie dio un paso al frente y lanzó un tajo al aire delante de la cara del vaquero. El pelo le caía por delante de los ojos. Sus labios eran una raya torva. La sangre del brazo herido del vaquero del Studebaker caía goteando sobre el asfalto. Los coches seguían pasando. Increíblemente, oí que alguien gritaba:
—¡Duro con él, señora!
El vaquero del Studebaker retrocedió hacia la acera, sin apartar los ojos del cuchillo.
Sin mirarme, Sadie dijo:
—Todo tuyo, Jake.
Por un segundo no la entendí, pero luego recordé el .38. Lo saqué del bolsillo y encañoné al vaquero.
—¿Ves esto, figura? Está cargado.
—Estás tan loco como ella. —Su brazo, apretado contra el pecho, embadurnaba la camiseta de sangre.
Sadie se dirigió corriendo al lado del pasajero del Studebaker y abrió la puerta. Me miró por encima del techo e hizo un impaciente gesto de darle a la manivela con una mano. No hubiese creído posible quererla más, pero en ese momento vi que me equivocaba.
—Tendrías que haber aceptado el dinero o haber pasado de largo —dije—. Ahora quiero verte correr. Arranca enseguida o te meteré una bala en la pierna para que no puedas hacerlo ni ahora ni después.
—Eres un puto cabrón —me soltó él.
—Sí que lo soy. Y tú eres un puto ladrón que pronto lucirá un balazo. —Amartillé la pistola. El vaquero del Studebaker no me puso a prueba. Dio media vuelta y salió pitando por Hines en dirección oeste con la cabeza gacha y el brazo doblado contra el cuerpo, maldiciendo y dejando un rastro de sangre.
—¡No pares hasta llegar a Love! —le grité—. ¡Son tres kilómetros en esa dirección! ¡Saluda al presidente!
—Entra, Jake. Sácanos de aquí antes de que llegue la policía.
Me deslicé tras el volante del Studebaker con un gesto de dolor ante la protesta de mi rodilla hinchada. Tenía el cambio de marchas normal, lo que conllevaba usar mi pierna mala en el embrague. Eché el asiento todo lo atrás que pude, con un sonido de basura chafada y rajada en el suelo, y luego arranqué.
—El cuchillo —dije—. ¿Es…?
—El que Johnny usó para cortarme, sí. El sheriff Jones me lo devolvió después de la investigación. Creyó que era mío y probablemente tenía razón. Pero no de mi casa de Bee Tree. Estoy casi segura de que Johnny lo sacó de nuestra casa en Savannah. Lo llevo en el bolso desde entonces. Porque quería algo con lo que protegerme, por si acaso… —Se le empañaron los ojos—. Y esto es un acaso, ¿no? Si esto no es un acaso, que baje Dios y lo vea.
—Guárdalo en el bolso. —Moví la palanca de cambios, que estaba rígida a más no poder, y conseguí poner el Studebaker en segunda. El coche olía a gallinero que no se ha limpiado en aproximadamente diez años.
—Lo pondré todo perdido de sangre.
—Guárdalo de todas formas. No puedes pasearte con un cuchillo en la mano, y menos cuando el presidente está de visita en la ciudad. Cariño, has sido más que valiente.
Escondió el cuchillo y luego empezó a secarse los ojos con los puños, como una niña pequeña que se ha hecho un arañazo en las rodillas.
—¿Qué hora es?
—Las once y diez. Kennedy aterriza en Love Field dentro de cuarenta minutos.
—Todo está en nuestra contra —dijo ella—. ¿O no?
La miré de reojo y dije:
—Ahora lo entiendes.
Llegamos a Pearl Norte Street antes de que el motor del Studebaker se averiase. Salía vapor de debajo del capó. Algo metálico cayó a la calzada con estrépito. Sadie gritó llevada por la frustración, se golpeó el muslo con el puño cerrado y soltó varias palabrotas, pero yo estaba casi aliviado. Por lo menos no tendría que pelearme más con el embrague. Puse el coche humeante en punto muerto y dejé que rodara hasta un lado de la calle. Se detuvo delante de un callejón sobre cuyos adoquines habían escrito NO BLOQUEAR, pero esa infracción en concreto me parecía una tontería después de un ataque con arma blanca y un robo de coche.
Salí y cojeé hasta la acera, donde ya me esperaba Sadie.
—¿Qué hora tenemos? —preguntó.
—Las once y veinte.
—¿Hasta dónde debemos ir?
—El Depósito de Libros Escolares de Texas está en la esquina de Houston y Elm. Cinco kilómetros. Puede que más. —Apenas habían salido las palabras de mi boca cuando oímos el rugido de unos motores a reacción a nuestra espalda. Alzamos la vista y vimos al Air Force One en su trayectoria de descenso.
Sadie se retiró el pelo de la cara con gesto cansino.
—¿Qué vamos a hacer?
—Ahora mismo, caminar —respondí.
—Pásame el brazo por los hombros. Deja que sostenga parte de tu peso.
—No lo necesito, cariño.
Una manzana más tarde, sin embargo, ya lo necesitaba.
Nos acercamos al cruce de Pearl Norte con Ross Avenue a las once y media, más o menos cuando el 707 de Kennedy debía de estar frenando cerca del comité de bienvenida…, que incluía, por supuesto, a la mujer del ramo de rosas rojas. La esquina de la calle que teníamos delante estaba dominada por la Catedral Santuario de Guadalupe. En la escalera, bajo una estatua de la santa con los brazos extendidos, había un hombre sentado con un par de muletas de madera a un lado y una olla esmaltada al otro. Apoyado en la olla había un cartel que decía: ¡ESTOY LISIADO GRAVE! POR FAVOR UNA LIMOSNA SEA BUEN SAMARITANO DIOS LE AMA.
—¿Dónde están tus muletas, Jake?
—Se han quedado en Eden Fallows, en el armario de mi habitación.
—¿Te has olvidado las muletas?
A las mujeres se les dan bien las preguntas retóricas, ¿no?
—Últimamente no las he usado tanto. Para las distancias cortas, me apaño bastante bien. —Eso sonaba un poco mejor que reconocer que mi prioridad había sido largarme cagando leches del pequeño centro de rehabilitación antes de que Sadie llegase.
—Bueno, está claro que ahora no te vendrían mal.
Se adelantó corriendo con envidiable ligereza y habló con el mendigo de la escalinata de la iglesia. Para cuando llegué cojeando, estaba regateando con él.
—Un par de muletas como esas cuestan nueve dólares, ¿y quieres que te pague cincuenta por una sola?
—Necesito al menos una para llegar a casa —dijo él en un tono razonable—. Y tu amigo tiene aspecto de necesitar una para llegar a cualquier parte.
—¿Y todo ese rollo de que Dios nos ama y hay que ser buenos samaritanos?
—Bueno —dijo el mendigo mientras se frotaba con aire meditabundo la pelusa de la barbilla—. Es cierto que Dios te ama, pero yo soy solo un pobre lisiado. Si no te gustan mis condiciones, haz como el fariseo y cruza a la otra acera. Es lo que haría yo.
—Apuesto a que sí. ¿Y si te las quito y punto, por avaricioso?
—Supongo que podrías, pero entonces Dios dejaría de amarte —replicó él, y rompió a reír. Era un sonido sorprendentemente alegre para salir de alguien que estaba lisiado grave. En el apartado dental andaba mejor que el vaquero del Studebaker, pero no mucho.
—Dale el dinero —dije—. Solo necesito una.
—No, si le daré el dinero. Es que odio que me la claven.
—Señorita, eso es una pena para la población masculina del planeta Tierra, si no le importa que lo diga.
—Cuidado con esa boca —dije—. Estás hablando de mi prometida. —Ya eran las once y cuarenta.
El mendigo hizo como si no existiera. Miraba la cartera de Sadie.
—Está manchada de sangre. ¿Te has cortado al afeitarte?
—No pidas para salir en el programa de Ed Sullivan, cielo, no tienes ni puñetera gracia. —Sadie sacó el billete de diez que había mostrado al tráfico, más dos de veinte—. Toma —dijo mientras él los cogía—. Estoy arruinada. ¿Satisfecho?
—Has ayudado a un pobre lisiado —observó el mendigo—. Eres tú la que tendrías que estar satisfecha.
—¡Pues no lo estoy! —gritó Sadie—. ¡Así se te caigan esos malditos ojos de viejo de tu fea cabeza!
El mendigo me lanzó una cómplice mirada de hombre a hombre.
—Más vale que te la lleves a casa, amigo, creo que su período está al caer.
Coloqué la muleta bajo mi brazo derecho —la gente que ha tenido suerte con sus huesos cree que una sola muleta debería usarse en el lado lesionado, pero no es así— y cogí el codo de Sadie con la mano izquierda.
—Vámonos. No hay tiempo.
Mientras nos alejábamos, Sadie se dio una palmada en el trasero cubierto de tela vaquera, miró por encima del hombro y gritó:
—Bésamelo.
El mendigo respondió a voces:
—¡Traelo para acá y bájalo en mi dirección, preciosa, que eso te saldrá gratis!
Caminamos por Pearl Norte… o más bien Sadie caminó mientras yo avanzaba a la pata coja. Me iba cien veces mejor con la muleta, pero era imposible que llegásemos al cruce de Houston y Elm antes de las doce y media.
Nos acercábamos a un andamio. La acera pasaba por debajo. Tiré de Sadie para que cruzara la calle.
—Jake, ¿por qué diablos…?
—Porque se nos caería encima. Créeme.
—Necesitamos un vehículo. De verdad que necesitamos… ¿Jake? ¿Por qué paras?
Paré porque la vida es una canción y el pasado armoniza. Por lo general esas armonías no significan nada (o eso creía entonces), pero de vez en cuando el visitante intrépido de la Tierra de Antaño puede aprovechar una. Recé de todo corazón por que fuera una de esas ocasiones.
Aparcado en la esquina de Pearl Norte con San Jacinto había un Ford Sunliner descapotable de 1954. El mío había sido rojo y ese era azul oscuro, pero aun así… a lo mejor…
Corrí hacia él y probé la puerta del copiloto. Cerrada. Por supuesto. A veces te caía una ayudita, pero ¿un regalo con todas las letras? Nunca.
—¿Le harás un puente?
No tenía ni idea de cómo se hacía eso, y sospechaba que probablemente era más difícil de como lo pintaban en las series de policías. Lo que sí sabía era levantar la muleta y golpear la ventanilla repetidamente con el apoyo axilar hasta resquebrajarla y combarla hacia dentro. Nadie nos miró, porque no había nadie en la acera. Todo el jaleo se hallaba en el sudeste. Desde allí se oía el fragor de oleaje de la muchedumbre que se estaba reuniendo en Main Street a la espera de la llegada del presidente Kennedy.
El cristal de seguridad cedió. Giré la muleta y usé la punta con remate de goma para hundirlo del todo. Uno de los dos tendría que sentarse atrás. Si aquello funcionaba, claro. Estando en Derry, había encargado una copia de la llave de arranque del Sunliner y la había pegado con cinta aislante al fondo de la guantera, debajo de los papeles del coche. Quizá aquel tipo había hecho lo mismo. Quizá esa armonía en concreto llegaba hasta ese extremo. Era una posibilidad remota…, pero la posibilidad de que Sadie me encontrase en Mercedes Street había sido más descabellada todavía y había funcionado. Metí la mano en el fondo cromado de la guantera de ese Sunliner y empecé a palpar.
Armoniza, cabrito. Armoniza, por favor. Échame una manita por una vez.
—¿Jake? ¿Por qué crees…?
Mis dedos toparon con algo y saqué una caja metálica de caramelos Sucrets. Cuando la abrí encontré no solo una llave, sino cuatro. No sabía qué abrirían las otras tres, pero no albergaba dudas sobre la que me interesaba. Podría haberla encontrado a oscuras solo por la forma.
Cómo me gustaba ese coche.
—Bingo —dije, y casi me caí cuando Sadie me abrazó—. Conduce tú, cariño. Yo me sentaré atrás y descansaré la rodilla.
No fui tan ingenuo de intentar ir por Main Street; estaría bloqueada por las vallas y los coches de la policía.
—Ve por Pacific hasta donde puedas. Después métete por las travesías. Mientras el ruido de la gente nos quede a la izquierda, creo que iremos bien.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—Media hora. —En realidad eran veinticinco minutos, pero pensé que media hora sonaba más reconfortante. Además, no quería que intentase conducir a lo loco y arriesgarnos a otro accidente. Todavía nos quedaba tiempo (en teoría, por lo menos), pero una avería más y estábamos acabados.
No hizo ninguna locura, pero sí condujo sin miedo. Llegamos a un árbol caído que bloqueaba una de las calles (cómo no) y Sadie se subió al bordillo y fue por la acera para superarlo. Llegamos hasta el cruce de Record Norte Street y Havermill. Desde allí no se podía seguir porque las dos últimas manzanas de Havermill —hasta el punto en que se cruzaba con Elm Street— ya no existían. Se habían convertido en un aparcamiento. Un hombre armado con una bandera naranja nos indicó que pasáramos.
—Cinco pavos —dijo—. Caminando solo están a dos minutos de Main Street, tienen tiempo de sobra. —Aunque echó una mirada dubitativa a mi muleta al decirlo.
—Estoy arruinada, de verdad —me dijo Sadie—. No mentía.
Saqué la cartera y le di un billete de cinco al cobrador.
—Aparque detrás del Chrysler —ordenó—. Déjelo bien metidito.
Sadie le lanzó las llaves.
—Déjelo usted bien metidito. Vamos, cariño.
—¡Oigan, por ahí no! —dijo el aparcacoches—. ¡Por ahí se va a Elm! ¡Adonde quieren ir es a Main! ¡Por ahí es por donde vendrá!
—¡Sabemos lo que hacemos! —gritó Sadie. Confié en que tuviera razón. Avanzamos entre los coches encajonados, con Sadie a la cabeza. Yo me contoneaba y lanzaba la muleta a un lado y a otro, intentando no chocar con los retrovisores ni quedarme atrás. Ya oía las locomotoras y los traqueteantes vagones de mercancías de la estación de trenes de detrás del Depósito de Libros.
—Jake, estamos dejando un rastro de un kilómetro de ancho.
—Lo sé. Tengo un plan. —Una exageración gigantesca, pero sonaba bien.
Salimos a Elm, y señalé el edificio de la otra acera, dos manzanas más abajo.
—Ese. Allí está.
Sadie observó el chato cubo rojo con las ventanas vigilantes y luego volvió hacia mí un rostro consternado y de ojos desorbitados. Vi —con algo parecido al interés clínico— que se le había puesto la piel del cuello muy blanca y de gallina.
—¡Jake, es horrible!
—Lo sé.
—Pero… ¿qué tiene de malo?
—Todo. Sadie, tenemos que darnos prisa. Casi no nos queda tiempo.
Cruzamos Elm en diagonal, yo casi a la carrera ayudado por mi muleta. El grueso de la muchedumbre estaba en Main Street, pero un buen número de personas llenaban Dealey Plaza y se extendían por Elm Street y por delante del Depósito de Libros. Llenaban la acera hasta la altura del Triple Paso Inferior. Había niñas sentadas a hombros de sus padres, y los críos que quizá pronto gritarían de pánico se embadurnaban la cara de helado alegremente. Vi a un hombre que vendía cucuruchos de helado y a una mujer con un cardado enorme que pregonaba sus fotos a un dólar de Jack y Jackie en traje de noche.
Para cuando llegamos al pie del Depósito, yo sudaba, la axila me dolía a rabiar por la presión constante del soporte de la muleta y mi rodilla izquierda estaba constreñida por un cinturón de fuego. Apenas podía doblarla. Alcé la vista y vi a empleados del Depósito asomados a las ventanas. No distinguí a nadie en la esquina sudeste del sexto piso, pero Lee estaría allí.
Miré mi reloj. Las doce y veinte. Podíamos calcular el avance de la comitiva gracias a los crecientes rugidos procedentes de la parte baja de Main Street.
Sadie probó la puerta y me miró con cara de angustia.
—¡Cerrada!
Dentro, vi a un hombre negro que llevaba una boina con visera ladeada con garbo sobre la cabeza. Estaba fumando un cigarrillo. Al había sido un hacha de las notas al margen en su cuaderno, y hacia el final —apuntados al vuelo, casi garabateados— había dejado constancia de los nombres de varios compañeros de trabajo de Lee. No me había esforzado en absoluto por estudiarlos, porque no se me ocurrió qué uso mínimamente razonable podría darles. Junto a uno de esos nombres —el perteneciente al tipo de la boina con visera, no me cabía duda—, Al había escrito: «Primer sospechoso (probablemente por ser negro)». Había sido un nombre poco habitual, pero aun así no podía recordarlo, bien porque Roth y sus matones me lo habían sacado a golpes de la cabeza (junto con toda clase de datos más), bien porque no había prestado suficiente atención de buen principio.
O bien porque el pasado era obstinado. ¿Y acaso importaba? No me salía y punto. El nombre no estaba.
Sadie aporreó la puerta. El negro de la boina con visera la observó con aire impasible. Dio una calada a su cigarrillo y después le hizo un gesto con el dorso de la mano: «Fuera, señorita, fuera».
—¡Jake, piensa algo! ¡POR FAVOR!
Doce y veintiún minutos.
Un nombre inusual, sí, pero ¿por qué había sido inusual? Me sorprendió descubrir que eso era algo que en realidad sabía.
—Porque era de chica —dije.
Sadie se volvió hacia mí. Tenía las mejillas encarnadas a excepción de la cicatriz, que destacaba como un gruñido blanco.
—¿Qué?
De repente me puse a golpear el cristal.
—¡Bonnie! —grité—. ¡Oye, Bonnie Ray! ¡Déjanos entrar! ¡Conocemos a Lee! ¡Lee! ¡LEE OSWALD!
Él captó el nombre y cruzó el vestíbulo a un paso insufriblemente lento.
—No sabía que ese cabrón flacucho tuviera algún amigo —dijo Bonnie Ray Williams mientras abría la puerta y luego se hacía a un lado cuando entramos a toda prisa—. Lo más probable es que esté en la sala de descanso, mirando al presidente con el resto de…
—Escúchame —interrumpí—. Ni yo soy su amigo ni él está en la sala de descanso. Está en el sexto piso. Creo que pretende disparar al presidente Kennedy.
El grandullón soltó una carcajada. Tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó con una bota de obrero.
—Ese mequetrefe no tendría huevos para ahogar a una camada de gatitos en un saco. Lo único que hace es sentarse en un rincón y leer libros.
—Te digo…
—Yo subo al segundo. Si queréis venir conmigo, me parece bien, supongo. Pero dejad de decir chorradas sobre Leela. Así lo llamamos, Leela. ¡Disparar al presidente! ¡Y qué más! —Hizo un gesto con la mano y arrancó a caminar.
Yo pensé: Tu sitio está en Derry, Bonnie Ray. Allí son especialistas en no ver lo que tienen delante de sus narices.
—Escaleras —le dije a Sadie.
—El ascensor sería…
El fin de cualquier oportunidad que nos pudiera quedar, eso sería.
—Se quedaría parado entre dos pisos. Escaleras.
La cogí de la mano y tiré de ella. La escalera era una estrecha garganta con contrahuellas de madera combadas por años de paso. A la izquierda había una oxidada barandilla. Al pie de los escalones, Sadie se volvió hacia mí.
—Dame la pistola.
—No.
—Tú no llegarás a tiempo. Yo sí. Dame la pistola.
Casi la entregué. No era que me sintiera merecedor de conservarla; ahora que había llegado el momento divisorio propiamente dicho, no importaba quién detuviese a Oswald mientras alguien lo hiciera. Pero solo estábamos a un paso de la máquina rugiente del pasado, y ni en broma pensaba arriesgarme a que Sadie diera ese último paso por delante de mí, solo para ser engullida por el remolino de sus correas y cuchillas.
Sonreí y después me incliné hacia delante y la besé.
—Te echo una carrera —dije, y empecé a subir por la escalera. Por encima del hombro añadí—: ¡Si me duermo, es todo tuyo!
—Estáis locos perdidos —oí que decía Bonnie Ray Williams en un tono de leve protesta. Después llegó el leve golpeteo de unos pasos cuando Sadie arrancó a seguirme. Yo cargaba el peso a la derecha, sobre mi muleta —la cual, más que de apoyo, usaba ya como pértiga—, mientras tiraba de mi peso agarrando la barandilla con la mano izquierda. La pistola, en el bolsillo de mi chaqueta sport, se bamboleaba y chocaba contra mi cadera. Mi rodilla gritaba. Dejé que se desgañitara.
Cuando llegué al rellano del segundo, me permití un vistazo a mi reloj. Eran las doce y veinticinco. No; y veintiséis. Oía el fragor de la muchedumbre que seguía acercándose, una ola a punto de romper. La comitiva había superado los cruces de Main con Ervay, Main con Akard y Main con Field. Al cabo de dos minutos —tres como mucho— llegaría a Houston Street, doblaría a la derecha y pasaría por delante de los viejos juzgados de Dallas a veinticinco kilómetros por hora. Desde ese punto en adelante, el presidente de Estados Unidos sería un blanco fácil. En la mira de cuatro aumentos enganchada al Mannlicher-Carcano, los Kennedy y los Connally parecerían grandes como actores en la pantalla del Autocine Lisbon. Pero Lee esperaría un poco más. No era un esbirro suicida; quería escapar. Si disparaba demasiado pronto, el destacamento de seguridad que viajaba en el coche de cabeza de la caravana vería el fogonazo y respondería. Esperaría a que ese coche —y la limusina presidencial— trazase el giro cerrado a la izquierda que lo llevaría a Elm. No solo era un francotirador; además disparaba por la espalda.
Todavía me quedaban tres minutos.
O quizá solo dos y medio.
Ataqué los escalones entre el segundo y el tercer piso sin hacer caso del dolor de mi rodilla, obligándome a subir como un maratoniano que se acercase al final de una larga carrera. Que es lo que era, por supuesto.
Desde debajo de nosotros, oía a Bonnie Ray gritando algo que contenía «loco» y «dice que Leela va a disparar».
Hasta que llegué a la mitad del tramo que ascendía al tercer piso, oía a Sadie dándome en la espalda como un jinete que azuzara a un caballo para galopar más deprisa, pero entonces empezó a rezagarse un poco. La oí resollar y pensé Demasiados pitillos, cariño. La rodilla ya no me dolía; el subidón de adrenalina había sepultado el dolor por un momento. Mantuve la pierna izquierda todo lo recta que pude, para dejar que la muleta hiciera su trabajo.
Trazar el giro. Subir al cuarto. Para entonces yo también empecé a jadear, y las escaleras me parecían más inclinadas. Como una montaña. El travesaño de la muleta del mendigo en el que apoyaba la mano estaba viscoso de sudor. La cabeza me estallaba; los oídos me pitaban con los vítores de la muchedumbre de abajo. El ojo de mi imaginación se abrió a tope y vi la comitiva que se acercaba: el coche de seguridad y después la limusina presidencial flanqueada por las motocicletas Harley-Davidson del Departamento de Policía de Dallas, cuyos pilotos llevaban casco blanco sujeto a la barbilla y gafas de sol.
Otro giro. La muleta patinaba y después recuperaba el equilibrio. Arriba otra vez. La muleta se clavaba. Ya podía notar el olor dulce del serrín de las obras del sexto piso: los obreros sustituían los viejos tablones por otros nuevos. No en el lado de Lee, sin embargo. Lee tenía el rincón sudeste para él solo.
Llegué al rellano del quinto piso y tracé el último giro, con la boca abierta para tragar aire y la camisa convertida en un trapo empapado contra mi pecho, que subía y bajaba. El sudor me escocía en los ojos y me obligaba a parpadear.
Tres cajas de cartón llenas de libros, selladas como MISCELÁNEA y LECTURAS DE 4.º Y 5.º bloqueaban las escaleras que llevaban al sexto piso.
Me apoyé en la pierna derecha y golpeé una con la punta de la muleta; salió disparada hacia un lado. A mi espalda oí a Sadie, que se encontraba entre el cuarto y el quinto. De modo que al parecer había acertado al quedarme la pistola, aunque ¿quién sabía, en realidad? A juzgar por mi experiencia, saber que la responsabilidad principal de cambiar el futuro recae en ti te hace correr más deprisa.
Me metí por el hueco que había creado. Para hacerlo tuve que cargar todo mi peso en la pierna izquierda por un momento. Emitió un aullido de dolor. Gruñí y me agarré a la barandilla para no caer de bruces sobre los escalones. Miré mi reloj. Marcaba las doce y veintiocho, pero ¿y si atrasaba? La multitud rugía.
—Jake…, por el amor de Dios, corre… —Sadie, aún en las escaleras del rellano del quinto.
Acometí el último tramo y el sonido de la muchedumbre empezó a ahogarse en un silencio más grande. Para cuando llegué arriba, no quedaba otra cosa que mis ásperos jadeos y los ardientes latidos como mazazos de mi apurado corazón.
La sexta planta del Depósito de Libros Escolares de Texas era un cuadrado oscuro salpicado por islas de cajas de libros apiladas. Las luces del techo estaban encendidas allá donde estaban cambiando el suelo, pero no donde Lee Harvey Oswald planeaba hacer historia al cabo de cien segundos o menos. Siete ventanas daban a Elm Street; las cinco del centro eran grandes y semicirculares, mientras que las de los extremos eran cuadradas. El sexto piso estaba a oscuras alrededor del acceso a la escalera, pero una luz neblinosa bañaba la zona que daba a Elm Street. Gracias al serrín que flotaba a causa de la obra, los rayos de sol que entraban por las ventanas parecían lo bastante gruesos para cortarlos. El que llegaba de la ventana hasta la esquina sudeste, sin embargo, estaba bloqueado por una barricada de cajas de libros. El nido del francotirador quedaba en la otra punta de la planta respecto a mí, en una diagonal que cruzaba de noroeste a sudeste.
Detrás de la barricada, a la luz del sol, un hombre con un fusil se encontraba de pie ante la ventana. Estaba encorvado, mirando hacia fuera. La ventana estaba abierta. Una ligera brisa le agitaba el pelo y el cuello de la camisa. Empezó a elevar el fusil.
Arranqué a correr a trompicones, haciendo un zigzag en torno a los montones de cajas, metiendo la mano en el bolsillo de la chaqueta para sacar el .38.
—¡Lee! —grité—. ¡Quieto, hijo de perra!
Él volvió la cabeza y me miró, con los ojos desorbitados y la boca abierta. Por un momento fue solo Lee —el tipo que se reía y jugaba con Junie en la bañera, el que a veces abrazaba a su mujer y besaba su cara vuelta hacia arriba—, y después torció su boca delgada y de algún modo remilgada en una mueca de rabia que enseñaba sus dientes superiores. Cuando eso pasó, se transformó en algo monstruoso. Dudo que lo creáis, pero juro que es cierto. Dejó de ser un hombre y se convirtió en el fantasma demoníaco que atormentaría a Estados Unidos desde ese día en adelante, pervirtiendo su poder y echando a perder todas sus buenas intenciones.
Si yo le dejaba.
El ruido de la muchedumbre volvió a hacerse oír, millares de personas aplaudiendo, vitoreando y gritando a pleno pulmón. Yo los oí, y Lee también los oyó. Él sabía lo que significaba: ahora o nunca. Giró sobre sus talones hacia la ventana y se llevó al hombro la culata del fusil.
Yo tenía la pistola, la misma que había usado para matar a Frank Dunning. No solo parecida; en ese momento era la misma pistola. Lo pensaba entonces y lo pienso ahora. El percutor intentó engancharse en el forro del bolsillo, pero saqué el .38 de un tirón rasgando la tela.
Disparé. El tiro me salió alto y solo arrancó una nube de astillas de la parte superior del marco de la ventana, pero fue suficiente para salvar la vida de John Kennedy. Oswald dio un respingo al oír el disparo y el proyectil de 160 granos del Mannlicher-Carcano salió desviado hacia arriba y destrozó una ventana de los juzgados del condado.
Debajo de nosotros sonaron chillidos y gritos de confusión. Lee se volvió de nuevo hacia mí, con la cara convertida en una máscara de furia, odio y decepción. Alzó una vez más su fusil, y en esa ocasión no sería al presidente de Estados Unidos a quien apuntaría. Accionó el cerrojo —clac-clac— y volví a dispararle. Aunque había cruzado tres cuartas partes de la habitación y estaba a menos de nueve metros, fallé de nuevo. Vi temblar un lado de su camisa, pero eso fue todo.
Mi muleta topó con una pila de cajas. Me tambaleé hacia la izquierda, dando manotazos con el brazo de la pistola para equilibrarme, pero no tenía ninguna posibilidad. Durante un mero instante pensé en cómo, el día en que la había conocido, Sadie había caído literalmente en mis brazos. Sabía lo que iba a suceder. La historia no se repite, pero sí armoniza, y lo que suele sonar es la música del diablo. Esa vez fue mi turno de tropezar, y ahí estuvo la diferencia crucial.
Ya no la oía en las escaleras… pero podía oír sus rápidos pasos.
—¡Sadie, al suelo! —grité, pero mi voz se perdió en el ladrido del fusil de Oswald.
Oí que la bala me pasaba por encima. Después la oí gritar.
Luego sonaron más disparos, esa vez procedentes de fuera. La limusina presidencial había escapado hacia el Triple Paso Inferior a velocidad de vértigo, mientras las dos parejas que la ocupaban se agachaban y abrazaban. Pero el coche de seguridad se había detenido en el lado opuesto de Elm Street, cerca de Dealey Plaza. Los policías de las motos habían parado en mitad de la calle, y por lo menos cuatro docenas de personas estaban actuando de observadores, señalando hacia la ventana del sexto piso, donde un hombre flacucho con una camisa azul resultaba claramente visible.
Oí una ráfaga de golpes sordos, un sonido como de granizo azotando barro. Eran las balas que no habían acertado a la ventana e impactaban contra los ladrillos de arriba o los lados. Muchas no fallaron. Vi que la camisa de Lee se hinchaba como si un viento hubiera empezado a soplar dentro de ella, un viento rojo que perforase agujeros en el tejido: uno encima del pezón derecho, otro en el esternón, un tercero donde debía de estar su ombligo. Una cuarta ráfaga le desgarró el cuello. Lee bailó como una muñeca bajo la luz neblinosa con su nevisca de serrín, sin que esa espantosa mueca dejara su cara en ningún momento. Al final no era un hombre, os lo digo; era otra cosa. Lo que sea que se nos mete dentro cuando escuchamos a nuestros peores ángeles.
Una bala alcanzó una de las luces del techo, hizo añicos la bombilla y la dejó balanceándose. Después otro proyectil hizo saltar la parte superior de la cabeza del aspirante a magnicida, tal y como el proyectil de Lee había hecho con la coronilla de Kennedy en el mundo del que había venido yo. Se derrumbó sobre su barricada de cajas, que se volcaron por el suelo.
Gritos abajo. Alguien decía a voces:
—¡Ha caído, le he visto caer!
Pasos que corrían y subían. Pateé el .38, que dio varias vueltas hasta topar con el cuerpo de Lee. Tuve la presencia de ánimo justa para comprender que los hombres que subían por la escalera me machacarían y quizá hasta me matarían si me encontraban con una pistola en la mano. Empecé a levantarme, pero mi rodilla ya no me sostenía. Probablemente era una suerte. Tal vez no hubiese quedado a la vista desde Elm Street, pero en caso contrario habrían abierto fuego sobre mí. De manera que repté hasta donde yacía Sadie, cargando mi peso sobre las manos y arrastrando la pierna izquierda como un ancla.
La pechera de su blusa estaba empapada en sangre, pero vi el agujero. Estaba en pleno centro de su pecho, justo encima de la curva de sus pechos. De su boca manaba más sangre. Se estaba ahogando en ella. Le puse los brazos debajo y la alcé. Sus ojos no se apartaron de los míos. Brillaban en la penumbra brumosa.
—Jake —dijo con voz ronca.
—No, cariño, no hables.
No me hizo caso, sin embargo; ¿cuándo me lo había hecho?
—¡Jake, el presidente!
—A salvo. —En realidad no lo había visto de una pieza cuando la limusina se alejaba, pero había reparado en el mal gesto de Lee al realizar su único disparo contra la calle, y eso me bastaba. Además, en cualquier caso le hubiese dicho a Sadie que estaba a salvo.
Ella cerró los ojos y luego los volvió a abrir. Los pasos ya estaban muy cerca; habían realizado el giro del rellano del quinto piso y empezaban a subir el último tramo. Muy abajo, la muchedumbre expresaba sus nervios y confusión.
—Jake.
—¿Qué, cariño?
Sonrió.
—¡Cómo bailamos!
Cuando llegaron Bonnie Ray y los demás, me encontraron sentado en el suelo, sosteniéndola. Me pasaron por delante en estampida. Cuántos, no lo sé. Cuatro, a lo mejor. U ocho. O una docena. No me molesté en mirarlos. La abracé y mecí su cabeza contra mi pecho, dejando que su sangre empapara mi camisa. Muerta. Mi Sadie. Había caído en la máquina, a fin de cuentas.
Nunca he sido lo que se diría un hombre llorón, pero casi cualquier hombre que ha perdido a la mujer a la que ama derramaría una lágrima, ¿no os parece? Sí. Pero yo no.
Porque sabía lo que había que hacer.