El gnomo enarbolaba una bandera, en efecto, pero no americana. Ni siquiera la bandera de Maine con el alce. La que sostenía el gnomo tenía una franja vertical azul y dos gruesas franjas horizontales, la superior de color blanco y la inferior de color rojo. Tenía, además, una única estrella. Al pasar junto al gnomo, le di una palmadita en el sombrero puntiagudo, y subí los escalones del porche de la casita de Al, en Vining Street, pensando en una graciosa canción de Ray Wylie Hubbard: «Que os jodan, nosotros somos de Texas».
La puerta se abrió antes de que pudiera tocar el timbre. Al llevaba puesto un albornoz encima del pijama, y el reciente pelo canoso formaba enmarañados tirabuzones, un grave caso de «cabeza de cama», si alguna vez vi uno. No obstante, el sueño (y los analgésicos, por supuesto) le había sentado bien. Aún tenía aspecto de enfermo, pero las arrugas alrededor de la boca no eran tan profundas, y mientras me conducía por el corto pasillo hacia la sala de estar, su andar parecía más seguro. Ya no se presionaba la axila izquierda con la mano derecha como si intentara mantenerse de una pieza.
—Ya me parezco un poco más a mi antiguo yo, ¿verdad? —preguntó con voz ronca mientras se sentaba en la butaca delante del televisor. Salvo que realmente no se sentó, sencillamente se posicionó y se dejó caer.
—Verdad. ¿Qué te han dicho los médicos?
—El que vi en Portland dice que no hay esperanza, ni siquiera con quimio y radiación. Exactamente lo mismo que me dijo el doctor que vi en Dallas. Y eso fue en 1962. Es agradable pensar que algunas cosas nunca cambian, ¿no crees?
Abrí la boca, seguidamente la cerré. A veces no hay nada que decir. A veces uno sencillamente se queda sin palabras.
—No tiene sentido marear la perdiz —dijo—. Sé que la muerte incomoda a la gente, sobre todo cuando el que se muere solo puede culpar a sus propios malos hábitos, pero no puedo malgastar el tiempo siendo delicado. Pronto ingresaré en un hospital, aunque no haya otra razón para ello que ser incapaz de ir y volver del cuarto de baño por mí mismo. Y que me parta un rayo si me quedo sentado tosiendo hasta echar los higadillos y hundiéndome en mi propia mierda.
—¿Qué pasa con el restaurante?
—El restaurante está acabado, socio. Aunque estuviera sano como un caballo, desaparecería a final de mes. Sabes que tenía alquilada esa parcela, ¿no?
Lo ignoraba, pero tenía su lógica. Aunque la Worumbo aún se llamaba Worumbo, ahora era básicamente un moderno centro comercial, y eso implicaba que Al habría estado pagando una renta a alguna corporación.
—Hay que renovar el contrato de arrendamiento, y Mill Associates quiere ese espacio para poner algo llamado (esto te va a encantar) L. L. Bean Express. Aparte, dicen que mi Aluminaire es una monstruosidad.
—¡Eso es ridículo! —exclamé, y mi indignación era tan genuina que hizo reír a Al.
La risa trató de metamorfosearse en un ataque de tos y se obligó a sofocarlo. Aquí, en la intimidad de su hogar, no usaba pañuelos de papel, ni pañuelos de tela ni servilletas para lidiar con esa tos; había una caja de compresas Maxi Pads en la mesa junto a la butaca. Mis ojos se desviaban una y otra vez hacia ellas. Los instaba a apartarse, tal vez para mirar la foto en la pared de Al rodeando con un brazo a una mujer bien parecida, pero enseguida los descubría retornando a la caja. He aquí una de las grandes verdades de la condición humana: si necesitas compresas para absorber las expectoraciones producidas por tu maltrecho cuerpo, es que tienes un problemón de la hostia.
—Gracias por decir eso, socio. Podríamos beber algo. Mis días de alcohol han terminado, pero tengo té helado en la nevera. Quizá deberías hacer los honores.
En el restaurante Al solía utilizar una cristalería resistente y sencilla, pero la jarra que contenía el té helado me parecía Waterford. Un limón entero cabeceaba plácidamente en la superficie, con la piel cortada para permitir que el sabor se filtrara. Llené un par de vasos con hielo, vertí el té y regresé a la sala de estar. Al tomó un trago largo y profundo del suyo y cerró los ojos, agradecido.
—Chico, es estupendo. Ahora mismo todo en Mundo Al es estupendo. Esas drogas son una maravilla. Adictivas como mil demonios, por supuesto, pero maravillosas. Incluso me quitan un poco la tos. El dolor llegará a hurtadillas otra vez hacia medianoche, pero debería darnos tiempo suficiente para hablar de eso. —Tomó otro sorbo y me dirigió una mirada de atribulada diversión—. Las cosas humanas son fantásticas hasta el final, por lo que se ve. Nunca lo habría imaginado.
—Al, ¿qué pasará con ese… ese agujero al pasado si retiran tu caravana y construyen un outlet en ese lugar?
—No lo sé, igual que no sé cómo puedo comprar la misma carne una y otra vez. Lo que yo creo es que desaparecerá. Creo que es una extravagancia de la naturaleza, como los géiseres de Yellowstone, o como esa extraña roca en equilibrio que tienen en Australia occidental, o como un río que fluye hacia atrás en ciertas fases de la luna. Estas cosas son delicadas, socio. Un pequeño corrimiento de la corteza terrestre, un cambio de temperatura, unos cartuchos de dinamita, y adiós.
—Así que no crees que vaya a producirse… no sé… ¿una especie de cataclismo? —En mi mente imaginaba una brecha en la cabina de un avión volando a once mil metros de altitud y que todo desaparecía succionado, incluidos los pasajeros. Lo había visto una vez en una película.
—No lo creo, pero ¿quién es capaz de asegurarlo? De cualquier forma, solo sé que no hay nada que hacer al respecto. A menos que quieras que te ceda el local, claro. Podría arreglarlo. Después podrías ir a la Sociedad Nacional de Conservación Histórica y decirles: «Eh, muchachos, no permitáis que pongan un outlet en el patio de la vieja fábrica Worumbo. Allí hay un túnel del tiempo. Comprendo que es difícil de creer, pero dejadme que os lo enseñe».
Por un instante me lo planteé, porque probablemente Al tenía razón: la fisura que conducía al pasado era casi con toda certeza delicada. Por cuanto yo sabía (o él ), podría reventar como una burbuja de jabón simplemente con una sacudida fuerte del Aluminaire. Después pensé en el gobierno federal descubriendo que podrían enviar al pasado a los cuerpos de operaciones especiales para cambiar todo cuanto quisieran. No sabía si eso sería posible, pero en tal caso, los tipos que nos proporcionaban cosas tan divertidas como armas biológicas y bombas inteligentes guiadas por ordenador eran las últimas personas que querría que modificaran sus agendas en beneficio de una historia viva y desprotegida.
Un momento después de que se me ocurriera esta idea —no, en el mismo segundo—, supe lo que Al tenía en mente. Solo me faltaban los detalles. Dejé a un lado mi té y me puse en pie.
—Ah, no, no. Rotundamente no.
Al recibió mis palabras con calma. Podría decir que se debía a su colocón de OxyContina, pero me engañaría a mí mismo. Se daba cuenta de que, dijera lo que dijese, no tenía intención de marcharme. Mi curiosidad —por no mencionar mi fascinación— probablemente saltaba a la vista cual púas de puercoespín. Porque una parte de mí quería conocer los detalles.
—Veo que puedo pasar por alto la introducción e ir directamente al grano —dijo Al—. Eso es bueno. Siéntate, Jake, y te confiaré el único motivo que tengo para no engullir de golpe toda mi reserva de pastillitas color rosa. —Y como permanecí de pie, prosiguió—: Sabes que deseas oírlo, y ¿qué hay de malo? Aunque pudiera obligarte a hacer algo aquí, en el 2011, cosa que no puedo, no podría obligarte a hacer nada en el pasado. Allí, Al Templeton no es más que un crío de cuatro años de Bloomington, Indiana, corriendo por el patio con una máscara del Llanero Solitario que aún duda a la hora de utilizar el váter. Así que siéntate. Como dicen en los publirreportajes, sin ninguna obligación.
Correcto. Por otra parte, mi madre habría dicho que la voz del diablo es dulce.
Pero me senté.
—¿Conoces la expresión momento divisorio, socio?
Asentí. No tenías que ser profesor de lengua para conocerla; ni siquiera tenías que ser una persona culta. Era uno de esos irritantes atajos lingüísticos que se manifiestan en los programas de noticias de la tele por cable, día sí y día también. Otros incluyen conectar los puntos y en este instante de tiempo. El más irritante de todos (he arremetido en su contra delante de mis alumnos visiblemente aburridos una vez y otra vez y otra vez) es la expresión, completamente sin sentido, alguna gente dice, o numerosa gente cree.
—¿Sabes de dónde viene? ¿Su origen?
—No.
—Cartografía. Una divisoria delimita un área de tierra, una cuenca, generalmente una montaña o un bosque, que vierte sus aguas a un determinado río. La historia también es un río. ¿No la describirías así?
—Sí, supongo que sí. —Bebí un sorbo de mi té.
—A veces los acontecimientos que cambian la historia son generalizados, como una lluvia fuerte y prolongada sobre una cuenca entera que inunda las riberas de un río. Pero los ríos pueden incluso desbordarse en días soleados. Todo cuanto se necesita es un chaparrón fuerte y prolongado en una pequeña zona de la cuenca. En la historia también existen riadas relámpago. ¿Quieres ejemplos? ¿Qué me dices del 11-S? ¿O de la derrota de Gore en el 2000?
—Al, no puedes comparar unas elecciones nacionales con una riada.
—Quizá la mayoría no, pero las elecciones presidenciales del 2000 pertenecen a una categoría aparte. Imagina que pudieras volver a Florida en el otoño del doble cero y gastar doscientos mil dólares en favor de Al Gore.
—Hay un par de problemas —objeté—. Primero, no tengo doscientos mil dólares. Segundo, soy profesor de instituto. Puedo contarte todo lo relacionado con la fijación materna de Thomas Wolfe, pero en lo que se refiere a política, estoy en pañales.
Batió la mano en un gesto de impaciencia que casi hizo que su anillo del cuerpo de Marines saliera despedido de su escuálido dedo.
—El dinero no es problema. Tendrás que confiar en mí, por ahora. Y por lo general, el conocimiento anticipado supera con creces a la experiencia. La diferencia en Florida fue supuestamente inferior a seiscientos votos. ¿Crees que con doscientos de los grandes se podrían comprar seiscientos votos el día de las elecciones si todo se redujera a eso?
—A lo mejor —dije—. Probablemente. Supongo que aislaría comunidades con un alto grado de apatía y donde tradicionalmente la participación sea baja; no haría falta investigar demasiado. Y luego empezaría a repartir dinero.
Al sonrió burlonamente mostrando los huecos de dientes desaparecidos y las enfermizas encías.
—¿Por qué no? En Chicago funcionó durante años.
La idea de comprar la Presidencia por menos de lo que costarían dos sedanes Mercedes Benz me hizo callar.
—Pero cuando se trata del río de la historia, los momentos divisorios más susceptibles de cambiar son los asesinatos, los que tuvieron éxito y los que fracasaron. Al archiduque Francisco Fernando de Austria le disparó un mequetrefe mentalmente inestable llamado Gavrilo Princip, y eso marcó el inicio de la Primera Guerra Mundial. Por otra parte, después de que Claus von Stauffenberg fracasara en su intento de matar a Hitler en 1944 (al poste, pero sin premio), la guerra continuó y murieron millones de personas.
También yo había visto esa película.
Al prosiguió:
—No hay nada que podamos hacer en el caso del archiduque o en el caso de Hitler. Están fuera de nuestro alcance.
Pensé en acusarle por esas presunciones, pero mantuve la boca cerrada. Me sentía como un hombre leyendo un libro macabro. Una novela de Thomas Hardy, por ejemplo. Sabes cómo va a terminar, pero eso, en lugar de estropear las cosas, de algún modo aumenta tu fascinación. Es como mirar a un niño que hace correr su tren eléctrico cada vez más rápido y esperar a que descarrile en una curva.
—En cuanto al 11-S, si quisieras remediarlo, tendrías que esperar cuarenta y tres años. Te pondrías casi con ochenta, si es que consigues llegar a esa edad.
Ahora cobraba sentido la bandera con la solitaria estrella que enarbolaba el gnomo. Era un recuerdo de la última incursión de Al en el pasado.
—Tú no lograrías llegar a 1963, ¿verdad?
Ante esto no replicó, solo se limitó a observarme. Los ojos, que habían presentado un aspecto velado y distraído esa misma tarde en el restaurante, ahora brillaban. Casi rejuvenecidos.
—Porque eso es de lo que estás hablando, ¿verdad? Dallas en 1963.
—Así es —confirmó—. Tuve que desistir. Pero tú no estás enfermo, socio. Estás sano y en la flor de la vida. Puedes volver, y puedes impedirlo.
Se inclinó hacia delante. Sus ojos no solo brillaban; ardían.
—Tú puedes cambiar la historia, Jake. ¿Lo entiendes? John Kennedy puede salvarse.
Conozco las bases de la narrativa de suspense —o por lo menos debería, pues he leído suficientes novelas de intriga a lo largo de mi vida— y la regla principal es mantener la incertidumbre en el lector. Sin embargo, si habéis captado algo de la esencia de mi personaje a partir de los extraordinarios sucesos de aquel día, sabréis que deseaba que me convenciera. Christy Epping se había convertido en Christy Thompson (chico conoce a chica en reunión de AA, ¿recordáis?), y yo vivía solo. Ni siquiera teníamos hijos por los que pelear. Me desempeñaba bien en mi trabajo, pero mentiría si dijera que suponía un desafío. Un viaje en autoestop por Canadá con un amigo después del último año de universidad constituía lo más cercano a una aventura que había vivido, y dada la naturaleza alegre y amable de la mayoría de los canadienses, tampoco tuvo mucho de aventura. Ahora, de repente, se me ofrecía la oportunidad de convertirme en un jugador importante no solo en la historia de América, sino en la del mundo. Así que sí, sí, sí, deseaba que me convenciera.
Pero también tenía miedo.
—¿Y si sale mal? —Bebí el resto del té helado en cuatro largos tragos; los cubitos de hielo tintinearon contra mis dientes—. ¿Y si me las arreglo, Dios sabe cómo, para impedir que suceda y empeoro las cosas en lugar de mejorarlas? ¿Y si regreso y descubro que América está bajo un régimen fascista? ¿O que la polución es tan extrema que todo el mundo anda con máscaras antigás?
—Entonces vuelves otra vez —dijo—. Vuelves a las doce menos dos minutos del 9 de septiembre de 1958. Anulas toda la operación. Cada viaje es el primero, ¿recuerdas?
—Parece lógico, pero ¿y si los cambios fueran tan radicales que tu restaurante ya ni siquiera existiera?
Al sonrió abiertamente.
—Entonces tendrías que vivir tu vida en el pasado. Pero ¿sería eso tan malo? Como profesor de lengua todavía te defenderías para conseguir un empleo, y ni siquiera lo necesitarías. Yo pasé allí cuatro años, Jake, y junté una pequeña fortuna. ¿Sabes cómo?
Podría haber aventurado una respuesta educada, pero sacudí la cabeza.
—Apostando. Tuve cuidado, no quería levantar ninguna sospecha, y desde luego no quería que ningún corredor de apuestas enviara a un rompepiernas por mí, pero cuando uno ha estudiado quién ganó los grandes eventos deportivos entre el verano de 1958 y el otoño de 1963, te puedes permitir el lujo de ser cuidadoso. No diré que puedas vivir como un rey, porque es una forma de vida peligrosa, pero no existe ninguna razón para no vivir bien. Y creo que el restaurante seguirá aquí. Ha aguantado en mi caso, y he cambiado multitud de cosas. Como cualquier persona. Solo dar la vuelta a la esquina y comprar una barra de pan y un litro de leche ya cambia el futuro. ¿Has oído hablar alguna vez del efecto mariposa? Se trata de una elaborada teoría científica que básicamente se reduce a la idea de que…
Empezó a toser otra vez, el primer ataque prolongado desde que yo había llegado. Cogió una de las compresas de la caja, se cubrió la boca como si fuera una mordaza, y luego de repente se dobló hacia delante. Un truculento ruido de arcadas brotó de su pecho. Sonaba como si la mitad de sus mecanismos internos se hubieran desprendido y estuvieran colisionando entre sí como autos de choque en un parque de atracciones. Finalmente remitió. Examinó la compresa, parpadeó, la dobló, y la tiró a la basura.
—Perdona, socio. Esta menstruación oral es una putada.
—¡Por Dios, Al!
Se encogió de hombros.
—Si uno no puede bromear sobre ello, ¿qué sentido tiene todo? Bueno, ¿dónde estaba?
—El efecto mariposa.
—Eso. Significa que sucesos de poca importancia pueden tener, cómo se dice, ramificaciones. La idea es que si un tipo mata a una mariposa en China, quizá dentro de cuarenta años, o de cuatrocientos, se produzca un terremoto en Perú. ¿Opinas como yo que es algo disparatado?
Efectivamente, pero me acordé de la antediluviana paradoja del viaje en el tiempo y la saqué a colación.
—Sí, pero ¿y si vuelves atrás y matas a tu propio abuelo?
Me miró de hito en hito, perplejo.
—¿Por qué coño ibas a hacer eso?
Esa era una buena pregunta, así que le indiqué que continuara.
—Tú, esta tarde, has cambiado el pasado en toda clase de pequeños aspectos solo por entrar en la frutería Kennebec…, pero los escalones que subían a la despensa de vuelta a 2011 seguían ahí, ¿verdad? Y Las Falls es la misma que cuando te marchaste.
—Eso parece, sí. Pero estás hablando de algo un poco más importante; a saber: salvar la vida de JFK.
—Oh, estoy hablando de mucho más, porque esto no se trata de matar a una mariposa en China, socio. Estoy hablando además de salvarle la vida a RFK, porque si John sobreviviera en Dallas, Robert probablemente no se presentaría como candidato a la presidencia en 1968. El país no estaría preparado para sustituir a un Kennedy por otro.
—Eso no lo sabes seguro.
—No, pero escucha. ¿Acaso crees que si le salvas la vida a John Kennedy, su hermano Robert estará en el hotel Ambassador a las doce y cuarto del mediodía del 5 de junio de 1968? Y aunque así fuera, ¿Sirhan Sirhan aún trabajará en la cocina?
Quizá, pero las probabilidades debían de ser ínfimas. Si uno introducía un millón de variables en una ecuación, la solución iba a cambiar, desde luego.
—O ¿qué hay de Martin Luther King? ¿Estará aún en Memphis en abril del 68? Incluso si así fuera, ¿saldrá al balcón del Motel Lorraine a la hora exacta en que James Earl Ray le disparó? ¿Qué opinas?
—Si esa teoría de la mariposa es correcta, probablemente no.
—Eso es lo que yo creo también. Y si MLK sobrevive, los disturbios raciales que siguieron a su muerte no ocurrirán. Quizá no disparen a Fred Hampton en Chicago.
—¿A quién?
Pasó de mí.
—Para el caso, quizá no exista el SLA, el Ejército Simbiótico de Liberación. Sin SLA, no hay secuestro de Patty Hearst. Sin secuestro de Patty Hearst, habrá una pequeña pero quizá significativa reducción del miedo a los negros entre los blancos de clase media.
—Me estás liando. Recuerda, yo estudié lengua y literatura inglesa.
—Te estás liando porque sabes más de la Guerra Civil del siglo diecinueve que de la guerra que ha despedazado a este país después del asesinato de Kennedy en Dallas. Si te preguntara quién protagonizó El graduado, estoy seguro de que me lo dirías. Pero si te pidiera que me dijeras a quién intentó asesinar Lee Oswald solo unos meses antes de abatir a Kennedy, reaccionarías en plan «¿Quéee?». Porque de algún modo todo eso se ha perdido.
—¿Oswald intentó asesinar a alguien antes que a Kennedy? —Aquello era una novedad para mí, pero la mayor parte de mi conocimiento sobre la muerte de Kennedy procedía de una película de Oliver Stone. En cualquier caso, Al no respondió. Al estaba en racha.
—O ¿qué pasa con Vietnam? Johnson fue quien inició la demencial escalada de violencia. Kennedy era un guerrero frío, no cabe duda, pero Johnson lo llevó al siguiente nivel. Poseía el mismo complejo de «mis pelotas son las más grandes» que mostró Dubya cuando se plantó delante de las cámaras y dijo «A la carga». Kennedy podría haber cambiado de idea. Johnson y Nixon eran incapaces de eso. Gracias a ellos, en Vietnam perdimos a casi sesenta mil soldados americanos. Los vietnamitas, del norte y del sur, perdieron a millones. ¿La carnicería sería tan grande si Kennedy no muriera en Dallas?
—No lo sé. Y tú tampoco, Al.
—Eso es cierto, pero me he convertido en todo un estudioso de la historia americana reciente, y creo que las probabilidades de mejorar las cosas salvándole la vida son muy altas. Y de veras, no existe un lado negativo. Si las cosas se van a la mierda, solo hay que retroceder. Es tan fácil como borrar una palabrota de una pizarra.
—Si no puedo regresar, nunca sabré el resultado.
—Tonterías. Eres joven. Mientras no te dejes atropellar por un taxi ni sufras un infarto, vivirías el tiempo suficiente para enterarte de cómo resultan las cosas.
Permanecí sentado en silencio, con la vista fija en mi regazo, meditando. Al no me interrumpió. Por fin, alcé la cabeza.
—Debes de haber leído mucho acerca del asesinato y acerca de Oswald.
—Todo lo que ha caído en mis manos, socio.
—¿Qué certeza tienes de que lo hiciera él? Porque hay unas mil teorías de la conspiración. Eso lo sé hasta yo. Pero ¿y si vuelvo al pasado y le detengo, y entonces algún otro tipo le vuela los sesos a Kennedy desde la loma de hierba, o lo que fuera?
—El montículo de hierba. Y estoy casi al cien por cien seguro de que Oswald actuó solo. Para empezar, todas las teorías de la conspiración son descabelladas, y la mayoría se han refutado a lo largo de los años. La idea de que el tirador no fue Oswald, sino alguien que se le parecía, por ejemplo. El cadáver fue exhumado en 1981 y se le practicó una prueba de ADN. Era él, estaba claro. Ese puto bastardo. —Hizo una pausa, luego agregó—: Le conocí, ¿sabes?
Le miré fíjamente.
—¡Anda ya!
—Oh, sí. Habló conmigo. Eso fue en Fort Worth. Él y su mujer, Marina, que era rusa, habían ido a visitar al hermano de Oswald. Si Lee alguna vez quiso a alguien, fue a su hermano Bobby. Estuve esperando junto a la valla que rodeaba el patio de Bobby Oswald, apoyado en un poste de teléfonos, fumando un cigarrillo y fingiendo que leía el periódico. El corazón parecía latirme a doscientas pulsaciones por minuto. Lee y Marina salieron juntos. Ella llevaba a su hija, June. Una cosita chiquitita, de menos de un año. La niña estaba dormida. Ozzie iba vestido con unos pantalones caquis y una camisa abotonada de la Liga de la Hiedra, toda raída alrededor del cuello. Los pantalones estaban bien planchados, aunque sucios. Tenía el pelo muy corto, no ya al estilo marine, pero sí lo suficiente como para no poder tirar de él. Y Marina… ¡Cielo santo! ¡Una mujer impresionante! Cabello oscuro, ojos azules vivos, piel perfecta. Parece una estrella de cine. Si haces esto, lo verás por ti mismo. Mientras salían por el paseo, ella le dijo algo en ruso. Él le respondió, sonreía al hablar, pero entonces le dio un empujón que casi la hizo caer. La niña se despertó y empezó a llorar. Oswald no dejó de sonreír en ningún momento.
—Viste todo eso. Realmente. Le viste a él. —A pesar de mi propio viaje en el tiempo, estaba medio convencido de que aquello tenía que ser un delirio o una descarada mentira.
—Sí. Ella salió por la portezuela y pasó caminando a mi lado con la cabeza gacha, sosteniendo al bebé contra el pecho. Como si yo no estuviera allí. Pero él vino directo hacia mí, tan cerca que pude oler la Old Spice que se echaba para intentar camuflar el olor a sudor. Tenía la nariz salpicada de puntos negros. Por su ropa, y sus zapatos, que estaban rozados y rotos por detrás, dirías que no tenía donde caerse muerto, pero cuando mirabas su cara, comprendías que daba igual. A él le daba igual. Se creía alguien importante.
Al recapacitó un momento, luego sacudió la cabeza.
—No, retiro lo dicho. Él sabía que era alguien importante. Solo era cuestión de esperar a que el resto del mundo se pusiera al día. Así que ahí estaba, delante de mis narices, casi podría haberlo estrangulado, y no creas que la idea no se me pasó por la cabeza…
—¿Por qué no lo hiciste? O directamente, ¿por qué no le pegaste un tiro?
—¿Delante de su mujer y su hija? ¿Tú serías capaz, Jake?
No tuve que pensarlo mucho tiempo.
—Supongo que no.
—Yo tampoco. Además, tenía mis motivos. Entre ellos, una aversión a la prisión del estado… y a la silla eléctrica. Estábamos en la calle, ¿recuerdas?
—Ah.
—Vale. Cuando se acercó a mí, todavía tenía esa sonrisita en la cara. Arrogante y remilgada, las dos cosas al mismo tiempo. Lleva esa sonrisa en más o menos todas las fotografías que han podido sacarle. La lleva en la comisaría después de que le arrestaran por matar al presidente y a un agente de policía que por casualidad se cruzó en su camino cuando intentaba escapar. Me dijo: «¿Qué está mirando, señor?». Yo contesté: «Nada, amigo». Y él dijo: «Entonces no se meta donde no le llaman».
»Marina le esperaba en la acera, tal vez a unos cinco o seis metros, y trataba de calmar a la niña para que volviera a dormirse. Hacía un calor infernal, pero ella se recogía el pelo con un pañuelo, al estilo de muchas mujeres europeas de esa época. Oswald llegó hasta donde estaba ella y la agarró por el codo, como si fuera un poli en lugar de su marido, y le dijo: “Pokhoda! Pokhoda!”. Camina, camina. Ella le respondió algo, quizá le pidió que llevara al bebé un rato. Bueno, solo es una suposición. Pero él la empujó y dijo: “Pokhoda, cyka!”. Camina, perra. Ella obedeció. Luego echaron a andar hacia la parada del autobús, y eso fue todo.
—¿Hablas ruso?
—No, pero tengo buen oído y un ordenador. Es decir, aquí.
—¿Le viste más veces?
—Solo a distancia. Para entonces ya empezaba a estar muy enfermo. —Sonrió—. En ningún sitio de Texas se hace una barbacoa mejor que en Forth Worth, y no pude probarla. Este es un mundo cruel, a veces. Fui a ver a un médico, aunque yo mismo podría haber deducido el diagnóstico, y volví al siglo veintiuno. Básicamente, no había nada más que ver. Solo un maltratador de mujeres flacucho que espera hacerse famoso.
Se inclinó hacia delante.
—¿Sabes cómo era el hombre que cambió la historia de América? Era el típico crío que tira piedras a los otros niños y luego sale corriendo. Para cuando se alistó en los Marines (quería ser como su hermano Bobby, idolatraba a Bobby), había vivido en casi dos docenas de ciudades distintas, desde Nueva Orleans hasta Nueva York. Tenía grandes ideas y no entendía por qué la gente no las escuchaba. Eso le enloquecía, le ponía furioso, pero nunca perdió esa sonrisita cabrona. ¿Sabes cómo le llamó William Manchester?
—No. —Ni siquiera sabía quién era William Manchester.
—Un miserable descarriado. Manchester hablaba acerca de todas las teorías de la conspiración que florecieron en el período posterior al asesinato… y después de que dispararan y mataran al mismo Oswald. Es decir, eso lo sabes, ¿verdad?
—Por supuesto —contesté, un poco irritado—. Lo hizo un tipo llamado Jack Ruby. —Sin embargo, habida cuenta de las lagunas de conocimiento que había demostrado, supongo que tenía derecho a preguntarlo.
—Manchester decía que si pones al presidente asesinado en un extremo de la balanza y a Oswald, el miserable descarriado, en el otro, no se equilibra. De ninguna manera. Si se quiere dar un significado a la muerte de Kennedy, hay que añadir algo más pesado, lo cual explica la proliferación de teorías conspiratorias. Como que fue la mafia y que Carlos Marcello ordenó el trabajo. O que fue la KGB. O Castro, para vengarse de la CIA por intentar liquidarlo con puros envenenados. Hoy en día hay gente que cree que lo hizo Lyndon Johnson para llegar a presidente. Pero en definitiva… —Al meneó la cabeza—. Casi seguro fue Oswald. Has oído hablar de la navaja de Occam, ¿no?
Era agradable saber algo con certeza.
—Es un principio también conocido como Ley de Parsimonia. «En igualdad de condiciones, la explicación más simple es generalmente la correcta.» Entonces, ¿por qué no le mataste cuando no estuviera en la calle con su mujer y su hija? Tú también fuiste marine. Cuando supiste lo enfermo que estabas, ¿por qué no mataste tú mismo a ese arrogante hijo de puta?
—Porque estar seguro al noventa y cinco por ciento no es lo mismo que estarlo al cien por cien. Porque, fuera o no un tarado, era un hombre de familia. Porque después de ser arrestado, Oswald dijo que era un cabeza de turco y quería cerciorarme de que mentía. En este endemoniado mundo, no creo que nadie pueda estar seguro de nada al cien por cien, pero quería subir la probabilidad hasta el noventa y ocho. Aunque no me proponía esperar hasta el 22 de noviembre y detenerle en el Depósito de Libros Escolares de Texas; eso habría sido hilar demasiado fino, y existe un buen motivo que debo contarte.
Sus ojos ya no se veían tan brillantes, y las arrugas en el rostro volvían a acentuarse. Me asustaba cuánto habían mermado sus reservas de fuerza.
—Lo he escrito todo, y quiero que lo leas. De hecho, quiero que te lo empolles como un cabrón. Mira encima de la tele, socio. ¿Te importaría? —Me dirigió una cansada sonrisa y agregó—: Tengo puestos mis calzones de estar sentado.
Se trataba de un grueso cuaderno azul. El precio estampado en la tapa era de veinticinco centavos. La marca me resultaba ajena.
—¿Qué es Kresge?
—La cadena de hipermercados que ahora se conoce como Kmart. Lo que pone en la tapa no importa, presta atención a lo que hay dentro. Es la cronología de Oswald, más todas las pruebas reunidas en su contra… que en realidad no tendrás que leer si accedes a esto, porque vas a detener a esa rata en abril de 1963, más de medio año antes de que Kennedy visite Dallas.
—¿Por qué en abril?
—Porque es cuando alguien intentará matar al general Edwin Walker… solo que para entonces ya no era general. Fue destituido en 1961 por el propio JFK. El general Edwin distribuía folletos segregacionistas entre sus tropas y les ordenaba leerlos.
—¿Fue Oswald quien disparó?
—Eso es lo que deberás comprobar. Es el mismo puto rifle, no hay duda, las pruebas de balística lo demostraron. Yo esperaba presenciar el disparo. Podía permitirme el lujo de no interferir, porque en esa ocasión Oswald falló. La bala se desvió por el listón central de madera de la ventana de la cocina. No mucho, pero bastó. La bala le peinó literalmente el pelo y sufrió cortes leves en el brazo debido a las astillas que salieron volando del marco. Fueron sus únicas heridas. —Al sacudió la cabeza—. No diré que el hombre mereciera morir (muy pocos hombres son tan malvados como para merecer que les peguen un tiro en una emboscada), pero cambiaría a Walker por Kennedy con los ojos cerrados.
No presté atención a esto último. Estaba hojeando el Cuaderno Oswald de Al, página tras página de notas escritas con letra apretada, completamente legibles al principio, menos hacia el final. Las últimas páginas eran los garabatos de un hombre muy enfermo. Cerré el cuaderno y dije:
—Si hubieras podido confirmar que Oswald fue el tirador del atentado contra el general Walker, ¿eso habría despejado tus dudas?
—Sí. Necesitaba asegurarme de que era capaz de hacerlo. Ozzie es un hombre malo, Jake, lo que la gente en el 58 llama un canalla, pero pegar a tu esposa y retenerla como virtual prisionera por no hablar el idioma no justifica el asesinato. Y algo más. Aunque no hubiera desarrollado la C mayúscula, sabía que a lo mejor no dispondría de otra oportunidad para enderezarlo si mataba a Oswald y a pesar de todo otra persona disparaba al presidente. Cuando un hombre llega a los sesenta, su garantía prácticamente ha expirado, ¿entiendes lo que quiero decir?
—¿Era preciso matarlo? ¿No podías… no sé… incriminarle por algo?
—Quizá, pero ya estaba enfermo. No sé si hubiera podido hacerlo aun estando sano. En conjunto, parecía más simple acabar con él una vez que me asegurara. Como pegarle un manotazo a una avispa antes de que te pique.
Permanecí en silencio, pensando. El reloj de la pared marcaba las diez y media. Al había iniciado la conversación diciendo que aguantaría hasta medianoche, pero bastaba mirarle para saber que había sido una estimación salvajemente optimista.
Llevé su vaso y el mío a la cocina, los enjuagué y los coloqué en el escurreplatos. Me sentía como si se hubiera desencadenado un embudo de tornado detrás de mi frente. En lugar de vacas y postes y trozos de papel, lo que succionaba y hacía girar eran nombres: Lee Oswald, Bobby Oswald, Marina Oswald, Edwin Walker, Fred Hampton, Patty Hearst. Había también brillantes acrónimos en ese torbellino, dando vueltas como ornamentos cromados arrancados del capó de algún coche de lujo: JFK, RFK, MLK, SLA. El ciclón incluso emitía un sonido, dos palabras rusas pronunciadas una y otra vez con un monótono acento sureño: pokhoda, cyka.
Camina, perra.
—¿Cuánto tiempo tengo para decidirme? —pregunté.
—No mucho. El restaurante desaparece a final de mes. He hablado con un abogado para ver si se podía ganar más tiempo, interponer una demanda, o algo, pero no fue muy optimista. ¿Alguna vez has visto un letrero en una tienda de muebles que dice LIQUIDACIÓN POR FIN DE ARRENDAMIENTO?
—Claro.
—Nueve de cada diez casos son trucos de venta, pero mi caso es el décimo. Y no estoy hablando de una tienda de saldos cualquiera. Estoy hablando de Bean’s, y en Maine, L. L. Bean es el mayor simio de la jungla. En cuanto llegue el 1 de julio, el restaurante desaparecerá como la Enron. Pero eso no es lo importante. Puede que el 1 de julio yo ya me haya ido. Puedo pillar un resfriado y morir de neumonía en tres días. Puede darme un infarto o un derrame cerebral. O podría matarme accidentalmente con esas malditas píldoras de OxyContina. La enfermera a domicilio me pregunta a diario si tengo cuidado en no sobrepasar la dosis, y tengo cuidado, pero noto que le preocupa entrar una mañana y encontrarme muerto, seguramente por haberme colocado y haber perdido la cuenta. Además, las píldoras inhiben los procesos respiratorios, y mis pulmones están hechos polvo. Y encima, he adelgazado una barbaridad.
—¿De verdad? No me había fijado.
—A nadie le gustan los listillos, socio. Lo aprenderás cuando llegues a mi edad. En cualquier caso, quiero que te lleves el cuaderno y esto. —Me tendió una llave—. Es del restaurante. Si por algún motivo me llamaras mañana y la enfermera te dijera que he fallecido durante la noche, tendrás que moverte rápido. Siempre suponiendo que decidas moverte, claro.
—Al, no estás planeando…
—Solo intento ser precavido. Porque esto es importante, Jake. En lo que mí respecta, es más importante que cualquier otra cosa. Si alguna vez quisiste cambiar el mundo, esta es tu oportunidad. Salvar a Kennedy, salvar a su hermano, salvar a Martin Luther King. Detener los disturbios raciales. Impedir Vietnam, tal vez. —Se inclinó hacia delante—. Deshazte de un miserable descarriado, socio, y podrías salvar millones de vidas.
—Es un truco de venta de la hostia —dije—, pero no necesito la llave. Cuando mañana salga el sol, aún seguirás en el gran autobús azul.
—Hay un noventa y cinco por ciento de probabilidades. Pero no es suficiente. Toma la condenada llave.
Cogí la condenada llave y la guardé en el bolsillo.
—Te dejo para que descanses.
—Antes de que te vayas, una cosa más. Necesito hablarte de Carolyn Poulin y Andy Cullum. Vuelve a sentarte, Jake. Solo serán unos minutos.
Permanecí de pie.
—No, no. Estás agotado. Necesitas dormir.
—Dormiré cuando me muera. Ahora, siéntate.
Después de descubrir lo que él llamaba la madriguera de conejo, explicó Al, en un principio se contentaba con usarla para comprar víveres, apostar de vez en cuando a través de un corredor que encontró en Lewiston, y hacer acopio de monedas de cincuenta. Además, se tomaba vacaciones esporádicas a mitad de semana en el lago Sebago, un hervidero de peces sabrosos y perfectamente aptos para el consumo. A la gente le preocupaban las nubes radiactivas causadas por las pruebas nucleares, pero el temor a una intoxicación por mercurio por comer pescado contaminado aún pertenecía al futuro. Denominaba estas excursiones (que normalmente hacía los martes y los miércoles, aunque a veces se quedaba hasta el viernes) sus minivacaciones. El tiempo siempre era bueno (porque siempre era el mismo) y el botín de pesca siempre era espléndido (probablemente capturaba los mismos peces una y otra vez, al menos algunos de ellos).
—Sé exactamente cómo te sientes, Jake, porque yo mismo estuve más o menos en shock los primeros años. ¿Quieres saber lo que es alucinante? Bajar esos escalones en enero, en lo más crudo del invierno, y salir a ese sol brillante de septiembre con una temperatura para ir en mangas de camisa, ¿tengo razón?
Asentí y le indiqué que continuara. La pizca de color que lucían sus mejillas cuando llegué se había esfumado, y volvía a toser con regularidad.
—Pero si a un hombre le das tiempo, puede acostumbrarse a cualquier cosa, y cuando finalmente el shock fue remitiendo, empecé a pensar que había encontrado esa madriguera de conejo por una razón. Fue entonces cuando pensé en Kennedy. Pero tu pregunta levantó su fea cabeza: ¿se puede cambiar el pasado? No me preocupaban las consecuencias, al menos en un primer momento, sino solo si podría hacerse o no. En uno de mis viajes a Sebago, saqué mi navaja y tallé AL T. 2007 en un árbol cerca de la cabaña donde me alojaba. Cuando volví aquí, salté al coche y conduje hasta el lago Sebago. Las cabañas han desaparecido; construyeron un hotel turístico. Pero el árbol sigue allí. Igual que mi inscripción. Vieja y erosionada, pero allí sigue. AL T. 2007. Así supe que podía hacerse. Luego empecé a pensar en el efecto mariposa.
»Existía en aquella época un periódico en Las Falls, el Lisbon Weekly Enterprise, y el bibliotecario informatizó todo el microfilm en 2005. Eso acelera mucho las cosas. Yo buscaba un accidente ocurrido en otoño o en los primeros días de invierno de 1958. Cierto tipo de accidente. Habría llegado hasta principios de 1959 de ser preciso, pero encontré lo que buscaba el 15 de noviembre de 1958. Una niña de doce años llamada Carolyn Poulin salió de caza con su padre en la otra orilla del río, en la parte de Durham conocida como Bowie Hill. A eso de las dos de la tarde, era sábado, un cazador de Durham llamado Andrew Cullum disparó a un ciervo en la misma zona del bosque. Erró el tiro y alcanzó a la niña. Aunque estaba a casi medio kilómetro, alcanzó a la niña. Pienso en ello, ¿sabes? Cuando Oswald disparó al general Walker, la distancia era inferior a cien metros, tal vez solo sesenta. Pero la bala chocó contra el marco de una ventana y falló. La bala que dejó paralítica a la niña Poulin viajó más de cuatrocientos metros (el doble de distancia que el tiro que mató a Kennedy) y esquivó todos los troncos y las ramas en el trayecto. Con que solo hubiera tocado una ramita, casi seguro que no le habría dado. Así que sí, pienso en ello.
Aquella fue la primera vez que la frase «la vida cambia en un instante» cruzó mi mente. No fue la última. Al agarró otra compresa, tosió, escupió, la tiró a la papelera. Después respiró hondo, o lo más parecido a hondo que pudo lograr, y siguió insistiendo. No traté de detenerle. De nuevo, volvía a estar fascinado.
—Introduje su nombre en la base de datos del Enterprise y encontré varias noticias sobre ella. Se graduó en el instituto de Lisbon Falls en 1965, un año después que el resto de su clase, pero lo consiguió, y fue a la Universidad de Maine. Estudió empresariales. Se hizo contable. Vive en Gray, a menos de quince kilómetros del lago Sebago, a donde iba yo en mis mini-vacaciones, y sigue trabajando como autónoma. ¿Adivinas quién es uno de sus mejores clientes?
Negué con la cabeza.
—John Crafts, aquí mismo, en Las Falls. Squiggy Wheaton, uno de los vendedores, es un cliente habitual del restaurante, y cuando un día me dijo que estaban haciendo la auditoría anual y que la «señora de los números» estaba allí repasando los libros, me propuse ir a echar una ojeada. Ahora tiene sesenta y cinco años, y… ¿sabes que a esa edad algunas mujeres son realmente hermosas?
—Sí —dije. Estaba pensando en la madre de Christy, que no alcanzó su máxima belleza hasta la cincuentena.
—Carolyn Poulin pertenece a ese grupo. Tiene facciones clásicas, de la clase que cualquier pintor de hace doscientos o trescientos años admiraría, y el cabello blanco como la nieve, que lleva largo y le cae por la espalda.
—Cualquiera diría que estás enamorado, Al.
Aún le quedaba fuerza suficiente para mandarme a freír espárragos.
—Además, está en buena forma física. Claro que era de esperar, ¿no? Una mujer soltera, que se sienta por sí misma en una silla de ruedas cada día y que sube y baja de la furgoneta especialmente equipada que conduce. Por no hablar de meterse en la cama y salir de la cama, meterse en la ducha y salir de la ducha, etcétera. Y lo hace. Squiggy dice que es completamente autosuficiente. Me dejó impresionado.
—Y decidiste salvarla. Como prueba.
—Bajé por la madriguera de conejo, solo que esta vez me quedé en la cabaña del lago más de dos meses. Le conté al dueño que había recibido una herencia de un tío mío que había muerto. Recuérdalo, socio; la historia del anciano tío rico está probada y contrastada. Todo el mundo se la cree porque todo el mundo la desearía para sí. Y llegó el día: 15 de noviembre de 1958. No interferí con los Poulin. Dada mi idea de detener a Oswald, me interesaba mucho más Cullum, el tirador. También le había investigado, y averigüé que vivía a un kilómetro y medio de Bowie Hill, cerca del viejo salón de reuniones de Durham. Pensé que llegaría allí antes de que saliera hacia el bosque. Las cosas no resultaron exactamente de ese modo.
»Me fui de la cabaña de Sebago muy temprano, lo cual fue un acierto, porque a poco más de un kilómetro se me pinchó una rueda del coche alquilado que conducía. Saqué la de repuesto, la puse, y aunque parecía estar en perfecto estado, no había recorrido ni dos kilómetros cuando también se pinchó.
»Hice autoestop hasta la gasolinera Esso de Naples, donde el tipo del taller me dijo que tenía la hostia de trabajo como para salir y ponerle un neumático nuevo a un Chevrolet de alquiler. Creo que estaba cabreado por perderse el sábado de caza. Una propina de veinte dólares le hizo cambiar de idea, pero no conseguí llegar a Durham hasta después de mediodía. Tomé la vieja carretera de Runaround Pond porque era el camino más rápido, y adivina. El puente sobre el Chuckle Brook se había caído al agua. Grandes caballetes de color rojo y blanco; braseros de humo para fumigar; una gran señal naranja que decía CARRETERA CORTADA. Para entonces, ya me había hecho una idea bastante clara de lo que estaba pasando, y tenía la deprimente sensación de que no iba a ser capaz de llevar a cabo lo que había planeado esa mañana. Date cuenta de que había salido a las ocho, para ir sobre seguro, y había tardado más de cuatro horas en recorrer veintinueve kilómetros. Pero no me rendí. Lo que hice fue dar un rodeo por la carretera de la iglesia metodista, exprimiendo el coche de alquiler hasta más no poder, arrastrando tras de mí un remolino de polvo; en esa época, todas las carreteras de esa zona son de tierra.
»Entonces empecé a ver coches y camiones aquí y allá, aparcados a los lados o a la entrada de las pistas forestales, y también a cazadores andando con las escopetas abiertas y apoyadas en los brazos. Todos y cada uno de ellos me saludaron con la mano, la gente es más amistosa en el 58, no hay ninguna duda al respecto. Yo les devolvía el saludo, pero la verdad es que esperaba otro pinchazo. O un reventón. Eso probablemente me habría sacado de la carretera, porque iba por lo menos a noventa. Recuerdo a uno de los cazadores haciendo aspavientos en el aire, como cuando le dices a alguien que vaya más despacio, pero no le presté atención.
»Subí Bowie Hill a toda velocidad, y nada más pasar la vieja casa de oración de los cuáqueros, descubrí una camioneta aparcada junto al cementerio. Pintado en la puerta, CONSTRUCCIÓN Y CARPINTERÍA POULIN. El vehículo vacío. Poulin y la niña en los bosques, quizá sentados en algún claro, comiendo el almuerzo y hablando como padre e hija. O al menos como yo imagino que lo hacen, nunca he tenido una…
Otro prolongado ataque de tos, que concluyó con un terrible sonido húmedo de arcadas.
—Ah, mierda, anda que no duele —gimió.
—Al, necesitas parar.
Sacudió la cabeza y se limpió una escurridiza mancha de sangre en el labio inferior con el canto de la mano.
—Lo que necesito es acabar con esto, así que cállate y déjame terminar.
»Me quedé mirando la camioneta, todavía rodando a noventa por hora, y cuando volví la vista a la carretera, vi que había un árbol caído en medio. Frené justo a tiempo para evitar chocar contra él. No era un árbol muy grande, y antes de que el cáncer se cebara conmigo, yo era bastante fuerte. Además, estaba frenético. Bajé del coche y empecé a pelearme con él. Mientras lo hacía, sin dejar de maldecir, se acercó un coche en sentido contrario. Se bajó un hombre que llevaba un chaleco de caza color naranja. No estaba seguro de si era o no mi hombre, el Enterprise nunca publicó su foto, pero parecía tener la edad correcta.
»Dice: “Permítame ayudarle, viejo”.
»Le doy las gracias y le tiendo la mano. “Bill Laidlaw.”
»Me la estrecha y dice: “Andy Cullum”. Así que era él. Teniendo en cuenta todos los problemas que había tenido para llegar a Durham, apenas podía creerlo. Me sentía como si hubiera ganado la lotería. Agarramos el árbol, y entre los dos conseguimos moverlo. Después, me senté en la carretera y me apreté el pecho. Me preguntó si estaba bien. “No lo sé”, digo yo. “Nunca he sufrido un infarto, pero esto tiene toda la pinta.” Esa es la razón por la que el señor Andy Cullum nunca cazó nada aquella tarde de noviembre, Jake, y tampoco disparó a ninguna cría. Estuvo ocupado trasladando al pobre Bill Laidlaw al Hospital de Central Maine de Lewiston.
—¿Lo hiciste? ¿De verdad lo hiciste?
—Apuéstate el culo. En el hospital conté que me había comido un submarino enorme para almorzar (en esa época llaman así a los sándwiches italianos), y el diagnóstico fue «indigestión aguda». Pagué veinticinco dólares en efectivo y me soltaron. Cullum me estaba esperando y me llevó de vuelta al coche de alquiler. ¿Qué te parece eso como ejemplo de buen vecino? Regresé a 2011 esa misma noche… pero, por supuesto, volví solo dos minutos después de haberme ido. Es una mierda, tienes jet-lag sin siquiera haber montado en un avión.
»Mi primera parada fue la biblioteca municipal, donde busqué la noticia de la graduación de 1965. Antes, venía acompañada de una foto de Carolyn Poulin. El director por aquel entonces (Earl Higgins, ha llovido bastante desde que se fue al otro barrio) se inclinaba para entregarle el diploma a la chica, que estaba sentada en su silla de ruedas, vestida con su toga y su birrete. El pie de foto decía: “Carolyn Poulin cumple uno de sus objetivos principales dentro de su largo proceso de recuperación”.
—¿Seguía allí?
—La noticia sobre la graduación sí, ya lo creo. Las ceremonias de graduación siempre son portada en los periódicos de ciudades pequeñas, ya lo sabes, socio. Pero cuando volví de 1958, la foto mostraba en el estrado a un chico con un chapucero peinado de Beatle, y el pie de foto rezaba: “El amigo Trevor Briggs, mejor alumno de su promoción, pronunciando el discurso de graduación”. Se incluía un listado con todos los graduados, solo un centenar, más o menos, y Carolyn Poulin no estaba entre ellos. Así que comprobé la noticia de la graduación del 64, el año en que se habría graduado si no hubiera estado ocupada recuperándose de un tiro en la columna. Y bingo. Ninguna foto y ninguna mención especial, pero su nombre aparecía entre David Platt y Stephanie Routhier.
—Una chica más desfilando con «pompa y solemnidad».
—Correcto. Después introduje su nombre en el buscador del Enterprise, y encontré varios resultados posteriores a 1964. No muchos, tres o cuatro. Prácticamente lo que uno esperaría de una mujer ordinaria que vive una vida ordinaria. Fue a la Universidad de Maine, se licenció en Administración de Empresas, después hizo un posgrado en New Hampshire. Encontré un artículo más, de 1979, poco antes de que el Enterprise cerrara sus puertas. ANTIGUA ALUMNA DEL INSTITUTO DE SECUNDARIA DE LISBON GANA EL CONCURSO NACIONAL DE LIRIOS, decía. Había una foto suya, posando con la planta ganadora, de pie sobre sus propias piernas perfectamente sanas. Vive… vivía… no sé qué tiempo verbal es el correcto, quizá los dos… en un pueblo a las afueras de Albany, Nueva York.
—¿Casada? ¿Hijos?
—No lo creo. En la foto, sostenía en alto el lirio ganador y no vi ningún anillo en la mano izquierda. Sé lo que estás pensando, que no supone un gran cambio excepto por el hecho de ser capaz de caminar. Pero ¿quién puede asegurarlo realmente? Vivía en un lugar distinto e influyó en las vidas de quién sabe cuántas personas distintas, personas a las que nunca habría conocido si Cullum le hubiese disparado y ella se hubiera quedado en Las Falls. ¿Ves lo que quiero decir?
Lo que veía era que parecía realmente imposible estar seguro, en un sentido u otro, pero coincidí con él. Sobre todo porque quería terminar con aquello antes de que Al se derrumbara. Y pretendía verle a salvo en su cama antes de marcharme.
—Lo que te estoy diciendo, Jake, es que puedes cambiar el pasado, pero no es tan fácil como parece. Esa mañana me sentí como un hombre intentando liberarse de unas medias de nailon. Cedían levemente, pero después volvían a ceñirse de golpe, igual que al principio. Sin embargo, finalmente logré desgarrarlas.
—¿Por qué es tan difícil? ¿Porque el pasado no quiere ser cambiado?
—Estoy completamente seguro de que hay algo que no quiere que se cambie el pasado. Pero puede hacerse. Si tienes en cuenta la resistencia, puede hacerse. —Al me miraba, sus ojos brillaban en su demacrado rostro—. Al fin y al cabo, la historia de Carolyn Poulin termina con un «Y vivió feliz para siempre», ¿no crees?
—Sí.
—Mira dentro del cuaderno que te he dado, socio, en la contraportada, y a lo mejor cambias de idea. Es algo que he imprimido hoy.
Hice lo que me pedía y encontré una funda de cartón. Para guardar cosas como memorandos de oficina y tarjetas comerciales, supuse. Contenía una solitaria hoja de papel doblada. La saqué, la desplegué, y la miré durante un buen rato. Era una impresión por ordenador de la primera página del Weekly Lisbon Enterprise. La fecha que aparecía bajo la cabecera era 18 de junio de 1965. El titular rezaba: LA PROMOCIÓN DE 1965 ESTALLA EN LÁGRIMAS DE ALEGRÍA. En la fotografía, un hombre calvo (con el birrete bajo el brazo para que no se le cayera de la cabeza) se inclinaba sobre una chica sonriente en silla de ruedas. Él agarraba un extremo del diploma; ella agarraba el otro. «Carolyn Poulin cumple uno de sus objetivos principales dentro de su largo proceso de recuperación», se leía en el pie de foto.
Levanté la vista hacia Al, confuso.
—Si cambiaste el futuro y la salvaste, ¿cómo es que tienes esto?
—Cada viaje es un reinicio, socio. ¿Recuerdas?
—Oh, Dios mío. Cuando volviste para detener a Oswald, todo lo que hiciste para salvar a Poulin se borró.
—Sí… y no.
—¿Qué significa eso de sí y no?
—El salto atrás para salvar a Kennedy iba a ser el último, pero no tenía prisa por trasladarme a Texas. ¿Por qué motivo? En septiembre de 1958, Ozzie el Conejo (como le llamaban sus compañeros en los Marines) ni siquiera está en América. Está navegando alegremente por el Pacífico Sur con su unidad, salvaguardando la democracia en Japón y Formosa. Así que volví a las Cabañas Shadyside, en Sebago, y me quedé allí hasta el 15 de noviembre. Otra vez. Pero cuando se presentó el día, salí incluso más temprano, y joder, esa sí que fue una buena decisión por mi parte, porque esa vez no solo se pincharon un par de ruedas. Se soltó una biela del cigüeñal del maldito Chevy de alquiler. Terminé pagándole sesenta pavos al tipo de la estación de servicio de Naples para que me prestara su coche durante el resto del día, y le dejé mi anillo del cuerpo de Marines como señal de garantía. Tuve otras aventuras que no merece la pena recordar…
—¿El puente en Durham seguía cortado?
—No lo sé, socio, ni siquiera probé esa ruta. Una persona que no aprende del pasado es un idiota, a mi juicio. Una cosa que yo aprendí fue por qué camino vendría Andrew Cullum, y no malgasté el tiempo. El árbol estaba caído en medio de la carretera, igual que antes, y cuando él llegó, yo forcejeaba, igual que antes. Pronto sufrí el dolor en el pecho, igual que antes. Interpretamos la comedia entera, Carolyn Poulin pasó el sábado en el bosque con su padre, y un par de semanas más tarde dije «adiós» y cogí un tren a Texas.
—Entonces, ¿cómo es posible que tenga yo ahora esta foto de su graduación en silla de ruedas?
—Porque cada viaje a la madriguera de conejo es un reinicio. —Después, Al simplemente me observó, para ver si lo comprendía. Tras un minuto, lo hice.
—¿Yo…?
—Así es, socio. Esta tarde no solo compraste una cerveza de raíz. También devolviste a Carolyn Poulin a su silla de ruedas.