Me apeé de mi último Greyhound en la estación de autobuses de Minot Avenue Auburn, Maine, cuando pasaba un poco del mediodía del 26 de noviembre. Después de más de ochenta horas de travesía casi ininterrumpida, aliviada tan solo por intervalos breves de sueño, me sentía como un producto de mi propia imaginación. Hacía frío. Dios se estaba aclarando la garganta y escupía nieve como quien no quiere la cosa desde un cielo gris sucio. Me había comprado unos vaqueros y un par de camisas azules de Chambray para sustituir el uniforme blanco de cocinero, pero esa ropa no bastaba ni por asomo. Había olvidado el tiempo de Maine durante mi estancia en Texas, pero mi cuerpo lo recordó en un visto y no visto y se echó a temblar. Hice mi primera parada en Louie’s for Men, donde encontré una chaqueta forrada de borrego de mi talla y la llevé al dependiente.
Este soltó su ejemplar del Sun de Lewiston para atenderme, y vi mi foto —sí, la del anuario de la ESCD— en la portada. ¿DÓNDE ESTÁ GEORGE AMBERSON?, quería saber el titular. El dependiente introdujo el importe de la compra en la máquina registradora y me extendió un recibo. Di un golpecito con el dedo a mi imagen.
—¿Qué demonios cree que pasa con este tipo?
El dependiente me miró y se encogió de hombros.
—No quiere publicidad, y no le culpo. Yo quiero con locura a mi mujer y, si muriese de repente, no tendría ganas de que nadie me hiciera una foto para los periódicos o sacase mi jeta llorosa por la tele. ¿Usted sí?
—No —dije—. Supongo que no.
—Si yo fuera ese tipo, no asomaría hasta 1970. Que se pasara el revuelo. ¿No quiere una buena gorra para acompañar esa chaqueta? Ayer mismo me llegaron unas de franela. Las orejeras son buenas y gruesas.
De modo que compré una gorra para acompañar mi chaqueta nueva. Después recorrí cojeando las dos manzanas que me separaban de la estación de autobuses, balanceando mi maleta en el extremo de mi brazo bueno. Parte de mí quería ir a Lisbon Falls de inmediato para asegurarse de que la madriguera de conejo seguía allí. Pero si estaba, la usaría, no sería capaz de resistirme, y después de cinco años en la Tierra de Antaño, mi parte racional sabía que no estaba preparado para el asalto frontal de lo que había pasado a ser, en mi cabeza, la Tierra del Porvenir. Antes necesitaba descansar un poco. Descansar de verdad, no dar cabezadas en un asiento de autobús mientras unos críos aullaban y unos adultos achispados se reían.
Había cuatro o cinco taxis parados ante la acera, bajo una nieve que ya caía más en copos que en escupitinas. Me metí en el primero y agradecí el aliento de la calefacción. El taxista, un tipo gordo con, en la gastada gorra, una insignia que ponía VEHÍCULO CON LICENCIA, volvió la cabeza. Era un completo desconocido para mí, pero supe que, cuando encendiera la radio, estaría sintonizada en la WJAB de Portland y que, cuando sacase su tabaco del bolsillo del pecho, sería Lucky Strike. Todo vuelve.
—¿Adónde, jefe?
Le dije que me llevase al Moto Hotel Tamarack, en la 196.
—Marchando.
Puso la radio y sonaron los Miracles cantando «Mickey’s Monkey».
—¡Esos bailes modernos! —gruñó al tiempo que echaba mano a su tabaco—. Para lo único que sirven es para enseñar a los críos a sobarse y retorcerse.
—El baile es vida —dije.
Era una recepcionista distinta, pero me dio la misma habitación. Por supuesto. La tarifa era un poco más alta y el viejo televisor había dado paso a uno más nuevo, pero vi el mismo cartel apoyado en la antena de encima: ¡NO USE «PAPEL DE PLATA»! La calidad de imagen seguía siendo penosa. No había noticias, solo culebrones.
Lo apagué. Puse el cartel de NO MOLESTAR en la puerta. Eché las cortinas. Después me desvestí y me arrastré hasta la cama, donde —salvo por un viaje al baño a trompicones para aliviar mi vejiga— dormí doce horas de un tirón. Cuando desperté era plena noche, no había luz y fuera soplaba un fuerte viento del sudoeste. Un luminoso cuarto creciente lucía en lo alto del cielo. Saqué la manta extra del armario y dormí otras cinco horas.
Cuando desperté, el amanecer bañaba el Moto Hotel Tamarack con las tonalidades claras y las sombras de una fotografía del National Geographic. Una capa de escarcha cubría los coches aparcados delante de unas pocas habitaciones ocupadas y mi aliento formaba una nubecilla. Probé el teléfono, sin esperar nada, pero un joven de la recepción me atendió enseguida, aunque por la voz parecía aún medio dormido. Claro, dijo, los teléfonos funcionaban bien y con mucho gusto me llamaría un taxi; ¿adónde quería ir?
A Lisbon Falls, le dije. La esquina de Main Street con la Antigua Carretera de Lewiston.
—¿A la Frutería? —preguntó.
Llevaba fuera tanto tiempo que por un instante me pareció un sinsentido absoluto. Después até cabos.
—Exacto. A la Compañía Frutera del Kennebec.
Me voy a casa, me dije. Que Dios me ayude, me voy a casa.
Solo que me equivocaba; 2011 no era mi casa y solo permanecería allí un rato; suponiendo, claro, que pudiera llegar. Quizá solo unos minutos. Ahora mi hogar estaba en Jodie. O lo estaría, en cuanto Sadie llegara allí. Sadie la virgen. Sadie con sus piernas largas, su pelo largo y su propensión a tropezar con cualquier cosa que se le pusiera por delante…, aunque en el momento crucial fui yo quien cayó.
Sadie, con su cara intacta.
Ella era mi casa.
La taxista de esa mañana era una mujer recia de unos cincuenta años, arrebujada en una vieja parka negra y con una gorra de los Red Sox en vez de una con la insignia de VEHÍCULO CON LICENCIA. Cuando doblamos a la izquierda para salir a la 196 en dirección a Lisbon Falls, me dijo:
—¿Ha oído la noticia? Seguro que no; ha habido apagón por aquí, ¿verdad?
—¿Qué noticia es esa? —pregunté, aunque una espantosa certeza se me había instalado ya en los huesos: Kennedy estaba muerto. No sabía si había sido un accidente, un infarto o un asesinato, a fin de cuentas, pero estaba muerto. El pasado era obstinado y Kennedy estaba muerto.
—Un terremoto en Los Ángeles. La gente lleva años diciendo que un día de estos California se va a ir nadando por el océano, y parece que al final va a resultar que tenían razón. —Sacudió la cabeza—. No digo que sea por cómo viven, todas esas estrellas de cine y demás, pero soy una baptista bastante devota y tampoco diré que no es por eso.
En ese preciso instante estábamos pasando por delante del Autocine Lisbon. CERRADO HASTA LA PRÓXIMA TEMPORADA, anunciaba la marquesina. ¡LES ESPERAMOS CON MUCHO MÁS EN EL 64!
—¿Ha sido muy grave?
—Dicen que hay siete mil muertos, pero cuando oyes una cifra así, sabes que crecerá. La mayoría de los malditos puentes se han caído, las carreteras están destrozadas y hay incendios por todos lados. Parece que la parte de la ciudad donde viven los negros ha ardido hasta los cimientos. ¡Warts! Vaya un nombrecito para una parte de la ciudad, ¿no cree? Incluso aunque en esa parte vivan los negros. ¡Verrugas! ¡Bah!
No respondí. Estaba pensando en Rags, el cachorro que habíamos acogido cuando yo tenía nueve años y aún vivía en Wisconsin. Tenía permiso para jugar con él en el patio de atrás las mañanas laborables, hasta que pasaba el autobús. Le estaba enseñando a sentarse, traer juguetes, rodar por el suelo y esa clase de cosas, y estaba aprendiendo; ¡perrito listo! Lo quería mucho.
Cuando llegaba el autobús, se suponía que debía cerrar la puerta del patio de atrás antes de subir. Rags siempre se tumbaba en el escalón de la cocina. Mi madre lo llamaba y le daba el desayuno cuando volvía de acompañar a mi padre a la estación de tren. Yo siempre me acordaba de cerrar la puerta —o, por lo menos, no recuerdo haberme olvidado de hacerlo—, pero un día, cuando llegué a casa del colegio, mi madre me contó que Rags había muerto. Había salido a la calle y un camión de reparto lo había atropellado. Nunca me riñó con la boca, ni una sola vez, pero sí con los ojos. Porque ella también quería a Rags.
«Lo he encerrado como siempre», dije entre lágrimas, y —como digo— creo que lo hice. A lo mejor porque siempre lo había hecho. Esa tarde mi padre y yo lo enterramos en el patio de atrás. «Probablemente no sea legal —dijo mi padre—, pero yo no diré nada si tú no dices nada.»
Aquella noche permanecí en vela durante mucho, mucho tiempo, atormentado por lo que no podía recordar y aterrorizado por lo que podría haber hecho. Por no hablar del sentimiento de culpa. La culpa me agobió durante mucho tiempo, un año o más. Si hubiera podido recordarlo con seguridad, para bien o para mal, estoy seguro de que me la habría quitado de encima antes. Pero no podía. ¿Había cerrado la puerta, o no? Una y otra vez me retrotraía a la mañana final del cachorro y era incapaz de recordar nada con claridad, salvo a mí lanzando su correa de cuero y chillando: «¡Busca, Rags, busca!».
Así me sentí en mi trayecto en taxi hasta Lisbon Falls. Primero intenté decirme que siempre había habido un terremoto a finales de noviembre de 1963. Solo era uno de esos datos —como el intento de asesinato de Edwin Walker— que se me habían pasado por alto. Como le había dicho a Al Templeton, me había licenciado en filología, no en historia.
No me lo quitaba de la cabeza. Si un terremoto como ese se hubiera producido en los Estados Unidos en los que había vivido antes de meterme en la madriguera de conejo, lo sabría. Había desastres mucho peores —el tsunami del océano Índico de 2004 mató a más de doscientas mil personas—, pero siete mil era una cifra abultada para Estados Unidos, más del doble de las víctimas que había causado el 11-S.
A continuación me pregunté cómo lo que yo había hecho en Dallas podía haber causado lo que esa recia mujer afirmaba que había sucedido en Los Ángeles. La única respuesta que se me ocurría era el efecto mariposa, pero ¿cómo podía haberse acumulado tan pronto? De ningún modo. Imposible. No existía ninguna cadena de causa y efecto concebible entre los dos acontecimientos.
Y aun así una parte de mi cabeza susurraba: Has sido tú. Tú causaste la muerte de Rags porque dejaste la puerta del patio de atrás abierta o no la cerraste con la fuerza suficiente para que encajase… y tú has causado esto. Tú y Al os llenasteis la boca hablando de salvar miles de vidas en Vietnam, pero esta es tu primera contribución real a la Nueva Historia: siete mil muertos en Los Ángeles.
No podía ser, sencillamente. Y aunque fuera cierto…
«No existe un lado negativo —había dicho Al—. Si las cosas se van a la mierda, solo hay que retroceder. Es tan fácil como borrar una palabrota de una piza…»
—¿Señor? —dijo mi taxista—. Ya hemos llegado. —Se volvió para mirarme con curiosidad—. Llevamos aquí casi tres minutos. Es un poco pronto para ir de compras, de todas formas. ¿Está seguro de que aquí es donde quiere bajar?
Solo sabía que allí era donde debía estar. Pagué lo que marcaba el taxímetro, añadí una generosa propina (era dinero del FBI, a fin de cuentas), le deseé que tuviera un buen día y salí.
Lisbon Falls apestaba como siempre, pero al menos había brisa; el intermitente del cruce destellaba mecido por el viento del noroeste. La frutería Kennebec estaba a oscuras y el escaparate aún estaba desprovisto de las manzanas, las naranjas y los plátanos que exhibiría más tarde. El cartel que colgaba en la puerta del frente verde anunciaba ABRIMOS A LAS 10. Un puñado de coches circulaban por Main Street y unos pocos peatones caminaban con el cuello de la chaqueta levantado. Al otro lado de la calle, sin embargo, la fábrica Worumbo funcionaba a pleno rendimiento. Oía el shat-HOOSH, shat-HOOSH de las máquinas tejedoras incluso desde donde estaba. Entonces oí otra cosa: alguien me estaba llamando, aunque no por ninguno de mis nombres.
—¡Jimla! ¡Oye, Jimla!
Me volví hacia la fábrica, pensando: Ha vuelto. Míster Tarjeta Amarilla ha vuelto de entre los muertos, igual que el presidente Kennedy.
Solo que no era Míster Tarjeta Amarilla, al igual que el taxista que me había recogido en la estación de autobuses no era el mismo que me había llevado de Lisbon Falls al Moto Hotel Tamarack en 1958. Salvo que los dos taxistas casi eran el mismo, porque el pasado armoniza, y el hombre del otro lado de la calle se parecía al que me había pedido un dólar porque ese día se pagaba doble en la licorería. Era mucho más joven que Míster Tarjeta Amarilla, y su abrigo negro estaba más nuevo y más limpio…, pero era casi el mismo.
—¡Jimla! ¡Aquí! —Me hacía señas. El viento agitaba los faldones de su abrigo; hizo que el cartel que tenía a su izquierda se balanceara sobre su cadena tal y como el intermitente lo hacía colgado de su cable. Aun así pude leerlo: PROHIBIDO EL PASO MÁS ALLÁ DE ESTE PUNTO HASTA QUE El COLECTOR ESTÉ REPARADO.
Cinco años, pensé, y esa condenada tubería sigue averiada.
—¡Jimla! ¡No me hagas cruzar hasta donde estás!
Probablemente podría; su suicida predecesor había podido llegar hasta la licorería. Sin embargo, estaba seguro de que, si yo arrancaba a cojear por la Antigua Carretera de Lewiston lo bastante rápido, esa nueva versión no tendría nada que hacer. Quizá pudiera seguirme hasta el supermercado Red & White, donde Al había comprado su carne, pero si yo llegaba hasta Titus Chevron o hasta El Alegre Elefante Blanco, podía dar media vuelta y hacerle una pedorreta. Estaba anclado a las inmediaciones de la madriguera de conejo. En caso contrario, lo habría visto en Dallas. Lo sabía con la misma certeza con la que sabía que la gravedad impide que la gente salga flotando hacia el espacio.
Como para confirmarlo, me gritó:
—¡Jimla, por favor! —La desesperación que vi en su cara era como el viento: fina pero de algún modo implacable.
Miré en ambas direcciones por si venían coches, no vi ninguno y crucé la calle hacia él. Al acercarme, aprecié dos diferencias más. Como su predecesor, llevaba un sombrero fedora, pero estaba limpio en vez de mugriento. Y, como su predecesor, de la cinta de su sombrero asomaba una tarjeta coloreada, como el pase de prensa de un reportero a la antigua usanza. Solo que esa no era amarilla, ni naranja ni negra.
Era verde.
—Gracias a Dios —dijo. Cogió una de mis manos con las dos suyas y la estrujó. La carne de sus palmas estaba casi tan fría como el aire. Aparté la mano, pero con delicadeza. No percibía peligro en él, solo esa fina e insistente desesperación. Aunque eso de por sí podía resultar peligroso; podía ser tan afilado como la hoja del cuchillo que John Clayton había usado en la cara de Sadie.
—¿Quién eres? —pregunté—. ¿Y por qué me llamas Jimla? Jim LaDue está muy lejos de aquí, señor.
—No sé quién es Jim LaDue —dijo Míster Tarjeta Verde—. Me he mantenido tan lejos de tu cuerda como he…
Se detuvo. Su cara se contorsionó. Se llevó los lados de las manos a las sientes y apretó, como si quisiera sujetar su sesera. Pero fue la tarjeta metida en la cinta de su sombrero la que captó la mayor parte de mi atención. El color no se mantenía fijo del todo. Por un momento hizo unas aguas que me recordaron al salvapantallas que toma el control de mi ordenador cuando lleva inactivo quince minutos o así. El verde adquirió unos reflejos de un pálido amarillo canario. Después, mientras él bajaba poco a poco las manos, volvió al verde. Pero quizá no tan brillante como la primera vez que me había fijado.
—Me he mantenido tan lejos de tu cuerda como he podido —dijo el hombre del abrigo negro—, pero no ha sido posible del todo. Además, ahora hay muchas cuerdas. Gracias a ti y a tu amigo el cocinero, hay mucha basura.
—No entiendo nada de eso —dije, pero no era del todo cierto. Podía al menos imaginar el propósito de la tarjeta que llevaba ese hombre (y su borrachín antecesor). Eran como las insignias que llevaban los trabajadores de las centrales nucleares, solo que en vez de medir la radiación, las tarjetas evaluaban… ¿qué? ¿La cordura? Verde, conservabas todos los tornillos. Amarilla, empezabas a perderlos. Naranja, llamar a los hombres de las bata blanca. Y cuando la tarjeta se ponía negra…
Míster Tarjeta Verde me observaba con atención. Desde el otro lado de la calle no le habría echado más de treinta años. Ahora, al aproximarme, me parecía que rondaba los cuarenta y cinco. Solo que, cuando te acercabas lo bastante para mirarlo a los ojos, parecía más viejo que el tiempo y algo perturbado.
—¿Eres una especie de guardián? ¿Defiendes la madriguera de conejo?
Sonrió… o lo intentó.
—Así la llamaba tu amigo.
Se sacó del bolsillo un paquete de tabaco. No tenía marca. Eso era algo que no había visto nunca, ni allí en la Tierra de Antaño ni en la Tierra del Porvenir.
—¿Esta es la única?
Sacó un mechero, hizo pantalla con la mano para impedir que el viento apagase la llama y después prendió fuego al extremo de su cigarrillo. El olor era dulce, más parecido a la marihuana que al tabaco. Pero no era marihuana. Aunque no llegó a decírmelo, creo que se trataba de algo medicinal. Quizá no tan diferente de mis polvos Goody para el dolor de cabeza.
—Hay unas pocas. Piensa en un vaso de ginger ale que se han dejado fuera olvidado.
—Vale…
—Al cabo de dos o tres días, casi todo el gas se ha ido, pero quedan unas pocas burbujas. Lo que vosotros llamáis madriguera de conejo no tiene nada de agujero. Es una burbuja. En cuanto a lo de defender…, no. En realidad, no. Estaría bien, pero podríamos hacer muy poco sin empeorar las cosas. Ese es el problema de viajar en el tiempo, Jimla.
—Me llamo Jake.
—Vale. Lo que hacemos, Jake, es observar. A veces avisamos. Como Kyle intentó avisar a tu amigo el cocinero.
O sea que el loco tenía un nombre. Un nombre perfectamente normal. Kyle, ni más ni menos. Eso empeoraba las cosas porque las hacía parecer más reales.
—¡Nunca intentó avisar a Al! ¡Lo único que hacía era pedir un dólar para comprar vino barato!
Míster Tarjeta Verde dio una calada a su cigarrillo, bajó la vista al cemento agrietado y arrugó la frente como si allí hubiera algo escrito. Shat-HOOSH, shat-HOOSH decían las tejedoras.
—Al principio lo intentó —dijo—. A su manera. Tu amigo estaba demasiado emocionado con el mundo nuevo que había encontrado para prestar atención. Y para entonces Kyle ya no estaba bien. Es un… ¿cómo decirlo? Un gaje del oficio. Lo que hacemos nos somete a una enorme tensión mental. ¿Sabes por qué?
Sacudí la cabeza.
—Piénsalo. ¿Cuántas excursioncillas y expediciones de compras hizo tu amigo el cocinero antes incluso de que se le pasara por la cabeza la idea de ir a Dallas a detener a Oswald? ¿Cincuenta? ¿Cien? ¿Doscientas?
Intenté recordar el tiempo que había durado el restaurante de Al en el patio de la fábrica y no pude.
—Probablemente más, incluso.
—¿Y qué te contó? ¿Que cada viaje era la primera vez?
—Sí. Un reinicio completo.
Soltó una risa cansina.
—Qué iba a decir. La gente cree lo que ve. Y aun así, tendría que haberlo pensado mejor. Tú tendrías que haberlo pensado mejor. Cada viaje crea su propia cuerda y, cuando se juntan las suficientes, siempre se enmarañan. ¿Se le ocurrió alguna vez a tu amigo preguntarse cómo podía comprar la misma carne una y otra vez? ¿O por qué las cosas que se llevaba de 1958 nunca desaparecían cuando realizaba el siguiente viaje?
—Le pregunté por eso. No lo sabía, de modo que se desentendió.
Empezó a sonreír, pero se quedó en una mueca. El verde de la tarjeta que llevaba enganchada al sombrero empezó una vez más a difuminarse. Dio una honda calada a su cigarrillo de olor dulce. El color regresó y se estabilizó.
—Sí, desentenderse de lo obvio. Es lo que hacemos todos. Hasta después de que su cordura empezara a desmoronarse, Kyle sin duda sabía que sus viajes a esa licorería estaban empeorando su estado, pero a pesar de todo siguió. No le culpo; estoy seguro de que el vino aliviaba su dolor. Sobre todo hacia el final. Las cosas podrían haber ido mejor si no hubiese podido llegar a la licorería, si esta hubiese quedado fuera del círculo, pero no era así. Y realmente, ¿quién sabe? Aquí no hay culpas, Jake. No se condena a nadie.
Era bueno saberlo, pero solo porque significaba que podíamos conversar sobre este tema demencial como hombres medianamente racionales. Tampoco era que sus sentimientos me importasen mucho, en cualquier caso; yo seguía teniendo que hacer lo que tenía que hacer.
—¿Cómo te llamas?
—Zack Lang. Oriundo de Seattle.
—¿De Seattle cuándo?
—Esa pregunta carece de relevancia para la presente conversación.
—Te duele estar aquí, ¿no es así?
—Sí. Si no vuelvo, mi propia cordura no aguantará mucho más. Y los efectos residuales me acompañarán para siempre. El índice de suicidios es alto entre los de nuestra clase, Jake. Muy alto. Los hombres, y somos hombres, no alienígenas ni seres sobrenaturales, si eso era lo que estabas pensando, no están hechos para retener múltiples cuerdas de realidad en la cabeza. No es como usar la imaginación. No tiene nada que ver. Recibimos adiestramiento, claro está, pero aun así uno nota cómo le va comiendo por dentro. Como el ácido.
—De manera que cada viaje no es un reinicio completo.
—Sí y no. Deja un residuo. Cada vez que tu amigo el cocinero…
—Se llamaba Al.
—Sí, supongo que lo sabía, pero mi memoria ha empezado a fallar. Es como el Alzheimer, solo que no es Alzheimer. Es porque el cerebro no puede impedir el intento de reconciliar todos esos solapamientos finos de realidad. Las cuerdas crean múltiples imágenes del futuro. Algunas están claras, la mayoría son difusas. Por eso probablemente Kyle creyó que te llamabas Jimla. Debió de oírlo en alguna de las cuerdas.
No lo oyó, pensé. Lo vio en una especie de Cuerdavisión. En una valla publicitaria de Texas. A lo mejor incluso a través de mis propios ojos.
—No sabes la suerte que tienes, Jake. Para ti, viajar en el tiempo es sencillo.
No tan sencillo, pensé.
—Ha habido paradojas —señalé—. De toda clase. ¿O no?
—No, esa no es la palabra correcta. Son residuos. ¿No acabo de contarte eso? —Su incertidumbre parecía sincera—. Fastidian la máquina. Al final llegará el momento en que la máquina… se pare, sin más.
Pensé en cómo se había averiado el motor del Studebaker que Sadie y yo habíamos robado.
—Comprar carne una y otra vez en 1958 no era tan grave —dijo Zack Lang—. Sí, estaba causando problemas a largo plazo, pero era soportable. Entonces empezaron los grandes cambios. Salvar a Kennedy fue el mayor de todos.
Intenté hablar y no pude.
—¿Empiezas a entenderlo?
No del todo, pero captaba el contorno general y me estaba matando de miedo. El futuro pendía de unas cuerdas. Como una marioneta. Dios mío.
—El terremoto… lo causé de verdad. Cuando salvé a Kennedy… ¿qué hice? ¿Desgarrar el continuo espacio-tiempo? —Eso tendría que haber sonado estúpido, pero no. Sonó muy grave. Empezó a dolerme la cabeza.
—Tienes que volver ya, Jake. —Habló con dulzura—. Tienes que volver y ver exactamente lo que has hecho. Todo lo que has logrado con tu duro y sin duda bienintencionado trabajo.
No dije nada. La posibilidad de volver me había preocupado, pero ahora también me daba miedo. ¿Existe alguna frase más ominosa que «Tienes que ver exactamente lo que has hecho»? No se me ocurría ninguna.
—Ve. Echa un vistazo. Pasa un poco de tiempo. Pero solo un poco. Si esto no se arregla pronto, sucederá una catástrofe.
—¿Muy grande?
Habló con calma.
—Podría destruirlo todo.
—¿El mundo? ¿El sistema solar? —Tuve que apoyarme con una mano en el secadero para sostenerme en pie—. ¿La galaxia? ¿El universo?
—Más grande todavía. —Hizo una pausa porque quería asegurarse de que lo entendía. La tarjeta de su sombrero reverberó, se volvió amarilla y después regresó paulatinamente al verde—. La realidad misma.
Caminé hasta la cadena. El cartel que ponía PROHIBIDO EL PASO MÁS ALLÁ DE ESTE PUNTO HASTA QUE EL COLECTOR ESTÉ REPARADO chirrió mecido por el viento. Miré hacia atrás a Zack Lang, ese viajero de quién sabe cuándo. Me observaba sin expresión mientras los faldones de su abrigo negro ondeaban en torno a sus pantorrillas.
—¡Lang! Las armonías…, yo las causé todas. ¿No es así?
Tal vez asintió. No estoy seguro.
El pasado combatía el cambio porque era destructivo para el futuro. El cambio creaba…
Pensé en un viejo anuncio de cintas de audio Memorex. Salía una copa de cristal hecha añicos a causa de las vibraciones sonoras. Los puros armónicos.
—Y con cada cambio que conseguía realizar, esos armónicos aumentaban. Ese es el auténtico peligro, ¿verdad? Las putas armonías.
Ninguna respuesta. Quizá él lo había sabido y olvidado; quizá nunca había tenido la menor idea.
Simplifica, me dije… como había hecho cinco años antes, cuando aún tenían que aparecer las primeras mechas grises en mi cabello. Simplifica.
Pasé por debajo de la cadena con una punzada de dolor en la rodilla izquierda y luego me detuve un instante con la alta pared verde del secadero a mi izquierda. Esa vez no había ningún pedazo de cemento que señalase el punto en el que empezaba la escalera invisible. ¿A qué distancia de la cadena estaba? No me acordaba.
Caminé poco a poco, arrastrando los zapatos por el cemento agrietado. Shat-HOOSH, shat-HOOSH decían las tejedoras mecánicas… y entonces, al dar el sexto paso, y el séptimo, el sonido pasó a ser demasiado-LEJOS, demasiado-LEJOS. Di otro paso. Luego otro. Al cabo de poco llegaría al final del secadero y estaría en el patio de más allá. Se había ido. La burbuja había estallado.
Di un paso más y, aunque no había contrahuella de peldaño, por un breve momento vi mi zapato como una doble exposición. Estaba sobre el cemento, pero también en un sucio linóleo verde. Di otro paso, y todo yo pasé a ser una doble exposición. La mayor parte de mi cuerpo estaba junto al secadero de la fábrica Worumbo a finales de noviembre de 1963, pero parte de mí se encontraba en otro lugar, y no era la despensa del restaurante de Al.
¿Y si no salía a Maine, ni siquiera a la Tierra, sino a alguna extraña dimensión distinta, a un sitio con un cielo rojo irreal y un aire que me envenenaría los pulmones y pararía mi corazón?
Volví a mirar atrás. Lang estaba allí plantado, con el abrigo azotado por el viento. Seguía sin tener expresión en la cara. «Ahora dependes de ti —parecía decir esa cara vacía—. No puedo obligarte a nada.»
Era cierto, pero a menos que atravesara la madriguera de conejo hasta la Tierra del Porvenir, no podría volver a la Tierra de Antaño. Y Sadie permanecería muerta para siempre.
Cerré los ojos y logré dar otro paso. De repente noté un leve olor a amoníaco y otro, más desagradable. Tras haber cruzado el país en los asientos de atrás de un montón de autobuses Greyhound, ese segundo olor resultaba inconfundible. Era el feo hedor de un retrete que necesitaba mucho más que un ambientador Glade en la pared para suavizarlo.
Con los ojos cerrados, di un paso más y oí ese extraño y ligero estallido dentro de mi cabeza. Abrí los ojos. Me encontraba en un baño pequeño y sucio. No había váter; lo habían arrancado y no quedaba de él más que la mugrienta sombra de su soporte. En una esquina había un vetusto disco ambientador que había cambiado su azul brillante activo por un gris inerte. Las hormigas pasaban por encima de un lado a otro. El rincón al que había salido estaba aislado del resto del baño por cajas de cartón llenas de botellas y latas vacías. Me recordó al nido de francotirador de Lee.
Aparté un par de cajas y me abrí paso en el pequeño cuarto. Me dirigí hacia la puerta, pero antes volví a dejar las cajas donde estaban. No tenía sentido facilitar que cualquiera topase por casualidad con la madriguera de conejo. Después salí afuera, de vuelta a 2011.
Estaba oscuro la última vez que había bajado por la madriguera de conejo, de modo que, por supuesto, tampoco había luz ahora, porque solo era dos minutos más tarde. Mucho había cambiado en esos dos minutos, sin embargo. Lo adivinaba incluso en la penumbra. En algún momento de los pasados cuarenta y ocho años, la fábrica había ardido. Lo único que quedaba eran cuatro muros chamuscados, una chimenea caída (que me recordó, inevitablemente, a la que había visto en el solar de la fundición Kitchener de Derry) y varias pilas de cascotes. No había carteles de Your Maine Snuggery, L. L. Bean Express o cualquier otra tienda de gama alta. Se trataba de una fábrica derruida a orillas del Androscoggin. Nada más.
En la noche de junio en la que había partido en mi misión de cinco años para salvar a Kennedy, la temperatura era agradable y templada. Ahora hacía un calor espantoso. Me quité la chaqueta forrada de borrego que había comprado en Auburn y la tiré al baño maloliente. Cuando cerré la puerta otra vez, vi el cartel que tenía pegado: ¡BAÑO AVERIADO! ¡¡¡NO HAY VÁTER!!! ¡¡¡EL COLECTOR ESTÁ ROTO!!!
Los presidentes jóvenes y apuestos morían y los presidentes jóvenes y apuestos vivían, las jóvenes bellas vivían y luego morían, pero la tubería de desagüe rota bajo el patio de la vieja fábrica Worumbo al parecer era eterna.
También seguía allí la cadena. Caminé hasta ella pegado al viejo y sucio edificio de bloques de hormigón que había sustituido al secadero. Cuando me agaché por debajo de la cadena y giré hacia la fachada del edificio, vi que era una tienda abandonada llamada Quik-Flash. Los cristales estaban rotos y se habían llevado todas las estanterías. El local no era más que una carcasa en la que una luz de emergencia, con la batería casi agotada, zumbaba como una mosca muerta sobre una funda para ventanas. Había una pintada en lo que quedaba del suelo y la luz justa para leerla: FUERA DEL PUEBLO PAQUI CABRÓN.
Crucé el cemento resquebrajado del patio. El aparcamiento que antaño usaban los obreros de la fábrica había desaparecido. No habían construido nada en él; solo era un rectángulo vacío lleno de botellas rotas, trozos de asfalto viejo como piezas de un rompecabezas y pegotes mustios de malas hierbas. De algunas colgaban condones usados como antiguas serpentinas. Alcé la vista para mirar las estrellas y no vi ninguna. El cielo estaba cubierto de nubes bajas lo bastante finas para que se filtrara un poco de luna a través de ellas. El intermitente del cruce de Main Street y la Ruta 196 (otrora conocida como Antigua Carretera de Lewiston) había sido sustituido en algún momento por un semáforo, pero estaba apagado. Daba lo mismo, porque no había tráfico en ninguna dirección.
La Compañía Frutera había desaparecido. En su lugar había un hueco. Al otro lado de la calle, donde estaba el frente verde en 1958 y debería de haberse alzado un banco en 2011, había algo llamado Cooperativa Alimentaria de la Provincia de Maine. Solo que esas ventanas también estaban rotas y cualquier artículo que pudiera haberse encontrado dentro había volado hacía mucho. El local estaba tan saqueado como el Quik-Flash.
Cuando había atravesado la mitad del cruce, me dejó paralizado un ruido colosal, como un desgarrón acuoso. Lo único que podía imaginar que emitiera un ruido como ese era alguna especie de avión de hielo que se derritiera a la vez que rompía la barrera del sonido. El suelo bajo mis pies tembló por un momento. Sonó una alarma de coche y luego se apagó. Los perros ladraron y después se fueron callando uno tras otro.
Un terremoto en Los Ángeles, pensé. Siete mil muertos.
Unos faros bañaron la Ruta 196 y yo crucé a la acera de enfrente a toda prisa. El vehículo resultó ser un pequeño autobús cuadrado que llevaba ROTONDA escrito en la ventanilla luminosa que indicaba su destino. Eso me sonaba vagamente, pero no sé por qué. Un armónico, supuse. Sobre el techo del autobús había varios cachivaches giratorios que parecían ventiladores de calefacción. ¿Turbinas de viento, quizá? ¿Era posible? No sonaba ningún motor de combustión interna, solo un leve zumbido eléctrico. Observé hasta que la ancha medialuna de su única luz trasera se perdió de vista.
Vale, de modo que los motores de gasolina se estaban reemplazando en esa versión del futuro, esa cuerda, por usar el término de Zack Lang. Eso era bueno, ¿no?
Posiblemente, pero el aire parecía pesado y como muerto mientras lo llevaba a mis pulmones, y flotaba una especie de poso olfativo que me recordaba a cómo olía el transformador de mis trenes Lionel cuando, de pequeño, le metía demasiada caña. «Es hora de apagarlo y dejarlo descansar un rato», decía mi padre.
En Main Street había unos pocos comercios que parecían medio vivos, pero en su mayor parte eran una ruina. La acera estaba agrietada y cubierta de basura. Vi media docena de coches aparcados y todos eran o bien un híbrido de electricidad y gasolina o bien iban equipados con esos aparatos giratorios en el techo. Uno de ellos era un Honda Zephyr, otro un Takuro Spirit y un tercero un Ford Brisa. Parecían viejos, y un par habían sido objeto de vandalismo. Todos llevaban pegatinas rosa en los parabrisas con letras negras lo bastante grandes para leerlas a pesar de la penumbra: ADHESIVO «A» PROVINCIA DE MAINE SIEMPRE MOSTRAR CARTILLA DE RACIONAMIENTO.
Una pandilla de chavales reía y hablaba al otro lado de la calle.
—¡Eh! —les grité desde mi acera—. ¿La biblioteca sigue abierta?
Me miraron. Vi el parpadeo de luciérnaga de los cigarrillos… aunque el olor que me llegó flotando era casi a ciencia cierta de marihuana.
—¡Que te den por culo, tío! —me respondió uno a voces.
Otro dio media vuelta, se bajó los pantalones y me hizo un calvo.
—¡Si encuentras algún libro aquí dentro, es todo tuyo!
Hubo carcajadas generalizadas y luego siguieron caminando, hablando en voz más baja y mirando atrás.
No me importó el calvo —no era el primero que me hacían—, pero esas miradas no me gustaron, y menos aún las voces bajas. Quizá se cocía alguna conspiración. Jake Epping no creía exactamente eso, pero George Amberson sí; George había visto de todo y fue George el que se agachó, agarró dos trozos de cemento del tamaño de un puño y se los guardó en los bolsillos delanteros, por si las moscas. Jake pensó que era una tontería, pero no puso pegas.
Una manzana más adelante, el distrito comercial (por llamarlo de alguna manera) llegaba a un abrupto final. Vi a una anciana que pasaba con prisas y ojeando con nerviosismo a los chicos, que ya estaban un poco más lejos en la otra acera de Main. Llevaba un pañuelo y lo que parecía un respirador, de esos que usa la gente que tiene EPOC o un enfisema avanzado.
—Señora, ¿sabe si la biblioteca…?
—¡Déjame en paz! —Había miedo en sus ojos, muy abiertos. La luna brilló por un instante a través de una separación entre nubes y vi que la mujer tenía la cara cubierta de llagas. La de debajo del ojo derecho parecía llegarle hasta el hueso—. ¡Tengo un papel que dice que puedo salir, lleva el sello del ayuntamiento, o sea que déjame en paz! ¡Voy a ver a mi hermana! Ya tengo suficiente con esos chicos, y pronto empezarán con las gamberradas. ¡Si me tocas, le daré a mi zumbador y vendrá un policía!
No sé por qué, lo dudaba.
—Señora, solo quiero saber si la biblioteca todavía está…
—¡Lleva años cerrada y todos los libros han volado! Ahora allí celebran Mítines de Odio. ¡Déjame en paz, digo, o zumbo para que venga un policía!
Se alejó a paso ligero, mirando por encima del hombro cada pocos segundos para cerciorarse de que no la seguía. La dejé poner suficiente distancia de por medio para sentirse cómoda y luego seguí mi camino por Main Street. Mi rodilla se estaba recuperando un poco de mis excesos en las escaleras del Depósito de Libros, pero seguía cojeando y todavía lo haría durante un tiempo. Había luces tras las cortinas de varias casas, pero estaba bastante seguro de que no las producía la Compañía Eléctrica de Maine. Se trataba de bombonas de camping gas y, en algunos casos, lámparas de queroseno. La mayoría de las casas estaban a oscuras. Algunas eran ruinas carbonizadas. Había una esvástica nazi en una de las ruinas y las palabras RATA JUDÍA pintadas con espray sobre otra.
«Ya tengo suficiente con esos chicos, y pronto empezarán con las gamberradas.»
Y… ¿de verdad había dicho «Mítines de Odio»?
Delante de una de las pocas casas que parecía en buen estado —era una mansión comparada con la mayoría de las demás— vi un largo travesaño con amarraderos, como en una película del Oeste. Y en algún momento habían atado allí caballos de verdad. Cuando el cielo se iluminó en otro de esos espasmos difusos, vi restos de bosta, algunos de ellos frescos. Había una cancela delante del camino de entrada. La luna estaba oculta de nuevo, de modo que no pude leer el cartel que colgaba sobre las barras metálicas, pero no me hacía falta para saber que advertía NO ENTRAR.
En ese momento, por delante de mí, oí que alguien articulaba una sola palabra:
—¡Cabrón!
No sonaba joven, como uno de los gamberros, y provenía de mi lado de la calle más que del de ellos. El tipo parecía cabreado. También daba la impresión de que podría estar hablando consigo mismo. Caminé hacia la voz.
—¡Hijo de puta! —exclamó la voz, exasperada—. ¡Capullo!
Estaba quizá una manzana más arriba. Antes de que lo alcanzase, oí un sonoro golpe metálico y la voz masculina gritó:
—¡Perdeos! ¡Putos mocosos cabrones! ¡Perdeos antes de que saque mi pistola!
Eso fue acogido con risas burlonas. Eran los gamberros porretas, y la voz que replicó sin duda pertenecía al que me había hecho el calvo.
—¡La única pistola que tienes es la que llevas en los pantalones, y seguro que tiene el cañón mustio!
Más risas. Las siguió un agudo sonido metálico.
—¡Malnacidos, me habéis roto un radio! —Cuando el hombre volvió a chillarles, había en su voz un toque de miedo—. ¡No, no, quedaos en vuestra puta acera!
Las nubes se abrieron y asomó la luna. A su inconstante luz vi a un viejo en una silla de ruedas. Estaba en mitad de una de las calles que cruzaban Main; Goddard, si el nombre no había cambiado. Una de las ruedas se había metido en un bache y hacía que la silla se tambalease inclinada hacia la izquierda. Los chicos cruzaban hacia él. El que me había mandado a tomar por culo llevaba un tirachinas con una piedra de buen tamaño preparada. Eso explicaba los golpes metálicos.
—¿Llevas algún pavo viejo, abuelete? Ya que estamos, ¿tienes algún pavo nuevo o una lata?
—¡No! ¡Si no tenéis la puta decencia de sacarme de este agujero, por lo menos largaos y dejadme en paz!
Pero eran gamberros, y no pensaban hacerle caso. Iban a robarle cualquier mierdecilla que llevase encima; de paso quizá le darían una paliza, y lo volcarían, eso seguro.
Jake y George se unieron y los dos vieron rojo.
Los gamberros tenían la atención fija en el vejete de la silla de ruedas y no me vieron atajar hacia ellos en diagonal, tal y como había cruzado la sexta planta del Depósito de Libros Escolares. Mi brazo izquierdo aún me era bastante inútil, pero el derecho estaba en forma, fortalecido por tres meses de fisioterapia, primero en Parkland y luego en Eden Fallows. Y aún conservaba parte de la puntería que me había llevado a la tercera base del equipo de béisbol del instituto. Lancé el primer trozo de cemento desde diez metros de distancia y alcancé a Don Calvo en el centro del pecho. Gritó de dolor y sorpresa. Todos los chicos —eran cinco— se volvieron hacia mí. Cuando lo hicieron, vi que sus caras estaban tan desfiguradas como la de aquella mujer asustada. El del tirachinas, el señorito Porculo, era el peor. Donde le tocaría tener la nariz no había más que un agujero.
Pasé el segundo trozo de cemento de la mano izquierda a la derecha y se lo lancé al más alto, que llevaba unos pantalones enormes y anchos con la cintura subida casi hasta el esternón. Levantó un brazo para escudarse. Mi proyectil le dio en él y mandó por los aires el porro que sujetaba. El chico echó un vistazo a mi cara y después giró sobre sus talones y arrancó a correr. Don Calvo le siguió. Eso dejaba a tres.
—¡Dales pal pelo, hijo! —chilló el hombre de la silla de ruedas—. ¡Se lo tienen bien ganado, como hay Dios!
Estaba seguro de que era así, pero me superaban en número y me había quedado sin munición. Cuando te las ves con adolescentes, la única manera posible de ganar en una situación como esa es no demostrar miedo, solo genuina indignación adulta. No hay que aflojar, y no lo hice. Agarré al señorito Porculo por el pecho de su astrosa camiseta con la mano derecha y le arrebaté el tirachinas con la izquierda. Me miró fijamente, con los ojos desorbitados, y no ofreció resistencia.
—So mierdoso —dije pegando mi cara a la suya…, y no era ya que no tuviera nariz; olía a sudor, porro y mugre profunda—. Porque mira que hay que ser mierdoso para meterse con un viejo en silla de ruedas.
—¿Quién er…?
—El puto Charlie Chaplin. Fui a Francia para ver a las damas que danzan. Ahora largo de aquí.
—Devuélveme mi…
Sabía lo que quería y le aticé con ello en el centro de la frente. El golpe reabrió una de sus llagas y debió de dolerle una barbaridad, porque se le llenaron los ojos de lágrimas. Eso me asqueó y me dio lástima, pero intenté no mostrar ninguna de las dos emociones.
—No mereces nada, mierdoso, si no es la oportunidad de largarte de aquí antes de que te arranque tus patéticas pelotas de ese escroto podrido que debes de calzar y te las meta por ese agujero que tienes en vez de nariz. Una oportunidad. Aprovéchala. —Respiré hondo y después le grité a la cara en un chorro de ruido y saliva—: ¡Corre!
Observé cómo se alejaban y sentí vergüenza y euforia a partes aproximadamente iguales. El viejo Jake era un hacha imponiendo silencio en salas de estudio alborotadas los viernes por la tarde en vísperas de vacaciones, pero allí acababan más o menos sus habilidades. El nuevo Jake, sin embargo, era en parte George. Y George había visto muchas cosas.
Detrás de mí oí un acceso de tos cargada. Me recordó a Al Templeton. Cuando cesó, el viejo dijo:
—Amigo, habría estado meando cálculos renales durante cinco años solo por ver a esos imbéciles canallas huir de ese modo. No sé quién es usted, pero me queda un poco de Glenfiddich en la despensa, del bueno, y si me saca de este puto bache y me empuja a casa, lo compartiremos.
La luna se había escondido de nuevo, pero cuando reapareció entre las nubes irregulares le vi la cara. Llevaba una larga barba blanca y una cánula metida por la nariz pero, aun después de cinco años, no me costó reconocer al hombre que me había metido en ese lío.
—Hola, Harry —dije.