CAPÍTULO 31

 

 

1

 

Aún vivía en Goddard Street. Lo empujé por la rampa del porche, donde se sacó de alguna parte un enorme manojo de llaves. Las necesitaba. La puerta de entrada tenía no menos de cuatro cerraduras.

—¿Estás de alquiler o es tuya?

—Oh, es toda mía —contestó—. Por lo que vale…

—Me alegro por ti. —Antes estaba alquilado.

—Todavía no me ha dicho cómo es que sabe cómo me llamo.

—Antes tomemos esa copa. No me vendrá mal.

La puerta se abría a un salón que ocupaba la mitad delantera de la casa. Me dijo «so», como si fuera un caballo, y encendió un camping gas. A su luz vi muebles de esos que se llaman «viejos pero prácticos». En el suelo había una bonita estera. No había certificado de estudios en ninguna de las paredes —ni por supuesto una redacción enmarcada que llevase por título «El día que cambió mi vida»—, pero había muchas imágenes católicas y montones de fotos. No me sorprendió reconocer a varios de los retratados. Había coincidido con ellos, a fin de cuentas.

—Eche los cerrojos, haga el favor.

Nos aislé del oscuro e inquietante Lisbon Falls, y cerré ambos pestillos.

—El que da vuelta también, si no le importa.

Lo giré y oí un contundente chasquido. Harry, entretanto, rodaba por su salón encendiendo la misma clase de alargadas lámparas de queroseno que recordaba vagamente haber visto en casa de mi abuela Sarie. Iluminaban mejor la sala que el camping gas y, cuando apagué el resplandor cálido y blanco de este último, Harry Dunning asintió en señal de aprobación.

—¿Cómo se llama, señor? Mi nombre ya lo sabe.

—Jake Epping. Supongo que no te suena de nada, ¿verdad?

Reflexionó y luego sacudió la cabeza.

—¿Debería?

—Probablemente no.

Me tendió la mano. Temblaba ligeramente con un principio de parálisis.

—Aun así, le estrecho la mano. Eso podría haberse puesto feo.

Se la estreché con alegría. Hola, nuevo amigo. Hola, viejo amigo.

—Vale, ahora que ya hemos cumplido con las formalidades, podemos beber con la conciencia tranquila. Sacaré ese whisky de malta. —Se dirigió hacia la cocina impulsándose con brazos algo temblorosos pero aún fuertes. La silla tenía un motorcito, pero o no funcionaba o estaba ahorrando batería. Me miró por encima del hombro—. No es usted peligroso, ¿verdad? Para mí, me refiero.

—Para ti, no, Harry. —Sonreí—. Soy tu ángel bueno.

—Eso es raro de cojones —dijo—. Pero hoy en día, ¿qué no lo es?

Entró en la cocina, donde pronto brilló una acogedora luz anaranjada. Allí dentro, todo parecía acogedor. Pero fuera… en el mundo…

¿Qué demonios había hecho?

 

 

2

 

—¿Por qué brindamos? —pregunté cuando tuvimos los vasos en la mano.

—Por tiempos mejores que estos. ¿Eso le parece bien, señor Epping?

—Me parece perfecto. Y tutéame.

Entrechocamos los vasos. Bebimos. No recordaba la última vez que había tomado algo más fuerte que una cerveza Lone Star. El whisky era como miel líquida.

—¿No hay electricidad? —pregunté, mirando las lámparas que nos rodeaban. Él había bajado la llama de todas, cabía suponer que para ahorrar petróleo.

Puso mala cara.

—No eres de por aquí, ¿eh?

Una pregunta que había oído antes, de boca de Frank Anicetti, en la frutería Kennebec. En mi primer viaje al pasado. Entonces había contado una mentira. No quería hacer lo mismo.

—No sé muy bien cómo responder a eso, Harry.

Él lo dejó correr.

—En teoría tenemos luz tres días por semana, y se supone que hoy es uno de ellos, pero se ha cortado a las seis de la tarde. Creo en la Eléctrica de Providence como creo en Santa Claus.

Mientras reflexionaba sobre eso, recordé las pegatinas de los coches.

—¿Desde cuándo Maine forma parte de Canadá?

Me dedicó una mirada de esas de «mira que estás loco», pero noté que estaba disfrutando. Por lo extraño de la situación y también por su inmediatez. Me pregunté cuándo habría sido la última vez que había mantenido una conversación con alguien.

—Desde 2005. ¿Alguien te ha dado un golpe en la cabeza o algo así?

—A decir verdad, sí. —Fui hasta su silla de ruedas, hinqué la rodilla que aún se doblaba a voluntad y sin doler y le enseñé el punto de la nuca donde nunca volvería a crecerme el pelo—. Hace unos meses me pegaron una paliza tremenda…

—Ya, te he visto cojear cuando corrías hacia esos chicos.

—… y ahora hay montones de cosas que no recuerdo.

El suelo tembló de repente bajo nuestros pies. Las llamas de las lámparas de queroseno titilaron. Las fotografías de las paredes vibraron y un Cristo de yeso de medio metro de altura con los brazos extendidos se dio un agitado paseo hacia el borde de la repisa de la chimenea. Parecía un tipo considerando el suicidio y, tal como estaban las cosas, no lo culpaba.

—Una traca —dijo Harry como si nada cuando cesaron los temblores—. De eso te acuerdas, ¿no?

—No. —Me levanté, fui hasta la chimenea y empujé el Cristo hasta dejarlo junto a su Santa Madre.

—Gracias. Ya he perdido la mitad de los condenados discípulos del estante de mi dormitorio, y cada vez me muero de pena. Eran de mi madre. Las tracas son temblores de tierra. Tenemos muchos, pero la mayoría de los terremotos bestias se producen en el Medio Oeste o por California. En Europa y China también, por supuesto.

—La gente amarra sus botes en Idaho, ¿no? —Todavía estaba ante la chimenea, y miraba las fotografías enmarcadas.

—La cosa aún no ha llegado a tanto, pero… sabes que cuatro de las islas japonesas han desaparecido, ¿no?

Lo miré consternado.

—No.

—Tres eran pequeñas, pero Hokkaido también ha caído. Se hundió en el condenado océano hace cuatro años como si estuviera en un ascensor. Los científicos dicen que tiene algo que ver con la corteza terrestre. —Con total desenfado, añadió—: Dicen que, si no para, el fenómeno despedazará el planeta para el 2080 o así. Entonces el sistema solar tendrá dos cinturones de asteroides.

Apuré el resto de mi whisky de un solo trago y las lágrimas de cocodrilo de la bebida doblaron por un momento mi visión. Cuando la habitación volvió a solidificarse, señalé una fotografía de Harry con unos cincuenta años. Ya estaba en su silla de ruedas, pero parecía sano como un roble, por lo menos de cintura para arriba; las perneras de sus pantalones de vestir hacían bolsa sobre sus menguadas piernas. A su lado había una mujer con un vestido rosa que me recordó al de Jackie Kennedy el 22/11/63. Recordé que mi madre me había dicho que nunca dijese de una mujer que no fuera hermosa que tenía «una cara vulgar»; tenían, decía, «una cara agradable». Esa mujer tenía cara agradable.

—¿Tu mujer?

—Ajá. Esa es de las bodas de plata. Murió dos años después. Es algo muy habitual últimamente. Los políticos dicen que es culpa de las bombas atómicas; se han intercambiado veintiocho o veintinueve desde el Infierno de Hanoi del 69. Lo juran y perjuran, pero todo el mundo sabe que las llagas y el cáncer no empezaron a ser algo serio de verdad por aquí hasta que la central de Vermont Yankee tuvo el Síndrome de China. Eso pasó después de años de protestas sobre la planta. Decían: «Bah, no habrá ningún gran terremoto en Vermont, es imposible aquí en el Reino de Dios, solo tracas y tembleques de poca monta». Ya. Mira lo que pasó.

—Me estás diciendo que explotó un reactor en Vermont.

—Difundió radiación sobre toda Nueva Inglaterra y el sur de Quebec.

—¿Cuándo?

—Jake, ¿me tomas el pelo?

—De ninguna manera.

—Diecinueve de junio de 1999.

—Siento lo de tu esposa.

—Gracias, hijo. Era una buena mujer. Una mujer encantadora. No merecía eso. —Se pasó el brazo poco a poco por los ojos—. Hace mucho que no hablo de ella, aunque es verdad que hace mucho que no tengo a nadie con quien hablar. ¿Puedo servirte un poco más de este jugo de la diversión?

Separé muy poquito el índice y el pulgar. No esperaba quedarme mucho tiempo; tenía que asimilar toda aquella historia falsa, aquella oscuridad, deprisa y corriendo. Tenía mucho que hacer, entre otras cosas devolver la vida a mi propia mujer encantadora. Eso significaría otra charla con Míster Tarjeta Verde. No quería estar borracho cuando la tuviera, pero un dedito más no me haría daño. Lo necesitaba. Me daba la impresión de tener las emociones congeladas, lo que probablemente era bueno, porque la cabeza me daba vueltas.

—¿Te quedaste paralítico en la ofensiva del Tet? —Mientras pensaba: Pues claro que sí, pero podría haber sido peor; en el último viaje moriste.

Pareció desconcertado por un momento, pero luego se le hizo la luz.

—Supongo que sí que era el Tet, ahora que lo pienso. Nosotros la llamamos directamente la Gran Cagada de Saigón de 1967. El helicóptero en el que iba se estrelló. Tuve suerte. La mayoría de las personas que viajaban en ese pájaro murieron. Algunos eran diplomáticos y otros solo eran críos.

—Tet del 67 —dije—. No del 68.

—Exacto. Tú no habrías nacido, pero seguro que lo has leído en los libros de historia.

—No. —Le dejé echar un poco más de whisky en mi vaso, apenas lo suficiente para cubrir el fondo, y dije—: Sé que el presidente Kennedy estuvo a punto de ser asesinado en noviembre de 1963. Después de eso, no sé nada.

Sacudió la cabeza.

—Es el caso de amnesia más raro que he oído nunca.

—¿Kennedy fue reelegido?

—¿Contra Goldwater? Ya te digo.

—¿Conservó a Johnson como vicepresidente?

—Claro. Kennedy necesitaba Texas. Y se la llevó. El gobernador Connally trabajó como un esclavo para él en esas elecciones, por mucho que despreciara la Nueva Frontera de Kennedy. Lo llamaron el Apoyo por Vergüenza. Por lo que estuvo a punto de pasar aquel día en Dallas. ¿Estás seguro de que no lo sabes? ¿Nunca lo viste en el colegio?

—Tú lo viviste, Harry. O sea que cuéntame.

—No me importa —dijo él—. Ponte cómodo, hijo. Deja de mirar esas fotos. Si no sabes que reeligieron a Kennedy en el 64, fijo que no vas a conocer a nadie de mi familia.

Oh, Harry, pensé.

 

 

3

 

Cuando era pequeño —tendría cuatro años, quizá incluso tres— un tío mío borracho me contó «Caperucita Roja». No la versión normal de los libros de cuentos, sino la de adultos, llena de gritos, sangre y el golpe seco del hacha del leñador. Guardo un vívido recuerdo de la experiencia aun a día de hoy, pero solo retengo un puñado de detalles: los dientes del lobo expuestos en una sonrisa resplandeciente, por ejemplo, y la abuelita empapada de sangre renaciendo de la panza rajada de la bestia. Este es mi modo de deciros que, si esperáis La breve historia alternativa del mundo según Harry Dunning le contó a Jake Epping, ya os podéis ir olvidando. No fue solo el horror de descubrir hasta qué punto se habían estropeado las cosas, sino también mi necesidad de volver y enmendarlas.

Aun así destacan unos pocos detalles. La búsqueda a escala mundial de George Amberson, por ejemplo. No hubo suerte —George estaba más desaparecido que el juez Crater—, pero en los cuarenta y ocho años transcurridos desde el intento de asesinato en Dallas, Amberson se había convertido en un personaje casi mítico. ¿Salvador o parte de la trama? La gente llegaba a celebrar convenciones anuales para debatirlo y, al escuchar cómo Harry contaba esa parte, me fue imposible no pensar en todas las teorías de la conspiración que habían brotado en torno a la versión de Lee que había logrado su objetivo. Como sabemos, clase, el pasado armoniza.

Kennedy esperaba cosechar una victoria aplastante ante Barry Goldwater en el 64; en lugar de eso había ganado por menos de cuarenta votos electorales, un margen que solo los incondicionales del Partido Demócrata consideraron respetable. A principios de su segunda legislatura, enfureció tanto a los votantes de derechas como al alto mando militar al declarar Vietnam del Norte «menos peligroso para nuestra democracia que la desigualdad racial en nuestras escuelas y ciudades». No retiró por completo las tropas estadounidenses, pero quedaron confinadas a Saigón y un anillo en torno a ella que se llamó —sorpresa, sorpresa— la Zona Verde. En vez de inyectar grandes cantidades de soldados, la segunda administración Kennedy inyectó grandes cantidades de dinero. Es el Estilo Americano.

Las grandes reformas de los derechos civiles de los sesenta nunca llegaron a producirse. Kennedy no era LBJ y, como vicepresidente, Johnson se hallaba en una posición de especial impotencia para ayudarle. Los republicanos y los demócratas del Sur se dedicaron a obstruir el funcionamiento del Congreso durante ciento diez días; uno llegó a morir mientras tenía el uso de la palabra y se convirtió en un héroe de la derecha. Cuando Kennedy por fin se rindió, realizó un comentario de pasada que lo atormentaría hasta el día de su muerte en 1983: «La América blanca ha llenado esta cámara de leña; ahora arderá».

A continuación llegaron los disturbios raciales. Mientras Kennedy andaba entretenido con ellos, los ejércitos norvietnamitas invadieron Saigón… y el hombre que me había metido en aquello acabó paralítico en un accidente de helicóptero en la cubierta de un portaaviones estadounidense. La opinión pública empezó a inclinarse poderosamente en contra de JFK.

Un mes después de la caída de Saigón, Martin Luther King fue asesinado en Chicago. El culpable resultó ser un agente del FBI llamado Dwight Holly que actuó por su cuenta. Antes de morir a su vez, declaró que había ejecutado una orden de Hoover. Chicago ardió. Lo mismo hicieron otras doce ciudades estadounidenses.

George Wallace fue elegido presidente. Para entonces los terremotos ya eran un serio problema. Wallace no podía hacer nada sobre ellos, de manera que se conformó con imponer la sumisión a Chicago a base de bombas incendiarias. Eso, según Harry, fue en junio de 1969. Un año más tarde, el presidente Wallace ofreció a Ho Chi Minh un ultimátum: convierta Saigón en una ciudad libre como Berlín o véala convertirse en una ciudad muerta como Hiroshima. El tío Ho se negó. Si creía que Wallace iba de farol, se equivocaba. Hanoi se convirtió en una nube radiactiva el 9 de agosto de 1969, veinticuatro años exactos después de que Harry Truman soltara al Gordo sobre Nagasaki. El vicepresidente Curtis LeMay se encargó en persona de la misión. En un discurso a la nación, Wallace lo calificó de voluntad de Dios. La mayoría de los estadounidenses estuvieron de acuerdo. Los índices de aprobación de Wallace eran altos, pero había al menos un hombre que no lo aprobaba. Se llamaba Arthur Bremer y el 15 de mayo de 1972 mató a Wallace a tiros cuando este hacía campaña para la reelección en un centro comercial de Laurel, Maryland.

—¿Con qué clase de arma?

—Me parece que fue un revólver del .38.

Claro que sí. A lo mejor un Especial de la policía, pero probablemente un modelo Victory, el mismo tipo de pistola que se había cobrado la vida del agente Tippit en otra cuerda temporal.

Ahí fue donde empecé a perder el hilo. Donde el pensamiento tengo que arreglar esto, arreglar esto, arreglar esto comenzó a repicar en mi cabeza como un gong.

Hubert Humphrey llegó a la presidencia en el 72. Los terremotos empeoraron. La tasa mundial de suicidios se disparó. Florecieron los fundamentalismos de toda clase. El terrorismo fomentado por los extremistas religiosos floreció con ellos. India y Pakistán entraron en guerra; brotaron más hongos nucleares. Bombay no se convirtió nunca en Mumbai; en lo que se convirtió fue en ceniza radiactiva volando en un viento de cáncer.

Lo mismo pasó con Karachi. Solo cuando Rusia, China y Estados Unidos prometieron bombardear ambos países hasta devolverlos a la Edad de Piedra cesaron las hostilidades.

En 1976, Ronald Reagan barrió a Humphrey de costa a costa; el pobre no pudo llevarse ni su estado natal de Minnesota.

Dos mil personas cometieron un suicidio colectivo en Jonestown, Guyana.

En noviembre de 1979, estudiantes iraníes invadieron la embajada estadounidense en Teherán y tomaron no sesenta y seis rehenes sino más de doscientos. Rodaron cabezas en la televisión iraní. Reagan había aprendido del Infierno de Hanoi lo suficiente para mantener las nucleares en sus bodegas de bombas y silos de misiles, pero mandó tropa para dar y regalar. Los restantes rehenes fueron, por supuesto, ejecutados, y un grupo terrorista emergente que se hacía llamar La Base —o, en árabe, Al-Qaida— empezó a poner bombas aquí, allí y en todas partes.

—El hijoputa hacía unos discursos cojonudos, pero no entendía el islamismo militante —dijo Harry.

Los Beatles se reunieron y tocaron un Concierto por la Paz. Un terrorista suicida entre el público detonó su chaleco y mató a trescientos espectadores. Paul McCartney se quedó ciego.

Oriente Próximo estalló en llamas poco después.

Rusia se hundió.

Un grupo —probablemente formado por rusos exiliados y fanáticos de la línea dura— empezó a vender armas atómicas a grupos terroristas, entre ellos La Base.

—Para 1994 —dijo Harry con su voz seca— los yacimientos petrolíferos de por allí eran campos de cristal negro. De ese que brilla en la oscuridad. Desde entonces, sin embargo, el terrorismo más o menos se ha consumido. Alguien detonó una bomba atómica dentro de una maleta en Miami hace dos años, pero no funcionó muy bien. Bueno, pasarán sesenta u ochenta años antes de que nadie pueda montar fiestas en South Beach, y por supuesto el golfo de México es básicamente una sopa muerta, pero solo han fallecido diez mil personas por culpa de la radiación. Para entonces no era problema nuestro. Maine aprobó incorporarse a Canadá, y Clinton nos dijo adiós de mil amores.

—¿Bill Clinton es presidente?

—Dios, no. Tenía la victoria asegurada en las primarias de 2004, pero murió de un ataque al corazón en la convención del partido. Su mujer lo sustituyó. Ella es la presidenta.

—¿Está haciendo un buen trabajo?

Harry hizo un gesto con la mano.

—No está mal…, pero los terremotos no pueden legislarse. Y eso es lo que al final acabará con nosotros.

Desde arriba volvió a sonar ese desgarro acuoso. Alcé la vista. Harry no.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Hijo —respondió—, nadie parece saberlo. Los científicos discuten, pero en este caso yo creo que los predicadores pueden no andar desencaminados. Dicen que Dios se está preparando para destruir todas las obras de sus manos, tal y como Sansón destruyó el Templo de los Filisteos. —Se bebió el resto de su whisky. Un precario color había florecido en sus mejillas… que estaban, por lo que alcanzaba a ver, libres de llagas de radiación—. Y en eso me parece que a lo mejor tienen razón.

—Dios todopoderoso —dije.

Me miró sin inmutarse.

—¿Has oído suficiente historia, hijo?

Suficiente para toda una vida.

 

 

4

 

—Tengo que irme —dije—. ¿Estarás bien?

—Hasta que deje de estarlo. Como todos los demás. —Me miró con detenimiento—. Jake, ¿de dónde has salido? ¿Y por qué cojones me da la impresión de que te conozco?

—¿A lo mejor porque siempre conocemos a nuestros ángeles buenos?

—Chorradas.

Quería irme. En términos generales, pensaba que mi vida después del siguiente reinicio iba a ser mucho más sencilla. Pero antes, como ese era un buen hombre que había sufrido mucho en sus tres encarnaciones, volví a acercarme a la repisa de la chimenea y descolgué una de las fotografías enmarcadas.

—Ten cuidado con eso —dijo Harry, quisquilloso—. Es mi familia.

—Lo sé. —La dejé en sus manos sarmentosas y cubiertas de manchas de vejez, una foto en blanco y negro que, a juzgar por el aspecto algo difuso de la imagen, era una ampliación de una instantánea Kodak—. ¿La sacó tu padre? Lo pregunto porque es el único que no sale.

Me miró con curiosidad y después contempló otra vez la fotografía.

—No —dijo—. La sacó una vecina en el verano de 1958. Para entonces mi padre y mi madre estaban separados.

Me pregunté si la vecina había sido a la que había visto fumar un pitillo mientras alternaba entre lavar el coche de la familia y rociar al perro de la familia. Por algún motivo estaba seguro de que había sido ella. Desde las profundidades de mi cabeza, como un sonido que subiera de un pozo muy hondo, llegaron las voces cantarinas de las niñas de la comba: «Mi viejo un submarino go-bier-na».

—Tenía problemas con la bebida. En aquel entonces no estaba tan mal visto, muchos hombres bebían demasiado y aguantaban bajo el mismo techo que sus esposas, pero él tenía muy mal vino.

—Apuesto a que sí —dije.

Volvió a mirarme, con mayor intensidad, y luego sonrió. Había perdido la mayor parte de los dientes, pero la sonrisa seguía siendo agradable.

—Dudo que sepas de lo que hablas. ¿Cuántos años tienes, Jake?

—Cuarenta. —Aunque estaba seguro de que esa noche parecía mayor.

—Lo que significa que naciste en 1971.

En realidad había sido en el 76, pero no tenía manera de decírselo sin mencionar los cinco años perdidos que habían caído por la madriguera de conejo, como Alicia en el País de las Maravillas.

—Algo así —dije—. Esa foto la sacaron en la casa de Kossuth Street. —Pronunciado a la manera de Derry: Cossut.

Señalé con el dedo a Ellen, que estaba de pie a la izquierda de su madre, pensando en la versión adulta con la que había hablado por teléfono; llamémosla Ellen 2.0. También pensaba —era inevitable— en Ellen Dockerty, la versión armónica que había conocido en Jodie.

—Aquí no se ve, pero era una pequeña pelirroja, ¿no? Una Lucille Bell en miniatura.

Harry no dijo nada, solo abrió la boca.

—¿Se metió a cómica? ¿U otra cosa? ¿Radio o televisión?

—Tiene un programa de música en la emisora pública canadiense de la Provincia de Maine —respondió con un hilo de voz—. Pero cómo…

—Aquí está Troy… y Arthur, también conocido como Tugga… y este eres tú, con el brazo de tu madre encima. —Sonreí—. Tal y como Dios lo planeó. —Ojalá pudiera mantenerse así. Ojalá.

—Yo… tú…

—A tu padre lo asesinaron, ¿no es así?

—Sí. —La cánula se le había torcido en la nariz, y la enderezó con un movimiento lento de la mano, como un hombre que sueña con los ojos abiertos—. Lo mataron de un disparo en el cementerio de Longview mientras ponía flores en la tumba de sus padres. Solo unos meses después de que nos sacaran esta foto. La policía detuvo por ello a un hombre llamado Bill Turcotte…

Vaya. Eso no lo había visto venir.

—…pero tenía una coartada convincente y al final tuvieron que soltarlo. Nunca atraparon al asesino. —Asió una de mis manos—. Señor… hijo… Jake… esto es una locura, pero… ¿fuiste tú quien mató a mi padre?

—No seas tonto. —Cogí la foto y volví a colgarla en la pared—. No nací hasta 1971, ¿recuerdas?

 

 

5

 

Recorrí con paso pausado Main Street hasta llegar a la fábrica en ruinas y la tienda Quik-Flash abandonada que se alzaba delante de ella. Caminé con la cabeza gacha, sin buscar a Desnarigado, Don Calvo y el resto de esa alegre pandilla. Pensé que, si seguían por ahí cerca, me rehuirían. Me tomaban por loco. Probablemente lo estaba.

«Aquí todos estamos locos» fue lo que el Gato de Cheshire le dijo a Alicia. Después desapareció. A excepción de la sonrisa, eso sí. Si mal no recuerdo, la sonrisa se quedó un rato.

Ya entendía más. No todo, porque dudo que ni siquiera los Místers de las Tarjetas lo entendieran todo (y después de pasar un tiempo de servicio, no entendían casi nada), pero eso seguía sin ayudarme con la decisión que debía tomar.

Cuando me agaché para pasar por debajo de la cadena, algo explotó muy a lo lejos. No me sobresaltó. Supuse que abundarían las explosiones. Cuando la gente empieza a perder la esperanza, es lo normal.

Entré en el baño de la parte de atrás de la tienda y casi tropecé con mi chaqueta forrada de borrego. La aparté de una patada —no la necesitaría allá adonde iba— y me dirigí poco a poco a las cajas apiladas que tanto se parecían al nido de francotirador de Lee.

Jodidas armonías.

Aparté las suficientes para meterme en el rincón y luego las reamontoné con cuidado a mi espalda. Avancé paso a paso, pensando una vez más en cómo un hombre o una mujer tantea en busca del principio de una escalera cuando la oscuridad es completa. Pero allí no había escalón, solo ese extraño desdoblamiento. Avancé, observé cómo reverberaba la mitad inferior de mi cuerpo, y luego cerré los ojos.

Otro paso. Y otro. Ya sentía calor en las piernas. Dos pasos más y el sol mudó a rojo el negro de detrás de mis párpados. Di un paso más y oí el chasquido dentro de mi cabeza. Acto seguido, me llegó el shat-HOOSH, shat-HOOSH de las tejedoras.

Abrí los ojos. El hedor de los servicios sucios y abandonados había dado paso al de una fábrica textil que funcionaba a pleno rendimiento en un año en que no existía la Agencia de Protección del Medio Ambiente. Había cemento agrietado bajo mis pies en vez de linóleo pelado. A mi izquierda se encontraban los grandes contenedores metálicos llenos de restos de tejido y cubiertos por una loneta. A mi derecha quedaba el secadero. Eran las once y cincuenta y ocho de la mañana del 9 de septiembre de 1958. Harry Dunning era de nuevo un niño pequeño. Carolyn Poulin estaba en la quinta hora del instituto, quizá escuchando al profesor, quizá fantaseando sobre algún chico o sobre cómo iría a cazar con su padre al cabo de un par de meses. Sadie Dunhill, que todavía no estaba casada con el señor Escoba Busca Soltera, vivía en Georgia. Lee Harvey Oswald estaba en el mar del Sur de China con su unidad de Marines. Y John F. Kennedy era el senador más reciente de Massachusetts, cargado de sueños presidenciales.

Yo había vuelto.

 

 

6

 

Caminé hasta la cadena y pasé por debajo de ella. Al otro lado esperé completamente inmóvil durante un momento, ensayando lo que iba a hacer. Después fui al final del secadero. Al doblar la esquina, apoyado en él, estaba Míster Tarjeta Verde. Solo que la tarjeta de Zack Lang ya no era verde. Se había vuelto de una tonalidad fangosa de ocre, a medio camino entre el verde y el amarillo. Su abrigo, impropio de la estación, estaba cubierto de polvo, y su antes flamante sombrero presentaba un aspecto raído, derrotado en cierto sentido. Sus mejillas, antes bien afeitadas, tenían ahora sombra de barba… y parte de esa barba era blanca. Tenía los ojos inyectados en sangre. Aún no se había dado a la bebida —por lo menos no la olí—, pero pensé que quizá no tardase en hacerlo. El frente verde se encontraba, a fin de cuentas, dentro de su pequeño círculo de actividad, y sostener todas esas cuerdas temporales en la cabeza tenía que doler. Los múltiples pasados ya eran bastante malos, pero cuando se añadían múltiples futuros… Cualquiera se lanzaría por la botella si la tuviera a mano.

Había pasado una hora en 2011. Tal vez un poco más. ¿Cuánto había sido para él? No lo sabía. No lo quería saber.

—Gracias a Dios —dijo…, justo como había hecho antes.

Pero cuando una vez más intentó asir mi mano con las dos suyas, la aparté. Tenía las uñas largas y negras de roña. Los dedos temblaban. Eran las manos (y el abrigo, el sombrero y la tarjeta en la cinta del sombrero) de un borrachín en ciernes.

—Ya sabes lo que tienes que hacer —me dijo.

—Sé lo que tú quieres que haga.

—No tiene nada que ver con querer. Tienes que regresar una última vez. Si todo está bien, saldrás al restaurante. Pronto lo quitarán y, cuando eso pase, la burbuja que ha causado toda esta locura estallará. Es un milagro que haya aguantado tanto tiempo. Tienes que cerrar el círculo.

Volvió a estirar las manos hacia mí. Esa vez hice algo más que retirarme; di media vuelta y corrí hacia el aparcamiento. Él salió disparado detrás de mí. Por culpa de mi rodilla mala, lo tenía más cerca de lo que debería. Lo oía justo a mi espalda mientras pasaba por delante del Plymouth Fury que era el doble del coche que había visto una noche delante de los Bungalows Candlewood sin darle importancia. Después llegué al cruce de Main con la Antigua Carretera de Lewiston. Al otro lado, el eterno rebelde rockabilly tenía la pierna doblada y la bota apoyada en el lateral de la frutería Kennebec.

Crucé corriendo las vías del tren, temeroso de que mi pierna me traicionase en los escombros, pero fue Lang el que tropezó y cayó. Lo oí gritar —un graznido desesperado y solitario— y sentí un instante de pena por él. El hombre tenía un deber muy duro. Pero no dejé que la pena me frenase. Los imperativos del amor son crueles.

El autobús expreso de Lewiston estaba llegando. Crucé a la carrera la intersección y el conductor tocó el claxon. Pensé en otro bus, abarrotado de personas que iban a ver al presidente. Y a su señora, claro está, la del vestido rosa. Rosas tendidas entre ellos sobre el asiento. No amarillas sino rojas.

¡Jimla, vuelve!

Era correcto. Yo era el Jimla a fin de cuentas, el monstruo de la pesadilla de Rosette Templeton. Pasé cojeando por delante de la frutería Kennebec, ya con mucha ventaja sobre Míster Tarjeta Ocre. Esa carrera la iba a ganar. Era Jake Epping, profesor de instituto; era George Amberson, aspirante a novelista; era el Jimla, que estaba poniendo en peligro el mundo entero con cada paso que daba.

Aun así seguí corriendo.

Pensé en Sadie, alta, serena y bella, y seguí corriendo. Sadie que era propensa a los accidentes e iba a tropezar con un mal hombre llamado John Clayton. Contra él se magullaría algo más que las espinillas. «El mundo bien perdido por amor»… ¿eso era de Dryden o de Pope?

Me detuve a la altura de Titus Chevron, jadeando. Al otro lado de la calle, el beatnik propietario de El Alegre Elefante Blanco fumaba su pipa y me observaba. Míster Tarjeta Ocre estaba plantado en la boca del callejón de detrás de la frutería Kennebec. Al parecer era todo lo lejos que podía ir en esa dirección.

Estiró las manos hacia mí, lo que fue malo. Después cayó de rodillas y unió las manos por delante de él, lo que fue muchísimo peor.

¡No lo hagas, por favor! ¡Tienes que saber el coste!

Lo sabía y aun así seguí adelante. Había una cabina de teléfonos nada más pasar la iglesia de San José. Me encerré dentro, consulté el listín telefónico y eché una moneda.

Cuando llegó el taxi, el conductor fumaba Lucky y tenía la radio sintonizada en la WJAB.

La historia se repite.