Al dejó que le acompañara al dormitorio e incluso musitó un «Gracias, socio» cuando me arrodillé para desatarle los cordones de los zapatos y quitárselos. Solo puso impedimentos cuando me ofrecí a ayudarle en el cuarto de baño.
—Hacer del mundo un lugar mejor es importante, pero también lo es que uno sea capaz de ir al váter por su propio pie.
—Mientras estés seguro de poder lograrlo.
—Esta noche estoy seguro de que puedo, y mañana ya me preocuparé de mañana. Vete a casa, Jake. Empieza a leer el cuaderno; contiene mucha información. Consúltalo con la almohada. Ven a verme por la mañana y dime lo que hayas decidido. Yo aún seguiré aquí.
—¿Con un noventa y cinco por ciento de probabilidad?
—Con un noventa y siete, por lo menos. En conjunto, me siento bastante animado. Ni siquiera confiaba en llegar tan lejos contigo. Solo el hecho de habértelo contado, y que me creas, me quita un peso de encima.
Yo no estaba tan seguro de que lo creía, ni siquiera después de mi aventura de aquella tarde, pero no lo mencioné. Le di las buenas noches, le recordé que no perdiera la cuenta de las pastillas («Sí, vale»), y me marché. Fuera, me detuve a contemplar al gnomo que enarbolaba la bandera de la Estrella Solitaria, y un minuto después caminaba hacia el coche.
No juegues con Texas, pensé… pero a lo mejor lo hacía. Y dadas las dificultades que había tenido Al para cambiar el pasado —los neumáticos pinchados, la avería del motor, el puente derruido— se me ocurrió la idea de que, si continuaba adelante, sería Texas la que jugaría conmigo.
Con todo lo sucedido, pensaba que no sería capaz de conciliar el sueño antes de las dos o las tres de la mañana, y existía la verdadera posibilidad de que no consiguiera dormir en absoluto. Sin embargo, a veces el cuerpo impone sus propios imperativos. Para cuando llegué a casa y me preparé una copa (poder tener alcohol en casa era una de las ventajas de mi regreso a la soltería), me pesaban los párpados; después de terminarme el whisky y leer las primeras nueve o diez páginas del Cuaderno Oswald de Al, apenas era capaz de mantener los ojos abiertos.
Enjuagué el vaso en el fregadero, fui al dormitorio (dejando un reguero de ropa en el camino a mi paso, algo por lo que Christy me habría montado una bronca), y me desplomé en la cama de matrimonio donde ahora dormía de nuevo solo. Pensé en apagar la lámpara de la mesilla de noche, pero sentía el brazo pesado, muy pesado. Corregir los trabajos de los alumnos de la clase avanzada en la extrañamente silenciosa sala de profesores me parecía ahora una actividad muy lejana en el tiempo. Tampoco era tan raro; todo el mundo sabe que, para ser algo tan implacable, el tiempo es singularmente maleable.
He dejado lisiada a esa niña. La he devuelto a la silla de ruedas.
No seas imbécil, cuando bajaste por esos escalones de la despensa esta tarde, ni siquiera sabías quién era Carolyn Poulin. Además, quizá en alguna parte aún pueda andar. Quizá atravesar ese agujero origina realidades alternativas, o corrientes temporales, o lo que coño sean.
Carolyn Poulin, sentada en su silla de ruedas y recibiendo su diploma. El año en que los McCoys triunfaban en las listas de éxitos con «Hang On, Sloopy».
Carolyn Poulin, paseando por su jardín de lirios en 1979, cuando los Village People triunfaban en las listas de éxitos con «Y.M.C.A.»; agachándose de vez en cuando, rodilla en tierra, para arrancar malas hierbas, irguiéndose y continuando su paseo.
Carolyn Poulin con su padre en el bosque, momentos antes de quedar paralítica.
Carolyn Poulin con su padre en el bosque, momentos antes de adentrarse en una ordinaria adolescencia de pueblo. ¿Dónde había estado ella en esa corriente temporal, me pregunté, cuando la radio y los boletines informativos de televisión anunciaron que habían disparado al trigésimo quinto presidente de Estados Unidos en Dallas?
«John Kennedy puede vivir. Tú puedes salvarle, Jake.»
¿Y eso de verdad conseguiría que las cosas mejorasen? No había garantías.
«Me sentí como un hombre intentando liberarse de unas medias de nailon.»
Cerré los ojos y vi pasar las hojas de un calendario, la imagen cursi de transición que solía aparecer en las películas antiguas. Las vi salir volando por la ventana de mi dormitorio, como pájaros.
Antes de quedarme dormido me vino una cosa más a la mente: el estúpido adolescente, con la aún más estúpida perilla en el mentón, murmurando con una mueca burlona «Harry el Sapo, brincando calle a-ba-jo». Y Harry impidiéndome que le llamara la atención. «Bah, no se preocupe», había dicho. «Ya estoy acostumbrado.»
Entonces me quedé profundamente dormido.
Desperté con la primera luz de la mañana y el gorjeo de los pájaros rozándome la cara; estaba seguro de que había llorado momentos antes de despertar. Había tenido un sueño, y aunque no podía recordarlo, debía de haber sido muy triste, porque yo nunca he sido lo que se diría un hombre llorón.
Mejillas secas. Ninguna lágrima.
Giré la cabeza sobre la almohada para mirar el reloj de la mesilla de noche y vi que faltaban solo dos minutos para las seis. Dada la cualidad de la luz, iba a ser una hermosa mañana de junio, y las clases habían terminado. El primer día de las vacaciones de verano generalmente es tan alegre para los profesores como para los estudiantes, pero me sentía triste. Triste. Y no solo porque tuviera una dura decisión que tomar.
A medio camino de la ducha, tres palabras estallaron en mi mente: ¡Kowabunga, Buffalo Bob!
Me detuve, desnudo y contemplé mi propio reflejo con unos ojos como platos en el espejo sobre la cómoda. Ahora ya recordaba el sueño, y no era de extrañar que me hubiera despertado con esa sensación de tristeza. Había soñado que estaba en la sala de profesores, leyendo las redacciones de la clase de lengua para adultos mientras que, en el gimnasio, otro partido de baloncesto discurría hacia otra bocina final. Mi mujer acababa de salir del centro de desintoxicación. Yo confiaba en encontrarla en casa y no tener que pasarme una hora al teléfono antes de localizarla y rescatarla de algún abrevadero local.
En el sueño, sacaba la redacción de Harry Dunning de lo alto del montón y empezaba a leer: «No fue un día sino una noche. La noche que cambió mi vida fue la noche cuando mi padre asesinó a mi madre y dos hermanos…».
Había captado mi atención por completo y de inmediato. Bueno, a cualquiera le habría sucedido lo mismo, ¿verdad? Sin embargo, solo empezaron a picarme los ojos cuando llegué a la parte en la que hablaba de cómo iba vestido. Además, el atuendo no desentonaba en absoluto. Cuando los niños salían en esa noche especial de otoño, cargando con bolsas vacías que esperaban llenar con un botín de caramelos, sus disfraces siempre reflejaban la moda actual. Hace cinco años parecía que todos los niños que se presentaban en mi puerta llevaban gafas de Harry Potter y, en la frente, una calcomanía de una cicatriz con forma de relámpago. En mi viaje de iniciación como mendigo de golosinas, de eso hace muchas lunas, yo corría traqueteando por la acera (mi madre, ante mi apremiante insistencia, trotaba a tres metros detrás de mí) vestido como un soldado de asalto de El Imperio contraataca. Por tanto, ¿era de extrañar que Harry Dunning llevara ropa de ante con flecos?
—Kowabunga, Buffalo Bob —le dije a mi reflejo, y de repente me precipité hacia el estudio. Yo no guardo todos los trabajos de mis alumnos, ningún profesor lo hace (¡os ahogaríais en ellos!), pero tenía por costumbre fotocopiar las mejores redacciones. Constituyen una gran herramienta para la docencia. Nunca habría usado la de Harry en clase, era demasiado personal para eso, pero creía recordar que aun así conservaba una copia, debido a la fuerte reacción emocional que había provocado en mí. Abrí de un tirón el cajón del fondo y empecé a revolver en aquel nido de ratas de carpetas y papeles sueltos. Tras quince sudorosos minutos, lo encontré. Me senté en la silla de mi escritorio y empecé a leer.
No fue un día sino una noche. La noche que cambió mi vida fue la noche cuando mi padre asesinó a mi madre y dos hermanos y me irió grave. También irió a mi hermana, tan grave que ella cayó en coma. En tres años murió sin despertar. Se llamaba Ellen y la queria mucho. Le gustaba recoger flores y ponerlas en botellas. Lo que pasó fue como una pelicula de terror. Nunca voy a ver peliculas de terror porque la noche de Halloween en 1958 yo viví una.
Mi hermano Troy era muy mayor para el truco o trato (15). Él estaba viendo la tele con mi madre y dijo que nos ayudaria a comerse nuestras golosinas cuando volvieramos y Ellen, ella dijo no, disfrazate y sal a por las tuyas, y todo el mundo se rió porque todos la queriamos. Ellen, solo tenía 7 pero ella era como una muñequita Lucile Ball, podia hacer que todo el mundo se riera, hasta mi padre (si estaba sobrio, cuando estaba borracho siempre estaba enfadado). Ella iba a ir como la Princesa Summerfall Winterspring (lo he buscado y se escribe asi) y yo iba a ir como Buffalo Bob, por EL SHOW DE HOWDY DOODY que nos gustaba ver a los dos. «Chicos a ver ¿que hora es?» y «Oigamos lo que nos cuentan desde la Galería Penut» y «¡¡¡Kowabunga, Buffalo Bob!!!» A mi y a Ellen nos encantaba ese programa. Ella adoraba a la Princesa y yo adoraba a Buffalo Bob ¡y los dos adorabamos a Howdy! Queriamos que mi hermano Tugga (su nombre era Arthur pero todos lo llamabamos Tugga, no me acuerdo porqué) saliera como el «Alcalde Fineus T. Bluster» pero él no, decia que Howdy Doody era un programa de niños chicos, él iba a ir como «Frankinstine» aunque Ellen, decia que la mascara daba mucho miedo. Además Tugga me llamó tonto del c*** por coger mi rifle de aire comprimido Daisy porque decia que Buffalo Bob no sacaba ninguna pistola en la tele y mi madre dijo «Llevalo si quieres Harry no es un arma de verdad ni siquiera dispara balas de mentirigilla asi que a Buffalo Bob no le importara». Eso fue la última cosa que me dijo y me alegro que fuera una cosa bonita porque ella podía ser muy extricta.
Bueno, ya estabamos listos para salir y yo dije porque estaba muy nervioso, esperar un momento que tengo que ir al lavabo. Todos se rieron de mi, hasta mamá y Troy que estaban en el sofa pero ir a hacer pis en ese momento me salvó la vida porque fue entonces cuando llegó mi padre con el martillo. Mi padre era malo cuando estaba borracho y le daba palizas a mi madre «una detrás de otra». Una vez cuando Troy discutió con él para que no lo hiciera, le rompió el brazo. Esa vez casi fue a la carcel (mi padre quiero decir). De todas formas mis padres estaban «separados» en esta época de la que estoy escribiendo, y ella estaba pensando en divorciarse, pero eso no era tan fácil en 1958 como ahora.
De todas formas, él entró por la puerta y yo estaba en el lavabo y oí a mi madre decir «Lárgate y llévate esa cosa, se supone que no puedes estar aquí». Lo siguiente fue que ella empezó a gritar. Luego después de eso todos se pusieron a gritar.
Había más, tres terribles páginas más, pero no era yo quien tenía que leerlas.
Aún faltaban unos minutos para las seis y media, pero encontré a Al en el listín telefónico y marqué su número sin vacilación. Tampoco le desperté. Contestó al primer timbrazo, con voz tan áspera y cavernosa que resultaba difícil de comprender: parecía más el ladrido de un perro que una voz humana.
—Eh, socio, ¿te levantas con las estrellas o qué?
—Quiero enseñarte algo. Una redacción de clase. Conoces incluso a quien la escribió, o deberías; tienes su foto en el Muro de los Famosos.
Tosió y a continuación dijo:
—Tengo muchas fotos en el Muro de los Famosos, socio. Creo que incluso hay una de Frank Anicetti, de cuando el primer Festival Moxie. Échame un cable.
—Prefiero enseñártelo. ¿Puedo pasarme?
—Si te atreves a verme en albornoz, bienvenido seas. Pero tengo que preguntártelo ya, ahora que has tenido una noche para meditarlo. ¿Has tomado una decisión?
—Creo que primero necesito hacer otro viaje al pasado.
Colgué sin darle tiempo a formular más preguntas.
Bajo la primera luz de la mañana, que se derramaba a través de la ventana del salón, Al presentaba peor aspecto que nunca. La bata blanca de tejido de rizo le colgaba como un paracaídas desinflado. Renunciar a la quimio le había permitido conservar el cabello, aunque raleaba y era fino como el de un bebé. Los ojos daban la impresión de haber retrocedido aún más en sus cuencas. Leyó la redacción de Harry Dunning dos veces, hizo ademán de dejarla, y después volvió a leerla. Por fin alzó la vista hacia mí y musitó:
—Por las alpargatas de Cristo.
—Lloré la primera vez que lo leí.
—No te culpo. La parte del rifle de aire comprimido es la que más me ha llamado la atención. Allá en los cincuenta, había anuncios de rifles Daisy en las contraportadas de todos los malditos tebeos que salían a la venta. La chiquillada de mi barrio al completo (bueno, al menos los niños) quería solo dos cosas: un rifle de aire comprimido Daisy y un gorro de mapache a lo Davy Crockett. Y no se equivoca, no tenía balas, ni siquiera de mentira, aunque nosotros solíamos verter un poco de aceite Johnson en el cañón. Así, cuando le metías aire y apretabas el gatillo, salía una nube de humo azul. —Volvió a bajar la vista hacia las páginas fotocopiadas—. ¿El hijo de puta mató a su mujer y a tres de sus hijos con un martillo? Jesús.
Él enseguida la emprendio a golpes —había escrito Harry—. Volvi corriendo al salón y había sangre por todas las paredes y una sustancia blanca en el sofa. Eso era el cerebro de mi madre. Ellen, ella estaba tirada en el suelo y tenía la mecedora encima de las piernas y le salia sangre de las orejas y el pelo. La tele seguía encendida, era ese programa que a mi madre le gustaba sobre Elerie Queen, que solucionaba crimenes.
El crimen cometido aquella noche guardaba poca relación con los elegantes misterios incruentos que Ellery Queen desentrañaba; había sido una masacre. El niño de diez años que había hecho un alto para mear antes de salir al truco o trato regresó del cuarto de baño a tiempo para presenciar cómo su padre, borracho y despotricando, le abría la cabeza a Arthur «Tugga» Dunning cuando este se arrastraba hacia la cocina. Entonces se volvió y vio a Harry, que levantó su rifle de aire comprimido Daisy y dijo: «No me toques, papá, o te pegaré un tiro».
Dunning se abalanzó hacia el muchacho, blandiendo el ensangrentado martillo. Harry apretó el gatillo (pude oír el sonido que debió de producir, una especie de ka-chow, a pesar de que yo nunca había disparado uno de esos rifles), luego lo dejó caer y corrió hacia el dormitorio que compartía con el ahora difunto Tugga. Su padre había olvidado cerrar la puerta principal al entrar, y en algún lugar —«sonaba como a 1.000 kilómetros de distancia», había escrito el conserje— los vecinos gritaban y los niños que hacían el truco o trato chillaban.
Casi con toda certeza, Dunning habría matado también a su otro hijo de no haber tropezado con la «mecedora» volcada. Cayó cuan largo era, se levantó, y corrió hacia la habitación de sus hijos menores. Harry intentaba escabullirse debajo de la cama. Su padre le sacó de un tirón y le asestó un mazazo en el costado de la cabeza que seguramente habría matado al muchacho si la mano del padre no hubiera resbalado por la ensangrentada empuñadura; en lugar de partirle el cráneo a Harry, el martillo solo se hundió en parte, por encima de la oreja derecha.
No me desmayé pero casi. Seguí arrastrandome bajo la cama y ni me di cuenta de que me pegaba en la pierna pero lo hizo y me la rompió en 4 sitios distintos.
En este punto, un hombre que vivía calle abajo, y que había estado recorriendo el vencindario con su hija en busca de golosinas, entró a toda prisa. A pesar de la carnicería del salón, el vecino tuvo arrestos suficientes para agarrar el recogedor de cenizas del cubo de herramientas junto al horno de leña. Le asestó un golpe en la nuca a Dunning mientras este intentaba apartar la cama para alcanzar a su hijo semiinconsciente y herido de gravedad.
Despues me quedé inconciente como Ellen solo que yo tuve suerte y me desperté. Los medicos dijeron que a lo mejor tenían que amputarme la pierna pero al final no lo hicieron.
No, conservó la pierna y con el tiempo se convirtió en conserje en el Instituto de Secundaria de Lisbon Falls y fue conocido por generaciones de estudiantes como Harry el Sapo. ¿Habrían sido los chicos más amables si hubieran sabido el origen de la cojera? Probablemente no. Aunque los adolescentes son emocionalmente delicados y propensos a sufrir magulladuras, carecen de compasión. Esta llega en etapas posteriores de la vida, si es que llega en algún momento.
—Octubre de 1958 —dijo Al con un áspero ladrido por voz—. ¿Se supone que tengo que creer que es una coincidencia?
Recordé lo que le dije a la versión adolescente de Frank Anicetti sobre la historia de Shirley Jackson y sonreí.
—A veces un cigarro no es más que humo y una coincidencia es solo una coincidencia. Todo cuanto sé es que hablamos de otro momento divisorio.
—¿Y no encontré esta noticia en el Enterprise porque…?
—No sucedió aquí. Sucedió en Derry, al norte. Cuando Harry se recuperó y pudo abandonar el hospital, se fue a vivir con sus tíos a Haven, a unos cuarenta kilómetros al sur de Derry. Le adoptaron y, cuando quedó claro que no podría terminar la escuela, le pusieron a trabajar en la granja familiar.
—Suena a Oliver Twist, o a algo así.
—No, fueron buenos con él. Recuerda que en aquellos días no existían las clases de refuerzo, y la expresión «discapacitado mental» aún no se había inventado…
—Lo sé —dijo Al con sequedad—. En aquel entonces, «discapacitado mental» significaba que eras debilucho, idiota, o sencillamente subnormal.
—Pero él no era nada de eso entonces, ni tampoco ahora —dije—. En realidad no. Si hubo algún daño neurológico, se curó. Creo que fue sobre todo el shock, ¿sabes? El trauma. Tardó años en recuperarse de aquella noche, pero cuando lo logró, la escuela ya quedaba demasiado lejos para él.
—Al menos hasta que pudo retomar los estudios para el diploma de equivalencia, y para entonces ya era un hombre de mediana edad camino de la vejez. —Al meneó la cabeza—. Qué desperdicio.
—Tonterías —repliqué—. Una vida buena nunca es un desperdicio. ¿Podría haber sido mejor? Sí. ¿Puedo hacer que eso suceda? Basándome en lo ocurrido ayer, quizá sí. Pero esa no es la verdadera cuestión.
—Entonces, ¿cuál es? Porque a mí me parece una repetición del caso de Carolyn Poulin, y ya quedó probado. Sí, puedes cambiar el pasado. Y no, el mundo no estallará como un globo cuando lo hagas. ¿Me sirves una taza de café, Jake? Y de paso sírvete otra para ti. Está caliente, y tienes pinta de necesitarla.
Mientras servía el café, vi varios bollos de canela. Cuando le ofrecí uno, negó con la cabeza.
—La comida sólida me duele al tragarla, pero si estás decidido a hacerme ingerir calorías, hay un paquete de seis de Ensure en la nevera. En mi opinión, sabe a moco helado, pero lo puedo tragar.
Cuando se lo llevé en una copa de vino que había encontrado en el aparador, se rió con ganas.
—¿Crees que eso le dará mejor sabor?
—Quizá. Finge que es pinot noir.
Bebió la mitad del contenido y observé cómo se peleaba con su garganta para hacerlo bajar. Ganó esa batalla, pero apartó la copa y volvió a sostener la taza de café. No bebió, simplemente se limitó a envolverla con las manos, como si tratara de absorber parte del calor. Presenciar ese gesto me obligó a recalcular el tiempo que podría restarle de vida.
—Bien —dijo—. ¿Por qué esto es diferente?
De no haberse encontrado tan enfermo, lo habría deducido por sí mismo. Era un tipo brillante.
—Porque Carolyn Poulin nunca fue un buen caso de prueba. No le salvaste la vida, Al, solo las piernas. Siguió disfrutando de una existencia buena pero completamente normal en ambos casos, uno donde Cullum le disparó y otro donde tú interviniste. En ninguno de los dos se casó ni tuvo hijos. Es como… —Vacilé un poco en busca de un ejemplo adecuado—. No te ofendas, Al, pero lo que hiciste fue como si un médico salvara un apéndice infectado. Genial para el apéndice, pero, incluso estando sano, nunca tendrá una función vital. ¿Ves lo que digo?
—Sí. —Me dio la impresión de que se había picado un poco—. Carolyn Poulin me parecía lo mejor que podía hacer, socio. A mi edad, el tiempo es limitado aunque uno esté sano, y yo tenía los ojos puestos en un premio mayor.
—No te estoy criticando, pero la familia Dunning constituye un mejor caso de prueba, porque no se trata solo de una niña paralítica, por terrible que deba de haber sido algo así para ella y su familia. Estamos hablando de cuatro personas asesinadas y una quinta lisiada de por vida. Además, le conocemos. Después de que obtuviera su diploma de equivalencia, le llevé al restaurante a comer una hamburguesa, y cuando viste su birrete y su toga, nos invitaste. ¿Te acuerdas?
—Sí. Fue entonces cuando saqué la foto para mi Muro.
—Si lo logro, si puedo impedir que su viejo empuñe ese martillo, ¿crees que esa foto seguirá allí?
—No lo sé —respondió Al—. Quizá no. Para empezar, es posible que ni siquiera yo recuerde que estuvo allí.
Tantas hipótesis teóricas me superaban, así que no añadí ningún comentario.
—Y piensa en los otros tres niños: Troy, Ellen y Tugga. Seguramente alguno de ellos se casará si sobrevive. Y tal vez Ellen se convierta en una humorista famosa. ¿No dice ahí que era tan divertida como Lucille Ball? —Me incliné hacia delante—. Lo único que quiero es tener un ejemplo mejor de lo que sucede cuando se altera un momento divisorio. Lo necesito antes de meterle mano a algo de la trascendencia del asesinato de Kennedy. ¿Tú que dices, Al?
—Digo que entiendo tu punto de vista. —Al se puso en pie con dificultad. Era una visión dolorosa, pero cuando hice ademán de levantarme, negó con un gesto de la mano—. No, quédate ahí. En la otra habitación tengo algo para ti. Iré a buscarlo.
Se trataba de una caja de latón. Me la tendió y me pidió que la llevara a la cocina. Dijo que sería más fácil desplegar su contenido encima de la mesa. Cuando estuvimos sentados, la abrió con una llave que llevaba colgada al cuello. La primera cosa que sacó fue un abultado sobre de manila. Levantó la solapa y con una sacudida hizo salir un gran y desordenado fajo de billetes. Cogí un billete y lo inspeccioné maravillado. Era de veinte dólares, pero en lugar del rostro de Andrew Jackson en el anverso, vi a Grover Cleveland, a quien probablemente nadie incluiría en su lista de los diez mejores presidentes de Estados Unidos. En el reverso, bajo las palabras BILLETE DE LA RESERVA FEDERAL, había una locomotora y un barco de vapor que parecían condenados a colisionar.
—Es como dinero del Monopoly.
—No lo es. Y hay menos de lo que seguramente calculas, porque no manejo billetes mayores de veinte. En estos días, en que te cuesta treinta o treinta y cinco dólares llenar el depósito, un billete de cincuenta no despierta suspicacias, ni siquiera en una tienda veinticuatro horas. En aquella época es diferente, y no querrás que la gente te mire arqueando las cejas.
—¿Estas son tus ganancias en el juego?
—Una parte. Son mis ahorros, principalmente. Trabajé de cocinero entre el 58 y el 62, igual que aquí, y un hombre que vive solo puede ahorrar mucho, sobre todo si no anda con mujeres de gustos caros. Cosa que no hice. Tampoco con las de gustos baratos, para el caso. Me comporté amistosamente con todo el mundo y no intimé con nadie. Te aconsejo que hagas lo mismo, tanto en Derry como en Dallas, si es que te decides a ir. —Removió el dinero con un dedo escuálido—. Hay poco más de nueve mil dólares, hasta donde puedo recordar. Te alcanza para comprar lo mismo que comprarías hoy en día con sesenta mil.
Contemplé el dinero.
—El dinero vuelve. Permanece, independientemente del número de veces que utilices la madriguera de conejo. —Ya habíamos pasado por ese punto, pero seguía intentando asimilarlo.
—Sí, aunque también sigue en el pasado; un reinicio completo, ¿recuerdas?
—¿Eso no es una paradoja?
Me miró, demacrado, con la paciencia casi agotada.
—No lo sé. Hacer preguntas que no tienen respuesta es una pérdida de tiempo, y a mí no me queda mucho.
—Lo siento, lo siento. ¿Qué más tienes ahí dentro?
—No demasiado. Pero lo bueno es que no necesitas mucho. Era una época muy diferente, Jake. Puedes leer acerca de ella en los libros de historia, pero no la comprenderás del todo hasta que hayas vivido allí una temporada. —Me pasó una tarjeta de la Seguridad Social. El número era 005-52-0223; el nombre, George T. Amberson. Al sacó un bolígrafo de la caja y me lo tendió—. Fírmala.
Cogí el bolígrafo, un regalo de propaganda. Escrito en el lateral se leía CONFÍE SU VEHÍCULO AL HOMBRE QUE PORTE LA ESTRELLA TEXACO. Sintiéndome un poco como Daniel Webster sellando su pacto con el diablo, firmé la tarjeta. Cuando intenté devolvérsela, negó con la cabeza.
El siguiente artículo consistía en un permiso de conducir de Maine, a nombre de George T. Amberson, donde se declaraba que yo medía un metro noventa y dos, tenía ojos azules, cabello castaño, y pesaba ochenta y cinco kilos. Había nacido el 22 de abril de 1923 y vivía en el 19 de Bluebird Lane, en Sabattus, que casualmente era mi residencia en 2011.
—¿Uno noventa y dos es más o menos correcto? —preguntó Al—. Tuve que adivinarlo.
—Se acerca bastante. —Firmé el permiso de conducir, la típica cartulina color beis burocrático—. ¿Sin foto?
—El estado de Maine aún está a años de eso, socio. Los otros cuarenta y ocho estados, también.
—¿Cuarenta y ocho?
—Hawaii no se incorporará a la Unión hasta un año después.
—Ah. —Sentí que perdía un poco el aliento, como si alguien acabara de darme un puñetazo en las entrañas—. Así que… si te paran por exceso de velocidad, ¿la poli supone que eres la persona que esta tarjeta afirma que eres?
—¿Por qué no? En 1958, si comentas algo sobre un ataque terrorista, la gente va a pensar que hablas de adolescentes que se dedican a hacer putadas a las vacas. Firma también esto.
Me tendió una tarjeta cliente de Hertz, una tarjeta para combustible Cities Service, un carnet del Diners Club y una American Express. La Amex era de celuloide; el carnet del Diners Club, de cartulina. Ambos tenían escrito el nombre de George Amberson. A máquina, no impreso.
—Si quieres, el año que viene podrás conseguir una genuina tarjeta Amex de plástico.
Sonreí.
—¿No hay talonario?
—Habría sido fácil, pero ¿de qué te serviría? Cualquier impreso que rellenara en nombre de George Amberson se perdería en el siguiente reinicio, además del dinero que ingresara en la cuenta.
—Ah. —Me sentí como un estúpido—. De acuerdo.
—No te preocupes demasiado, todo esto aún es nuevo para ti. Aunque necesitarás abrirte una cuenta. Te sugiero que no ingreses más de mil. Guarda la mayor parte de la pasta en efectivo y donde puedas echarle mano.
—Por si tengo que volver pitando.
—Exacto. Y las tarjetas de crédito son meras portadoras de identidad. Las cuentas reales que abrí para conseguirlas quedarán borradas cuando regreses al pasado. Aunque podrían ser de utilidad, nunca se sabe.
—¿George recibe su correo en el 19 de Bluebird Lane?
—En 1958, Bluebird Lane no es más que una dirección en un plano catastral de Sabattus, socio. La urbanización donde vives aún no se ha construido. Si alguien te lo menciona, di que es un tema financiero. Se lo tragarán. En el 58, las finanzas son como un dios, todo el mundo las venera pero nadie las entiende. Toma.
Me arrojó una espléndida cartera de hombre. La miré boquiabierto.
—¿Esto es piel de avestruz?
—Quiero que tengas aspecto de hombre próspero —dijo Al—. Busca algunas fotos y guárdalas ahí con los carnets. Tengo más chismes para ti. Más bolígrafos, uno que causa furor, con una combinación de abridor de cartas y regla en un extremo. Un lápiz mecánico Scripto. Un protector de bolsillos. En el 58 se consideran necesarios, no son solo para empollones. Un reloj Bulova con una correa de cromo Speidel extensible, esto le chifla a toda la gente guapa, papi. Ya revisarás el resto tú mismo. —Tosió larga y violentamente, con una mueca de dolor. Cuando paró, grandes goterones de sudor perlaban su rostro.
—Al, ¿cuándo reuniste todo esto?
—Cuando me di cuenta de que no iba a llegar a 1963, dejé Texas y volví a casa. Ya te tenía en mente, aunque no te había visto en cuatro años. Divorciado, sin hijos, inteligente y, lo mejor de todo, joven. Ah, mira, casi lo olvido. Aquí está la semilla a partir de la cual germinó todo lo demás. Saqué el nombre de una tumba del cementerio de San Cirilo y mandé una solicitud a la Secretaría de Estado de Maine.
Me entregó mi certificado de nacimiento. Deslicé los dedos sobre la estampilla en relieve. Poseía cierto tacto sedoso de oficialidad.
Cuando levanté la mirada, vi que Al había puesto otra hoja de papel en la mesa. El encabezado rezaba DEPORTES 1958-1963.
—No la pierdas. No solo porque es tu equivalente a un vale de comida, sino porque tendrías que contestar a un montón de preguntas si cayera en las manos equivocadas. Sobre todo cuando los resultados empiecen a confirmarse.
Comencé a guardar las cosas en la caja y Al sacudió la cabeza.
—Tengo un maletín Lord Buxton para ti en mi armario, perfectamente gastado en los bordes.
—No lo necesito; tengo una mochila en el maletero del coche.
Al parecía divertido.
—Allá adonde vas, nadie lleva mochilas excepto los Boy Scouts, y solo cuando salen de exploración y de acampada. Te queda mucho por aprender, socio, pero si andas con cuidado y no corres riesgos, lo conseguirás.
Me di cuenta de que verdaderamente iba a seguir adelante con aquello, y que iba a suceder inmediatamente, sin apenas preparación. Me sentí como un visitante de los muelles londinenses del siglo diecisiete que de repente comprende que está a punto de ser narcotizado y enrolado en un barco.
—Pero ¿qué hago? —La pregunta brotó casi como un balido.
Al enarcó las cejas, frondosas y ahora tan blancas como el raleante cabello de su cabeza.
—Salvar a la familia Dunning. ¿No es eso de lo que estamos hablando?
—No me refiero a eso. ¿Qué hago cuando la gente me pregunte cómo me gano la vida? ¿Qué digo?
—Cuenta que tenías un tío rico que murió. Cuenta que estás gastando tu inesperada herencia poco a poco, que la estás haciendo durar el tiempo suficiente para escribir un libro. ¿No hay un escritor frustrado dentro de todo profesor de lengua y literatura? ¿O me equivoco?
Lo cierto era que no, no se equivocaba.
Permaneció sentado, observándome, demacrado, excesivamente delgado, pero no sin simpatía. Incluso con compasión, tal vez. Por fin, con suavidad, dijo:
—Es algo grande, ¿verdad?
—Lo es —asentí—. Y Al… amigo… yo no soy más que un hombrecillo.
—Lo mismo podría decirse de Oswald. Un don nadie que disparó emboscado. Y de acuerdo a la redacción de Harry Dunning, su padre solo es un borracho mezquino con un martillo.
—Ya no. Murió de una intoxicación estomacal aguda en la Prisión Estatal de Shawshank. Harry decía que probablemente fue por culpa de tuba mal fermentada. Es…
—Sí, conozco ese brebaje. Estuve destinado en las Filipinas y vi cómo se hacía, incluso lo bebí, muy a mi pesar. De todas formas, allá adonde vas no estará muerto. Y Oswald tampoco.
—Al… sé que estás enfermo, y sé que tienes mucho dolor, pero ¿podrías venir al restaurante conmigo? Yo… —Por primera y última vez, utilicé su apelativo habitual—. Socio, no quiero empezar esto solo. Estoy asustado.
—Jamás me lo perdería. —Se colocó una mano bajo la axila y se levantó con una mueca que le estiró los labios hasta dejar las encías a la vista—. Tú coge el maletín. Yo voy a vestirme.
Eran las ocho menos cuarto cuando Al abrió la puerta de la caravana plateada que la Famosa Granburguesa llamaba hogar. Los relucientes enseres cromados tras la barra presentaban un aspecto fantasmal. Los taburetes parecían murmurar «nadie volverá a sentarse sobre nosotros». Los anticuados azucareros parecían responder en susurros «nadie volverá a servirse de nosotros; se acabó la fiesta».
—Abran paso a L. L. Bean —dije.
—Así es —repuso Al—. La puta marcha del progreso.
Estaba sin aliento, jadeando, pero no se detuvo a descansar. Me condujo detrás de la barra, hacia la puerta de la despensa. Le seguí, pasando de una mano a otra el maletín que contenía mi nueva vida. Era un modelo antiguo, con hebillas. Si lo llevara a mi aula de clase en el instituto, la mayoría de los chicos se reirían. Puede que unos cuantos —aquellos con un emergente sentido del estilo— aplaudieran su aire retro.
Al abrió la puerta a la fragancia de verduras, especias, café. Una vez más pasó el brazo por encima de mi hombro para encender la luz. Me quedé mirando fijamente el suelo de linóleo gris igual que un hombre miraría una piscina que bien podría estar infestada de tiburones hambrientos, y cuando Al me tocó el hombro, pegué un salto.
—Lo siento —se disculpó—, pero deberías coger esto. —Me tendía una moneda de cincuenta centavos. Media piedra—. Míster Tarjeta Amarilla, ¿te acuerdas?
—Claro. —En realidad, me había olvidado de él. El corazón me latía tan fuerte que sentía como si los globos oculares palpitaran en sus cuencas. La lengua me sabía como un viejo retazo de alfombra, y cuando me entregó la moneda, casi la dejé caer.
Me echó un último vistazo crítico.
—Los vaqueros están bien por ahora, pero deberías pasarte por Mason’s Menswear, al final de Main Street, y comprarte unos pantalones antes de partir hacia el norte. Los de sarga caqui o unos Pendletons son perfectos para diario. Para vestir, unos Ban-Lon.
—¿Ban-Lon?
—Tú pídelos, ellos sabrán. Además, necesitarás algunas camisas de vestir, y con el tiempo, un traje. Y corbatas y un alfiler. Cómprate también un sombrero. No una gorra de béisbol sino un buen sombrero de paja.
Vi que las lágrimas asomaban a sus ojos, lo que me aterró más que cualquier cosa que hubiera dicho.
—¿Al? ¿Qué pasa?
—Estoy asustado, lo mismo que tú. Aunque no hace falta montar una escena sensiblera de despedida. Si vuelves, estarás aquí dentro de dos minutos, da igual cuánto te quedes en el 58. El tiempo justo para poner en marcha la cafetera. Si sale bien, nos tomaremos una taza juntos y me lo contarás todo.
Si. Inmensa palabra.
—También podrías decir una oración. Te dará tiempo de rezar, ¿verdad?
—Claro. Rezaré para que todo transcurra sin complicaciones. No te dejes impresionar por la situación, no sea que olvides que estás tratando con un hombre peligroso, quizá más que Oswald.
—Tendré cuidado.
—Bien. Mantén la boca cerrada todo lo posible hasta que te adaptes al dialecto y a la atmósfera del lugar. Ve despacio. No agites las aguas.
Intenté sonreír, pero no estoy seguro de haberlo conseguido. El maletín parecía muy pesado, como si estuviera lleno de piedras en lugar de dinero y carnets falsos. Pensé que era probable que me desmayara. Y aun así, que Dios me asista, una parte de mí todavía deseaba partir. Estaba impaciente por partir. Deseaba ver Estados Unidos desde mi Chevrolet; América demandaba una visita.
Al extendió una mano delgada y temblorosa.
—Buena suerte, Jake. Que Dios te bendiga.
— Querrás decir George.
—George, claro. Ponte en marcha ya. Como decían entonces, es hora de hacer mutis por el foro.
Me giré y me adentré lentamente en la despensa, avanzando como un hombre que intenta localizar el primer peldaño de una escalera con las luces apagadas.
Al tercer paso, lo encontré.