A la mañana siguiente me recogió otra vez el taxista que fumaba como un carretero y cuando me dejó en Titus Chevron el descapotable seguía allí. Contaba con ello, pero aun así suponía un alivio. Llevaba puesta una indescriptible chaqueta de color gris que había comprado en Mason’s Menswear. Mi nueva cartera de avestruz se hallaba segura en el bolsillo interior, escoltada por quinientos dólares que procedían del dinero de Al. Titus se acercó mientras yo admiraba el Ford; se frotaba las manos con lo que parecía ser el mismo trapo que había usado el día anterior.
—Lo he consultado con la almohada y quiero comprarlo —dije.
—Eso está bien —dijo él, y luego asumió un aire de arrepentimiento—. Pero yo también lo he meditado, señor Amberson, y supongo que le mentí cuando dije que habría espacio para el regateo. ¿Sabe lo que dijo mi mujer esta mañana mientras desayunábamos nuestras tortitas? Dijo: «Bill, serías un condenado idiota si vendieras ese Sunliner por menos de tres cincuenta». De hecho, dijo que ya era un condenado idiota por haberle puesto un precio tan bajo.
Asentí con la cabeza, como si no hubiera esperado otra cosa.
—De acuerdo —dije.
Puso cara de sorpresa.
—Estas son mis opciones, señor Titus. Puedo extenderle un cheque por trescientos cincuenta (un cheque válido, del Hometown Trust, puede telefonearles y comprobarlo), o bien darle trescientos en efectivo ahora mismo, directamente de mi cartera. Menos papeleo si lo hacemos así. ¿Qué me dice?
Sonrió, revelando una dentadura de un blanco reluciente.
—Digo que allá en Wisconsin saben negociar bien. Si sube a tres veinte, le pondré una pegatina de matrícula de catorce días y a correr.
—Tres diez.
—Oh, no me haga sufrir —dijo Titus, pero no sufría; estaba disfrutando—. Súmele otros cinco y trato hecho.
Le tendí la mano.
—Tres quince. Por mí, vale.
—Aleluya. —Esta vez sí me estrechó la mano, la grasa no importaba. Después señaló la cabina de ventas. Hoy la monada de la cola de caballo leía el Confidential—. Tendrá que pagar a esa jovencita, que casualmente es mi hija. Ella anotará la venta. Cuando acaben, venga por aquí y le pondré esa pegatina. Y además le llenaré el depósito gratis.
Cuarenta minutos más tarde, sentado al volante de un Ford descapotable de 1958 que ahora me pertenecía, circulaba hacia el norte rumbo a Derry. Había aprendido a conducir con cambio de marchas manual, así que no tuve problema, pero esta era la primera vez que manejaba un coche con el cambio de marchas en la columna de dirección. Al principio fue raro, pero en cuanto me acostumbré (también tendría que acostumbrarme a accionar el conmutador de las luces con el pie izquierdo), me gustó. Y Bill Titus había estado en lo cierto respecto a la segunda marcha; en segunda, el Sunliner corría como un hijo de su madre. En Augusta, me detuve el tiempo justo para plegar la capota. En Waterville, tomé un estupendo pan de carne que costaba noventa y cinco centavos, pastel de manzana à la mode incluido. Logró que la Granburguesa pareciera excesivamente cara. Canté acompañando a los Skyliners, los Coasters, los Del Vikings, los Elegants. El sol era cálido, la brisa me alborotaba el nuevo corte de pelo, y disponía de la autopista (apodada «Autovía Milla Por Minuto», según las vallas publicitarias) prácticamente para mí solo. Tuve la sensación de haberme quitado de encima las dudas de la noche anterior, hundidas en la charca de las vacas junto al teléfono móvil y la calderilla futurista. Me sentía bien.
Hasta que vi Derry.
Algo andaba mal en esa ciudad, y creo que lo supe desde el primer momento.
Tomé la Ruta 7 cuando la Autovía Milla Por Minuto quedó reducida a dos meros carriles asfaltados, y a unos treinta kilómetros de Newport superé una elevación del terreno y divisé Derry irguiéndose amenazadoramente en la orilla oeste del Kenduskeag bajo una nube de polución proveniente de Dios sabía cuántas fábricas textiles y papeleras, todas funcionando a pleno rendimiento. Una arteria de verdor atravesaba el centro de la ciudad. Desde la distancia era como una cicatriz. La ciudad alrededor de este irregular cinturón verde parecía erigirse exclusivamente en bloques negros y gris hollín bajo un cielo manchado de amarillo orín por las sustancias que surgían en oleadas de todas aquellas chimeneas.
Pasé por delante de varios puestos de carretera donde aquellos que los atendían (o que simplemente permanecían de pie en la cuneta y me miraban boquiabiertos) se parecían más a los paletos endogámicos de Defensa que a los granjeros de Maine. Al pasar por delante del último, PRODUCTOS DE CARRETERA BOWERS, un chucho de gran tamaño salió corriendo de detrás de varias cestas de tomates amontonadas y me persiguió, babeando y con intención de morder los neumáticos traseros del Sunliner. Parecía una especie de bulldog. Antes de perderlo de vista, una mujer flaca y huesuda vestida con un peto se acercó a él y empezó a pegarle con un trozo de madera.
Esta era la ciudad donde Harry Dunning había crecido, y la odié desde el primer momento. Por ninguna razón en concreto; sencillamente sucedió así. La zona comercial, situada en la base de tres pronunciadas colinas, era claustrofóbica y semejante a una fosa. Mi Ford rojo cereza parecía el objeto más brillante de la calle, una llamativa (y non grata, a juzgar por las miradas que atraía) salpicadura de color entre los Plymouths negros, los Chevrolets marrones y los mugrientos camiones de reparto. Por el centro de la ciudad discurría un canal cuyas negras aguas llegaban casi hasta arriba de los muros de contención de cemento musgoso.
Encontré una zona de estacionamiento en Canal Street. Cinco centavos en el parquímetro sirvieron para proporcionarme una hora de tiempo. Había olvidado comprar un sombrero en Lisbon Falls, y dos o tres escaparates más arriba divisé una tienda llamada Trajes & Ropa de Diario Derry, «la moda para caballeros más refinada de Maine Central». Dudaba que hubiera mucha competencia en ese ámbito.
Había aparcado frente a la farmacia, y me detuve a examinar el cartel en el escaparate. De algún modo resumía mis sentimientos hacia Derry —la agria desconfianza, la sensación de violencia apenas contenida— mejor que cualquier otra cosa, a pesar de que permanecí en la ciudad durante casi dos meses y (con la posible excepción de unas cuantas personas que por casualidad conocí) me desagradaba todo de ella. El cartel decía:
¡EL HURTO NO ES UNA «DIVERSIÓN» NI UNA «AVENTURA»
NI UNA «TRAVESURA»!
¡EL HURTO ES UN DELITO PERSEGUIDO POR LA JUSTICIA!
NORBERT KEENE
PROPIETARIO Y GERENTE
Y el hombre delgado de los anteojos y la bata blanca que me observaba debía de ser precisamente el señor Keene. Su expresión no decía «Entre, forastero, fisgonee y compre algo. A lo mejor le apetece una gaseosa con helado». Sus ojos duros y su boca torcida hacia abajo decían «Váyase, aquí no hay nada para los de su clase». Una parte de mí lo interpretó como una fantasía; la mayor parte de mí sabía que no lo imaginaba. En plan experimento, levanté una mano a modo de saludo.
El hombre de la bata blanca no me devolvió el gesto.
Me di cuenta de que el canal que había visto debía de discurrir directamente por debajo de ese peculiar centro hundido y que yo me encontraba justo encima. Sentí en los pies el agua oculta, rasgueando y aporreando rítmicamente la acera. Era una sensación vagamente desagradable, como si esa pequeña porción del mundo se hubiera vuelto blanda.
Un maniquí de hombre vestido con un esmoquin posaba en el escaparate de Trajes & Ropa de Diario Derry. Tenía un monóculo en un ojo, y en una mano de plástico sujetaba un banderín escolar donde se leía ¡LOS TIGRES DE DERRY MASACRARÁN A LOS CARNEROS DE BANGOR! Pese a que yo mismo alentaba el espíritu escolar, me dio la impresión de que se pasaba un poco de la raya. Derrotar a los Carneros de Bangor, por supuesto…, pero ¿masacrarlos?
Es solo una forma de hablar, me dije, y entré.
Un dependiente con una cinta métrica alrededor del cuello se aproximó. Su ropa era mucho más bonita que la mía, pero las opacas bombillas del techo le conferían una complexión amarillenta. Sentí la absurda necesidad de preguntar: «¿Puede venderme un sombrero de paja elegante o me voy directamente a tomar por culo?». Entonces sonrió, preguntó en qué podía ayudarme, y todo pareció casi normal. Tenía el artículo requerido, y tomé posesión de él por solo tres dólares y setenta centavos.
—Es una lástima que disponga de tan poco tiempo para ponérselo antes de que llegue el frío —dijo.
Me calé el sombrero y me lo ajusté en el espejo junto al mostrador.
—Quizá disfrutemos de un veranillo de San Martín largo.
El dependiente, con delicadeza y un considerable aire de disculpa, me inclinó el sombrero hacia el otro lado. Fueron cinco centímetros o menos, pero dejé de parecerme a un patán de visita en la gran ciudad y empecé a parecerme… bueno… al viajero en el tiempo más refinado de Maine Central. Le di las gracias.
—No hay de qué, señor…
—Amberson —dije, y le tendí la mano. Su apretón fue breve, flojo y empolvado por alguna clase de talco. Contuve el impulso de restregarme la mano en la chaqueta una vez que la hubo soltado.
—¿Está en Derry por negocios?
—Sí. ¿Usted es de aquí?
—Residente de toda la vida —dijo, y suspiró como si eso constituyera una carga. Basándome en mis primeras impresiones, supuse que quizá lo fuera—. ¿Cuál es su campo, señor Amberson, si me permite la pregunta?
—Inmobiliario. Pero ya que estoy aquí, se me ocurrió buscar a un antiguo compañero del ejército. Se llama Dunning. No me acuerdo de su nombre de pila, solíamos llamarle Skip. —Esto último me lo había inventado, pero era cierto que no conocía el nombre de pila del padre de Harry Dunning. El conserje había nombrado a sus hermanos y a su hermana en la redacción, pero siempre se refirió al hombre del martillo como «mi padre» o «papá».
—Me temo que no puedo ayudarle, señor. —Ahora sonaba distante. El negocio se había completado, y aunque en la tienda no había otros clientes, el hombre me quería fuera.
—Bueno, quizá pueda ayudarme con otra cosa. ¿Cuál es el mejor hotel de la ciudad?
—El Derry Town House. Vuelva a Kenduskeag Avenue, gire a la derecha, y suba por Up-Mile Hill hasta Main Street. Busque los faroles de carruaje delante de la fachada.
—¿Up-Mile Hill?
—Así lo llamamos, señor, sí. Si no se le ofrece nada más, tengo varios arreglos que atender.
—Nada más. Ha sido usted de gran ayuda.
Cuando salí, la luz comenzaba a desvanecerse del cielo. Una cosa que recuerdo vívidamente del tiempo que pasé en Derry durante septiembre y octubre de 1958 es que la noche siempre parecía sobrevenir muy temprano.
Un escaparate por debajo de Trajes & Ropa de Diario Derry estaba Artículos Deportivos Machen’s, donde las REBAJAS OTOÑALES EN ARMAS DE FUEGO ya habían arrancado. En el interior, vi a dos hombres inspeccionando rifles de caza mientras un dependiente de edad con una corbata de lazo (y un cuello fibroso a juego) observaba con aprobación. En el otro lado del canal parecían alinearse bares de obreros, el tipo de bar donde podrías conseguir una cerveza y un lingotazo por cincuenta centavos y donde toda la música de la rockola sería country. Estaban el Rincón Feliz, el Pozo de los Deseos (que los habituales llamaban El Cubo de Sangre, de eso me enteré más adelante), el Dos Hermanos, el Lengua Dorada y el Dólar de Plata Soñoliento.
A la puerta de este último, un cuarteto de caballeros currantes tomaba el aire de la tarde y no quitaba ojo a mi descapotable. Estaban pertrechados con jarras de cerveza y cigarrillos. Gorras planas de tweed y algodón ensombrecían sus rostros. Llevaban los pies enfundados en monstruosas botas de trabajo de color indeterminado que mis alumnos de 2011 llamaban «pisamierdas». Tres de los cuatro utilizaban tirantes. Me miraban sin expresión alguna. Por un instante me acordé del chucho que había perseguido mi coche, babeando y con intención de morder, y luego crucé la calle.
—Caballeros —dije—. ¿Qué sirven ahí dentro?
Por un momento ninguno de ellos contestó. Justo cuando pensaba que nadie lo haría, el hombre sans tirantes dijo:
—Bud y Mick, ¿qué si no? ¿Forastero?
—De Wisconsin —dije.
—Bravo por usted —masculló con ironía uno de ellos.
—Ya es tarde para turistas —dijo otro.
—Estoy en la ciudad por negocios, pero se me ocurrió que podría buscar a un viejo compañero del servicio militar mientras estoy aquí. —Nada en respuesta, a menos que se pudiera considerar como tal el que uno de los hombres tirara la colilla a la acera y luego la apagara con un escupitajo mucoso del tamaño de un mejillón pequeño. No obstante, seguí insistiendo—. Skip Dunning, se llama. ¿Alguno de ustedes conoce a algún Dunning?
—Mejor que espere sentado hasta que los cerdos vuelen —dijo Sin Tirantes.
—¿Disculpe?
Puso los ojos en blanco y torció las comisuras de la boca hacia abajo, el gesto de impaciencia de un hombre ante un estúpido para el que no hay esperanza de que algún día se vuelva listo.
—Derry está llena de Dunnings. Busque en la puñetera guía de teléfonos. —Se encaminó hacia dentro y su pandilla le siguió. Sin Tirantes les abrió la puerta y a continuación se volvió hacia mí—. ¿Qué lleva ese Ford? —El mismo acento relajado—. ¿Un V-8?
—Bloque en Y —respondí, con la esperanza de sonar como si supiera qué significaba.
—¿Y va bien?
—No está mal.
—Entonces a lo mejor debería montarse en él y subir la colina cagando leches. Allí arriba tienen varios antros de más categoría. Estos bares son para los trabajadores de las fábricas. —Sin Tirantes me evaluaba con aquella frialdad que llegué a conocer bien en Derry pero a la que nunca me acostumbré—. Aquí será el centro de atención de muchas miradas, y más cuando el turno de once a siete salga de Striar’s y Boutillier’s.
—Gracias. Muy amable por su parte.
La fría evaluación continuó.
—Usted no sabe mucho, ¿verdad? —comentó, y se metió dentro.
Caminé de vuelta a mi descapotable. En aquella calle gris, con el olor de los humos industriales impregnando el aire y la tarde desangrándose hacia la noche, el centro de Derry solo parecía marginalmente más encantador que una fulana muerta en el banco de una iglesia. Subí al coche, pisé el embrague, encendí el motor, y me invadió el poderoso impulso de marcharme. Conducir de vuelta a Lisbon Falls, trepar por la madriguera de conejo y decirle a Al Templeton que se buscara a otro. Solo que le sería imposible, ¿verdad? No le quedaban fuerzas y casi no le quedaba tiempo. Yo era, como reza el dicho de Nueva Inglaterra, el último cartucho del trampero.
Conduje hasta Main Street, vi los faroles de carruaje (que se encendieron para la noche justo en el momento en que los divisé), y me detuve en la curva delante del Derry Town House. Cinco minutos más tarde ya me había registrado. Mi etapa en Derry acababa de iniciarse.
Para cuando desempaqueté mis nuevas pertenencias (guardé parte del dinero en la cartera y escondí el resto dentro del forro de la maleta) me sentía bien y hambriento, pero antes de bajar a cenar, examiné la guía telefónica. Lo que encontré hizo que se me hundiera el corazón. El señor Sin Tirantes podría no haber sido muy hospitalario, pero estaba en lo cierto respecto a que los Dunning se vendían baratos en Derry y en las cuatro o cinco aldeas circundantes que se incluían también en el directorio. Ocupaban casi una página entera. No era de extrañar, porque en las ciudades pequeñas ciertos nombres parecen germinar como los dientes de león en junio. En mis últimos cinco años en el instituto, debía de haber dado clase a dos docenas de Starbirds y Lemkes; algunos eran hermanos; la mayoría, primos carnales, segundos, o terceros, que se casaban entre ellos y engendraban más.
Antes de partir hacia el pasado debería haberme tomado un momento para llamar a Harry Dunning y preguntarle el nombre de pila de su padre; habría sido muy sencillo. Sin duda lo habría hecho si no hubiera estado tan completa y absolutamente estupefacto por todo cuanto Al me había revelado y por lo que me pedía que hiciera. Sin embargo, pensé, ¿qué dificultad puede entrañar? Seguramente no se requeriría la presencia de un Sherlock Holmes para localizar a una familia cuyos hijos se llamaran Troy, Arthur (alias Tugga), Ellen y Harry.
Animado por este pensamiento, bajé al restaurante del hotel y pedí una cena marinera, compuesta por almejas y una langosta de aproximadamente el tamaño de un motor fueraborda. Me salté el postre en beneficio de una cerveza en el bar. En las novelas de detectives que leía, los taberneros constituían a menudo una excelente fuente de información. Evidentemente, si el que trabajaba en la barra del Town House era como las demás personas que había conocido hasta el momento en este lúgubre pueblucho, no llegaría lejos.
No lo era. El hombre que abandonó sus obligaciones como abrillantador de vasos para servirme era joven y achaparrado, con una jovial luna llena por rostro bajo un corte de pelo estilo portaaviones.
—¿Qué puedo ofrecerle, amigo?
La palabra con «a» me sonó bien, y le devolví la sonrisa con entusiasmo.
—Una Miller Lite.
Me miró perplejo.
—Nunca he oído hablar de esa cerveza, pero tengo High Life.
Por supuesto; no podía conocer la Miller Lite porque aún no se había inventado.
—Perfecto. Supongo que olvidé por un segundo que estaba en la Costa Este.
—¿De dónde es usted? —Usó un abridor para quitar con destreza el tapón de una botella y me puso delante un vaso helado. En el 58 son muy dados a la cristalería escarchada.
—De Wisconsin, pero me quedaré aquí una temporada. —Aunque nos hallábamos solos, bajé la voz. Parecía inspirar confianza—. Un asunto inmobiliario. Tengo que echar un vistazo por los alrededores.
Asintió respetuosamente y me sirvió la cerveza en el vaso antes de que pudiera hacerlo yo.
—Buena suerte. Dios sabe que hay cantidad de propiedades en venta por estos lares, y la mayoría a bajo precio. Pero yo me voy. A finales de mes. Tiraré hacia algún sitio donde las cosas estén menos crispadas.
—Cierto que la gente no parece muy hospitalaria —dije—, pero creí que era la típica actitud yanqui. En Wisconsin somos más sociables, y como prueba de ello, le invitaré a una cerveza.
—Nunca bebo alcohol en el trabajo, pero me tomaría una Coca-Cola.
—Adelante.
—Muchas gracias. Es agradable tener a un caballero en una noche floja. —Observé cómo se preparaba la Coca-Cola, vertiendo sirope en un vaso, añadiendo agua carbonatada y luego agitando. Tomó un sorbo y se relamió los labios—. Me gusta dulce.
A juzgar por la tripa que estaba echando, no me sorprendió.
—De todas formas, eso de que los yanquis se muestran fríos y distantes son patrañas —dijo—. Crecí en Fort Kent, y es el pueblecito más sociable que uno podría visitar jamás. Vaya, cuando los turistas se bajan del tren de Boston y Maine allá arriba, casi les damos un beso de bienvenida. Fui a la escuela de hostelería allí, y luego tiré al sur en busca de fortuna. Este parecía un buen sitio para empezar, y la paga no es mala, pero… —Miró en derredor, no vio a nadie, y aun así bajó la voz—. ¿Quiere la verdad, Jackson? Esta ciudad apesta.
—Entiendo lo que dice. Todas esas fábricas.
—Es mucho más que eso. Eche un vistazo alrededor. ¿Qué ve?
Hice lo que me pedía. En un rincón había un tipo con pinta de vendedor bebiendo un cóctel de whisky y zumo de limón, pero eso era todo.
—No mucho —dije.
—Así son las cosas toda la semana. La paga es buena porque no hay propinas. Los tugurios del centro hacen buena caja, y nosotros tenemos algo más de clientela los viernes y sábados por la noche, pero por lo demás, eso es prácticamente todo. Supongo que la gente que tiene dinero se pilla las borracheras en casa. —Bajó la voz aún más. Pronto hablaría en susurros—. Hemos tenido un mal verano, amigo mío. Los lugareños guardan silencio, ni siquiera los periódicos le dan repercusión, pero han ocurrido cosas feas. Asesinatos. Media docena, por lo menos. De niños. Encontraron uno en los Barrens hace muy poco. Patrick Hockstetter, se llamaba. Totalmente descompuesto.
—¿Los Barrens?
—Sí, es esa franja pantanosa que atraviesa justo el centro de la ciudad. Seguramente la vio desde el avión.
Había llegado en coche, pero aun así supe a qué se refería.
Los ojos del camarero se ensancharon.
—No será ese el terreno en el que está usted interesado, ¿verdad?
—No puedo hablar de ello —le contesté—. Si se corriera la voz, tendría que buscarme un nuevo empleo.
—Entendido, entendido. —Se bebió la mitad de la Coca-Cola y ahogó un eructo con el dorso de la mano—. Pero espero que lo sea. Deberían pavimentar esa maldita ciénaga. Allí no hay más que agua fétida y mosquitos. Le haría un favor a esta ciudad. La endulzaría un poco.
—¿Encontraron a más críos allí? —pregunté. Un asesino en serie de niños explicaría en gran medida la sombría sensación que había percibido desde el mismo momento en que crucé los límites de la ciudad.
—No que yo sepa, pero la gente dice que allí es donde iban algunos de los desaparecidos, porque es donde están todas las estaciones de bombeo de aguas residuales. He escuchado a la gente decir que hay tantas alcantarillas bajo Derry (la mayoría construidas en la Gran Depresión) que nadie conoce la localización de todas ellas. Y ya sabe cómo son los críos.
—Aventureros.
Asintió enérgicamente.
—Como dicen en la radio, «con plumas Eversharp siempre acertarás». Hay gente que dice que fue un vagabundo que desde entonces ha seguido su camino. Otros dicen que fue un lugareño que se disfrazaba de payaso para evitar que lo reconocieran. A la primera de las víctimas (esto ocurrió el año pasado, antes de que yo viniera) la encontraron en la intersección de Witcham y Jackson; le habían arrancado el brazo limpiamente. Denbrough se llamaba, George Denbrough. Pobre chiquillo. —Me dirigió una mirada elocuente—. Y lo encontraron justo al lado de una boca de tormenta. De las que vierten en los Barrens.
—Jesús.
—Sí.
—He notado que habla en pasado.
Me disponía a explicarle a qué me refería, pero este tipo, por lo visto, había estado tan atento en las clases de lengua como en la escuela de hostelería.
—Parece que han cesado, toquemos madera. —Golpeó con los nudillos en la barra—. Tal vez quienquiera que lo hiciera empaquetó sus cosas y siguió su camino. O a lo mejor el hijo de puta se suicidó, a veces pasa. Eso estaría bien. De todas formas, no fue ningún maníaco homicida vestido de payaso el que mató al pequeño de los Corcoran. El payaso que cometió ese asesinato fue el propio padre del chico, ¿puede creerlo?
Aquello se acercaba demasiado a la razón que me había llevado hasta allí como para pensar que se trataba de una coincidencia. Di un prudente sorbo a mi cerveza.
—¿En serio?
—Puede apostar a que sí. Dorsey Corcoran, así se llamaba el crío. Solo tenía cuatro años, y ¿sabe lo que hizo su maldito padre? Lo mató a golpes con un martillo sin retroceso.
Un martillo. Lo hizo con un martillo. Mantuve mi expresión de educado interés —o eso esperaba, al menos—, pero sentí que se me ponía la carne de gallina en los brazos.
—Qué horror.
—Sí, y eso no es lo pe… —Se interrumpió y miró por encima de mi hombro—. ¿Le sirvo otra, señor?
Era el comerciante.
—A mí no —dijo, y le entregó un billete de dólar—. Me voy a la cama, y mañana saldré pitando de esta maldita casa de empeños. Espero que en Waterville y en Augusta se acuerden de cómo se hace un pedido de maquinaria, porque aquí seguro que no. Quédate el cambio, hijo, y cómprate un DeSoto. —Se marchó con pasos lentos y pesados y la cabeza gacha.
—¿Ve? Un ejemplo perfecto de lo que viene a este oasis. —El barman observó con tristeza la partida de su cliente—. Un trago y a la cama, y al día siguiente hasta luego cocodrilo, no te olvides de escribir. Si esto sigue así, esta ciudad de mala muerte se va a convertir en un pueblo fantasma. —Se enderezó y trató de cuadrar los hombros, una tarea imposible porque eran tan redondos como el resto de su cuerpo—. Pero ¿a quién le importa un comino? Si viene usted el 1 de octubre, ya no estaré. Carretera y manta. Que le vaya bien, hasta que nos volvamos a encontrar.
—El padre de ese niño, Dorsey…, ¿no mató a nadie más?
—No, tenía coartada para los otros. Creo que era el padrastro del niño, ahora que lo pienso. Dicky Macklin. Johnny Keeson, de recepción (probablemente fue él quien le registró a usted en el hotel), me contó que a veces venía a beber aquí, hasta que le prohibieron la entrada por intentar ligarse a una camarera y ponerse desagradable cuando ella le mandó a la porra. Después de aquello, supongo que iba a beber al Lengua o al Cubo. En esos sitios admiten a cualquiera.
Se inclinó hacia mí y se acercó tanto que olí el Aqua Velva de sus mejillas.
—¿Quiere saber lo peor?
No quería, pero pensé que estaba obligado a saberlo. Asentí con la cabeza.
—Había un hermano mayor en esa familia destrozada. Eddie. Desapareció el pasado junio. ¡Zas!, se esfumó sin dejar dirección, ¿capta lo que le digo? Algunas personas creen que se fugó para escapar de Macklin, pero cualquiera con un poco de sentido común sabe que en ese caso habría aparecido en Portland o en Castle Rock o en Portsmouth; un chaval de diez años no puede permanecer tanto tiempo ilocalizable. Créame, Eddie Corcoran pasó por el martillo, igual que su hermano pequeño, aunque Macklin no confesará. —Sonrió abiertamente, una repentina y radiente sonrisa que casi consiguió que su cara de luna pareciera atractiva—. ¿Le he disuadido de adquirir propiedades en Derry, señor?
—Eso no depende de mí —dije. Para entonces ya volaba con el piloto automático. ¿No había escuchado o leído algo sobre una serie de asesinatos de niños en esta parte de Maine? ¿O quizá lo había visto en televisión, con solo una cuarta parte de mi cerebro pendiente mientras el resto esperaba a oír los pasos —o las eses— de mi problemática mujer volviendo a casa tras otra «noche de chicas»? Creía que sí, pero lo único que recordaba con certeza acerca de Derry era que a mediados de los ochenta se iba a producir una inundación que destruiría la mitad de la ciudad.
—¿No?
—No, solo soy el intermediario.
—Pues buena suerte. Esta ciudad no está tan mal como antes (el pasado julio, la gente estaba más tensa que el cinturón de castidad de Doris Day), pero todavía se halla lejos de estar bien. Yo soy un tipo amigable, y me gustan las personas amigables. Así que me largo.
—Buena suerte, también —dije, y deposité dos dólares en la barra.
—Caray, señor, ¡eso es demasiado!
—Siempre dejo propina por una buena conversación. —En realidad, la propina era por un rostro amigo. La conversación había sido perturbadora.
—¡Pues gracias! —Se le iluminó el rostro, y entonces extendió la mano—. No he llegado a presentarme. Fred Toomey.
—Encantado de conocerle, Fred. Yo soy George Amberson. —Tenía un buen apretón. Sin rastro de polvos de talco.
—¿Quiere un pequeño consejo?
—Claro.
—Mientras esté en la ciudad, cuídese de hablar con niños. Después del último verano, un extraño hablando con un crío es el candidato ideal para recibir una visita de la policía. O para que le den una paliza. Desde luego, no sería algo impensable.
—Aun sin el traje de payaso, ¿eh?
—Bueno, ese es el objetivo de disfrazarse, ¿verdad? —Su sonrisa se había evaporado. Ahora tenía un semblante pálido y adusto. En otras palabras, como todos los demás habitantes de Derry—. Cuando te pones un traje de payaso y una nariz de goma, nadie tiene ni idea de quién se esconde debajo.
Pensaba en ello mientras el anticuado ascensor chirriaba de camino al tercer piso. Era cierto. Y si el resto de lo que me había contado Fred Toomey también lo era, ¿le extrañaría a alguien que otro padre la emprendiera con su familia con un martillo? Creía que no. Creía que la gente diría que simplemente se trataba de otro caso de Derry actuando como Derry. Y quizá tuvieran razón.
Al entrar en mi habitación, se me ocurrió una idea verdaderamente horrible: ¿y si en las próximas siete semanas cambiaba las cosas de tal modo que el padre de Harry mataba también a Harry en lugar de dejarle con una cojera y un cerebro parcialmente eclipsado?
Eso no pasará, me dije. No lo permitiré. Como decía Hilary Clinton en 2008, juego para ganar.
Salvo que, por supuesto, había perdido.
Desayuné a la mañana siguiente en el restaurante Riverview del hotel, que se hallaba desierto a excepción de mí y el vendedor de maquinaria de la noche anterior. Este enterraba el rostro en el periódico local, que apresé en cuanto lo dejó en la mesa. No me interesaba la primera página, dedicada a otro alarde de belicismo en las Filipinas (aunque me pregunté brevemente si Lee Oswald se encontraría en las proximidades). Lo que quería ver era la sección local. En 2011, yo había sido un lector asiduo del Sun Journal de Lewiston, y la última página de la sección B siempre estaba encabezada por el titular «Actividades Escolares». En ella, los orgullosos padres podían ver impresos los nombres de sus hijos si estos habían ganado un premio, salido a una excursión de clase o participado en un proyecto de limpieza de la comunidad. Si el Daily News de Derry contaba con un apartado similar, no era imposible que alguno de los hermanos Dunning apareciera en la lista.
Sin embargo, la última página del News solo contenía esquelas.
Lo intenté en las páginas deportivas, donde leí acerca del gran partido de fútbol que se avecinaba para el fin de semana: los Tigres de Derry contra los Carneros de Bangor. Según la redacción del conserje, Troy Dunning tenía quince años. Un chaval de esa edad fácilmente podía formar parte del equipo, aunque probablemente no jugaría de titular.
No encontré su nombre, y aunque leí palabra por palabra un artículo más breve sobre el equipo de fútbol infantil de la ciudad (los Cachorros de Tigre), tampoco encontré a ningún Arthur «Tugga» Dunning.
Pagué el desayuno y subí de vuelta a mi habitación con el periódico prestado bajo el brazo, pensando que como detective sería pésimo. Tras contar cuántos Dunning había en la guía de teléfonos (noventa y seis), se me ocurrió otra cosa: me había quedado cojo, tal vez incluso lisiado, por culpa de una sociedad donde internet lo dominaba todo, una sociedad de la que había llegado a depender y que daba por garantizada. ¿Qué dificultad habría entrañado localizar a la familia Dunning correcta en 2011? Probablemente habría bastado con introducir Tugga Dunning y Derry en mi motor de búsqueda favorito para obrar el milagro; pulsar intro y dejar que Google, ese Gran Hermano del siglo veintiuno, se ocupara del resto.
En la Derry de 1958, la computadora más moderna tenía el tamaño de una pequeña urbanización, y el periódico local no servía de nada. ¿Qué me quedaba entonces? Me acordé de un profesor de sociología que tuve en la facultad —un viejo cabrón sarcástico—, quien solía decir: «Cuando todo lo demás falle, ríndete y acude a una biblioteca».
Allí me dirigí.
Esa tarde, frustradas las esperanzas (al menos por el momento), subí despacio por Up-Mile Hill, deteniéndome brevemente en la intersección de Jackson y Witcham para inspeccionar la boca de tormenta donde un niño llamado George Denbrough había perdido el brazo y la vida (al menos según Fred Toomey). Para cuando alcancé la cima de la colina, el corazón me latía con fuerza y yo jadeaba. La causa no era que estuviera en baja forma; la causa era el hedor de las fábricas.
Me sentía desanimado y un poco asustado. Era cierto que aún disponía de mucho tiempo para localizar a la familia Dunning correcta, y tenía plena confianza en que lo conseguiría —si hacía falta llamar a todos los Dunning de la guía de teléfonos, así lo haría, aun a riesgo de alertar a la bomba de relojería que era el padre de Harry—, pero estaba empezando a sentir lo que Al había sentido: una fuerza actuando en mi contra.
Caminé por Kansas Street, tan absorto en mis pensamientos que al principio no noté que a mi derecha ya no había más casas. El terreno ahora se desplomaba abruptamente hacia la embrollada profusión verde de suelo pantanoso que Toomey había llamado los Barrens. Solo una destartalada valla blanca separaba la acera de la caída. Planté las manos encima y clavé la mirada en el indisciplinado crecimiento de abajo. Divisé destellos de agua turbia estancada, bancales de juncos tan altos que parecían prehistóricos, y marañas de zarzas que brotaban en oleadas. Los árboles serían raquíticos allí abajo, en constante lucha por la luz del sol. Habría hiedra venenosa, basura desparramada y muy posiblemente algún esporádico asentamiento de vagabundos. También existirían senderos que solo algunos niños de la localidad conocerían. Los aventureros.
Permanecí allí parado, mirando sin ver, consciente pero sin apenas percatarme de la débil cadencia de la música, algo con trompetas. Estaba pensando en lo poco que había logrado esa mañana. «Tú puedes cambiar el pasado —me había dicho Al—, pero no es tan fácil como parece.»
¿Qué era esa música? Algo alegre, con cierto tempo vivo. Me hizo pensar en Christy, en los primeros días, cuando estaba loco por ella. Cuando estábamos locos el uno por el otro. Bah-dah-dah… bah-dah-da-dee-dum… ¿Glenn Miller, quizá?
Había ido a la biblioteca con la esperanza de poder consultar los archivos del censo. El último a nivel nacional se habría realizado ocho años antes, en 1950, y habría listado a tres de los niños Dunning: Troy, Arthur y Harold. Solo Ellen, que en la época de los asesinatos tenía siete años, no estaba presente para ser contabilizada en 1950. Habría una dirección. Cierto que la familia podía haberse mudado en los ocho años de intervalo, pero en ese caso alguno de los vecinos podría indicarme dónde habían ido. Se trataba de una ciudad pequeña.
Solo que los archivos del censo no se encontraban allí. La bibliotecaria, una agradable mujer llamada señora Starrett, me dijo que en su opinión esos archivos pertenecían sin duda a la biblioteca, pero el concejo, por alguna razón, había decidido que pertenecían al ayuntamiento. Los habían trasladado allí en 1954, dijo.
—No parece prometedor —dije, sonriendo—. Ya sabe lo que dicen; es inútil luchar contra el ayuntamiento.
La señora Starrett no me devolvió la sonrisa. Era una persona atenta, encantadora incluso, pero mostraba la misma reserva vigilante que el resto de las personas que había conocido en ese extraño lugar (Fred Toomey era la excepción que confirmaba la regla).
—No sea tonto, señor Amberson. No hay nada confidencial en el censo de Estados Unidos. Diríjase allí ahora mismo y dígale a la funcionaria del registro que Regina Starrett le envía. Se llama Marcia Guay. Ella le ayudará, aunque probablemente los hayan guardado en el sótano, que no es donde deberían estar. Es húmedo y no me sorprendería que hubiera ratones. Si tiene algún problema, cualquier tipo de problema, venga a verme otra vez.
Así que fui al ayuntamiento, donde un póster en el vestíbulo decía PADRES, RECORDAD A VUESTROS HIJOS QUE NO HABLEN CON EXTRAÑOS Y QUE SIEMPRE JUEGUEN CON AMIGOS. Varias personas hacían cola en las diversas ventanillas. (La mayoría fumando. Por supuesto.) Marcia Guay me saludó con una sonrisa avergonzada. La señora Starrett se había adelantado y había telefoneado en mi nombre, y se sintió debidamente horrorizada cuando la señorita Guay le contó lo que ahora me contaba a mí: los archivos del censo de 1950 habían desaparecido, junto con casi la totalidad de los documentos que se almacenaban en el sótano del ayuntamiento.
—Tuvimos unas lluvias terribles el año pasado —explicó—. Duraron una semana entera. El canal se desbordó, y todo en la Ciudad Baja (así es como llaman los más viejos al centro de la ciudad, señor Amberson), todo en la Ciudad Baja quedó inundado. Nuestro sótano pareció el Gran Canal de Venecia durante casi un mes. La señora Starrett tenía razón, esos archivos nunca debieron trasladarse, y nadie parece saber por qué se hizo ni quién lo autorizó. Lo siento en el alma.
Era imposible no experimentar la sensación que Al había experimentado mientras intentaba salvar a Carolyn Poulin: que me hallaba encerrado en una especie de prisión con paredes flexibles. Tendría que abrirme camino, pero ¿cómo? ¿Se suponía que debía merodear por las escuelas locales con la esperanza de divisar a un chico que se pareciera al conserje de más de sesenta años que acababa de jubilarse? ¿Buscar a una niña de siete años cuyos compañeros de clase estuvieran continuamente tronchándose de risa? ¿Prestar atención por si algún chaval gritaba: «Eh, Tugga, espérame»?
Correcto. Un recién llegado merodeando por los colegios en una ciudad donde lo primero que uno veía en el ayuntamiento era un póster alertando a los padres sobre el peligro de los desconocidos. Si existía algo semejante a ponerse directamente en el punto de mira del radar, sería eso.
Una cosa estaba clara; tenía que dejar el Derry Town House. Con los precios de 1958, bien podría permitirme alojarme allí las siguientes siete semanas, pero eso desataría las habladurías. Decidí mirar los anuncios clasificados y buscarme una habitación que pudiera alquilar por meses. Me volví en dirección a la Ciudad Baja, pero entonces me detuve.
Bah-dah-dah… bah-dah-da-dee-dum…
Eso era de Glenn Miller. Era «In the Mood», una melodía que yo tenía motivos para conocer bien. Lleno de curiosidad, eché a andar hacia el sonido de la música.
Había un pequeño merendero al final de la destartalada valla, entre la acera de Kansas Street y la caída hacia los Barrens. Contaba con una barbacoa de piedra y dos mesas de picnic separadas por un oxidado cubo de basura. Un tocadiscos portátil descansaba en una de las mesas, y un formidable disco de vinilo giraba a 78 rpm en el plato.
En la hierba, un muchacho larguirucho con gafas remendadas con cinta adhesiva y una preciosa chica pelirroja bailaban. En el instituto nos referíamos a los novatos de primer año como «niñolescentes», y estos chavales se encasillaban en esa categoría, si acaso. Pero se movían con gracilidad adulta. No seguían un ritmo de bugui-bugui, tampoco; bailaban al compás del swing. Yo miraba hechizado, pero también estaba… ¿qué? ¿Asustado? Un poco, quizá. Estuve asustado casi todo el tiempo que pasé en Derry. Pero también había algo más, algo más grande. Una especie de sobrecogimiento, como si hubiera agarrado el borde de un vasto conocimiento. O atisbado (viendo por espejo, oscuramente, ya me entendéis) los auténticos engranajes del universo.
Porque, veréis, yo había conocido a Christy en una clase de swing en Lewiston, y ese era uno de los temas que habíamos aprendido a bailar. Más tarde, en nuestro mejor año —los seis meses anteriores a la boda y los seis meses siguientes—, habíamos participado en concursos, y en una ocasión ganamos el cuarto premio (también conocido como «el primero de los perdedores», al decir de Christy) en el Concurso de Baile Swing de Nueva Inglaterra. Nuestra canción fue una versión dance ligeramente ralentizada de «Boogie Shoes», de KC y la Sunshine Band.
Esto no es una coincidencia, pensé mientras los observaba. El muchacho llevaba puesto unos vaqueros azules y una camiseta de cuello redondo; ella vestía una blusa blanca con los faldones colgando sobre unos pantalones pirata de un rojo desteñido. Se recogía su asombroso pelo en una impúdica y atractiva cola de caballo idéntica a la que Christy siempre llevaba cuando participábamos en alguna competición. Junto con sus calcetines cortos y su clásica falda de caniche, por supuesto.
Esto no puede ser una coincidencia.
Ejecutaban una variación lindy que yo conocía como hellzapoppin. Se supone que es un baile rápido —a la velocidad del rayo, si uno posee el vigor físico y la gracia corporal necesaria para conseguirlo—, pero ellos bailaban lento porque aún estaban aprendiendo los pasos. Podía ver con detalle cada movimiento. Los conocía todos, aunque en realidad no había practicado ninguno de ellos desde hacía cinco años o más. Se arriman, asidos de las manos. Él se encorva un poco y levanta la pierna izquierda mientras ella hace lo propio, ambos contoneando las caderas de modo que parezca que van en direcciones opuestas. Se separan, sin soltarse, después ella se gira, primero a la izquierda y luego a la derecha…
Pero la fastidiaron en el giro de retorno y ella cayó de culo en la hierba.
—Jesús, Richie, ¡nunca te saldrá bien! Argh, ¡eres un inútil! —Reía, sin embargo. Se desplomó de espaldas y se quedó mirando el cielo.
—¡Lo siento, s’ita Esca’lata! —exclamó el muchacho con una chillona voz de negrito que en el políticamente correcto siglo veintiuno habría sentado como un puñetazo en el estómago—. Soy un zagal poblerino, eso ‘tá claro, pero ¡pienso aprender este baile anque me mate!
—Lo más seguro es que sea yo la que te mate —dijo ella—. Pon el disco otra vez antes de que pierda la… —Entonces ambos me vieron.
Fue un momento extraño. Existía como un velo en Derry, uno que llegué a conocer tan bien que casi era capaz de verlo. Los lugareños se posicionaban a un lado; la gente de fuera (como Fred Toomey, como yo mismo) estaba en el otro. A veces los lugareños se asomaban, como cuando la señora Starrett, la bibliotecaria, había expresado su irritación por la pérdida de los archivos del censo, pero si hacías demasiadas preguntas —y ciertamente si se sentían alarmados—, se retiraban de nuevo tras él.
Sin embargo, aunque había sobresaltado a esos chicos, no se retiraron tras el velo. En lugar de cerrarse, sus rostros mantenían una expresión abierta, llenos de curiosidad e interés.
—Perdón, perdón —dije—. No pretendía sorprenderos, pero oí la música y entonces os vi bailando el lindy-hop.
—Intentándolo, es lo que usted quiere decir —matizó el muchacho. Ayudó a la chica a ponerse en pie y saludó con una reverencia—. Richie Tozier, a su servicio. Todos mis amigos dicen «Richie-Richie, que vive en un nichi», pero ¿qué sabrán ellos?
—Encantado de conocerte —dije—. George Amberson. —Y luego se me ocurrió de repente—: Todos mis amigos dicen «Georgie-Georgie, que lava su ropa en Norgie», pero ellos tampoco saben nada.
La chica se dejó caer en uno de los bancos, entre risitas. El muchacho elevó las manos al aire y simuló tocar una corneta.
—¡Un adulto forastero suelta una buena! ¡Uau, uau, uau! ¡Deee-licioso! Ed McMahon, ¿qué tenemos para este portentoso tipo? Bien, Johnny, los premios de hoy en En quién confías son la colección completa de la Enciclopedia Británica y una aspiradora Electrolux para chupar…
—Bip-bip, Richie —dijo la chica. Se frotaba el contorno de los ojos.
Esto provocó un desafortunado regreso a la voz chillona de negrito.
—Lo siento, s’ita Esca’lata, pero ¡no m’azote! ¡Toavía tengo cicatrices de la última ve’!
—¿Quién eres tú, señorita? —pregunté.
—Bevvie-Bevvie, yo vivo en el ferry —respondió, y volvió a reír tontamente—. Lo siento, Richie es idiota, pero yo no tengo excusa. Beverly Marsh. Usted no es de por aquí, ¿verdad?
Algo que todo el mundo parecía notar de inmediato.
—No, y vosotros dos tampoco parecéis de aquí. Sois los dos primeros habitantes de Derry que conozco que no parecéis… gruñones.
—Ahí le ha dado; Derry es una ciudad de gruñones cagones —dijo Richie, y levantó el brazo del tocadiscos. La aguja se había empeñado en chocar una y otra vez contra el último surco del vinilo.
—Entiendo que la gente está especialmente preocupada por sus hijos —dije—. Fijaos en que guardo la distancia. Vosotros, chicos, en la hierba; yo, en la acera.
—Pues cuando se cometían los asesinatos, a nadie le importaba lo más mínimo —rezongó Richie—. ¿Sabe lo de los asesinatos?
Asentí con la cabeza.
—Me alojo en el Town House. Una persona que trabaja allí me lo contó.
—Sí, ahora que ya acabaron, la gente está muy preocupada por los niños. —Se sentó al lado de Bevvie, aquella que vivía en el ferry—. Pero cuando estaban pasando, nadie abría la boca.
—Richie —dijo ella—. Bip-bip.
Esta vez el muchacho probó con una imitación realmente atroz de Humphrey Bogart.
—Bueno, es cierto, muñeca. Y tú lo sabes.
—Eso ya pasó —aseguró Bevvie. Estaba tan seria como un asesor de la Cámara de Comercio—. Solo que ellos todavía no lo saben.
—¿Con ellos te refieres a la gente del pueblo o solo a los adultos en general?
Se encogió de hombros, como diciendo «¿Cuál es la diferencia?».
—Pero vosotros lo sabéis.
—A decir verdad, sí —dijo Richie. Me miraba con aire desafiante, pero detrás de las gafas remendadas aquel destello de humor maníaco persistía en sus ojos. Intuía que nunca los abandonaba del todo.
Di unos pasos hasta la hierba. Ninguno de los dos chicos huyó gritando. De hecho, Beverly se deslizó en el banco (propinándole un codazo a Richie para que la imitara) y me hizo sitio. O eran muy valientes o muy estúpidos, y no parecían estúpidos.
Entonces la chica dijo algo que me dejó estupefacto.
—¿Le conozco? ¿Le conocemos?
Richie habló antes de que pudiera contestar.
—No, no es eso. Es… no sé. ¿Busca algo, señor Amberson? ¿Es eso?
—En realidad, sí. Información. Pero ¿cómo lo habéis sabido? ¿Y cómo sabéis que no soy peligroso?
Se miraron mutuamente y algo ocurrió entre ellos. Era imposible discernir qué, aunque estuve seguro de dos cosas: habían presentido algo en mí que iba más allá del hecho de que era un forastero en la ciudad… pero, a diferencia de Míster Tarjeta Amarilla, a ellos eso no les daba miedo. Todo lo contrario; les fascinaba. Pensé que esos dos intrépidos y atractivos muchachos podrían haberme contado algunas historias si hubieran querido. Siempre me ha quedado la curiosidad de saber qué tipo de historias sabían.
—Pues porque no lo es —dijo Richie, y cuando miró a la chica, esta asintió.
—¿Y estáis seguros de que… los malos tiempos… se han terminado?
—En su mayor parte —dijo Beverly—. Las cosas mejorarán. Creo que en Derry los malos tiempos han terminado, señor Amberson; aunque es un lugar complicado en muchos sentidos.
—Suponed que os cuento, solo hipotéticamente, que aún hay una cosa mala en el horizonte. Algo como lo que le sucedió a un niño llamado Dorsey Corcoran.
Parpadearon como si hubiera pellizcado una zona donde los nervios casi afloraban a la superficie. Beverly se inclinó sobre Richie y le susurró algo al oído. No estoy muy seguro de lo que dijo, habló rápido y bajo, pero pudo haber sido «No fue el payaso». Después se volvió a mirarme.
—¿Qué cosa mala? ¿Como cuando el padre de Dorsey…?
—Da igual. No hace falta que lo sepáis. —Era hora de dar el salto. Estos eran los elegidos. No sabía cómo lo sabía, pero lo sabía—. ¿Conocéis a unos chicos de apellido Dunning? —Los enumeré con los dedos—. Troy, Arthur, Harry y Ellen. Aunque a Arthur le llaman…
—Tugga —dijo Beverly con la mayor naturalidad—. Claro que lo conocemos, va a nuestro colegio. Estamos practicando el lindy para el concurso de talentos, que es justo antes de Acción de Gracias…
—La s’ita Esca’lata es partidaria de empezáa pronto con los ensa’ios —dijo Richie.
Beverly Marsh no le prestó atención.
—Tugga también se ha apuntado al concurso. Va a cantar «Splish Splash» en playback. —Puso los ojos en blanco. La chica era buena.
—¿Dónde vive? ¿Lo sabéis?
Lo sabían, estaba claro, pero ninguno de los dos contestó. Y si no les proporcionaba algo más, no lo harían. Lo percibía en sus rostros.
—Suponed que os cuento que existe una alta probabilidad de que Tugga nunca llegue a participar en el concurso de talentos a menos de que alguien cuide de él. Y también de sus hermanos y su hermana. ¿Creeríais algo así?
Los chicos volvieron a mirarse, conversando con los ojos. Duró mucho tiempo, diez segundos, quizá. Era la clase de mirada prolongada que los amantes consienten, pero estos niñolescentes no podían ser amantes. Aunque sí amigos, por supuesto. Amigos íntimos que habían pasado por algo juntos.
—Tugga y su familia viven en Cossut Street —dijo finalmente Richie. O al menos es lo que me pareció oír.
—¿Cossut?
—Así es como lo dice la gente de por aquí —aclaró Beverly—. K-O-S-S-U-T-H. Cossut.
—Entendido. —Ahora el único interrogante era cuánto iban a divulgar estos chicos de nuestra extraña conversión al borde los Barrens.
Beverly me observaba con mirada seria y preocupada.
—Pero, señor Amberson, yo conozco al papá de Tugga. Trabaja en el mercado de Center Street. Es un hombre simpático. Siempre está sonriendo y…
—El hombre simpático ya no vive en casa —la interrumpió Richie—. Su mujer le dio la patada.
Ella se volvió a mirarle con los ojos como platos.
—¿Eso te lo ha contado Tug?
—No. Ben Hanscom. Tug se lo contó a él.
—Sigue siendo un hombre simpático —dijo Beverly con un hilo de voz—. Siempre está contando chistes y esas cosas, pero nunca de mal gusto.
—Los payasos también gastan bromas a todas horas —comenté. Ambos pegaron un salto, como si hubiera vuelto a pellizcar aquel vulnerable haz de nervios—. Pero eso no los convierte en simpáticos.
—Lo sabemos —musitó Beverly. Se miraba las manos. Entonces alzó los ojos hacia mí—. ¿Conoce a la Tortuga? —pronunció la palabra tortuga de tal forma que la hizo sonar como un nombre propio.
Pensé en decir «Conozco a las Tortugas Ninja», pero no lo hice. Faltaban muchas décadas para Leonardo, Donatello, Raphael y Michelangelo. De modo que negué con la cabeza.
La chica miró dubitativamente a Richie. Este me miró a mí, y después de nuevo a ella.
—Pero él es bueno. Estoy bastante segura de que es bueno. —La chica me tocó la muñeca. Tenía los dedos fríos—. El señor Dunning es un hombre amable. Y solo porque ya no viva en su casa no significa que no lo sea.
Aquello dio en la diana. Mi esposa me había dejado, pero no porque yo no fuera amable.
—Lo sé. —Me levanté—. Voy a estar por Derry una temporada, y me convendría no llamar mucho la atención. ¿Podríais guardar silencio sobre esto? Sé que es mucho pedir, pero…
Se miraron el uno al otro y estallaron en carcajadas.
Cuando pudo hablar, Beverly dijo:
—Sabemos guardar un secreto.
Asentí con la cabeza.
—Estoy seguro. Apuesto a que guardáis unos cuantos de este verano.
No replicaron.
Levanté un pulgar señalando a los Barrens.
—¿Alguna vez jugáis ahí abajo?
—En otra época, sí —dijo Richie—, pero ya no. —Se levantó y se sacudió el trasero de sus vaqueros azules—. Ha sido agradable hablar con usted, señor Amberson. No coja indios de madera. —Vaciló—. Y tenga cuidado en Derry. Ahora está mejor, pero creo que nunca estará, ya sabe, bien del todo.
—Gracias. Gracias a los dos. Quizá algún día la familia Dunning también tendrá algo que agradeceros, pero si las cosas se desarrollan de la manera que yo espero, ellos…
—… ellos nunca sabrán nada —concluyó Beverly por mí.
—Exacto. —Entonces, recordando algo que había dicho Fred Toomey—: Con plumas Eversharp siempre acertarás. Vosotros dos, cuidaos.
—Lo haremos —dijo Beverly, y entonces volvió a soltar una risita—. Siga lavando esas ropas en Norgie, Georgie.
Arranqué un saludo del ala de mi nuevo sombrero y empecé a alejarme. Entonces tuve una idea y volví a donde se encontraban.
—¿Ese tocadiscos reproduce a treinta y tres y un tercio?
—¿Como en los LP? —preguntó Richie—. No. El equipo hi-fi que tenemos en casa sí, pero el de Bevvie es un bebé que funciona a pilas.
—Cuidado con lo que dices de mi tocadiscos, Tozier —dijo Beverly—. Lo compré con mis ahorros. —Luego, dirigiéndose a mí—: Solo reproduce a setenta y ocho y a cuarenta y cinco. Aunque he perdido la pieza de plástico para el agujero de los de cuarenta y cinco, así que ahora ya solo reproduce los de setenta y ocho.
—A cuarenta y cinco debería valer —dije—. Pon el disco otra vez, pero reprodúcelo a esa velocidad. —Ralentizar el tempo mientras se le cogía el tranquillo a los pasos del swing era un truco que Christy y yo habíamos aprendido en nuestras clases.
—Chachi, papi —dijo Richie. Movió la palanca del control de velocidad junto al plato y volvió a poner el disco al principio. Esta vez sonó como si todos los miembros de la banda de Glenn Miller hubieran ingerido metacualona.
—Vale. —Extendí las manos hacia Beverly—. Tú observa, Richie.
La chica tomó mis manos con absoluta confianza, mirándome con grandes y divertidos ojos azules. Me pregunté dónde estaba y quién era ella en 2011. Siempre y cuando siguiera viva. Suponiendo que sí, ¿recordaría que una vez un extraño que hacía preguntas extrañas había bailado con ella una lánguida versión de «In the Mood» durante una soleada tarde de septiembre?
—Chicos, antes estabais haciéndolo despacio, y de esta forma iréis más lentos todavía, pero podréis llevar el compás —dije—. Hay tiempo de sobra para cada paso.
Tiempo. Tiempo de sobra. Pon el disco otra vez pero reduce la velocidad.
Asidos de las manos, la atraje hacia mí y luego dejé que retrocediera. Los dos nos arqueamos como personas sumergidas en agua y lanzamos una patada a la izquierda mientras la orquesta de Glenn Miller tocaba bahhhhh… dahhh… dahhh… bahhhh… dahhhh… daaaa… deee… dummmmmm. A esa misma velocidad pausada, como un juguete de cuerda cuyo muelle ya casi se ha desenrollado, ella dio una vuelta hacia la izquierda bajo mis manos levantadas.
—¡Para! —dije, y se quedó inmóvil, de espaldas a mí y con nuestras manos aún enlazadas—. Ahora apriétame la mano derecha para recordarme lo que viene a continuación.
Apretó y luego rotó suavemente de vuelta a la posición inicial y hacia la derecha.
—¡Bárbaro! —exclamó—. Ahora se supone que paso por debajo, entonces usted tira de mí hacia fuera y yo doy una voltereta. Por eso estábamos ensayando en la hierba, para no desnucarme si la fastidiaba.
—Os dejaré esa parte a vosotros —dije—. Soy demasiado viejo para voltear otra cosa que no sea una hamburguesa.
Una vez más, Richie levantó las manos a ambos lados de la cara.
—¡Uau, uau, uau! El forastero ha soltado otra…
—Bip-bip, Richie —le corté, y eso le provocó una carcajada—. Inténtalo tú ahora. Y practicad las señales de manos para los movimientos que van más allá del clásico bugui-bugui de dos pasos que se baila en la heladería del pueblo. De ese modo, aunque no ganéis el concurso de talentos, pareceréis buenos.
Richie agarró las manos de Beverly y lo intentaron. Dentro y fuera, lado a lado, vuelta a la izquierda, vuelta a la derecha. Perfecto. Ella se deslizó con los pies por delante entre las piernas extendidas de Richie, ágil como una liebre, y el muchacho la levantó. La chica terminó con una llamativa voltereta que la devolvió sobre sus pies. Richie le cogió las manos y lo repitieron entero. La segunda vez salió todavía mejor.
—Hemos perdido el compás en el abajo-y-afuera —se quejó Richie.
—Lo haréis bien cuando el disco suene a la velocidad normal. Confiad en mí.
—Me gusta —dijo Beverly—. Es como tenerlo todo bajo un cristal. —Giró sobre las puntas de sus zapatillas—. Me siento como Loretta Young al principio de su programa, cuando sale con un vestido de vuelo.
—Me llaman Arthur Murray, y soy de Mis-UUU-ri —dijo Richie. También parecía complacido.
—Voy a aumentar la velocidad —dije—. Recordad vuestras señas. Y marcad los tiempos. Es todo cuestión de ritmo.
Glenn Miller tocó aquella dulce melodía, y los chicos bailaron. Sobre la hierba, sus sombras bailaban junto a ellos. Fuera… dentro… inclinación… patada… giro a la izquierda… giro a la derecha… por debajo… emersión… y voltereta. Esta vez no fue perfecto, y mezclarían los pasos muchas veces antes de clavarlos (si lo conseguían alguna vez), pero no lo hacían mal.
Oh, al infierno. Eran una maravilla. Por primera vez desde que superé la elevación de la Ruta 7 y divisé Derry erigida como una mole en la orilla oeste del Kenduskeag, me sentí feliz. Era una buena sensación para seguir adelante, así que me alejé de ellos tratando de hacer caso del viejo consejo: no mires atrás, nunca mires atrás. ¿Con cuánta frecuencia la gente se dice eso mismo después de una experiencia excepcionalmente buena (o excepcionalmente mala)? Muy a menudo, supongo. Y, por lo general, no hacen caso del consejo. Los humanos fuimos construidos para mirar atrás, por eso poseemos una articulación giratoria en el cuello.
Recorrí media manzana y luego, pensando que me estarían mirando, me di la vuelta. Pero me equivocaba. Seguían bailando. Y eso era bueno.
Había una estación Cities Service un par de bloques más abajo en Kansas Street, y entré en la oficina para preguntar la dirección de Kossuth Street, pronunciado «Cossut». Oía el runrún de un compresor de aire y el sonido metálico de la música pop que provenía del taller mecánico, pero la oficina estaba vacía. No me supuso ningún problema, porque vi algo útil junto a la caja registradora: un expositor de alambre lleno de mapas. La rejilla superior contenía un solitario plano de la ciudad, sucio y olvidado. La portada mostraba una foto de una estatua excepcionalmente fea de Paul Bunyan moldeada en plástico. Paul apoyaba su hacha sobre el hombro y sonreía al sol estival. Solo Derry, pensé, elegiría una estatua de plástico de un mítico leñador como icono.
Había un dispensador de periódicos justo al lado de los surtidores de gasolina. Cogí un ejemplar del Daily News como atrezzo, y eché una moneda de cinco encima de la pila de periódicos, que se unió a las otras monedas allí desperdigadas. No sé si en 1958 la gente es más honesta, pero sí sé que es muchísimo más confiada.
Según el plano, Kossuth Street se encontraba en la misma zona que Kansas Street, y resultó ser un agradable paseo de quince minutos desde la gasolinera. Caminé bajo olmos a los que aún no había afectado la plaga que arrasaría la mayoría de ellos en la década de los setenta, árboles que aún conservaban el verdor del mes de julio. Los niños me adelantaban a toda velocidad en sus bicis o jugaban a las tabas en las aceras. Grupos reducidos de adultos se apiñaban en las paradas de autobús de las esquinas, señalizadas con rayas blancas en los postes del teléfono. Derry se ocupaba de sus asuntos y yo de los míos; no era más que un tipo con una indescriptible chaqueta y un sombrero de paja echado ligeramente hacia atrás, un tipo con un periódico doblado en la mano. Podría estar buscando un rastrillo en un patio o en un garaje; podría estar pasando revista a las propiedades inmobiliarias de la clase alta. Ciertamente, tenía aspecto de pertenecer a ese lugar.
Así lo esperaba.
Kossuth era una calle flanqueada de setos y anticuadas casas de madera típicas de Nueva Inglaterra, de tejado a dos aguas y un faldón frontal más corto que el posterior. Los aspersores giraban en los jardines. Dos chicos pasaron corriendo a mi lado lanzándose un balón de fútbol. Una mujer con el cabello cubierto por un pañuelo (y el inevitable cigarrillo oscilando en el labio inferior) lavaba el coche familiar y en ocasiones mojaba al perro de la familia, que retrocedía entre ladridos. Kossuth Street parecía un decorado exterior de alguna confusa comedia antigua.
Dos niñas hacían girar una cuerda mientras una tercera brincaba de un lado a otro con agilidad, moviendo lateralmente los pies y esquivando la cuerda sin esfuerzo al tiempo que canturreaba: «¡Charlie Chaplin se fue a Francia! ¡Para ver a las damas que danzan! ¡Saluda al Capitán! ¡Saluda a la Reina! ¡Mi viejo un submarino go-bier-na!». La cuerda azotaba y azotaba el pavimento. Sentí que unos ojos me miraban. La mujer del pañuelo había interrumpido su tarea, con la manguera en una mano y una enorme esponja cubierta de jabón en la otra. Me observaba mientras me aproximaba a las niñas saltarinas. Las evité y vi que la mujer volvía al trabajo.
Corriste un riesgo de la hostia al hablar con aquellos chicos en Kansas Street, me dije. Solo que no lo creía. Si me hubiera acercado un poco más a las niñas de la comba…, eso sí habría sido correr un riesgo de la hostia. Pero Richie y Bev habían sido los adecuados. Lo supe casi tan pronto como posé los ojos en ellos, y ellos también lo supieron. Habíamos congeniado.
«¿Le conocemos?», había preguntado la chica. Bevvie-Bevvie, que vivía en el ferry.
Kossuth terminaba en un callejón sin salida donde se erigía un edificio llamado Centro Recreativo West Side. Estaba abandonado, y un cartel en el descuidado césped anunciaba EN VENTA POR EL AYUNTAMIENTO. Sin duda un objeto de interés para cualquier cazador de propiedades que se preciara. Dos casas más abajo, a la derecha, una niña de cabello color zanahoria y rostro salpicado de pecas montaba una bicicleta de cuatro ruedas por el camino de entrada a una casa. Mientras pedaleaba, cantaba una y otra vez diversas variaciones de la misma frase: «Bing-bang, vi a la banda entera pasar, ding-dang, vi a la banda entera pasar, ring-rang, vi a la banda entera pasar…».
Caminé hacia el centro recreativo como si no existiera nada en el mundo que me interesara más, pero con el rabillo del ojo continuaba vigilando a la Pequeña Zanahoria. Se balanceaba de lado a lado sobre el sillín, tratando de averiguar cuánto podía aguantar sin perder el equilibrio. A juzgar por las costras en las espinillas, no se trataba de la primera vez que lo intentaba. No había ningún nombre en el buzón de la casa, solo el número 379.
Me acerqué al cartel de EN VENTA y apunté la información en el periódico. Entonces di media vuelta y emprendí el camino de regreso. Al pasar ante el 379 de Kossuth (por el otro lado de la calle y fingiendo estar absorto en el periódico), una mujer salió a la escalinata de la entrada. La acompañaba un niño. Este masticaba un trozo de algo envuelto en una servilleta y en la mano libre sostenía el rifle de aire comprimido Daisy con el cual, dentro de no mucho tiempo, intentaría ahuyentar a su devastador padre.
—¡Ellen! —llamó la mujer—. ¡Bájate de ese trasto antes de que te caigas! Entra a comer una galleta.
Ellen Dunning desmontó, tumbó la bici de lado en el camino particular, y corrió hacia la casa cantando «Sing-sang, vi a la banda entera pasar» con toda la fuerza de sus formidables pulmones. Su cabello, una sombra de rojo mucho más desventurada que la de Beverly Marsh, brincaba como muelles de cama en rebeldía.
El niño, quien crecería para escribir una historia dolorosamente redactada que me provocaría lágrimas, la siguió. El niño que iba a ser el único miembro superviviente de su familia.
A menos que yo intercediera. Y ahora que los había visto, personas reales viviendo vidas reales, parecía no existir alternativa.