¿Cómo debería relataros mis siete semanas en Derry? ¿Cómo explicar el modo en que llegué a odiarla y a temerla?
No se debía a que la ciudad guardara secretos (aunque lo hacía), ni a que crímenes terribles, algunos de los cuales aún sin resolver, se hubieran cometido allí (aunque así había sido). «Los malos tiempos han terminado», había dicho la chica llamada Beverly, el chico llamado Richie había coincidido, y yo mismo había llegado a creerlo…, aunque también llegué a creer que la sombra nunca abandonaría completamente aquella ciudad con su extraño centro hundido.
Era la sensación de inminente fracaso lo que me incitaba a odiarla. Y aquella impresión de estar en una celda de paredes elásticas. Si quisiera marcharme, me soltaría (¡de buen grado!), pero si me quedaba, se ceñiría con más fuerza en torno a mí. Se ceñiría hasta impedirme respirar. Además —he aquí la parte mala—, marcharme no era una opción, porque ahora había visto a Harry antes de la cojera y antes de la confiada y levemente aturdida sonrisa. Le había visto antes de convertirse en Harry el Sapo, brincando calle a-ba-jo.
También había visto a su hermana. Ahora era más que un nombre en una redacción minuciosamente escrita, una niña sin rostro a quien le encantaba recoger flores y ponerlas en botellas. A veces yacía despierto pensando en cómo planeaba salir al «truco o trato» vestida de Princesa Summerfall Winterspring. A menos que yo hiciera algo, eso nunca sucedería. Había un ataúd esperándola tras una larga e infructuosa lucha por su vida. Había un ataúd esperando a su madre, cuyo nombre de pila aún ignoraba. Y otro para Troy. Y otro para Arthur, conocido como Tugga.
Si permitía que sucediera, no concebía cómo podría vivir conmigo mismo. Por tanto, me quedé, pero no fue fácil. Y cada vez que pensaba en que tendría que volver a ponerme en la misma situación en Dallas, mi mente amenazaba con bloquearse. Al menos, Dallas no sería como Derry. Porque ningún lugar en la tierra podía ser como Derry.
Entonces, ¿cómo debería explicároslo?
En mi vida como profesor, solía insistir machaconamente en la noción de simplicidad. Tanto en la ficción como en la no ficción, existe solo una pregunta y una repuesta. «¿Qué ocurrió?», pregunta el lector. «Esto es lo que ocurrió», contesta el escritor. «Esto… y esto… y también esto.» Simplificar. Es el único camino seguro a casa.
De modo que lo intentaré, aunque deberéis tener presente que en Derry la realidad es una fina capa de hielo en la superficie de un profundo lago de agua oscura. Pero aun así:
¿Qué ocurrió?
Esto ocurrió. Y esto. Y también esto.
El viernes, mi segundo día completo en Derry, bajé al mercado de Center Street. Esperé hasta las cinco de la tarde porque pensé que a esa hora el lugar estaría más concurrido; al fin y al cabo, el viernes es día de paga, y para muchas personas (y con esto me estoy refiriendo a las mujeres; una de las reglas de la vida en 1958 es «Los hombres no compran comestibles») eso significa día de compra. Una aglomeración de compradores facilitaría mi integración. Para que me fuera más fácil, fui a W. T. Grant’s y completé mi guardarropa con varios pantalones chinos y camisas de trabajo azules. Acordándome de Sin Tirantes y sus amigos del Dólar de Plata Soñoliento, también compré un par de botas Wolverine. De camino al mercado, fui dando patadas contra los bordillos repetidamente hasta dejar las puntas raspadas.
El lugar estaba tan concurrido como había esperado, con colas en las tres cajas registradoras y los pasillos llenos de mujeres empujando carritos de compra. Los pocos hombres que vi solo portaban cestas, así que yo también cogí una. En la mía metí una bolsa de manzanas (prácticamente regalada) y una bolsa de naranjas (casi tan cara como en 2011). Bajo mis pies, el suelo de madera encerada crujía.
¿Qué hacía el señor Dunning en el mercado de Center Street? Bevvie-la-del-ferry no lo había mencionado. No era el encargado; un vistazo a la oficina acristalada más allá de la sección de productos agrícolas mostró a un caballero canoso que podría haber reclamado a Ellen Dunning como su nieta, tal vez, pero no como su hija. Y la placa en su escritorio decía SEÑOR CURRIE.
Mientras andaba hacia la parte trasera de la tienda, pasando frente al refrigerador de lácteos (me hizo gracia un cartel que rezaba ¿HAS PROBRADO EL «YOGUR»? SI LA RESPUESTA ES NO, TE ENCANTARÁ CUANDO LO HAGAS), empecé a oír risas. Risas femeninas de la variedad inmediatamente identificable oh-menudo-granuja. Giré hacia el pasillo del otro extremo y divisé a un enjambre de mujeres, vestidas con un estilo muy similar al de las señoras de la frutería Kennebec, que se arremolinaban en torno al mostrador de la carne. CARNICERÍA, decía el rótulo de madera artesanal que colgaba de decorativas cadenas de cromo. CORTE AL ESTILO CASERO. Y en la parte inferior: FRANK DUNNING, CARNICERO JEFE.
A veces la vida escupe coincidencias que ningún escritor de ficción se atrevería a copiar.
Era Frank Dunning quien hacía reír a las señoras. El parecido con el conserje que había asistido a mi curso de lengua era tan cercano que resultaba estremecedor. Era la viva encarnación de Harry, excepto que esta versión tenía el cabello casi completamente negro en lugar de casi todo gris, y la sonrisa dulce, ligeramente perpleja, había sido reemplazada por una mueca disoluta y bulliciosa. No era de extrañar que todas las señoras estuvieran alborotadas. Incluso Bevvie-la-del-ferry le consideraba la mar de gracioso, ¿y por qué no? Debía de tener solo doce o trece años, pero no dejaba de ser una fémina, y Frank Dunning seducía con su encanto. Y además lo sabía. Debían de existir buenas razones para que la flor y nata de la femineidad gastara la paga de sus maridos en el mercado del centro en lugar de ir al A&P, ligeramente más barato, y una de esas razones se encontraba ahí mismo. El señor Dunning era atractivo, el señor Dunning vestía de un blanco limpio, casi impoluto (salvo por unas tenues manchas de sangre en los puños, pero era carnicero, después de todo), el señor Dunning llevaba un sugestivo sombrero blanco que semejaba un cruce entre la toca de un chef y la boina de un artista. Le caía justo a ras de la ceja. Toda una declaración de estilo, por Dios.
En síntesis, el señor Frank Dunning, con sus sonrosadas mejillas bien afeitadas y su cabello negro inmaculadamente cortado, era un regalo de Dios para las Mujercitas. Mientras me acercaba con aire despreocupado, ató un paquete de carne con un trozo de cuerda de un rollo metido en un huso junto a la balanza y escribió el precio con una floritura de su rotulador negro. Se lo entregó a una dama de unas cincuenta primaveras que llevaba un vestido con florecientes rosas rosadas, medias de nailon con costura y rubor de colegiala.
—Aquí tiene, señora Levesque, medio kilo de Bologna alemana en lonchas finas. —Se inclinó confidencialmente sobre el mostrador, lo bastante cerca para que la señora Levesque (y las demás señoras) fuera capaz de oler el cautivador aroma de su colonia. ¿Era Aqua Velva, la marca de Fred Toomey? Creía que no. Pensé que un seductor como Frank Dunning elegiría algo un poco más caro—. ¿Sabe cuál es el problema con las salchichas de Bologna alemanas?
—No —respondió la mujer, arrastrando la vocal de modo que se convirtió en un Noo-oo. Las demás señoras empezaron a gorjear, expectantes.
Los ojos de Dunning se desviaron brevemente hacia mí y no vieron nada que les interesase. Cuando volvieron a mirar a la señora Levesque, recuperaron su patentado centelleo.
—Una hora después de comerlas, uno se siente ávido de poder.
No estoy seguro de que todas las señoras lo pillaran, pero todas ellas rieron escandalosamente. Dunning despidió a la señora Levesque, que prosiguió alegre su camino, y mientras yo pasaba de largo, él centraba su atención en una tal señora Bowie. La cual estaría, no me cupo duda, igualmente alegre de recibirla.
«Es un hombre simpático. Siempre está contando chistes y esas cosas.»
Pero el hombre simpático poseía ojos fríos. Mientras interactuaba con su embelesado harén, habían sido azules. Sin embargo, cuando volvió su atención hacia mí —si bien brevemente—, podría haber jurado que se tornaron grises, del color del agua bajo un cielo del que pronto caería la nieve.
El mercado cerraba a las seis, y cuando me marché con los pocos artículos que había comprado eran solo las cinco y veinte. Había un U-Needa-Lunch en Witcham Street, justo a la vuelta de la esquina. Pedí una hamburguesa, una Coca-Cola y una porción de tarta de chocolate que tenía un sabor delicioso: a chocolate y crema de verdad. Me llenaba la boca del mismo modo que lo había hecho la zarzaparrilla de Frank Anicetti. Me entretuve allí todo el tiempo posible, y luego paseé hasta el canal, donde había varios bancos. Además, ofrecía una panorámica —estrecha, pero adecuada— del mercado de Center Street. Me sentía saciado pero de todas formas me comí una de las naranjas, arrojando trozos de piel por encima del muro de contención y viendo cómo se los llevaba el agua.
A las seis en punto las luces de los ventanales frontales del mercado se apagaron. Transcurrido un cuarto de hora, las últimas mujeres en salir empujaban sus carritos cuesta arriba por Up-Mile Hill o se apiñaban en uno de aquellos postes telefónicos con una raya blanca pintada. Apareció un autobús que indicaba CIRCULAR TARIFA ÚNICA y las recogió. A la siete menos cuarto, los empleados del mercado empezaron a marcharse. Los dos últimos en salir fueron el señor Currie, el encargado, y Dunning. Se dieron un apretón de manos y se separaron, Currie por el callejón entre el mercado y la zapatería contigua, probablemente en busca de su coche, y Dunning hacia la parada del autobús.
Para entonces solo había un par de personas allí, y no quise unirme a ellas. Gracias al modelo de tráfico unidireccional en la Ciudad Baja, no me hizo falta. Caminé hasta otro poste pintado de blanco, este próximo al The Strand (donde Machine-Gun Kelly y Reformatorio femenino componían la doble sesión; la marquesina prometía ACCIÓN EXPLOSIVA), y esperé con unos obreros que hablaban sobre los posibles emparejamientos en la Serie Mundial de béisbol. Podría haberles contado mucho respecto a ese tema, pero mantuve la boca cerrada.
Llegó un autobús urbano y paró frente al mercado de Center Street. Dunning subió. Terminó de descender la colina y se detuvo en la parada del cine. Dejé que los obreros entraran delante de mí, con el fin de ver cuánto dinero metían en el receptáculo de monedas instalado en la barra junto al asiento del conductor. Me sentía como un alienígena en una película de ciencia ficción, uno que intenta camuflarse como un terrícola. Era una estupidez —quería montar en un autobús urbano, no volar la Casa Blanca con un rayo mortal—, pero eso no cambiaba la sensación.
Uno de los tipos que subieron delante de mí enseñó fugazmente un pase de autobús de color amarillo canario que invocó un recuerdo efímero de Míster Tarjeta Amarilla. Los otros introdujeron en el receptáculo quince centavos, que chasquearon y repicaron. Hice lo mismo, aunque tardé un poco más porque la moneda de diez se me pegó en la palma sudorosa. Tuve la impresión de que todos los ojos se clavaban en mí, pero cuando alcé la vista los demás pasajeros leían el periódico o miraban por las ventanillas con expresión ausente. La atmósfera dentro del autobús estaba viciada de humo gris azulado.
Frank Dunning se encontraba hacia la mitad del vehículo, a la derecha, y vestía unos pantalones grises de confección, camisa blanca y corbata azul oscuro. Elegante. Estaba ocupado encendiendo un cigarrillo y ni siquiera me miró cuando pasé a su lado y tomé asiento cerca de la parte trasera. El autobús reanudó con un gruñido su ruta por las calles de un solo sentido de la Ciudad Baja y luego ascendió Up-Mile Hill por Witcham. Una vez que alcanzó la zona residencial del lado occidental, los pasajeros empezaron a bajar. Todos eran hombres; las mujeres, presumiblemente, ya estaban de vuelta en casa, guardando las compras o preparando la mesa para la cena. A medida que el autobús se vaciaba, Frank Dunning continuaba sentado en la misma posición, fumando su cigarrillo, y temí que termináramos siendo los dos últimos pasajeros.
Mi preocupación resultó infundada. Cuando el autobús torció hacia la parada de la esquina de Witcham Street con Charity Avenue (más tarde me enteré de que Derry también contaba con una avenida Faith y una avenida Hope), Dunning tiró su cigarrillo al suelo, lo aplastó con el zapato y se levantó de su asiento. Avanzó con facilidad por el pasillo, sin utilizar los asideros, pero balanceándose con el movimiento del autobús al frenar. Algunos hombres conservan la gracilidad física de la adolescencia hasta edades relativamente tardías. Dunning parecía ser uno de ellos. Habría sido un excelente bailarín de swing.
Palmoteó el hombro del conductor y empezó a contarle un chiste. Fue breve, y la mayor parte se perdió entre el resoplido neumático de los frenos, pero capté la frase «tres negratas atrapados en un ascensor» y decidí que ese no se lo habría contado a su Harén de Amas de Casa. El conductor estalló en carcajadas, y luego tiró de la larga palanca de cromo que abría la puerta delantera.
—Te veo el lunes, Frank —dijo.
—Si el arroyo no crece —respondió Dunning. Descendió los dos escalones y saltó por encima de la franja de hierba hasta la acera. Noté que los músculos se le tensaban bajo la camisa. ¿Qué posibilidades tendrían una mujer y cuatro niños contra él? No muchas, fue mi primer pensamiento, pero me equivocaba. La respuesta correcta era ninguna.
Al alejarse el autobús, vi a Dunning subir las escaleras del primer edificio desde la esquina de Charity Avenue. Había un grupo de ocho o nueve hombres y mujeres sentados en mecedoras en el amplio porche delantero. Varios saludaron al carnicero, que empezó a estrechar manos como un político de visita. La casa, de estilo victoriano de Nueva Inglaterra, constaba de planta baja y dos pisos; un letrero colgaba del alero del porche. Tuve el tiempo justo para leerlo.
PENSIÓN DE EDNA PRICE
HABITACIONES POR SEMANAS O MESES
COCINA DISPONIBLE
¡NO SE ADMITEN MASCOTAS!
Debajo, colgando de unos ganchos en el letrero, había otro de color naranja que decía COMPLETO.
Bajé del autobús dos paradas más adelante. Le di las gracias al conductor, que profirió un gruñido hosco en respuesta. Esto, según estaba descubriendo, era lo que se consideraba un discurso cortés en Derry, Maine. A no ser, por supuesto, que por casualidad supieras un par de chistes sobre negratas atrapados en un ascensor o sobre la armada polaca.
Caminé lentamente de regreso a la ciudad, desviándome un par de manzanas de mi camino para mantenerme alejado del establecimiento de Edna Price, donde aquellos que allí residían se reunían en el porche después de la cena, como hacía la gente en las historias de Ray Bradbury sobre la bucólica Greentown, Illinois. ¿Y no poseía Frank Dunning cierta semejanza con alguna de esas buenas personas? Sí, sí. Pero también habían existido horrores en la Greentown de Bradbury.
«El hombre simpático ya no vive en casa», había dicho Richie-el-del-nichi, y había dado en el clavo. El hombre simpático vivía en una casa de huéspedes donde todo el mundo parecía considerarle el rey del mambo.
Según mis cálculos, la Pensión de Price se encontraba a no más de cinco manzanas al oeste del 379 de Kossuth Street, quizá más cerca. ¿Se sentaba Frank Dunning en su habitación alquilada, después de que los demás inquilinos se hubieran acostado, de cara al este como un fiel que vuelve la mirada hacia la qibla? De ser así, ¿lo hacía con su sonrisa de «eh, me alegro de verte» en el rostro? Sospechaba que no. ¿Y sus ojos eran azules, o retornaba aquella frialdad y el especulativo color gris? ¿Cómo explicó el hecho de haber dejado su casa y hogar a los tipos que tomaban el aire nocturno en el porche de Edna? ¿Había inventado una historia, una donde su mujer estaba un poco tarada o era la mala indiscutible de la película? Sospechaba que sí. ¿Y la gente le creía? La respuesta a esta pregunta era sencilla. No importa si hablamos de 1958, 1985 o 2011. En Estados Unidos, donde la superficie siempre se ha confundido con la sustancia, la gente siempre ha creído a los tipos como Frank Dunning.
El martes siguiente alquilé un apartamento que se anunciaba en el Derry News como «semiamueblado, buen vecindario», y el miércoles, 17 de septiembre, el señor George Amberson se mudó. Adiós, Derry Town House; hola, Harris Avenue. Llevaba poco más de una semana viviendo en 1958 y empezaba a sentirme cómodo, aunque no exactamente un nativo.
El semiamueblado consistía en una cama (que incluía un colchón ligeramente manchado pero sin sábanas), un sofá, una mesa de cocina con una pata que había que calzar para que no se tambaleara, y una silla solitaria con un asiento de plástico amarillo que emitía un extraño sonido, semejante a un «smuac», cada vez que, a regañadientes, liberaba mis pantalones de sus garras. Contaba con un horno y un traqueteante frigorífico. En la despensa descubrí la unidad de aire acondicionado del apartamento: un ventilador General Electric con un enchufe pelado con aspecto absolutamente letal.
Pagar sesenta y cinco dólares mensuales por ese apartamento, que se encontraba justo debajo de la trayectoria de aproximación de los aviones que aterrizaban en el aeropuerto de Derry, me parecía exagerado, pero accedí porque la señora Joplin, la casera, estaba dispuesta a pasar por alto la falta de referencias del señor Amberson. También ayudó el hecho de que le ofreciera en efectivo tres meses por adelantado. Ella, no obstante, insistió en copiar los datos de mi permiso de conducir. Si le resultó raro que un agente inmobiliario de Wisconsin portara una licencia de Maine, no lo mencionó.
Me alegraba de que Al me hubiera entregado tanto efectivo. El dinero es un bálsamo para los extraños.
Además, en el 58 alcanza para mucho más. Por apenas trescientos dólares, fui capaz de transformar el apartamento en una vivienda completamente amueblada. Invertí noventa y tres pavos en un televisor RCA de segunda mano, modelo de mesa. Aquella noche vi El show de Steve Allen en un hermoso blanco y negro; luego apagué la tele y me senté a la mesa de la cocina, oyendo un avión que se posaba en tierra entre el clamor de las hélices. Del bolsillo trasero saqué una libreta Blue Horse que había comprado en la farmacia de la Ciudad Baja (aquella en la que el hurto no era una diversión, ni una aventura, ni una travesura). La abrí por la primera página y apreté el pulsador de mi igualmente nuevo bolígrafo Parker. Me quedé sentado así durante tal vez quince minutos, tiempo suficiente para que aterrizara otro avión entre traqueteos, aparentemente tan cerca que casi esperaba sentir el coletazo de las ruedas arañando el tejado.
La página continuaba en blanco. También mi mente. Cada vez que intentaba ponerla a carburar, el único pensamiento coherente que conseguía elaborar era el pasado no quiere ser cambiado.
Nada provechoso.
Finalmente me levanté, cogí el ventilador del estante de la despensa, y lo coloqué en la encimera. No estaba seguro de si funcionaría, pero lo hizo, y el zumbido del motor me brindó una extraña relajación. Además, enmascaraba el irritante estruendo del frigorífico.
Cuando volví a sentarme, tenía la mente más despejada, y esta vez llegaron las palabras.
OPCIONES
1. Denunciar a la policía
2. Llamada anónima al carnicero (Decir «Te estoy vigilando, hijo de puta, y si haces algo, lo contaré»)
3. Inculpar al carnicero de algo
4. Incapacitar al carnicero de alguna forma
Ahí me detuve. El ruido del frigorífico cesó. Ni aviones descendiendo ni tráfico en Harris Avenue. Por el momento solo estábamos mi ventilador, mi lista incompleta y yo. Finalmente, escribí el último punto:
5. Matar al carnicero
Entonces arrugué la hoja, abrí la caja de cerillas que utilizaba para encender los quemadores y el horno, y raspé una. El ventilador la apagó al momento, y volví a pensar en lo difícil que resultaba cambiar algunas cosas. Desconecté el ventilador, encendí otra cerilla, y acerqué la llama a la pelota de papel. Cuando prendió, la dejé caer en el fregadero, esperé a que se consumiera, y luego el agua arrastró las cenizas por el sumidero.
Después de eso el señor George Amberson se fue a la cama.
Pero tardó mucho tiempo en conciliar el sueño.
A las doce y media, cuando el último avión de la noche pasó rozando el tejado, seguía despierto y pensando en la lista. Hablar con la policía quedaba descartado. Puede que funcionara con Oswald, quien declararía su amor eterno por Fidel Castro tanto en Dallas como en Nueva Orleans, pero Dunning constituía un caso distinto. Dunning era un miembro de la comunidad querido y respetado. ¿Quién era yo? El nuevo en una ciudad que detestaba a los forasteros. Aquella tarde, al salir de la farmacia, había visto una vez más al señor Sin Tirantes y a su tropa en la puerta del Dólar de Plata Soñoliento. A pesar de que me había puesto mi ropa de obrero, me dirigieron la misma mirada de quién cojones eres.
De todos modos, incluso aunque llevara viviendo ocho años en Derry en lugar de ocho días, ¿qué le diría a la policía? ¿Que había tenido una visión de Frank Dunning matando a su familia en la noche de Halloween? Seguro que les parecería concluyente.
Me gustaba un poco más la idea de hacer una llamada anónima al carnicero, pero era una opción que asustaba. Una vez que telefoneara a Frank Dunning —bien al trabajo, bien a la pensión de Edna Price, donde sin duda atendería la llamada desde el teléfono del vestíbulo—, modificaría los acontecimientos. Quizá esa llamada impidiera que matara a su familia, pero creía igual de probable que causara el efecto contrario, que lo derribara del precario filo de cordura por el que debía de estar moviéndose tras su afable sonrisa de George Clooney. En lugar de evitar los asesinatos, quizá solo conseguiría que ocurrieran antes. Tal como estaban las cosas, conocía el dónde y el cuándo. Si le ponía sobre aviso, todas las apuestas quedarían canceladas.
¿Inculparle de algo? A lo mejor funcionaría en una novela de espías, pero yo no era un agente de la CIA; era un simple profesor de lengua.
El siguiente punto de la lista, «Incapacitar al carnicero». Vale, pero ¿cómo? ¿Atropellándole con el Sunliner, quizá mientras fuera caminando desde Charity Avenue a Kossuth Street con un martillo en la mano y el asesinato en la mente? A menos que tuviera una suerte extraordinaria, me apresarían y encarcelarían. Además, había otra cosa: la gente incapacitada habitualmente mejora. Y en cuanto eso sucediera, podría volver a intentarlo. Mientras yacía en la oscuridad, ese escenario se me antojó demasiado plausible. Porque el pasado no quiere ser cambiado. El pasado es obstinado.
La única forma segura era seguirle, esperar hasta que se encontrara solo, y entonces matarlo. Simplifica, idiota.
Sin embargo, ahí también había problemas. El mayor lo planteaba la incertidumbre de si podría llevarlo a cabo. Creía que sería capaz en caliente —para protegerme a mí mismo o a otra persona—, pero ¿a sangre fría? ¿Incluso aunque supiera que mi potencial víctima iba a matar a su mujer y a sus hijos si no se lo impedía?
Además… ¿y si lo hacía y me atrapaban antes de poder huir al futuro, donde yo era Jake Epping en lugar de George Amberson? Sería juzgado, declarado culpable, enviado a la prisión estatal de Shawshank. Y allí me encontraría el día que John F. Kennedy sería asesinado en Dallas.
Pero ni siquiera eso abordaba el fondo de la cuestión. Me levanté, atravesé la cocina con paso lento hacia la cabina telefónica que tenía por baño, entré, y me senté en la tapa del váter con la frente apoyada en las palmas de la mano. Había asumido como cierta la redacción de Harry. Igual que Al. Probablemente lo era, porque Harry se adentraba dos o tres grados en la penumbra de la normalidad, y las personas así son menos propensas a hacer pasar la fantasía del asesinato de una familia entera por la realidad. Pero de todos modos…
«Un noventa y cinco por ciento de probabilidades no es el cien por cien», había dicho Al, y eso hablando de Oswald, prácticamente la única persona que podría haber sido el asesino, una vez que se dejaba de lado todo el parloteo conspiratorio. Y, sin embargo, en Al aún persistían aquellas últimas dudas.
En ningún momento verifiqué la historia de Harry. Habría sido fácil en el computerizado mundo de 2011, pero nunca se me ocurrió. E incluso aunque fuera completamente cierta, tal vez existieran detalles cruciales que él podría haber equivocado o no mencionado en absoluto. Cosas que podrían ponerme la zancadilla. ¿Y si, en lugar de cabalgar al rescate como sir Galahad, lo único que conseguía era que me matara a mí también? Eso cambiaría el futuro en toda una serie de interesantes aspectos, pero yo no estaría por allí para descubrir en qué consistían.
Una nueva idea irrumpió en mi cabeza, una idea que poseía un alocado atractivo. Podría apostarme frente al 379 de Kossuth en la noche de Halloween… y simplemente observar. Cerciorarme de que realmente sucedía, sí, pero también anotar todos los detalles que se le hubieran escapado al único testigo superviviente, un niño traumatizado. Después, conducir de regreso a Lisbon Falls, ascender por la madriguera de conejo, y regresar inmediatamente a la mañana del 9 de septiembre de 1958. Volvería a comprar el Sunliner y me trasladaría a Derry de nuevo, esta vez cargado de información. Cierto que ya había gastado buena cantidad del dinero de Al, pero quedaba más que suficiente para subsistir.
La idea salió con ímpetu pero se tambaleó antes incluso de doblar la primera curva. El propósito fundamental de este viaje había sido averiguar cómo afectaría al futuro salvar a la familia del conserje, y si permitía que Frank Dunning cometiera los asesinatos, no lo descubriría. Y yo ya me enfrentaba al hecho de tener que volver a pasar por aquello, porque se produciría uno de esos reinicios cuando —si— regresara por la madriguera de conejo para detener a Oswald. Una vez era malo. Dos veces sería peor. Tres veces, inconcebible.
Y otra cosa. La familia de Harry Dunning ya había muerto una vez. ¿Iba yo a condenarles a morir una segunda vez? ¿Incluso aunque cada vez fuera un reinicio y no lo supieran? ¿Y quién era yo para decir que en algún nivel profundo ellos no lo recordarían?
El dolor. La sangre. Pequeña Zanahoria yaciendo en el suelo bajo la mecedora. Harry tratando de ahuyentar al lunático con el rifle Daisy de aire comprimido: «No me toques, papá, o te pegaré un tiro».
Crucé la cocina de camino al dormitorio, arrastrando los pies, y me detuve un instante para mirar la silla de la cocina con el asiento de plástico amarillo.
—Te odio, silla —le dije; luego me volví a la cama.
Esta vez caí dormido casi inmediatamente. Cuando desperté al día siguiente, el sol de las nueve de la mañana irradiaba a través de la ventana aún sin cortinas del dormitorio, los pájaros gorjeaban vanidosamente, y yo creí saber lo que debía hacer. Simplifica, idiota.
A mediodía, me puse la corbata, me calé el sombrero de paja en un conveniente ángulo desenfadado, y me dejé caer por la tienda de Artículos Deportivos Machen’s, donde continuaban las REBAJAS OTOÑALES EN ARMAS DE FUEGO. Le conté al dependiente que estaba interesado en adquirir una pistola, porque me dedicaba al negocio inmobiliario y en ocasiones tenía que transportar grandes sumas de dinero. Me mostró varios modelos, incluido un revólver Colt del calibre 38 Especial de la policía. El precio era de nueve noventa y nueve. Me pareció ridículamente bajo hasta que recordé que, de acuerdo a los apuntes de Al, el rifle italiano que Oswald compró por catálogo y que usó para cambiar la historia había costado menos de veinte dólares.
—Esta es un arma excelente para protegerse —dijo el dependiente al tiempo que extraía el tambor y lo hacía girar: clic-clic-clic-clic-clic—. Letalmente certero hasta quince metros, garantizado, y cualquiera que sea lo bastante estúpido como para intentar limpiarle el dinero se va a acercar mucho más que eso.
—Me lo quedo.
Me preparé para una revisión de mis escasos papeles, pero una vez más había olvidado tener en cuenta la atmósfera relajada y sin pánico de la América en la que vivía ahora. He aquí cómo se completó la transacción: pagué y salí andando tranquilamente con la pistola. No hubo papeleo ni tiempo de espera. Ni siquiera tuve que dar mi dirección.
Oswald había envuelto su arma con una manta y la había escondido en el garaje de la casa donde su esposa vivía con una mujer llamada Ruth Paine. Pero cuando salí de Machen’s con la mía en el maletín, creí saber cómo debió de sentirse: como un hombre que atesora un poderoso secreto. Un hombre que poseía su propio tornado privado.
Un tipo que debería haber estado trabajando en alguna de las fábricas hacía guardia en la entrada del Dólar de Plata Soñoliento fumando un cigarrillo y leyendo el periódico. O, al menos, aparentando que lo leía. No podría jurar que estuviera observándome, aunque, por otro lado, tampoco podría jurar lo contrario.
Era Sin Tirantes.
Esa noche, una vez más me aposté cerca de The Strand, donde la marquesina anunciaba ¡MAÑANA GRAN ESTRENO! ¡CAMINO DE ODIO (MITCHUM) Y LOS VIKINGOS (DOUGLAS)! Otra ración de ACCIÓN EXPLOSIVA en perspectiva para los cinéfilos de Derry.
Dunning, una vez más, cruzó hasta la parada del autobús y montó a bordo. En esta ocasión no le seguí. No había necesidad; sabía adónde iba. Regresé andando a mi nuevo apartamento, buscando de vez en cuando con la mirada a Sin Tirantes. No había rastro de él, y me dije que el hecho de verle frente a la tienda de artículos deportivos no había sido más que una coincidencia. Nada especial. Después de todo, el Dólar de Plata Soñoliento era su antro favorito. Como las fábricas de Derry operaban seis días a la semana, los trabajadores tenían días de descanso rotativos. El jueves podría haber sido el día en que libraba ese tipo, y la próxima semana quizá le encontrara haraganeando por allí el viernes. O el martes.
A la noche siguiente ocupé de nuevo mi puesto en The Strand fingiendo observar el cartel de Camino de odio (¡Robert Mitchum a toda carrera por la autopista más caliente de la tierra!), principalmente porque no tenía otro sitio adonde ir; aún quedaban seis semanas para Halloween, y yo parecía haberme adentrado en la fase de matar el tiempo de nuestro programa. Esta vez, sin embargo, Frank Dunning no cruzó hacia la parada del autobús, sino que caminó hasta la triple intersección de las calles Center, Kansas y Witcham y se quedó allí parado, como indeciso. De nuevo, lucía un aspecto impecable, con pantalones oscuros, camisa blanca, corbata azul y chaqueta de cuadros de color gris claro. Llevaba el sombrero echado hacia atrás. Por un momento pensé que se dirigiría al cine a inspeccionar la autopista más caliente de la tierra, en cuyo caso me alejaría paseando de forma casual hacia Canal Street. Pero giró a la izquierda, hacia Witcham. Le oí silbar. Silbaba bien.
No tenía necesidad de seguirle; no iba a cometer ningún asesinato a martillazos el 19 de septiembre. Pero sentía curiosidad y no tenía nada mejor que hacer. Entró en un restaurante llamado El Farolero, no tan de clase alta como el bar del Town House, pero tampoco se acercaba ni de lejos a los antros de Canal Street. En toda ciudad pequeña hay uno o dos locales fronterizos donde obreros y oficinistas se tratan como iguales, y este parecía esa clase de lugar. Por lo general, el menú ofrecía alguna delicatessen local que hacía que los forasteros se rascaran la cabeza con asombro. La especialidad de El Farolero era algo denominado Migas de Langosta Frita.
Pasé por delante de los amplios ventanales delanteros, holgazaneando más que andando, y vi que Dunning se abría camino por la sala entre saludos. Estrechó manos; palmeó mejillas; cogió el sombrero de un hombre y se lo lanzó a un tipo en la máquina de bolos, quien lo atrapó al vuelo con destreza, provocando la hilaridad general. Un hombre simpático. Siempre gastando bromas. «Ríe y el mundo entero reirá contigo», esa clase de cosas.
Vi que se sentaba a una mesa cercana a la máquina de bolos, y a punto estuve de seguir caminando. Pero me moría de sed. Una cerveza me vendría estupendamente, y una sala abarrotada de gente separaba la barra de El Farolero de la mesa grande donde Dunning se había unido a un grupo exclusivamente formado por hombres. Él no me vería, pero yo podría echarle un ojo por el espejo. Y no aspiraba a presenciar algo demasiado alarmante.
Además, si yo iba a permanecer allí otras seis semanas, era hora de empezar a pertenecer a esa ciudad. Por tanto, di media vuelta y me adentré en el sonido de voces joviales y risas ebrias y Dean Martin cantando «That’s Amore». Las camareras circulaban con jarras de cerveza y bandejas colmadas de lo que debían de ser Migas de Langosta Frita. Por supuesto, no faltaban las columnas ascendentes de humo azulado.
En 1958, siempre hay humo.
—Veo que se está fijando en aquella mesa de allí —dijo una voz a la altura de mi codo. Llevaba en El Farolero tiempo suficiente para haber pedido mi segunda cerveza y una «fuente júnior» de Migas de Langosta. Pensé que al menos debería probarlas, si no siempre me acosaría la duda.
Miré alrededor y vi a un hombrecillo con el cabello engominado peinado hacia atrás, cara redonda y vivarachos ojos negros. Parecía una alegre ardilla. Me sonrió abiertamente y me tendió una mano pequeña como la de un niño. En su antebrazo, una sirena de pechos desnudos agitaba su cola de pez y guiñaba un ojo.
—Charles Frati. Pero puede llamarme Chaz. Todo el mundo lo hace.
Le estreché la mano.
—George Amberson, pero puede llamarme George. También lo hace todo el mundo.
Rió y yo le imité. Se considera de mala educación reírse de los chistes propios (especialmente de los cortos), pero algunas personas son tan simpáticas que nunca tienen que reír solas. Chaz Frati encajaba en esta categoría. La camarera le sirvió una cerveza, y él la alzó.
—Va por usted, George.
—Brindo por eso —dije, y entrechoqué el borde de mi vaso contra el suyo.
—¿Alguien que usted conozca? —preguntó, mirando la mesa grande del fondo por el espejo de detrás de la barra.
—No. —Me limpié la espuma del labio superior—. Es solo que parecen estar pasándoselo mejor que cualquiera de los que estamos aquí, eso es todo.
Chaz sonrió.
—Es la mesa de Tony Tracker. Bien podría tener su nombre grabado en ella. Tony y su hermano Phil son propietarios de una empresa de transporte de mercancías. También poseen más hectáreas de tierra en esta ciudad y alrededores que píldoras para el hígado tiene Carter. Phil no viene mucho por aquí, está la mayor parte del tiempo en la carretera, pero Tony se pierde muy pocas noches de viernes o sábado. Además, tiene un montón de amigos. Siempre se lo pasan bien, pero nadie anima una fiesta igual que Frankie Dunning. Es el cuentachistes. A todo el mundo le gusta el viejo Tones, pero a Frankie le adoran.
—Da la impresión de conocerlos a todos.
—Desde hace años. Conozco a la mayoría de la gente de Derry, pero usted no me suena.
—Eso es porque acabo de llegar. Me dedico a los bienes raíces.
—Para usos comerciales, entiendo.
—Correcto. —La camarera me sirvió las Migas de Langosta y se alejó apresuradamente. El contenido de la fuente tenía aspecto de haberle pasado un camión por encima, pero desprendía un olor delicioso y sabía aún mejor. Cada bocado probablemente equivalía a un billón de gramos de colesterol, pero en 1958 a nadie le preocupaba eso, lo cual supone un gran alivio.
—Ayúdeme con esto —dije.
—No, es todo suyo. ¿Viene de Boston? ¿Nueva York?
Me encogí de hombros y él rió.
—No suelta prenda, ¿eh? Pues no le culpo. Labios sellados hunden barcos. Pero tengo una idea bastante aproximada de en qué está metido.
Me detuve con un tenedor lleno de Migas de Langosta a medio camino de la boca. Hacía calor en El Farolero, pero de repente se me congeló la sangre.
—¿De verdad?
Se inclinó hacia mí. Percibí el olor a gomina Vitalis en su cabello alisado y a refrescante bucal Sen-Sen en su aliento.
—Si dijera «posible construcción de una galería comercial», ¿cantaría un bingo?
Sentí una oleada de alivio. La idea de estar en Derry buscando un emplazamiento para levantar un centro comercial nunca se me había pasado por la cabeza, pero era buena. Guiñé un ojo a Chaz Frati.
—No puedo decirlo.
—No, no, por supuesto. Los negocios son los negocios, siempre lo digo. Dejaremos el tema. Pero si alguna vez se plantea hablar con algún palurdo local sobre un buen asunto, le escucharé encantado. Y para demostrarle que mi corazón alberga buenas intenciones, le daré un pequeño consejo. Si todavía no ha inspeccionado la vieja fundición Kitchener, debería hacerlo. Es un sitio perfecto. Y en cuanto a las galerías comerciales, ¿sabe lo que son, hijo mío?
—La ola del futuro —dije.
Me apuntó con un dedo a modo de pistola y guiñó un ojo. Volví a reír; sencillamente, no pude evitarlo. En parte se debía al mero alivio de descubrir que no todos los adultos de Derry habían olvidado cómo mostrarse cordiales con los extraños.
—Hoyo en uno.
—¿Y a quién pertenecen los terrenos donde se ubica la vieja fundición Kitchener, Chaz? A los hermanos Tracker, supongo.
—He dicho que ellos son los propietarios de la mayoría de las tierras por estos lares, pero no de todas. —Bajó la vista a la sirena—. Milly, ¿debería contarle a George quién es el dueño de ese excelente terreno calificado como suelo comercial a solo tres kilómetros del centro de esta metrópoli?
Milly meneó su cola escamosa y sacudió sus pechos, moldeados como tazas de té. Chaz Frati no apretó el puño para conseguir que ocurriera; los músculos de su antebrazo parecieron moverse por sí solos. Era un buen truco. Me pregunté si también sacaba conejos de chisteras.
—De acuerdo, querida. —Alzó de nuevo la vista hacia mí—. En realidad pertenecen a un servidor. Yo compro lo mejor y dejo el resto para los hermanos Tracker. Los negocios son los negocios. ¿Puedo entregarle mi tarjeta, George?
—Desde luego.
Así lo hizo. La tarjeta decía simplemente CHARLES «CHAZ» FRATI COMPRO-VENDO-CAMBIO. La guardé en el bolsillo de la camisa.
—Si conoce a toda esa gente y ellos le conocen a usted, ¿por qué no está allí en lugar de sentado en la barra con el chico nuevo del barrio? —pregunté.
Chaz Frati primero se mostró sorprendido y luego divertido de nuevo.
—¿Nació en un circo y después le arrojaron de un tren en marcha, o qué?
—Simplemente soy nuevo en la ciudad y aún no estoy enterado de lo que se cuece por aquí. No me lo tenga en cuenta.
—Jamás. Hacen negocios conmigo porque poseo la mitad de los moto hoteles de esta ciudad, los dos cines del centro y el autocine, aparte de un banco y todas las casas de empeño del este y el centro de Maine. Pero no comen ni beben conmigo, ni me invitan a sus casas ni al club de campo porque no soy miembro de la tribu.
—No le sigo.
—Pues que soy judío.
Se fijó en mi expresión y sonrió.
—Usted no lo sabía. Ni aun cuando rehusé comer de su langosta lo sabía. Estoy conmovido.
—Intento comprender por qué debería suponer alguna diferencia —dije.
Se echó a reír como si fuera el mejor chiste que había oído en todo el año.
—Entonces usted no nació en un circo sino en otro planeta.
En el espejo, Frank Dunning estaba hablando. Tony Tracker y sus amigos escuchaban con amplias sonrisas en el rostro. Cuando estallaron en carcajadas como toros mugiendo, me pregunté si habría contado el chiste de los tres negratas atrapados en el ascensor, o quizá uno todavía más divertido y satírico…, sobre tres judíos en un campo de golf, quizá.
Chaz se percató de mi mirada.
—Frank sabe cómo animar una fiesta, desde luego. ¿Sabe dónde trabaja? No, claro, es nuevo en la ciudad, me olvidé. En el mercado de Center Street. Es el carnicero jefe, y también es medio propietario, aunque no lo pregona. ¿Sabe qué? Él es en gran medida la razón de que ese lugar siga en pie y obteniendo beneficios. Atrae a las mujeres como la miel a las abejas.
—¿Sí? Vaya.
—Sí, y también cae bien a los hombres. No siempre se da el caso. A los tíos no siempre les gustan los donjuanes.
Eso me hizo recordar la feroz fijación de mi ex mujer por Johnny Depp.
—Pero ya no es como en los viejos tiempos, cuando se quedaba a beber con ellos hasta la hora de cierre y luego se iban a jugar al póquer a la terminal de carga hasta rayar el alba. Estos días se toma una cerveza o dos y luego sale por la puerta. Usted observe.
Era un patrón de comportamiento que yo conocía de primera mano gracias a los esporádicos esfuerzos de Christy por controlar, que no eliminar, su ingesta de alcohol. Funcionaba durante una temporada, pero tarde o temprano siempre terminaba hundiéndose en el pozo.
—¿Problemas con la bebida? —pregunté.
—No lo sé, pero lo que sí tiene seguro es un problema de mal genio. —Bajó la vista al tatuaje del antebrazo—. Milly, ¿alguna vez te has fijado en cuántos tipos divertidos esconden una vena malvada?
Milly volteó la cola. Chaz me miró con solemnidad.
—¿Ve? Las mujeres siempre lo saben. —Cogió con disimulo una Miga de Langosta y movió cómicamente los ojos de lado a lado. Era un tipo muy divertido, y en ningún momento se me pasó por la cabeza que no fuera quien afirmaba ser. Pero, como el propio Chaz había insinuado, yo estaba en cierto modo en el bando de los ingenuos—. No se lo cuente al rabino Snoresalot.
—Su secreto está a salvo conmigo.
Por la forma en que los hombres de la mesa de Tracker se inclinaban hacia Frank, este se había lanzado con otro chiste. Era la clase de hombre que gesticulaba mucho con las manos. Unas manos grandes. Era fácil imaginar una de ellas empuñando un martillo.
—En el instituto era un mal bicho —dijo Chaz—. Está usted viendo a un tipo que sabe de lo que habla, porque fui con él a la antigua Escuela Consolidada del Condado. Pero mi madre no crió a ningún tonto, así que me mantenía apartado de su camino todo lo posible. Expulsiones a diestro y siniestro, siempre buscando pelea. Se suponía que iría a la Universidad de Maine, pero dejó preñada a una chica y terminó casándose. Uno o dos años más tarde, ella cogió al bebé y se largó. Probablemente fue una decisión inteligente, por la manera de ser de él en aquella época. Frankie era la clase de tipo al que le habría venido bien luchar contra los alemanes o los japos, para sacarse toda aquella furia de dentro, ¿sabe? Pero le declararon no apto para el servicio. Nunca me enteré de por qué. ¿Pies planos? ¿Un soplo en el corazón? ¿Tensión alta? No lo sé. Pero usted no querrá escuchar todos estos chismorreos antiguos.
—Me gustaría —repliqué—. Son interesantes. —Desde luego que sí. Había entrado en El Farolero para remojarme el gaznate y había tropezado con una mina de oro—. Tome otra Miga de Langosta.
—Me ha convencido —dijo, y raudo se echó una a la boca. Mientras masticaba, agitó el pulgar señalando el espejo—. ¿Y por qué no debería? Mire a esos tipos de ahí. La mitad de ellos son católicos y a pesar de todo engullen hamburguesas y bocadillos de beicon y salchichas ¡en viernes! Pero ¿quién se explica la religión, eh?
—Ahí me ha pillado —dije—. Soy metodista no practicante. Supongo que el señor Dunning nunca recibió esa educación universitaria, ¿no?
—No, en la época en que su primera esposa se marchó de casa a la francesa, estaba sacándose el título de troceador de carne, y se le daba bien. Se metió en varios problemas más, y sí, la bebida estuvo de por medio, según he oído; la gente chismorrea una barbaridad, ¿sabe?, y los dueños de las casas de empeños lo oyen todo. El señor Vollander, el propietario del mercado en aquellos días, se sentó con el viejo Frankie y le soltó un sermón. —Chaz meneó la cabeza y pescó otra Miga—. Si Benny Vollander hubiera sabido que Frankie Dunning iba a poseer la mitad del lugar para cuando terminara esa mierda de guerra en Corea, probablemente habría sufrido una hemorragia cerebral. Menos mal que no podemos ver el futuro, ¿verdad?
—Eso complicaría las cosas, está claro.
Chaz se estaba entusiasmando con su historia, y cuando le pedí a la camarera que trajera otro par de cervezas, él no dijo que no.
—Benny Vollander dijo que Frankie era el mejor aprendiz de carnicero que jamás había tenido, pero si volvía a meterse en problemas con la policía (en otras palabras, pelearse cada vez que alguien se tirara un pedo de lado), tendría que echarle. A buen entendedor pocas palabras bastan, dicen, y Frankie se enderezó. Se divorció de esa primera mujer alegando abandono del hogar uno o dos años después de que ella se marchara, y se volvió a casar no mucho más tarde. Para entonces la guerra avanzaba a toda máquina y él podría haber escogido a la mujer que hubiera querido (así de encantador era, ya sabe, y la mayoría de la competencia estaba en ultramar), pero se decidió por Doris McKinney. Era una muchacha adorable.
—Y aún lo es, estoy seguro.
—Absolutamente, vaya. Bonita como un cuadro. Tienen tres o cuatro hijos. Una familia agradable. —Chaz se inclinó de nuevo hacia mí—. Pero Frankie todavía pierde los estribos de vez en cuando, y debió de pagarlo con su mujer la primavera pasada, porque ella apareció en la iglesia con moratones en la cara y una semana después le puso de patitas en la calle. Ahora él vive en una casa de huéspedes, la más cercana a su antiguo hogar que ha podido encontrar. A la espera de que ella le vuelva a aceptar, imagino. Y tarde o temprano lo hará. Él tiene una manera encantadora de… ¡Epa! Mire allá, ¿qué le decía? El tío se marcha.
Dunning se estaba levantando. Los demás hombres clamaban para que volviera a sentarse, pero él sacudió la cabeza y señaló su reloj. Vertió por la garganta el último trago de cerveza y luego se agachó y plantó un beso en la calva de un hombre. Esto provocó un bramido de aprobación que azotó la sala y Dunning cabalgó en la ola hacia la puerta.
Al pasar junto a Chaz, le dio una palmadita en la espalda y dijo:
—Mantén limpia esa nariz, Chazzy; es demasiado larga para que se ensucie.
Y se marchó. Chaz me miró. Me dirigía su alegre sonrisa de ardilla, pero sus ojos no sonreían.
—Qué tipo más salado, ¿verdad?
—Seguro —dije yo.
Soy una de esas personas que no sabe realmente qué piensa hasta que lo escribe, de modo que dediqué la mayor parte de ese fin de semana a tomar notas de lo que había visto en Derry, lo que había hecho y lo que planeaba hacer. Para ampliar la información, decidí explicar en primer lugar cómo había llegado a Derry, y el domingo me di cuenta de que había iniciado un trabajo demasiado extenso para una libreta de bolsillo y un bolígrafo. El lunes salí a comprar una máquina de escribir portátil. Mi intención había sido acudir a la tienda local de artículos de oficina, pero entonces vi la tarjeta de Chaz Frati encima de la mesa de la cocina y decidí ir allí. Estaba en East Side Drive, una casa de empeños casi tan amplia como unos grandes almacenes. Siguiendo la tradición, había tres bolas doradas sobre la puerta, pero también algo más: una sirena de yeso que batía su cola de pez y guiñaba un ojo. Esta, al exhibirse en público, se tapaba los pechos con un biquini. Frati no estaba presente, pero conseguí una espléndida Smith-Corona por doce dólares. Le dije al dependiente que comunicara al señor Frati que George, el tipo de los bienes raíces, había venido.
—Con mucho gusto, señor. ¿Quiere dejar su tarjeta?
Mierda. Tendría que imprimir varias…, lo cual, después de todo, implicaba una visita a Suministros Empresariales Derry.
—Me las he olvidado en la otra chaqueta —dije—, pero creo que se acordará de mí. Tomamos una copa en El Farolero.
Esa tarde empecé a ampliar mis notas.
Me acostumbré a los aviones que pasaban justo por encima de mi cabeza para aterrizar. Contraté el reparto del periódico y la leche: botellas de cristal grueso entregadas en la misma puerta. Al igual que la zarzaparrilla que Frank Anicetti me sirvió en mi primera incursión en 1958, la leche poseía un sabor pleno y delicioso. La nata era aún mejor. Ignoraba si ya se habría inventado la leche en polvo artificial, pero no tenía intención de averiguarlo. ¿Para qué?
Transcurrieron los días. Leí las notas de Al Templeton acerca de Oswald hasta ser capaz de citar largos pasajes de memoria. Visité la biblioteca y leí lo relativo a la plaga de asesinatos y desapariciones que había asolado Derry en 1957 y 1958. Busqué artículos sobre Frank Dunning y su famoso mal genio, pero no encontré ninguno; si alguna vez le arrestaron, la noticia no llegó a la columna Ronda Policial del periódico, una sección bastante larga la mayoría de los días, pero que solía ampliarse a una página entera los lunes, cuando recogía un resumen completo de las fechorías del fin de semana (la mayoría de las cuales acontecían después de que los bares cerraran). La única mención que encontré al padre del conserje se refería a una campaña benéfica en 1955. El mercado de Center Street había donado un diez por ciento de sus ganancias de aquel otoño a la Cruz Roja, para ayudar después de que los huracanes Connie y Diane arremetieran contra la Costa Este; como consecuencia, doscientas personas murieron y las inundaciones en Nueva Inglaterra ocasionaron cuantiosos daños. Había una fotografía del padre de Harry entregando un cheque sobredimensionado al director regional de la Cruz Roja. Dunning lucía la sonrisa propia de una estrella de cine.
No fui más de compras al mercado de Center Street, pero hubo dos fines de semana —el último de septiembre y el primero de octubre— que seguí al carnicero favorito de Derry después de finalizar su media jornada de los sábados tras el mostrador de carne. Con tal fin, alquilé anodinos Chevrolets de Hertz en el aeropuerto. El Sunliner se me antojaba excesivamente llamativo para una operación encubierta.
La tarde del primer sábado acudió a un mercadillo de Brewer en un Pontiac que guardaba en un garaje del centro, de renta mensual, y que raramente usaba durante la semana laboral. El domingo siguiente condujo a su casa de Kossuth Street, recogió a sus hijos, y los llevó a una doble sesión de Disney en el Aladdin. Incluso desde la distancia, Troy, el mayor, parecía soberanamente aburrido, tanto a la entrada del cine como a la salida.
Dunning no entró en la casa ni cuando los recogió ni cuando los devolvió. Al llegar, tocó el claxon para avisarles, y cuando regresaron, aparcó junto al bordillo y vigiló hasta que los cuatro estuvieron dentro. Aun entonces, no se marchó inmediatamente, sino que se limitó a permanecer sentado al volante del Boneville, con el motor al ralentí, fumando un cigarrillo, quizá con la esperanza de que la adorable Doris quisiera salir y hablar. Cuando estuvo seguro de que tal cosa no ocurriría, usó el caminó de entrada de un vecino para dar la vuelta y aceleró, con un chirrido de neumáticos tan fuerte que despidió pequeños mechones de humo azulado.
Me hundí en el asiento de mi coche de alquiler, pero no tenía por qué haberme molestado. En ningún momento miró en mi dirección, y cuando se halló a una buena distancia, le seguí por Witcham Street. Devolvió el coche al garaje donde lo guardaba, hizo una visita a El Farolero para tomarse una solitaria cerveza en el bar prácticamente desierto, y por último regresó andando penosamente y con la cabeza gacha a la pensión de Edna Price en Charity Avenue.
El sábado siguiente, 4 de octubre, recogió a sus hijos y los llevó al partido de fútbol en la Universidad de Maine, en Orono, a unos cincuenta kilómetros de distancia. Yo aparqué en Stillwater Avenue y aguardé a que terminara el partido. En el camino de vuelta, se detuvieron a cenar en el Ninety-Fiver. Estacioné en el extremo más alejado del aparcamiento y esperé a que salieran, pensando en que la vida de un investigador privado debía de ser un coñazo absoluto, independientemente de lo que las películas nos hicieran creer.
Cuando Dunning dejó a sus hijos en casa, el crepúsculo reptaba sobre Kossuth Street. Estaba claro que Troy había disfrutado más con el partido de fútbol que con las aventuras de Cenicienta; salió del Pontiac de su padre sonriendo de oreja a oreja y ondeando un banderín de los Osos Negros. Tugga y Harry también blandían sus respectivos banderines y también parecían llenos de vigor. Ellen, no tanto, pues dormía profundamente. Dunning la llevó en brazos hasta la puerta de la casa. Esta vez la señora Dunning hizo una breve aparición, el tiempo justo para tomar a la pequeña en brazos.
Dunning le dijo algo a Doris. La respuesta de ella no pareció complacerle. Mediaba una distancia demasiado grande para leer la expresión en el rostro del carnicero, pero apuntaba a su esposa con un dedo admonitorio mientras hablaba. Ella escuchó, sacudió la cabeza, dio media vuelta y entró en la casa. Él permaneció allí parado un buen rato, luego se quitó el sombrero y lo sacudió contra la pierna.
Todo muy interesante —e instructivo respecto a la relación— pero, por lo demás, de nulo provecho. No era lo que yo buscaba.
Lo conseguí al día siguiente. Había decidido que ese domingo solo efectuaría dos pasadas de reconocimiento, presintiendo que, incluso con un coche de alquiler marrón oscuro que casi se fundía con el paisaje, si hacía más me arriesgaría a delatar mi presencia. No advertí nada en la primera y supuse que probablemente se quedaría bajo techo, y ¿por qué no? Ese domingo había amanecido gris y caía una fina llovizna. Seguramente estaría viendo los deportes en la televisión con el resto de los huéspedes, todos ellos fumando y encapotando el salón con nubes de tormenta.
Pero me equivocaba. Justo cuando enfilaba Witcham para mi segunda pasada, le vi caminando hacia el centro, vestido con unos vaqueros azules, una cazadora y un sombrero impermeable de ala ancha. Le adelanté con el coche y aparqué en Main Street a una manzana más arriba del garaje. Veinte minutos más tarde, le seguía fuera de la ciudad en dirección oeste. El tráfico no era muy denso y me mantuve a cierta distancia.
Su destino resultó ser el cementerio Longview, a unos tres kilómetros más allá del Autocine Derry. Se detuvo junto a un puesto floral que había enfrente y, al pasar, vi que compraba dos cestas de flores otoñales a una anciana que sostuvo en alto un paraguas negro sobre ambos durante la transacción. Observé por el espejo retrovisor que ponía las flores en el asiento del pasajero, montaba en el coche y tomaba la carretera de acceso al cementerio.
Di la vuelta y retorné a Longview. Aunque implicara un riesgo, debía exponerme, porque la situación era tentadora. El aparcamiento estaba vacío a excepción de dos camionetas cargadas con equipo de mantenimiento bajo una lona impermeable y una vieja pala mecánica abollada que parecía un excedente de guerra. Ni rastro del Pontiac de Dunning. Crucé el aparcamiento hacia la pista de grava que se internaba en el mismo cementerio, el cual era enorme y se extendía a lo largo de varias hectáreas de terreno accidentado.
Ya en el camposanto, diversas calles más estrechas se escindían de la vía principal. Jirones de niebla se elevaban de las hondonadas y los valles, y la llovizna empezaba a condensarse en lluvia. No era un buen día para visitar a los difuntos queridos, en definitiva, y Dunning tenía el lugar para él solo. Su Pontiac, aparcado en uno de los ramales a medio camino de la cima de una colina, era fácil de localizar. Estaba colocando los cestos de flores delante de dos tumbas alineadas una al lado de la otra. Sus padres, supuse, pero en realidad no me importaba. Di media vuelta con el coche y le dejé que continuara en privado.
Para cuando estuve de vuelta en mi apartamento de Harris Avenue, aquel primer chaparrón otoñal ya batía contra la ciudad. En el centro, el canal estaría rugiendo, y aquel peculiar zumbido que brotaba del asfalto en la Ciudad Baja se apreciaría más que nunca. El veranillo de San Martín tocaba a su fin. Tampoco me importaba. Abrí mi libreta, pasé las hojas casi hasta el final antes de encontrar una página en blanco, y escribí: «5 de octubre, 15.45 h. Dunning en cement. Longview, pone flores en tumbas de sus padres (?). Llueve».
Tenía cuanto quería.