En las semanas que precedieron a Halloween, el señor George Amberson inspeccionó casi todas las propiedades calificadas como suelo comercial en Derry y en los pueblos vecinos.
Sabía bien que no me aceptarían como a un lugareño en tan poco tiempo, pero quería que los habitantes de Derry se acostumbraran a la visión de mi Sunliner descapotable rojo, que formara parte del decorado. Ahí va el tipo de la inmobiliaria, ya lleva aquí casi un mes. Si sabe lo que se hace, a lo mejor alguien saca un buen pellizco.
Cuando la gente me preguntaba qué buscaba, respondía con un guiño y una sonrisa. Cuando la gente me preguntaba cuánto tiempo me quedaría, decía que era difícil calcularlo. Aprendí la geografía de la ciudad, y empecé a aprender la geografía verbal de 1958. Aprendí, por ejemplo, que la guerra significaba Segunda Guerra Mundial; el conflicto, Corea. Ambas habían terminado, adiós y buen viaje. A la gente le preocupaba Rusia y la denominada «brecha de los misiles», pero no demasiado. A la gente le preocupaba la delincuencia juvenil, pero no demasiado. La economía estaba en recesión, pero la gente había vivido épocas peores. Cuando regateabas con alguien, era totalmente correcto decir que racaneabas como un judío (o estafabas como un gitano). Las golosinas de a penique incluían gominolas, gusanitos y caramelos de goma negra con forma de bebé llamadas «negritos». En el sur regían las leyes de Jim Crow. En Moscú, Nikita Khrushchev bramaba amenazas. En Washington, el presidente Eisenhower repetía cansinamente sus frases de buen ánimo.
Me propuse inspeccionar la extinta fundición Kitchener poco después de hablar con Chaz Frati. Se trataba de un gran solar vacío cubierto de malas hierbas al norte de la ciudad, y sí, sería el emplazamiento perfecto para una galería comercial una vez que la extensión de la Autovía Milla Por Minuto alcanzara este punto. Pero el día que la visité —después de tener que abandonar el coche y caminar cuando la carretera se convirtió en un reguero de escombros que destrozaría los amortiguadores— bien podría confundirse con las ruinas de una antigua civilización. («Contemplad mi obra, oh poderosos, y desesperad.») Columnas de cascotes y vestigios oxidados de maquinaria afloraban de la hierba alta. En el centro yacía una larga chimenea de cerámica con los bordes ennegrecidos por el hollín y su enorme boca llena de oscuridad. Agachando la cabeza y encorvándome, habría podido internarme en ella, y no soy un hombre bajo.
Vi mucho de Derry en aquellas semanas que precedieron a Halloween, y sentí mucho Derry. Los residentes de hace tiempo me trataron bien, pero —con una sola excepción— nunca intimaban. Chaz Frati constituía la excepción, y en retrospectiva supongo que sus espontáneas revelaciones deberían haberme extrañado, pero tenía demasiadas cosas en la cabeza y Frati no parecía tan importante. A veces te encuentras con gente simpática, eso es todo, pensé, y no le di más vueltas. Claro que no sospechaba ni remotamente que un hombre llamado Bill Turcotte había instigado a Frati para que lo hiciera.
Bill Turcotte, también conocido como Sin Tirantes.
Bevvie-la-del-ferry había dicho que los malos tiempos en Derry habían terminado, pero cuanto más veía (y cuanto más sentía, principalmente), más me inclinaba a creer que Derry no era como otros lugares. Derry no estaba bien. Al principio traté de convencerme de que era yo y no la ciudad. Yo era un hombre dislocado, un beduino temporal, y cualquier lugar me habría parecido extraño, un poco distorsionado, como una ciudad de pesadilla sacada de esas peculiares novelas de Paul Bowles. Al principio resultaba convincente, pero a medida que transcurrían los días y continuaba explorando mi nuevo hábitat, la idea perdía fuerza. Empecé incluso a cuestionar la aseveración de Beverly Marsh de que los malos tiempos habían terminado, y sospechaba (las noches en que no podía dormir, y no fueron pocas) que ella misma lo cuestionaba. ¿No había vislumbrado en sus ojos una semilla de duda? ¿La mirada de quien no cree del todo pero quiere creer? ¿Quizá incluso que necesita creer?
Algo malo, algo pernicioso.
Ciertas casas vacías que parecían mirar como los rostros de las personas que sufren una terrible enfermedad mental. Un granero vacío en las afueras de la ciudad, la puerta del pajar que oscilaba sobre oxidados goznes, abriéndose y cerrándose lentamente, primero revelando oscuridad, luego ocultándola, luego revelándola. Una valla astillada en Kossuth Street, a solo una manzana de la casa donde vivían la señora Dunning y sus hijos. Aquella valla me daba la impresión de que algo —o alguien— se había abalanzado sobre ella hacia los Barrens. Un parque de recreo vacío con un tiovivo que giraba lentamente aun cuando no había niños que lo empujaran ni viento apreciable para moverlo. Sus cojinetes ocultos chirriaban al moverse. Un día divisé una figura de Jesucristo toscamente tallada que bajaba flotando por el canal y se introducía en el túnel que discurría bajo la calle. Tenía un metro de longitud. Los dientes asomaban de unos labios cuarteados en un mohín de desagrado. Una corona de espinas, torcida de modo desenfadado, cercaba la frente; lágrimas de sangre pintadas caían de los extraños ojos blancos de la efigie. Parecía un fetiche de poder mágico. En el denominado Puente de los Besos, en el parque Bassey, entre declaraciones de espíritu escolar y amor imperecedero, alguien había grabado las palabras MATARÉ A MI MADRE PRONTO, y alguien había añadido debajo: NO LO BASTANTE LA ENFERMEDAD YA LA DEBORA. Una tarde, mientras paseaba por el margen este de los Barrens, oí un terrible quejido y al levantar la mirada divisé la silueta de un hombre delgado en el puente del ferrocarril Great Southern & Western Maine, a no mucha distancia. En la mano blandía una vara arriba y abajo, como si estuviera golpeando algo. El gemido cesó y pensé: Era un perro y ha acabado con él. Lo llevó allí con una correa de cuerda y lo mató a palos. No había forma de que pudiera saber eso, por supuesto… pero lo sabía. Estuve seguro entonces, y lo estoy ahora.
Algo malo.
Algo pernicioso.
¿Alguno de estos sucesos guarda relación con la historia que estoy narrando? ¿La historia sobre el padre del conserje y sobre Lee Harvey Oswald (aquel de la sonrisita satisfecha que decía «conozco un secreto» y los peculiares ojos grises que nunca llegaban a encontrarse con los tuyos)? No lo sé con certeza, pero puedo contaros una cosa más: había algo dentro de aquella chimenea derrumbada en la fundición Kitchener. No sé qué era, y no quiero saberlo, pero en la boca del armatoste advertí un cúmulo de huesos roídos y un diminuto collar mordisqueado con un cascabel. Un collar que seguramente había pertenecido al querido gatito de algún niño. Y en el interior del conducto —en las profundidades de aquel descomunal agujero— algo se movía y se arrastraba.
«Entra a ver —parecía susurrar ese algo en mi cabeza—. Olvídate de todo lo demás, Jake. Entra a ver. Entra a visitarme. El tiempo aquí no importa; aquí, el tiempo flota. Sabes que quieres hacerlo, sabes que sientes curiosidad. A lo mejor es otra madriguera de conejo. Otro portal.»
Quizá lo fuera, pero no lo creía. Creo que ahí dentro habitaba Derry, todo lo que andaba mal en ella, todo lo que estaba torcido, escondida en el conducto. Hibernando. Dejando que la gente pensara que los malos tiempos se habían acabado, aguardando a que se relajaran y olvidaran incluso que en una ocasión existieron malos tiempos.
Me marché a toda prisa, y nunca más regresé a aquella parte de Derry.
Un día de la segunda semana de octubre —para entonces los robles y los olmos de Kossuth Street eran un derroche de oro y rojo— visité de nuevo el extinto Centro Recreativo West Side. Ningún cazarrecompensas inmobiliario que se preciara obviaría investigar a fondo las posibilidades de una propiedad privilegiada como esa, y pregunté a varias personas en la calle cómo era por dentro (un candado impedía la entrada, por supuesto) y cuándo había cerrado.
Una de las personas con las que hablé fue Doris Dunning. «Bonita como un cuadro», así la había descrito Frati, con un cliché generalmente sin sentido, pero en este caso acertado. Los años habían dejado algunas arrugas en su rostro, finas en torno a los ojos, más profundas en las comisuras de la boca, pero poseía una tez exquisita y una tremenda figura con grandes pechos (en 1958, en el apogeo de Jayne Mansfield, los pechos grandes se consideran más atractivos que embarazosos). Hablamos en la escalinata de la puerta. Invitarme a entrar a una casa vacía estando los niños en el colegio habría sido indebido y sin duda objeto de los cotilleos del vecindario, especialmente cuando el marido «vivía fuera». Tenía un trapo para el polvo en una mano y un cigarrillo en la otra. Un bote de abrillantador de madera sobresalía del bolsillo de su delantal. Como la mayoría de la gente de Derry, se mostró educada pero distante.
Sí, declaró, cuando todavía funcionaba, el West Side había sido una instalación estupenda para los niños. Era bueno tener tan cerca un lugar así adonde pudieran ir después del colegio y corretear todo lo que quisieran. Ella veía el patio y la cancha de baloncesto desde la ventana de la cocina, y fue muy triste ver cómo lo vaciaban. Dijo que creía que lo habían cerrado por una serie de recortes presupuestarios, pero su manera de mover los ojos y apretar la boca me sugería algo más: que se había cerrado durante la serie de infanticidios y desapariciones. La cuestión presupuestaria probablemente fue secundaria.
Le di las gracias y le entregué una de mis recién impresas tarjetas. La cogió, me dedicó una sonrisa distraída, y cerró la puerta. Fue un golpe suave, no un portazo, pero oí un ruido metálico al otro lado y supe que estaba corriendo la cadena.
Pensé que el centro recreativo serviría a mis propósitos en Halloween, aunque no me gustaba del todo. No planteaba problemas para entrar, y una de las ventanas delanteras me ofrecería una estupenda visión de la calle. Podría ser que Dunning no llegara a pie, pero sabía qué coche conducía. Sucedería después del anochecer, según la redacción de Harry, pero había farolas.
Por supuesto, la visibilidad era un arma de doble filo. A menos que el carnicero fijara totalmente su atención en lo que se proponía hacer, había muchas probabilidades de que Dunning me viera correr hacia él. Yo tenía la pistola, pero solo podía confiar en un tiro certero a una distancia máxima de quince metros. Necesitaría acercarme aún más antes de arriesgar un disparo, porque en la noche de Halloween seguro que Kossuth Street bulliría de duendes y fantasmas de estatura diminuta. Tampoco podía esperar a que el carnicero irrumpiera en la casa para abandonar mi escondite, porque, según la redacción, el marido separado de Doris Dunning se había puesto manos a la obra inmediatamente. Para cuando Harry salió del cuarto de baño, todos ellos habían caído y todos excepto Ellen estaban muertos. Si esperaba, vería lo mismo que vio Harry: el cerebro de su madre empapando el sofá.
No había surcado más de medio siglo para salvar una sola vida. ¿Y qué si me veía llegar? Yo sería el hombre de la pistola; Dunning, el hombre del martillo (probablemente birlado de la caja de herramientas de su pensión). Si se lanzaba corriendo hacia mí, podría sacar ventaja. Actuaría como un payaso de rodeo, distrayendo al toro. Haría cabriolas y gritaría hasta que se pusiera a tiro, y entonces le metería dos balas en el pecho.
Suponiendo que fuera capaz de apretar el gatillo, claro.
Y suponiendo que la pistola disparase. La había probado en una cantera de grava a las afueras de la ciudad, y parecía funcionar bien… pero el pasado es obstinado.
No quiere ser cambiado.
Tras recapacitar detenidamente, se me ocurrió que podría haber una ubicación aún mejor para mi operación de vigilancia de la noche de Halloween. Necesitaría una pizca de suerte, pero tal vez no demasiada. «Dios sabe que hay cantidad de propiedades en venta por estos lares», había asegurado Fred Toomey, el barman, en mi primera noche en Derry. Mis exploraciones lo habían confirmado. A raíz de los asesinatos (y la gran inundación del 57, no lo olvidéis), parecía que media ciudad estuviera en venta. En un lugar menos taciturno, a estas alturas un supuesto corredor inmobiliario como yo probablemente ya habría sido galardonado con la llave de la ciudad y un fin de semana salvaje con Miss Derry.
Una calle que no había inspeccionado era Wyemore Lane, a una manzana al sur de Kossuth Street, lo que implicaba que los patios traseros de ambas calles serían colindantes. No perdería nada por comprobarlo.
El 206 de Wyemore, que quedaba directamente detrás de la casa de los Dunning, estaba habitado, pero la casa contigua a la izquierda —el 202— se presentaba como una plegaria atendida. La pintura gris parecía fresca y el tejado de madera era nuevo, pero los postigos estaban cerrados a cal y canto. En el césped rastrillado había un letrero amarillo y verde que había visto por toda la ciudad: EN VENTA POR ESPECIALISTAS INMOBILIARIOS DE DERRY. Este me invitaba a llamar al especialista Keith Haney para discutir la financiación. No tenía intención de hacerlo, pero aparqué mi Sunliner en el camino de entrada recién asfaltado (alguien estaba poniendo toda la carne en el asador para vender esa casa) y caminé hacia el patio trasero con la cabeza alta, los hombros rectos, grande como el demonio. Había descubierto muchas cosas mientras exploraba mi nuevo hábitat, y una de ellas era que si actuabas como si pertenecieras a cierto sitio, la gente se lo creía.
El césped del patio estaba perfectamente cortado, rastrillado y limpio de hojas para que luciera su aterciopelado verdor. El alero del garaje daba cobijo a un cortacésped manual cuyas cuchillas rotativas estaban protegidas por una lona verde impermeable. Junto a la puerta inclinada del sótano había una caseta con un cartel que mostraba en todo su esplendor al Keith Haney más minucioso: AQUÍ VIVE TU CHUCHO. Dentro, un desplantador de jardín y unas tijeras de podar sujetaban, a modo de pisapapeles, una pila de bolsas sin usar para recoger hojas secas. En 2011, las herramientas se guardaban bajo llave; en 1958, alguien comprobaba que no se encontraban a la intemperie y lo daba por bueno así. No me cabía duda de que la casa estaría cerrada, pero no importaba. No tenía interés en forzar la entrada.
Al fondo del patio del 202 de Wyemore se elevaba un seto de aproximadamente metro ochenta de altura. No tan alto como yo, en otras palabras, y aunque era exuberante, un hombre podría abrirse paso a través de él con facilidad si no le importaban unos pocos arañazos. Lo mejor de todo es que cuando me acerqué al rincón de la derecha, que quedaba detrás del garaje, pude divisar diagonalmente el patio trasero de la casa Dunning. Vi dos bicicletas, una Schwinn de niño, de pie sobre la pata de apoyo, y otra tendida de costado como un poni muerto, la de Ellen Dunning. Las dos ruedecillas eran inconfundibles.
Había, además, un montón de juguetes desparramados. Uno de ellos era el rifle de aire comprimido Daisy de Harry Dunning.
Si alguna vez habéis actuado en una compañía de teatro amateur —o dirigido una función estudiantil, cosa que hice en varias ocasiones durante mi época en el instituto—, sabréis cómo fueron los días previos a Halloween para mí. Al principio, en los ensayos se disfruta de un ambiente distendido. Abundan las improvisaciones, los chistes, las payasadas, los flirteos, estos especialmente numerosos mientras terminan de establecerse las polaridades sexuales. En esos primeros ensayos, si alguien la pifia en una frase o pierde su pie de entrada, proporciona una ocasión para reírse. Si un actor se retrasa quince minutos, puede que se gane una suave reprimenda, pero probablemente nada más.
Luego la noche del estreno empieza a parecer una posibilidad real en lugar de un sueño ridículo. Las improvisaciones se reducen, al igual que las payasadas, y aunque los chistes se mantienen, las risas con que son recibidos evidencian una tensión nerviosa de la que carecían antes. Las pifias y las entradas a destiempo empiezan a parecer más exasperantes que divertidas. Cuando los decorados están montados y faltan pocos días para el estreno, un actor que se presente tarde a un ensayo tiene todas las papeletas para ganarse un serio rapapolvo del director.
Llega la noche del estreno. Los actores se visten y se maquillan. Algunos están absolutamente aterrorizados; ninguno se siente preparado del todo. Pronto habrán de enfrentarse a una sala llena de gente que ha venido a ver cómo se pavonean. Por fin ha llegado lo que parecía imposiblemente lejano en los días en que los movimientos en escena se planificaban en un escenario desnudo. Y antes de que se alce el telón, Hamlet, Willie Loman o Blanche DuBois se precipitará al cuarto de baño más cercano y vomitará. Nunca falla.
Creedme en lo referente a los vómitos. Lo sé.
En las horas previas al amanecer del día de Halloween, me encontré a mí mismo no en Derry sino en el océano. Un océano tormentoso. Me aferraba a la barandilla de una embarcación grande —un yate, creo— que estaba a punto de naufragar. Ráfagas huracanadas impulsaban sábanas de lluvia que me azotaban el rostro. Olas enormes, negras en la base, de un verde cuajado y espumoso en la cresta, se abalanzaron sobre mí. El yate se elevó, viró, y luego cayó a plomo con un violento movimiento en espiral.
Desperté de ese sueño con el corazón desbocado y las manos aún curvadas por intentar aferrarse a la barandilla que mi cerebro había inventado. Salvo que no se trataba solo de mi cerebro, porque la cama aún subía y bajaba. Mi estómago parecía haber soltado las amarras de los músculos que debían mantenerlo en su sitio.
En momentos así, el cuerpo casi siempre se muestra más sabio que el cerebro. Aparté la manta y esprinté hacia el cuarto de baño, derribando de una patada la odiosa silla amarilla al cruzar la cocina a la carrera. Más tarde me dolerían los dedos de los pies, pero en ese momento apenas lo noté. Intenté cerrar la garganta, pero solo logré una victoria parcial. Percibí un extraño sonido que se filtraba hacia la boca. Ulk-ulk-urp-ulk, algo similar. Mi estómago era el yate, elevándose primero y desplomándose luego en una horrible espiral. Caí de rodillas delante del inodoro y expulsé la cena. Después vino el almuerzo y el desayuno del día anterior: oh, cielos, huevos con jamón. Solo con pensar en toda aquella grasa reluciente regresaron las náuseas. Hubo una pausa, y entonces me sentí como si cada comida ingerida durante la última semana estuviera abandonando el edificio.
Justo cuando empezaba a creer que ya había pasado, mis tripas se retorcieron con un terrible espasmo líquido. Me puse en pie trastabillando, bajé la tapa del inodoro de un manotazo, y me las arreglé para sentarme antes de expulsarlo todo con un acuoso plaf.
Pero no. Eso no fue todo, todavía no. Mi estómago se montó en otro mareante sube y baja justo cuando los intestinos volvían a la carga. Solo quedaba una cosa que pudiera hacer, y la hice: me incliné hacia delante y vomité en el lavabo.
Así continuó hasta el mediodía del día de Halloween. Para entonces, mis dos puertos de eyección no producían nada salvo gachas caldosas. Cada vez que devolvía, cada vez que sufría retortijones, pensaba lo mismo: El pasado no quiere ser cambiado. El pasado es obstinado.
Pero cuando Frank Dunning apareciera esa noche, tenía la firme intención de estar allí. Aun cuando siguiera echando las entrañas y cagando lodo, tenía la firme intención de estar allí. Aun cuando significara mi muerte, tenía la firme intención de estar allí.
El señor Keene, propietario de la farmacia de Center Street, atendía el mostrador cuando entré aquella tarde de viernes. Un ventilador de madera en el techo levantaba lo que le quedaba de pelo en una danza temblorosa: telarañas en una brisa de verano. Su simple visión bastó para que mi castigado estómago diera otro bandazo de advertencia. A pesar de la bata blanca de algodón, se notaba que era un hombre flacucho, con aspecto casi demacrado, y cuando me vio, sus labios pálidos se arrugaron en una sonrisa.
—Parece usted un poco pachucho, amigo.
—Antidiarreico Kaopectate —pedí con una voz ronca que no sonaba como la mía—. ¿Tiene?
Me pregunté si lo habrían inventado ya.
—¿Estamos sufriendo de algún virus en el estómago? —La luz del techo se reflejó en las lentes de sus anteojos pequeños sin montura y resbaló cuando el farmacéutico movió la cabeza. Como mantequilla por una sartén, pensé, y como consecuencia el estómago me dio otra embestida—. Está por toda la ciudad. Me temo que le quedan por delante veinticuatro horas bastante repugnantes. Lo más probable es que sea un germen, pero tal vez utilizó usted un servicio público y olvidó lavarse las manos. Hay muchas personas perezosas a la hora de…
—¿Tiene Kaopectate o no?
—Claro. Segundo pasillo.
—Calzones para la incontinencia. ¿Dónde?
Los finos labios se desplegaron en una amplia sonrisa burlona. Los calzones para la incontinencia son graciosos, no lo niego. A menos, por supuesto, que sea uno mismo quien los necesite.
—Quinto pasillo. Aunque no le harán falta si no se aleja mucho de casa. Por su palidez, señor…, y por cómo suda…, quizá fuera lo más prudente.
—Gracias —dije, y me imaginé propinándole un puñetazo en toda la boca y enviando su dentadura garganta abajo. Chupa un poco de dentífrico, colega.
Hice las compras despacio, pues no deseaba agitar mis licuados intestinos más de lo necesario. Cogí el Kaopectate (¿tamaño económico?, vale) y después los calzones para la incontinencia (¿talla grande de adulto?, vale). Estos se encontraban en la sección de suministros de ostomía, entre las bolsas de enema y unas amenazadoras mangueras de plástico amarillo cuya función no quería saber. También había pañales para adultos, pero a eso me oponía rotundamente. Rellenaría los calzones con paños de cocina si fuera preciso. Esa imagen me hizo gracia, y pese a mi sufrimiento tuve que hacer esfuerzos para no reírme. En mi delicado estado, la risa podría acarrear un desastre.
Como si presintiera mi suplicio, el esquelético farmacéutico marcó los artículos en la caja registradora a cámara lenta. A la hora de pagar, le tendí un billete de cinco dólares con una mano que temblaba apreciablemente.
—¿Algo más?
—Solo una cosa. Me siento fatal, usted ve que me siento fatal, entonces ¿por qué cojones se está riendo de mí?
El señor Keene retrocedió un paso, los labios perdiendo su sonrisa.
—No me estoy riendo, se lo aseguro. Espero sinceramente que se mejore.
Mis tripas se retorcieron. Me tambaleé un poco, agarrando la bolsa de papel que contenía mis cosas, y con la mano libre me aferré al mostrador.
—¿Hay cuarto de baño?
La sonrisa reapareció.
—Para los clientes no, me temo. ¿Por qué no prueba en alguno de los… los establecimientos de la acera de enfrente?
—Menudo cabrón está hecho, ¿verdad? Un ciudadano de Derry ejemplar.
Se puso rígido, me dio la espalda y emigró airadamente a la tenebrosa región donde se almacenaban las pastillas, los polvos y los jarabes.
Con andar lento, dejé atrás la fuente de soda y salí por la puerta. Me sentía como un hombre de cristal. El día era frío, la temperatura no superaba los siete grados, pero notaba la piel ardiendo por el sol. Y pegajosa. Mis tripas volvieron a retorcerse y permanecí inmóvil durante un momento con la cabeza gacha, un pie en la acera y otro en la alcantarilla. El retortijón pasó. Crucé la calle sin fijarme en el tráfico y alguien tocó una bocina. Refrené el impulsó de hacer un corte de mangas al que había pitado, pero solo porque ya tenía suficientes problemas. No podía arriesgarme a enzarzarme en una pelea; ya estaba metido en una.
El retortijón atacó de nuevo, un cuchillo de doble filo en el bajo vientre. Eché a correr. El bar más cercano era el Dólar de Plata Soñoliento, así que abrí su puerta de un tirón y empujé mi desdichado cuerpo hacia la semioscuridad y hacia el olor a levadura y cerveza. En la rockola, Conway Twitty cantaba con un gemido que solo era una fantasía. Ojalá hubiera sido cierto.
El lugar se encontraba desierto a excepción de por un solitario cliente, sentado a una mesa vacía, que me miraba con ojos sorprendidos, y el tabernero reclinado sobre la barra, que hacía el crucigrama del periódico. Este alzó la vista.
—Baño —dije—. Deprisa.
Apuntó con el dedo la parte de atrás y esprinté hacia las puertas señaladas como CHIVOS y CHIVAS. Empujé la primera con el brazo estirado, como un defensa en busca de campo abierto para correr. El lugar apestaba a mierda, humo de cigarrillos y cloro, que escocía en los ojos. El único váter no tenía puerta, lo que probablemente fue una suerte. Me despojé de los pantalones como Superman llegando tarde al atraco de un banco, giré sobre los talones y me dejé caer.
Justo a tiempo.
Cuando la última de las agonías hubo pasado, saqué de la bolsa el frasco gigante de Kaopectate y bebí tres tragos largos con avidez. El estómago se revolvió y contraataqué para mantenerlo en su sitio. Cuando estuve seguro de que retendría la primera dosis, me tomé una segunda, eructé, y lentamente volví a enroscar el tapón. A mi izquierda, vi que en la pared alguien había dibujado un pene y unos testículos. Los testículos estaban rajados y chorreaban sangre. Debajo de esta encantadora imagen, el artista había escrito: HENRY CASTONGUAY LA PRÓXIMA VEZ QUE TE FOLLES A MI MUJER ESTO ES LO QUE TE LLEVARÁS.
Cerré los ojos y, al hacerlo, vi al sorprendido cliente que había presenciado mi carga hacia el cuarto de baño. Pero ¿se trataba de un cliente? No había nada en su mesa; simplemente estaba allí sentado. Con los ojos cerrados, pude ver claramente su rostro. Era un rostro que conocía.
Cuando regresé al bar, Ferlin Husky había relevado a Conway Twitty, y Sin Tirantes no estaba. Me acerqué al tabernero y dije:
—Había un tipo ahí sentado cuando entré. ¿Quién era?
Levantó los ojos del crucigrama.
—Yo no he visto a nadie.
Saqué la cartera, extraje un billete de cinco, y lo deposité en la barra al lado de un posavasos de cerveza Narragansett.
—El nombre.
El tabernero mantuvo una breve y silenciosa conversación consigo mismo, echó un vistazo al tarro de las propinas que estaba junto a otro que contenía huevos encurtidos, no vio nada salvo una solitaria moneda de diez centavos, e hizo desaparecer el billete.
—Era Bill Turcotte.
El nombre no significaba nada para mí. La mesa vacía tampoco podría significar nada, aunque por otro lado…
Puse sobre la barra al hermano gemelo de Abe el Honesto.
—¿Vino aquí para vigilarme?
Si la respuesta era afirmativa, significaba que me había estado siguiendo. Y quizá no solo ese día. Pero ¿por qué?
El tabernero apartó el billete.
—Lo único que sé es que suele venir por aquí a beber cerveza, y mucha.
—Entonces, ¿por qué se ha marchado sin tomarse una?
—Tal vez miró en su cartera y no encontró nada más que su carnet de la biblioteca. ¿Me parezco a la bruja Bridey Murphy o qué? Ahora que ya me ha dejado un cuarto de baño apestoso, ¿por qué no pide algo o se larga?
—Ya apestaba de lo lindo antes de que yo entrara, amigo.
No valía mucho como frase de mutis, pero fue lo mejor que se me ocurrió dadas las circunstancias. Salí y me quedé parado en la acera buscando a Turcotte. No había rastro de él, pero Norbert Keene estaba asomado a la ventana de su farmacia, con las manos entrelazadas a la espalda, observándome. Su sonrisa se había esfumado.
A las cinco y veinte de aquella tarde aparqué mi Sunliner en el solar contiguo a la iglesia baptista de Witcham Street. Tenía multitud de compañía; según el tablón de anuncios, el templo albergaba una reunión de AA desde las cinco. En el maletero del Ford guardaba todas las posesiones que había reunido durante mis siete semanas como residente en la ciudad que ya denominaba la Villa Singular. Los únicos artículos indispensables estaban en el maletín Lord Buxton que Al me había dado: sus notas, las mías, el manuscrito fragmentario en el que estaba trabajando y el dinero que me quedaba. Gracias a Dios conservaba la mayoría en una forma fácilmente transportable.
En el asiento a mi lado estaba la bolsa de papel que contenía el frasco de Kaopectate —ahora tres cuartas partes vacío— y los calzones para la incontinencia. Afortunadamente, no creía que fuera a necesitarlos, el estómago y los intestinos parecían haberse asentado y ya no me temblaban las manos. En la guantera, media docena de chocolatinas Payday cubrían mi .38 Especial de la policía. Añadí estos artículos a la bolsa. Más tarde, cuando me hallara en posición entre el garaje y el seto del 202 de Wyemore Lane, cargaría la pistola y me la colgaría del cinturón. Como un criminal de pacotilla en una película de serie B de esas que se exhibían en The Strand.
Quedaba otro artículo más en la guantera: un número de TV Guide que mostraba a Fred Astaire y Barrie Chase en la portada. Por enésima vez desde que compré la revista en el quiosco de Main Street, comprobé la programación del viernes:
20.00, Canal 2: Las nuevas aventuras de Ellery Queen, George Nader, Les Tremayne. «Tan rica, tan hermosa, tan muerta.» Un maquinador corredor bursátil (Whit Bissell) acecha a una acaudalada heredera (Eva Gabor). Ellery y su padre investigarán el caso.
Metí la revista en la bolsa con el resto de las cosas —como amuleto, principalmente—, después salí del coche, cerré con llave, y partí hacia Wyemore Lane. Pasé al lado de varios padres y madres que habían salido al truco o trato con niños demasiado pequeños para ir solos. Calabazas talladas sonreían alegremente desde numerosos porches, y un par de peleles de paja me miraron fijamente con ojos inexpresivos.
En Wyemore Lane, caminaba por el centro de la acera como si tuviera todo el derecho a estar allí. Un adulto venía hacia mí, sujetando de la mano a una niña que iba disfrazada con unos pendientes de aro de gitana, el pintalabios rojo de mamá y grandes orejas negras de plástico a modo de diadema sobre una peluca de pelo rizado. Cuando se acercaron, saludé al padre levantándome el sombrero y me agaché a la altura de la niña, que llevaba su propia bolsa de papel.
—¿Y tú quién eres, cielo?
—Annette Funichelo —respondió ella—. Es la Mouseketeer más guapa.
—Igual de guapa que tú —señalé—. ¿Y ahora qué se dice?
Puso cara de perplejidad, por lo que su padre se inclinó sobre ella y le susurró algo al oído. El rostro de la niña se iluminó con una sonrisa.
—¡Trugoo trato!
—Correcto —dije—. Pero nada de trucos esta noche. —Excepto el que yo esperaba ejecutar con el hombre del martillo.
Saqué una chocolatina de mi bolsa (tuve que hurgar por debajo de la pistola para cogerla), y se la tendí. Ella abrió la bolsa y la dejé caer dentro. Yo no era más que un tipo en la calle, un perfecto extraño en una ciudad que habría sido acosada por una serie de crímenes terribles no mucho tiempo atrás, pero percibí la misma confianza ingenua en el rostro del padre y de la hija. Los días de los caramelos adulterados con LSD pertenecían a un futuro lejano (como también los días de las advertencias de NO USAR SI EL PRECINTO ESTÁ ROTO).
El padre volvió a susurrarle algo a la niña.
—Muchas gracias, señor —dijo Annette Funichelo.
—Muchas de nadas. —Le guiñé un ojo al padre—. Que disfruten de la noche.
—Mañana por la mañana le dolerá el estómago —dijo el padre, pero sonrió—. Vamos, Calabacita.
—¡Soy Annette! —exclamó ella.
—Lo siento, lo siento. Vamos, Annette. —Me dirigió una sonrisa, se despidió levantando su propio sombrero, y partieron de nuevo en busca del botín.
Continué hacia el 202 sin demasiada prisa. Habría silbado si no hubiera tenido los labios tan secos. En el camino de entrada a la casa arriesgué una rápida mirada en derredor. Divisé a unos cuantos chavales haciendo truco o trato al otro lado de la calle, pero ninguno me prestaba la más mínima atención. Excelente. Recorrí con paso enérgico la entrada. Una vez que estuve detrás de la casa, exhalé un suspiro de alivio tan profundo que parecía ascender desde los talones. Me aposté en el rincón derecho al fondo del patio, oculto en un lugar seguro, entre el garaje y el seto. O así lo creía.
Espié el patio trasero de los Dunning. Las bicicletas no estaban. La mayoría de los juguetes seguían allí —un arco de niño y algunas flechas con ventosas en las puntas, un bate de béisbol con la empuñadura envuelta con cinta aislante, un hula-hop verde—, pero faltaba el rifle Daisy. Harry lo habría metido en la casa, pues pretendía utilizarlo como parte de su disfraz de Buffalo Bob cuando saliera al truco o trato.
¿Tugga le habría llamado ya «tonto del culo»? ¿Su madre habría dicho ya «llévalo si quieres, no es un arma de verdad»? Si no, lo harían pronto. Su texto ya estaba escrito. Un calambre me atenazó el estómago, aunque en esta ocasión no se debió al virus de veinticuatro horas que circulaba por ahí, sino a que finalmente me había alcanzado la comprensión absoluta —de la clase que sientes en las entrañas— en toda su descarnada gloria. Esto iba a suceder realmente. De hecho, ya estaba sucediendo. La función había comenzado.
Miré el reloj. Tenía la impresión de que había dejado el coche en el aparcamiento de la iglesia hacía una hora, pero solo eran las seis menos cuarto. En la casa de los Dunning, la familia estaría sentándose a cenar…, aunque, conociendo a los niños, los más pequeños estarían demasiado nerviosos para comer, y Ellen ya se habría vestido con su traje de Princesa Summerfall Winterspring. Probablemente había saltado dentro de él en cuanto llegó del colegio, y estaría volviendo loca a su madre pidiéndole que la ayudara con las pinturas de guerra.
Me senté con la espalda apoyada contra la pared trasera del garaje, rebusqué en la bolsa y saqué una chocolatina. La sostuve en alto y pensé en el pobre J. Alfred Prufrock. Yo no era muy diferente, no estaba seguro de que me atreviera a comer esa chocolatina. Por otra parte, me aguardaba mucho trabajo en las siguientes tres horas, y mi estómago vacío retumbaba.
A tomar por culo, pensé, y arranqué el envoltorio de la chocolatina. Era una maravilla: dulce, salada y masticable. Engullí casi todo en dos bocados. Me preparaba para echarme el resto a la boca (mientras me preguntaba por qué en el nombre de Dios no había incluido en el paquete un sándwich y una botella de Coca-Cola), cuando capté un movimiento con el rabillo del ojo izquierdo. Empecé a girarme al tiempo que alargaba la mano en busca de la pistola, pero fue demasiado tarde. Algo frío y afilado apareció en la concavidad de mi sien izquierda.
—Saca la mano de esa bolsa.
Reconocí aquella voz de inmediato. «Mejor que espere sentado hasta que los cerdos vuelen», me había contestado su dueño cuando pregunté si él o sus amigos conocían a un tipo llamado Dunning. Había dicho que Derry estaba llena de Dunnings, algo que yo mismo verifiqué no mucho después, pero desde el principio él ya se había formado una idea bastante acertada de a quién me refería, ¿verdad? Y ahí estaba la prueba.
La punta de la hoja se hundió un poco más, y sentí que un hilo de sangre me resbalaba por el costado de la cara. Su calidez contrastaba con la frialdad de mi piel. Casi ardía.
—Sácala ahora mismo, amigo. Imagino lo que hay dentro, y como no tengas la mano vacía, el trato de Halloween va a ser cuarenta y cinco centímetros de acero japo. Este juguete está muy afilado. Te atravesará la cabeza de lado a lado.
Saqué la mano de la bolsa, vacía, y me volví a mirar a Sin Tirantes. El pelo le caía sobre las orejas y la frente en mechones grasientos. Los ojos oscuros nadaban en su rostro pálido y sin afeitar. Me invadió una consternación tan inmensa que casi rayaba en la desesperación. Casi… pero no del todo. Aun cuando signifique mi muerte, pensé de nuevo. Incluso así.
—En la bolsa no hay nada, solo chocolatinas —dije con suavidad—. Si quiere una, señor Turcotte, basta con que me la pida y se la regalaré.
Me arrebató la bolsa antes de que pudiera alcanzarla. Usó la mano que no empuñaba el arma, la cual resultó ser una bayoneta. No sé si era japonesa o no, pero por los destellos que emitía bajo la menguante luz del ocaso, era capaz de asegurar que estaba muy afilada.
Rebuscó en el interior y sacó mi .38 Especial.
—Solo chocolatinas, ¿eh? A mí esto no me parece un caramelo, señor Amberson.
—Necesito eso.
—Ya, y la gente en el infierno necesita agua con hielo, pero no se la dan.
—Baje la voz —dije.
Se colocó la pistola en el cinturón —exactamente en el mismo sitio donde yo había imaginado que me la pondría en cuanto me abriera camino a través del seto hacia el patio de los Dunning— y a continuación me apuntó con la bayoneta entre los ojos. Se requería mucha fuerza de voluntad para permanecer inmóvil sin pestañear.
—No me digas lo que… —Se tambaleó sobre sus pies. Se frotó primero el estómago, después el pecho, después la áspera columna que tenía por garganta, como si algo se hubiera quedado atascado allí. Oí una especie de chasquido cuando tragó saliva.
—¿Señor Turcotte? ¿Se encuentra bien?
—¿Cómo sabes mi nombre? —Y entonces, sin esperar respuesta—: Fue Pete, ¿no? Te lo dijo el tabernero del Dólar.
—Sí. Ahora tengo yo una pregunta. ¿Cuánto tiempo hace que me sigues? ¿Y por qué?
Forzó una mueca burlona que dejó a la vista la ausencia de un par de dientes.
—Eso son dos preguntas.
—Contéstalas.
—Actúas como… —Otra vez se le crispó el rostro por el dolor, volvió a tragar, y se apoyó contra la pared trasera del garaje—. Como si aquí mandaras tú.
Calibré la palidez y el sufrimiento de Turcotte. El señor Keene podía ser un cabrón con una vena sádica, pero pensé que diagnosticar no se le daba demasiado mal. Al fin y al cabo, ¿quién es más apto que el farmacéutico de la localidad para saber lo que ronda por ahí? Estaba bastante seguro de que yo no iba a necesitar el resto del Kaopectate, pero era probable que Bill Turcotte sí. Por no mencionar los calzones para la incontinencia una vez que el virus empezara a afectarle de verdad.
Esto podría ser muy bueno o muy malo, pensé. Pero eso era una memez. Aquello no tenía nada de bueno.
Da igual. Que siga hablando. Y cuando se ponga a vomitar, suponiendo que lo haga antes de cortarme el cuello o dispararme con mi propia pistola, le saltas encima.
—Dímelo —insistí—. Creo que tengo derecho a saberlo, puesto que yo no te he hecho nada.
—Pensabas hacerle algo a él, es lo que creo. Todas esas historias sobre negocios inmobiliarios que no has parado de contar por toda la ciudad… una mierda. Viniste a buscarle a él. —Inclinó la cabeza hacia la casa que había al otro lado del seto—. Lo supe en el mismo instante en que pronunciaste su nombre.
—¿Cómo? Esta ciudad está llena de Dunnings, tú mismo lo dijiste.
—Sí, pero solo hay uno que me interese. —Levantó la mano que empuñaba la bayoneta y se enjugó el sudor de la frente con la manga. Calculo que podría haberle quitado el arma justo entonces, pero temí que el ruido de una refriega atrajera la atención. Y si la pistola se disparaba, probablemente sería yo quien recibiera la bala.
Además, sentía curiosidad.
—Debe de haberte hecho un favor de la hostia en algún punto del camino para que te hayas convertido en su ángel de la guarda —dije.
Profirió un ladrido de risa carente de humor.
—Esa sí que es buena, compadre, aunque en cierto sentido es verdad. Supongo que soy una especie de ángel de la guarda. Por ahora.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que él es mío, Amberson. Ese hijo de puta mató a mi hermana pequeña, y si alguien va a meterle una bala… o una puñalada… —Blandió la bayoneta ante su rostro pálido y adusto—, seré yo.
Le miré de hito en hito con la boca abierta. Desde algún lugar en la distancia llegó el sonido de una serie de pequeños estallidos cuando algún bellaco de Halloween encendió una hilera de petardos. Los críos subían y bajaban por Witcham Street gritando. Sin embargo, allí solo estábamos nosotros dos. Christy y sus compañeros alcohólicos se hacían llamar los Amigos de Bill; nosotros constituíamos los Enemigos de Frank. Un equipo perfecto, diría cualquiera…, salvo que a Bill «Sin Tirantes» Turcotte no parecía gustarle jugar en equipo.
—Tú… —Me detuve y meneé la cabeza—. Cuéntamelo.
—Si fueras la mitad de listo de lo que te crees, deberías ser capaz de juntar las piezas tú mismo. ¿O es que Chazzy no te contó lo suficiente?
Por un momento no lo asimilé. Entonces cobró sentido. El hombrecillo de la sirena en el antebrazo y el jovial rostro de ardilla. Salvo que su rostro no había mostrado ninguna señal de jovialidad cuando Frank Dunning le palmeó la espalda y le dijo que mantuviera limpia la nariz porque era demasiado larga para que se ensuciara. Antes de eso, mientras Frank seguía contando chistes en la mesa de los hermanos Tracker en el fondo de El Farolero, Chaz Frati me había puesto al corriente sobre el mal genio de Dunning…, lo cual, gracias a la redacción del conserje, no era una noticia nueva para mí. «Dejó preñada a una chica. Uno o dos años más tarde, ella cogió al bebé y se largó.»
—¿Recibimos algo a través de las ondas de radio, Comandante Cody? Parece que sí
—La primera esposa de Frank Dunning era tu hermana.
—Bien ahí. El caballero ha pronunciado la palabra secreta y se gana cien dólares.
—El señor Frati me dijo que ella cogió al bebé y se fugó, porque ya estaba harta de que él se pusiera violento cada vez que se emborrachaba.
—Sí, eso te contó, y eso es lo que cree casi toda la ciudad, hasta el propio Chazzy, por cuanto sé, pero yo conozco la verdad. Clara y yo siempre estuvimos muy unidos. Crecimos siendo uña y carne, yo para ella y ella para mí. Tú probablemente no has tenido nunca una relación así, me da la impresión de que eres frío como un pez, pero es así como fue.
Me acordé del único año bueno que había vivido con Christy, los seis meses anteriores a la boda y los seis meses posteriores.
—No tan frío. Sé de lo que estás hablando.
Turcotte se frotó otra vez el cuerpo, aunque no creo que fuera consciente de ello: del vientre al pecho, del pecho a la garganta, de vuelta al pecho. Tenía el rostro más pálido que nunca. Me pregunté qué habría tomado para comer, pero calculé que no tendría que seguir preguntándomelo mucho más; pronto podría verlo con mis propios ojos.
—¿Sí? Entonces a lo mejor te parecerá raro que ella nunca me escribiera después de que se hubiera instalado con Mikey en algún sitio. Ni siquiera una postal. Para mí, es mucho más que raro. Porque me habría escrito. Ella conocía mis sentimientos. Y sabía cuánto quería yo a ese crío. Ella tenía veinte años y Mikey dieciséis meses cuando ese bufón malnacido denunció su desaparición. Eso pasó en el verano del 39. Ella ahora habría cumplido ya los cuarenta, y mi sobrino veintiuno. Ya tendría edad suficiente para votar, joder. ¿Y pretendes decirme que no escribiría una sola línea al hermano que impidió que Nosey Royce le metiera dentro su arrugada salchicha cuando éramos niños? ¿O que no me pediría dinero para ayudarla a instalarse en Boston o en New Haven o donde fuera? Señor, yo habría…
Torció el gesto, emitió un sonido similar a urk-ulp que me resultaba muy familiar, y retrocedió tambaleándose contra la pared del garaje.
—Necesitas sentarte —indiqué—. Estás enfermo.
—Yo jamás me pongo enfermo. No he pescado ni un resfriado desde que estaba en sexto curso.
En ese caso, el virus realizaría un ataque relámpago, como los alemanes cuando entraron en Varsovia.
—Es una gastroenteritis, Turcotte. Me tuvo levantado toda la noche. El señor Keene, de la farmacia, dice que está por todas partes.
—Esa alcahueta de culo estrecho no sabe nada. Estoy bien. —Se sacudió los mechones grasientos de pelo para enseñarme lo bien que se encontraba. El rostro había adquirido una palidez extrema. La mano que asía la bayoneta japonesa temblaba de la misma manera que había temblado la mía hasta ese mismo mediodía—. ¿Quieres oír el resto o no?
—Claro. —Miré de reojo el reloj. Eran las seis y diez. El tiempo, que antes se arrastraba tan lentamente, ahora aceleraba. ¿Dónde estaba Frank Dunning en aquel momento? ¿Seguiría en el mercado? No lo creía. Sospechaba que ese día se habría marchado temprano, aduciendo quizá que iba a llevar a sus hijos al truco o trato. Salvo que ese no era el plan. Estaba en un bar en alguna parte, aunque no en El Farolero. Allí acudía para tomarse una cerveza, dos a lo sumo. Una cantidad que pudiera dominar, aunque —si mi mujer constituía un buen ejemplo, y en mi opinión sí lo era— siempre se marcharía con la boca seca mientras su cerebro demandaba furiosamente más.
No, cuando él sintiera la necesidad de bañarse en alcohol, querría hacerlo en los sórdidos bares de Derry: la Lengua, el Dólar, el Cubo. Quizá incluso en alguno de los antros aún peores que pendían sobre el contaminado Kenduskeag: el Wally’s o el escabroso Salón-Bar Paramount, donde prostitutas ancianas con rostros que parecían de cera todavía poblaban la mayoría de los taburetes de la barra. ¿Y contaría chistes que levantarían carcajadas por todo el local? ¿Se le acercaría la gente mientras él se dedicaba a la tarea de verter alcohol sobre las brasas de la ira en el fondo de su cerebro? No a menos que quisieran un improvisado trabajo dental.
—Cuando mi hermana y mi sobrino desaparecieron, ellos y Dunning vivían en una casita alquilada en las afueras, cerca del límite de Cashman. Él bebía como un cosaco, y cuando bebía, ejercitaba sus putos puños. Vi los cardenales en ella, y una vez Mikey tenía todo el bracito azul y negro, desde la muñeca hasta el codo. Yo le dije: «Hermana, ¿os pega a ti y al bebé? Porque si lo hace, le daré una paliza». Ella dijo que no, pero no me miró a los ojos. Me dijo: «No te acerques a él, Billy. Es fuerte. Tú también, ya lo sé, pero estás esquelético. Saldrías volando en una ventolera. Te haría daño». No habían pasado ni seis meses cuando ella desapareció. Alzó el vuelo, eso dijo él. Pero hay mucho bosque en esa parte de la ciudad. Coño, si cuando entras en Cashman no hay más que bosques. Bosques y ciénagas. Sabes lo que ocurrió realmente, ¿no?
Afirmativo. Otros quizá no lo creyeran porque Dunning era ahora un ciudadano respetado que parecía haber controlado su problema con la bebida hacía mucho tiempo. Además, poseía encanto para dar y regalar. Sin embargo, yo disponía de información confidencial, ¿verdad?
—Imagino que se quebró. Imagino que volvió a casa borracho y ella dijo lo que no debía, quizá algo completamente inocuo…
—¿Ino-qué?
Escudriñé el patio a través del seto. Al otro lado, una mujer cruzó por delante de la ventana de la cocina y desapareció. En casa Dunning, la cena estaba servida. ¿Tomarían postre? ¿Gelatina con nata? ¿Bizcocho? Lo dudaba. ¿Quién necesita postre en la noche de Halloween?
—Quiero decir que él los mató. ¿No es eso lo que tú crees?
—Sí… —Parecía desconcertado y al mismo tiempo receloso. Pienso que las personas obsesivas siempre presentan ese aspecto cuando oyen, no solo articular, sino corroborar las cosas que los mantienen en vela por la noche. Tiene que ser un truco, piensan. Salvo que aquello no era ningún truco. Y, ciertamente, no era un trato.
—Dunning tenía… ¿cuánto? ¿Veintidós? Toda la vida por delante. Debió de pensar «Vale, he hecho una cosa horrible, pero puedo limpiarlo. Estamos en los bosques, y los vecinos más cercanos están a kilómetro y medio de distancia…». ¿Acierto con la distancia, Turcotte?
—Sí, había por lo menos kilómetro y medio —confirmó a regañadientes. Se masajeaba con una mano la base del cuello. La bayoneta había descendido. Podría haberla agarrado fácilmente con la mano derecha, y sustraerle el revólver del cinturón con la izquierda tampoco habría sido impensable, pero no quise. Creí que el virus se encargaría del señor Bill Turcotte. Realmente creí que sería así de simple. ¿Os dais cuenta de lo fácil que es olvidar la obstinación del pasado?
—Así que se llevó los cuerpos a los bosques y los enterró. Declaró que había huido, y el caso no se investigó demasiado.
Turcotte giró la cabeza y escupió.
—Él proviene de una buena familia de Derry. La mía vino del valle de Saint John en una camioneta oxidada cuando yo tenía diez años y Clara seis. Nada más que basura parlante, así que ¿tú qué crees?
Creía que se trataba de otro caso de Derry actuando como Derry; eso es lo que yo creía. Y mientras comprendía el afecto de Turcotte y le compadecía por su pérdida, él hablaba de un crimen del pasado. El que me preocupaba a mí estaba programado que ocurriera en menos de dos horas.
—Tú arreglaste mi encuentro con Frati, ¿verdad? —Aunque obvio, no por ello dejaba de ser decepcionante. Había creído que el tipo estaba siendo amistoso, confiando cotilleos locales frente a una cerveza y unas Migas de Langosta. Error—. ¿Colega tuyo?
Turcotte esbozó una sonrisa que se acercaba más a una mueca de dolor.
—¿Yo amigo de un prestamista judío? Qué gracioso. ¿Quieres escuchar una pequeña historia?
Eché otra mirada furtiva al reloj y vi que aún disponía de algo de tiempo. Mientras Turcotte siguiera hablando, el buen virus estomacal estaría trabajando con ahínco. Mi intención era echarme encima en cuanto se encorvara para vomitar la primera vez.
—¿Por qué no?
—Dunning, Chaz Frati y yo somos de la misma edad: cuarenta y dos. ¿Puedes creerlo?
—Claro. —Pero Turcotte, que había vivido alocadamente (y que ahora estaba enfermando, por poco que le gustara admitirlo), aparentaba diez años más que cualquiera de los otros dos.
—Cuando estábamos en último curso de secundaria, yo era mánager adjunto del equipo de fútbol. Bill el Tigre, me llamaban, ¿qué te parece? Hice las pruebas para entrar en el equipo siendo novato y las repetí en segundo curso, pero quedé fuera las dos veces. Demasiado delgado para la línea ofensiva, demasiado lento para jugar por detrás del quaterback. La historia de mi jodida vida, señor. Pero me encantaba el deporte, y no podía permitirme los diez centavos que costaban las entradas (mi familia no tenía nada), así que acepté el cargo de mánager adjunto. Bonito nombre, pero ¿sabes lo que significa?
Por supuesto. En mi vida como Jake Epping, yo no era Míster Agente Inmobiliario, sino Míster Profesor de Instituto, y algunas cosas nunca cambian.
—Eras el aguador.
—Sí, yo les llevaba el agua. Y aguantaba el cubo si alguien echaba los hígados después de correr en un día de calor o de recibir un casquetazo en los huevos. También me quedaba hasta tarde para recoger toda la porquería del campo y pescar sus calzones manchados de mierda en el suelo de las duchas.
Hizo una mueca. Me imaginé su estómago convertido en un yate en un mar tormentoso. Arriba va, marineros…, y luego la inmersión en espiral.
—Bueno, pues un día de septiembre u octubre del 34, estoy allí afuera después del entrenamiento, yo solo, recogiendo codilleras y espinilleras y vendajes elásticos y todas las cosas que solían dejar tiradas, y metiéndolo todo en mi carrito, y a quién veo si no a Chaz Frati corriendo que se las pela por el campo de fútbol; se le iban cayendo los libros detrás de él. Le perseguía un grupo de chavales y… ¡Hostias! ¿Qué ha sido eso?
Miró en derredor, los ojos prominentes fuera de las órbitas en su pálido rostro. De nuevo, quizá hubiera podido agarrar la pistola, y la bayoneta por descontado, pero no lo hice. Volvía a frotarse el pecho con la mano. No el estómago, sino el pecho. Eso probablemente debería haberme indicado algo, pero tenía demasiadas cosas en la cabeza, y su relato no era la menor de ellas. Es la maldición de la raza lectora. Nos pueden seducir con una buena historia incluso en los momentos más inoportunos.
—Relájate, Turcotte. Solo son niños tirando petardos. Es Halloween, ¿recuerdas?
—No me encuentro muy bien. Tal vez tuvieras razón con lo del virus.
Si se le ocurría que la enfermedad podía incapacitarle, cabía la posibilidad de que cometiera alguna temeridad.
—No te preocupes ahora por el virus. Cuéntame lo de Frati.
Sonrió. En aquel rostro sudoroso, pálido y sin afeitar, era una expresión perturbadora.
—El bueno de Chazzy corría como un mediocentro tratando de anotar al final de un partido empatado, pero le alcanzaron. Había una quebrada a unos veinte metros más allá de los postes del fondo sur del campo, y lo tiraron dentro de un empujón. ¿Te sorprendería saber que Frankie Dunning formaba parte de ese grupo?
Negué con la cabeza.
—Lo acorralaron allí abajo y le quitaron los pantalones. Entonces empezaron a empujarle de un lado a otro y a pegarle manotazos. Yo les grité que lo dejaran, y uno de ellos me miró y gritó: «Baja aquí a obligarnos, caraculo. Te daremos el doble de lo que está recibiendo este». Así que me fui corriendo a los vestuarios y les conté a algunos de los jugadores que un grupo de matones estaban acosando a un chaval y que a lo mejor ellos querrían ponerle fin. Bueno, a estos tipos les importaba una mierda a quién acosaban y a quién no, pero siempre estaban listos para una pelea. Salieron afuera corriendo, algunos no llevaban puesto nada más que los calzoncillos. ¿Y quieres saber algo realmente gracioso, Amberson?
—Claro. —Eché otro rápido vistazo al reloj. Casi las siete menos cuarto. En casa de los Dunning, Doris estaría fregando los platos y tal vez escuchando a Huntley Brinkley en la televisión.
—¿Tienes prisa? —preguntó Turcotte—. ¿Vas a perder el puto tren?
—Querías contarme algo gracioso.
—Ah. Sí. ¡Iban cantando la canción del instituto! ¿Qué te parece?
Con el ojo de mi mente, visualicé a nueve o diez muchachos fornidos y medio desnudos cargando a través del campo de fútbol, ansiosos por hacer un poco de ejercicio extra con los puños, y cantando Salve, Tigres de Derry, tu estandarte enarbolamos. Sí, en cierto modo era gracioso.
Turcotte reparó en mi sonrisa y respondió con una propia. Era un gesto forzado pero genuino.
—Los futbolistas zurraron de lo lindo a un par de aquellos tipos, aunque no a Frankie Dunning; ese cobarde vio que los superaban en número y huyó a los bosques. Chazzy estaba tumbado en el suelo sujetándose el brazo. Lo tenía roto, aunque pudo ser mucho peor. Lo habrían mandado al hospital. Uno de los futbolistas le vio, le tocó despacito con la punta del pie (como si fuera una bosta de vaca que has estado a punto de pisar), y dijo: «Hemos venido corriendo hasta aquí para salvarle el pellejo a un judío». Unos cuantos se rieron, porque era una especie de chiste, ya sabes, como queriendo decir que le habían salvado los garbanzos a un judío. —Me observó con ojos escrutadores a través de los mechones de su pelo abrillantado.
—Ya lo pillo —indiqué.
—«Va, qué coño importa», dijo otro. «He pateado algunos culos y con eso me basta.» Se fueron y yo ayudé al pobre Chaz a salir de la quebrada. Incluso le acompañé andando a casa, porque pensé que podría desmayarse o algo. Tenía miedo de que Frankie y sus amigos volvieran, y Chaz también, pero me quedé con él. ¿Por qué? Ni puta idea. Deberías haber visto la casa en la que vivía, un jodido palacio. Con ese negocio de los empeños se debe ganar dinero de verdad. Cuando llegamos, me dio las gracias. Y eran sinceras. Estaba a punto de ponerse a berrear. Le dije: «No hay de qué, no me gustaba ver una pelea de seis contra uno». Y no mentía. Pero ya sabes lo que dicen de los judíos: nunca olvidan una deuda ni un favor.
—El cual te cobraste para averiguar qué hacía yo.
—Ya me había hecho una idea de lo que estabas haciendo, colega. Solo quería asegurarme. Chaz me pidió que lo dejara estar, dijo que le parecías un tipo simpático, pero cuando se trata de Frankie Dunning, no puedo dejarlo estar. Nadie se mete con Frankie Dunning excepto yo. Él es mío.
Se le crispó el rostro y volvió a frotarse el pecho. Y esta vez tomé conciencia de ello.
—Turcotte…, ¿es el estómago?
—Nah, el pecho. Siento como una contracción.
Eso no sonaba bien, y el pensamiento que acudió a mi mente fue: Ahora él también está en las medias de nailon.
—Siéntate antes de que te caigas. —Hice ademán de acercarme y sacó el revólver. Comenzó a picarme la piel entre los pezones, allí donde recibiría el impacto de la bala. Pude haberle desarmado, pensé. Tuve realmente la oportunidad. Pero no, tenía que oír la historia. Tenía que saciar mi curiosidad.
—Siéntate tú, hermano. Relájate, chaval.
—Si vas a sufrir un infarto…
—No voy a sufrir ningún jodido infarto. Siéntate ya.
Me senté y levanté la mirada mientras él se apoyaba contra el garaje. Sus labios habían adquirido una sombra azulada que yo no asociaba con buena salud.
—¿Qué quieres de él? —preguntó Turcotte—. Eso es lo que quiero saber. Eso es lo que tengo que saber antes de decidir qué hago contigo.
Medité cuidadosamente la respuesta. Como si mi vida dependiera de ello, y quizá así fuera. No le veía capaz de un asesinato a sangre fría, independientemente de lo que él pensara, o en caso contrario Frank Dunning ya llevaría mucho tiempo criando malvas junto a sus padres. Pero Turcotte tenía mi pistola, y era un hombre enfermo. Podría apretar el gatillo por accidente. Cabía incluso la posibilidad de que recibiera la ayuda de cualquiera que fuese la fuerza que quería conservar las cosas intactas.
Si se lo contaba de manera apropiada —en otras palabras, omitiendo los detalles fantasiosos—, a lo mejor me creía. Debido a lo que él ya sospechaba, a lo que su corazón ya sabía.
—Va a hacerlo otra vez.
Empezó a preguntar a qué me refería, pero no necesitó terminar. Se le dilataron los ojos.
—¿Te refieres a… ella?
Miró hacia el seto. Hasta ese momento yo ni siquiera estaba seguro de que él supiera lo que había al otro lado.
—No solo a ella.
—¿También a uno de los niños?
—No a uno, a todos. Ahora mismo está bebiendo en algún sitio, Turcotte, despertando otro de sus ataques de furia ciega. Sabes bien de qué hablo, ¿verdad? Solo que esta vez no habrá ningún encubrimiento posterior, y tampoco le importa. Esto lleva fraguándose desde su última juerga, cuando Doris finalmente se hartó de recibir palos. Ella le enseñó la puerta, ¿estabas enterado?
—Todo el mundo se enteró. Está viviendo en una pensión en Charity Avenue.
—Ha intentado congraciarse de nuevo con ella, pero su papel de encantador ya no funciona. Doris quiere el divorcio, y como él finalmente ha entendido que no podrá disuadirla, va a concedérselo con un martillo. Después se divorciará de sus hijos de la misma manera.
Me miró con el ceño fruncido. La bayoneta en una mano, la pistola en la otra. «Saldrías volando en una ventolera», le había dicho su hermana muchos años atrás, pero esa noche bastaría con una brisa.
—¿Cómo es posible que sepas eso?
—No tengo tiempo para explicártelo, pero lo sé, ¿vale? Estoy aquí para detenerle. Así que devuélveme la pistola y deja que lo haga. Por tu hermana, por tu sobrino. Y porque en el fondo creo que eres un buen tipo. —Sandeces, pero puestos a dar coba, solía decir mi padre, más te vale recargar las tintas al máximo—. ¿Por qué si no impediste que Dunning y sus compinches casi mataran a golpes a Chaz?
Turcotte meditaba. Prácticamente oía girar los engranajes y los chasquidos de las ruedas dentadas. Entonces se encendió una luz en sus ojos. Tal vez solo se trataba de los rescoldos del ocaso, pero yo la veía como las velas que en ese momento estarían parpadeando dentro de los fanales de calabaza por todo Derry. Empezó a sonreír. Lo que dijo a continuación solo podía provenir de un hombre mentalmente enfermo… o de un hombre que ha vivido demasiado tiempo en Derry… o ambas cosas.
—Así que va a ir a por ellos, ¿eh? Muy bien, que lo haga.
—¿Qué?
Me apuntó con el .38.
—Vuelve a sentarte, Amberson. Quítate un peso de encima.
Me senté de mala gana. Ya eran más de las siete y el hombre se estaba transformando en sombra.
—Señor Turcotte… Bill… sé que no te encuentras bien, y por tanto a lo mejor no comprendes completamente la situación. Ahí dentro hay una mujer y cuatro niños. La niña tiene solo siete años, por el amor de Dios.
—Mi sobrino era mucho más pequeño. —Turcotte habló con gravedad, un hombre expresando una gran verdad que lo explica todo y que, además, lo justifica—. Estoy demasiado enfermo para encargarme de él, y tú no tienes las agallas necesarias. Se nota con solo mirarte.
Pensé que se equivocaba. Quizá acertara con respecto al Jake Epping de Lisbon Falls, pero aquella persona había cambiado.
—¿Por qué no me dejas intentarlo? ¿Qué daño te hará?
—Porque aunque mates a ese cerdo, no bastará. Lo entendí de repente. Me vino como… —Chasqueó los dedos—. Como surgido de la nada.
—Lo que dices no tiene lógica.
—Eso es porque tú no has pasado veinte años viendo cómo hombres como Tony y Phil Tracker le trataban como al Rey Mierda. Veinte años viendo cómo las mujeres le hacían ojitos como si fuera Frank Sinatra en vez del puto Frank Dunning. Él conduce un Pontiac mientras que yo me he partido el culo en seis fábricas distintas por el salario mínimo, aspirando, tragando tantas fibras de tejido que a duras penas soy capaz de levantarme por la mañana. —Mano en el pecho, masajeando una y otra vez. Su rostro, una pálida mancha en el patio en penumbra del 202 de Wyemore—. La muerte es demasiado buena para ese soplapollas. Lo que necesita son cuarenta años en Shawkshank, donde cuando se le caiga el jabón en la ducha no se atreverá ni una puta vez a agacharse para recogerlo. Donde la única bebida que conseguirá será aguamiel. —Su voz se debilitó—. ¿Y sabes qué más?
—¿Qué? —Sentí frío por todo el cuerpo.
—Cuando esté sobrio, los echará de menos. Lamentará lo que hizo. Deseará poder volver atrás. —Ahora prácticamente susurraba, un sonido ronco y flemático. Así es como los locos irremediablemente perdidos de sitios como Juniper Hill deben de dialogar consigo mismos a altas horas de la madrugada, cuando el efecto de la medicación se ha diluido—. Puede que no se arrepienta mucho por su mujer, pero por los críos, seguro. —Rió, entonces torció el semblante, como si le hubiera dolido—. Probablemente mientes más que hablas, pero ¿sabes qué? Tengo la esperanza de que digas la verdad. Esperaremos a ver.
—Turcotte, esos niños son inocentes.
—También lo era Clara. También lo era el pequeño Mikey. —Sus hombros-sombra subieron y bajaron en un gesto de indiferencia—. Que se jodan.
—Eso no lo dices en seri…
—Cállate. Vamos a esperar.
El reloj que Al me había dado contaba con manecillas luminiscentes, y observé con horror y resignación cómo la aguja grande descendía hasta la mitad de la esfera y luego reanudaba la ascensión. Veinticinco minutos para el comienzo de Las aventuras de Ellery Queen. Después veinte. Después quince. Intenté hablar con él y me contestó que me callara. Seguía masajeándose el pecho, deteniéndose solo el tiempo necesario para sacar el tabaco del bolsillo de la camisa.
—Vaya, qué gran idea —dije—. Eso ayudará mucho a tu corazón.
—Cierra el pico.
Clavó la bayoneta en la grava de detrás del garaje y encendió el cigarrillo con un maltratado Zippo. En el momentáneo parpadeo de la llama, advertí que el sudor le corría por las mejillas, pese a que la noche era fría. Los ojos parecían haber retrocedido hasta el fondo de las cuencas, convirtiendo su rostro en una calavera. Aspiró humo y lo expulsó entre toses. Su cuerpo delgado temblaba, pero la pistola se mantenía firme. Apuntándome al pecho. En el cielo, las estrellas habían salido. Faltaban diez minutos para las ocho. ¿Por dónde iba Ellery Queen cuando Dunning llegó? La redacción de Harry no lo mencionaba, pero calculaba que habría sido al poco de iniciarse. Al día siguiente no había colegio, pero aun así Doris Dunning no querría que la pequeña Ellen de siete años anduviera por la calle después de las diez, aunque estuviera con Tugga y Harry.
Cinco minutos para las ocho.
Y entonces se me ocurrió una idea. Poseía la claridad de la verdad indiscutible, y hablé mientras aún conservaba su brillo.
—Tú, gallina.
—¿Qué? —Se enderezó como si le hubieran pellizcado en las nalgas.
—Ya me has oído. —Le imité—. «Nadie se mete con Frankie Dunning excepto yo. Él es mío.» Llevas veinte años diciéndote eso a ti mismo, ¿verdad? Y aún no has hecho nada.
—He dicho que te calles.
—No, diablos, ¡veintidós! Tampoco hiciste nada cuando persiguió a Chaz Frati, ¿verdad? Huiste como una nenaza a buscar a los jugadores de fútbol.
—¡Eran seis!
—Claro, pero Dunning ha estado solo muchas veces desde entonces, y ni siquiera has tirado una piel de plátano en la acera por si de casualidad resbalaba. Eres un cobarde de mierda, Turcotte, siempre escondiéndote como un conejo en su madriguera.
—¡Cállate!
—Diciéndote a ti mismo chorradas como que verle en prisión sería la mejor venganza, para no tener que afrontar el hecho…
—¡Que te calles!
—… de que eres un calzonazos que ha permitido que el asesino de su hermana ande libre durante más de veinte años…
—¡Te lo advierto! —Amartilló el percutor del revólver.
Me golpeé con el puño en el pecho.
—Adelante. Hazlo. Todo el mundo oirá el disparo y vendrá la policía. Dunning verá el follón y dará media vuelta, y entonces tú acabarás en Shawshank. Apuesto a que también tienen un taller de tejidos allí. Podrás trabajar por cinco centavos la hora en lugar de un dólar veinte. Solo que eso te gustaría, porque no tendrás que intentar explicarte a ti mismo por qué te quedaste al margen todos estos años. Tu hermana te escupiría si siguiera viv…
Empujó el revólver hacia delante, con intención de presionar la boca del cañón contra mi pecho, y trastabilló con su propia condenada bayoneta. Aparté la pistola a un lado con el dorso de la mano y se disparó. La bala debió de impactar en el suelo a un par de centímetros de mi pierna, porque una pequeña rociada de piedras me salpicó en los pantalones. Agarré el arma y le apunté, listo para disparar si hacía el menor movimiento para asir la bayoneta al suelo.
Lo que hizo fue desplomarse contra la pared del garaje. Ahora ambas manos presionaban el costado izquierdo del pecho, y emitía un quedo sonido amordazado.
En algún lugar a no mucha distancia —en Kossuth Street, no en Wyemore— un hombre rugió:
—¡Una cosa es divertirse, chicos, pero un petardo más y llamo a la poli! ¡Es un aviso!
Volví a respirar. Turcotte también, pero entre jadeos renqueantes. Los sonidos amordazados continuaron mientras resbalaba por la pared del garaje y quedaba tendido en la grava. Recogí la bayoneta, consideré la posibilidad de engancharla al cinturón, y determiné que solo conseguiría rajarme la pierna cuando me abriera paso a través del seto: el pasado trabajaba con ahínco, intentando detenerme. Lo que hice fue arrojarla a la oscuridad del patio, y oí un apagado sonido metálico cuando golpeó contra algo. Quizá contra la caseta del AQUÍ VIVE TU CHUCHO.
—Ambulancia —graznó Turcotte. Sus ojos lanzaban destellos a causa de lo que quizá fueran lágrimas—. Por favor, Amberson. Duele mucho.
Ambulancia, buena idea. Y he aquí algo hilarante. Había estado en Derry —en 1958— durante casi dos meses, pero de todos modos hundí la mano en el bolsillo derecho del pantalón, donde siempre guardaba el teléfono móvil cuando no llevaba puesta una chaqueta. Mis dedos no encontraron nada salvo unas monedas y las llaves del Sunliner.
—Lo siento, Turcotte. Has nacido en la época errónea para un rescate inmediato.
—¿Qué?
Según el Bulova, Las nuevas aventuras de Ellery Queen ya se estaba transmitiendo a una América expectante.
—Aguanta —dije, y atravesé el seto a empellones, alzando la mano que no empuñaba la pistola para protegerme los ojos de los rasguños de las rígidas ramas.
Tropecé con el cajón de arena que había en el centro del patio de los Dunning, caí cuan largo era, y me hallé cara a cara con una muñeca de ojos muertos que llevaba puesta una diadema y nada más. El revólver salió volando de mi mano. A gatas, empecé a buscarlo, pensando que nunca lo encontraría; este se revelaba como el último truco del obstinado pasado, pequeño en comparación con el furioso virus estomacal y Bill Turcotte, pero no por ello menos bueno. Entonces, justo cuando lo divisé sobre la arista de luz trapezoidal proyectada a través de la ventana de la cocina, percibí el ruido de un coche que se acercaba por Kossuth Street. Iba a una velocidad mucho mayor de la que cualquier conductor sensato se atrevería a circular en una calle que sin duda se encontraba llena de niños enmascarados y provistos de bolsas de truco o trato. Supe quién era antes incluso de oír el chirrido de los frenos.
La hora de la función. En el 379, Doris Dunning estaba sentada en el sofá con Troy mientras Ellen andaba pavoneándose de un lado a otro con su disfraz de princesa india, loca por ponerse en marcha. Troy acababa de decirle que les ayudaría a comerse las golosinas cuando ella, Tugga y Harry regresaran. Ellen le replicaba: «No, no, disfrázate tú y sal por las tuyas». Todo el mundo respondería con una carcajada, incluso Harry, que estaba en el cuarto de baño echando un pis de última hora. Porque Ellen era una verdadera Lucille Ball capaz de hacer que todo el mundo se riera.
Me apoderé de la pistola, que resbaló de entre mis dedos sudados y aterrizó de nuevo en la hierba. La espinilla que me había golpeado contra el bordillo del cajón de arena aullaba. En el otro lado de la casa, la portezuela de un coche se cerró con un golpe y unos pasos rápidos avanzaron por el camino de entrada. Recuerdo que pensé: Atranca la puerta, mamá, ese no es solo tu malhumorado marido; es la misma Derry que viene a tu casa.
Recogí la pistola, me incorporé torpemente y tropecé con mis estúpidos pies; estuve a punto de volver a caer, recuperé el equilibrio, y corrí hacia la puerta trasera. El mamparo del sótano se hallaba en mi camino. Lo bordeé, convencido de que si apoyaba todo el peso sobre la puerta, esta cedería. El mismo aire parecía haberse espesado cual jarabe, como si también intentara frenarme.
Aun cuando signifique mi muerte, pensé. Aun cuando signifique mi muerte y Oswald siga adelante y mueran millones. Incluso entonces. Porque esto es ahora. Y ahora se trata de ellos.
La puerta trasera tendría echado el cerrojo. Estaba tan convencido de eso que casi me escurrí del escalón cuando el pomo giró y la puerta se abrió hacia fuera. Penetré en una cocina que aún conservaba el aroma del asado que la señora Dunning había guisado en el horno Hotpoint. Los platos se amontonaban en el fregadero. Había una salsera sobre la encimera; a su lado, una fuente de tallarines fríos. Del televisor provenía una banda sonora de violines trémulos, lo que Christy solía llamar «música de asesinato». Muy apropiado. La máscara de goma de Frankenstein que Tugga pretendía ponerse para salir al truco o trato descansaba sobre la encimera. Junto a ella había una bolsa de papel para el botín con la inscripción CARAMELOS DE TUGGA NO TOCAR escrita en el lateral con pintura de cera negra.
En su redacción, Harry había citado las palabras de su madre: «Lárgate y llévate esa cosa, se supone que no puedes estar aquí». Se aproximaba mucho. Lo que yo capté mientras corría por el linóleo hacia el arco entre la cocina y el salón fue:
—¿Frank? ¿Qué estás haciendo aquí? —Elevó progresivamente la voz—. ¿Qué es eso? ¿Por qué tienes…? ¡Vete de aquí!
Entonces ella gritó.
Al llegar al arco, un niño preguntó:
—¿Quién eres? ¿Por qué grita mamá? ¿Está aquí mi padre?
Giré la cabeza y vi a Harry Dunning con diez años, de pie en el vano de la puerta de un cuartito de baño en el rincón opuesto de la cocina. Iba ataviado con pieles de ante y armado con un rifle de aire comprimido. Con la mano libre tiraba de la cremallera de la bragueta. En ese momento Doris Dunning profirió un alarido. Los otros dos niños gritaban. Se produjo un golpetazo —un sonido pesado y espeluznante— y el alarido cesó.
—¡No, papá, no, le estás haciendo DAAAÑO! —chilló Ellen.
Crucé el arco a la carrera y me quedé paralizado, con la boca abierta. A partir de la redacción de Harry, había deducido que tendría que detener a un hombre que blandía la clase de martillo que se acostumbra a guardar en una caja de herramientas. Eso no era lo que él tenía. Lo que él tenía era una almádena con una cabeza de diez kilos que esgrimía como si se tratara de un juguete. Llevaba la camisa arremangada y pude ver la protuberancia de músculos fortalecida durante veinte años de cortar carne y acarrear reses muertas. Doris estaba tendida en la alfombra del salón. Ya tenía el brazo roto —el hueso asomaba a través de un desgarrón en la manga del vestido— y, a juzgar por su aspecto, también el hombro dislocado. Su rostro había palidecido y reflejaba aturdimiento. Se arrastraba por la alfombra delante del televisor, con el cabello cayéndole sobre la cara. Dunning balanceó hacia atrás el martillo. Esta vez conectaría un golpe en la cabeza de su mujer, que le machacaría el cráneo y esparciría sus sesos por los cojines del sofá.
Ellen era una pequeña derviche, tratando de empujarle hacia la puerta.
—¡Para, papá, para!
Agarró a la niña por el pelo, la izó, y se la quitó de encima con un brutal empujón. La pequeña fue tambaleándose, las plumas de su tocado volando, hasta chocar contra la mecedora y volcarla.
—¡Dunning! —grité—. ¡Basta ya!
Me miró con ojos rojos y lacrimosos. Estaba borracho. Lloraba. De las fosas nasales pendían flemas y la saliva lustraba su barbilla. El rostro se le crispó en un calambre de ira, aflicción y perplejidad.
—¿Quién cojones eres tú? —preguntó, y embistió contra mí sin esperar respuesta.
Apreté el gatillo del revólver, pensando: Ahora no disparará, es una pistola de Derry y no disparará.
Pero lo hizo. La bala le alcanzó en el hombro. Una rosa roja floreció en su camisa blanca. Giró de costado por el impacto, y luego volvió a la carga. Levantó la maza. La amapola en su camisa se extendió, pero no dio muestras de sentirlo.
Apreté otra vez el gatillo, pero en ese preciso instante alguien me desplazó de un empujón y la bala se perdió. Era Harry.
—¡No sigas, papá! —Su voz sonaba estridente—. ¡No sigas o te pegaré un tiro!
Arthur «Tugga» Dunning reptaba hacia mí, hacia la cocina. Justo cuando Harry disparaba el rifle —¡ka-chow!—, Dunning descargó la maza sobre la cabeza de Tugga. El rostro del chico se disipó en una cortina de sangre. Fragmentos de hueso y glebas de cabello saltaron por los aires; gotas púrpura salpicaron la lámpara del techo. Ellen y la señora Dunning estaban chillando. Chillando.
Recuperé el equilibrio y disparé por tercera vez. El tiro le arrancó por entero la mejilla derecha hasta la oreja, pero sin embargo no le detuvo. No es humano, pensé entonces, y lo sigo pensando ahora. Todo cuanto vislumbraba en los ojos encharcados y en el rechinamiento de dientes —como si masticara el aire más que respirarlo— era una especie de balbuceante vacío.
—¿Quién cojones eres tú? —repitió, y luego—: Has entrado en mi casa ilegalmente.
Echó la maza hacia atrás y describió horizontalmente un arco sibilante. Doblé las rodillas, agachando la cabeza al mismo tiempo, y aunque el cotillo de diez kilos pareció errar el tiro por completo —no sentí dolor, no entonces—, una ola de calor me surcó la nuca como un relámpago. La pistola salió volando de mi mano, golpeó contra la pared y rebotó en el rincón. Una sustancia cálida me recorría el costado de la cara. ¿Comprendí que me había alcanzado lo suficiente para abrirme una brecha de quince centímetros en el cuero cabelludo? ¿Que falló el golpe que me habría noqueado o directamente matado por tal vez apenas medio centímetro? No puedo asegurarlo. Todo esto sucedió en menos de un minuto; quizá solo fueron treinta segundos. La vida cambia en un instante, y cuando lo hace, vira con rapidez.
—¡Sal fuera! —le grité a Troy—. ¡Coge a tu hermana y salid fuera! ¡Pide ayuda! ¡Grita hasta que te estallen los pulm…!
Dunning blandió la maza. Reculé de un salto y la cabeza del martillo se incrustó en la pared, hizo trizas los listones y envió al aire una ráfaga de yeso que se unió al humo de las detonaciones. La tele seguía emitiendo. Violines, música de asesinato.
Mientras Dunning forcejeaba por desenterrar la maza de la pared, algo pasó volando a mi lado. Era el rifle de aire comprimido Daisy, que Harry había arrojado. El cañón golpeó a Frank Dunning en la mejilla abierta y aulló de dolor.
—¡Tú, pequeño bastardo! ¡Te mataré por esto!
Troy llevaba a Ellen hacia la puerta. Eso está bien, pensé, al menos he cambiado las cosas hasta cierto punto…
Sin embargo, antes de que pudiera sacarla a la calle, alguien llenó el vano de la puerta y luego entró a trompicones, chocando con Troy Dunning y la niña, que cayeron al suelo. Apenas tuve tiempo de verlo, porque Frank había liberado la maza y venía por mí. Retrocedí, empujando a Harry con la mano al interior de la cocina.
—Por la puerta de atrás, hijo. Deprisa. Le entretendré hasta que…
Frank Dunning profirió un alarido y se puso rígido. De repente algo despuntó en su pecho. Fue como un truco de magia. El objeto estaba bañado en sangre y tardé un momento en darme cuenta de qué era: la punta de una bayoneta.
—Esto es por mi hermana, hijo de puta —espetó Bill Turcotte con voz áspera—. Esto es por Clara.
Dunning se desplomó, los pies en el salón, la cabeza bajo el arco que separaba la cocina. Sin embargo, no completó la caída. La punta de la hoja se hincó en el suelo y lo mantuvo en posición inclinada. Uno de los pies se agitó una sola vez, después quedó inmóvil. Daba la impresión de haber muerto mientras hacía flexiones.
Todo el mundo gritaba. El aire apestaba a pólvora, yeso y sangre. Doris se acercó dando tumbos hasta su hijo muerto, encorvada y con el cabello suspendido sobre el rostro. No quería que contemplara eso —la cabeza de Tugga estaba hendida completamente hasta la mandíbula—, pero no tenía manera de impedírselo.
—Lo haré mejor la próxima vez, señora Dunning —murmuré—. Lo prometo.
La sangre me cubría toda la cara; tuve que enjugarme el ojo izquierdo para poder ver de ese lado. Como aún seguía consciente, deduje que no estaba herido de gravedad; además, sabía que las heridas en la cabeza sangraban como cabronas. Pero me encontraba hecho un asco, y si había de producirse una próxima vez, tenía que marcharme de allí en ese momento, sin ser visto y a toda prisa.
Sin embargo, debía hablar con Turcotte antes de irme, o por lo menos intentarlo. Se había derrumbado contra la pared junto a los pies extendidos de Dunning. Se agarraba el pecho y jadeaba. El rostro mostraba una palidez cadavérica, a excepción de los labios, ahora tan morados como los de un niño que ha estado engullendo arándanos. Alargué la mano y me la asió con nerviosa premiosidad, pero en sus ojos persistía un minúsculo destello de humor.
—¿Quién es ahora el gallina, Amberson?
—Tú no —respondí—. Eres un héroe.
—Sí —resolló—. No te olvides de echar la puta medalla encima de mi ataúd.
Doris acunaba a su hijo muerto. Detrás de ella, Troy caminaba en círculos mientras Ellen hundía con fuerza la cabeza en el pecho de su hermano. Este no miró hacia nosotros, no parecía notar que estábamos allí. La niña lloraba.
—Te pondrás bien —dije a Turcotte. Como si yo lo supiera—. Ahora escucha, porque esto es importante: olvídate de mi nombre.
—¿Qué nombre? Nunca me lo dijiste.
—Correcto. Y… ¿conoces mi coche?
—Ford. —Estaba perdiendo la voz, pero sus ojos continuaban fijos en los míos—. Bonito. Descapotable. Rojo. Cincuenta y cuatro o cincuenta y cinco.
—Nunca lo has visto. Esto es lo más importante de todo, Turcotte. Lo necesito para viajar al sur del estado esta noche y tendré que ir por la autopista casi todo el trayecto porque no conozco ninguna otra carretera. Si puedo llegar al centro de Maine, estaré libre y sin cargos. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
—Nunca he visto tu coche —afirmó, después hizo una mueca—. Ah, joder, vaya si no duele.
Coloqué los dedos en su cuello, espinoso por la barba, y le tomé el pulso. Era rápido y salvajemente irregular. En la distancia sonaban sirenas quejumbrosas.
—Hiciste lo correcto.
Puso los ojos en blanco.
—Casi no lo hago. No sé en qué pensaba. Debía de estar loco. Escucha, socio. Si te cazan, no les cuentes lo que yo… ya sabes, lo que…
—Jamás lo haría. Cuídate, Turcotte. Ese hombre era un perro rabioso y tú lo abatiste. Tu hermana estaría orgullosa.
Esbozó una sonrisa y cerró los ojos.
Entré en el cuarto de baño, agarré una toalla, la empapé en el lavabo y me restregué la cara ensangrentada. Tiré la toalla a la bañera, cogí dos más y salí a la cocina.
El niño que me había llevado hasta allí se hallaba de pie sobre el apagado suelo de linóleo junto al horno y me observaba. Aunque probablemente habían pasado más de seis años desde que se chupaba el pulgar, ahora lo hacía. Los ojos eran anchos y solemnes, anegados de lágrimas. Pecas de sangre salpicaban sus mejillas y su frente. Ahí había un muchacho que acababa de experimentar un suceso que sin duda le traumatizaría, pero también un muchacho que nunca crecería para convertirse en Harry el Sapo. Tampoco escribiría jamás una redacción capaz de hacer que se me saltaran las lágrimas.
—¿Quién es usted, señor? —preguntó.
—Nadie. —Me encaminé hacia la puerta, dejándolo atrás. No obstante, se merecía algo más, y aunque las sirenas se oían más cerca, me volví—. Tu ángel bueno —dije.
Entonces me escabullí por la puerta trasera y me adentré en la noche de Halloween de 1958.
Subí por Wyemore hasta Witcham, vi el centelleo de unas luces azules dirigiéndose hacia Kossuth Street y continué andando. Me interné dos manzanas más en el distrito residencial y giré a la derecha en Gerard Avenue. La gente se arremolinaba en las aceras, vuelta hacia el sonido de las sirenas.
—Señor, ¿sabe qué ha pasado? —me preguntó un hombre que sujetaba de la mano a una Blancanieves calzada con zapatillas.
—Oí a unos críos prendiendo petardos —respondí—. Quizá provocaron un incendio.
Continué andando y me aseguré de mantener el lado izquierdo de la cara fuera de la vista, porque había una farola cerca y mi cuero cabelludo aún rezumaba sangre.
Cuatro manzanas más adelante tomé la dirección de regreso a Witcham. A esta distancia al sur de Kossuth, Witcham Street se hallaba oscura y silenciosa. Todos los coches patrulla disponibles probablemente se encontraban en la escena del crimen. Bien. Casi había alcanzado la esquina de Grove y Witcham cuando mis rodillas se volvieron de goma. Miré en derredor y, al no divisar a nadie, me senté en el bordillo. No podía permitirme el lujo de detenerme, pero lo necesitaba. Había vomitado todo el contenido de mi estómago, no había comido nada en todo el día salvo una pequeña chocolatina (y no recordaba si había conseguido siquiera devorarla entera antes de que Turcotte me asaltara), y acababa de superar un violento interludio del que había salido herido; cuán gravemente herido aún lo ignoraba. O me detenía y permitía que mi cuerpo se reorganizara o me desmayaría en la acera.
Coloqué la cabeza entre las rodillas y respiré con una serie de inspiraciones lentas y profundas, tal como había aprendido en el curso de la Cruz Roja que había seguido para obtener la certificación de socorrista en la época de la facultad. Al principio no cesaba de ver la cabeza de Tugga Dunning al estallar bajo la descendente fuerza trituradora del martillo, y ello solo empeoró el desfallecimiento. Después pensé en Harry; le había salpicado la sangre de su hermano, pero por lo demás había salido ileso. Y en Ellen, que no se había hundido en un coma del que nunca emergería. Y en Troy. Y en Doris. Cabía la posibilidad de que el brazo gravemente fracturado le doliera durante el resto de su vida, pero al menos iba a tener una vida.
—Lo conseguí, Al —musité.
Pero ¿qué había hecho en 2011? ¿Qué le había hecho a 2011? Se trataba de preguntas que aún debían ser respondidas. Si hubiera sucedido algo terrible a causa del efecto mariposa, podría volver atrás y anularlo…, a menos que, al variar el curso de las vidas de la familia Dunning, de algún modo hubiera variado también el curso de la vida de Al Templeton. ¿Y si el restaurante ya no se encontraba donde lo había dejado? ¿Y si resultaba que nunca lo trasladó desde Auburn? ¿O que, de entrada, nunca abrió un restaurante? No parecía probable…, pero ahí estaba yo, sentado en un bordillo de 1958, la sangre rezumando de un corte de pelo practicado en 1958, ¿y cuán probable era eso?
Me puse en pie, me tambaleé, y luego emprendí la marcha. A mi derecha, Witcham Street abajo, puede ver el destello estroboscópico de luces azules. Una multitud se congregaba en la esquina de Kossuth, pero de espaldas a mí. La iglesia donde había dejado el coche quedaba al otro lado de la calle. El Sunliner era ahora el único vehículo en el aparcamiento, pero parecía en perfecto estado; ningún bromista de Halloween había desinflado los neumáticos. Vi entonces un cuadrado de papel amarillo bajo uno de los limpiaparabrisas. La imagen de Míster Tarjeta Amarilla me cruzó la mente como un relámpago y se me encogió el estómago. Lo arranqué de la varilla y exhalé un suspiro de alivio cuando leí lo que había escrito: ÚNETE A TUS AMIGOS Y VECINOS EN LA HOMILÍA DE ESTE DOMINGO A LAS 9.00 ¡LOS RECIÉN LLEGADOS SIEMPRE SON BIENVENIDOS! RECUERDA, «LA VIDA ES LA PREGUNTA, JESÚS ES LA RESPUESTA».
—Creía que las drogas duras eran la respuesta, y vaya si no me vendrían bien unas cuantas ahora mismo —musité, y abrí la puerta del conductor. Pensé en la bolsa de papel abandonada detrás del garaje de la casa en Wyemore Lane. Los policías que investigaran la zona tenían muchas probabilidades de descubrirla. Dentro hallarían unas pocas chocolatinas, un frasco casi vacío de Kaopectate… y el equivalente a un montón de pañales para adulto.
Me pregunté qué conclusión extraerían de ello.
Aunque no demasiado.
Para cuando alcancé la autopista, la cabeza me dolía horrores, pero aunque esto no estuviera ocurriendo antes de la época de las tiendas abiertas las veinticuatro horas, no sé con certeza si me habría atrevido a parar; tenía la camisa apelmazada por la sangre seca en el costado izquierdo. Por lo menos me había acordado de llenar el depósito.
En una ocasión probé a explorarme el tajo en la cabeza con la punta de los dedos y fui recompensado con una llamarada de dolor que me disuadió de hacer un segundo intento.
Sí me detuve en un área de descanso a las afueras de Augusta. Para entonces ya pasaban de las diez de la noche y el lugar se encontraba desierto. Encendí la luz del techo y me examiné las pupilas en el espejo retrovisor. Se veían del mismo tamaño, lo cual supuso un alivio. En el exterior del aseo de caballeros había una máquina expendedora de tentempiés, donde por diez centavos compré un pastelillo de chocolate relleno de nata. Lo engullí mientras conducía, y el dolor de cabeza remitió en parte.
Era más de medianoche cuando llegué a Lisbon Falls. Main Street estaba oscura, pero las fábricas Worumbo y US Gypsum operaban a toda máquina, resoplando y bufando, despidiendo nubes fétidas a la atmósfera y vertiendo sus residuos ácidos al río. Racimos de luces brillantes las hacían parecer naves espaciales. Aparqué el Sunliner en la frutería Kennebec, donde permanecería hasta que alguien atisbara el interior y viera las manchas de sangre en el asiento, la puerta y el volante. Entonces llamarían a la policía. Suponía que espolvorearían el Ford en busca de huellas dactilares. Era posible que las cotejaran con las impresiones de cierto .38 Especial hallado en el escenario de un asesinato en Derry. Pero si la madriguera de conejo seguía en su sitio, George no iba a dejar ninguna pista que rastrear, y las huellas dactilares pertenecían a un hombre que nacería dieciocho años después.
Abrí el maletero, saqué el maletín, y decidí abandonar todo lo demás. Por cuanto sabía, podría acabar a la venta en El Alegre Elefante Blanco, la tienda de segunda mano cercana a Titus Chevron. Atravesé la calle hacia el aliento de dragón de la fábrica, un shat-HOOSH, shat-HOOSH que proseguiría día y noche hasta que el librecambismo de la era Reagan volviera obsoletas las caras tejedurías norteamericanas.
El secadero estaba iluminado por un blanco resplandor fluorescente que provenía de las ventanas de la nave de tintura. Localicé la cadena que aislaba el secadero del resto del patio. Estaba demasiado oscuro para leer el letrero que colgaba de ella, y habían transcurrido casi dos meses desde que lo había visto, pero recordaba lo que decía: PROHIBIDO EL PASO MÁS ALLÁ DE ESTE PUNTO HASTA QUE EL COLECTOR ESTÉ REPARADO. No había señal de Míster Tarjeta Amarilla (o Míster Tarjeta Naranja, si esa era ahora su identidad).
La luz de unos faros inundó el patio, iluminándome como a una hormiga en un plato. Mi sombra apareció de golpe, larga y escuálida, delante de mí. Me quedé congelado cuando un enorme camión de carga avanzó pesadamente hacia mí. Esperaba que el conductor se detuviera, se asomara por la ventanilla, y me preguntara qué demonios estaba haciendo allí. Redujo la velocidad pero no paró. Alzó una mano en mi dirección, yo le devolví el gesto, y condujo hacia los muelles de carga con docenas de barriles vacíos traqueteando en la caja. Me dirigí hacia la cadena, eché una rápida mirada alrededor, y me colé por debajo.
Recorrí el flanco del secadero, el corazón latiendo con fuerza en el pecho, la brecha en la cabeza palpitando en consonancia. Esta vez ningún fragmento de hormigón señalaba el lugar. Despacio, me dije. Despacio. El escalón está justo… aquí.
Pero no estaba. Bajo el zapato, que tanteaba el suelo con tímidos puntapiés, no había nada sino el pavimento.
Avancé un poco más, y aún nada. Hacía frío como para advertir un fino vaho cuando espiraba, pero una capa de sudor liviana y pegajosa me cubrió los brazos y el cuello. Avancé un poco más, pero ahora estaba casi seguro de haberme alejado demasiado. O la madriguera de conejo había desaparecido o nunca había existido, lo que implicaba que mi vida entera como Jake Epping —todo, desde mi huerto premiado por la asociación de Futuros Granjeros de América cuando estaba en primaria hasta mi matrimonio con una mujer esencialmente dulce que casi ahogó mi amor por ella en alcohol, pasando por la novela que renuncié a escribir en la facultad— era fruto de una disparatada alucinación. Yo había sido George Amberson en todo momento.
Avancé un poco más y me detuve, respirando con fuerza. En algún lugar —quizá en la nave de tintura, quizá en una sala de telares— alguien gritó «¡Manda cojones!». Pegué un salto, y otro más por el bramido de las carcajadas que siguieron a esa exclamación.
Ahí tampoco estaba.
Desaparecida.
O nunca existió.
¿Y me embargó la decepción? ¿El terror? ¿El pánico absoluto? No, en realidad no. Lo que experimenté fue una sensación de alivio. Lo que pensé fue: Podría vivir aquí. Fácilmente. Incluso feliz.
¿Era eso verdad? Sí. Sí.
Apestaba en las inmediaciones de las fábricas y en los transportes públicos donde todo el mundo fumaba como una chimenea, pero la mayoría de los lugares poseían un olor increíblemente dulce. Increíblemente nuevo. La comida sabía bien; la leche te la dejaban directamente en tu puerta. Tras un período de abstinencia de mi ordenador, había adquirido la perspectiva suficiente para darme cuenta de lo adicto que me había vuelto a esa jodida máquina, malgastando horas leyendo estúpidos archivos adjuntos y visitando páginas web por la misma razón que impulsa a los alpinistas a escalar el Everest: porque estaban allí. Mi teléfono móvil nunca sonaba porque no tenía teléfono móvil, y qué alivio había resultado ser. Fuera de las grandes ciudades, la mayoría de la gente aún compartía la línea telefónica, ¿y echaban el cerrojo por la noche? Y una mierda lo echaban. Preocupaba la guerra nuclear, pero yo estaba a salvo en el conocimiento de que la gente de 1958 envejecería y moriría sin escuchar jamás que una bomba atómica había sido detonada aparte de en las pruebas nucleares. A nadie le preocupaba el calentamiento global ni los terroristas suicidas que secuestraban aviones y los estrellaban contra rascacielos.
Y si mi vida de 2011 no fuera una alucinación (como mi corazón sabía), aún podría detener a Oswald. La única diferencia era que no conocería el resultado final. Pensé que podría vivir con eso.
De acuerdo. La primera tarea consistía en regresar al Sunliner y salir de Lisbon Falls. Iría en coche hasta Lewiston, buscaría la estación de autobuses y compraría un billete a Nueva York. Desde allí tomaría un tren a Dallas…, diablos, ¿por qué no un avión? Aún disponía de una buena cantidad de efectivo, y ninguna aerolínea me pediría una identificación con foto. Bastaba con aflojar el dinero que costaba el pasaje y Trans World Airlines me daría la bienvenida a bordo.
Esta decisión trajo consigo un alivio tan enorme que mis piernas se volvieron otra vez de goma. El desfallecimiento no fue tan grave como en Derry, cuando me vi obligado a sentarme, pero me incliné contra el secadero en busca de apoyo. Choqué con el hombro, se oyó un suave bang. Y una voz me habló de la nada. Ronca. Casi un gruñido. Una voz del futuro, por así decirlo.
—¿Jake? ¿Eres tú? —Le siguió una descarga cerrada de toses secas como ladridos.
Estuve a punto de guardar silencio. Podría haber guardado silencio. Entonces pensé en cuánto tiempo de vida había invertido Al en este proyecto y en que yo era el único depositario de todas sus esperanzas.
Me volví hacia el sonido de las toses y hablé en voz baja.
—¿Al? Háblame. Cuenta. —Podría haber añadido «O sigue tosiendo».
Empezó a contar. Me dirigí hacia el sonido de los números tanteando con el pie. Después de diez pasos —más allá del lugar donde me había rendido—, la punta de mi zapato dio un paso adelante y simultáneamente chocó contra algo que lo frenó en seco. Eché un último vistazo alrededor. Tomé una bocanada más de aquel aire que hedía a productos químicos. Luego cerré los ojos y empecé a ascender unos escalones que no podía ver. En el cuarto, el frío aire nocturno fue reemplazado por una sofocante calidez y el aroma a café y especias. Al menos así era en la mitad superior de mi cuerpo. Por debajo de la cintura, aún sentía la noche.
Permanecí así durante quizá treinta segundos, mitad en el presente y mitad en el pasado. Entonces abrí los ojos, contemplé el rostro de Al, demacrado, ansioso y excesivamente delgado, y penetré de regreso en 2011.