Estoy corriendo tan rápido que ni siquiera noto los pinchazos de las agujas de pino en las plantas de los pies. Pero me da lo mismo porque lo que sea que me está persiguiendo cada vez está más cerca. Lo oigo resoplar y jadear a mis espaldas y, si agudizo el oído, creo poder percibir el alarido de satisfacción y regocijo que está deseando soltar en cuanto me haya atrapado y me tenga entre sus garras.
Respiro hondo y, sin pensármelo dos veces, me dirijo hacia la oscuridad del bosque. Las zarzas se me enredan en los tobillos y me arañan las espinillas con sus espinas. Han caído cuatro gotas de lluvia, por lo que las hojas están mojadas y no dejo de resbalar, pero ya no puedo parar. Tengo que llegar ahí primero.
Trato de enmudecer los gruñidos y rugidos de la bestia que me hostiga y me persigue y por fin puedo oírla: la débil pero inconfundible música del carrusel. Estoy cerca.
Alzo la mirada y, por encima de las copas de los árboles, advierto la sombra de la cesta de una noria. Sí, estoy a punto de llegar. Acelero y, aunque parezca asombroso, corro todavía más rápido. Atravieso un claro del bosque y trepo por la noria hasta llegar a la única cesta que cuelga de los raíles. No deja de balancearse. Cierro la portezuela un segundo antes de que el monstruo pueda alcanzarme. Da un manotazo a mi cesta y la bambolea con más fuerza. Estoy arriba. Muy arriba.
Desde esa posición puedo contemplar todo el bosque y todas y cada una de las ruinas carbonizadas del parque de atracciones Manzana Dorada. Durante un breve instante me parece verlo tal y como era, decorado con carteles recién pintados y repleto de atracciones resplandecientes y, de fondo, los gritos de felicidad de los niños y las risas de los padres. La brisa arrastra esos sonidos alegres pero, por desgracia, enseguida se convierte en un viento frío y helador.
Estoy en el punto más alto de la noria. Sin embargo, cuando miro hacia abajo, me doy cuenta de que ya no estoy en una cesta, en una jaula cerrada, sino en un carrito de supermercado, con sus barras metálicas gélidas presionándome las pantorrillas.
Me asomo por los barrotes y echo un vistazo al parque. Su antiguo esplendor ha quedado reducido a un montón de ruinas chamuscadas y a algún que otro grafiti de vándalos cabreados. El monstruo que me ha seguido hasta ahí parece haberse esfumado, pero por el rabillo del ojo vislumbro algo que llama mi atención, un brillo metálico justo detrás de los árboles torcidos y encorvados que crecen en la linde del bosque.
Espero a que la noria dé toda la vuelta para bajar del carrito y, una vez más, echo a correr a toda prisa. Dejo atrás la melodía del carrusel, el bosque de árboles decadentes y retorcidos, los restos siniestros de las casetas de palomitas. Más allá de ese cementerio mecánico está el esqueleto de la montaña rusa Corazón podrido, con un único y solitario vagón en la cúspide del bucle. El resto de vagones parece haber desaparecido de la faz de la Tierra. Ahí, en mitad de esa oscuridad nocturna, la atracción se cierne alto, tal vez demasiado alto, y ahora es cuando quiero despertarme.
«Despiértate, Nicky. Esto no es real.»
Lo pruebo, aunque sé de antemano que no va a funcionar. Y lo sé porque ya lo he probado antes, y nunca ha funcionado. Sin embargo, esta noche tengo la corazonada de que no va a funcionar porque entre los escombros de la montaña rusa se esconde un secreto que debería descubrir.
—Solo quiero irme a casa —digo en voz alta, aunque soy consciente de que nadie va a responderme, u oírme. La bestia ha perdido mi rastro y ahora merodea por otra parte del bosque, pero sigue al acecho. El parque está sumido en un silencio sepulcral, el mismo silencio que años atrás llenaron los ruegos de niños asustados.
El brillo de la noria que segundos antes captó mi atención y me persuadió y me condujo hasta la montaña rusa vuelve a parpadear y, en esta ocasión, veo claramente de dónde proviene: de debajo del árbol donde hallaron el cadáver de Lucy Yi después del accidente. Su cuerpecito estaba hecho un ovillo en el suelo del vagón de la montaña rusa.
Camino hacia el árbol poco a poco. Estoy seguro de que lo que me ha atraído hacia allí necesita ser encontrado y descubierto.
Pero no quiero encontrarlo, ni descubrirlo.
La luz de la luna cubre el paisaje de un manto plateado, pero sé que la pulsera que tengo ante mis narices —esa cadenita dorada con su colgante en forma de manzana— no es plateada, sino dorada. Me arrodillo para cogerla y acaricio el colgante con los dedos, que no dejan de temblarme. Sé muy bien qué inscripción voy a encontrar ahí escrita, pero aun así vuelvo a leerla.
Trato de desenterrar la pulsera, pero parece estar enredada con algo, tal vez con una raíz rebelde, o algo así. Tiro de la cadena con más fuerza, pero no sirve de nada. Está atrapada. Aparto la tierra de alrededor porque me pica la curiosidad. Quiero saber con qué ha podido enredarse. A media que voy sacando puñados de tierra, se va volviendo más blanda hasta convertirse en lodo, pero no pienso rendirme. Tengo los dedos cubiertos de barro, pero me da lo mismo.
Tiro una última vez de la cadena y, horrorizado, veo que una mano pálida emerge de la tierra.
De repente, me agarra por la muñeca. Trato de soltarme, pero es imposible. Tiene una fuerza sobrehumana. Me echo hacia atrás, pero tampoco sirve de nada. Es como si se hubiera quedado pegada a mi muñeca, así que sigue emergiendo de las entrañas del parque.
Lo primero en salir es el brazo, doblado en un ángulo imposible, totalmente forzado. Y, de golpe y porrazo, aparece otro brazo idéntico al primero. Me agarra todavía con más fuerza. Sus dedos recubiertos de barro se me clavan en la piel y, por un momento, creo que me van a partir la muñeca. Lo que sea que hay ahí enterrado apoya la otra palma sobre el suelo para así impulsarse y salir a la superficie.
—¡Socorro! —grito, pero es absurdo.
Esa cosa empieza a salir, y ya no hay marcha atrás. Saca la cabeza, recubierta de fango y con un sinfín de gusanos y cucarachas correteando por esas mejillas lisas y pálidas. Abre los ojos, me fulmina con esa mirada siniestra y estira el otro brazo, tratando de agarrarme.