Una semana después me doy cuenta de que soy tonto. Tonto de remate. Solo un majadero como yo se plantearía hacer lo que estoy a punto de hacer. Y, para colmo, esta vez tengo cómplices, lo que significa que la tontuna es contagiosa. He convertido a Maritza y a Trinity en dos mentecatas al cuadrado. O eso, o son dos genios malignos más listos e inteligentes que Aaron, lo cual es francamente aterrador.
—Repetidme por última vez que es la única alternativa —suplico.
—Es la única alternativa —asegura Trinity.
—Necesito oír argumentos convincentes y sólidos —insisto.
—Estás mareando la perdiz para retrasar el momento lo máximo posible —apunta Maritza, y eso confirma mis sospechas. Es más lista de lo que parece.
—A ver, me encantaría pasarme el día intentando demostrarte que se trata de una idea genial, pero, según tu cuaderno de bitácora, el señor Peterson volverá a casa en menos de una hora —contesta Trinity.
El plan es bastante sencillo. Es una operación que implica la participación de tres personas; dos actuarán como centinelas y, para ello, se colocarán en los dos puntos de observación que hemos elegido porque gozan de una vista privilegiada de la casa. La tercera se ocupará de colarse en la casa, aunque hemos optado por titularla «operación de rescate» porque preferimos negar el hecho de que lo que nos disponemos a hacer es ilegal, se mire como se mire.
Pero centrémonos en el tema que nos ocupa. Trinity está con el prismatiscopio, observando todo lo que ocurre desde la ventana de mi habitación; Maritza está sobre el terreno y no le quita ojo de encima a Trinity, que será quien la avise si se presenta algún problema inesperado. Y eso implica que la persona elegida para colarse en la casa sea yo. Debo entrar por la puerta principal, avanzar hasta la cocina, escabullirme a la sala de estar para así encontrar y copiar el número de teléfono de la tía Lisa de la agenda que está junto al teléfono y salir pitando de allí, y todo antes de que el señor Peterson regrese a casa después de las tres horas que pasa fuera de casa todos los domingos. Hasta el día de hoy, no ha faltado nunca a su cita dominical. No he logrado averiguar adónde va, así que me he convencido de que va al cementerio, a visitar la tumba de su difunta esposa. Supongo que es una estrategia mental para intentar verle como algo más que un monstruo que no se quita ese jersey de rombos de encima. Lo único que sé con total seguridad es que se ausenta tres horas cada domingo, y hoy es domingo, así que no podemos dejar escapar esa oportunidad de oro.
Compruebo la hora. Son las 15.14.
—Tenemos cuarenta y cinco minutos —digo, y Maritza suspira, impaciente.
—Pues manos a la obra.
Y en ese preciso instante suena el teléfono de la cocina. Todos damos un respingo.
—No hay tiempo que perder —susurra Maritza.
—Si son mis padres, no van a parar. Van a seguir marcando el número hasta que responda el teléfono —digo—. Esta noche tienen asamblea en el Ayuntamiento. Supongo que quieren asegurarse de que sé cómo calentar lo que me han dejado para cenar.
Pero, por lo visto, mis padres confían en que ya he aprendido a utilizar el microondas. Quienes llaman son los padres de Trinity, que exigen que su hija cumpla con su deber como ciudadana de Raven Brooks.
—¿Deber qué? —pregunto después de quitarle el teléfono de las manos. Trinity parece abatida después de la conversación.
—Deber cívico. Me obligan a acompañarlos al Ayuntamiento.
—¿Ahora? Pero… ¿por qué? —cuestiona Maritza, que no deja de caminar de un lado al otro de la cocina.
—Creen en la participación ciudadana —dice, como si eso lo explicara todo.
Una cosa está clara: sin Trinity, el plan no va a funcionar.
—Lo haremos el fin de semana que viene —propone. Está tan decepcionada y hundida como nosotros, por lo que prefiero callarme lo que estoy pensando, que quizá ya será demasiado tarde para Aaron y para Mya.
Se dispone a marcharse, pero antes de cruzar la puerta, se vuelve y nos mira a los ojos, como si acabara de ocurrírsele algo.
—Esperadme —dice, aunque parece más bien una advertencia que un ruego—. Sin los tres, el plan es demasiado arriesgado.
Maritza y yo asentimos con la cabeza, pero no decimos nada.
Cierro la puerta y, al girarme, veo que Maritza me está mirando fijamente con esos ojos redondos y marrones.
—No —digo—. No, no, no. Trinity tiene razón. Sabes que tiene razón. Es demasiado peligroso, Maritza.
—Y tú sabes que esto no puede esperar —replica, y entrecierra los ojos.
—Alguien debe vigilar la operación. Necesitamos un centinela —discuto, pero sé que, en esta discusión, tengo todas las de perder.
—¡Yo seré la centinela!
—Pero ¡te necesito en el terreno!
Maritza da un paso hacia mí. Está cerca, muy cerca. Empiezo a sudar como un pollo. ¿Por qué estoy sudando? ¿Se habrá dado cuenta? ¿Y si apesto? ¿Lo notará?
—Nicky, fuiste tú quien me convenció de tramar este plan. De no haber sido por ti, nunca habría creído que Aaron y Mya nos necesitan.
Sé que es una táctica psicológica. Está intentando hacer que me sienta culpable. El sentimiento de culpabilidad se ha convertido en mi mejor amigo, así que si hay alguien que sepa sobre el tema, ese soy yo. Aunque eso no significa que su estrategia no esté funcionando a las mil maravillas.
—Y sabes tan bien como yo que, en este caso, el tiempo es oro. No podemos dejar que los días pasen en vano y arriesgarnos a que suceda alguna desgracia. Nunca nos lo perdonaríamos. No sabemos lo que el pirado del señor Peterson está ocultando en el parque, pero recuerda que, de la noche a la mañana, todas las pruebas podrían desaparecer para siempre porque la ciudad se ha empeñado en construir un Buy Mart y olvidar que los Peterson tenían dos hijos.
Dios mío, Maritza me está asustando. Es toda una experta en hacerme sentir culpable.
—Hemos trazado un plan, y es un buen plan. Empezamos a tirar del hilo con la tía Lisa. Averiguamos si Aaron y Mya realmente viven con ella. Si es así, todo este lío no habrá servido para nada, pero créeme, nos alegraremos de que así sea. Y si no viven con ella…
Suelto un suspiro.
—Si no se han mudado con su tía Lisa, entonces sabremos que esconde algo.
No digo lo que creo que el señor Peterson podría estar escondiendo. Todavía no estoy preparado para decirlo en voz alta.
Maritza asiente.
Nos quedamos un par de minutos en el porche, repasando y ensayando el plan varias veces para no meter la pata. Apenas hemos cambiado nada, tan solo algún que otro detalle. Nos agachamos y nos deslizamos hacia la hilera de arbustos; una vez ahí, asomamos la cabeza y comprobamos que estamos total y completamente solos. En cuanto nos aseguramos de que nadie nos vigila, Maritza cruza la calle con total normalidad, como lo haría cualquier peatón, y se escabulle hacia los restos de la valla de postes blancos del señor Peterson. Unos minutos más tarde, trazo el mismo camino, solo que tomo un desvío y me escondo debajo de unas mesas que han apilado junto a la acera. Maritza sigue el plan al pie de la letra y arrastra el cubo de la basura desde la valla hasta la puerta principal. No podíamos dejar ningún cabo suelto, ni arriesgarnos a que algún transeúnte curioso me viera tratando de forzar la cerradura, así que decidimos que el cubo serviría para ocultarme. Después, Maritza vuelve a ponerse a cubierto junto a la valla.
Según el plan original, ahora vendría la parte en que Maritza ocuparía su posición de vigilancia, junto a Trinity, para así tener una vista panorámica de la calle y poder avisarme si se acercaba algún intruso sospechoso.
Sin embargo, solo podemos contar con la vigilancia de Maritza desde el suelo, por lo que vamos a tener que ser mucho más cuidadosos, o mucho más rápidos.
O ambas cosas.
Maritza comprueba la hora.
—Las tres y veinticinco de la tarde. Manos a la obra.
Me devano los sesos tratando de dar con un argumento lo bastante convincente para disuadirla, para abrirle los ojos y demostrarle que lo más sensato sería esperar a Trinity. Pero antes de que se me ocurra algo, Maritza atraviesa de nuevo la calle, y esta vez lo hace con el sigilo de un ninja y la velocidad de una gacela. Durante un segundo incluso me parece haberle perdido la pista, pero no, ahí está, agazapada tras los arbustos.
De repente, algo entre un aullido y un grito rompe el silencio. Un gato de pelaje grisáceo se escurre por la acera, con el lomo y las orejas gachas, bufa a la valla de postes blancos y después sale escopeteado hacia la calle y desaparece entre los matojos de la casa del vecino.
Maritza asoma su cabecita entre los postes desconchados. Se sacude el pelo y echa un vistazo a ambos lados de la calle. Una vez comprueba que todo está despejado, me hace señas para que salga de mi escondite. Me siento como si estuviera en el juego de «un, dos, tres, al escondite inglés» y estuviese a punto de rozar la pared con la yema de los dedos; se me escapa una risita nerviosa cuando alcanzo el árbol que crece bajo la ventana de Aaron.
—Suenas como un pirado —susurra Maritza.
—Y tú pareces una pirada —replico.
Me manda callar y levanta un segundo cubo de basura tras el que me escondo y después se escabulle de nuevo hasta la valla pero, a medio camino, frena en seco y se vuelve.
—Recuerda: si oyes un golpecito en el cristal de la ventana…
—Lo sé. Salgo de inmediato.
Corre hasta su madriguera, tras la valla, y espera a que abra el cerrojo. Hurgo en el bolsillo trasero de mis pantalones y saco mi juego de herramientas que guardo en una bolsita de cuero. Me tiemblan tanto las manos que me resbala, cae al suelo y se desliza por el césped.
«Contrólate, Nicky.»
La voz de Aaron se cuela por mis oídos y retumba en mi cabeza. Abro la bolsita de cuero y me quedo mirando las ganzúas. Hace meses que no pruebo a abrir un mísero candado. No he sacado mis herramientas de casa desde que Aaron desapareció. En cierto modo, utilizarlas sin él habría sido como una traición.
—Pero ahora no —balbuceo entre dientes.
Porque ahora las voy a utilizar para ayudarlo. Quizá sea por esa repentina esperanza, pero las manos por fin dejan de temblequearme. Primero pruebo con la ganzúa de rastrillado y rezo por no tener que necesitar un torquímetro. De todas las casas que hay en el mundo, no habría sido descabellado imaginar que la de Aaron pareciese un bastión fortificado, una especie de trinchera impenetrable. Y, como era de esperar, el rastrillado no funciona, así que tengo que recurrir a la ganzúa de punta redonda. No se me habría ocurrido esa opción, la verdad. Tal vez sea una especie de psicología inversa para mentes criminales.
Sin embargo, la idea no me consuela. He logrado abrir la puerta principal de la casa de los Peterson casi sin esfuerzo. Arrastro el cubo de la basura hasta la acera, tal y como hemos pactado antes, y me escurro a toda prisa hacia el porche, me cuelo en la fortificación, cierro la puerta y echo el segundo pestillo por encima del pomo. Apenas presto atención al chasquido que se oye después de deslizar el pasador.
A primera vista, me da la sensación de que no ha cambiado nada. Atravieso el vestíbulo, paso por la sala de estar y llego a la cocina. Me extraña que la isla que antes ocupaba el centro de la cocina haya desaparecido; en su lugar, el señor Peterson ha colocado una mesa y unas sillas de madera. Pero hay un detalle que no ha cambiado: los ventanales que hay junto al fregadero y que conducen hasta el cuarto de baño siguen ahí.
Y en ese instante me percato de ese olor. Cuesta creer que haya tardado tanto en distinguirlo; quizá el miedo y los nervios bloquean ese tipo de cosas. Pero el hedor es horroroso. Me recuerda a ese verano en que mamá se olvidó una bolsa con carne picada en el coche y se quedó ahí durante tres días.
Echo un vistazo al cubo de basura que hay en la esquina de la cocina. La bolsa está recién puesta. Pienso en el contenedor que he empujado hasta la acera y en las bolsas que se han ido amontonando en la curva de la casa de los Peterson durante los últimos meses. No sé de dónde proviene ese olor, pero no puede ser fruto de la pereza de no sacar la basura, desde luego.
Casi de forma inconsciente, empiezo a recular hacia la puerta, a deshacer mis pasos y a dirigirme hacia un pasillo distinto, el mismo que conduce directamente al despacho del señor Peterson, con el collage de fotografías en las que aparece Aaron en todos los rincones del parque temático, el pasillo que conduce directamente al sótano que nunca he podido ver con mis propios ojos.
Observo la sala, completamente a oscuras, y los tablones de madera que conforman la escalera hacia el sótano. El silencio que reina en esa parte de la casa es absoluto.
—¿Aaron? —susurro. Sé que es inútil. ¿Cómo no iba a serlo? Es imposible que esté ahí abajo. Imposible. Trago saliva—. ¿Mya? —llamo, esta vez en voz alta. Se me acelera el pulso y espero oír una respuesta que sé que no llegará.
Pero aun así…
Oigo un golpecito en la ventana que tengo a mis espaldas y doy un respingo. Tengo que apoyarme en la encimera de la cocina para no perder el equilibrio. Pero no pierdo un solo segundo y trato de analizar la situación: la piedrecita que golpea el cristal, el destello de luz que se refleja en el parabrisas… es el coche del señor Peterson.
Echo un vistazo al reloj. Las 15:49. Según mis cálculos, todavía no debería llegar a casa.
«¡Muévete, imbécil!»
Me giro hacia la derecha. Y después hacia la izquierda. Todas las superficies de la casa están despejadas, vacías. Me siento atrapado. De repente, me doy cuenta de que la agenda de flores que había junto al teléfono se ha esfumado.
Reacciono un poco tarde, y soy consciente de ello. En cierto modo, tengo la impresión de que se me ha parado el cerebro. Me tiro al suelo y, agazapado, intento buscar un rincón en el que esconderme. El primer escondrijo que encuentro son las puertas dobles del armario que hay al final del pasillo. Salgo escopeteado hacia allí y consigo cerrar las puertas un segundo antes de oír el chirrido de la puerta del conductor.
Oigo que el señor Peterson se apea del coche; parece que lleva varias bolsas en la mano porque oigo el crujir del papel. Y después, silencio. Agudizo el oído para tratar de averiguar qué está pasando. Aunque la quietud solo dura unos segundos, a mí me parece una eternidad. Se me revuelven las tripas en cuanto reconozco los pasos del señor Peterson; se está alejando de la puerta principal y se está acercando a los arbustos, es decir, a Maritza. Me temo lo peor, empezar a oír voces humanas, las torpes explicaciones de Maritza, las aterradoras amenazas del señor Peterson. Pero me equivoco porque no se oye nada, ni un murmullo. Lo único que rompe el silencio es el chirrido del metal sobre el hormigón que me pone los pelos de punta. Es un sonido idéntico al que he hecho al arrastrar el cubo de la basura hasta la acera. El chasquido dura un segundo, tiempo más que suficiente para ajustar la pieza. Es como si alguien hubiera enderezado el marco de un cuadro que se había torcido.
Los pasos se acercan. El tintineo de un juego de llaves que se deslizan en el cerrojo y, en un abrir y cerrar de ojos, el señor Peterson ya está dentro de casa.
Da dos pasos y frena en seco; estoy convencido de que está olisqueando el aire porque también ha notado el hedor, pero no le han entrado arcadas. Me lo imagino escudriñando el recibidor, buscando algo que esté fuera de lugar.
He oído que algunos animales salvajes tienen el sentido del oído tan agudizado y desarrollado que incluso pueden oír el bombeo de la sangre en el cuerpo de su presa. La verdad es que cuando lo leí me pareció tan increíble que no lo creí, pero he cambiado de opinión. Estoy hecho un manojo de nervios y, de repente, me asalta una duda: ¿y si el señor Peterson fuese capaz de oler mi presencia a través de ese asqueroso hedor que ha invadido la casa?
Se gira para cerrar la puerta principal, pero algo capta su atención y, una vez más, se me revuelven las tripas; me parece oír que se agacha para inspeccionar el cerrojo de la puerta. Me acerco a la ranura que queda entre las dos puertas del armario y asomo la cabeza. De puntillas y tratando de no hacer ningún ruido, avanzo por el pasillo y vislumbro al señor Peterson; está pasando un dedo por el marco de la puerta. De pronto, oigo un ruidito, exactamente el mismo ruidito que he ignorado cuando he cerrado la puerta.
Arranca un trozo de cinta transparente y es entonces cuando encajo las piezas y lo comprendo todo. Cinta adhesiva. Por eso no ha instalado una cerradura imposible de abrir, porque lo único que le interesa saber es si alguien ha intentado forzarla.
Y ahora sabe que alguien la ha forzado.
Me escondo entre las sombras del pasillo y me escabullo de nuevo hacia el armario. Con paso torpe y atropellado, oigo que se dirige hacia la cocina. Deja una bolsa sobre la encimera, abre la puerta de un armario y saca una tabla de cortar. Después se acerca al taco de los cuchillos, extrae un cuchillo con una hoja larga y afilada de ese bloque de madera y lo coloca con sumo cuidado sobre la tabla de cortar.
Con una velocidad alarmante, vuelca la bolsa de papel y un gigantesco trozo de carne cruda y sangrienta cae sobre la tabla. Ahogo un grito y, casi de inmediato, me llevo una mano a la boca, pero la pausa apenas dura unos segundos porque luego empieza a tararear una melodía que me parece haber oído antes, una canción de cuna que me pone los pelos del brazo como escarpias.
El señor Peterson corta el cordel que sujeta el trozo de carne cruda y sigue canturreando la melodía, pero esta vez un par de tonos más alto. Y entonces, como si su profunda voz de barítono lo hubiera impelido a hacerlo, cuando levanta el brazo por encima de la cabeza advierto el brillo del filo del cuchillo. Lo sostiene ahí arriba un par de segundos y después lo deja caer sobre el pedazo de carne, partiéndolo por la mitad. Le cuesta Dios y ayuda arrancar el cuchillo de esa masa roja y, cuando por fin lo consigue, vuelve a alzar el cuchillo para asestar un segundo hachazo a la carne.
Observo horrorizado el espectáculo. No pretende filetear ese bloque de carne cruda, sino mutilarlo, o eso parece. No quiero apartar los ojos de la encimera, pero la curiosidad siempre vence a la razón y acabo desviando la mirada hacia su cara. Advierto un brillo ávido y codicioso en sus pupilas, un brillo que se intensifica cada vez que levanta el cuchillo y lo deja caer sobre el pedazo de carne. La vibración de sus cuerdas vocales, que no dejan de tararear esa dichosa melodía, hace que su inconfundible bigote se agite y se mueva al son de la canción. Afino el oído y, por extraño que pueda parecer, me da la impresión de que no está entonando la canción, sino exhalándola.
De golpe y porrazo, deja de arrullar la melodía y empieza a cantarla con perfecta claridad.
Tom, Tom, el hijo del gaitero,
robó un cerdo y escapó cual vaquero.
Alza el cuchillo y, una vez más, el filo acaba aterrizando sobre la carne, pero esta vez aunque no alcanza el mármol de la encimera, clavado en la tabla de cortar.
Entonces eleva la mirada y me quedo petrificado porque juraría que es capaz de ver a través de los listones de madera del armario y ver que estoy ahí escondido. Sé que es humanamente imposible, pero pondría la mano en el fuego que sabe que estoy ahí.
El cerdo se comieron y a Tom apalearon,
y Tom se marchó corriendo calle abajo.
La sangre que debería estar circulando por mi cuerpo se ha quedado atascada en algún punto, estoy convencido. Las piernas y los brazos se me han congelado y se han convertido en meros témpanos de hielo. No me noto las manos. La última vez que las moví fue para cubrirme la boca, pero solo los Sagrados Alienígenas saben dónde están ahora. El ritmo es viejo y simplón y, de repente, me transporto al patio del colegio, a un baile que acompañaba esa melodía, una danza popular con serpentinas y un palo de mayo altísimo, pero nada de eso importa porque el señor Peterson no está tarareando una dulce y alegre canción popular mientras prepara una receta deliciosa para cenar. En realidad, está entonando una advertencia que retumba en las paredes de su casa, una casa que huele a rancio y que sabe que no está vacía.
—Bien —dice con voz amenazante, y estoy convencido de que está hablándome directamente a mí—. ¿Dónde he puesto la sal?
Y entonces esboza la sonrisa más espeluznante que jamás he visto, se seca esas manazas con un trapo sucio y mugriento y da un paso en dirección al armario. Y luego da otro. Y otro. Alarga el brazo, agarra el pomo de la puerta y tira de él.
Suena el timbre.
El señor Peterson suelta el pomo de la puerta y cierra la mano en un puño. Se queda ahí quieto, como si fuese una estatua de mármol, y espera unos segundos. Intuyo que quiere comprobar si se trata de alguien que pasaba por mera obligación, como el cartero o la girl scout encargada de vender galletas en ese vecindario, pero el timbre vuelve a sonar. Y esta segunda vez lo hace con más insistencia. Me parece oír un suspiro de resignación.
Desaparece tras una esquina y, a lo lejos, oigo que abre la puerta principal de la casa.
—¿Es usted el señor T. Peterson? Necesito que firme esto.
Todavía no me siento las manos, pero un milagro divino hace que consigan empujar las puertas del armario. No me lo pienso dos veces y salgo escopeteado de mi escondite. Ya me da igual si hago ruido. Sé que solo voy a tener una oportunidad de salir de ahí, y no pienso desaprovecharla.
Corro despavorido por el pasillo y, justo cuando estoy a punto de llegar al cuarto de baño, me fijo en un detalle que, hasta entonces, me había pasado desapercibido; por el rabillo del ojo, advierto que uno de los cajones de la cocina está resquebrajado. Es el que está justo debajo del teléfono y, por la grieta, vislumbro unas florecitas sobre una tapa dorada.
El instinto me empuja a recular y entrar en la cocina. Soy un manojo de nervios con patas. Abro el cajón roto y cojo la agenda pero me olvido de cerrarlo. Cuando arranco a correr de nuevo, tropiezo con el cajón abierto y me caigo de bruces en el suelo. En ese preciso instante oigo el chirrido metálico de las bisagras de la puerta principal, lo que significa que el señor Peterson ya se ha deshecho del mensajero. Cierro el cajón, pero no me doy la vuelta. Salgo pitando de la cocina, me meto en el cuarto de baño, abro la ventana, me cuelo por el agujero, la cierro, me agacho y me quedo ahí inmóvil, debajo de la ventana del lavabo y con la espalda pegada a la pared.
El camión de reparto se está alejando calle arriba. Observo la valla que tengo frente a mí. Es altísima.
Hace muchísimo tiempo que no trepo por una valla de esas características y, por si fuera poco, estoy bastante seguro de haber visto un cartel de «CUIDADO CON EL PERRO» en varias de las casas del vecindario. Pero nada de eso me detiene, así que escalo esa valla, y luego dos más. Supongo que debe de ser por la adrenalina, porque no paro en ningún momento. Me encaramo a todas las vallas que protegen los jardines traseros de la calle Jardín encantador, hasta que, por fin, llego a la última. Me quedo parado unos segundos para recuperar el aliento y secarme el sudor de la frente.
—Ya podemos despedirnos de tu plan.
Me sobresalto y doy tal respingo que acabo tropezando con unos arbustos y cayéndome de culo.
Maritza enseguida acude en mi ayuda; extiende el brazo y me saca de ahí, aunque debo decir que tiene que tirar con todas sus fuerzas para lograrlo.
—Once minutos. Ha llegado once minutos antes de lo previsto —digo mientras sacudo la cabeza—. Supongo que deberíamos haber hecho caso a Trinity.
—Sí —murmura Maritza con seriedad, pero después me dedica una sonrisa—. De nada, por cierto.
El retintín que percibo en su voz hace que me ponga a la defensiva. Ha llegado el momento de mostrarle el botín que he robado, pero entonces recuerdo lo que ocurrió justo antes de que encontrara esa agenda.
—¿Tú…?
—Pagué al tipo de American Parcel cinco pavos para que llamara al timbre —anuncia. Es evidente que está muy orgullosa de su hazaña.
Soy plenamente consciente de que sigo vivito y coleando gracias a ella, y a su ingenio. Le debo, como mínimo, un gigantesco cuenco de rodajas de plátano recubiertas de chocolate, pero no estoy dispuesto a permitir que se lleve todo el mérito.
Me retuerzo y saco la libreta que había guardado entre la cintura del pantalón y mi espalda. Maritza abre los ojos como platos. Por fin recupero la sensibilidad en las manos. Y, de repente, siento que una corriente eléctrica recorre todo mi cuerpo.
Ya he empezado a pasar páginas cuando caigo en la cuenta de que estamos en mitad de la calle y a plena luz del día. En otras palabras, estamos demasiado expuestos al peligro.
—Venga, vamos a llamar a la tía Lisa.
Esta vez decidimos trepar y saltar las vallas del otro lado de la calle hasta llegar al jardín de mi casa y colarnos por la puerta trasera. Una vez dentro, voy corriendo al despacho de mi padre para coger el teléfono mientras Maritza busca los contactos que empiezan con la letra P.
—¿Cómo sabemos si conserva su apellido de casada? ¿Y si ya no es una Peterson? —pregunta, pero Maritza me quita el teléfono de las manos. Está impaciente.
—Porque lo sigue siendo —contesta, y señala con el dedo a un o una tal L. Peterson, el cuarto nombre de la lista de teléfonos de la familia Peterson.
Empieza a marcar el número y, justo en ese momento, recuerdo un detalle muy crítico.
—Espera un segundo.
Subo las escaleras a la velocidad de un cohete espacial y empiezo a hurgar en todos los cajones del escritorio. Estoy desesperado porque no encuentro lo que he venido a buscar, pero entonces me acuerdo de que guardé una caja en el armario en la que metí todas las piezas de cachivaches y artilugios a las que todavía no he encontrado un uso. La saco del armario y rebusco entre los motores y teclados desmontados hasta que, al fin, encuentro ese aparato que más bien parece un ladrillo y que papá se empeña en convencerme de que es una grabadora. Me lo regaló en setiembre, cuando por fin decidió comprarse una grabadora profesional. Creía que había quedado desfasada y que no serviría para nada, así que me lo dio con la esperanza de que pudiera aprovechar alguna pieza. Obviamente, me subestimó. Ahora funciona mejor que nunca.
Bajo las escaleras; Maritza está esperándome con los dedos sobre los botones, así que cuando asiento con la cabeza marca los últimos cuatro dígitos y sostiene el teléfono un poco lejos de su oído para que los dos podamos oír la conversación y grabarla.
Tras cuatro tonos, responde una mujer.
—Hola. ¿Tía Li…? Perdón, ¿con quién hablo? ¿Eres Lisa Peterson?
La mujer al otro lado de la línea telefónica titubea.
—¿Quién pregunta por ella?
—Nosotros, ejem, somos amigos de Aaron y de Mya —explica Maritza con voz temblorosa. Está demasiado nerviosa—. De Raven Brooks.
La mujer no responde.
—Y bueno… llamábamos porque… en fin… ¿Podríamos hablar con ellos, por favor?
Silencio. No se oye nada, ni siquiera el sonido de una respiración. Por un momento temo que haya colgado, o que la conexión se haya interrumpido.
Y de repente volvemos a oír la voz de la mujer, pero esta vez no advertimos vacilación o duda, sino algo más parecido a la ira.
—¿Y por qué diablos llamáis aquí? ¿Acaso creéis que vais a encontrarlos aquí? ¿Es que ni siquiera su padre sabe dónde están?
Maritza y yo intercambiamos una mirada de confusión y perplejidad.
—El señor Peterson nos dijo que había decidido enviar a Aaron y a Mya a vivir contigo durante una temporada, y… el caso es que… ejem… nos gustaría saber… pues cómo están y eso.
La respuesta tarda en llegar, igual que antes. Pasan varios segundos, pero nada. Cualquiera diría que se ha quedado muda. Y, de repente, sin musitar palabra, sin tan siquiera despedirse, la tía Lisa cuelga el teléfono.
Nos quedamos petrificados y observando el auricular del teléfono. Es más que evidente que ha querido poner punto y final a nuestra conversación, así que no tiene ningún sentido que siga grabando.
—Supongo que es verdad —resuelve Maritza, y me alegro de que sea ella quien lo diga en voz alta, porque yo no me siento capaz de hacerlo—. El señor Peterson ha mentido sobre el paradero de sus hijos.
Seguimos con la mirada clavada en el teléfono, como si esperáramos que ese aparato anticuado pudiera darnos algún tipo de respuesta, pero algo me dice que la tía Lisa de Minnesota no va a volver a respondernos a una nueva llamada telefónica, al menos de momento.
De pronto, siento que me invade una oleada de rabia incontrolable. Me exaspera que los adultos de esta ciudad prefieran mirar hacia otro lado en lugar de averiguar dónde diablos están Aaron y Mya.
—Sí —respondo con los dientes apretados, y agarro la grabadora con más fuerza—. Es verdad. Solo que esta vez sí tenemos pruebas que demuestran que miente como un bellaco.