Un atardecer de invierno un viejo caballero con una vieja y herrumbrosa cota de malla cabalgaba lentamente por la frondosa ladera sur del Ben Bulben, contemplando cómo el sol se ponía sobre el mar entre nubes carmesíes. Su caballo estaba cansado, como tras un largo viaje, y su yelmo no ostentaba la cimera de ningún señor o rey de los contornos, sino una pequeña rosa hecha de rubíes que a cada paso refulgía con un carmesí aún más intenso. Los blancos cabellos le caían en delgados rizos sobre los hombros, y ese desaliño acentuaba la melancolía de su semblante, semblante de quienes no han salido al mundo más que muy rara vez, y siempre para su aflicción, de los soñadores que tienen que realizar sus sueños, frente a los emprendedores que han de soñar cuanto realizan.
Tras contemplar un rato el sol, dejó caer las riendas sobre el cuello de su caballo, y, tendiendo ambos brazos hacia el oeste, exclamó: «¡Oh, Rosa Divina de la Llama Intelectual, haz que las puertas de tu paz se abran finalmente para mí!». Y de pronto, en los bosques, a unos cientos de yardas montaña arriba, se dejó oír un sonoro chillido. Detuvo el caballo para escuchar, y a sus espaldas oyó ruido de pisadas y de voces. «Los están golpeando para que sigan el estrecho sendero que bordea la cañada», exclamó alguien, y un momento después una docena de campesinos armados de lanzas cortas llegaban a donde se encontraba el caballero, y se paraban a cierta distancia de él, con sus gorros azules en la mano.
«¿Adónde vais con esas lanzas?», les preguntó; y el que parecía el cabecilla respondió: «Una partida de ladrones del bosque bajó hace poco de las colinas y se llevaron los cerdos de un viejo que vive junto al lago GlenCar, y hemos salido en su persecución. Ahora que ya sabemos que son cuatro veces más que nosotros, tan sólo seguimos para averiguar qué camino han tomado; y luego le contaremos nuestra historia a De Courcey, y si él no nos ayuda, a Fitzgerald; pues De Courcey y Fitzgerald acaban de hacer las paces, y no sabemos a cuál de los dos pertenecemos». «Pero para entonces—observó el caballero—, ya se habrán comido los cerdos».
—Una docena de hombres no puede hacer más, y no era razonable que todo el valle se movilizara y arriesgara la vida por dos, o por dos docenas de cerdos.
—¿Puedes decirme—preguntó el caballero—, si el anciano al que pertenecen los cerdos es piadoso y recto de corazón?
—Es tan recto como cualquiera y más piadoso que nadie, pues todas las mañanas le reza una oración a algún santo antes de desayunarse.
—En ese caso sería justo luchar por su causa—prosiguió el caballero—, y si os decidís a pelear contra los ladrones de los bosques, yo llevaré todo el peso de la batalla, y veréis que un solo hombre con armadura vale por muchos de esos ladrones de los bosques, vestidos de lana y cuero.
Y el cabecilla se volvió a sus acompañantes y les preguntó si estaban dispuestos a afrontar ese riesgo; pero parecían ansiosos por regresar a sus cabañas.
—Esos ladrones de los bosques, ¿son traicioneros e impíos?
—Son traicioneros en todas sus acciones—respondió un campesino—, y no hay nadie que los haya visto rezar jamás.
—Entonces—concluyó el caballero—, daré cinco coronas por la cabeza de cada ladrón del bosque que matemos en la pelea. —Y mandó al cabecilla que le mostrara el camino, y reanudaron la marcha todos juntos.
Poco después salieron a un camino de herradura que se internaba serpenteando en los bosques, y, siguiéndolo, desanduvieron el camino que llevaba recorrido, y empezaron a ascender por la frondosa ladera de la montaña. Al poco el sendero se hizo muy angosto y escarpado, y el caballero se vio obligado a desmontar y a dejar su caballo atado al tronco de un árbol. Vieron que seguían la pista correcta, pues en la arcilla blanda se podían distinguir huellas de zapatos puntiagudos y, mezcladas con ellas, las marcas de las hendidas pezuñas de los cerdos. Pronto el sendero se hizo aún más abrupto, y al acabarse las marcas de las pezuñas comprendieron que los ladrones llevaban los cerdos a cuestas. De cuando en cuando un largo rastro en la arcilla indicaba que un cerdo se les había resbalado, y lo habían llevado un trecho a rastras. Llevaban así unos veinte minutos de marcha, cuando un confuso rumor de voces les indicó que estaban dando alcance a los ladrones. Y entonces las voces cesaron, y comprendieron que también a ellos les habían oído. Apretaron el paso, rápidos y cautelosos, y unos cinco minutos después uno de ellos avistó un justillo de cuero medio oculto tras un pequeño avellano. Una flecha se estrelló contra la cota de malla del caballero, pero rebotó, y al instante una lluvia de flechas volaba sobre sus cabezas. Corrieron y treparon, y treparon y corrieron hacia los ladrones, ahora ya perfectamente visibles, emboscados tras los arbustos, con los arcos temblándoles aún entre las manos; pues no disponiendo más que de sus lanzas tenían que llegar cuanto antes al cuerpo a cuerpo. El caballero marchaba a la cabeza y empezó a derribar ladrones de los bosques uno tras otro. Los campesinos gritaban, y fueron empujando a los ladrones hasta llegar al llano que coronaba la montaña, y, al descubrir allí a los dos cerdos pastando plácidamente las escasas hierbas, corrieron a rodearlos formando un círculo, y empezaron a retroceder de nuevo hacia el estrecho sendero: el viejo caballero ahora iba en último lugar, derribando ladrón tras ladrón. Los campesinos no habían sufrido heridas de consideración, pues él había cargado con todo el peso de la batalla, como bien podía verse por los ensangrentados desgarrones de su cota de malla; y cuando llegaron al arranque del angosto sendero les dijo que bajaran los cerdos al valle, mientras él se quedaba allí para cubrirles la retirada. Así pues, al instante se quedó solo, y, debilitado como estaba por la pérdida de sangre, podría haber sido rematado en aquel sitio y hora por los ladrones del bosque, si éstos, presas del pánico, no se hubieran perdido de vista a toda velocidad.
Transcurrió una hora, y no regresaron; y el caballero ya no pudo seguir en guardia más tiempo, y tuvo que tenderse en la hierba. Pasó otra media hora, y entonces un mozalbete, con algo que parecía un gran penacho de plumas de gallo prendidas en su sombrero, apareció por el sendero que tenía a su espalda; empezó a pasearse por entre los cuerpos de los ladrones muertos, y les fue cortando las cabezas. Después las puso en un montón delante del caballero, y le dijo:
—¡Oh, gran caballero!, me han mandado que viniera a pediros las coronas que prometisteis por las cabezas: cinco coronas por cabeza. Me encargaron que os dijera que han rezado a Dios y a su Madre para que os concedan una larga vida, pero que ellos son pobres campesinos, y que querrían disponer del dinero antes de que muráis. Me lo repitieron una y otra vez, pues temían que se me olvidara, y prometieron que si eso ocurría me pegarían.
El caballero se incorporó apoyándose sobre el codo, y, abriendo una bolsa que colgaba de su cinturón, fue contando cinco coronas por cada cabeza. En total había treinta cabezas.
—¡Oh, gran caballero!—continuó el muchacho—, me mandaron también que os atendiera en cuanto fuera menester, que encendiera un fuego y que os pusiera este ungüento en vuestras heridas.
Y reuniendo palos y hojas, con su eslabón y pedernal hizo saltar chispas bajo un montón de hojas secas y encendió una estupenda fogata. Después, tras quitarle la cota de malla, empezó a ungirle las heridas: pero lo hacía torpemente, como quien hace con desgana lo que le han dicho que haga. El caballero le dijo que parara y añadió: «Pareces buen muchacho».
—Querría pediros algo para mí.
—Aún quedan algunas coronas—contestó el caballero—, ¿quieres que te las dé?
—¡Oh, no!—replicó el muchacho—. A mí no me servirían de nada. Sólo hay una cosa que me gusta hacer, y no necesito dinero para ello. Yo voy de pueblo en pueblo y de colina en colina, y siempre que encuentro un buen gallo lo robo y me lo llevo al bosque, y allí lo escondo bajo una canasta hasta que consigo otro gallo igual de bueno, y los pongo a los dos a pelear. La gente dice que soy un simple, nadie me hace ningún daño, y nunca me piden que haga nada salvo llevar algún mensaje de vez en cuando. Y por ser un simple es por lo que me han mandado a por las coronas: cualquier otro las robaría; y ellos mismos no se atreven a volver, pues ahora que ya no os tienen a su lado, tienen miedo a los ladrones del bosque. ¿No habéis oído decir que, cuando los ladrones del bosque son bautizados, los lobos ofician de padrinos suyos, y que su brazo derecho queda sin bautizar?
—Si no quieres coger estas coronas, mi buen muchacho, me temo que no tengo nada para ti, a no ser que te quedes con la vieja cota de malla que muy pronto ya no volveré a necesitar.
—Había algo que quería, sí, ahora me acuerdo—respondió el muchacho—. Quiero que me digáis por qué os habéis batido como los campeones y los gigantes de las historias y por tan poca cosa. ¿Sois realmente un hombre como los demás? ¿No seréis más bien un viejo brujo que vive en estas colinas?, y si ahora de repente se levantara viento, ¿no os dejaría reducido a polvo?
—Te hablaré de mí—replicó el caballero—, pues ahora que soy el último de todos mis compañeros, puedo contarlo todo con Dios por testigo. Mira la Rosa de Rubíes de mi yelmo, y verás el símbolo de mi vida y de mis esperanzas.
Y entonces le contó al muchacho esta historia, pero haciendo pausas cada vez más frecuentes; y mientras se la contaba, el muchacho clavó en la tierra delante de él las plumas de gallo, y las iba moviendo como si fuesen actores de la obra.
—Yo vivía en una tierra lejos de ésta, y fui uno de los Caballeros de San Juan—comenzó el anciano—, pero dentro de la Orden yo era de los que siempre soñaban con más arduas empresas al servicio de esa verdad que no puede entenderse más que con el corazón. Al fin se unió a nosotros cierto caballero de Palestina, al cual la verdad de las verdades le había sido revelada por Dios Mismo. Él había visto una gran Rosa de Fuego, y una Voz procedente de la Rosa le había dicho que los hombres estaban desviándose de la luz de sus propios corazones, y postrándose ante unas normas y un orden meramente externos; y que a ese paso la luz acabaría extinguiéndose, y que nadie escaparía a la maldición, salvo el hombre bueno pero necio que es incapaz de pensar, y aquel otro, apasionado y perverso que ni siquiera lo intenta. La luz del corazón, le dijo la Voz, brillaba ya cada vez con menos lustre, y a medida que empalidecía una infección iba sembrando el mundo de corrupción; y ninguno de los que han visto claramente la verdad podrían entrar en el Reino de Dios, que está en el Corazón de la Rosa, si siguieran de buen grado en este mundo corrompido; y, por tanto, han de mostrar su cólera contra los Poderes de la Corrupción muriendo al servicio de la Rosa. Mientras el caballero de Palestina nos decía todas estas cosas el aire se llenó de la fragancia de la Rosa. Y de ese modo supimos que era la mismísima Voz de Dios la que nos hablaba por boca del caballero, y le pedimos que nos guiara en todo y que nos enseñara cómo obedecer a la Voz. Nos unió, pues, en juramento, y nos dio santos y señas mediante las cuales podríamos reconocernos unos a otros aunque pasaran muchos años, nos fijó unos determinados lugares para que nos encontrásemos y nos envió en destacamentos por el mundo en busca de causas justas y a morir combatiendo por ellas. Al principio, nosotros creíamos que era mejor morir ayunando en honor de algún santo; pero él nos dijo que eso era pecado, pues era buscar la muerte por la muerte misma, y de ese modo arrebatábamos a las manos de Dios la elección del momento y forma de nuestra muerte, y al hacerlo así hacíamos de menos Su poder. Hemos de escoger nuestros servicios por su propia excelencia, y nada más que por eso, y dejar que Dios nos recompense a Su debido tiempo y de Su debida forma. Y después nos obligó a comer siempre de dos en dos a la mesa para que así nos vigilásemos mutuamente y no ayunásemos de forma caprichosa. Y pasaron los años, y mis compañeros fueron muriendo uno tras otro en Tierra Santa, bien guerreando contra los perversos príncipes de la tierra, bien limpiando de salteadores los caminos; y con ellos murió el caballero de Palestina, y al final quedé yo solo. Peleé por todas las causas en que los menos luchan contra los más, y mis cabellos fueron volviéndose blancos, y un miedo terrible a haber caído en desgracia a los ojos de Dios se apoderó de mí. Pero, finalmente, cuando llegó a mis oídos que esta isla de Occidente padecía más guerras y rapiña que ninguna otra tierra, vine hasta aquí, y he encontrado lo que buscaba, y ¡mira!, una gran alegría me embarga.
En ese momento se puso a cantar en latín, y mientras cantaba su voz se fue quebrando y haciéndose cada vez más débil. Después sus ojos se cerraron y se entreabrieron sus labios, y el muchacho vio que había muerto.
—El cuento que me ha contado era muy bonito—dijo el muchacho—, pues había batallas, pero hay muchas cosas que no he entendido y se hace difícil recordar una historia tan larga.
Y cogiendo la espada del caballero empezó a cavar una sepultura en la arcilla blanda. Cavó con ahínco, y casi había concluido ya su tarea cuando abajo, en el valle, cantó un gallo.
—Ah—exclamó—, tengo que atrapar a ese pajarraco. Y bajó a la carrera el angosto sendero que conducía al valle.