EL CORAZÓN DE LA PRIMAVERA

Un hombre muy viejo, con un rostro casi tan descarnado como la pata de un pájaro, estaba sentado meditabundo en la rocosa orilla del islote llano y cubierto de avellanos que ocupa la mayor parte del lago Gill. Un muchacho de diecisiete años, de rostro bermejo, estaba sentado a su lado, observando cómo las golondrinas se lanzaban sobre las tranquilas aguas a la caza de moscas. El anciano iba vestido de raído terciopelo azul y el muchacho llevaba una pelliza de lana y un rosario colgaba de su cuello. A sus espaldas, y medio oculto por los árboles, había un pequeño monasterio. Mucho tiempo atrás había sido incendiado por hombres sacrílegos del partido de la reina, pero el muchacho había construido una nueva techumbre con juncos para que el anciano dispusiera de un refugio en sus últimos días. Sin embargo, no había hundido la pala en el jardín circundante, y los lirios y las rosas de los monjes habían ido creciendo hasta tropezar y mezclarse, en confusa exuberancia, con el círculo de helechos que se iba estrechando a su alrededor. Más allá de los lirios y de las rosas los helechos eran tan corpulentos que un niño que caminara entre ellos, aun andando de puntillas, desaparecería de la vista; y más allá de los helechos se alzaban multitud de avellanos y de robles pequeños.

—Amo—dijo el muchacho—, todo este largo ayuno y tanto afán por hacer señas después del anochecer a los seres que habitan en las aguas y entre los avellanos y los robles, es excesivo para vuestras fuerzas. Descansad un poco de todos estos afanes, pues vuestra mano hoy parece más pesada sobre mi hombro y vuestros pies menos firmes de lo que me han parecido otras veces. La gente dice que sois más viejo que las águilas, y sin embargo no os procuráis el reposo que corresponde a la vejez. —Hablaba con pasión, como poniendo el corazón en sus palabras, y el anciano le respondió lenta y sentenciosamente, como con el corazón ausente en días y acontecimientos lejanos.

—Te diré por qué no me ha sido posible descansar—contestó—. Justo es que lo sepas, pues me has servido fielmente estos cinco años, con afecto incluso, ahuyentando de ese modo el maleficio de la soledad que se abate siempre sobre los sabios. Y, por tanto, ahora que el fin de mis esfuerzos y el triunfo de mis esperanzas están ya al alcance de la mano, es preciso que conozcas las razones.

—Amo, no creáis que quiero interrogaros. Mi vida consiste en mantener el fuego encendido, y la paja del tejado bien prieta para que no entre la lluvia, y firme para que cuando sople el viento no la esparza entre los árboles; y en bajar los pesados volúmenes de los anaqueles, y en poseer un corazón reverente y poco curioso. Dios, en Su abundancia, ha dotado de una sabiduría diferente a todo cuanto existe, y la mía estriba en hacer todas estas cosas.

—Tienes miedo—interrumpió el anciano, y sus ojos brillaron un momento de ira.

—A veces, de noche—prosiguió el muchacho—, cuando estáis leyendo, con el cayado de madera de serbal en vuestra mano, me asomo a la puerta y unas veces veo a un hombre gris y gigantesco llevando unos cerdos por entre los avellanos, y otras una multitud de pequeños seres con gorros rojos que salen del lago arreando unas blancas vaquillas. Esos seres menudos no me dan tanto miedo como el hombre gris; pues, cuando se aproximan a la casa, ordeñan las vacas, beben su espumosa leche y empiezan a bailar; y sé que hay bondad en el corazón que ama la danza; pero precisamente por eso les temo. Y también me dan miedo esas damas altas y de blancos brazos que surgen de los aires y se mueven lentamente de acá para allá, poniéndose ellas mismas coronas de rosas o de lirios y agitando a su paso sus cabellos dotados de vida, que, según he oído decir a los seres pequeños, se mueven al compás de sus pensamientos, tan pronto soltándose al viento como adhiriéndose firmemente a sus cabezas. Sus rostros son dulces y hermosos, pero los Sidhe me dan miedo, como me dan miedo las artes que los atraen a nuestro lado.

—¿Por qué—preguntó el anciano—, temes a los antiguos dioses, a los que hacían que las lanzas de los padres de tus padres fueran resistentes en la batalla, y a esos pequeños seres que salían de noche de las profundidades de los lagos y cantaban con los grillos junto a sus hogares? En nuestro día fatal ellos seguirán velando por la hermosura de la tierra. Pero he de decirte el porqué de mi ayuno y de mis afanes, cuando a otros les vence el sueño de la vejez, pues sin tu ayuda, una vez más, habría ayunado y me habría esforzado en vano. Cuando me hagas una última cosa, podrás irte a levantar tu casa, a arar tus campos, a tomar a alguna joven por esposa y a olvidar a los antiguos dioses, porque cuando me vaya dejaré tras de mí en este pequeño refugio dinero para que la cumbrera de tu cabaña sea sólida y para que tengas bodega y despensa siempre llenas. Yo he buscado a lo largo de toda mi vida el secreto de la vida. No fui feliz en mi juventud, pues sabía que tendría que pasar; ni tampoco cuando ya fui un hombre, pues sabía que se acercaba la vejez; y, así pues, me consagré, en mi juventud, en mi madurez y en mi ancianidad a la búsqueda del Gran Secreto. Anhelaba una vida cuya longevidad se contara por siglos, despreciaba una vida de sólo ochenta inviernos. Quería ser—no, ¡lo seré!—como los antiguos dioses de la tierra. Cuando era joven leí en cierto manuscrito hebreo que encontré en un monasterio español, que, después de que el Sol entre en Capricornio y antes de rebasar el León, hay un momento que tiembla con la Canción de los Poderes Inmortales, y que todo aquel que encontrara ese momento y escuchara la Canción se volvería como los mismos Poderes Inmortales; regresé a Irlanda y pregunté a los duendes y a los que curan a las vacas, si sabían cuándo llegaría ese momento; pero aunque todos habían oído hablar de él, ninguno fue capaz de encontrarlo en el reloj de arena. Me consagré, pues, a la magia, consumiendo mi vida en el ayuno y el trabajo para que los dioses y los duendes me fueran propicios; y ahora, por fin, uno de los duendes me ha dicho que ese momento está a punto de llegar. Uno, que llevaba un gorro rojo y cuyos labios estaban blancos con la espuma de la leche nueva, me lo susurró al oído. Mañana, poco antes de expirar la primera hora después del alba, hallaré ese momento, y entonces partiré hacia un país del sur y me construiré un palacio de mármol blanco rodeado de naranjos, y reuniré a los valientes y a los bellos en torno mío, y entraré en el reino eterno de mi juventud. Pero, para que pueda oír toda la Canción, el hombrecillo con la espuma de la leche nueva en los labios me dijo que tienes que traer gran cantidad de ramas verdes y amontonarlas junto a la puerta y bajo la ventana de mi aposento; y tienes que cubrir el suelo con juncos verdes y tiernos, y cubrir la mesa y los juncos con las rosas y los lirios de los monjes. Todo esto has de hacerlo esta noche, y por la mañana, al término de la hora primera después del alba, vendrás a verme.

—¿Serás joven entonces?—preguntó el muchacho.

—Seré entonces tan joven como tú, pero ahora todavía soy viejo y estoy cansado, y tienes que ayudarme a llegar hasta mi silla y junto a mis libros.

Tras dejar al brujo en su habitación y encender la lámpara que, por algún designio, desprendió un dulce olor como de flores extrañas, el muchacho se internó en el bosque y empezó a cortar ramas verdes de los avellanos, y grandes manojos de juncos de la orilla occidental de la isla, donde las pequeñas rocas dejan paso a suaves pendientes de arena y de arcilla. Anocheció antes de que hubiera cortado cuanto necesitaba para su propósito y casi era ya medianoche antes de que hubiera transportado el último haz a su sitio, y vuelto a por las rosas y los lirios. Era una de esas noches cálidas y hermosas en las que todo parece tallado en piedras preciosas. Al sur, a lo lejos, el Bosque de Sleuth parecía como esculpido en berilo verde y las aguas en las que espejeaba brillaban como un ópalo pálido. Las rosas que iba cortando eran como rubíes resplandecientes y los lirios poseían ese lustre mate de las perlas. Todo había cobrado el aspecto de lo imperecedero, todo excepto una luciérnaga cuya tenue luz seguía brillando impasible entre las sombras, moviéndose lentamente de aquí para allá, lo único que parecía con vida, la única cosa que se antojaba perecedera como las esperanzas de los mortales. El muchacho reunió un gran ramo de rosas y de lirios y, con la luciérnaga engarzada entre la perla y el rubí, lo llevó a la habitación, donde el anciano estaba sentado medio amodorrado. Dispuso los haces, uno tras otro, por el suelo y sobre la mesa y luego, tras cerrar suavemente la puerta, se precipitó a su lecho de juncos, a soñar en una madurez apacible, con una esposa deseable y risas infantiles. Al alba se levantó y bajó a la orilla del lago, llevando consigo el reloj de arena. Puso un poco de pan y de vino en la barca para que a su amo no le faltaran provisiones al partir para su viaje, y se sentó a esperar a que transcurriera la primera hora después del alba. Poco a poco los pájaros empezaron a cantar y cuando estaban cayendo los últimos granos de arena, de pronto todo pareció desbordarse con su música. Era el momento más hermoso y lleno de vida del año; en él se podía oír el latir de la primavera. Se levantó y fue a ver a su amo. Las verdes ramas tupían la puerta y tuvo que abrirse paso a través de ellas. Cuando entró en la habitación, el sol describía parpadeantes círculos de luz sobre el suelo, los muros y la mesa, y todo estaba sumido en suaves sombras verdes. Pero el anciano permanecía sentado apretando entre sus brazos un gran ramo de rosas y de lirios, y con la cabeza hundida en el pecho. Sobre la mesa, a su izquierda, había un talego de cuero lleno de piezas de oro y plata, como preparado para algún viaje, y a su derecha un largo bastón. El muchacho le tocó, pero no se movió. Le alzó las manos, pero estaban completamente frías y volvieron a caer pesadamente.

—¡Más le hubiera valido—exclamó el muchacho—rezar sus oraciones y besar el rosario!

Miró el raído terciopelo azul y vio que estaba cubierto de polen de las flores, y mientras lo miraba, un zorzal, que se había posado sobre las ramas apiladas contra la ventana, empezó a cantar.