Una noche, hace unos quince años, caí en lo que parecía el poder del País de las Hadas. Había ido con un joven y su hermana—amigos y parientes míos—a sacarle historias a un viejo campesino; e íbamos ya de regreso a casa comentando lo que éste nos había contado. Estaba oscuro, y nuestras imaginaciones excitadas por sus historias de apariciones, y puede que esto nos llevara, sin que nos diéramos cuenta, al umbral, entre el sueño y la vigilia, donde se sitúan con los ojos abiertos las Esfinges y las Quimeras y donde siempre hay murmullos y susurros. Habíamos llegado a la sombra de unos árboles que oscurecían mucho el camino cuando la chica vio una luz brillante que se movía lentamente por el camino. Ni su hermano ni yo vimos nada, y nada vimos hasta que hubimos andado por espacio de una media hora a lo largo de la orilla del río y hubimos descendido por una estrecha vereda hasta unos campos en los que había una iglesia en ruinas cubierta de hiedra, y los cimientos de lo que se llamaba «el Pueblo Antiguo», que había sido quemado íntegramente, se decía, en tiempos de Cromwell. En la medida en que logro acordarme, llevábamos unos minutos mirando los campos llenos de piedras y zarzas y saúcos cuando vi una luz pequeña y brillante en el horizonte, que, según parecía, subía lentamente hacia el cielo; luego, durante uno o dos minutos, vimos otras luces débiles, y finalmente una llama brillante como la de una antorcha que se movía rápidamente por encima del río. Todo lo vimos en tal estado de ensueño, y parece todo tan irreal, que nunca hasta ahora he escrito ni apenas hablado de ello, e incluso cuando he pensado en ello, por algún impulso irracional, he evitado darle peso en la demostración. Tal vez he sentido que mis recuerdos de cosas vistas cuando el sentido de la realidad estaba debilitado no debían ser dignos de confianza. Hace unos meses, sin embargo, volví a hablar de ello con mis dos amigos, y contrasté sus ya algo flacos recuerdos con los míos. Ese sentido de irrealidad fue tanto más asombroso cuanto que al día siguiente oí ruidos tan inexplicables como aquellas luces, y sin ninguna emoción de irrealidad, y los recuerdo con perfectas claridad y seguridad. La chica estaba leyendo y escribiendo a un par de yardas de distancia, cuando oí un ruido como si hubieran arrojado una lluvia de guisantes contra el espejo, y mientras lo estaba mirando volví a oír un ruido como si algo mucho más grande que un guisante hubiera golpeado el friso de la pared junto a mi cabeza. Y tras ello, hubo durante algunos días otras visiones y ruidos, no para mí sino para la chica y su hermano y la servidumbre. Ahora era una luz brillante, ahora eran letras de fuego que desaparecían antes de poder ser leídas, ahora era un pesado pie que se desplazaba por la casa aparentemente vacía. Uno se pregunta si las criaturas que viven, según creen los campesinos, allí donde los hombres y las mujeres han vivido en tiempos más primitivos nos siguieron desde las ruinas del pueblo antiguo, o si vinieron desde las orillas del río, allí donde la primera luz, junto a los árboles, había brillado un instante.
1902