LA MUERTE DE HANRAHAN

Hanrahan, que nunca permanecía mucho tiempo en el mismo sitio, había vuelto de nuevo a las aldeas situadas al pie del Slieve Echtge, a Illeton, Scalp y Ballylee, haciendo un alto unas veces en una casa y otras en otra, y siendo siempre bien recibido en todas partes en honor a los viejos tiempos y a su poesía y gran cultura. En la pequeña bolsa que llevaba bajo la capa había algunas monedas de plata y de cobre, pero rara vez tenía que echar mano de ellas, pues bien poco era lo que necesitaba, y entre la gente del pueblo nadie le hubiera aceptado nada en pago. Su mano caía con mayor peso sobre el bastón de endrino en que se apoyaba, y sus mejillas estaban hundidas y demacradas, pero en lo que a comida se refería, patatas y leche y un pedazo de torta de avena, tenía cuanto quería; y en la linde de un lugar tan salvaje y pantanoso como es el Echtge no había de faltarle una jarra de aguardiente, con aquel regusto a humo de turba. Paseaba sin rumbo por el gran bosque de Kinadife, o pasaba muchísimas horas del día sentado entre los juncos a la orilla del lago Belshragh, escuchando los torrentes que bajan de las colinas u observando las sombras de las oscuras lagunas pantanosas; permanecía sentado en el mayor de los silencios para no asustar a los ciervos que bajaban del brezal a la pradera y a los campos de cultivo al caer la noche. A medida que pasaban los días parecía como si empezara a formar parte de un mundo invisible y brumoso, que tenía por límites los colores que hay más allá de todos los demás colores y los silencios que existen más allá de todos los silencios de este mundo. Y algunas veces oía en el bosque el ir y venir de una música que al extinguirse se borraba de su memoria como un sueño; y en una ocasión, en la quietud del mediodía, oyó un sonido que era como el fragor de innumerables espadas, que se prolongó largo rato sin interrupción. Y cuando caía la noche y salía la luna, el lago parecía convertirse en un arco de plata y piedras resplandecientes, y entonces de su silencio brotaba el sonido lejano de un canto funerario, y de empavorecidas risas que el viento quebraba, y multitud de pálidas manos que hacían señas.

Una tarde, en la época de la recolección, estaba sentado contemplando el agua, pensando en todos los secretos ocultos en lagos y montañas, cuando oyó un grito procedente del sur, muy débil al principio, pero que se fue haciendo más potente y claro a medida que la sombra de los juncos se hacía cada vez más larga, hasta que pudo oír las palabras: «Soy bella, soy bella. Los pájaros en el aire, las mariposas nocturnas bajo las hojas, las moscas sobre el agua me miran, pues nunca vieron a nadie tan bella como yo. Soy joven, soy joven: miradme, montañas; miradme, bosques caducos, pues mi cuerpo brillará como las blancas aguas cuando vosotros ya hayáis desaparecido. Vosotros y toda la raza de los hombres, y la raza de las bestias, y la raza de los peces, y la raza alada, os vais apagando como la vela que está ya casi extinguida. Pero yo río a carcajadas porque estoy en mi juventud». La voz se quebraba de cuando en cuando, como fatigada, y entonces volvía a empezar de nuevo, pronunciando siempre las mismas palabras, «Soy bella, soy bella». Poco después los arbustos a la orilla del pequeño lago temblaron un instante, y una mujer muy vieja se abrió paso entre ellos y cruzó por delante de Hanrahan, andando con pasos muy lentos. Su rostro era del color de la tierra, y más arrugado que la cara de cualquier vieja bruja que se haya visto jamás, sus grises cabellos le colgaban en greñas, y los harapos que llevaba apenas llegaban a cubrir su oscura piel, curtida por mil inclemencias. Pasó por delante de él con los ojos muy abiertos, la cabeza erguida, y los brazos colgándole pegados al cuerpo, y se perdió en la sombra de las colinas hacia el oeste.

Una especie de terror se apoderó de Hanrahan al verla, pues vio que se trataba de una tal Winny Byrne de las Encrucijadas, que iba mendigando de un sitio a otro profiriendo siempre el mismo grito, y a menudo había oído que, tiempo atrás, había poseído tal sabiduría que todas las mujeres de los contornos solían ir a pedirle consejo, y que había tenido una voz tan hermosa que hombres y mujeres acudían de todas partes para oírla cantar en duelos o en esponsales; y que los Otros, los grandes Sidhe, le habían robado el juicio una noche de Samhain hacía muchos años, cuando se quedó dormida al pie de un fortín y vio en sus sueños a los sirvientes de Echtge de las colinas.

Y al ir desapareciendo ladera arriba, parecía como si su grito, «Soy bella, soy bella», viniera de las estrellas de los cielos.

Un viento frío se deslizó por entre los juncos y Hanrahan empezó a tiritar, y se puso en pie para dirigirse a alguna casa que tuviera fuego en el hogar. Pero en vez de bajar rodeando la colina como solía hacer, siguió ladera arriba, por el pequeño sendero que antes habría sido tal vez una carretera o tal vez el cauce seco de algún torrente. Era el mismo camino por el que Winny se había ido, y conducía a la pequeña cabaña en que ella paraba, si es que alguna vez paraba en algún sitio. Ascendió muy lentamente la colina, como si llevara una pesada carga a la espalda, y por fin vio una luz un poco a la izquierda, y pensó que probablemente era de la casa de Winny de donde venía, y dejó el sendero para dirigirse hacia allí. Pero el cielo se había cubierto de nubes, y no podía ver bien el camino, y después de dar unos cuantos pasos su pie resbaló y cayó en una ciénaga viva, y aunque logró salir arrastrándose y agarrándose a las raíces de los brezos, la caída le había dado tal susto que juzgó más conveniente tumbarse en el suelo que seguir caminando. Pero siempre había tenido gran valor, y prosiguió su camino, paso a paso, hasta llegar por fin a la cabaña de Winny, que no tenía ventanas, sino que la luz salía por la puerta. Pensó en entrar y descansar un rato, pero cuando se asomó a la puerta no vio dentro a Winny, sino que lo que vio fueron cuatro viejas de cabellos grises que estaban jugando a las cartas, pero Winny no estaba con ellas. Hanrahan se sentó sobre un montón de turba al lado de la puerta, pues se encontraba totalmente exhausto, y no sentía el menor deseo de conversar o de jugar a las cartas, con sus huesos y sus articulaciones doliéndole como le dolían. Podía oír cómo las cuatro mujeres charlaban mientras jugaban a las cartas, e iban voceando sus jugadas. Y le pareció que, como el extraño hombre del granero mucho tiempo atrás, decían: «Picas y Cuadrados, Valor y Poder. Tréboles y Corazones, Conocimiento y Placer». Y se repitió a sí mismo aquellas palabras una y otra vez; y estuviera soñando o no, el dolor que sentía en el hombro no le abandonó un solo momento. Y al cabo de un rato, las cuatro mujeres de la cabaña empezaron a pelearse, y cada una empezó a decirle a las demás que no habían jugado limpio, y sus voces fueron haciéndose cada vez más estentóreas, así como sus chillidos y maldiciones, hasta que al fin todo el aire en torno a la casa se llenó con su griterío, y Hanrahan, que las oía entre dormido y despierto, dijo: «Es como el fragor de la lucha entre los amigos y los detractores de algún hombre que está a las puertas de la muerte. Y yo me pregunto—continuó—, ¿quién será el hombre que está a las puertas de la muerte en este paraje solitario?».

Tenía la impresión de haber dormido mucho tiempo, abrió los ojos, y el rostro que vio inclinado sobre el suyo fue el viejo y arrugado rostro de Winny de las Encrucijadas. Le miraba fijamente, como para asegurarse de que no estaba muerto, le limpió la sangre que se le había secado sobre el rostro con un trapo húmedo, y un rato después le ayudó a levantarse y a entrar en la cabaña, y le acostó en lo que le hacía las veces de cama. Le dio un par de patatas de un puchero que tenía a la lumbre, y una jarra de agua de manantial, que fue lo que más le reanimó. Durmió un poco a intervalos, y a veces la oía cantar mientras iba y venía por la casa, y así transcurrió aquella noche. Cuando el alba empezó a rayar en el cielo, echó mano a la bolsa en la que llevaba su pequeña reserva de dinero, y se la tendió, y ella cogió unas cuantas monedas de cobre y de plata, pero volvió a dejarlas, como si para ella no tuvieran ningún valor, quizá porque no era dinero lo que solía mendigar, sino comida y trapos; o tal vez porque el despuntar del día la había llenado de orgullo y renovada convicción en su propia y extraordinaria belleza. Salió a cortar unos cuantos manojos de brezo, volvió cargada con ellos y los puso encima de Hanrahan en un montón, diciéndole algo sobre el frío de la mañana, y mientras lo hacía se percató de las arrugas de su rostro, del color gris de sus cabellos y de su mellada dentadura que estaba negra y llena de huecos. Y después de cubrirle bien con el brezo salió y empezó a bajar por la ladera de la montaña, y él podía oír cómo su grito, «Soy bella, soy bella», iba resonando cada vez más lejos hasta que al fin se extinguió por completo.

Hanrahan permaneció tendido allí todo el día, con sus dolores y su debilidad, y cuando empezaban a caer las sombras del anochecer volvió a oír su voz que se aproximaba subiendo por la colina, y ella entró, coció las patatas y las compartió con él como había hecho la vez anterior. Y así pasó un día y otro día, y sentía cómo se acentuaba el peso de la carne. Pero poco a poco, a medida que se debilitaba, fue notando que en la habitación había otros seres mucho más grandes que él y que empezaban a llenar toda la casa; y le parecía que todo el poder estaba en sus manos, y que con un simple manotazo podrían derribar aquel muro que los agudísimos dolores habían alzado en torno suyo y llevárselo con ellos a su mundo. Y a veces podía oír unas voces, lejanas y alegres, que le llamaban por entre las vigas del techo o desde la llama del hogar, y en otras ocasiones una música inundaba toda la casa, atravesándola como el viento. Y al poco la debilidad no dejó ya lugar para el dolor, y entonces se hizo en torno suyo un gran silencio, como el silencio que reina en el corazón del lago, y a sus oídos llegaban, atravesándolo, como la llama de una vela de junco, aquellas voces lejanas y alegres por siempre jamás.

Una mañana oyó una música que sonaba en alguna parte fuera de la casa, y a medida que el día transcurría fue sonando cada vez con mayor fuerza, hasta ahogar finalmente las alegres y lejanas voces e incluso el grito de Winny por la ladera de la montaña al caer la tarde. Hacia la medianoche, de repente, pareció como si los muros se disolvieran y dejaran flotando su lecho en medio de una luz pálida y brumosa que resplandecía por todas partes hasta donde la vista alcanzaba; y tras una ceguera momentánea vio que estaba llena de grandes figuras de sombras que corrían de un lado para otro.

Al mismo tiempo la música llegó a sus oídos con gran claridad, y comprendió que no era sino el continuo entrechocar de espadas.

—Voy en pos de mi muerte—exclamó—, y al mismísimo corazón de la música de los Cielos. ¡Oh, Querubines y Serafines, acoged mi alma!

Tras este grito la luz que le envolvía se llenó de destellos de una luz más resplandeciente aún, y vio que eran las puntas de las espadas dirigidas a su corazón; y entonces una súbita llamarada, luminosa y ardiente como el amor de Dios o el odio de Dios, apagó la luz, se extinguió y le dejó en tinieblas. Al principio no podía ver nada, pues todo estaba tan oscuro como si cuanto le rodeaba fuese tierra negra de los pantanos, pero, de pronto, el fuego se reavivó como si hubiesen arrojado un manojo de yesca. Y mientras lo contemplaba, la luz se encendió en el gran puchero que colgaba de un garfio, y en la piedra plana en la que Winny solía cocer algún pastel de cuando en cuando, y en el largo y herrumbroso cuchillo que utilizaba para cortar las raíces del brezo, y en el largo bastón de endrino que él mismo había llevado a la casa. Y al ver estas cuatro cosas, ciertos recuerdos acudieron a la mente de Hanrahan, y sacando fuerzas de flaqueza se incorporó, se sentó en la cama y con voz potente y clara exclamó:

—El Caldero, la Piedra, la Espada y la Lanza. ¿Qué son? ¿A quién le pertenecen? Y esta vez he hecho la pregunta.

Y después se dejó caer de nuevo, extenuado y faltándole el aliento.

Winny Byrne, que había estado atendiendo el fuego, acudió a su lado y clavó sus ojos en el lecho; y las lejanas y risueñas voces se dejaron oír de nuevo, y una luz pálida, gris como una ola, inundó la habitación y él no supo de qué secreto mundo procedía. Miró el rostro marchito de Winny y sus marchitos brazos, grises como un terrón de tierra, y a pesar de su debilidad se echó hacia atrás buscando la pared. Y entonces de los harapos cubiertos de lodo surgieron unos brazos blancos y sombríos como la espuma de un río y rodearon su cuerpo, y una voz que podía oír perfectamente, pero que parecía venir de muy lejos, le dijo en un susurro:

—Ya no tendrás que buscarme en el regazo de las mujeres.

—¿Quién eres tú?—le preguntó entonces.

—Yo soy uno de esos seres imperecederos, una de esas Voces eternas e infatigables, que hallan su morada en los vencidos y en los moribundos y en quienes han perdido la razón; y vengo en tu busca, y serás mío hasta que el mundo entero se consuma como la vela que se extingue. Y ahora mira hacia arriba—concluyó—, pues los ramilletes de nuestras bodas ya están encendidos.

Entonces vio que la casa estaba llena de pálidas manos de sombras, y que cada mano portaba algo que tan pronto parecía un ramillete encendido para unas bodas, como un largo y blanco cirio para los muertos.

Cuando a la mañana del día siguiente salió el sol, Winny de las Encrucijadas se levantó de donde había permanecido sentada junto al cuerpo, y reemprendió su mendicante vagabundeo de comarca en comarca, cantando siempre mientras caminaba la misma canción: «Soy bella, soy bella. Los pájaros en el aire, las mariposas nocturnas bajo las hojas y las moscas sobre el agua me miran. Soy joven: miradme, montañas; miradme, bosques caducos, pues mi cuerpo brillará como las blancas aguas cuando vosotros ya hayáis desaparecido. Vosotros y toda la raza de los hombres, y la raza de las bestias, y la raza de los peces, y la raza alada, os vais apagando como la vela que está ya casi extinguida. Pero yo río a carcajadas porque estoy en mi juventud».

No regresó a la cabaña ni aquella ni ninguna otra noche, y tuvieron que pasar dos días para que los recolectores de turba, camino de los pantanos, hallaran el cuerpo de Owen Hanrahan el Rojo, y convocaron a los hombres para que lo velaran y a las mujeres para que le cantaran una oración fúnebre, y le dieran sepultura como tan gran poeta merecía.