LA RELIGIÓN DE UN MARINO

Un capitán de barco, cuando está de pie en el puente, o mira hacia fuera desde su caseta de cubierta, piensa mucho en Dios y en el mundo. Allá lejos, en el valle, entre el trigo y las amapolas, los hombres bien pueden olvidarse de todo excepto el calor del sol en la cara, y la benigna sombra debajo del seto; pero el que viaja a través de la tormenta y la oscuridad no tiene más remedio que pensar y pensar. Un mes de julio, hace un par de años, cené con un tal capitán Moran a bordo del vapor de hélice Margaret, que había puesto rumbo a un río del oeste viniendo no sé de dónde. Me pareció un hombre de muchas ideas, sazonadas todas por su personalidad, como suele ocurrir con los marinos.

—Señor—me dijo—, ¿ha oído usted hablar alguna vez de la plegaria de los capitanes de barco?

—No—dije yo—; ¿cuál es?

—Es—respondió—: «Oh, Señor, déjame poner al mal tiempo buena cara».

—¿Y eso qué significa?

—Significa—dijo—que cuando alguna noche me vienen a despertar y me dicen: «Capitán, nos estamos hundiendo», yo no haga el ridículo. Vaya, señor, estábamos en medio del Atlántico, y yo estaba de pie en el puente, cuando me viene el tercero de a bordo con pinta de estarse muriendo. Dice: «Capitán, todo ha terminado para nosotros». Digo yo: «¿No sabía usted cuando se enroló que cada año se hunde un cierto porcentaje?». «Sí, señor», dice él; y digo yo: «¿Y no se le paga a usted por que se hunda?». «Sí, señor», dice él; y digo yo: «¡Pues húndase usted entonces como un hombre, y váyase al infierno!».

1893