SUEÑOS QUE NO TIENEN MORALEJA

La amiga a la que le hablaron de Maeve y la vara de avellano fue al asilo otro día. Encontró a los viejos con frío y en un estado lamentable, «como moscas en invierno», dijo; pero cuando empezaron a hablar se olvidaron del frío. Acababa de dejarles un hombre que había jugado a las cartas en un rath con los habitantes del País de las Hadas, los cuales habían jugado «muy limpio»; y un viejo había visto una noche un cerdo negro encantado, y había dos viejos a los que mi amiga había oído reñir acerca de si Raftery o Callanan era el mejor poeta. Uno había dicho de Raftery: «Era un hombre grande, y sus canciones han recorrido el mundo entero. Yo me acuerdo bien de él. Tenía una voz que era como el viento»; pero el otro estaba seguro «de que de pie bajo la nieve te estarías para escuchar a Callanan». Al poco un viejo se puso a contarle a mi amiga una historia, y todos escucharon encantados, soltando carcajadas de vez en cuando. La historia, que voy a contar exactamente como fue contada, era uno de esos viejos cuentos divagatorios, sin moraleja, que hacen las delicias de los pobres y los baqueteados, dondequiera que la vida subsiste en su natural sencillez. Hablan estos cuentos de un tiempo en el que nada tenía consecuencias, en el que, incluso si lo mataban a uno, bastaba con tener buen corazón para que alguien lo devolviera a la vida tocándolo con una vara, y en el que, si uno era príncipe y resultaba que era idéntico a su hermano, podía acostarse con la reina de éste sin tener después más que una pequeña riña. También nosotros, si fuéramos tan débiles y pobres que todo nos amenazara con la desgracia, podríamos recordar todos los antiguos sueños que han sido lo bastante fuertes para aliviar de su peso los hombros del mundo.

Había una vez un rey que estaba muy disgustado porque no tenía ningún hijo, y por fin le fue a consultar a su consejero principal. Y el consejero principal le dijo: «Es bastante fácil de conseguir si haces lo que te digo. Manda a alguien—le dice—a pescar un pez a tal lugar. Y cuando hayan traído el pez, dáselo a comer a la reina, tu esposa».

De modo que el rey mandó a alguien como se le había dicho, y el pez fue pescado y traído, y él se lo dio a la cocinera, y le ordenó que lo pusiera delante del fuego, pero que tuviera cuidado de no dejar que se le formara ninguna ampolla o burbuja. Pero asar un pescado delante del fuego sin que la piel se le levante en uno u otro punto es imposible, y en consecuencia le salió una ampolla en la piel, y la cocinera le pasó el dedo por encima para alisarla, y a continuación se llevó el dedo a la boca para enfriarlo, y de este modo probó el pescado. Y luego le fue subido a la reina, y ésta comió de él; y lo que dejó se tiró al patio y allí en el patio estaban una yegua y una galga, y se comieron los trozos que se tiraron.

Y antes de que transcurriera un año, la reina tuvo un niño, y la cocinera tuvo un niño, y la yegua tuvo dos potros, y la galga tuvo dos cachorros.

Y se envió una temporada fuera a los dos niños a algún lugar donde se cuidara de ellos, y cuando regresaron eran tan parecidos el uno al otro que nadie podía saber cuál era el hijo de la reina y cuál era el de la cocinera. Y esto molestaba a la reina, y fue al consejero principal y le dijo: «Dime alguna manera para poder saber cuál es mi propio hijo, porque no me gusta estarle dando al hijo de la cocinera lo mismo de comer y beber que al mío». «Eso es fácil de saber—dijo el consejero principal—si haces lo que te digo. Sal fuera, y quédate en la puerta por la que entrarán, y cuando te vean, tu hijo inclinará la cabeza, pero el hijo de la cocinera solamente se reirá».

De modo que eso hizo, y cuando su hijo inclinó la cabeza, sus criados le pusieron un distintivo para que ella lo reconociera otra vez. Y cuando estaban todos sentados cenando después de aquello, la reina le dijo a Jack, que era el hijo de la cocinera: «Ya es hora de que te marches de aquí, porque tú no eres hijo mío». Y su propio hijo, al que llamaremos Bill, dijo: «No lo eches, ¿acaso no somos hermanos?». Pero Jack dijo: «Hace ya mucho tiempo que me habría ido de esta casa si hubiera sabido que no era a mis propios padre y madre a quienes pertenecía». Y pese a cuanto Bill fue capaz de decirle, no se quiso quedar. Pero antes de irse, estaban los dos junto al pozo que había en el jardín, y él le dijo a Bill: «Si alguna vez sufro algún daño, esa agua de la superficie del pozo será sangre, y el agua de debajo será miel».

Luego cogió uno de los cachorros, y uno de los caballos que había parido la yegua tras comer del pescado, y el viento que iba tras él no lo pudo alcanzar, y él alcanzó al viento que iba delante de él. Y siguió su camino hasta que llegó a la casa de un tejedor, y le pidió alojamiento, y aquél se lo dio. Y luego siguió su camino hasta que llegó a la casa de un rey, y en la puerta mandó a que le preguntaran si necesitaba un criado. «Lo único que necesito—dijo el rey—, es un muchacho que todas las mañanas lleve las vacas al campo, y las traiga de noche para ordeñarlas». «Yo te lo haré», dijo Jack; así que el rey lo contrató.

Por la mañana mandaron a Jack al campo con las veinticuatro vacas, y el lugar al que le dijeron que las llevara no tenía una brizna de hierba para que pastaran, sino que estaba lleno de piedras. Así que Jack echó una mirada por los alrededores en busca de algún lugar en el que hubiera mejor hierba, y al cabo de un rato vio un campo de hierba verde y buena, y que pertenecía a un gigante. Así que derribó parte del muro y metió las vacas, y él se subió a un manzano y se puso a comerse las manzanas. Entonces entró el gigante en el campo. «Ñam, ñam—dice—, huelo la sangre de un irlandés. Ya veo dónde estás, subido en el árbol—dijo—, eres demasiado grande para un solo bocado; y demasiado pequeño para dos, y no sé qué voy a hacer contigo como no te triture y te convierta en rapé para la nariz». «Ya que eres fuerte, sé misericordioso», dice Jack subido en el árbol. «Baja y sal de ahí, enanito—dijo el gigante—, u os haré, pedazos a ti y al árbol». Así que Jack bajó. «¿Prefieres que nos clavemos puñales al rojo en el corazón—dijo el gigante—, o prefieres que luchemos sobre tepes al rojo?». «A luchar sobre tepes al rojo es a lo que estoy acostumbrado en casa—dijo Jack—, y tus sucios pies se hundirán en ellos y los míos se sostendrán». Así que entonces iniciaron el combate: El terreno que estaba duro lo ablandaban, y el terreno que estaba blando lo endurecían, e hicieron brotar manantiales por los tepes verdes. Así se pasaron todo el día, sin que ninguno doblegara al otro, y por fin vino un pajarillo y se posó en el arbusto y le dijo a Jack: «Si no acabas con él para la puesta del sol, acabará él contigo». Entonces Jack sacó fuerzas, y puso al gigante de rodillas. «Concédeme la vida—dice el gigante—, y te haré el regalo mejor que poseo». «¿Qué es?», dijo Jack. «Una espada a la que nada puede oponerse». «¿Dónde la encontraré?», dijo Jack. «En esa puerta roja que ves allí en la colina. —Así que Jack fue y la sacó de allí—. ¿Dónde probaré la espada?», dice. «Pruébala en ese tocón de árbol feo y negro», dice el gigante. «No veo nada más negro ni más feo que tu cabeza», dice Jack. Y tras decir esto, de un solo tajo le cortó al gigante la cabeza, que salió por los aires, y él la recogió con la espada al caer, y la partió en dos mitades. «Has tenido suerte de que no me volviera a juntar con el cuerpo—dijo la cabeza—, porque nunca podrías habérmela cortado otra vez». «No te di la oportunidad», dijo Jack.

Así que al anochecer llevó las vacas a casa, y todos se admiraron de la mucha leche que dieron aquella noche. Y cuando el rey estaba sentado cenando con la princesa, su hija, y los demás, dijo: «Esta noche me parece oír a lo lejos sólo dos rugidos en lugar de tres».

A la mañana siguiente Jack volvió a salir con las vacas, y vio otro campo lleno de hierba, y derribó el muro y dejó entrar a las vacas. Todo sucedió igual que el día anterior, pero el gigante que vino esta vez tenía dos cabezas, y lucharon juntos, y el pajarillo vino y le dijo a Jack lo mismo que la vez anterior. Y cuando Jack hubo derribado al gigante, éste dijo: «Concédeme la vida, y te daré lo mejor que poseo». «¿Qué es?», dice Jack. «Es un traje que te lo puedes poner, y verás a todos pero nadie podrá verte a ti». «¿Dónde está?», dijo Jack. «Está dentro de esa puertecita roja de la ladera de la colina». Así que Jack fue y sacó el traje de allí. Y luego le cortó al gigante las dos cabezas, y las recogió al caer y las partió en cuatro mitades.

Y éstas le dijeron que había tenido suerte de no haberles dado tiempo a juntarse con el cuerpo.

Aquella noche, cuando las vacas volvieron a casa dieron tanta leche que todos los recipientes que pudieron encontrarse se llenaron hasta arriba.

A la mañana siguiente Jack volvió a salir, y todo sucedió igual que antes, y esta vez el gigante tenía cuatro cabezas, y Jack las partió en ocho mitades. Y el gigante le había dicho que fuera a una puertecita azul de la ladera de la colina, y allí encontró un par de zapatos que cuando uno se los ponía iba más rápido que el viento.

Aquella noche las vacas dieron tanta leche que no hubo bastantes recipientes para guardarla, y se le dio a arrendatarios y a pobre gente que pasaba por la carretera, y el resto se tiró por las ventanas. Yo mismo pasaba por aquel camino, y bebí un trago de ella.

Aquella noche el rey le dijo a Jack: «¿Cuál es la razón de que las vacas estén dando tanta leche estos días? ¿Las llevas a pastar a alguna otra hierba?». «No—dijo Jack—, pero tengo un buen palo, y cada vez que se quedan paradas o se echan, les doy golpes con él, para que salten y pasen por encima de muros y piedras y zanjas; así es como se logra que las vacas den mucha leche».

Y aquella noche, durante la cena, el rey dijo: «No oigo ningún rugido».

A la mañana siguiente, el rey y la princesa estaban espiando por la ventana para ver qué hacía Jack al llegar al campo. Y Jack sabía que ellos estaban allí, y cogió un palo, y empezó a apalear a las vacas, para que fueran pasando y saltando por encima de piedras, y muros, y zanjas. «No hay mentira en lo que dijo Jack», dijo entonces el rey.

Había en aquel tiempo una gran serpiente que solía venir cada siete años, y exigía que se le diera de comer la hija de un rey, a menos que ésta tuviera a algún hombre bueno que luchara por ella. Y era la princesa del lugar en el que estaba Jack la que había de dársele aquella vez, y el rey llevaba siete años alimentando a un matón que tenía oculto bajo tierra, y podéis creer que éste tenía lo mejor de todo, para estar preparado para luchar con ella.

Y cuando llegó el momento, salió la princesa y el matón bajó con ella a la playa, y al llegar allí qué hizo él, sino atar a la princesa a un árbol, de manera que la serpiente pudiera engullirla fácilmente y sin dilación, y él fue a esconderse en lo alto de una gran hiedra. Y Jack sabía lo que estaba ocurriendo, porque la princesa se lo había contado, y le había preguntado si la ayudaría, pero él había dicho que no. Pero ahora salió, y se puso la espada que le había quitado al primer gigante, y pasó por el lugar en el que estaba la princesa, pero ella no lo reconoció. «¿Está bien que una princesa esté atada a un árbol?», dijo Jack. «Desde luego que no», dijo ella, y le contó lo que había sucedido, y cómo la serpiente venía a llevársela. «Si me dejas dormir un rato con la cabeza en tu regazo—dijo Jack—, me podría despertar cuando llegue». Así que eso hizo, y ella lo despertó cuando vio llegar a la serpiente, y Jack se levantó y luchó con ella, y la hizo retroceder hasta el mar. Y entonces cortó la cuerda que sujetaba a la princesa, y se marchó. El matón bajó entonces saliendo de la hiedra, y llevó a la princesa a donde estaba el rey, y dijo: «He hecho venir a un amigo mío a luchar hoy con la serpiente, que estaba yo un poco encogido después de estar tanto tiempo bajo tierra, pero mañana yo me haré cargo de la lucha».

Al día siguiente volvieron a salir, y sucedió lo mismo; el matón ató a la princesa donde la serpiente pudiera alcanzarla con claridad y facilidad, y él fue a esconderse en la hiedra grande. Entonces Jack se puso el traje que le había quitado al segundo gigante, y salió, y la princesa no lo reconoció, pero le contó todo lo que había sucedido el día anterior, y cómo un joven caballero que ella no conocía había venido a salvarla. Así que Jack le preguntó si podía tumbarse y echar un sueño con la cabeza en su regazo, de manera que ella pudiera despertarlo. Y todo sucedió de la misma manera que el día anterior. Y el matón la entregó al rey, y dijo que aquel día había traído a otro de sus amigos para que luchara por ella.

Al día siguiente la princesa fue bajada a la playa como las anteriores veces, y se congregó muchísima gente para ver a la serpiente que venía a llevarse a la hija del rey. Y Jack y la princesa habían hablado igual que antes. Pero esta vez, cuando él estaba dormido, ella pensó que quería asegurarse de poderlo volver a encontrar, y sacó sus tijeras y le cortó un mechón de pelo, e hizo un paquetito con él y se lo guardó. E hizo otra cosa más, le quitó uno de los zapatos que llevaba puestos.

Y cuando vio llegar a la serpiente lo despertó, y él dijo: «A la serpiente la voy a poner esta vez de una manera que ya no volverá a comerse a más hijas de reyes». Así que sacó la espada que le había cogido al gigante, y se la clavó a la serpiente en la parte posterior del cuello, de manera que salió un chorro de sangre y agua que llegó hasta cincuenta millas tierra adentro, y acabó con ella. Y entonces se largó, y nadie vio por dónde se fue, y el matón llevó a la princesa ante el rey, y pretendió haberla salvado, y es a él a quien se dio mucha importancia, y tras ello se convirtió en el brazo derecho.

Pero cuando ya estaba preparado el festejo para la boda, la princesa sacó el mechón de pelo que tenía, y dijo que no se casaría con nadie más que con el hombre cuyo pelo coincidiera con aquel, y mostró el zapato y dijo que no se casaría con nadie cuyo pie no se ajustara también a aquel zapato. Y el matón trató de ponerse el zapato, pero ni siquiera le entraba la punta del pie, y en cuanto a su pelo, no coincidía en absoluto con el mechón de pelo que ella le había cortado al hombre que la había salvado.

Así que entonces el rey celebró un gran baile, a fin de reunir a todos los notables del país para probar si a alguno de ellos le ajustaba el zapato. Y fueron todos al carpintero y al ebanista a que les cortaran trozos de los pies para intentar ponerse el zapato, pero no sirvió de nada, ni uno de ellos se lo pudo calzar.

Entonces el rey fue a su consejero principal y le preguntó qué podía hacer. Y el consejero principal le mandó celebrar otro baile, y esta vez le dijo: «Invita a pobres además de a ricos».

Así que se celebró el baile, y vinieron muchos en tropel, pero a ninguno de ellos le ajustaba el zapato. Y el consejero principal dijo: «¿Están aquí todos los que pertenecen a la casa?». «Todos están aquí—dijo el rey—, excepto el muchacho que cuida las vacas, y no me gustaría que subiera aquí».

En aquel momento Jack estaba abajo en el patio, y oyó lo que decía el rey, y se enfadó mucho, y fue y cogió su espada y subió corriendo por la escalera para cortarle la cabeza al rey, pero el hombre que guardaba la puerta salió a su encuentro en la escalera antes de que pudiera llegar al rey, y lo hizo calmarse, y cuando Jack llegó a lo alto de la escalera y la princesa lo vio, ella dio un grito y corrió a sus brazos. Y le probaron el zapato y le ajustaba, y su pelo coincidía con el mechón que había sido cortado. Así que entonces se casaron, y se celebró un gran festejo que duró tres días y tres noches.

Y al cabo de ese tiempo, una mañana se asomó por la ventana un ciervo, que llevaba cascabeles, y éstos iban sonando. Y el ciervo gritó desafiante: «Aquí está la caza, ¿dónde están los cazadores y los galgos?». Así que cuando Jack oyó eso se levantó y cogió su caballo y su galgo y salió a cazar al ciervo. Cuando el ciervo estaba en la hondonada él estaba en la colina, y cuando el ciervo estaba en la colina él estaba en la hondonada, y así se pasaron toda el día, y al caer la noche el ciervo se metió en un bosque. Y Jack se metió en el bosque detrás de él, y lo único que logró ver fue una choza con muros de adobe, y entró, y allí vio a una vieja, de unos doscientos años de edad, y que estaba sentada al lado del fuego. «¿Has visto pasar por aquí un ciervo?», dice Jack. «No—dice ella—, pero ya es demasiado tarde para andar persiguiendo a un ciervo, quédate a pasar la noche aquí». «¿Qué haré con mi caballo y mi galgo?», dijo Jack. «Aquí tienes dos cordoncillos de pelo—dice ella—, y los atas con ellos». Así que Jack salió y ató al caballo y al galgo, y cuando volvió a entrar, la vieja dijo: «Tú mataste a mis tres hijos, y ahora te voy a matar yo a ti», y se puso un par de guantes de boxeo, cada uno de ellos de ciento veintiséis libras de peso, y los clavos que llevaban de quince pulgadas de longitud. Entonces empezaron a luchar, y Jack llevaba las de perder. «¡Socorro, galgo!», gritó él, y entonces gritó la vieja: «¡Aprieta, pelo!», y el cordoncillo de pelo que rodeaba el cuello del galgo lo apretó hasta matarlo. «¡Socorro, caballo!», gritó Jack, y entonces gritó la vieja: «¡Aprieta, pelo!», y el cordoncillo de pelo que rodeaba el cuello del caballo empezó a tensarse y a apretar hasta matarlo. Entonces la vieja acabó con Jack y lo echó fuera.

Ahora para volver a Bill. Un día estaba fuera en el jardín, y echó una mirada al pozo, y qué vio sino que el agua de la superficie era sangre, y que lo que había debajo era miel. Así que volvió a entrar en la casa, y le dijo a su madre: «No comeré dos veces en la misma mesa, ni dormiré dos noches en la misma cama, hasta que sepa lo que le está pasando a Jack».

Así que entonces cogió el otro caballo y el otro galgo, y se puso en camino, a través de colinas en las que nunca canta un gallo ni suena nunca un cuerno, ni el Diablo toca nunca su bugle. Y por fin llegó a la casa del tejedor, y al entrar le dice el tejedor: «Sé bienvenido, y ahora puedo darte mejor trato del que te di la última vez que viniste aquí», porque creía que era Jack quien estaba allí, tanto se parecía el uno al otro. «Eso está bien—se dijo Bill—, mi hermano ha estado aquí». Y por la mañana, antes de marcharse, le dio al tejedor la cabida de una jofaina en oro.

Luego siguió su camino hasta que llegó a la casa del rey, y cuando estaba en la puerta la princesa bajó corriendo por las escaleras, y le dijo: «Sé bienvenido de vuelta otra vez». Y todo el mundo le decía: «No sé cómo has podido salir de caza tres días después de tu boda, y estar ausente tanto tiempo». Así que se quedó a pasar aquella noche con la princesa, y ella creyó todo el tiempo que era su marido.

Y por la mañana vino el ciervo bajo las ventanas, con cascabeles que le iban sonando, y gritó desafiante: «La caza está aquí, ¿dónde están los cazadores y los galgos?». Entonces Bill se levantó y cogió su caballo y su galgo, y persiguió al ciervo a través de colinas y hondonadas hasta que llegaron al bosque, y no vio allí nada más que la choza con muros de adobe y a la vieja sentada al lado del fuego, y ella le invitó a pasar la noche allí, y le dio dos cordoncillos de pelo para que atara con ellos a su caballo y a su galgo. Pero Bill fue más listo de lo que lo fue Jack, y antes de salir tiró a escondidas los dos cordoncillos de pelo al fuego. Cuando volvió a entrar la vieja dijo: «Tu hermano mató a mis tres hijos, y yo lo maté a él, y a ti te mataré igual que a él». Y se puso sus guantes, e iniciaron el combate, y entonces Bill gritó: «¡Socorro, caballo!». Y la vieja gritó: «¡Aprieta, pelo!». «No puedo apretar, estoy en el fuego», dijo el pelo. Y el caballo entró y le dio un golpe con su pezuña a la vieja. «¡Socorro, galgo!», dijo entonces Bill. «¡Aprieta, pelo!», dijo la vieja. «No puedo, estoy en el fuego», dijo el segundo pelo. Entonces el galgo le clavó los dientes a la vieja, y Bill la derribó, y ella pidió merced. «Concédeme la vida—dijo—, y te diré dónde encontrarás de nuevo a tu hermano, y a su galgo y a su caballo». «¿Dónde es?», dijo Bill. «¿Ves esa vara encima del fuego?—dijo ella—; bájala y sal fuera, donde verás tres piedras verdes, y les das con la vara, porque son tu hermano, y su caballo y su galgo, y volverán a la vida otra vez». «Así lo haré, pero primero haré de ti una piedra verde»; dijo Bill, y le cortó la cabeza con su espada.

Entonces salió y golpeó las piedras, y, efectivamente, eran Jack y su caballo y su galgo, que estaban vivos y bien. Y empezaron a golpear otras piedras de alrededor, y de ellas salían hombres, que habían sido convertidos en piedras, miles y miles de ellos. Luego se pusieron en marcha hacia casa, pero durante el camino tuvieron alguna disputa o alguna discusión entre ellos, porque a Jack no le hizo mucha gracia enterarse de que Bill había pasado la noche con su esposa, y Bill se enfadó, y le dio a Jack con la vara, y lo convirtió en una piedra verde. Y se fue a casa, pero la princesa vio que tenía algo en la conciencia, y entonces él dijo: «He matado a mi hermano». Y entonces regresó y lo devolvió a la vida, y ya siempre vivieron felices, y tuvieron canastas de hijos, y los echaban a punta de pala. Yo mismo pasaba una vez, y me invitaron a entrar y me dieron una taza de té.

1902