Más al norte del Ben Bulben y de la montaña de Cope vive «un pujante hacendado», un caballero pastor lo habrían llamado en los tiempos gaélicos. Orgulloso de su descendencia de uno de los clanes más guerreros de la Edad Media, es hombre contundente tanto de palabra como de obra. No hay más que un hombre que jure como él, y este hombre vive muy lejos, en la montaña. «Padre que estás en los cielos, ¿qué he hecho yo para merecerme esto?», dice cuando se le ha perdido la pipa; y nadie a excepción del que vive en la montaña puede igualar su lenguaje regateando en día de feria.
Un día estaba yo cenando con él cuando la sirvienta anunció a un tal Mr. O’Donnell. Se hizo un repentino silencio entre el viejo y sus dos hijas. Por fin la hija mayor le dijo a su padre en tono algo severo: «Ve a pedirle que pase y se quede a cenar». El viejo salió, y al poco volvió a entrar con aire de gran alivio, y dijo: «Dice que no quiere cenar con nosotros». «Ve—le dijo la hija—, y dile que pase al salón de atrás, y dale algo de whisky». Su padre, que acababa de terminar de cenar, obedeció de mal humor, y oí cómo la puerta del salón posterior—una pequeña habitación en la que las hijas se sentaban a coser por las tardes—se cerraba tras los hombres. La hija, entonces, se volvió hacia mí y me dijo: «Mr. O’Donnell es el recaudador de impuestos, y el año pasado nos los subió; y mi padre se puso furioso, y cuando vino se lo llevó a la vaquería, y despachó a la vaquera con un recado, y entonces lo puso de vuelta y media. “Ya le enseñaré yo, señor—le respondió O’Donnell—, que la ley sabe defender a sus representantes”; pero mi padre le recordó que no tenía testigos. Por fin mi padre se cansó, y también lo lamentó, y le dijo que le indicaría un atajo para volver a casa. Cuando estaban a medio camino de la carretera general se encontraron con un mozo de mi padre que estaba arando, y por alguna razón esto le hizo acordarse del atropello. Despachó al mozo con un recado, y empezó otra vez a poner de vuelta y media al recaudador de impuestos. Cuando me enteré, me indigné de que se la hubiera armado tan gorda a un desgraciado como O’Donnell; y cuando hace unas pocas semanas me enteré de que a O’Donnell se le había muerto su único hijo y se había quedado con el corazón destrozado, decidí obligar a mi padre a estar amable con él la siguiente vez que viniera».
Luego la hija se fue a ver a una vecina, y yo zanganeé en dirección al salón de atrás. Al llegar a la puerta oí voces enfadadas dentro. Evidentemente los dos hombres se estaban deslizando de nuevo hacia la cuestión del impuesto, pues los oía arrojarse cifras de aquí para allá. Abrí la puerta; nada más verme la cara, al hacendado le vinieron a la memoria sus intenciones pacíficas, y me preguntó si yo sabía dónde estaba el whisky. Yo le había visto meterlo en el aparador, así que pude dar con él y sacarlo, mientras miraba el rostro delgado y apesadumbrado del recaudador de impuestos. Era bastante mayor que mi amigo, y mucho más débil y ajado, y de un tipo muy distinto. No era, como él, un hombre robusto, próspero, sino más bien uno de esos que no encuentran descanso para sus pies en ningún lugar de la tierra. «Será usted, seguro, del linaje de los antiguos O’Donnell—le dije—. Conozco bien el agujero del río donde está enterrado el tesoro de sus antepasados, custodiado por una serpiente de muchas cabezas». «Sí, señor—respondió—, soy el último de una estirpe de príncipes».
Luego nos pusimos a hablar de muchas cosas intranscendentes, y cuando por fin el viejo y demacrado recaudador de impuestos se levantó para irse, mi amigo le dijo: «El año que viene espero que tomaremos una copa juntos». «No, no—fue la contestación—, el año que viene me habré muerto ya». «Yo también he perdido hijos—le dijo el otro con una voz de lo más suave—. Pero sus hijos no eran como el mío». Y acto seguido los dos hombres se despidieron, con el rostro encendido de cólera y los corazones dolidos, y si no hubiera puesto yo unas u otras palabras triviales de por medio, es posible que no se hubieran despedido, sino que se hubiesen enzarzado en una furibunda discusión sobre la valía de sus hijos muertos.
El caballero pastor se habría alzado con la victoria. De hecho, tan sólo se vio derrotado en una ocasión; y éste es el relato de cómo fue. Estaban él y algunos mozos de labranza jugando a las cartas en una pequeña choza que estaba contigua a un granero muy grande. En esta choza había vivido una vez una mujer malvada. De pronto uno de los jugadores tiró un as y empezó a lanzar juramentos sin motivo alguno. Juraba tan espantosamente que los demás se pusieron en pie, y mi amigo dijo: «Aquí pasa algo raro; tiene un espíritu dentro». Echaron a correr hacia la puerta que daba al granero para alejarse lo más rápidamente posible. El pasador de madera no se movía, de modo que el caballero pastor cogió una sierra que había al lado, apoyada contra la pared, y serró el pasador de arriba abajo, y al instante la puerta se abrió de golpe con un estampido, como si alguien la hubiera estado sujetando, y salieron todos huyendo.
1893