El amigo del héroe
A Paco Lorenzo
No es que haya elegido ser segundón, lo soy de manera natural. Además creo en la bondad del segundo lugar desde hace muchos años: acababa de cumplir los 13 y vivía aún en la vecindad en que me crié, una casona dividida en departamentos minúsculos en el número 25 de la calle Repartidores, de la colonia Postal. Ahí me hice amigo de Alfonso Aguilar, un muchacho ejemplar al que todos conocíamos como Ponchito.
Ponchito sacaba puros dieces en la escuela y era más alto que los demás, hacía ejercicios (lagartijas, abdominales) y tenía un peso desproporcionado con respecto a su edad (grasa de bebé). Nunca lo vimos ni despeinado ni mugroso; además tenía un trabajo y muy bueno: ayudaba la tarde de los viernes y los sábados por la mañana en una carpintería de la colonia Narvarte. Para colmo su novia era blanca como la nieve y de lo mejor a disposición de los muchachos del barrio más bien mugroso en que crecimos: era la más chica de las hijas de un tendero español. Nunca supimos si era su novia de verdad o hasta qué grado lo era: nadie los vio nunca juntos y ella no estuvo especialmente apesadumbrada por los días que siguieron a nuestras aventuras, pero tampoco desmintió nunca nada.
La tarde en que Ponchito me reveló su idea yo pensé que se estaba burlando. Tú vas a saber mi secreto, me dijo, porque eres necesario para mis planes, sígueme. Y me condujo hasta su cuarto, al que casi nunca me invitaba. Ahí me dijo que me sentara en la cama y sacó del fondo de su cómoda una caja de zapatos llena de billetes de a cinco. Me dijo: Con esto vamos a comprar los uniformes y el equipo: yo voy a ser el héroe y tú el amigo del héroe.
No sé si no le entendí o no le quise entender, pero me reí y le pedí que me la barajara más despacio. Entonces se extendió: Íbamos a ser como Viruta y Capulina, pero en serio, y yo sería Viruta; como Batman y Robin, y yo Robin; que como el fotógrafo de Supermán; que yo como el carnal Marcelo y él Tin Tan. Y no te rías —concluyó— porque a partir de hoy nos une un lazo que sólo se romperá con la muerte; mañana comenzaremos a ejercitarnos antes del amanecer en el Parque de los Venados. Me dejé de reír. Todavía remató: Te elegí a ti entre todos mis conocidos por tu fidelidad, inteligencia y juventud; siempre es bueno que el amigo del héroe esté una pizca más verde; ahora vete a descansar. Cuando crucé la puerta pensando en tener una conversación con su madre, todavía me dijo: Y una cosa más, compañero: esto es entre tú y yo; nadie más se puede enterar.
Naturalmente que yo tenía mis dudas sobre el asunto, pero parte de ser el amigo del mejor y más peinado está en no fallarle, así que llegué al Parque de los Venados a las cinco de la mañana del día siguiente con mis pantalones cortos y mis zapatos tenis. Ponchito ya estaba ahí, haciendo calentamientos. Me le uní en silencio —tampoco es que haya mucho que decir a esa hora— y luego empezamos a correr. Le dimos toda una vuelta al jardín. Entonces habló: caminaba alrededor de mi cuerpo exhausto mientras explicaba sus planes. Cuando me levanté a vomitar la concha y el vaso de café con leche que cándidamente me había desayunado, me siguió sin interrumpir su discurso; si subía la intensidad de mi devolución se quedaba pensativo; en cuanto descendía el estruendo, continuaba.
Según me explicó, con el dinero que había ahorrado compraríamos sogas y poleas para el vuelo, un par de navajas de muelle para llevar ocultas en el traje, dos cápsulas de arsénico por si nos capturaba el enemigo sin posibilidad de escape, un juego de banderolas marineras para comunicarnos a distancia, un rollo grande de cinta adhesiva, bigotes postizos, gabardinas, sombreros, un maletín, un fistol con una minicámara fotográfica oculta y la tela para los uniformes que cosería mi hermanita de acuerdo con un diseño que él mismo haría. Mientras me limpiaba la boca con la manga del suéter, la imaginé burlándose de mis mallas de don Cristóbal Colón. Recargado de espaldas en el árbol que me había servido de apoyo, murmuré: Imposible. Luego dije con un trabajo de los mil diablos: No, Ponchito; mi hermanita puede poner a nuestros familiares y amigos en peligro al delatar nuestra personalidad secreta; es demasiado joven para soportar la presión de un enemigo cruel que pretendiera obligarla a hablar. Me dijo que tenía razón, meditó un momento (dedo índice flexionado en contacto con la barbilla) y completó: Te adelantas a mis pensamientos; esto me hace ver que elegí bien: eres la pareja perfecta para un hombre de acción.
Después de unos días de entrenamiento nos consideramos en forma. Bastaría con una sesión de ejercicios a la semana para mantener la condición. Elegimos los domingos —gracias a mi sugerencia—, de modo que pudiéramos comenzar a las nueve de la mañana.
El segundo punto de nuestro programa eran las compras. Para los uniformes, Ponchito estaba pensando en una combinación de amarillo y azul celeste, así que le hablé de la humildad del héroe y de la necesidad que tiene de pasar inadvertido mientras lucha contra el crimen. Esta vez mi argumento no le gustó tanto como los anteriores, pero los precios altísimos de las telas satinadas no le dejaron más remedio que aceptarlo: nos hicimos de quince metros de terlenka negra —había que pensar en la considerable extensión de las capas— calcetines negros, botas de explorador negras, camisetas negras, dos estrellas de sheriff y un botecito de pintura roja para ponerle la letra P a las de Ponchito y las siglas AP a la mía.
El material para fabricar los trajes costó tanto que hubo que racionar el resto de los gastos. La minicámara, las banderolas para comunicación a distancia, las navajas de muelle, las gabardinas y los sombreros tendrían que esperar mejores tiempos. El rollo de cinta adhesiva, la soga y las poleas los conseguimos a buen precio en una tlapalería del centro. El par de bigotes postizos se redujo a uno bien poblado que se vendía aparte del disfraz de Francisco Villa en una tienda de la calle de López: cortado en dos por la media resultaba en un par de finos bigotitos de catrín. El arsénico casi provocó que expulsaran a Ponchito de la secundaria: estuvieron a punto de cacharlo con las manos en la masa en el laboratorio de química; tuvo que ser suplido por dos pastillas de Valium que, aunque tal vez no fueran mortales, nos dejarían en silencio por buenas veinticuatro horas. La mochila vieja de mi hermano grande, que había dejado de usar porque ya iba en la prepa y por tanto tenía derecho a usar portafolios, nos sirvió como maletín.
Lo siguiente era mandar a hacer los trajes: había que pensar el modo de que salieran gratis —las botas de explorador habían mermado considerablemente el presupuesto para vestuario— y, sobre todo, sin que nos preguntaran para qué los usaríamos. La idea de combatir el mal vestidos como hermanitos me seguía pareciendo absurda a pesar de que la combinación de amarillo y azul celeste hubiera quedado descartada, por lo que me dediqué a rascarme la barriga durante varias tardes mientras Ponchito pensaba en una forma de conseguirlos. La más simple consistía en ir con un sastre de otro barrio y luego pagarle con trabajo; pero mi amigo ya tenía empleo en la carpintería y no se trataba de que sólo yo tuviera uniforme.
Después de dos semanas de concentración infructuosa (Tenemos que hallar la forma, compañero, tenemos que hallarla), Ponchito apareció en la puerta de mi casa con la solución. Me susurró al oído: Mi mamá. Se veía decidido, de modo que le pregunté cómo se le había ocurrido una idea tan buena. Respondió: Me puse a pensar en quién podría ser la persona en la que más confiaría en el mundo —después de ti, obviamente, y de la Flaca Iturriaga, aunque de ella no estoy tan seguro— y concluí que mi madre sería capaz de morir antes que revelar nuestra identidad. No le quise decir que tal vez estaba esperando demasiado de mí; en cambio, pregunté si no le parecía un poco cruel ponerla a sufrir cada que enfrentáramos al crimen. Me respondió que nada hace tan feliz a una madre como ser consciente de su propia abnegación. Yo tenía una vasta experiencia en situaciones que podrían contradecir la suposición de Ponchito, pero tampoco se trataba de ponerme en evidencia.
El día que nos tomamos las medidas para los uniformes, Ponchito estaba que no cabía en sí de orgullo: la amorosa abnegación de su madre no lo emocionaba hasta las lágrimas, aunque sí hasta el rubor. Yo tenía otra impresión: veía en la señora Aguilar una actitud más bien sarcástica. En calzones, y con los brazos en cruz, Ponchito parecía un Cristo dichoso y su madre una Magdalena descreída. (Yo, Gestas.)
A pesar de todas las incomodidades que trajeron consigo, los uniformes no resultaron tan mal: eran dos pantalones negros de peto que recordaban más al glorioso atuendo de Pedro Infante en Nosotros los pobres que al trajecillo tan gay de Supermán. El disfraz fue de lo que más me gustó en todo el asunto del oficio de héroe; vestidos de negro y con las botas de tractor nos veíamos de lo más suavecito. La ilusión duró poco: al día siguiente comenzamos a ensayar el vuelo.
Nos levantamos a las cinco de la mañana y en completo sigilo atamos una de las puntas de la soga a una varilla saliente en la azotea de la casona; la otra la amarramos a la reja de una ventana en el lado opuesto de la calle. Chorreamos aceite sobre la polea, la engarzamos en la reata y sujetamos al gancho un cinturón de cuero cerrado y con la hebilla sellada con cinta adhesiva. Ya podíamos comenzar; Ponchito me cedió el honor. Me calé los guantes hasta las muñecas, me agarré bien duro del cinturón, respiré hondo y salté al vacío. La cuerda no había quedado lo suficientemente tensa, así que aterricé de rodillas en el toldo de un coche estacionado al pie de nuestro edificio. Mi primer vuelo heroico, y el primero en la historia de nuestra lucha contra el crimen, tuvo la asombrosa longitud de un metro y medio, o tal vez menos: nunca medimos el largo de la banqueta.
Tensamos la cuerda y Ponchito me mandó a probarla otra vez. El segundo salto habría sido exitoso si no me hubiera asustado por la violencia del descenso; en lugar de ponerme en cuclillas para soportar con el arco de las piernas la caída, me hice bolita: di de lomo contra la reja que protegía la ventana de la planta baja de la casa de enfrente. El siguiente aterrizaje, el primero de Ponchito, fue limpio; cayó con suavidad, como una gaviota. Antes de que yo probara por tercera vez, dieron las seis de la mañana: la hora de ocultar los arreos del vuelo. Mi tercera oportunidad no llegó hasta el día en que entramos en acción.
Ocupamos la madrugada siguiente en perfeccionar los nudos. En las dos sucesivas ajustamos la velocidad y la sincronización necesarias para poder amarrar, tensar y engarzar la polea y el cinturón en la soga con la máxima presteza. La quinta madrugada nos sirvió para descubrir, dolorosamente, la inaplicabilidad del salto de liana para pasar de una azotea a otra; la sexta, para practicar el ascenso y el descenso a rapel por las paredes exteriores e interiores de la vecindad. En la séptima me quedé dormido. Ponchito hizo uso de la condescendencia del héroe y no tocó a mi ventana para despertarme como todas las madrugadas anteriores. Prefirió reflexionar.
Lamento haberme quedado dormido, aunque tampoco es que a nadie se le pueda encontrar culpable de lo que omite estando inconsciente: por más que uno sepa que algún colega es un tarado, no puede estar despierto las veinticuatro horas del día para evitar que se haga daño. Ponchito no era de los que deben pensar. Durante aquel amanecer, mientras yo dormía, tuvo, a lo mejor por primera vez en su vida, una idea. Esa misma tarde me la platicó.
La justicia y la policía no pueden estar juntas —me dijo—; los criminales actúan ocultos rastreramente bajo un antifaz, eso se entiende: son criminales y temen mostrar su cara. Lo malo es que los héroes también viven ocultos bajo máscaras. Viven y mueren por la ley, pero si fueran descubiertos serían encarcelados. Y serían encarcelados por los jueces que necesitan policía y abogados y cárcel. La justicia tiene que ser definitiva contra el que la rompe, y rápida. Tanto abogado y papel no importaría si no fuera porque entre trámite y trámite, la policía se aburre y deja de cumplir con su deber y vive mordiendo a la gente inocente en lugar de defenderla. Lo que la gente necesita no es papeleo, sino acción directa y exterminio del crimen.
Su ocurrencia era tan temible como su gramática y, como siempre, estaba apuntalada en las páginas de sus cuentos. De Acuamán a Bludemon, los verdaderos campeones de la justicia viven ocultos bajo una personalidad miserable porque los sistemas legales no registran la posición de los vengadores. Si el Hombre Araña, que vive en un país con cuerpos policiacos respetables, tiene que andar a salto de mata, ¿qué podía esperar Ponchito, el héroe de una ciudad reconocida por las infamias de sus agentes de policía? El razonamiento era bueno —en todo caso un poco básico—, pero omitía una diferencia de grado más bien monumental: el Hombre Araña no existe. Mi amigo estaba más interesado en el acto de justicia que en la justicia: la contención del crimen le parecía un acto de apoteosis personal. Era una chusma furibunda de un solo hombre, un moralista arrebatado que pugnaba por penetrar de lleno en la adolescencia.
Como ya dije, no le di mayor importancia a sus ideas cuando trató de explicármelas. Pensé que le causaba horror compartir la justicia con los jueces y magistrados; no era raro que lo quisiera todo para él. ¿A quiénes deberíamos sojuzgar, compañero? —Me preguntaba cada vez que el aburrimiento le permitía usar su infeliz retórica.— ¿Quiénes primero? ¿Se debe luchar parejo contra el crimen o hay que elegir entre los villanos y los que trabajan para la policía? Yo lo tranquilizaba con la frase que ha mantenido a este país en eterna bancarrota: Ya veremos.
Mi ausencia y la reflexión de Ponchito sobre la justicia fueron el punto final de nuestro periodo de preparación. Estábamos listos: contábamos con un glorioso par de atuendos Amorcito corazón, éramos capaces de correr un par de cuadras sin perder el aliento, teníamos dominadas las sutilezas del vuelo y padecíamos la duda que atormenta al héroe en su retiro solitario.
El último día normal de mi pubertad fue domingo. Lo pasamos haciendo las adaptaciones necesarias en la habitación de Ponchito, que sería nuestra guarida hasta que las contribuciones de los ciudadanos agradecidos nos permitieran construir una cueva llena de aparatos ultrainteligentes en algún otro lugar. Aceitamos la ventana para poder salir con la velocidad que requiere una intervención heroica; construimos dos cajas de madera —un roperito para contener los trajes y otra para los arreos—; instalamos una manta que impedía el espionaje desde el patio y complicaba la salida heroica. Finalmente, pintamos nuestras estrellas de alguacil y las guardamos en una caja de joyería con interiores de terciopelo que mi madre donó de manera involuntaria.
Cuando todo quedó listo, mi amigo decidió que deberíamos ir a la iglesia a consagrar nuestras futuras actividades, que seguramente resultarían en varios heridos semanales y quién sabe si un muerto de vez en cuando. El evangelio fue el de “Dejad que los niños se acerquen a mí”. Durante la homilía, mientras yo dormitaba, Ponchito eligió nuestro primer objetivo: la escuela primaria del barrio. Al día siguiente escapamos de la secundaria a la una de la tarde para poder estar a la una y media en punto fuera de la primaria de la que yo me había graduado hacía unos meses.
Fue un trabajo fácil e inolvidable. Diez minutos antes del toque de salida instalamos nuestra base en la banqueta opuesta a la puerta del colegio. En poco tiempo unimos con la reata la parte superior de un poste de cableado eléctrico con la base de uno de luz. La estrategia era simple: yo me subiría al puntal de madera para observar el terreno desde la altura y estaría listo para atacar. Ponchito se quedaría en tierra, oculto tras una combi, a esperar el chiflido de arriero que funcionaría como mi señal de ataque.
Poco antes de que se abriera la puerta, un par de estudiantes de preparatoria se sentó en el cofre de un carro. Le hice a Ponchito una señal de alerta. Él se acercó sigilosamente hasta quedar oculto al otro lado del coche en que platicaban sin sospechar que el brazo de la justicia —encarnado en mí— se cernía literalmente sobre ellos. Un viejo abrió el portón, sonó el timbre y los niños salieron en desorden. Los maleantes buscaban una víctima precisa entre la desbandada; una víctima que hasta la primavera anterior había sido yo mismo. Desde mi ventajoso punto de observación descubrí que el niño al que le cobrarían una cuota de seguridad trataba de escabullirse justo como yo lo hacía: caminando a gatas, pegado a la pared de la escuela. Era más inocente que yo a su edad. Se levantó antes de dar la vuelta a la esquina. Uno de los de preparatoria salió corriendo detrás de él y lo alcanzó; el otro —al que yo había tenido que llamar El Jefe durante el año en que fui su víctima— se quedó sentado arremangándose la camisa. Le hice a Ponchito la señal de “Preparación para el momento óptimo de ataque”.
Después de una escaramuza más bien lastimera, el grande volvió con el chico, lo llevaba victimizado por un calzón chino que me dolió en el alma —y en las pelotas, que se me encogieron como antaño—. Me calé los guantes y tomé con firmeza el cinturón de descenso. El Jefe se levantó del cofre. Probé la resistencia del cinturón. Agarró al niño del cuello y le dijo algo al oído. Era nuestro momento. Solté los pies de las alcayatas y bajé a toda velocidad chiflando de arriero. Cuando estaba justo sobre los maleantes me solté del ceñidor y caí parado a unos centímetros del Jefe. Qué dicha: estaba tan sorprendido que era un regalo. Le di en la cara con el puño cerrado, se estrelló contra el coche y le volví a dar en el rebote. Se agachó para evitar que le terminara de romper la nariz y le di una patada en el estómago. Descubrí que los niños me rodeaban, por lo que decidí culminar mi labor con un fabuloso doble golpe de karate en las orejas. Se cayó al suelo, si no inconsciente, cuando menos muy atarantado. Jalé aire, agradecí las ovaciones y le pedí a los espectadores de primera fila que se alejaran un poco porque iba a comenzar la sesión de patadas; mientras buscaba el punto más débil de su cuerpo volteé a ver a Ponchito para asegurarme de que le iba bien. Estaba dialogando: tenía al otro vencido —e intacto— con el brazo torcido en la espalda y el pecho pegado al cofre del carro. No pude escuchar qué le decía debido al escándalo de los niños que me incitaban a terminar con mi trabajo. Contra mi voluntad, levanté a mi víctima por las axilas —no sin antes asegurarme de que no me haría daño con un rodillazo en mis partes nobles— y le grité que se largara. Mi enemigo se fue corriendo entre la muchedumbre extática. Ponchito dejó ir al otro para poder hacer reverencias conmigo, luego dio un discurso aprendido de memoria que ningún niño escuchó: todos estaban ocupados dándome la mano. Me ordenó que recogiera los arreos porque ya nos íbamos. Antes de hacerlo pedí un momento de silencio y dije que estaríamos para servirles cada vez que lo necesitaran. Le ordené a uno de los chiquitos que desatara las reatas de los postes y obedeció como relámpago. Ponchito me retiró la palabra durante toda la semana, por lo que se suspendieron las actividades heroicas.
Para el siguiente lunes, en el que hicimos nuestra segunda incursión en la primaria, había tantos estudiantes de prepa esperándonos frente a la puerta que Ponchito decidió, con mi consentimiento, que lo mejor sería dejar a los niños desarrollar solos los mecanismos de defensa con que los había dotado la Madre Naturaleza. De regreso a la guarida atacamos a pedradas y con éxito relativo a un borracho que orinaba en una esquina; nosotros corrimos para un lado y él para otro.
Al parecer, la temporada creativa de Ponchito terminó por esos días, porque no se le volvió a ocurrir un plan específico. Pasamos dos o tres semanas haciendo rondas durante el crepúsculo; me demostró inobjetablemente que los peores crímenes se cometen a esas horas: en los cuentos, el cielo siempre se ve anaranjado en los dibujos del asesinato. También cubríamos turnos de vigilancia desde la azotea de la casona. Lo peor era que ni siquiera podíamos utilizar los trajes —lo que más me gustaba— porque los vecinos nos podrían identificar y delatar en caso de que algún enemigo tratara de averiguar nuestro domicilio. Fue también por eso que decidimos agregarle un pasamontañas rojo al uniforme.
Las rondas me encantaban; no hay nada en el mundo tan placentero como un paseo sin destino fijo. Los periodos de vigilancia me aburrían. Cuando mi amigo me descubría somnoliento durante la guardia trataba de animarme: No podemos hacer mucho mientras la ciudadanía no reconozca nuestro papel de héroes locales y encuentre el modo de recurrir a nosotros, pareja; estoy pensando en instalar un teléfono rojo en las oficinas del regente de la ciudad, pero temo que habrá que esperar para ello: tendremos que recorrer un largo camino lleno de aventuras, peligros y reconocimientos antes de conseguirlo.
Más por entretenerme que por cualquier otra razón, le propuse a Ponchito uno de esos días que escribiéramos una carta a los periódicos para avisarles sobre nuestra existencia. El plan le gustó tanto que propuso que nos sacáramos una foto de estudio con el traje puesto y la incluyéramos en el sobre.
La carta estaba dirigida al editor, un oscuro concepto que sacamos del Daily Planet. Decía tal cual:
Por medio de la presente, y enviándole un afectuoso saludo, quiero ponerme a sus pies como el nuevo héroe justiciero de la ciudad de México, Distrito Federal. Mi nombre de batalla es P y cuento con un inteligente aliado del que no puedo revelar más que sus virtudes: quinto sentido y furor combativo. No le tememos a nada, ni a la muerte, y estamos aquí para celebrar una lucha sin cuartel contra los criminales organizados y los que merodean solos por la capital.
Por el momento no le podemos dar más datos sobre cómo entrar en contacto con nosotros, pues nuestra guarida es provisional, y no nos alcanza para poner líneas telefónicas secretas. Estamos sembrando el bien en la colonia Postal y alrededores.
Que Dios les conserve la salud a usted y a sus familiares,
P y AP.
Tenía sus problemas, pero la foto estaba tan bien que aún no entiendo por qué no surtió efecto inmediato en los jefes de redacción.
Para apoyar el contenido de nuestro mensaje con hechos, tomamos la decisión de realizar algunos actos heroicos vistosos que popularizaran nuestra imagen. Salíamos en pleno día con nuestros trajes puestos y arremetíamos a gritos contra los teporochos; a veces les lanzábamos pedradas a las parejas de novios que se propasaban en los zaguanes. Lo que más recuerdo de aquellas incursiones en las orillas del crimen era el calorón que producía respirar dentro del pasamontañas de lana bajo el sol de las dos de la tarde en la ciudad de México.
En una de nuestras avanzadas por el límite de la colonia, un poco más allá de lo que hoy en día es el Eje Central, un niño con uniforme de primaria nos atajó para pedirnos que volviéramos por su escuela; una veintena de jóvenes de prepa se ocupaba de cobrarles cinco centavos a todos sus compañeros —en obvia colusión con el viejo que abría la puerta— por el derecho a pisar la banqueta. Ponchito se comprometió ante el niño a actuar tan pronto juntáramos los donativos necesarios para obtener armas de alto poder.
No tuvimos enfrentamientos con delincuentes hasta el día en que descubrimos a un trío de muchachos drogándose con cemento plástico a un lado de la vecindad. Era un trabajo fácil y aparatoso, ideal para llevarnos al estrellato. Bajamos corriendo a la guarida y nos pusimos los uniformes. La estrategia era ser pacientes: había que esperar a que estuvieran completamente chemos para atacarlos. Como medida de seguridad, antes de caerles los bombardearíamos con envases de cerveza llenos de agua; luego bajaríamos heroicamente, les daríamos una sacudida y esta vez sí: Ponchito daría su discurso frente a todo el barrio. Lamentablemente, instalar las sogas para un vuelo genuino nos hubiera puesto en evidencia frente a nuestros enemigos, por lo que decidimos bajar a rapel; este sistema le ofrecía al plan un margen superior de eficiencia y seguridad, aunque hacía desmerecer el espectáculo.
Esperamos cerca de cuarenta minutos en estado de alerta con los envases preparados. En un momento determinado, uno de los chemos se acuclilló, luego recargó las manos en el suelo, al parecer para vomitar. Ponchito, que después del pleito de la primaria decidió comandar las acciones desde el frente, emitió un bufido salivoso que supuse era un chiflido de arriero. Dejamos caer la primera descarga de caguamas y una de ellas acertó en su objetivo: el que estaba en cuclillas fue a dar al suelo cuando un botellazo le hundió el lomo. Se dio de boca contra el suelo. Otro se acercó al herido. El tercero, que al parecer todavía era capaz de cierto raciocinio, volteó hacia arriba buscando al culpable. No lo pensé más. Sin esperar las órdenes de Ponchito le lancé otra bomba, brincó a un lado cuando la vio venir, le lancé una tercera y hasta entonces entendió que la cosa era personal; las otras dos se las aventé mientras corría fuera de mi alcance. Cuando la sexta bomba se estrelló en el suelo reaccioné y vi que mi amigo ya estaba bajando; la gente había salido a sus ventanas debido al estruendo de los botellazos. En un alarde aventurero me descolgué a tierra tocando apenas la pared. Me puse en posición de franco combate frente a los enemigos y grité: Yo me surto al que está parado, pareja. Ponchito, todavía colgando de la soga, respondió un no rotundo que anunciaba berrinche, por lo que di un paso atrás sin bajar la guardia. Entonces mi amigo, que ponía mucho empeño en descender sin riesgos, pareció darse cuenta de que la gente nos observaba. Dio un brinquito hacia el suelo y después de arreglarse el pasamontañas y sacudirse el polvo del pantalón de peto, dijo con voz teatral: Es mejor no actuar con violencia si no es estrictamente necesario, mejor veamos si es posible dialogar con estos malhechores.
El intoxicado que seguía de pie ni siquiera había notado nuestra presencia; estaba agachado, tratando de resucitar a su propio compañero. ¿Ey, tú!, le gritó Ponchito casi en el oído. Como no reaccionaba le di una patada en las nalgas. Perdió el equilibrio y cayó sobre el que ya estaba inconsciente. Lo jalé de la parte posterior del cinturón y, si no me hubiera dado asquito, le habría aplicado un calzón chino que vengara todos mis sufrimientos juveniles. Mejor lo pesqué de los bíceps, se los apreté contra la espalda y le di un violento tirón que lo dejó justo de cara al héroe. El pobre no entendía qué estaba pasando. Mi amigo lo agarró por la barbilla y le gritó: Este barrio no es lugar para viciosos, así que más te vale que pongas pies en polvorosa y te lleves contigo a tu compinche. Balbuceó que eso era lo que estaba tratando de hacer. Suéltalo pareja, ya verás que estos tres no regresan nunca. Yo no hubiera querido hacerlo, por lo que me tomé algún tiempo para ver si mi compañero cambiaba de opinión y lo molíamos ahí mismo. Que lo sueltes, te digo. El miserable aquel se arrodilló frente a su amigo y lo arrastró lejos de nosotros tan rápido como pudo. En lo que Ponchito gritaba el discurso que nadie escuchó en la primaria, le alcancé a acomodar al chemo en pie una pedrada que asegurara que no volverían jamás. Luego, corrimos cada uno hacia un lado distinto.
Al día siguiente, de camino a la escuela, pasé junto al lugar de los hechos para volver a saborear la gloria. Donde había estado tirado el que recibió el botellazo quedaba un manchón oscuro a pesar de que un grupo de señoras de la vecindad —comandadas por la mamá de Ponchito— se había afanado en barrer los vidrios y tallar el piso. Me asusté tanto que decidí pasar la mañana sopesando los sucesos en el Parque de los Venados. Estuve ahí un par de horas y volví a casa cuando ya era seguro que mi madre se había ido al trabajo. Afuera de la vecindad encontré a un hombre enorme, vestido con sombrero y gabardina, sacando fotografías de la mancha. Me metí corriendo y no salí hasta que oí a Ponchito regresar.
Toqué a su puerta y su mamá me llevó a jalones hasta la habitación de mi amigo. Al pasar por el comedor vi al hombre de la gabardina dándole sorbitos a una taza de té que se le perdía entre las manos y el bigote.
Encontré a mi compañero en calma, colgando su chamarra como si nada. Le dije a tropezones que el señor que platicaba con su mamá había estado tomando fotos del manchón. Él trató de resolver mi angustia con odiosa y displicente serenidad: No te preocupes, compañero, ella no nos delataría jamás. Le expliqué que en un caso como el nuestro la lealtad de una madre vale un cacahuate, y que si la policía se inmiscuía nos íbamos a pasar el resto de la vida en un reformatorio. Me respondió que aún no sabíamos qué sucedería: tal vez el hombre fuera un ciudadano cansado de vivir con miedo; a lo mejor nos buscaba para brindar alguna contribución económica; quizá fuera un periodista decente interesado en nuestra historia. Tal vez, compañero, sea un policía; en tal caso, te lo aseguro, no tenemos razón para temer: actuamos noblemente buscando el bien para nuestros conciudadanos, ¿es un crimen acaso preocuparse por la seguridad de los vecinos? ¿A botellazos, Ponchito? Con los elementos que sea, compañero; si la justicia existe, somos inocentes; de hecho tal vez sí sea un policía, y nos esté buscando de parte del regente Uruchurtu para otorgarnos alguna condecoración.
Pensé que romperle la cara ahí mismo hubiera traído complicaciones mayores, por lo que me tragué la rabia y, con lágrimas en los ojos, propuse que oyéramos la conversación. Tienes mucho que aprender, compañero, espiar es de hampones y llorar de niñas; los héroes se aguantan. Le pateé sus partes, le pedí que se aguantara como los héroes y me puse a escuchar en lo que se retorcía por el suelo.
El hombre de la gabardina había sido enviado a averiguar el asunto de dos sujetos que, vestidos como fascistas, habían golpeado a un par de drogadictos. Eran tres los drogaditos —dijo la mamá de Ponchito— no un par; y sépase que hayan sido quienes hayan sido los enmascarados, por aquí todos les estamos muy agradecidos. Había sostenido una serie de entrevistas que le hacían suponer que uno de los involucrados en la golpiza vivía ahí. La señora, con un profesionalismo criminal asombroso, le dijo que los hombres de su casa eran su marido y su hijo Alfonso, y que el chico se había quedado quietecito estudiando a pesar del barullo promovido por la pelea. El tipo dejó su tarjeta y se despidió. Si sabe algo, llámeme, la entrevista sería completamente confidencial y no revelaría nada sobre la verdadera identidad de los muchachos. La mamá de Ponchito, en un alarde de confianza en su propia estrategia que me llenó la cabeza de malos pensamientos, le dio al tipo el teléfono de su casa. Por si se le ofrece algo más, no tenga que venir hasta acá.
Apenas el hombre cruzó el patio, la señora Aguilar entró en la habitación con la tarjeta en la mano. Ponchito, que hasta entonces había estado gimoteando, se levantó, y un poco menos derechito de lo normal se le acercó diciendo: Qué quería ese sujeto, mami. La señora respondió que lo habían enviado del Noticias a cubrir un caso bastante peculiar del que ella no sabía nada: al parecer alguien había golpeado a alguien en la calle la noche anterior mientras él preparaba sus exámenes. Ponchito me miró de reojo entre orgulloso y pensativo. Antes de salir, la señora le preguntó qué le había sucedido que andaba como torcido. Un pequeño accidente sin importancia durante el juego de volibol de hoy, mami; nada de qué preocuparse. Aproveché el momento de distracción para correr a mi casa antes de que la mamá de Ponchito nos dejara solos a mí, a él y al espíritu de la venganza; antes de alcanzar la puerta que conducía al patio escuché a la señora Aguilar decir que ese juego de niñas no podía traer más que desgracias, que mejor jugara futbol como los muchachos normales.
En lo que a mí concernía, el asunto del héroe se había terminado para siempre. Más entrada la tarde medité sobre lo pesadas que podrían resultar las horas en que discutiera mi renuncia con Ponchito; había puesto en mí su confianza, su ilusión y todos sus ahorros. De cualquier forma tenía tiempo: la patada seguramente provocaría una suspensión de actividades heroicas de cuando menos un mes. Tal vez en ese tiempo se diera cuenta de que nuestras aventuras podrían salir más caras que los uniformes.
Para mi desgracia no fue así. El héroe tocó a mi ventana un poco antes del crepúsculo con los tres golpes de todas las tardes. Como siempre, la necesidad lo llevó hasta mi casa. Pensé retirarte la palabra por unos días después del atentado que cometiste contra mi virilidad, compañero, pero entiendo que tu juventud te obliga a dejarte llevar por pasiones que yo controlo desde hace un año; es por eso que vuelvo a ti. Hizo la pausa meditativa del héroe y siguió: Después de todo, no soy capaz de olvidarme así como así de que tú y yo hemos construido esto juntos. Miré a mi alrededor buscando a qué tipo de construcción se refería. Desatendió al sarcasmo, tal vez no lo entendió. Sé que los hechos de hoy te apenan y que no hallas cómo mirarme a los ojos para disculparte; dalo por hecho: yo te perdono, si no, ¿para qué son los amigos?
El hombre de la gabardina, según había dicho su mami, quería hacernos una entrevista para publicarla en la sección policiaca del periódico. Pensaba que la ciudadanía podría interesarse por la historia de dos jóvenes dispuestos a sacrificarse por la justicia. Ponchito había decidido conceder la entrevista.
Todo estaba planeado: después de esperar un tiempo prudente, la madre de Ponchito llamaría al hombre para decirle que se había encontrado casualmente con nosotros y que nos dejaríamos entrevistar. La conversación se llevaría a cabo un domingo en la madrugada (cuando la ciudad duerme, dijo el héroe), bajo el Monumento a la Revolución y con los pasamontañas puestos. Tal vez nos dejaríamos tomar un par de fotos. Lo más importante —y es aquí donde tu intervención es crucial, compañero— era reflexionar sobre el tipo de preguntas que el periodista podría hacernos, para luego escribir y memorizar respuestas que dieran la impresión de rudeza que necesitábamos para alcanzar la fama —y esos donativos de los que estamos tan urgidos—. Yo pensaría las preguntas, escribiría las respuestas y él realizaría la difícil labor de aprendérselas de memoria. Así tú podrás vigilar el terreno en lo que yo respondo.
Su ceguera y su egoísmo me produjeron tanta rabia que dije, por primera vez en mi vida, lo que pensaba de verdad: Estás pendejo, Ponchito. Todavía tuvo los tamaños para explicarme que al final de la entrevista le sugeriría al reportero que lo acompañara hasta mi puesto de guardia para que no me quedara sin foto. Seguramente le pedí que se largara de mi habitación con la misma cara que puse cuando insinuó que me faltaba hombría, porque se fue calladito a cumplir con su periodo de vigilancia.
Lo vi cruzando el patio, subiendo las escaleras que conducen al segundo piso de la casona y finalmente trepando la escalerilla de mano que lleva hasta la azotea. Era la persona más solitaria que había conocido. Me conmovió aunque sobraban razones para que lo fuera.
Un poco más tarde, cuando la noche ya se había cerrado, me acordé de sus ahorros. La tristeza me trastornó hasta la tontería: subí a tratar de convencerlo de que esa entrevista podría terminar por llevarlo, cuando menos, a un pabellón psiquiátrico. Mi argumentación no tenía más fundamento que el sentido común: jugar a los héroes estaba bien, las golpizas mejor, pero aparecer en el periódico diciendo que teníamos la intención de suplantar a todo el Poder Judicial de la República Mexicana era definitivamente una estupidez. Yo renuncio, Ponchito, y tú deberías hacer lo mismo; si insistes cuenta con mi silencio, pero no conmigo. Ya habíamos atraído a un reportero, la policía no podía tardar. Si no han venido es porque tenemos suerte; como tú dices: no hay que tentar al destino. ¿Y a qué llamas destino, amigo?, ¿a una vida gris como la de mi padre?; no, señor: estamos llamados a cumplir con un deber sagrado; dos triunfos totales sobre el crimen organizado nos lo demuestran. Ni triunfos ni crimen, Ponchito, y menos organizados: fueron dos peleas callejeras ganadas con trampa; ayer esperamos mucho rato para que los drogados no se pudieran defender cuando les cayéramos. Prudencia, amigo, prudencia y estrategia, eso es a lo que tú llamas trampa; pero no voy a ser yo el que te obligue a salir de tu triste condición de cobarde; te di la oportunidad de acompañarme hasta la primera plana de los periódicos y tú la rechazas por miedo; seguiré solo, como siempre. Y se levantó a continuar su ronda.
Aunque sabía que no conseguiría hacerlo cambiar de opinión, lo seguí; tenía que convencerme de que había empleado todos los argumentos disuasivos a mi alcance antes de abandonarlo. No quería dejarle ni un resquicio al remordimiento. ¿Has cambiado de opinión, compañero?, me dijo en cuanto me sintió a su lado. Por supuesto que no. ¿Entonces a qué se debe tu presencia en esta ronda?
Traté de persuadirlo con sus propias reflexiones sobre la imposibilidad de la justicia. Por eso voy enmascarado: una parte fundamental del mérito del héroe está en soportar la persecución policiaca sabiendo en su intimidad que es inocente. Le recordé que toda una escuela primaria nos había visto con el traje y sin pasamontañas. A la policía no le costaría trabajo dar con nosotros si interrogaban a cualquier niño; muchos de los que habían presenciado nuestro primer combate conocían mi domicilio. Pero yo estudié en otra escuela, nadie me conoce ahí, así que cuando venga la policía cargará contigo y tú dirás la verdad: que colgaste el uniforme hace tiempo; luego resistirás la tortura sin decir mi nombre, ¿o serías capaz de delatarme después de toda la confianza que he puesto en ti? Fue la gota que derramó el dedal de mi paciencia.
Supe que había asistido a la entrevista porque regresando me contó en tono confidencial que había respondido con inteligencia y rudeza. En ese momento sentí un poco de envidia y mucha nostalgia de mi traje. Le pregunté si se había dejado fotografiar. Es de lo que quiero hablar contigo: sé que te has decidido y no pretendo molestarte, pero voy a decirte algo que tal vez te haga cambiar de opinión con respecto a tu retiro del grupo: cuando le pregunté por la fotografías al reportero —un hombre sumamente caballeroso y profesional, por cierto— me comentó que tal vez sería mejor sacarlas en acción. Le expliqué que se complicaría porque el crimen surge de lo inesperado. Me respondió que como reportero de nota roja tenía algunos contactos; uno de ellos le había advertido sobre el asalto a una joyería que tal vez me gustaría impedir.
Debo confesar que la idea de aparecer bañado de gloria en el periódico se me hizo seductora. ¿Y por qué no avisa a la policía? Eso es lo que generalmente hace y recibe un poco de dinero por ello, pero quiere engalanar su entrevista con unas fotografías en lucha. Se me ocurrió que tal vez lo mejor fuera dar nosotros parte en la delegación y dividirnos las ganancias. Le pregunté cuándo sería el robo. El próximo jueves a las seis de la tarde. Rechacé la oferta. Me olía feo.
Con todo y mis miedos, el desenlace de la aventura del periodista me intrigaba, por lo que el jueves siguiente seguí a escondidas a Ponchito hasta su encuentro con la fama. La joyería en cuestión estaba sobre Doctor Vértiz, extrañamente cercana a la guarida. El local ocupaba la planta baja de un edificio situado en el punto en que dos calles menores formaban una cuña con la avenida mayor. Llegamos —aunque mi ex compañero nunca supo que ambos lo hicimos— con una hora de anticipación.
El caso ofrecía las mismas seguridades que tuvo en su momento el de los drogadictos: sobraba el tiempo para plantear una buena estrategia y Ponchito tenía la sorpresa de su lado. Como convenía, mi ex compañero revisó palmo a palmo la zona en la que habría de actuar. Después de un penoso proceso de decisión, eligió amarrar la soga del vuelo al lugar más lógico: las rejas de una ventana del edificio contiguo a la joyería. La otra punta de la cuerda la ató a un árbol de ramas generosas plantado en la banqueta de una de las calles menores; en él se instaló a esperar la llegada de los ladrones. Yo me senté a la sombra de una palmera.
El tiempo pasó tan lentamente que me alcancé a leer completo el periódico deportivo que había llevado conmigo. Un poco antes de las seis de la tarde el reportero apareció caminando por Vértiz; analizó la zona en que se desarrollaría su nota y escogió con lujo de paciencia el punto más cómodo para instalar su tripié. Luego montó en él la cámara con parsimonia. Cuando terminó, saludó a Ponchito —que debía tener la espalda hecha pedazos después de más de cuarenta y cinco minutos entre las ramas— levantando el dedo pulgar. Poco después un coche sin placas se detuvo frente a la joyería. La portezuela se abrió y un tipo alto, delgado y enmascarado bajó con un palo en la mano. Cuando vi el arma me felicité por no haber tomado parte en el pleito: al parecer, el reportero no quería recurrir al truco fácil del maquillaje para sus gráficas.
Arriba, en el árbol, las nerviosas sacudidas de las hojas anunciaron que Ponchito se preparaba para el vuelo. Aquello se estaba poniendo bueno, tanto que abandoné mi posición vegetativa y me oculté detrás de un seto para ver la acción desde más cerca. El hombre avanzaba con un sigilo de caricatura rumbo a la joyería cuando sentí en el hombro un golpecito. Me tragué un grito y roté ciento ochenta grados para encontrarme de frente con las rodillas uniformadas de un policía que, macana en mano, me miraba intrigado. ¿Qué hace revolcándose en los arriates? Nervioso, miré hacia la joyería en el momento en que el impostor dio un salto hacia el escaparate. Tuve la claridad de pensamiento de adivinar lo que venía. Grite: Quédate donde estás, Ponchito, pero ya era demasiado tarde. Mi amigo descendía a toda velocidad desde el árbol para caerle sobre la cabeza al ratero de chocolate.
El modesto tumulto de la acera de enfrente llamó la atención del policía, que al ver a dos enmascarados luchando por levantarse del suelo frente a una joyería sonó su silbato y corrió hacia ellos, blandiendo la macana en el aire. El ladrón falso lo vio venir, se levantó de un salto y se precipitó rumbo a su coche. Ponchito lo siguió frenético, sin darse cuenta de lo que sucedía. Antes de arrancar, el actor le lanzó el palo a mi ex compañero, que vio el arma caer a sus pies al tiempo que descubría al guardia viniéndole encima. Los alaridos que pegué no sirvieron de nada. Mi amigo recogió el garrote y se arrojó contra el policía, que sorprendido por el ataque cedió ante los mazazos. No voy a negar que disfruté de aquel espectáculo: siempre es raro y feliz ver a un amigo partiéndole la calabaza a un cuico. Sin embargo, yo sabía algo que el héroe no tomó en cuenta, a pesar de que creo habérselo gritado entre los alentadores ¿Duro, duro!: los agentes de la ley son muchos y andan por todos lados.
Ponchito estaba engolosinado en la paliza cuando llegaron los refuerzos. No quise ver más: corrí a la casona pensando en que el testimonio del policía golpeado podría relacionarse con el crimen. Al dar la vuelta a la esquina me crucé de frente contra el periodista que, sudoroso, se apresuraba a dejar el lugar con sus bártulos fotográficos hechos un molote bajo el brazo.
Una o dos horas más tarde la casona fue conmocionada por la presencia de dos policías que arrastraban a Ponchito esposado hasta el apartamento de sus padres. Desde que lo vi cruzar el patio reconocí en él un gesto de peligrosa dignidad: miraba obstinadamente al piso. Los guardias se presentaban a negociar la libertad del hijo antes de llevarlo a la delegación; ahí, el agente del ministerio público podía condenar al energúmeno a la degradación del reformatorio y al golpeado —que ya convalecía en su casa— a las miserias de una indemnización poco realista.
Las negociaciones fueron públicas: los policías contaban con la vergüenza de los padres de Ponchito para conseguir una suma generosa a cambio de la libertad de su hijo. Además, sabían que entrar a la casa era propiciar la acusación de allanamiento de morada en caso de que las cosas no salieran como planeaban, por lo que sentaron al muchacho entre las macetas y alegaron de pie, justo unos centímetros detrás de lo que un juez quisquilloso y bien aceitado hubiera podido reconocer como el umbral de la propiedad privada de los Aguilar. Toda la vecindad salió a sus puertas y balcones. Yo, precavidamente, me mantuve dentro de nuestro departamento, atisbando la acción entre los pliegues de una cortina cerrada: aunque el policía golpeado no estaba entre los captores de Ponchito, me pudo haber descrito.
Cuando, después de un rato de discusiones, todos los que contemplábamos el espectáculo desde nuestras ventanas vimos salir en manos de la mamá de Ponchito una charola con tacitas de café, respiramos aliviados: los oficiales se habían humanizado; luego, el muchacho sería liberado, aunque faltara mucho para el fin del juego.
Después del segundo café el asunto se relajó aún más: si los policías se mostraban intransigentes, el vecindario se manifestaba con sonoras rechiflas que eran acalladas por los ademanes tensos de la señora Aguilar y la mirada retadora de los uniformados. Ponchito no levantó la vista ni una sola vez durante el proceso. Su novia no apareció en todo el incidente: vivía en la parte de la casona que daba a la calle, sin ventanas hacia el interior.
Finalmente llegó, para alegría de todos, el momento del último amague policiaco, que consiste en recuperar la dignidad y la prepotencia perdidas cuando la mejor oferta ya resulta satisfactoria pero a lo mejor un susto consigue un poco más. Después de un leve manoteo los uniformados se calaron la gorra y se acercaron al héroe, fingiendo que iban a cargar con él. Un murmullo subido demostró la desaprobación popular. Mi padre, que se había pasado una noche fenomenal repartiendo su atención entre la transmisión radiofónica de una pelea de box y el lío de los Aguilar, se levantó de su sillón y salió a terminar con el problema. Habló con los policías. Subió al departamento y puso en un sobre la mitad del magro guardadito semanal de la cocina. Luego recorrió los dos pisos de la vecindad recolectando poquitos de los demás apartamentos. El dinero acumulado no podía ser mucho, pero dignificaba a los oficiales.
Ellos ni siquiera abrieron el sobre. Después de agradecer la diligencia y el espíritu solidario de los vecinos, volvieron a la frontera de los Aguilar. Una ovación abrillantó el momento en que Ponchito fue liberado de las esposas y llevado, todavía bien sujeto por los antebrazos, a la puerta de su casa. Uno de los guardias le tendió la mano al señor, que puso un rollo de billetes en ella antes de estrecharla.
En el momento de la reconciliación, cuando los uniformados se ponían al servicio de la familia para lo que se ofreciera, Ponchito le sacó la pistola del cinturón a uno de ellos. Casi instantáneamente se escuchó el ruido sordo y poco espectacular de los disparos de verdad. El policía desarmado se palpó el estómago y cayó al suelo. Antes de que el segundo reaccionara, Ponchito le puso la pistola en el pecho y le gritó, con una voz aguda que nadie le conocía, que pusiera las manos sobre la cabeza. Lo desarmó cuidadosamente y arrojó el revólver a una maceta más o menos tupida y remota. Sin dejar de apuntar, caminó hasta las escaleras y las subió. Cuando la pared le impidió mantener encañonado al agente, se guardó el arma en una de las bolsas del overol y corrió hasta las escalerillas que conducían a la azotea. La gravedad del drama lo dejó llegar hasta arriba sin que nadie hiciera nada.
Como si se hubiera roto un hechizo, la acción retornó al patio en el momento en que Ponchito alcanzó la azotea del edificio. Su padre corrió detrás de él, su madre se agachó para atender al policía herido, y el que quedaba en pie se sumergió en una lucha absurda contra la planta en que había quedado atorada su pistola. Cuando el señor Aguilar ya alcanzaba la escalerilla, Ponchito se asomó desde el lado opuesto de la azotea y le ordenó que se bajara al patio inmediatamente; el guardia —que se había tardado horrores en recuperar el revólver— se tiró al suelo y trató de rodar hasta un lugar a resguardo de los posibles disparos del loco; se revolcaba por el piso cuando Ponchito le gritó que lo iba a llenar de plomo si no dejaba de actuar como un cerdo. Un rumor de desaprobación recorrió el vecindario cuando obedeció. Luego, el señor Aguilar le dijo a su hijo —sin aparentar la calma que creía estar aparentando— que tal vez si se portaba bien en el reformatorio saldría antes de que lo trasladaran a la cárcel. Ponchito respondió con una sonrisa y, sin dejar de apuntar hacia el grupo del patio, se trepó a la jardinera que coronaba el muro del edificio, luego arrojó la pistola y, con un desdén de héroe auténtico, voló detrás de ella. (La libertad, la muerte.) Cayó de cabeza en el cemento.
Fui yo el que terminó apareciendo al día siguiente en los periódicos con el traje puesto.