LA BOINA DE PADUA

Boinas de Padua, bonitas boinas de pana, parecidas a las que aún se llevan en Cerdeña, y que en aquel entonces (es decir, en los primeros cincuenta años del siglo pasado) también en Sicilia llevaban los ciudadanos, los señores y no solamente la gente del campo que usaba las de hilo y con borla, si es cierta la historia que me contó un viejo pariente, que había conocido al sombrerero que las vendía: el hazmerreír de todo el pueblo de Girgenti, porque parece que de los muchos años invertidos en aquel comercio no supo obtener nada más que el apodo de Cirlinciò, que en Sicilia, para quien quiera saberlo, es el nombre de un pájaro bobo. En realidad se llamaba Marcuccio La Vela, y su tienda estaba en la calle principal, antes de la bajada de San Francesco.

Don Marcuccio La Vela sabía de aquel apodo y le molestaba muchísimo; pero, por mucho que intentara hacerse el duro y obstinarse para que le devolvieran su dinero, no solamente nunca lo conseguía, sino que en cada ocasión, finalmente, el daño aumentaba porque, apiadándose por las lágrimas falsas de los deudores maltratados, para compensarlos de los maltratos, además de la boina, perdía también alguna moneda sin que se diera cuenta de ello.

En todos había calado la idea de que, en el fondo, Cirlinciò no tenía razón para quejarse ni enfadarse, ya que si por un lado era cierto que los hombres siempre lo habían engañado, por otro era innegable que Dios, para compensarlo, siempre lo había ayudado. En verdad, tenía una mala mujer —perezosa, enfermiza, despilfarradora— y pronto se había librado de ella; tenía un ejército de hijos y rápidamente había conseguido para ellos matrimonios ventajosos. Ahora proporcionaba, sí, las boinas para todo el incrementado parentesco, pero podía estar seguro de que, si se daba el caso, no lo dejarían morir de hambre. ¿Entonces, qué más quería?

Mientras tanto las boinas volaban de aquella tienda como si tuvieran alas. Hijos, yernos, nietos, amigos y conocidos se las quitaban. Durante unos días, se obstinaba en perseguir a este o a aquel, para que le pagaran al menos una sola entre tantas. ¡Nada! Y juraba que jamás le daría crédito a nadie:

—¡Ni a Jesús Cristo, si lo necesitara!

Pero siempre volvía a caer en el mismo error.

Ahora, finalmente, había decidido cerrar la tienda, apenas rematara la poca mercancía que le quedaba, de la cual no pensaba dejar un hilo si no se lo pagaban por adelantado.

Pero un día vino a la tienda un tal Lizio Gallo, que era su compadre.

Cirlinciò no temía que el compadre quisiera una de sus boinas. Pero Gallo, en virtud del vínculo espiritual, pretendía algo muy diferente. Como era un hombre de una pieza, quería dinero. Y ya le debía a Cirlinciò una ingente suma. Era suficiente, ¿no?

—¿Cómo está, compadre?

Lizio Gallo tenía el vicio de pasarse continuamente una mano por los ralos y largos bigotes sueltos, y debajo de aquella mano, muy serio, con la mirada baja, ¡soltaba unas trolas! Todos apreciaban su buen humor; siempre conseguía obtener, no solamente de Cirlinciò —de quien era muy fácil—, sino también de los comerciantes más listos todo lo que necesitaba; estaba endeudado hasta el cuello, y siempre deseoso de dinero. Pero aquel día se presentó con otro aire:

—¡Mal, compadre! —resopló, dejándose caer en una silla—. Me siento cansado y con náuseas.

Y con expresión de aburrimiento y de disgusto, continuó diciendo que no aguantaba más viviendo así, con tan pocos recursos, y que era demasiado duro el suplicio que le procuraban las recriminaciones y las miradas mudas de sus acreedores.

Cirlinciò bajó la mirada enseguida y suspiró.

—¡Y usted también suspira, compadre, lo veo! —añadió Gallo, balanceando la cabeza—. ¡Tiene razón! No puedo acercarme más a ningún amigo, lo sé. ¡Todos me rehuyen! Y mientras tanto, créame, más que por mí, sufro por los demás, a quienes les procuro la pena de mi presencia. Ah, le juro que si no fuera por Giacomina, mi mujer…

—¿Qué dice? —lo interrumpió Cirlinciò.

—¿Y sabe qué más me retiene? —continuó Lizio Gallo—. Aquella finca que me trajo mi mujer como dote, aunque cargada de hipoteca. Tengo la esperanza, compadre, de que será mi salvación, por no sé qué excavaciones que el gobierno quiere hacer allí. Dicen que las antigüedades de Camìco están allí abajo. ¡Uhm! Chatarra… ¿Qué será? Pero si es cierto, estoy en racha. Y no dude, compadre: antes que en los demás, pensaré en usted. El gobernador ya me hecho saber que quiere hablar conmigo. Tendría que ir a verlo mañana por la mañana. Pero, ¿cómo voy?

—¿Por qué? —preguntó Cirlinciò aturdido.

—¿Con estos trapos? ¿No me ve? El traje, tal vez, tiene remedio. Mi cuñado, que más o menos es de mi estatura, se ha hecho uno nuevo hace unos días y me lo prestaría. Pero, ¿y la boina? ¡Esta está muy dada de sí!

—¡Ah! ¡Usted también! —exclamó Cirlinciò desorbitando los ojos.

—¿Cómo que yo también? —dijo Gallo con la cara más fresca del mundo—. ¿Acaso suelo ir por la calle con la cabeza descubierta? Ahora esta boina, ¿la ve?, no quiere saber nada más de mí.

—¿Y usted viene a verme a mí? —continuó Cirlinciò, el rostro ardiendo por el enfado—. Perdóneme compadre: ¡no! ¡No se la doy! ¡No se la puedo dar!

—Pero yo no digo que me la dé. Se la pagaré.

—¿Tiene el dinero?

—Lo tendré.

—¡Entonces, nada! Cuando lo tenga.

—Es la primera vez —le hizo notar Gallo, con calma y dolido—, es la primera vez que vengo a verlo por una boina paduana.

—Pero yo lo he jurado, ¿sabe? ¡Lo he jurado! ¡Lo he jurado!

—Lo sé. Pero, ¿entiende para qué me sirve?

—¡No atiendo a ninguna razón! Más bien, mire, le doy tres sueldos para que se la compre en otra tienda.

Lizio Gallo sonrió tristemente y dijo:

—Querido compadre, si usted me da dinero, lo sabe, yo me lo como y no me compro la boina. Entonces, déme usted una.

—¡No le doy ni la boina ni el dinero! —concluyó Cirlinciò, duro.

Lizio Gallo se levantó muy lentamente, suspirando:

—¡Está bien! Tiene razón. Busco la manera de salir de mis problemas y veo que la única sería morir, lo sé.

—Morir… —masticó Cirlinciò—. ¿Es necesario morir? Igualmente se tiene que quitar la boina en presencia del gobernador.

—¡Ya! —exclamó Gallo—. ¡Quedaría muy bien por la calle con el traje nuevo y la boina vieja! Más bien diga que no quiere dármela.

E hizo ademán de salir. Entonces Cirlinciò, arrepentido como siempre, lo agarró por un brazo y le dijo al oído:

—Le doy tres días para pagármela. ¡Pero no se lo diga a nadie! En tres días… ¡Cuidado! Soy capaz de quitársela de la cabeza por la calle, apenas lo vea pasar. ¡Cuando quiero soy una fiera!

Abrió la estantería y sacó una hermosa boina paduana. Lizio Gallo se la probó. Le quedaba bien.

—¡Cuánto pesa! —dijo, sacudiendo la cabeza—. Me sentía mal mientras venía hacia aquí, ¡usted, compadre, me ha dado el golpe de gracia!

Y se fue.

¡Cualquier cosa podía esperarse el pobre Cirlinciò menos que, después de dos días, Lizio Gallo muriera de verdad!

Se puso a llorar como un becerro por el remordimiento, pensando de nuevo, ¡ah!, en las últimas palabras del compadre, ¡ah! Le parecía verlo aún allí, en su tienda, meneando amargamente la cabeza, ¡ah! ¡Ah! ¡Ah!

Y corrió a la casa del muerto para darle el pésame a la viuda Giacomina.

Por la calle, mucha gente parecía divertirse parándolo:

—Ha muerto Lizio Gallo, ¿lo sabe?

—¿No ve que estoy llorando?

Todos en el pueblo lo alababan y se compadecían de su muerte prematura, aunque sonreían tristemente recordando sus numerosas mentiras. Los varios acreedores cerraban los ojos, suspirando, y levantaban la mano para cancelarle la deuda.

Cirlinciò encontró a doña Giacomina inconsolable. Cuatro cirios ardían en las esquinas de la cama donde yacía el compadre, cubierto por una sábana. Llorando, la viuda le contó al compadre cómo había ocurrido la desgracia.

—A traición —decía—. ¡La verdad es que desde hacía mucho tiempo, mi Lizio no me parecía el mismo!

Cirlinciò asentía llorando y como prueba le contó a la viuda la última visita del compadre a su tienda.

—¡Lo sé! ¡Lo sé! —le dijo doña Giacomina—. ¡Ah, cuánto le dolió, pobre Lizio mío! ¡Sus palabras, compadre, se le quedaron clavadas en el corazón como espadas!

Cirlinciò parecía una fuente.

—Y más me llora el corazón —continuó la viuda—, porque ahora se lo llevarán en el féretro de los pobres, debajo de un trapo negro…

Entonces Cirlinciò, en un arranque de emoción, se ofreció a hacerse cargo de los gastos de una ceremonia fúnebre. Pero doña Giacomina rechazó la oferta; le dijo que aquella era la voluntad expresa del marido y que ella quería respetarla y que, es más, su marido no quería ni cortejo fúnebre, y que había indicado la iglesia donde quería pasar la última noche, según la costumbre: es decir, la iglesia de Santa Lucia, la más humilde y lejana, para quien quiera irse casi a escondidas, sin funeral.

Cirlinciò insistió, pero tuvo que rendirse ante la voluntad de la viuda.

—¡Por lo que concierne al cortejo —le dijo, despidiéndose— quédese usted segura de que todo el pueblo acompañará hoy al pobre compadre!

Y no se equivocaba.

Mientras el cortejo fúnebre iba por la calle que conduce a la pequeña iglesia de Santa Lucia, Cirlinciò —que se encontraba justamente en el principio, detrás del féretro que cuatro portadores, dos por cada lado, sostenían por las barras— dirigió los ojos lacrimosos a su flamante boina de Padua, que el muerto llevaba puesta y que colgaba y se mecía fuera del féretro. La boina que el compadre no le había pagado. ¡Tentación!

El pobre Cirlinciò intentó distraer la mirada varias veces, pero poco después los ojos volvían a mirar a la boina, atraídos por aquel balanceo que seguía el paso cadencioso de los portadores. Hubiera querido aconsejarle a uno de ellos que doblara la boina sobre la cabeza del muerto y le pusiera encima la manta para aguantarla.

«¡Sí! Faltaría más», reflexionaba, «que yo, precisamente yo, llamara la atención de la gente. Tal vez, viéndome aquí y mirando esta gorra, a todos se le escapa la risa».

Mordido por esta sospecha, miró duramente a los vecinos, seguro de leer en sus ojos el escarnio temido; luego se dirigió con pena rabiosa a la gorra balanceante. ¡Qué hermosa era! ¡Qué fina! Y ahora, ¡qué lástima!, acabaría en la cabeza de un enterrador o bajo tierra con el compadre, inútilmente.

Estos dos casos, y mayormente el primero que era el más probable, empezaron a alterarlo tanto que, casi sin querer, se puso a pensar en la manera de recuperar aquella gorra. Miró de nuevo alrededor y se dio cuenta de que muchos, avanzando, seguían aquel balanceo cadencioso, que a él le provocaba tanta agitación, un verdadero suplicio. Incluso le pareció que, tomando casi como materia el ruido de los pasos de los portadores, aquel balanceo repitía fuerte, sin parar:

Ha sido —engañado. Ha sido —engañado.

¡No, por Dios, no! ¡Incluso a costa de pasar la noche entera escondido en la iglesia de Santa Lucia, tenía que conseguir aquella boina, que era suya! ¿Qué más podía hacer con ella el compadre muerto? ¡Era nueva, flamante! Y podría volver a exponerla, sin duda, en la estantería. ¡Porque, por Dios, no se trataba solo de tener fe en un propósito deliberado, sino también de respetar un juramento! ¡Un juramento!

Así, cuando el cortejo llegó (ya entrada la noche) a la iglesia lejana donde el mozo había preparado los dos caballetes para el mísero ataúd, mientras la gente asistía a la bendición del cadáver, Cirlinciò se escondió como quien no quiere la cosa detrás de un confesionario.

Apenas la iglesia estuvo vacía, el sacristán, con la linterna en la mano, fue a cerrar el portón, luego entró en la sacristía para coger el aceite y reavivar una lámpara votiva delante de un altar.

En el silencio de la iglesia, aquellos pasos arrastrados retumbaron profundamente.

Al principio Cirlinciò sintió tal consternación por el vacío solemne del interior sagrado, en la oscuridad, que estuvo a punto de salir de su escondite y rogar al sacristán que lo dejara irse. Pero consiguió aguantar.

Después de haber repuesto el aceite de la lámpara, el sacristán se acercó despacio al ataúd; se agachó; luego, sin querer, miró alrededor y antes de retirarse para dormir a su habitación encima de la sacristía, con dos dedos le quitó limpiamente la gorra al muerto y se la puso él, calladito.

Cirlinciò no se dio cuenta de ello. Cuando oyó que la puerta de la sacristía se cerraba y se atrancaba, le pareció que la iglesia se hundía en el vacío. Luego, en la tiniebla, a duras penas divisó aquella luz delante del altar lejano; poco a poco aquel centelleo se alargó, se difundió, muy tenue, alrededor. Los ojos de Cirlinciò empezaron a entrever algo, confusamente, con dificultad. Y entonces, prudente, reteniendo el aliento, intentó salir de su escondite.

Pero, simultáneamente, también otros dos que se habían escondido en la iglesia con la misma intención, avanzaron quietos y agachados como él, y con las manos extendidas hacia el ataúd, cada uno sin darse cuenta de los demás.

De pronto, tres gritos de terror retumbaron en la iglesia oscura.

Lizio Gallo, creyendo que estaba solo, se había sentado en el féretro, despotricando contra el sacristán y tocándose la cabeza desnuda. Como consecuencia de los tres gritos, él también gritó, asustado:

—¿Quién va?

E instintivamente volvió a tumbarse, cubriéndose de nuevo con la manta.

—Compadre… —gimió una voz ahogada por la angustia.

—¿Quién es?

—¿Cirlinciò?

—¿Cuántos somos?

—¡Puerco pueblo! —resopló entonces Lizio Gallo, quitándose la manta y levantándose—. ¡Por una boina de Padua! ¿Cuántos son? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Y usted, compadre?

—¿Cómo? —balbuceó Cirlinciò temblando—. ¿No ha muerto?

—¿Muerto? ¡Quisiera, para no ver su tacañería! —le gritó Gallo, indignado—. ¿Cómo? ¿No se avergüenza? ¡Venir a despojar a un muerto, como aquel sinvergüenza del sacristán! Pues bien, no la tengo, ¿lo ve? ¡La ha cogido él! Y pensar que se la había prometido a uno de los portadores… ¡Hoy en día, en este pueblo, no te dejan en paz ni cuando has muerto! Esperaba que me cancelaran las deudas… ¡Sí! ¿Cuántos son? ¿Tres, cuatro, diez, veinte? ¿Tendrían la fuerza de mantener el secreto? ¡No! ¡Entonces acabemos de una vez!

Los plantó allí, trastornados, como tres tocones, y fue a cubrir de patadas y puñetazos la puerta de la sacristía.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Sinvergüenza! ¡Sacristán!

Este llegó, poco después, en calzoncillos y camisa, con la linterna en la mano, completamente trastornado.

Lizio Gallo lo cogió por el pecho.

—¡Ve enseguida a buscarme la boina, pedazo de ladrón!

—¡Don Lizio! —gritó aquel y estuvo a punto de desmayarse.

Gallo lo sostuvo en pie, sacudiéndolo furiosamente.

—¡La boina, te digo, sucio! Y ven a abrirme la puerta. Que he dejado de hacerme el muerto.