EL BRASERO

Si en verano aquellas encinas negras, plantadas en doble fila alrededor de la amplia plaza rectangular, proporcionaban sombra, ¿para qué servían durante el invierno? Para que el agua, que se había quedado entre las hojas después de la lluvia, a cada sacudida del viento, cayera encima de quienes pasaban por debajo. Y también servían para que el pobre quiosco de Papa-re se marchitara aún más.

Pero, sin considerar este daño, por otro lado subsanable, que provocaban en invierno, ¿eran algo positivo, por la posibilidad de alivio, en verano? No. ¿Y entonces? Entonces así actúa el hombre: si algo le conviene, se lo queda sin dar las gracias a nadie, como si tuviera derecho a ello; en cambio, si le viene mal, aunque sea un poco, se inquieta y grita. El hombre es un animal irritable y desagradecido. Dios Santo, bastaría que no pasara debajo de las encinas de la plaza, cuando acaba de cesar la lluvia.

También es cierto que Papa-re, en su quiosco, en verano, no podía disfrutar de la sombra de aquellas encinas. No podía porque nunca estaba en el quiosco durante el día, ni en invierno ni en verano. Qué hacía durante el día y dónde permanecía era un misterio para todos. Cada vez que volvía de via San Lorenzo, llegaba de lejos y con la expresión oscura. El quiosco estaba siempre cerrado y Papa-re, casi sin sacarle provecho, pagaba la tasa que pesa sobre todos los bienes inmuebles.

Podía parecer una irrisión considerar como inmueble también ese quiosco de Papa-re, que casi caminaba solo por las numerosas termitas que lo habitaban (en lugar del propietario siempre ausente). Pero Hacienda no tiene en cuenta a las termitas. Incluso si el quiosco hubiera empezado a caminar solo por la plaza y por las calles, Papa-re habría tenido que pagar la tasa de todas maneras, como cualquier otro bien realmente inmueble.

Detrás del quiosco, un poco más allá, había una cafetería de madera o, más propiamente —con perdón del propietario—, una chabola pintada con exageradas pretensiones de estilo floral, donde hasta avanzada la noche ciertas así llamadas cantantes, con el acompañamiento de un piano desafinado, con las teclas amarillentas como los dientes de un pobre hombre que ayunara de profesión, gritaban… no, no gritaban, pobrecitas: no tenían ni aliento para decir «tengo hambre».

Sin embargo, aquel café-concierto cada noche estaba lleno de clientes que, con la garganta ahogada por el humo y por el hedor a tabaco, se divertían como en un carnaval por las expresiones groseras y compasivas, por los movimientos de monas tísicas, de aquellas mujeres desgraciadas, quienes, no pudiendo utilizar la voz, hacían volar brazos y piernas (¡bien! ¡Bravo! ¡Otra!), y las animaban, poniendo en los aplausos y en la crítica tal calor e ímpetu que varias veces la comisaría había tenido que intervenir para calmar la violencia de la riña.

Por estos extraordinarios clientes, Papa-re, en invierno, se quedaba en su quiosco cada noche hasta después de las doce, muriéndose de frío, medio dormido, con su mercancía ante él: puros, velas esteáricas, cajas de fósforos, cerillas para subir las escaleras, y los pocos diarios de la noche, que le sobraban de la ruta por las calles acostumbradas.

Al anochecer llegaba al quiosco y esperaba que una niña, su nieta, le trajera un gran brasero de terracota; lo cogía por el mango y, con el brazo extendido, lo movía hacia adelante y hacia atrás, para atizar el fuego; luego lo cubría con un poco de la ceniza que guardaba en el quiosco y lo dejaba allí, calentando, sin cuidarse de cerrar la puerta.

El viejo y decaído Papa-re no hubiera podido resistir al frío de la noche durante tantas horas sin aquel brasero.

Ah, sin un par de piernas activas, sin una voz aguda, ¿cómo podía seguir vendiendo diarios? No solamente los años lo habían vencido, ni tenía solo los miembros aturdidos por la edad: las muchas desgracias le habían derrotado también el alma, pobre Papa-re. La primera desgracia, ya se sabe, había sido la pérdida de la corona del Santo Padre; luego la muerte de su mujer, seguida por la de su única hija, una muerte atroz, en un hospital infame, después de la deshonra y la vergüenza cuando había llegado al mundo aquella niña, para quien ahora él continuaba viviendo y sufriendo. Si no tuviera que mantener a aquella pobre inocente…

La imagen del destino que oprimía y ahogaba a Papa-re en la vejez se podía entrever en su gran sombrero rocoso y agujereado, que al ser demasiado ancho se le hundía hasta la nuca y le tapaba los ojos. ¿Quién se lo había regalado? ¿Dónde lo había encontrado? Cuando Papa-re, parado en medio de la plaza, entornaba los ojos debajo de su sombrero, parecía decir: «Aquí estoy. ¿Me ven? Si quiero vivir tengo que quedarme por fuerza debajo de este sombrero, que pesa y me quita el aliento».

¡Si quiero vivir! Pero él no quería vivir, para nada; se había cansado tremendamente, casi no ganaba nada. Antes le daban docenas de diarios, ahora el distribuidor le confiaba a duras penas unas pocas copias, por caridad, las que le sobraban después de haber abastecido a todos los demás vendedores, que se apiñaban gritando para obtener sus docenas y correr más rápido. Papa-re, para no dejarse aplastar por la muchedumbre, se quedaba atrás, esperando a que las mujeres recibieran los diarios antes que él; a menudo algún malcriado le golpeaba el sombrero, pero Papa-re no reaccionaba y se apartaba para no ser embestido por quienes, obtenidas sus copias, se lanzaban en todas las direcciones con la cabeza baja y con furia ciega. Los veía escaparse como cohetes y suspiraba, vacilando sobre las pobres piernas dobladas.

—¡Para ti, Papa-re, aprovecha, esta noche dos docenas! ¡Hay revolución en Rusia!

Papa-re se encogía de hombros, entornaba los ojos, cogía su paquete y seguía a los demás, intentando correr con aquellas piernas y forzando su voz de clueca para gritar:

—¡La Tribuuuna!

Luego, con otro tono:

—¡Revolución en Rusiaaaa!

Y finalmente, casi para sus adentros:

—Esta noche es importante La Tribuna.

Menos mal que dos porteros de via Volturno, uno en via Gaeta, otro en via Palestro, le eran fieles y lo esperaban. Las otras copias tenía que venderlas así, con esperanza, dando vueltas por todo el barrio de Macao. Hacia las diez, cansado, jadeante, iba a refugiarse al quiosco, donde esperaba, durmiendo, que los clientes salieran del café. ¡No soportaba más aquel trabajo! Pero cuando uno es viejo, ¿qué remedio le queda? Incluso si te vacías la cabeza, no encontrarás ni uno. Y allí estaba la muralla del Pincio.

Cuando, hacia el atardecer, veía a su nieta que aparecía casi descalza, con el vestido desgastado y arropada —pobre criatura— en un viejo chal de lana que una vecina le había regalado, Papa-re se arrepentía incluso del mínimo gasto de aquel fuego, que sin embargo le era indispensable. En la vida no le quedaba nada más que aquella niña y aquel brasero. Al ver que ambos llegaban, les sonreía desde lejos, frotándose las manos. Besaba a la nieta en la frente y empezaba a agitar el brasero para avivar la brasa.

Mientras tanto, una noche —tal vez porque tenía el alma más abatida de lo habitual o porque se sentía más cansado—, al agitar el brasero, de pronto, se le escapó y voló en medio de la plaza, hecho pedazos: «¡Paf!». Una gran risa de la gente que pasaba por allí recibió el vuelo y la explosión, por la expresión de Papa-re al ver que se le escapaba de las manos el compañero fiel de sus noches frías y por la ingenuidad de la niña que lo había seguido, instintivamente, como si quisiera agarrarlo en el aire.

Abuelo y nieta se miraron a los ojos, asombrados. Papa-re aún estaba con el brazo extendido con la intención de mover el brasero hacia delante. ¡Eh, lo había empujado demasiado hacia adelante! Y el carbón encendido ardía entre los restos, en un charco de agua de lluvia.

—¡Viva la alegría! —dijo finalmente, reanimándose y meneando la cabeza—. Ríanse, ríanse. Esta noche yo también estaré alegre. Ve, mi Nena, ve. Al fin y al cabo, es mejor así.

Y se dispuso a buscar los diarios.

Aquella noche, en lugar de llegar al quiosco hacia las diez, dio una vuelta más larga por las calles del barrio de Macao. Su refugio nocturno estaría frío y sentiría más frío si se quedaba sentado allí, parado. Pero, finalmente, se cansó. Antes de entrar en el quiosco, quiso mirar al punto de la plaza donde el brasero había ido a parar, como si le pudiera llegar un poco de calor desde allí. Del café llegaban las notas chillonas del piano y de vez en cuando los aplausos y los silbidos de los clientes. Papa-re, con el cuello del abrigo desgastado subido hasta las orejas, las manos pasmadas de frío, apretadas sobre el pecho con las pocas copias de los diarios que le habían quedado, permaneció un buen rato mirando detrás del cristal empañado de la puerta. Se tenía que estar bien allí dentro, con un ponche caliente en el cuerpo. ¡Brrr! La tramontana había vuelto a soplar, cortando el rostro y blanqueando el empedrado de la plaza. En el cielo no había nubes y parecía que también las estrellas temblaban por el frío. Suspirando, Papa-re miró al quiosco negro bajo las encinas negras, se puso los diarios debajo de la axila y se preparó para sacar la tranca metálica.

—¡Papa-re! —llamó alguien entonces, con voz ronca, desde el interior del quiosco.

El viejo vendedor de periódicos se sobresaltó y se asomó para mirar.

—¿Quién es?

—Yo, Rosalba. ¿Y el brasero?

—¿Rosalba?

—Vignas. ¿No te acuerdas de mí? Rosalba Vignas.

—Ah —dijo Papa-re, que recordaba confusamente los nombres extraños de todas las cantantes, pasadas y presentes, del café—. ¿Por qué no te vas adentro, que hace frío? ¿Qué haces aquí?

—Te esperaba. ¿No entras?

—¿Y qué quieres de mí? Deja que te vea.

—No quiero que me veas. Estoy acurrucada aquí, debajo de la mesa. Entra. Estaremos bien.

Papa-re dio la vuelta al quiosco, con la tranca en la mano, y entró por la puerta, agachándose.

—¿Dónde estás?

—Aquí —dijo la mujer.

No se la veía, escondida debajo de la mesita donde Papa-re ponía los diarios, los puros, las cajas de fósforos y las velas. Estaba sentada donde el viejo solía apoyar los pies, cuando se sentaba en el taburete alto.

—¿Y el brasero? —preguntó de nuevo aquella, desde allí abajo—. ¿Lo has quitado?

—Cállate, se me ha roto, hoy. Al agitarlo, se me ha escapado de la mano.

—¡Mira! ¿Y te mueres de frío? Yo contaba con tu brasero. Vamos, siéntate. Te caliento yo, Papa-re.

—¿Tú? ¿Cómo quieres calentarme? Ya soy viejo, hija. Vete, vete. ¿Qué quieres de mí?

La mujer estalló en una risa chillona y le aferró una pierna.

—¡Quieta! —dijo Papa-re, protegiéndose—. Qué peste a porquería. ¿Has bebido?

—Un poquito. Siéntate. Ya verás como cabemos. Vamos… siéntate. Ahora te caliento las piernas, ¿o quieres otro brasero? Toma.

Y le puso en las piernas una suerte de fardo, muy caliente.

—¿Qué es? —preguntó el viejo.

—Mi hija.

—¿Tu hija? ¿Te has traído también a tu niña?

—¡Me han echado de mi casa, Papa-re! Me han abandonado.

—¿Quién?

—Cesare. Estoy en la calle. Con la niña en brazos.

Papa-re bajó del taburete, se inclinó en la oscuridad hacia la mujer acurrucada y le pasó la niña.

—Toma, hija, cógela y vete. Ya tengo mis problemas: ¡déjame en paz!

—Hace frío —dijo la mujer, con voz aún más ronca—. ¿Tú también me echas?

—¿Quisieras domiciliarte aquí dentro? —le preguntó Papa-re, áspero—. ¿Estás loca o borracha?

La mujer no contestó ni se movió. Quizás lloraba. Como un trasfondo de sonido, tintinando desde el fondo de via Volturno se escuchó en el silencio una sonata para mandolina, que se acercaba poco a poco, pero que de pronto volvió a perderse, muriendo a lo lejos.

—Déjame que lo espere aquí, te lo ruego —continuó, poco después, la mujer, tristemente.

—¿A quién? —preguntó de nuevo Papa-re.

—Te lo he dicho: a Cesare. Está allí, en el café. Lo he visto desde el cristal.

—Pues ve a alcanzarlo, si sabes que está allí. ¿Qué quieres de mí?

—No puedo ir con la niña. ¡Me ha abandonado! ¿Y sabes por quién? ¡Por Mignon, ya! La célebre Mignon… que empezará a cantar mañana por la noche. Él la presenta, ¡imagínate! Ha pagado por hora a un maestro para que le enseñara las canciones. He venido para decirles unas palabritas, apenas salgan. A él y a ella. Déjame aquí. ¿Qué daño te hago? Es más, te mantengo más caliente, Papa-re. Fuera, con este frío, mi pobre criatura… Falta poco, una media hora, más o menos. ¡Vamos, sé bueno, Papa-re! Siéntate de nuevo y ponte a la niña en las rodillas. Aquí debajo no la puedo tener. Estaréis más calientes los dos. Duerme, pobre criatura, y no molesta.

Papa-re volvió a sentarse, con la niña en las rodillas, mascullando.

—Mira tú qué brasero me he encontrado esta noche. ¿Y qué le quieres decir?

—Nada. Dos palabras —repitió aquella.

Estuvieron en silencio durante un buen rato. De la estación cercana llegaba el lamento de algún tren, que llegaba o salía. Unos perros vagabundos pasaban por la vasta plaza desierta. Había dos guardias nocturnos, arropados. En el silencio se oían hasta las lámparas eléctricas que zumbaban.

—Tú tienes una nieta, ¿no es verdad, Papa-re? —preguntó la mujer, reanimándose con un suspiro.

—Sí, Nena.

—¿Sin madre?

—Sí.

—Mira a mi hija. ¿No es guapa?

Papa-re no contestó.

—¿No es guapa? —insistió la mujer—. ¿Qué será de ella ahora, pobre criatura mía? Pero así… así no puedo seguir. Alguien tendrá que tener piedad de ella. Entiende que no encuentro trabajo, con ella en brazos. ¿Dónde la dejo? Y además, ¡sí! ¿Quién me contrata? No me quieren ni para sirvienta.

—¡Cállate! —la interrumpió el viejo, moviéndose, agitado, y empezó a toser.

Recordaba a su hija, que le había dejado así, en la rodillas, a una criaturita como aquella. La apretó despacio hacia sí, tiernamente. Pero la caricia no era para ella, era para su nieta, que en aquel momento recordaba tan pequeña y tranquila y buena como esta.

Del café llegó otra explosión de aplausos y gritos confusos.

—¡Infame! —exclamó la mujer a regañadientes—. Se divierte con aquella mona fea, más seca que la muerte. Dime, suele venir aquí cada noche, ¿no es verdad?, para comprar un puro y luego sale.

—No lo sé —dijo Papa-re, levantando los hombros.

—Cesare, el Milanés, ¿cómo que no lo sabes? Aquel rubio, alto, gordo, con barba en el mentón, sanguíneo. ¡Ay, es guapo! Y él lo sabe, el canalla, y se aprovecha de ello. ¿No te acuerdas de que me llevó consigo el año pasado?

—No —le contestó el viejo, irritado—. ¿Cómo quieres que me acuerde, si no te dejas ver?

La mujer se rio, como sollozando, y dijo oscuramente:

—No me reconocerías. Soy la que cantaba los duetos con aquel tonto de Peppot. Peppot, ¿sabes? ¿Monte Bisbin? Sí, aquel. Pero no pasa nada si no te acuerdas. Ya no soy la misma. En un año me ha destruido. ¿Y sabes? Al principio decía que quería casarse conmigo. Para partirse de risa, ¡imagínate!

—¡Imagínate! —repitió Papa-re, ya casi dormido.

—Nunca me lo creí —continuó la mujer—. Me decía a mí misma: con tal que se quede conmigo, ahora. Y lo decía por esta criatura que, no sé cómo (tal vez porque cogí demasiado de él), había concebido. Dios quiso castigarme así. Y luego, ¿qué podía saber yo? Fue peor. ¡Tener una hija! ¡Como si nada! Gilda Boa… ¿Te acuerdas de ella? Me decía: «¡Tírala!». ¿Cómo se tira? Él sí, él la quería tirar en serio. Tuvo el coraje de decirme que no se parecía a él. ¡Mírala, Papa-re, es idéntica a él! ¡Ah, infame! Sabe bien que es suya, que yo no podía concebirla con otros, porque por él… yo… no veía, ¡tanto me gustaba! Y he sido peor que una esclava, ¿sabes? Me ha apaleado, y yo callada; me ha dejado morir de hambre, y yo callada. He sufrido, te lo juro, no por mí, sino por esa criatura, a quien no podía darle ni leche, porque yo no comía. Ahora, además…

Continuó así durante un buen rato; pero Papa-re ya no la escuchaba; cansado, confortado por el calor de aquella pequeña encontrada allí en lugar de su brasero, se había dormido como siempre. Se despertó de pronto, cuando, abierta la puerta del café, los clientes empezaron a salir ruidosamente, mientras en la sala resonaban los últimos aplausos. Pero, ¿dónde estaba la mujer?

—¡Eh! ¿Qué haces? —le preguntó Papa-re, adormecido.

Ella se había puesto a gatas, jadeante, entre las patas del taburete alto, donde Papa-re estaba sentado; había abierto la puerta con una mano y se quedaba allí, como una fiera al acecho.

—¿Qué haces? —repitió Papa-re.

Un disparo retumbó en aquel momento fuera del quiosco.

—¡Calla, o te arrestarán a ti también! —le gritó la mujer al viejo, precipitándose fuera y cerrando con furia la puerta.

Papa-re, aterrado por los gritos, las imprecaciones, la tremenda confusión detrás del quiosco, se encorvó sobre la pequeñita que se había sobresaltado con el disparo y se encogió por completo, temblando. Llegó un vehículo que, poco después, corrió hacia el hospital de San Antonio. Y una turba de gente furibunda pasó gritando delante del quiosco y se alejó hacia Piazza delle Terme. Pero otras personas se habían quedado allí, comentando animadamente lo ocurrido y Papa-re, con los oídos atentos, no se movía, temiendo que la niña gritara. Poco después, uno de los camareros del café fue a comprar un puro al quiosco.

—¿Eh, Papa-re, has visto qué tragedia?

—He… he oído… —balbuceó.

—¿Y no te has movido? —exclamó riendo el camarero—. Siempre con tu brasero, ¿eh?

—Ya, con mi brasero… —dijo Papa-re, encorvado, abriendo la boca desdentada en una pobre sonrisa.