LEJOS

I

Después de haber buscado inútilmente, por doquier, esta y aquella prenda y haber despotricado (¡diablos!), no se sabe cuántas veces, entre resoplidos y gruñidos y todo tipo de gestos iracundos, finalmente Pietro Mìlio (o Don Paranza, como lo llamaban en el pueblo) sintió la necesidad de desahogarse, gritando a la pared que separaba su habitación de la de su sobrina Venerina:

—¡Duerme, sabes, hasta mediodía, querida! ¡Te advierto que hoy no está el tonto que coge los peces por ti!

Y en verdad aquella mañana don Paranza no podía ir a pescar como solía hacer desde hacía muchos años. En cambio le tocaba (¡diablos!) vestirse de gala o disfrazarse, como decía él. ¡Ya! Porque era vicecónsul de Suecia y de Noruega. Y Venerina, que desde la noche anterior sabía de la inminente llegada del nuevo piróscafo noruego, no le había preparado ni la camisa almidonada, ni la corbata, ni los botones, ni el redingote: nada, en fin.

En dos cajones de la cómoda, en lugar de las camisas, había entrevisto una fuga de escarabajos asustados:

—¡Quédense cómodos! ¡Perdonen las molestias!

En el tercer cajón había una única camisa, almidonada quién sabe cuándo por última vez y amarillenta. Don Paranza la había cogido con dos dedos, cauto, como temiendo que también estuviera habitada por los prolíficos animalitos de los pisos superiores; luego, observando el cuello, el plastrón y los puños deshilachados, dijo:

—¡Bravo! ¿Os ha crecido la barba?

Y había frotado el borde deshilachado con un cabo de vela esteárica.

Estaba claro que todas las demás camisas (que no tenían que ser muchas) esperaban desde hacía meses, en la canasta de la ropa sucia, a los barcos mercantiles de Suecia y Noruega.

Vicecónsul de Escandinavia en Porto Empedocle, don Paranza hacía al mismo tiempo de intérprete en los buques que, no muy a menudo, venían desde allí para embarcar azufre. Por cada barco, una camisa almidonada: no más de dos o tres al año. En cuanto al almidón, era un gasto mínimo.

Ciertamente don Paranza no hubiera podido vivir con los escasos ingresos de esta profesión esporádica, sin la ayuda de la pesca diaria y de una mísera pensión de damnificado político. Porque, sí, señores, no se había convertido ayer en un animal, como él mismo solía decir: siempre había sido una bestia, había combatido por su querida patria y se había arruinado.

Querida-patria era por eso también el nombre con que a veces llamaba a su miserable redingote.

De Girgenti había venido a vivir a la Marina, como en aquel entonces se llamaban aquellas cuatro casuchas de la playa, a cuyos muros, cuando soplaba el siroco, las olas furibundas iban a romperse. Se acordaba de cuando en Porto Empedocle había solo aquel pequeño muelle, llamado ahora el Viejo Muelle, y aquella torre alta, oscura, cuadrada, edificada tal vez como presidio por los aragoneses, en sus tiempos, y donde los galeotes estaban condenados a los trabajos forzados: ¡eran los únicos caballeros del pueblo, pobrecitos!

¡En aquel entonces Pietro Mìlio, sí, ganaba mucho dinero! Para todos los barcos mercantiles que arribaban al puerto, no había más intérpretes que él y aquel palo cojo de Agostino Di Nica, que lo seguía como un perrito hambriento para recoger las migas que él dejaba caer. Los capitanes, de cualquier nación, tenían que contentarse con aquellas cuatro palabras en francés que les arrojaba a la cara, impertérrito, con puro acento siciliano: mossiurrre, sciosse, etcétera.

—¡La querida patria! ¡La querida patria!

En verdad, uno solo había sido el error de don Paranza: el de haber tenido veinte años en el cuarenta y ocho. Si hubiera tenido diez o cincuenta, no se hubiera arruinado. Por lo tanto, se trataba de una culpa involuntaria. En el mejor momento de los negocios, comprometido en conjuras políticas, había tenido que exiliarse a Malta. El error de tener aún treinta y dos años en el sesenta había sido, se entiende, consecuencia del primero. Ya en Malta, en La Valletta, en aquellos doce años, se había hecho un poco de sitio, ayudado por los otros exiliados. ¡Pero el Sesenta! Pensaba en ello y aún ardía. En Milazzo, había recibido una bala en el pecho, y no había sabido aprovechar aquel regalo de un soldado borbónico misericordioso: ¡se había salvado!

Al volver a Porto Empedocle había encontrado el pueblo crecido casi por prodigio, a expensas de la vieja Girgenti que, situada sobre el alto cerro a casi cuatro millas del mar, se resignaba a morir de una muerte lenta, por cuarta o quinta vez, mirando de un lado a las ruinas de la antigua Acragante, del otro al puerto del pueblo naciente. Y en su lugar, Mìlio había encontrado muchos otros intérpretes, cada uno más docto que el otro, en competencia entre ellos.

Agostino Di Nica, después de la partida de don Paranza por el exilio, al quedarse solo, se había hecho de oro y había dejado de trabajar de intérprete para dedicarse al comercio con un barco a vapor de su propiedad, que iba y venía como una lanzadera entre Porto Empedocle y las dos islas cercanas de Lampedusa y Pantelleria.

—Agostino, ¿y la patria?

Di Nica, muy serio, golpeaba con una mano las monedas en el bolsillo del chaleco:

—¡Aquí está!

Pero estaba idéntico, había que decirlo, sin soberbia. La madre naturaleza, al crearlo, no se había olvidado de la nariz. ¡Y qué nariz! ¡Era una vela! En la cabeza llevaba la misma gorra de tela con la visera de cuero, y a cuantos le preguntaban por qué, teniendo tanto dinero, no se concedía el lujo de llevar un sombrero:

—No es por el sombrero, señores míos —contestaba invariablemente—, sino por sus consecuencias.

¡Qué suerte! «A mí, en cambio», pensaba don Paranza, «con toda mi miseria, me toca llevar el redingote y ahorcarme en un cuello almidonado. ¡Yo soy vicecónsul!».

Sí, y si algún día no conseguía pescar nada, corría el riesgo de irse a la cama sin comer, él y su sobrina, aquella pobre huérfana que le había dejado su hermano, él también tan afortunado que, apenas desembarcado en América, había muerto de fiebre amarilla. ¡Pero don Paranza tenía, en compensación, sus medallas del cuarenta y ocho y del sesenta!

Con la caña de pescar en la mano y los ojos fijos en el corcho flotante, absorto en los recuerdos de su larga vida, a menudo meneaba amargamente la cabeza. Miraba a los dos acantilados del puerto nuevo, ahora extendidos hacia el mar como dos largos brazos para recibir en medio al pequeño Viejo Muelle, al cual, por el embarcadero, le había sido preservado el honor de mantener la sede de la capitanía y la blanca torre del faro principal; miraba al pueblo que se extendía ante sus ojos, desde aquella torre llamada el Rastiglio, a los pies del muelle, hasta la estación, y le parecía que, como sobre él los años y las enfermedades, así hubieran crecido todas aquellas casas, casi una sobre la otra, hasta trepar por el borde del altiplano margoso que irrumpía sobre la playa con su pequeño y blanco cementerio arriba, con el mar adelante y el campo atrás. La marga ardiente, golpeada por el sol, resplandecía blanquísima, mientras el mar, de un verde oscuro, de cristal, se doraba cerca de la orilla, en la vastedad trémula del amplio horizonte cerrado por Punta Bianca a levante y Capo Rossello a poniente.

El olor del mar entre los acantilados; el olor del viento salobre que ciertas mañanas, mientras iba a pescar, lo embestía tan fuerte que le cortaba el aliento o el paso haciéndole revolotear la chaqueta y los pantalones, el olor especial que el polvo de azufre esparcido por doquier le daba al sudor de los hombres ocupados; el olor del alquitrán; el olor de las pieles cubiertas de sal; el olor acre que exhalaba en la playa de la fermentación de todo aquel mantillo de algas secas mezclado con la arena mojada: todos los olores de aquel pueblo, crecido casi con él, estaban tan impregnados de recuerdos para don Paranza que, no obstante la miseria de su vida, se amargaba pensando que los años que lo volvían viejo constituían en cambio la infancia del pueblo. Día tras día, el pueblo cobraba más vida con los jóvenes y él, viejo, era dejado atrás, apartado y descuidado. Cada mañana, al alba, desde la escalera de Montoro, el grito tres veces repetido de un pregonero con una voz formidable llamaba a todos al trabajo en la playa:

—¡Hombres de mar, a trabajar!

Don Paranza oía aquellas tres invitaciones desde su cama, cada amanecer, y él también se levantaba para ir a pescar, gruñendo. Mientras se vestía, oía los carros de azufre que chirriaban abajo, carros sin muelles, de hierro, tambaleantes sobre el empedrado podrido del callejón polvoriento, poblado de delgados burros adornados, que llegaban en turbas, con panes de azufre como contrapesos. Bajando a la playa, veía los barcos de carga, con sus velas triangulares arriadas a mitad del mástil, en espera de la carga, más allá del brazo de levante, a lo largo de la orilla sobre la cual se alineaban la mayoría de los depósitos de azufre. Debajo de las pilas se implantaban las básculas donde el azufre era pesado y después cargado en los hombros de los hombres de mar, protegidos por un saco pegado a la frente. Descalzos, con pantalones de tela, los hombres de mar llevaban la carga a los barcos, sumergiéndose en el agua hasta la cadera, y los barcos, una vez cargados, arriada completamente su vela, iban a descargar el azufre en los buques mercantiles anclados en el puerto o fuera de él. Seguían así hasta el atardecer, cuando el siroco impedía el embarque.

¿Y él? Estaba allí, con la caña de pescar en la mano. Y mientras la sacudía rabiosamente, mascullaba en su barba lanosa, que contrastaba con la piel morena, cocida por el sol, y con los ojos verdosos y acuosos:

—¡Diablos! ¡No me han dejado ni peces en el mar!

II

Sentada en la cama, con el pelo negro desgreñado y los ojos hinchados de sueño, Venerina aún no se decidía a salir de su habitación, cuando oyó por la escalera unas pisadas confusas y jadeantes y la voz de su tío que le gritaba:

—¡Despacio! Ya hemos llegado.

Corrió a abrir la puerta y se paró consternada, sorprendida, exclamando:

—¡Oh, Dios! ¿Qué pasa?

Ante la puerta, por la escalera angosta, había una especie de camilla penosamente sostenida por un grupo de marineros jadeantes y preocupados. Debajo de una gran manta de lana, alguien yacía en aquella camilla.

—¡Tío! ¡Tío! —gritó Venerina.

Pero la voz del tío le contestó desde detrás de aquel grupo de hombres, que jadeaban subiendo los últimos escalones.

—¡No es nada, no te asustes! ¡He pescado también esta mañana! La gracia de Dios no nos abandona. Despacio, hijos, hemos llegado. Aquí, entrad. Ahora lo pondremos en mi cama.

Venerina vio al lado de su tío a un hombre de estatura gigantesca, extranjero por su apariencia, rubio y con el rostro un poco ahumado, que llevaba una cajita debajo del brazo; luego bajó la mirada hacia la camilla, que los marineros, para retomar aliento, habían puesto cerca de la entrada, y preguntó:

—¿Quién es? ¿Qué ha pasado?

—¡Es un pez de nuevo género, no te confundas! —le contestó don Pietro, provocando la sonrisa de los marineros que se secaban la frente—. ¡Verdadera gracia de Dios! Vamos, hijos: más rápido. Aquí, en mi cama.

Y condujo a los marineros con la triste carga a su habitación, que aún no había sido arreglada.

El extranjero, apartándolos a todos, se inclinó sobre la camilla; quitó con cautela la manta y bajo la mirada de Venerina, horrorizada, descubrió a un pobre enfermo casi esquelético, que abría en la consternación sus ojos enormes, de un azul tan límpido que casi parecían de cristal, en la delgadez escuálida del rostro donde la barba había vuelto a crecer; luego, con cuidado maternal, lo levantó como a un niño y lo puso en la cama.

—¡Fuera, todos fuera! —gritó don Pietro—. Dejémoslos solos, ahora. El capitán del Hammerfest se ocupará de vosotros, hijos. —Y, cerrada la puerta, añadió, dirigiéndose a su sobrina—: ¿Lo ves? Y luego dices que no somos afortunados. ¡Un barco de higos a brevas, pero el único que llega contiene auténtico maná! Démosle gracias a Dios.

—Pero, ¿quién es? ¿Se puede saber qué ha pasado? —preguntó de nuevo Venerina.

Y don Paranza:

—¡Nada! Es un marinero enfermo de tifus, que está en las últimas. El capitán me ha visto esta cara de tontorrón y me ha dicho: «Mira, buen hombre, quiero hacerte un regalito». Si aquel pobrecito hubiera muerto durante el viaje, hubiera acabado en la boca de un tiburón; en cambio, ha querido llegar hasta Porto Empedocle, porque sabía que aquí estaba Pietro Mìlio, pez-burro. Suficiente. Hoy mismo iré a Girgenti para buscarle un sitio en el hospital. Antes paso por donde tu tía, doña Rosolina. Quiero creer que me hará el favor de hacerte compañía hasta que yo vuelva de Girgenti. Esperemos que, para esta noche, todo haya terminado. Espera… tengo que decir…

Volvió a abrir la puerta y dirigió unas palabras en francés a aquel joven extranjero, que bajó varias veces la cabeza en señal de respuesta; luego, saliendo, le dijo a su sobrina:

—Te recomiendo que te quedes en tu habitación. Me voy y vuelvo con tu tía.

Por la calle, a la gente que le hacía preguntas, continuó contestando, sin ni siquiera girarse:

—Pesca, pesca: ¡una morsa!

Ignorando la oposición de la sirvienta, entró en casa de doña Rosolina. La encontró en falda y camisa, con los delgados brazos desnudos y una toalla en los hombros huesudos, mientras preparaba la leche de salvado para lavarse la cara.

—¡Maldición! —gritó la solterona de cincuenta y cuatro años, resguardándose con un salto detrás de la cortina—. ¿Quién entra? ¡Qué maneras son estas!

—¡Tengo los ojos cerrados! ¡Los tengo cerrados! —protestó Pietro Mìlio—. ¡No miro sus encantos!

—¡Dese la vuelta enseguida! —ordenó doña Rosolina.

Don Pietro obedeció y poco después oyó la puerta de la habitación que se cerraba furiosamente. Entonces, a través de aquella puerta, él le contó lo que le había pasado, rogándole que se diera prisa.

¡Imposible! ¿Ella, doña Rosolina, salir de casa a aquellas horas? ¡Imposible! El caso era excepcional, sí. Pero, ¿aquel enfermo era viejo o joven?

—¡Por los clavos de Cristo! —gimió don Pietro—. A su edad, ¿habla en serio? No es ni viejo, ni joven: es un moribundo. ¡Rápido!

¡Ah, sí! Antes que doña Rosolina consiguiera despedirse de la propia imagen en el espejo tuvo que pasar más de una hora. Finalmente se presentó toda arreglada (como una mona vestida), con el amplio chal indio con flecos hasta el suelo, sujetado en el pecho por un gran broche de oro esmaltado con colgantes en forma de gruesas lágrimas, pendientes en las orejas, la frente simétricamente enmarcada por medio de rizos brillantes fijados por no se sabe qué horrible pomada, las mejillas y los labios coloridos.

—Aquí estoy, aquí estoy…

Y los ojitos de loba, equipados con pestañas larguísimas, parpadeando, le pidieron a don Pietro admiración y gratitud por aquel vestuario extraordinariamente cuidado. (Algo muy diferente le habían pedido, tiempo atrás, aquellos ojos a don Pietro, pero este era Pietro de nombre y piedra de hecho).

Encontraron a Venerina hecha una furia. Aquel joven extranjero se había atrevido a golpear a la puerta de la habitación donde ella estaba encerrada y quién sabe qué le había blasfemado en su lengua; luego se había ido.

—¡Paciencia, paciencia, hasta esta noche! —exclamó don Paranza—. Ahora me voy corriendo a Girgenti. Dime, ¿has oído al enfermo?

Los tres entraron despacio para verlo. Se quedaron en el umbral, aguantando el aliento. Parecía muerto.

—¡Oh, Dios! —gimió doña Rosolina—. ¡Yo tengo miedo! No lo resisto.

—Estaréis las dos allí —dijo don Pietro—. De vez en cuanto os asomaréis a la puerta para ver cómo está. ¡Si pudiera aguantar al menos un par de días más! ¡Pero me parece que está a punto de irse, y es lo que me faltaría! ¡Ah, qué ganancias, qué ganancias me procura Noruega! Basta: dejad que me vaya.

Doña Rosolina lo aferró por un brazo.

—Dígame: ¿es turco o cristiano?

—¡Turco, turco: no se confiesa! —contestó con prisa don Pietro.

—¡Madre mía! ¡Excomulgado! —exclamó la solterona, persignándose con una mano y extendiendo la otra para llevarse a Venerina fuera de aquella habitación—. ¡Siempre lo mismo! —suspiró luego, en la habitación de la sobrina, aludiendo a don Pietro, que se había ido—. ¡Siempre con la cabeza en las nubes! Ah, si hubiera tenido juicio…

Y aquí doña Rosolina, que cada vez utilizaba las continuas desgracias de don Paranza como pretexto para hablar de su fallido matrimonio, quiso ver también en esta última desgracia la mano de Dios, el castigo por una culpa remota de don Pietro: no haberse casado con ella.

Venerina parecía muy atenta a las palabras de la tía; pero en cambio pensaba, absorta, con un sentimiento de asustado extravío, en aquel infeliz que se estaba muriendo, solo, abandonado, lejos de su país, donde quizás su mujer y sus hijos lo esperaban. Y en cierto momento le propuso a su tía que fueran a ver cómo estaba.

Abrazadas una a la otra, de puntillas, se pararon en el umbral de la habitación, asomándose con la cabeza para ver la cama.

El enfermo tenía los ojos cerrados, parecía un Cristo de cera, depuesto de la cruz. ¿Dormía o ya había muerto?

Avanzaron un poco más, pero con el leve ruido que hicieron, el enfermo abrió los ojos, aquellos grandes ojos celestes, atónitos. Las dos mujeres se abrazaron aún más; luego, viendo que él levantaba una mano y hacía señales de querer hablar, se escaparon con un grito, encerrándose en la cocina.

Al anochecer, oyendo el timbre de la puerta, fueron a abrir; pero, en lugar de don Pietro, vieron al joven extranjero de la mañana. La solterona corrió jadeando a encerrarse de nuevo; pero Venerina, con valentía, lo acompañó a la habitación del enfermo, ya casi a oscuras, encendió una vela y se la entregó al extranjero, que le dio las gracias agachando la cabeza con una sonrisa triste; luego se quedó mirando, afligida: vio que el hombre se agachaba sobre la cama y ponía levemente una mano sobre la frente del enfermo, oyó que lo llamaba con dulzura:

—Cleen… Cleen…

¿Era su nombre o una palabra cariñosa?

El enfermo miraba al compañero a los ojos, como si no lo reconociera; y entonces ella vio el cuerpo gigantesco de aquel joven marinero que se estremecía, lo oyó llorar, encorvado sobre la cama, y hablar angustiosamente, en el llanto, en una lengua desconocida. Le subieron las lágrimas a los ojos. Luego el extranjero, girándose, le indicó que quería escribir algo. Ella bajó la cabeza en señal de que había entendido y corrió a buscar lo que necesitaba. Cuando terminó, él le entregó la carta y una caja.

Venerina no comprendió las palabras que le dijo, pero entendió bien por los gestos y la expresión de su rostro, que le encomendaba al pobre compañero. Después vio que se agachaba de nuevo sobre la cama para besar varias veces la frente del enfermo, antes de irse con prisa, con un pañuelo sobre la boca para ahogar los sollozos.

Poco después doña Rosolina, asustada, asomó la cabeza desde la puerta y vio a Venerina que estaba sentada allí, como si nada, absorta y con los ojos lacrimosos.

—¡Ps, ps! —la llamó, y con el gesto le dijo—: ¿Qué haces? ¿Estás loca?

Venerina le mostró la carta y la caja, que aún tenía en la mano, y le indicó que entrara. No había nada que temer. Le narró en voz baja la conmovedora escena entre los dos compañeros, y le rogó que se sentara ella también para vigilar a aquel pobrecito que moría abandonado.

En el silencio de la noche, sonó de repente, agudo, largo, desgarrador, el silbido de una sirena, como un grito humano.

Venerina miró a su tía, luego al enfermo en la cama, envuelto en la sombra, y dijo despacio:

—Se van. Se despiden de él.

III

—Tío, ¿cómo se dice bestia en francés?

Pietro Mìlio, que se estaba lavando en la cocina, se giró con la cara chorreante para mirar a su sobrina:

—¿Por qué? ¿Acaso quieres llamarme en francés? Se dice bête, hija mía; ¡bête, bête! ¡Y dímelo fuerte!

Lo contrario de bestia merecía ser llamado. Hacía casi dos meses que tenía en casa y alimentaba como un pollo a aquel marinero llovido del cielo. En Girgenti (¡ni hablar!) no le había encontrado un sitio en el hospital. ¿Podía echarlo a la calle? Le había escrito al cónsul de Palermo (¡sí!), que le había contestado que tenía que ofrecerle hospitalidad y cuidados al marinero del Hammerfest, hasta que se curara completamente o, en el caso de que muriera, un entierro digno: los gastos le serían reembolsados.

¡Qué genio, aquel cónsul! Cómo si él, Pietro Mìlio, pudiera adelantar gastos y ofrecer alojamiento a los enfermos. ¿Cómo? ¿Dónde? Por el alojamiento, sí: le había cedido su cama al enfermo, quebrándose los huesos en aquel sofá desgastado con los muelles rotos que se le metían entre las costillas, por eso cada noche soñaba con yacer en las cumbres de una cordillera. Pero por los medicamentos, ¿acaso podía ir a la farmacia, a la droguería, al carnicero comprando a crédito, diciendo que después pagaría Noruega? Bogas y mújoles durante el día y congrios por la noche, cuando los pescaba, y si no… ¡nada!

¡Sin embargo aquel pobre diablo había conseguido sobrevivir! Tenía que ser a prueba de bombas, si no había podido con él ni el médico del pueblo, que tenía tan buen corazón y tanta caridad por el prójimo que mataba al menos a un conciudadano al día. No hablaba así porque deseara nada malo para aquel pobre extranjero, no, pero —¡diablos! —exclamaba don Pietro—¿Quién es más miserable que yo?

Menos mal que en pocos días se libraría de él. El noruego, a quien él llamaba el Laso6 (se llamaba Lars Cleen) ya estaba convaleciente y en unas dos semanas podría volver a viajar.

Ya era el momento, porque doña Rosolina no quería vigilar más a la sobrina: protestaba que ella también era núbil y que no le parecía bien que dos mujeres le hicieran compañía a aquel hombre, a quien realmente creía turco, y por eso extraño a la gracia de Dios. Y se había levantado de la cama, podía moverse y… y… ¡nunca se sabe!

Doña Rosolina no añadía, a estas quejas, que hacía tiempo que no le gustaba la actitud de Venerina hacia el convaleciente.

El convaleciente parecía haber salido de la enfermedad mortal transformado en niño de nuevo. La sonrisa y la mirada —de ojos límpidos— tenían una expresión precisamente infantil. Aún estaba muy delgado, pero el rostro se le había serenado, la piel se le coloreaba ligeramente y el pelo, que se le había caído durante la enfermedad, volvía a crecerle más leve, rubio, aéreo.

Venerina, al verlo tan tímido, perdido en la beatitud de su renacer en un país desconocido, entre extraños, sentía por él una ternura casi maternal. Pero toda su conversación se reducía, para Venerina, que no entendía el francés y menos el noruego, a una variación de tono en pronunciar el nombre de él, Cleen. Así, si él rehusaba, arrugando la nariz, sacudiendo la cabeza, tomar algún medicamento o alguna comida, ella pronunciaba aquel Cleen con voz profunda, imperial, frunciendo el ceño sobre los ojos firmes, severos, como para decir: «Obedece: no admito caprichos». Si luego él, en un impulso de ternura jocosa, cuando ella pasaba cerca, le agarraba un poco el vestido, con el rostro iluminado por una sonrisa de gratitud y de simpatía, Venerina pronunciaba aquel Cleen en una exclamación de sorpresa y reproche, como si quisiera decirle: «¿Estás loco?».

Pero la sorpresa era fingida, el reproche dulce: ambos expresados para calmar los escrúpulos de doña Rosolina que, ante aquellas escenas, de no ser por aquella pátina de maquillaje en las delgadas mejillas, hubiera mostrado una indignación multicolor.

Venerina también se sentía casi renacida. Acostumbrada a estar siempre sola, en aquella casa pobre y desnuda, sin cuidados íntimos, sin afectos vivos, se había abandonado mucho tiempo atrás a un tedio invencible: el corazón se le había secado, y la esterilidad del sentimiento se reflejaba en la pereza más desganada. Ella misma, ahora, no habría sabido explicarse por qué le gustaba tanto ocuparse de la casa, alegremente, levantarse pronto y arreglarse.

—¡Milagros! ¡Milagros! —exclamaba don Paranza, volviendo a casa por la noche, con los útiles de pesca, fragante de mar. Encontraba todo ordenado: la mesa puesta, la cena lista—. ¡Es un milagro!

Entraba en la habitación del enfermo frotándose las manos:

¡Bon suarre, mossiur Cleen, bon suarre!

—Buenas noches —contestaba en italiano el convaleciente, sonriendo, separando y casi grabando las dos palabras con la pronunciación.

—¿Cómo, cómo? —exclamaba entonces don Pietro sorprendido, mirando a Venerina que reía, y luego a doña Rosolina que se quedaba seria, sentada, con los hombros encogidos, los labios apretados y los párpados graves, entrecerrados.

Poco a poco, Venerina había conseguido enseñarle al extranjero alguna frase italiana y un poco de vocabulario elemental, con un método muy sencillo. Le indicaba un objeto de la habitación y lo obligaba a repetir su nombre varias veces, hasta que lo pronunciaba correctamente (vaso, cama, silla, ventana…). Y qué risas cuando él se equivocaba, risas que se volvían fragorosas si se daba cuenta de que la tía solterona, dura en su severidad pudorosa, para no ceder al contagio de la risa se torturaba los labios, sobre todo cuando el enfermo acompañaba con gestos muy cómicos aquellas palabras separadas, telegrafiando así con señales las partes sustanciales del discurso que le faltaban. Pronto pudo decir también: abrir, cerrar ventana, coger vaso, e incluso quiero ir a la cama. Pero, aprendido aquel quiero, empezó a utilizarlo muy frecuentemente y el empeño que ponía para superar la dificultad de la pronunciación, le confería a la palabra un tono de orden más cortante. Venerina se reía de ello, pero pensó en atenuar aquel tono enseñándole al enfermo que por favor precediera siempre aquel quiero. Por favor, sí, pero como él no conseguía pronunciar correctamente esta nueva palabra, cuando quería algo, esperaba que Venerina se girara para mirarlo y entonces juntaba las manos en forma de rezo y pronunciaba, imperioso y decidido, su quiero.

La premisa de aquella señal de rezo era absolutamente necesaria cada vez que quería la caja que el compañero le había traído del piróscafo, el día en que había bajado de él moribundo. Venerina se la entregaba siempre de mala gana y sin la acostumbrada amabilidad. Aquella caja representaba para él la patria lejana: dentro estaban todos sus recuerdos y muchas cartas y algunos retratos. Mirándolo de soslayo, mientras Cleen releía alguna de aquellas cartas, o se quedaba abstraído con los ojos perdidos en el vacío, Venerina lo veía casi bajo otro aspecto, como si estuviera envuelto en otro aire que de repente lo alejaba de ella, y notaba muchas particularidades de la naturaleza diferente de él, que antes no había notado. Aquella cajita, donde él rebuscaba con tanta frecuencia, le presentaba ante los ojos la imagen de aquel otro marinero que lo había levantado de la camilla como un niño para ponerlo allí en la cama, y luego se había ido llorando. ¡Y ella había cuidado tanto a aquel abandonado! ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Qué recuerdos custodiaba con tanto amor en aquella caja? Venerina levantaba de pronto los hombros con despecho, diciéndose para sus adentros: «¿Qué me importa?» y lo dejaba solo en la habitación, disfrutando de sus recuerdos secretos, y se llevaba a la tía, que la seguía sorprendida por aquella decisión repentina.

—¿Qué hacemos?

—Nada. ¡Nos vamos!

En aquellos momentos, Venerina recaía de pronto en su tedio indolente, agravado por una molestia sorda o por la pena de infinitos deseos; la casa le parecía de nuevo vacía, como su vida, y resoplaba: ¡no quería hacer nada más, nada!

IV

Lars Cleen, una vez a solas, se sentía como si hubiera caído en otro mundo, más luminoso, del cual solamente conocía tres habitantes y una casa, mejor dicho, una habitación. No se explicaba aquellos desaires de Venerina. No entendía nada. Aguzaba el oído hacia los ruidos de la calle, se esforzaba por entender, pero ninguna sensación de la vida exterior conseguía despertar en él una imagen precisa. La campana… sí, ¡pero él veía con el pensamiento una iglesia de su país remoto! Un silbido de sirena, ¡y él veía el Hammerfest perdido en mares lejanos! ¡Y cómo se había quedado de impresionado una noche, en el silencio, a la vista de la luna a través de la ventana! Sin embargo era la misma luna que tantas veces en su patria, en el mar, había visto; pero le había parecido que allí, en aquel pueblo desconocido, ella le hablara a los tejados de aquellas casas, al campanario de aquella iglesia, casi con otro lenguaje de luz, y la había mirado largamente, con un sentimiento de consternación angustiosa, sintiendo más aguda que nunca la pena del abandono, su propio aislamiento.

Vivía en la vaguedad, en lo indefinido, como en una esfera vaporosa de sueños. Un día, al fin, se dio cuenta de que sobre la tapa de la caja había tres palabras escritas con yeso: ¡Bet! ¡Bet! ¡Bet!, así. Le preguntó con el gesto a Venerina qué significaban y Venerina, rápida, le contestó:

—¡Tú, bet!

Lars Cleen se quedó mirándola con los ojos claros, alegres y perdidos. No entendía o mejor no sabía creer que… No, no, y con las manos le hizo una señal para significar que tuviera piedad de él, que tendría que irse en breve. Venerina levantó los hombros y lo saludó con la mano:

—¡Buen viaje!

—No, no —dijo de nuevo Cleen con la cabeza y la llamó hacia él con el gesto: abrió la caja y sacó una vista fotográfica de Trondhjem. Se veía, entre los árboles, la majestuosa catedral marmórea que dominaba los demás edificios, con el camposanto cercano, donde los fieles supervivientes suelen ir cada sábado para adornar con flores las tumbas de sus muertos.

Ella no consiguió entender por qué le estaba mostrando aquella fotografía.

Ma mère, ici —se empeñaba en decirle Cleen, indicándole con el dedo el cementerio, a la sombra del magnífico templo. Él tampoco, como don Pietro, dominaba la lengua francesa, que por otro lado no servía con Venerina. Entonces sacó otra fotografía de la caja: el retrato de una joven. Enseguida Venerina lo miró fijamente, palideciendo. Pero Cleen se puso el retrato al lado de su rostro, para hacerle ver que aquella joven se parecía a él.

Ma soeur —añadió.

Esta vez Venerina lo entendió y se alegró mucho. No intentó adivinar si aquella hermana era en verdad novia o incluso ya esposa del joven marinero que le había traído la caja. Le bastó con saber que el Laso era célibe. Sí: pero, ¿no tenía que irse en pocos días? Ya podía salir de casa y andar hasta el Viejo Muelle, al atardecer.

Una turba de golfillos descalzos, descuidados, algunos desnudos, quemados por el sol, seguía cada vez a Lars Cleen en sus paseos: lo espiaban, intercambiando en voz alta observaciones y comentarios que pronto se transformaban en bromas. Él, aturdido, deslumbrado por el aire que resplandecía de luz, se giraba ora hacia uno ora hacia otro, sonriendo; a veces le tocaba amenazar con el bastón a los más insolentes; luego se sentaba sobre el muro del embarcadero mirando los barcos amarrados y el mar inflamado por el reflejo de las nubes vespertinas. La gente se detenía para observarlo, mientras él permanecía en aquella actitud, entre perdida y estática: lo miraba, como se mira a una grulla o a una cigüeña cansada y perdida, caída de lo alto del cielo. La boina de piel, la palidez del rostro y el rubio extremo de la barba y del pelo atraían especialmente la curiosidad. Finalmente se cansaba y lentamente volvía a casa.

Por la carta que el compañero le había dejado junto con el dinero, sabía que el Hammerfest, después del viaje a América, volvería a Porto Empedocle en seis meses. Ya habían pasado tres. De buena gana volvería a embarcarse en su buque de vuelta, de buena gana se reuniría con sus compañeros, pero, ¿cómo quedarse tres meses más, así, sin ninguna razón, en la casa que lo hospedaba? Mìlio ya le había escrito al cónsul de Palermo para hacerle obtener gratuitamente la repatriación. ¿Qué hacer? ¿Irse o esperar? Decidió pedirle consejo a Mìlio una de aquellas noches, cuando volviera de la pesca de congrios.

Venerina asistió, después de la cena, a aquel diálogo que quería ser en francés entre su tío y el extranjero. ¿Diálogo? Más bien se trataba de una discusión, por la violencia de los gestos repetidos con exasperación por ambos. Venerina, asombrada, consternada, en cierto punto, al verse señalada rabiosamente por el tío, se sonrojó. ¿Qué? ¿Hablaban de ella? ¿De aquella manera? Vergüenza, ansia, despecho, la removieron tanto por dentro que apenas Cleen se retiró, le preguntó al tío:

—¿Qué tengo que ver yo con todo esto? ¿Qué habéis dicho sobre mí?

—¿Sobre ti? Nada —contestó don Pietro, rojo y resoplando por aquella terrible fatiga.

—¡No es verdad! Habéis hablado de mí. Lo he entendido muy bien. ¡Y tú te has enfadado!

Don Pietro aún no se reanimaba.

—¿Qué te ha dicho? ¿Qué se ha inventado? —continuó Venerina, encendida—. ¿Quiere irse? ¡Pues deja que se vaya! No me importa, ¿sabes?, no me importa en absoluto.

Don Paranza se quedó un rato mirando a su sobrina, aturdido, con la boca abierta.

—¿Estás loca? O yo…

De repente empezó a dar vueltas por la habitación como si buscara la manera de escaparse y, agitando en el aire las manos abiertas:

—¡Qué burro! —gritó—¡Qué imbécil! ¡Oh, so burro! ¡Con sesenta y ocho años! ¡Madre mía!

Se giró rápidamente para mirar a Venerina, poniéndose las manos en la cabeza.

—Dime, ¿por eso me lo has preguntado… para decírselo a él, en francés, que yo era una bestia?

—No, no hablaba de ti… ¿Qué has entendido?

De nuevo don Pietro, con la cabeza entre las manos, se puso a pasear por la habitación.

—¡Animal de bellota, burro, y digo poco! ¿Y aquella mona de tu tía qué ha estado haciendo? ¿Dormir? ¡Diablos! ¿Y tú? Este pedazo de… ¡Espera, espera que esto lo arreglo yo, ahora mismo!

Y al decir eso se lanzó hacia la puerta de la habitación donde Cleen estaba encerrado. Venerina se puso enseguida ante él.

—¡No! ¿Qué haces, tío? ¡Te juro que él no sabe nada! ¡Te juro que entre él y yo nunca ha pasado nada! ¿No has entendido que quiere irse?

Don Pietro se quedó petrificado. ¡No entendía!

—¿Quién? ¿Él? ¿Quiere irse? ¿Quién te lo ha dicho? ¡Al contrario! ¡Al contrario! ¡No quiere irse! ¿En serio me has confundido con un animal? ¡Pero ahora mismo lo echo!

Venerina lo retuvo de nuevo, estallando esta vez en sollozos y lanzándose al pecho de él. Don Paranza sintió que las piernas le fallaban. Se persignó con la mano libre.

—¡En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo! —suspiró—. ¡Ven aquí, ven, hija mía! Vamos a tu habitación y hablemos con calma. ¡Pierdo la cabeza!

Se la llevó a la otra habitación, hizo que se sentara, le pasó el pañuelo para que se secara los ojos y empezó a interrogarla paternalmente.

Mientras tanto Lars Cleen, que había escuchado desde su habitación la discusión entre el tío y la sobrina sin entender nada, abría despacio la puerta y se asomaba para mirar, con la lámpara en la mano, en la sala oscura. ¿Qué había ocurrido? Entendió solamente los sollozos de Venerina y se turbó profundamente. ¿Por qué aquella discusión? ¿Y por qué ella lloraba tanto? Mìlio le había dicho que no era posible que se quedara más allí, no había lugar para él, y además aquella vieja loca de la tía se había cansado y la sobrina no se podía quedar en casa sola con un extraño. Era una dificultad que él no conseguía entender. ¡Bah! Muchas más cosas, desde que salía por el pueblo, le parecían extrañas. Tenía que irse, sin esperar al piróscafo, estaba claro. Perdería el lugar de nostramo. ¡Irse! ¿Su joven amiga lloraba por eso?

Hasta avanzada la noche Lars Cleen permaneció sentado en la cama, pensando, fantaseando. Le parecía ver a la hermana lejana; la veía. Ah, era la única en el mundo que lo quería. O también esta joven, ¿era posible?

¡Esta! ¿Y tú la quieres?

¡Quién sabe! Cada vez que volvía a su patria, la hermana le repetía que de buena gana hubiera preferido no volver a verlo nunca más, nunca jamás en la vida, si él, en uno de sus lejanos viajes, se enamoraba de una buena chica y se casaba con ella. Le provocaba tanto dolor verlo así, apático y decaído, abandonado a la discreción de la suerte, expuesto a todos los eventos, a los más arriesgados, sin ningún cuidado por sí mismo, como aquella vez que, atravesando el océano en tempestad, ¡se había tirado del Hammerfest para salvar a un compañero! Sí, era verdad, no había mérito en ello, porque su vida, para él, ya no tenía valor alguno.

Pero allí, ahora… ¿era posible? ¿Este pueblito de mar, en Sicilia, tan lejos, era entonces el destino que la suerte le había marcado a su vida? ¿Había llegado a su destino sin sospecharlo? ¿Por eso había enfermado hasta casi morirse? ¿Para empezar allí el camino de una nueva existencia? ¡Quién sabe!

—¿Y tú le quieres? —concluía, mientras tanto, don Pietro al otro lado, después de haber arrancado a Venerina, que no conseguía calmarse, las escasas e inciertas noticias que ella tenía sobre el extranjero y la confesión de aquellos divertimentos ingenuos, donde había nacido aquel amor hasta el momento suspendido en el aire, como un pájaro en sus alas.

Venerina se había escondido el rostro con las manos.

—¿Le quieres? —repitió don Pietro—. ¿Qué necesitas para decir que sí?

—No lo sé —contestó Venerina, entre dos sollozos.

—¡Y en cambio lo sé yo! —masculló don Paranza levantándose—. Ve, vete a la cama ahora e intenta dormir. Mañana, si acaso… ¡Mira tú qué nueva profesión me toca ejercer!

Y, sacudiendo la cabeza lanosa, se tumbó en el viejo sofá.

Una vez a solas, Venerina, el rostro ardiendo, con los ojos resplandecientes, sonrió; luego se escondió de nuevo el rostro con las manos, se lo apretó fuerte y se tumbó en la cama, vestida.

En verdad no sabía si lo amaba. Pero, mientras tanto, besaba y apretaba la almohada. Aturdida por aquella escena imprevista, provocada por un malentendido con respecto a su herido amor propio, aún no conseguía ver con claridad, dentro de sí, lo que había pasado. Una sensación candente de vergüenza le impedía alegrarse por aquella conversación con el tío que, tal vez inconscientemente, su corazón había deseado, después de tantos meses en suspensión sobre un pensamiento, sobre un sentimiento que no conseguía posarse sobre la realidad, afirmándose de alguna manera. Ahora le había dicho que sí al tío, y seguramente sentiría un gran dolor si Cleen se fuera; sentía horror del tedio mortal en que volvería a caer, sola, en la casa vacía y silenciosa; por eso estaba contenta de que su tío estuviera ahora con ella, pensando, ideando la manera de vencer, si era posible, todas aquellas dificultades que habían mantenido su sentimiento en suspenso hasta entonces.

¿Se podían vencer aquellas dificultades? Cleen, aunque presente, le parecía muy lejano: hablaba una lengua que ella no entendía; tenía en el corazón y en los ojos un mundo remoto que ella ni adivinaba. ¿Cómo retenerlo allí? ¿Era posible? ¿Y él podía tener, por ella, la intención de quedarse toda la vida fuera de aquel mundo? Quería, sí, quedarse; pero hasta la llegada del buque desde América. Mientras tanto, claro, a su patria no lo atraía ningún afecto vivo, porque, de otra manera, habiendo sobrevivido por milagro a la muerte, pensaría enseguida en volver. Si quería esperar era señal de que sentía… ¡Quién sabe! Tal vez el mismo afecto hacia ella, tan suspendido y perdido en la incertidumbre de la suerte.

Don Pietro se agitaba entre otros pensamientos, en el sofá que chirriaba con todos los muelles deteriorados. Los muelles chirriaban y don Paranza resoplaba:

—¡Locos! ¡Locos! ¿Cómo han hecho para entenderse si no conocen ni una palabra de la lengua del otro? ¡Sin embargo, sí, señores, se han entendido! ¡Milagros de la locura! Se aman, se aman, sin pensar que los mújoles, las bogas, los congrios del animal de su tío no pueden asumir desde el mar la responsabilidad y el cargo de soportar los gastos del matrimonio y de la manutención de la nueva familia. Menos mal que yo… ¡Sí! ¡Ojalá Di Nica quiera saber algo del tema! Mañana, mañana se verá… ¡Ahora durmamos!

Agostino Di Nica realizaba grandes negocios con su barco de vapor, al punto que había pensado en expandir su comercio hasta Túnez y Malta y por eso le había ordenado al astillero de Palermo la construcción de otro barco, un poco más grande, que sirviera también para el transporte de pasajeros.

«Quizás», continuaba pensando don Pietro, «un hombre como el Laso podrá servirle. Habla francés mejor que yo y también inglés. Además es un lobo de mar. O como intérprete o como marinero, con tal que lo embarque y le dé para vivir y mantener honestamente a su familia… Mientras tanto Venerina le enseñará a hablar como un cristiano. Parece que ella hace milagros con su escuela. No puedo dejarlos más a solas. Mañana me lo llevo conmigo a ver a don Di Nica y cada día a pescar; si la propuesta no es aceptada, es necesario que El Laso se vaya enseguida, sin excusas. Ahora durmamos».

¿Qué dormir? Parecía que las puntas de los viejos muelles se hubieran vuelto más rebeldes aquella noche, penetradas por las dificultades entre las cuales don Paranza se removía.

V

Hacía casi quince días que Lars Cleen seguía a Milìo mañana y noche, a pescar: salía de casa con él y con él regresaba.

Don Di Nica, con muchos si, con muchos peros, había aceptado la propuesta que Mìlio le había presentado como una verdadera fortuna para él (¿y las consecuencias?). El nuevo barco estaría listo en un mes como máximo y Cleen se embarcaría como intérprete, en prueba durante el primer mes.

Venerina le había explicado bien a su tío que Cleen aún no se había declarado claramente a ella, y por eso le había pedido que actuara con la máxima delicadeza, incitándolo primero a hablar con circunspección y a explicarse. El pobre don Paranza, resoplando más de lo acostumbrado, por los obstáculos crecientes, antes había ido, solo, a ver a Di Nica y, una vez obtenido el empleo, había vuelto a casa para ofrecérselo a Cleen, añadiendo en su bárbaro francés que si quería quedarse, como deseaba, si quería quedarse hasta la vuelta del Hammerfest, tenía que ser con esta condición: que trabajara; el trabajo se lo había procurado él: cuando el piróscafo llegara de América, tendría dos trabajos y entonces la decisión sería suya: o uno o el otro, el que le conviniera más. Mientras tanto, en la espera, era necesario que fuera cada día a pescar con él.

Cleen se había quedado perplejo frente a la propuesta, que le había confirmado que la escena de aquella noche entre tío y sobrina había ocurrido precisamente por su próxima partida, y que por eso él había sido la razón del llanto de su querida enfermera. Entonces aceptar equivaldría a comprometerse. Pero, ¿cómo rechazar aquel trato después de todos los cuidados atentos y afectuosos de la joven? Aquel trato ofrecido de aquella manera, que aún no lo ataba, del todo, que lo dejaba libre de elegir, libre de mostrarse, o no, agradecido por lo que le había sido dado.

Ahora, cada mañana, levantándose del sofá con los huesos entumecidos, don Pietro se exhortaba así:

—¡Ánimo, don Paranza! ¡A la doble pesca!

Y preparaba las herramientas: las dos cañas con los sedales, una para él, la otra para el Laso, los botes con el cebo, los anzuelos de repuesto: sí, para los peces estaba bien equipado. Pero, ¿dónde encontrar lo necesario para la otra pesca, la del marido para su sobrina? ¿Quién le daba el anzuelo para incitarlo a hablar?

Se paraba en medio de la habitación, con los labios apretados, los ojos muy abiertos; luego agitaba las manos en el aire y exclamaba:

—¡El anzuelo francés!

¡Ya! Porque, además, le tocaba enfrentarse con la conversación en francés, cuando no hubiera sabido decírselo ni en siciliano.

Monsiurre, ma nièsse

¿Y luego? ¿Podía decirle claramente que aquella tontita se había enamorado y encaprichado de él?

Probablemente recibiría de Noruega o del cónsul de Palermo el reembolso de los gastos, pero, ¿quién lo recompensaría por este otro problema?

—¡Él, el mismo Cleen, diablos! ¿Me ha atizado el fuego en mi propia casa? ¡Que se queme!

Le quitaría aquel aire de mameluco, de inocente llovido del cielo. Y allí, en el acantilado del puerto, mientras aprovisionaba los anzuelos con nuevo cebo, se giraba para mirar a El Laso, que estaba sentado en una roca cercana, derecho, con los ojos claros clavados en el corcho del sedal que flotaba sobre el áspero azul del agua, resplandeciente de temblores agudos.

—¡Eh, Mossiur Cleen, eh!

Mirarlo, sí, lo miraba, pero, ¿realmente veía aquel corcho? Parecía pasmado.

Cleen, ante la exclamación, se despertaba como de un sueño y le sonreía; luego sacaba lentamente el sedal del agua, creyendo que Mìlio lo había llamado por eso, y abastecía los anzuelos sin cebo desde quién sabe cuándo.

¡Ah, así la pesca iba muy bien! También don Paranza, pensando, ideando la manera de hablarle de aquel tema tan difícil y delicado, dejaba que los peces se comieran el cebo: se distraía, no veía el corcho, no veía el mar, y solamente volvía a sí mismo cuando el agua entre las rocas cercanas provocaba un remolino más fuerte. Fastidiado, tiraba entonces el sedal y le venía la tentación de tirárselo a la cara a aquel ingrato. Pero más ira le provocaba la exclamación que Cleen había aprendido de él y que repetía a menudo, sonriendo, levantando a su vez la caña.

—¡Diablos!

Don Paranza, olvidándose en aquellos momentos de dirigirse a él en francés, prorrumpía:

—¡Diablos lo digo yo, en serio! ¡Tú ríes, tonto! ¿Qué te importa?

No, no, no podía seguir así: no concluía nada y, además, se arruinaba el hígado.

—¡Que se las arreglen ellos, si quieren!

Y se lo dijo a su sobrina una de aquellas noches, volviendo de la pesca.

No se esperaba que Venerina recibiera la airada acusación de la poca pericia de Cleen con una explosión de risa, con el rostro colorado y alegre.

—¡Pobre tío!

—¿De qué te ríes?

—¡Sí!

—¿Hecho?

Venerina escondió el rostro con las manos, asintiendo varias veces con la cabeza. Don Paranza, aunque contento en su corazón, aliviado de aquel peso cuando menos se lo esperaba, se enfureció.

—¿Cómo? ¿Y no me dices nada? ¿Me torturas durante tantos días? ¡Y él también: mudo como un pez!

Venerina levantó el rostro:

—¿No ha sabido decirte nada, hoy tampoco?

—¡Es un bacalao, te digo! —gritó don Paranza en el colmo del enfado—. ¡Tengo el hígado así de grueso por toda la bilis de estos días!

—Le dará vergüenza —dijo Venerina, intentando justificarlo.

—¿Vergüenza? ¿Un hombre? —exclamó don Pietro—. ¡Ha hecho que todos los peces del mar se rieran a mis espaldas! ¿Dónde está? Llámalo, haz que me lo diga esta misma noche: ¡no basta con habértelo dicho a ti!

—¡Pero sin esa dura mirada! —le recomendó Venerina, sonriendo.

Don Paranza se calmó, sacudió la cabezota lanosa y masculló en la barba:

—Soy… ya, lo sabes mejor que yo. Dime, ¿cómo lo has hecho, sin hablar francés?

Venerina se sonrojó, levantó apenas los hombros y los ojos negros le brillaron.

—Así —dijo, con ingenua malicia.

—¿Y cuándo?

—Hoy mismo, cuando habéis vuelto a mediodía, después de comer. Él me ha cogido una mano y yo…

—¡Basta, basta! —masculló don Paranza, que nunca había tenido novia—. ¿La cena está lista? Ahora hablo yo con él.

Venerina le recomendó otra vez con los ojos que no fuera duro. Don Pietro entró en la habitación de Cleen.

Este estaba con la frente apoyada en los cristales del balcón, mirando afuera, pero no veía nada. La plaza en aquella hora estaba desierta y a oscuras. Las farolas a petróleo descansaban aquella noche, porque la luna se había encargado de la iluminación del burgo. Oyendo que la puerta se abría, Cleen se giró de pronto. Quién sabe en qué estaba pensando.

Don Paranza se plantó en medio de la habitación con las piernas abiertas, meneando la cabeza: hubiera querido hacerle una prédica de viejo tío gruñón, pero enseguida sintió la dificultad de una conversación en francés adecuada a la expresión arisca de su rostro y su actitud. Retuvo con dificultad un solemne resoplido de impaciencia y empezó:

Mossiur Cleen, ma niêsse m’a dit

Cleen sonrió, tímido, perdido, y bajó ligeramente la cabeza varias veces.

¿Oui? —continuó don Paranza—. ¡Y está bien!

Extendió los dedos índices de las manos y los acercó repetidamente, para significar: «Marido y mujer, unidos…».

Vous et ma niêsse… mariage… oui?

Si vous voulez —contestó Cleen abriendo las manos, como si no estuviera seguro del todo.

—¡Oh, por mí! —se le escapó a don Pietro. Enseguida se volvió serio—. Très-heureux, mossiur Cleen, très-heureux. C’est fait! Donnez-moi la main…

Se estrecharon las manos. Y así el matrimonio fue acordado. Pero Cleen se quedó aturdido. Sonreía, sí, pero su sonrisa era tímida, en la incomodidad de la extraña situación donde se había metido sin una voluntad bien definida. Le gustaba, sí, aquella morena siciliana, tan vivaz, con aquellos ojos de sol; le estaba muy agradecido por su amoroso cuidado: le debía la vida, sí… pero, ¿sería su mujer, en serio? ¿Ya estaba decidido?

Maintenant —continuó don Paranza, en su francés—, je vous prie, mossiur Cleen: cherchez, cherchez d’apprendre notre langue… je vous prie…

Venerina fue a llamar a la puerta con los nudillos.

—¡La cena está lista!

Aquella primera noche, en la mesa, los tres experimentaron una gran incomodidad. Cleen parecía estar en las nubes; Venerina, el rostro ardiendo, confundida, no conseguía mirar ni al novio ni al tío. Los ojos se le enturbiaban, encontraba los de Cleen y los bajaba enseguida. Sonreía para contestar a la sonrisa de él, no menos impedido, pero de buena gana se hubiera escapado para encerrarse en su habitación, para estar sola, tirarse en su cama y llorar… Sí. Sin saber por qué.

«¡Si esto no es una locura, ya no hay locos en este mundo!», pensaba para sus adentros don Paranza, con el ceño fruncido, él también entre espinas, tragando con dificultad la frugal cena.

Pero después, primero Cleen le rogó con discreción que tradujera para Venerina un pensamiento amable que él no sabría manifestarle; y luego Venerina, tímida y sonrojada, le rogó que le diera las gracias y que le dijera…

—¿Qué? —preguntó don Paranza, desorbitando los ojos.

Y como, después de aquel primer intercambio de frases, la conversación entre los dos novios hubiera querido continuar a través de él, golpeando la mesa con los puños, estalló:

—¡Oh, en fin! ¿Cómo quedo yo? Encontrad la solución.

Se levantó, entre las risas de los jóvenes, y se fue a fumar en pipa a su viejo sofá, mascullando su diablos en la barba lanosa.

VI

El barco a vapor de Di Nica cumplía, la última noche de mayo, su tercer viaje desde Túnez. En una hora, hacia el alba, el barco arribaría al Viejo Muelle. A bordo todos dormían, excepto el timonel en popa y el segundo de guardia en el puente de mando.

Cleen había dejado su litera y estaba mirando desde hacía un rato, en la toldilla, la luna declinante entre los flechastes de la jarcia, que vibraba por las sacudidas rítmicas de la máquina. Sentía una sensación de angustia opresora, allí, en aquella cáscara de nuez, en aquel mar cerrado y también… sí, también la luna le parecía más pequeña, como si la mirara desde la lejanía de su exilio, mientras le parecía grande allí, en el océano, entre las jarcias del Hammerfest, donde algunos de sus compañeros quizás la estaban mirando en aquel momento. Con todo su corazón estaba cerca de ellos. ¿Quién estaba de guardia, en aquella hora, en el Hammerfest? Cerraba los ojos y volvía a ver, uno por uno, a todos sus compañeros: los veía subir de las escotillas; veía con el pensamiento a su piróscafo, como si realmente estuviera a bordo; blanco de salinidad, majestuoso y resonante. Oía el timbre de la campana de a bordo; respiraba el olor de su antigua litera; se encerraba allí para pensar y fantasear. Después abría los ojos y entonces lo que había visto recordando y fantaseando ya no le parecía un sueño, sino aquel mar, aquel cielo, aquel barco a vapor, y su vida presente. Y lo invadían una tristeza profunda, una humillación agitada. Sus nuevos compañeros no lo querían, no lo entendían, ni querían entenderlo; se reían de él por su manera de hablar, y él, para no empeorar la situación, tenía que obligarse a sonreír haciendo ver que ignoraba aquel escarnio vulgar y estúpido. ¡Bah! Paciencia. Ya dejarían de hacerlo, con el tiempo. Poco a poco él, con la práctica constante y con la ayuda de Venerina, aprendería a hablar correctamente. Ya estaba decidido: se quedaría allí, en aquel pueblo, en aquella cáscara y en aquel mar, para toda la vida.

Incierto como aún se sentía en su nueva existencia, no conseguía imaginar nada preciso para el porvenir. ¿El árbol puede crecer en el aire si tiene las raíces aún escasas y no muy firmes en la tierra? Pero estaba claro que la suerte lo había transplantado allí para siempre.

El Hammerfest, que tenía que volver de América en seis meses, no había vuelto nunca. La hermana, a quien le había escrito para darle la noticia de su enfermedad mortal y de su noviazgo, le había contestado desde Trondhjem con una larga carta llena de angustia y de alegre maravilla, y le había anunciado que en Nueva York el Hammerfest había recibido una contraorden y había sido alquilado para un viaje a la India, según le había escrito su marido. Quién sabe, pues, si volvería a verlo. ¿Y a su hermana?

Se levantó, para sustraerse de la opresión de aquellos pensamientos. Se hacía de día. Las estrellas habían muerto en el cielo crepuscular; la luna se apagaba poco a poco. La linterna verde del muelle estaba aún encendida.

Don Paranza y Venerina esperaban la llegada del barco desde el muelle. En los dos días que Cleen pasaba en Porto Empedocle, don Pietro no iba a pescar; le tocaba vigilar a los dos novios, porque aquella tonta de doña Rosolina no había querido prestarse ni a esto: primero porque era núbil (y su pudor se quemaría por el fuego del amor de aquellos dos) y segundo porque aquel forastero la incomodaba.

—¿Tiene miedo de que quiera comérsela? —le gritaba don Paranza—. Usted es un montón de huesos, ¿no quiere entenderlo?

Doña Rosolina no quería entenderlo. Y no había querido deshacerse de nada, en aquella ocasión, ni siquiera de un anillo, entre los muchos que tenía, para demostrarle de alguna manera su apoyo a la sobrina.

—Luego, luego —decía.

Ya que, por fuerza, un día u otro, Venerina sería la heredera de todo lo que ella poseía: de la casa, de la finca bajo el Monte Cioccafa, de las joyas y de los muebles y también de aquellas ocho mantas de lana que había tejido con sus propias manos, con la esperanza aún no desvanecida de aplastar con ellas a un pobre marido.

Don Paranza estaba indignado por aquella tacañería, pero no quería que Venerina le faltara al respeto a la tía.

—¡Es la hermana de tu madre! Yo tengo que irme antes que ella, por ley de naturaleza, y no puedes esperar nada de mi parte. Ella se quedará y es necesario que conserves su cariño. Harás que tu marido la corteje un poco y verás que le hará bien. Por otro lado, en lo poco que el Señor puede cuidar de un tonto como yo, puedes estar segura de que nos ayudará.

De hecho, había llegado del consulado noruego aquel poquito dinero para reembolsar el mantenimiento ofrecido a Cleen. Así don Pietro había podido comprar algunos muebles modestos, los más indispensables, para arreglar, como mejor podía, la casa de los novios. También habían llegado de Trondhjem los documentos de Cleen.

¡Aquella mañana Venerina estaba tan contenta e impaciente por enseñarle al novio su nueva casita, ya arreglada! Pero poco después, cuando el barco finalmente fue amarrado en el muelle y Cleen pudo bajar, aquella alegría suya fue inmediatamente turbada por la molestia que le provocó oír a los otros marineros que se dirigían casi aullando a su novio:

—¡Buen dí! ¡Buen dí!

—¡Imbéciles! —dijo a regañadientes, girándose para fulminarlos con la mirada.

Cleen sonreía y entonces Venerina se molestó más.

—¿No eres bueno para partirle la cara a nadie, dime? ¿Sonriendo, dejas que estos sinvergüenzas se rían así de ti?

—¡Vamos! —dijo don Paranza—¿No ves que bromean, entre compañeros?

—¡Y yo no quiero! —contestó Venerina, indignada—. Que bromeen entre ellos y no con un forastero que no puede contestarles como merecen.

Casi se sentía ridiculizada ella también. Cleen la miraba y aquellas miradas fieras le parecían llamaradas de pasión por él: le gustaba aquel desdén, pero cada vez que quería manifestarle lo que sentía o confiarle algo, le parecía chocar contra una pared, y se callaba y sonreía, sin entender que aquella bondad sonriente, en algunos casos, a Venerina podía no gustarle.

¿Acaso era culpa de él si los demás eran unos malcriados? ¿Era su culpa si aún no podía salir a la calle sin que un grupo de golfillos lo rodeara? Los amenazaba y era peor: aquellos se divertían con gritos y bromas y ruidos vulgares.

Venerina se enfurecía por ello.

—¡Pega a uno de ellos! ¡Dale una lección! ¿Es posible que tengas que ser el hazmerreír del pueblo?

—¡Qué consejos! —resoplaba don Pietro—¡En lugar de recomendarle prudencia!

—¿Con estos perros? ¡Es necesario un bastón!

—Ya dejarán de hacerlo, tranquila, apenas el Laso haya aprendido.

—¡Lars! —gritaba Venerina, enfureciéndose ahora también con el tío que llamaba a su novio de aquella manera, como todo el pueblo.

—¡Pero si es lo mismo! —suspiraba, fastidiado, don Pietro, encogiéndose de hombros.

—¡Cámbiate este nombre! —continuaba Venerina, exasperada, dirigiéndose hacia Cleen—. ¡Qué alegría ser llamada la mujer de El Laso!

—¿Y ahora no te llaman la sobrina de don Paranza? ¿Qué hay de malo? Él es El Laso y yo Paranza. ¡Alegremente!

Ahora Venerina ya no reía mientras le enseñaba a su novio su lengua: ¡al contrario, se enfadaba tanto!

—¿Lo ves? —le decía—. ¡Es normal que se rían de ti si hablas así! ¡Claro, claro! ¿Tan difícil es, María Santísima?

El pobre Cleen (¿qué podía hacer?) sonreía, manso, e intentaba pronunciar mejor. Pero luego, a los dos días, tenía que volver a irse y no conseguía sacar el provecho que Venerina hubiera deseado de aquellas lecciones interrumpidas.

—¡Eres como el huevo, querido!

Estos desaires le parecían infantiles a don Pietro, condenado a la vigilancia, y se molestaba. Además su presencia incomodaba más a Cleen, que aún no conseguía entender por qué era necesario que se quedara con ellos: ¿acaso no era el novio de Venerina? ¿No podía salir solo con ella a pasear por el altiplano, en el campo? Un día lo había propuesto, pero la misma Venerina le había dicho:

—¿Estás loco?

—¿Por qué?

—Aquí a los novios no se les deja solos, ni siquiera un momento.

—¡Se necesita luz! —resoplaba don Pietro.

Y Cleen se entristecía por todas estas constricciones, que le empobrecían el espíritu y lo atontaban. Empezaba a sentir una irritación sorda, un tormento secreto al verse tratado y considerado, en aquel pueblo, como un estúpido. Y temía volverse estúpido de verdad.

VII

Pero que no era estúpido, don Di Nica lo sabía muy bien, por la manera en que realizaba los encargos y los negocios con aquellos agentes ladrones de Túnez y de Malta. No quería decirlo, como siempre, no para negar el mérito y el elogio, sino por las consecuencias que tendría el elogio, así era.

Sin embargo creyó que le demostraba ampliamente lo contento que estaba con él concediéndole diez días de licencia con ocasión del matrimonio.

—¿Diez días son pocos? ¡Son suficientes, querido! —le dijo a don Pietro, que no se mostró contento—. ¡Ya verás en diez días qué lindo niño te preparan! Como máximo podría conceder que, cuando se embarque de nuevo, se lleve a su mujer a Túnez y a Malta, para un viaje de bodas. Es un joven serio: confío en él. Pero no puedo conceder más.

Se irritó muchísimo por la propuesta de don Pietro de ser testigo de la boda.

—No es por aquel joven, entenderás; pero si, Dios me libre, lo hiciera una vez, no haría nada más en mi vida. ¡Nada, nada, querido Pietro! Le enviaré un regalo a la novia, en consideración a nuestra antigua amistad, pero no se lo digas a nadie: ¡te lo suplico!

Por su parte, la tía, doña Rosolina, se apretó en el pecho el buen corazón que Dios le había dado y sorprendió con otro regalito a Venerina: un par de pendientes con colgantes, de principios de siglo. Pero tenía la delicadeza de ofrecerle a los novios, para aquellos diez días de luna de miel, su finca debajo del Monte Cioccafa.

—¡Con tal de que cuiden los muebles, por favor!

¡Aquellas cuatro sillas arruinadas caminaban solas, si eran llamadas con un chasquido de dedos, de tantas termitas que las poblaban! Y el hedor a cerrado en aquel tugurio decrépito era insoportable.

Enseguida Venerina, cuando llegó en carroza con su esposo y los dos tíos, después de la celebración del matrimonio, corrió a abrir todos los balcones y las ventanas.

—¡Las cortinas! —gritaba doña Rosolina, intentando correr detrás de la impetuosa sobrina.

—¡Deje que les dé el aire! ¡Mire cómo respiran! ¡Ah, qué delicia!

—Sí, pero con la luz pierden su color.

—¡Tía, no son de brocado!

Aquella hora pasada allí con los novios fue un verdadero suplicio para doña Rosolina. Sufrió al ver que tocaban este o aquel objeto, como si le hubieran arrancado aquellos medio rizos engrasados de tinte que le dibujaban tantas comas en la frente; sufrió al ver que la familia del garzón entraba con los pesados zapatos herrados para homenajear a los novios.

Aquel garzón estaba a cargo de la finca y vivía con su familia en el patio empedrado de la villa, con la cisterna en medio, en una habitación oscura: casa y establo juntos. Preocupado —por si había hecho bien o no—, traía de regalo una cesta de fruta fresca.

Lars Cleen contemplaba sorprendido aquellos seres humanos que le parecían de otro mundo, vestidos de aquella manera, tan quemados por el sol. Le parecían tan extraños y tan diferentes de él, que se maravillaba luego al ver que parpadeaban como él, que movían los labios como él. Pero, ¿qué decían?

Sonriendo, la mujer del garzón anunciaba que uno de sus cinco hijos, el segundo, tenía fiebre desde hacía dos meses y yacía en un lecho de paja, como un muerto.

—¡No se le reconoce, hijo mío!

Sonreía, no porque no sintiera pena, sino para no mostrar la propia aflicción mientras los dueños estaban de fiesta.

—Iré a verlo —le prometió Venerina.

—¡No! ¿Qué dice su excelencia? —exclamó angustiada la campesina—. No se preocupe por nosotros, pobrecitos, disfrute. ¡Qué guapo el novio! ¿Me cree si le digo que no tengo el coraje de mirarlo?

—¿Y a mí? —preguntó don Paranza—. ¿Yo no soy guapo? ¡Y también soy novio, oh, de doña Rosolina! ¡Dos parejas!

—Calla —le gritó aquella, sintiendo que todo se le removía—. ¡No quiero que ciertas cosas se digan ni en broma!

Venerina reía como una loca.

—¡En serio! ¡En serio! —protestaba don Pietro.

E insistió tanto con aquella fea broma, para alegrar a la sobrina, que la solterona no quiso volver al pueblo sola con él en la carroza. Le ordenó al garzón que se subiera al pescante, con el cochero.

—Las malas lenguas… ¡nunca se sabe! Con un loco como usted.

—¡Ah, querida doña Rosolina! ¿Qué más quiere de mí? ¡No puedo hacerle nada! —le dijo don Pietro en la carroza, de vuelta, meneando la cabeza y suspirando largamente, como si la nariz se le inflara por toda la alegría demostrada a la sobrina—. ¡Quisiera haber hecho feliz a aquella pobre hija!

Le parecía que había alcanzado el objetivo de su larga, atormentada y desordenada existencia. ¿Qué le quedaba por hacer? Estar a disposición de la muerte, con la conciencia tranquila, sí, pero angustiada. Otros cuatro días de aburrimiento… y luego, allí…

La carroza pasaba cerca del camposanto, elevado sobre el altiplano que se sonrojaba en los fuegos del atardecer.

—Allí, ¿y cuál ha sido mi obra?

Doña Rosolina, a su lado, con los labios estirados y los ojos agudos, se esforzaba por imaginar qué estaban haciendo los novios en aquel momento, una vez solos, y dominaba la agitación que la invadía y que se traducía en agria molestia contra aquel hombre, ya viejo, que estaba a su lado. Se giró para mirarlo, lo vio con los ojos cerrados: creyó que dormía.

—Vamos, que ya llegamos.

Don Pietro volvió a abrir los ojos rojos de llanto retenido, y masculló:

—Lo sé, esposita. Pienso en los congrios de esta noche. ¿Quién me los cocinará?

VIII

Superada la inicial y viva incomodidad por la repentina intimidad, más profunda que cualquier otra, con un hombre que le parecía aún casi llovido del cielo, Venerina empezó a proteger y llevar de la mano, como a un niño, al marido encantado por los espectáculos que le ofrecía el campo, aquella naturaleza tan extraña y violenta.

Se detenía para contemplar unos troncos enormes y descompuestos de olivos, llenos de nudos, de protuberancias, de junturas retorcidas, nudosas, y no paraba de exclamar:

—¡El sol! ¡El sol! —como si viera en aquellos troncos, viva e impresa, la misma rabia solar que lo aturdía y casi lo embriagaba.

Veía el sol por doquier y especialmente en los ojos y en los labios ardientes y jugosos de Venerina, que reía de su capacidad de maravillarse y lo arrastraba para mostrarle algo diferente que le parecía más digno de ser admirado: la gruta de Cioccafa, por ejemplo. Pero él se sorprendía, cuando ella menos se lo esperaba, ante ciertas cosas comunes.

—Pues bien, son higos chumbos. ¿Qué miras?

Le parecía precisamente un niño, y se reía en su cara, después de haberlo mirado un poco, ¡tan atontado por nada! Y lo sacudía, le soplaba en los ojos para interrumpir aquella sorpresa que a veces lo dejaba atónito.

—¡Despierta! ¡Despierta!

Y entonces él sonreía, la abrazaba y se dejaba llevar, abandonándose como un ciego.

Siempre hablaba, con las mismas frases de horror, de la familia del garzón, que ambos habían visitado, como ella había prometido. No podía entender que aquella gente viviera allí, en aquella habitación que casi era una gruta terrosa y fétida y Venerina le repetía en vano:

—Pero si les quitas el burro, el cerdo y las gallinas de la habitación no pueden dormir en paz. Tienen que estar allí todos juntos, forman una única familia.

—¡Es horrible! ¡Horrible! —exclamaba él, agitando las manos en el aire.

¿Y aquel pobre chico que yacía en la paja, en el suelo, amarillento por la fiebre continua y casi esquelético? Lo curaban con ciertas infusiones infalibles. Se curaría, como se habían curado los demás. Y mientras tanto, el pobrecito, ¡qué pena!, comía sin ganas un pedazo de pan negro.

—¡No pienses en ello! —le decía Venerina, que sin embargo se entristecía, pero no tanto, porque sabía que así vive la gente pobre. Creía que también su marido tenía que saberlo, y por eso al verlo tan afligido se convencía cada vez más de que tenía una bondad no común, casi morbosa, y esto le sabía mal.

Aquellos diez días en el campo pasaron muy pronto. Una vez en el pueblo, Venerina acompañó a su marido hasta el barco, pero no quiso embarcarse con él para el viaje de boda concedido por Di Nica.

Don Pietro la animaba.

—Conocerás Túnez, que nuestros hermanos franceses, siempre tan graciosos, nos han robado. Verás Malta, donde el animal de tu tío se arruinó. ¡Ojalá pudiera ir yo también! Verías con qué corazón me abofetearía si me encontrara conmigo mismo por las calles de La Valletta, como era en aquel entonces, joven patriota imbécil.

No, no; Venerina no quiso saber más del tema: el mar le daba miedo, y además se avergonzaba en medio de todos aquellos hombres.

—¿Acaso no estás con tu marido? —insistía don Pietro—¡Nuestras mujeres son todas así! Nunca quieren complacer a sus hombres. ¿Tú qué opinas? —le preguntaba a Cleen.

Él no decía nada; miraba a Venerina con el deseo de llevarla consigo, pero no quería que ella se sacrificara o que realmente sufriera por el viaje.

—¡He entendido! —concluyó don Paranza—. ¡Eres un simplón!

Lars no entendió la palabra que pronunciaba el tío, pero sonrió viendo que Venerina se reía tanto por ella. Y poco después partió, solo.

Apenas se alejó del puerto, después de los últimos saludos con el pañuelo a su esposa que agitaba el suyo desde el embarcadero del muelle y ya casi no la distinguía, sintió instintivamente un gran alivio, que sin embargo le provocó tristeza, pensándolo bien. Se dio cuenta ahora, allí, solo ante el espectáculo del mar, de que había sufrido en aquellos diez días una gran opresión en la intimidad también querida, con su joven esposa. Ahora podía pensar libremente, expandir la propia alma, sin tener que forzar su mente para adivinar, para entender los pensamientos, los sentimientos de aquella criatura tan diferente y que sin embargo le pertenecía tan íntimamente.

Se consoló esperando que con el tiempo se adaptaría a las nuevas condiciones de su existencia, que pensaría y sentiría como Venerina, o que ella, con el cariño y con la intimidad conseguiría encontrar el camino hasta él para no dejarlo más solo, allí, en aquel exilio angustioso de la mente y del corazón.

Mientras tanto, Venerina y su tío hablaban de él en la nueva casa, donde don Pietro también tenía una habitación.

—Sí —decía ella, sonriendo—, ¡es precisamente como tú has dicho!

—¿Simplón? ¿Imbécil? —preguntaba don Paranza—. Vamos, es bueno, tan bueno…

—¿Y qué significa bueno, tío? —observaba Venerina, suspirando.

—¡Eso es cierto! —reconoció don Pietro—. De hecho, los bribones, hoy, se llaman hombres sensatos y tu tío es el primero que los respeta. Esperemos que el aire de nuestro mar, que tiene que ser, sabes, más salado que el de su país, le haga bien. Yo también siento un gran miedo de que se parezca demasiado a mí, con respecto al juicio.

Don Pietro se había encariñado con Cleen, pero no se proponía, ni por curiosidad, intentar adivinar cómo pensaba ni se le ocurría aconsejarle a Venerina que lo hiciera.

—Verás —le decía, en cambio—, verás cómo poco a poco asumirá las costumbres de nuestro país. Tiene cabeza.

Antes de irse, Cleen le había sugerido a Venerina que no dejara ir más a pescar al viejo tío; pero don Pietro no solo no quiso saber nada del tema, sino que incluso se enfadó:

—¿Ahora ya no sabéis qué hacer con mis congrios? Bien, bien. Me los comeré yo solo.

—¡No es por eso, tío! —exclamó Venerina.

—¿Y entonces, queréis acaso hacerme morir? —contestó don Paranza—. En mis tiempos había un pobre campesino de noventa y cinco años, y cada santa mañana subía del campo a Girgenti con una gran cesta de hierbas en los hombros y pasaba todo el día en la calle para venderlas. Lo vieron tan viejo, que lo ingresaron en el hospital y lo hicieron morir a los tres días. ¡El equilibrio, mi querida! Cuando le quitaron la cesta de los hombros, aquel pobrecito perdió el equilibrio y murió. Así me pasará a mí, si me quitáis el sedal. Congrios tienen que ser: esta noche y mañana y mientras viva.

Y se iba al acantilado del puerto con las herramientas y con la linterna.

Sola, Venerina se ponía a pensar en el marido que estaba lejos. Lo esperaba con ansia, sí, en aquellos primeros días, pero tampoco sabía desearlo de otra manera que no fuera aquella: dos días en casa y el resto de la semana fuera; dos días con él y el resto de la semana sola, esperando cada noche que su tío volviera de la pesca, después la cena y luego a la cama, sola. ¿Se conformaba? No. Ni ella, así. Era demasiado poco… Y se quedaba largo rato absorta en una expectación secreta, que también le inspiraba una cierta opresión, casi consternación.

—¿Cuándo?

IX

—¡Qué prisa! —exclamó don Paranza apenas se dio cuenta de las primeras náuseas, de los primeros mareos—. ¡Aquel perro de Agostino lo había previsto! Dime, ¿has tenido miedo de que tu tío no llegara a oír la linda música del gatito?

—¡Tío! —le gritó Venerina, ofendida y sonriente.

Estaba feliz: ahora tenía algo que hacer, en aquellas largas noches sola en casa: cofias, baberos, fajas, camisas… y no solamente por las noches. No tuvo ni tiempo ni ganas de cuidarse, pensando ya en el angelito que llegaría —¡del cielo, tía Rosolina! ¡Del cielo!, le gritaba a la solterona pudorosa, abrazándola con furia y despeinándola.

—¡Y usted y tío Pietro lo bautizarán!

Doña Rosolina abría y cerraba los ojos, tragaba saliva, con la angustia en la nariz, entre los abrazos de aquella santa hija que parecía enloquecida y no mostraba ningún respeto por sus canas.

—Despacio, sí, de buena gana. Con tal de que le pongáis un nombre cristiano. Aún no sé llamar a tu marido.

—Lo llamas El Laso, como lo llaman todos —le contestaba Venerina riendo—. ¡Ahora ya no me importa!

Ahora nada le importaba: no se acicalaba, cuando él estaba por llegar.

—¡Al menos arréglate un poco el pelo! —le aconsejaba doña Rosolina—. No estás bien así.

Venerina encogía los hombros:

—¡Qué más da! Ya ha recibido algo. ¡Ahora soy así, si me quiere! Y si no me quiere, que me deje en paz: ¡mejor así!

La alegría de aquella nueva espera era tan exclusiva, que Cleen no se sentía convocado a participar en ella, como si no fuera una alegría también suya: se sentía apartado, y solamente se alegraba por ella, casi como si el hijo que estaba por nacer no tuviera que pertenecerle a él también, nacido en aquel pueblo que no era suyo, de aquella madre que ni se preocupaba por saber qué sentía ni qué pensaba él.

Venerina ya había encontrado su lugar en la vida: tenía su casita, su marido; en breve también al hijo deseado; y no pensaba que él, extranjero, se encontraba al principio de su nueva existencia y esperaba que ella le ofreciera la mano para guiarlo. Descuidada, o inconsciente, ella lo dejaba allí, en la puerta, excluido y perdido.

Y volvía a irse. Y lejos, por aquel mar, en aquella cáscara de nuez, se sentía cada vez más solo y más angustiado. Los compañeros, al verlo tan triste, no se reían de él como antes, es cierto, pero tampoco se preocupaban por él, como si no existiera; nadie le preguntaba: «¿Qué te pasa?». Era el forastero. ¡Quién sabe de qué estaba hecho y por qué era así!

No se hubiera afligido tanto si también en su casa, como allí en el barco, no se hubiera sentido extraño. ¿Su casa? ¿Esta, en aquel pueblo de Sicilia? ¡No, no! El corazón aún le volaba lejos, arriba, a su pueblo natal, a la antigua casa donde su madre había muerto, donde vivía su hermana, que tal vez en aquel momento pensaba en él y quizás lo creía feliz.

X

Una esperanza todavía resistía en él, último malecón, último reparo contra la melancolía que lo invadía y lo ahogaba: que se viera, que se reconociera en su niño recién nacido y se sintiera en él, y con él, allí, en aquella tierra de exilio, menos solo, ya no solo del todo.

Pero también esta esperanza se le murió enseguida, apenas vio al hijo, nacido dos días antes, durante su ausencia. Se parecía a la madre.

—¡Negro, moreno, pobre niño mío! ¡Siciliano! —le dijo Venerina desde la cama, mientras él lo contemplaba, decepcionado, en la cuna—. Cierra la cortina. Lo despertarás. No me ha dejado dormir en toda la noche, pobrecito: está dolorido. Ahora duerme y quisiera aprovechar...

Cleen besó a su esposa en la frente, conmovido: cerró la ventana y salió de la habitación de puntillas. Una vez a solas, se apretó las manos sobre el rostro y ahogó el llanto.

¿Qué esperaba? Una señal, al menos una señal en aquel ser, en el color de sus ojos, en el primer vello de la cabeza, que manifestara que era suyo, extranjero él también, y que le recordara a su país lejano. ¿Qué esperaba? ¿Acaso no crecería allí, como todos los otros niños del pueblo, bajo aquel sol ardiente, con aquellas costumbres que él sentía extrañas, criado casi solamente por su madre y por eso con los mismos pensamientos, con los mismos sentimientos que ella? ¿Qué esperaba? Sería un extranjero incluso para su hijo.

Ahora bien, en los dos días que pasaba en casa, intentaba esconder su estado de ánimo; tampoco le costaba demasiado, porque nadie se preocupaba por él: don Pietro se iba a pescar como siempre, y Venerina estaba tan ocupada con su niño que ni le dejaba tocarlo:

—Lo haces llorar… ¡No sabes cogerlo! Vete, sal un poco de casa. ¿Qué haces mirándome? ¿No ves cómo he quedado? Venga, ve a ver a la tía Rosolina, que hace tres días que no viene. Tal vez quiere realmente que la cortejes, como dice tío Pietro.

Una vez Cleen fue a visitar a la tía, para complacer a su esposa, pero recibió una acogida tal de la solterona que juró no volver nunca a su casa, ni solo ni en compañía.

—Solo, no, señor —le dijo doña Rosolina, vergonzosa y enojada, con la mirada baja—. Lo siento, pero tengo que decírselo. Usted es mi sobrino, lo entiendo, pero la gente sabe que es un forastero, con ciertas costumbres curiosas, y quién sabe qué puede sospechar. Solo, no, señor. Ya iré yo más tarde a su casa, si no quiere venir aquí con Venerina.

Así se vio en la puerta y no supo ni pudo reírse de ello como hizo Venerina cuando le contó la aventura. Pero si ella sabía que aquella vieja estaba tan fastidiosamente loca, ¿por qué lo había empujado a quedar en ridículo? ¿Acaso ella también quería reírse a sus expensas?

—¿Todavía no has encontrado a un amigo? —le preguntaba Venerina.

—No.

—Es difícil, lo sé: ¡somos osos, querido mío! Además tú eres aún como una mosca sin cabeza. ¿No quieres despertarte? Al menos ve a ver al tío: está en el puerto. Entre hombres os entendéis. Yo soy mujer y no puedo hacerte compañía: ¡tengo tantas cosas que hacer!

Él la miraba y quería preguntarle: «¿Has dejado de amarme?». Venerina, oyendo que él no se movía, levantaba la mirada de lo que estaba cosiendo, lo veía con aquel aire perdido y estallaba en una alegre carcajada:

—¿Qué quieres de mí? ¡Un hombre tan grande que se queda en casa como un niño, Dios bendito! Aprende un poco a vivir como nuestros hombres: más fuera que dentro. No puedo verte así. Me provocas rabia y pena.

No lo imaginaba afuera. Pero por el aire triste con que él se preparaba para salir, echado de su casa, como un perro desgraciado, podía imaginar cómo se arrastraba por las calles del pueblo donde la suerte lo había lanzado, y que él ya odiaba.

No sabiendo adónde ir, iba a la agencia de Di Nica. Cada vez encontraba al viejo detrás de los escribanos, con el cuello alargado y las gafas en la punta de la nariz, para ver qué escribían en los registros. Confiaba en ellos, pero, ¡quién sabe!, es fácil, por una distracción momentánea, escribir una suma en lugar de otra, equivocarse, y además observaba la caligrafía. La caligrafía era su debilidad: quería los registros limpios. Mientras tanto, en aquella habitación húmeda y oscura, en la planta baja, algunos días a las cuatro se veía a duras penas: se tenían que encender las lámparas.

—¡Es una vergüenza, don Di Nica! Con tanto dinero…

—¿Qué dinero? —preguntaba Di Nica—. ¡Si usted me lo da! ¡Y luego, nada! Aquí he empezado; aquí quiero acabar.

Cuando veía entrar a Cleen, se angustiaba:

—¿Y ahora? ¿Y ahora? ¿Y ahora?

Iba hacia él, con la cabeza inclinada hacia atrás para poder mirar a través de las gafas puestas en la punta de la nariz y le decía:

—¿Qué quiere, hijo mío? ¿Nada? ¡Pues coja una silla y siéntese allí, fuera de la puerta.

Temía que los escribanos se distrajeran, y además no quería que él se enterara de los negocios de la agencia antes del viaje.

Cleen se sentaba allí, cerca de la puerta. ¿Nadie lo quería? Ya no llevaba la boina de pelo; iba vestido como todos los demás; sin embargo, la gente se giraba para observarlo, casi como si estuviera expuesto allí, delante de la agencia; y de pronto algún golfillo se ponía ante él y empezaba a hacer girar las manos y los pies y le pedía un sueldo por aquella proeza de payaso y todos se reían.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —gritaba don Di Nica, acercándose a la puerta—. ¿Teatro? ¿Marionetas?

Los golfillos se iban gritando y silbando.

—Querido mío —le decía entonces Di Nica a Cleen—, usted lo sabe, son salvajes. Váyase, hágame el favor.

Y Cleen se iba. También aquel viejo, con su desconfiada tacañería, se había cansado de él. Se iba a la playa, llena de azufre amontonado, y con un sentimiento profundo de amargura y de disgusto asistía a la fatiga brutal de toda aquella gente, bajo el sol. ¿Por qué, con los tesoros que se obtenían de aquel tráfico, no pensaban en hacer trabajar más humanamente a todos aquellos infelices reducidos a bestias de carga? ¿Por qué no pensaban en construir embarcaderos en los dos acantilados del nuevo puerto, donde se anclaban los barcos mercantiles? ¿El embarco del azufre no se realizaría más rápidamente desde aquellos embarcaderos con carros o vagones?

—¡Ni se te ocurra hablar de esas ideas! —le aconsejó don Paranza, una noche, después de cenar—. ¿Quieres acabar como Jesucristo? Todos los ricos del pueblo tienen interés en que los embarcaderos no se construyan, porque son dueños de los barcos de carga que llevan el azufre desde la playa a los barcos de vapor. ¡Ten cuidado, sabes! Te crucifican.

Sí, y mientras tanto, en la playa desnuda, entre los depósitos de azufre, corrían las alcantarillas descubiertas, que provocaban el hedor fétido del pueblo. Y todos se quejaban pero nadie se ocupaba de proveer suficiente agua al pueblo sediento. ¿Para qué servía todo aquel dinero ganado con tanto empeño? ¿Quién se aprovechaba de él? ¡Todos ricos por un lado y todos pobres por el otro! No había un teatro, ni un lugar o un medio de distracción honesta, después de tanto trabajo. Apenas llegaba la noche, el pueblo parecía muerto, vigilado por aquellas cuatro farolas de petróleo. Y parecía que los hombres, entre las ocupaciones continuas y la desconfianza por aquella guerra por el lucro, no tuvieran ni tiempo de ocuparse del amor, si las mujeres se mostraban tan desganadas y aburridas. El marido estaba hecho para trabajar; la mujer para cuidar de la casa y para procrear.

«¿Aquí?», pensaba Cleen. «¿Me quedaré aquí toda mi vida?».

Y sentía que un nudo de llanto le apretaba la garganta, cada vez con más intensidad.

XI

—¡El Hammerfest! ¡Llega el Hammerfest! —don Paranza, jadeante, corrió a anunciarle a Venerina—. Tengo el aviso, mira: ¡llegará hoy! Y El Laso se ha ido. ¡Diablos! ¡Quién sabe si volverá a tiempo para ver a su cuñado y a sus amigos!

Fue a ver a Di Nica, con el aviso en la mano:

—¡Agostino, llega el Hammerfest!

Di Nica lo miró, como si lo creyera enloquecido.

—¿Qué es? ¡No lo conozco!

—El barco de mi sobrino.

—¿Y qué quieres de mí! ¡Salúdamelo!

Se rio, con los ojos cerrados, con una especial risa nasal, oyendo las tonterías que decía don Pietro, apenado y excitado por igual a causa de aquel contratiempo.

—Si se pudiera…

—¡Eh, ya! —le contestó Di Nica—. Lo dicho, hecho. Ahora envío un telegrama a Túnez y hago que tu sobrino vuelva. No dudes de ello.

—¡Siempre has sido tan bueno! —le gritó don Paranza, plantándolo allí—. ¡Cuánto te quiero!

Y volvió a casa para prepararse para la visita del barco. Apenas subió al Hammerfest fue recibido con gran alegría por todos los marineros compañeros de Cleen. Él, que por los asuntos del viceconsulado se las arreglaba con las cuatro frases habituales, aquella vez tuvo que violentar horriblemente su imaginario conocimiento de la lengua francesa, para contestar a todas las preguntas que le dirigían sobre Cleen. Y redujo a un estado miserable su pobre camisa almidonada de tanto sudor por la dificultad de hacer entender a aquellos diablos que él no era propiamente el suegro de El Laso, porque la esposa de él no era propiamente su hija, aunque la hubiera criado como a una hija, desde que era una niña.

No lo entendieron, o no quisieron entenderlo.

¡Beau-père! ¡Beau-père!

—¡Y está bien! —exclamaba don Paranza—. ¡Me he convertido en el beau-père!

No hubiera pasado nada si no fuera que en su calidad de beau-père no hubieran querido emborracharlo, no obstante sus vivaces protestas.

Je ne bois pas de vin.

No era vino. Quién sabe qué diablos le habían puesto en el cuerpo. Se sentía incendiado. ¡Y qué fatiga para hacerle entender a toda la tripulación que quería conocer a la novia, que no era posible, así, todos juntos!

—¡Solo el beau-frère! ¡Solo el beau-frère! ¿Dónde está? ¡Vous seulement! ¡Venez! ¡Venez!

Y se lo llevó a casa. El cuñado aún no sabía del nacimiento del niño: había traído regalos solo para la novia, por encargo de su lejana mujer. Estaba muy dolido por no poder volver a abrazar a Lars. En tres días el Hammerfest tendría que partir para Marsella.

Venerina no pudo intercambiar ni una palabra con aquel joven de estatura gigantesca, que le recordó muy vivamente el día en que Lars había sido traído en la camilla, moribundo, a la otra casa del tío. Sí, a él le había traído el papel para escribir la carta al abandonado; de él había recibido la caja y por haberlo visto llorar de aquella manera había cuidado tanto al enfermo. Y ahora, ahora Lars era su marido, y aquel coloso rubio y sonriente, inclinado sobre la cuna, era pariente suyo, su cuñado. Quiso que el tío le repitiera en siciliano lo que él decía sobre el niño.

—Dice que se parece a ti —contestó don Paranza—. Pero no lo creas, sabes: se parece a mí.

Don Paranza dijo eso por aquella porquería que le habían metido en el estómago, a bordo. No quería mostrar el afecto muy tierno que le había nacido por aquel niño, que él llamaba gatito. Venerina se puso a reír.

—¿Qué dice ahora, tío? —le preguntó poco después, oyendo que el extranjero, su cuñado, hablaba.

—¡Ten paciencia, hija mía! —resopló don Paranza—. No puedo atenderos a los dos… Ah, oui… Es Laso, sí. ¡Dommage! ¡Qué rabia!, dice… Eh, claro, no será posible verlo… si el capitán, ¿entiendes?… ¡Ya! ¡Ya! Oui… Engagement… Asuntos comerciales, ¿lo entiendes? El barco no puede esperar.

Tampoco este último dolor le fue ahorrado a Cleen. Por un retraso en la llegada de las libranzas de cargo, el Hammerfest tuvo que posponer la partida un día. Ya se disponía a dejar Porto Empedocle, cuando el barco de Di Nica entró en el muelle.

Lars Cleen se precipitó sobre una lancha y voló a bordo de su piróscafo, con el corazón acelerado. ¡No razonaba! ¡Ah, partir, huir con sus compañeros, hablar de nuevo su lengua, sentirse en su patria, allí, en el buque (¡ahí estaba: grande, hermoso!), huir de aquel exilio, de aquella muerte. Se lanzó a los brazos del cuñado, lo estrechó hasta casi ahogarlo, prorrumpiendo sin poder resistirse en un llanto incontenible.

Pero cuando los compañeros le preguntaron, consternados, la razón de aquel llanto convulso, se reanimó, mintió, dijo que lloraba solamente por la alegría de volver a verlos.

Solamente su cuñado no le preguntó nada: le leyó en los ojos la desesperación, el violento propósito con el cual había subido a bordo, y lo miró para hacerle entender que lo había entendido. No había que perder tiempo: ya sonaba la campana para dar la señal de salida.

Poco después Lars Cleen, desde la lancha, veía al Hammerfest que salía del puerto y se despedía de él con el pañuelo mojado de lágrimas, mientras nuevas lágrimas le brotaban de los ojos, sin fin. Le ordenó al barquero que remara hasta la salida del puerto para poder ver libremente al buque que se alejaba poco a poco hacia el mar ilimitado, mientras con él se alejaban su patria, su alma, su vida. Ahí estaba, lejos… más lejos aún… desaparecía…

—¿Volvemos? —le preguntó el barquero, bostezando.

Él asintió con la cabeza.

6 El apodo original es L’arso, «el Pobre, el Quemado, el Desfallecido» en dialecto siciliano. En la traducción se ha optado por El Laso, para matizar por un lado la idea de cansancio y falta de fuerzas en el marinero noruego y para conservar, por el otro, la asonancia con su nombre real: Lars.