LA FE
En aquella humilde habitación de cura, llena de luz y de paz —donde desde la ventana, dibujando la sombra precisa de las cortinas acolchadas, casi impresas, y también la de la jaula verde (en cuyo interior el canario daba brincos) que colgaba de una estantería, un rectángulo de sol se alargaba quieto, evaporándose en un polvo de oro, sobre los viejos ladrillos de Valenza que habían perdido parcialmente el esmalte—, un olor de pan recién sacado del horno subía desde el patio de abajo, difundiendo calor mientras se fundía con el olor húmedo del incienso de la pequeña iglesia vecina, y con el olor agudo de las semillas de espliego entre la ropa de la antigua cómoda.
Parecía que nada más podría ocurrir en aquella habitación. Inmóvil era aquella luz solar; inmóvil aquella paz y, al asomarse a la ventana, parecían inmóviles las briznas de hierba entre las piedras grises del patio, las briznas de paja caídas del comedero, ahora en una esquina debajo del techo con las tejas rojizas y con todas las piedritas que bajaban de la ribera que se extendía áspera hacia arriba.
Adentro, las pequeñas sillas barnizadas de negro, muy limpias, colocadas a los lados de la cómoda, tenían todas una pequeña cruz en el respaldo, que les confería un aire de monjitas entradas en años, contentas por estar allí, custodiadas y resguardadas, sin nadie que las tocara nunca; y parecía que observaran con placer la modesta cama de hierro del cura, con una cruz negra y su viejo crucifijo de marfil, delgado y amarillento, puestos en la cabecera, en la pared blanqueada.
Sobre todo un grueso Niño Jesús de cera, en una cesta acolchada con seda azul celeste, encima de la cómoda, resguardado de las moscas por un tenue velo también celeste, parecía aprovechar el silencio, en aquella luz, para disfrutar, con una manita debajo de su moflete rollizo, de su rosado sueño entre aquellos olores mixtos de incienso, de espliego y de caliente pan casero.
También dormía don Pietro, en el sillón de yute colocado a los pies de la cama, con la cabeza calva de piel apergaminada reclinada penosamente en el respaldo. Pero su sueño era muy diferente. Era el sueño de un viejo cansado y enfermo, con la boca abierta. Los párpados delgados parecían no tener ni la fuerza para cerrarse sobre los globos duros y doloridos de los ojos empañados. Las fosas nasales se afilaban en la dificultad silbante de la respiración irregular, que manifestaba la enfermedad del corazón.
En aquel sueño, el rostro amarillo, agujereado y puntiagudo, había asumido (casi a traición) una mala y grosera expresión, como si, en la ausencia momentánea, el cuerpo quisiera vengarse del espíritu que durante tantos años lo había torturado y esclavizado con su voluntad austera, volviéndolo tan desesperadamente agotado y miserable. Con aquel basto abandono, con aquel hilo de baba que pendía del labio cadente, quería demostrar que no aguantaba más. Y representaba casi obscenamente su sufrimiento animal.
Don Angelino, entrando de pronto en la habitación, se había detenido enseguida y luego había avanzando de puntillas. Ahora llevaba diez minutos contemplando al durmiente, en silencio, pero con una angustia que poco a poco, exasperándose, se transformaba en rabia, y abría y cerraba sus grandes manos hundiendo las uñas en la carne. Hubiera querido gritar para despertarlo:
«Lo he decidido, don Pietro: ¡me quito el hábito sacerdotal!».
Pero se esforzaba en aguantar la respiración por miedo a que, despertándose, aquel santo viejo se lo encontrara ante sus ojos con aquella angustia rabiosa, que seguramente tenía que trasparentarse en sus ojos y en su disgustado rostro; es más, sentía la tentación de darle un manotazo a aquella jaula que colgaba de la estantería para tirarla por la ventana, tanta era la irritación que le procuraba el ruido de las patitas del canario sobre el zinc del fondo, por el miedo a que el viejo se despertara.
El día anterior, durante más de cuatro horas, dando vueltas por aquella habitación, removiéndose como para alejar el contacto de su cuerpecito rebelde con el hábito talar (y moviendo las piernas debajo de este, como si quisiera pegarle patadas), había discutido con don Pietro sobre su decisión de abandonar el sacerdocio, no porque hubiera perdido la fe, no, sino porque con los estudios y la meditación estaba sinceramente convencido de haber adquirido otra fe —más viva y más libre—, por la cual no podía seguir aceptando los dogmas, los vínculos, las mortificaciones que la antigua le imponía. La discusión se había vuelto (solamente de su parte) poco a poco más violenta, no tanto por las respuestas que don Pietro le había dado, como por un creciente odio contra sí mismo, por la necesidad que había sentido —invencible y absurda— de confiarse a aquel santo viejo, su primer preceptor y luego confesor durante muchos años, aunque lo reconocía incapaz de entender sus tormentos, su angustia, su desesperación.
Y de hecho, don Pietro había dejado que se desahogara, entornando los ojos de vez en cuando y sugiriendo una leve sonrisita en los labios blancos —una sonrisita cordialmente irónica, que ni parecía adecuada a aquellos labios—, o murmurando, sin desdén, con indulgencia:
—Vanidad… vanidad…
¿Otra fe? ¿Cuál, si no había más que una? ¿Más viva? ¿Más libre? En eso consistía la vanidad; don Angelino se daría cuenta de ello cuando, una vez caído aquel ímpetu juvenil, apagado aquel hervor diabólico y atemperada la sangre en las venas, no tuviera aquel fuego en los ojos valientes y ya no fuera tan lindo y fiero, con el pelo blanco o calvo. En suma, lo había tratado como a un jovencito, un buen joven que seguramente no protagonizaría el escándalo con que amenazaba, considerando también el dolor que le causaría a su vieja madre, que se había sacrificado tanto por él.
Y en verdad, ante el recuerdo de su madre, don Angelino sintió que las lágrimas le subían a los ojos, de nuevo. Pero, justamente por ella, por su vieja madre, había llegado a aquella decisión: para no seguir engañándola, y también por el dolor que le procuraba la veneración por parte de ella, como si fuera un pequeño santo. ¡Qué crueldad, qué espectáculo cruel era aquel sueño de viejo! También en la miseria infinita de aquel cuerpo agotado y abandonado, se hallaba la demostración más clara de las nuevas verdades que se le habían revelado.
Pero en aquel momento se abrió la puerta de la habitación y entró la vieja hermana de don Pietro —pequeña, amarillenta, vestida de negro—, con un pañuelo de lana negro en la cabeza, más encorvada y temblorosa que el hermano. A don Angelino le pareció que —invocada por sus lágrimas— en aquella habitación entraba su mamá, pequeña, amarillenta y vestida de negro como aquella mujer. Y levantó los ojos para mirarla, casi con preocupación, sin entender al principio el gesto con el cual le preguntaba:
—¿Duerme?
Don Angelino asintió con la cabeza.
—¿Y tú, por qué lloras?
Pero el viejo abrió los ojos atontados y con la boca aún abierta levantó la cabeza del respaldo del sillón:
—Ah, eres tú, Angelino. ¿Qué pasa?
La hermana se le acercó e, inclinándose sobre el sillón, le dijo despacio unas palabras al oído. Entonces don Pietro se levantó con dificultad y, arrastrando los pies, puso una mano sobre el hombro de don Angelino y le preguntó:
—¿Quieres hacerme un favor, hijo mío? Ha llegado del campo una pobre vieja, que pregunta por mí. Ya ves que apenas puedo estar en pie. ¿Quisieras ir en mi lugar? Está abajo, en la sacristía. Puedes bajar por aquí, por la escalera interna. Ve, ve, tú que siempre eres mi buen hijo. ¡Que Dios te bendiga!
Don Angelino, sin decir nada, bajó. Quizás ni había entendido bien. Se detuvo en la oscura y angosta escalera de caracol de la casa parroquial; apoyó la cabeza en la mano que, bajando, hacía correr a lo largo de la pared, y empezó de nuevo a llorar, como un niño. Era un llanto que le quemaba los ojos y lo estrangulaba. Era un llanto de envilecimiento, un llanto de rabia y piedad. Cuando finalmente llegó a la sacristía, se sintió de pronto extraño a todo. La sacristía le pareció otra, como si entrara allí por primera vez: frígida, mísera y luminosa. Y encontrando a la vieja sentada, no entendió qué estaba esperando y casi le pareció irreal.
Era una campesina decrépita, andrajosa y mugrienta, con los párpados sanguíneos horriblemente arrugados. Mascullando, hacía saltar continuamente el mentón puntiagudo hasta la nariz. Sostenía en la mano dos gallos, por las patas, y en la palma de la otra mano mostraba tres liras de plata, conservadas durante quién sabe cuánto tiempo. En el suelo, delante de los pies embarcados en dos enormes y gastados zapatos de hombre, tenía una talega llena de almendras secas y de nueces.
Don Angelino la miró con repugnancia:
—¿Qué quiere?
La vieja, esforzándose en mirarlo, masculló algo con la lengua enmarañada en las mejillas, entre las encías sin dientes.
—¿Qué dice? No oigo. ¿Usted se llama tía Croce?
Sí, tía Croce. Era la tía Croce. Don Pietro la conocía bien. La tía Croce Scoma; su marido había muerto muchos años atrás, ahogado en el río Naro. Había venido andando, con aquella talega en los hombros, desde los llanos de Cannatello. Más de siete millas de camino. Y con aquella ofrenda de dos gallos y de aquella talega de almendras y nueces y con las tres liras de la misa tenía que aplacar (don Pietro lo sabía) a San Calògero, el santo de todas las gracias, que había curado a su hijo de una enfermedad mortal. Pero, una vez curado, aquel hijo se había ido a América. Le había prometido que le escribiría y que le enviaría mensualmente lo necesario para su manutención. Habían pasado dieciséis meses; no había recibido noticias de su hijo; ni siquiera sabía si estaba vivo o muerto. Si al menos supiera que estaba vivo, haría acopio de paciencia si no le enviaba nada. ¡Pero ni una línea le había escrito! Nada. Y ahora todos, en el campo, le habían dicho que era porque ella no había cumplido su voto a San Calògero. Y seguramente era cierto: la tía Croce también lo reconocía. Pero el voto no lo había cumplido (don Pietro lo sabía) porque se había despojado de todo por aquella enfermedad de su hijo y apenas le habían quedado los ojos para llorar: ¡para llorar sangre! ¡Sí, sangre! Cuando su hijo se había ido, vieja como era y sin la ayuda de nadie, ¿cómo podía realizar la ofrenda y procurarse las tres liras para la misa, si cada día apenas ganaba lo suficiente para no morir de hambre? Había necesitado dieciséis meses, ¡y solo Dios sabía después de cuántas dificultades! Pero ahora allí estaban los dos gallos y las tres liras y las almendras y las nueces. San Calògero misericordioso se aplacaría y en breve, sin duda, le llegaría de América la noticia que su hijo estaba vivo y prosperaba.
Mientras la vieja hablaba, don Angelino daba vueltas por la habitación, dirigiendo miradas feroces por doquier, abriendo y cerrando las manos, porque sentía la tentación de aferrar por los hombros a aquella vieja y sacudirla furiosamente, gritándole a la cara:
—¿Es esta tu fe?
Pero, no: a otros, a otros, no a aquella pobre vieja: a sus colegas sacerdotes hubiera querido aferrar por los hombros y sacudir; a sus colegas sacerdotes que mantenían a tanta pobre gente en aquella fe abyecta y la convertían en negocio. Ah, Dios, ¿cómo podían aceptar para una misa las tres liras de aquella vieja, los gallos, las almendras y las nueces?
—¡Coja esta talega y váyase! —le gritó, enfurecido.
La tía Croce lo miró sorprendida.
—¡Puede irse, se lo digo yo! —añadió don Angelino, enfureciéndose aún más—. ¡San Calògero no necesita ni gallos ni higos secos! Si su hijo tiene algo que escribirle, puede estar segura de que lo hará. Con respecto a la misa, le digo que don Pietro está muy enfermo. ¡Váyase! ¡Váyase!
Como trastornada por aquellas palabras furiosas, la vieja le preguntó:
—¿Qué dice? ¿No ha entendido que este es un voto? ¡Un voto! ¡Es un voto!
Y en aquellas palabras, aunque firmes, había una sorpresa tal por la incomprensión de él —casi increíble— que don Angelino se vio obligado a fijar su atención. Pensó que estaba allí en lugar de don Pietro, y se contuvo. Con palabras menos furiosas intentó persuadir a la vieja para que se llevara los gallos y las almendras y las nueces, y le dijo que, con respecto a la misa, si la quería, tal vez podría celebrarla él, en lugar de don Pietro, pero a condición de que ella guardara las tres liras para sí misma.
La vieja volvió a mirarlo, casi aterrada, y repitió:
—¿Cómo? ¿Qué dice? ¿Y entonces qué voto es? Si no doy lo que he prometido, ¿de qué vale? Perdone, ¿con quién hablo? ¿Acaso no estoy hablando con un sacerdote? ¿Y entonces por qué me trata así? ¿O acaso cree que no le doy a San Calògero milagroso, con todo mi corazón, lo que le he prometido? ¡Dios! ¡Dios! ¿Tal vez es porque le he hablado de cuanto he sufrido para conseguir la ofrenda?
Y al decir esto, empezó a llorar perdidamente, con aquellos horribles ojos inyectados en sangre.
Conmovido y con remordimientos por aquel llanto, don Angelino se arrepintió de su dureza, vencido de repente por un respeto —que casi lo envilecía por la vergüenza— hacia aquella vieja que lloraba ante él por su ofendida fe. Se le acercó, la consoló, le dijo que no había pensado lo que ella sospechaba, y que lo dejara todo allí, las tres liras también; y que mientras tanto entrara en la iglesia, porque ahora mismo él celebraría la misa para ella.
Llamó al sacristán, corrió al lavabo y mientras el sacristán lo ayudaba a vestirse pensó que encontraría la manera de devolverle a la vieja, después de la misa, las tres liras y los gallos y la ofrenda de la talega. Pero, para que esta caridad tuviera valor y aquella pobre vieja la aceptara, ¿no requería algo más que él ya no sentía dentro de sí? ¿Qué caridad sería el precio de una misa, si por todas las dificultades y los sacrificios que aquella vieja había sufrido para cumplir el voto él no celebrara aquella misa con el fervor más sincero y encendido? ¿Era una ficción indigna para una limosna de tres liras?
Y don Angelino, ya listo, con el cáliz en la mano, se detuvo un instante, dudoso y oprimido por la angustia, en el umbral de la sacristía, para mirar en la iglesia desierta, por si le convenía subir al altar así, sin fe. Pero ante aquel altar vio a la vieja postrada con la frente pegada al suelo, y sintió que una respiración ajena le levantaba el pecho y un nuevo escalofrío le recorría la espalda. ¿Por qué, hasta ahora, se había imaginado la fe hermosa y radiante? ¡Allí estaba la fe, allí, en la miseria de aquel dolor arrodillado, en la miserable angustia de aquel dolor postrado!
Y don Angelino subió al altar como empujado, exaltado por tanta caridad que las manos le temblaban y el alma también, como la primera vez que se había acercado a aquel lugar sagrado.
Y por aquella fe rezó, con los ojos cerrados, entrando en el alma de aquella vieja como en un templo oscuro y angosto, donde su fe ardía; rezó al Dios de aquel templo —cual era, cual podía ser—, único bien, único consuelo por aquella miseria.
Cuando concluyó la misa, guardó la ofrenda y las tres liras, para no disminuir, con una pequeña caridad, la gran caridad de aquella fe.