ENTRE DOS SOMBRAS

Estruendo de cadenas, intercambio de saludos y felicitaciones, últimos consejos y llamadas a gritos entre los pasajeros de tercera clase y la gente que se apiñaba en la grada de la Immacolatella, o en las barcas que bailaban alrededor del piróscafo listo para zarpar.

—¡Quiero ir contigo! ¡Quiero ir contigo!

—¡No, no, te digo!

—¡Y no tengas miedo!

—¡Mi corazón, corazón de tu mamá, extiende las manos!

—¿Dónde está? ¿Dónde está?

—¡Ahora está aquí!

—¡Alegremente!7

Y entre tanta confusión, para aumentar la agitación de quien se iba, se oía el sonido cosquilleante de las mandolinas de una banda de músicos vagabundos.

—¡Faustino! Dios mío, mira a Ninì… mira a Bicetta… —le gritaba a Sangelli su mujer que no se movía por miedo al mareo, incluso antes de que el buque se moviera.

No había habido manera de convencerla de que se sentara en el área de la cubierta de la proa destinada a la primera clase. Se había tirado, como una pelota, en el asiento del tragaluz de la habitación de popa, y tan gorda como se había vuelto en pocos años tras la boda, rubia y pálida, con los ojos azules ovalados, ni se preocupaba por el espectáculo que ofrecía con su ridícula consternación, agarrada con la mano achaparrada y llena de anillos al brazo de madera del asiento, como si, aferrándolo así, quisiera impedir el espeso y continuo meneo de la máquina ya bajo presión.

Gritaba quejosa para que su marido cuidara a Bicetta, a Ninì y a Carluccio, pero ni se atrevía a girar un poco la cabeza para ver dónde estaban. El amplio velo turquesa, alrededor del sombrero de paja, por el viento le golpeaba el rostro; ella dejaba que se lo golpeara, con tal de no moverse. Y mantenía los asustados ojos clavados en una manga de viento cercana, que tal vez representaba su pesadilla, pero también cierto reparo y protección.

—Dios mío, ¿dónde está Carluccio? ¡Faustino! ¡Faustino! ¿Y Bicetta?

Con el viento que soplaba, fuerte, desde tierra hasta la cubierta y que conducía el humo de la chimenea entre la cordería de la arboladura, en la claridad abierta y fresca, relampagueante por los reflejos del sol al atardecer, sobre el mar un poco movido con cada levantamiento de los parasoles, aquellos tres niños benditos —que nunca habían estado a bordo de un piróscafo— parecían enloquecidos. Se metían entre la gente, en cualquier parte, entre las escaleras sobre la pasarela, los refuerzos de los árboles, los puentes de desembarco, debajo de las lanchas; querían verlo todo, y realmente corrían el riesgo de precipitarse al mar.

Faustino Sangelli, mientras iba detrás de sus hijos, se sentía morir por aquellas súplicas de su mujer. Nunca le había parecido tan ridículo su nombre en diminutivo en los labios de aquella mujer tan gorda, y nunca tan desagradable la voz de ella.

Hubiera querido gritarle:

«¡Cállate! ¿No ves que estoy pendiente de ellos?».

Pero tenía en los labios una sonrisa rígida, fría y fatua, como de alguien que se prestara a hacer algo que realmente no le correspondiera o no le importara mucho.

Oh, Dios, ¿cómo? ¿Sus hijos? ¿No le importaban sus hijos? Sí, claro que sí. Pero en aquel momento Faustino Sangelli —que ya tenía treinta y seis años y algunos pelos blancos (más que algunos) en la barba y en las sienes— se sentía obligado a sonreír precisamente de aquella manera, con aquella sonrisa fría y fatua, entre complaciente y resignada. No podía evitarlo. Continuaría sonriendo así incluso si Carluccio o Ninì o Bicetta se cayeran —no en el mar, no, ¡Dios nos libre!— pero allí, en la cubierta, y se pusieran a llorar. Porque no sonreía él, propiamente, sino otro Faustino Sangelli, con casi dieciocho años, sin aquella barba y sin aquella mujer ni aquellos hijos.

Esto le ocurría porque, entre la gente que aquella noche partía de Nápoles en el piróscafo hacia Sicilia, había entrevisto y reconocido enseguida a un pariente suyo lejano, un tal Silvestro Crispo, canoso y más híspido y más prepotente que cuando, muchos años atrás, él, Faustino Sangelli (en aquel entonces joven imberbe, estudiante del primer año de Letras en la Universidad de Palermo), le había quitado el amor de Lillì, una prima que tenían en común y de la cual ambos estaban perdidamente enamorados. Y aquel pobrecito había intentado suicidarse, encerrándose una noche en su habitación con el brasero encendido. Hacía ocho años que Lillì era la mujer de Crispo y Faustino Sangelli sabía que, no obstante la edad, aún se conservaba bellísima y fresca.

Todos los recuerdos palpitantes, los errores, los remordimientos de la primera juventud, de repente, a la vista de aquel hombre, le habían provocado tal furia interior que estaba como aturdido. Solo pensar que aquel Silvestro Crispo pudiera verlo —envejecido, persiguiendo a aquellos tres niños mal vestidos, y con aquella mujer gorda y ridícula que gritaba—, se sentía desvariar, en una humillante vergüenza, agria e insoportable, a la cual reaccionaba sonriendo de aquella manera, mientras advertía, con una lucidez que casi le provocaba repugnancia, que no solamente él tal como era ahora, sino también él tal como había sido muchos años atrás —dieciséis años atrás—, aún vivía y sentía y razonaba con los mismos pensamientos, con los mismos sentimientos, que creía apagados y borrados mucho tiempo antes. Y tan vivo, tan «presentemente» vivo que casi no le parecía verdad todo lo que lo rodeaba, y sin embargo, sin poder negar la realidad, sin poder negar, por ejemplo, que aquellos tres niños fueran hijos suyos: sonreía, justamente como si no lo fueran; como si él no fuera este Faustino de ahora, sino aquel: repartido en dos vidas distantes y contemporáneas, ambas verdaderas y al mismo tiempo vanas. Allí aquella rubia pálida, cuya voz sin gracia lo llamaba: «¡Faustino! ¡Faustino!»; aquí, huidiza y sonriente, entre los pasajeros de la cubierta, Lillì, Lillì con veintidós años, hermosa como cuando a escondidas, desde lejos, para tentarlo, entrecerrando la puerta de su habitación, se descubría el seno entre el candor del encaje y con la mano simulaba apenas el acto de ofrecérselo y enseguida con la misma mano se lo escondía.

Lillì tenía cuatro años más que él. ¡Y qué pasión, qué frenesí atesoraba antes de que aceptara comprometerse con él, cortejada por muchos pretendientes, también por aquel pobre Silvestro Crispo, que se agotaba trabajando de cualquier manera para conseguir un estatus y obtener la mano de ella! Pero en aquel entonces a Lillì no le importaba ninguno de los dos: Silvestro Crispo era demasiado torpe, anguloso y feo; Faustino era demasiado joven. Y se unía pérfidamente a todos los parientes que se burlaban de él, por el espectáculo que ofrecía con su pasión precoz y por los celos que lo asaltaban apenas veía que alguien más obtenía las sonrisas de ella. Hasta que, de pronto —quién sabe por qué, tal vez por despecho o por un desengaño inesperado o para vengarse de alguien—, Lillì se le había acercado amorosa, se le había ofrecido, pero a condición de que enseguida se comprometiera abiertamente con ella. Le había parecido tocar el cielo con un dedo. Había tenido que luchar durante más de un mes para convencer a su padre, quien sabiamente le había hecho observar que un empeño de tal género era demasiado inoportuno para él; que su prima era cuatro años mayor que él y que, siendo aún estudiante, tendría que esperar al menos otros seis años para hacerla suya. Obstinado, después de muchas promesas y juramentos, lo había conseguido. Pero, al ver cómo le presentaban a todos —así, aún joven, sin un estatus— como prometido de Lillì, se había sentido ridículo ante los ojos de los demás y sobre todo de los otros jóvenes que, correspondidos, habían salido durante un tiempo con su prometida. La pasión, tan ardiente cuando era escondida, contrariada y ridiculizada, de pronto había perdido el fervor y la poesía, y poco a poco Faustino se había escapado de Sicilia para interrumpir aquel noviazgo, que mientras tanto había representado un tormento para Silvestro Crispo. Quien, al ver que él, que ya trabajaba, que ya era un hombre, era apartado por un joven aún imberbe, sin oficio ni beneficio, había intentado suicidarse, desdeñado y desesperado. Se había salvado de milagro.

Pero ahora, estaba allí: marido de Lillì. Padre —Faustino Sangelli también sabía esto—, padre de un niño cuya belleza se alababa tanto. Mientras él… Por eso, corriendo detrás de aquellos niños no muy hermosos y mal vestidos, necesitaba sonreír; Faustino Sangelli necesitaba realmente ver viva, con veintidós años, allí, huidiza y sonriendo, entre la mezcla de los pasajeros, a Lillì, a Lillì que, escondiéndose así y resguardándose detrás de los hombros de los pasajeros, se descubría apenas el seno y con la mano simulaba el acto de ofrecérselo y enseguida lo escondía con la misma mano. ¡Ah, tantas veces, tantas veces, embriagados de amor, le había besado aquel pequeño seno! Y ahora quería que aquel hombre lo supiera. Sí, sí. Sonreía de aquella manera para hacérselo saber. Y pensaba, sentía, veía todo esto con tal rabia, con tal envidia —aunque con aquella sonrisa en los labios—, que en cierto momento, obligado a correr casi hasta los pies de Silvestro Crispo para aferrar a tiempo a uno de sus niños que estaba a punto de caerse, una vez tuvo a su niño en las manos, se levantó acalorado ante Crispo, casi frente a su pecho, como si esperara que aquel tratara de estrangularlo.

En cambio, Silvestro Crispo apenas lo miró con el rabillo del ojo, evidentemente sin reconocerlo. Y se alejó, muy despacio.

Faustino Sangelli se quedó helado frente a aquella mirada de indiferencia absoluta. Mientras sonreía, mientras besaba, con los labios ardientes, el templado y pequeño seno blanco de Lillì, y obligaba a aquel hombre a encerrarse en una habitación con un brasero encendido para asfixiarse, la imagen de lo que había sido había desaparecido, como una sombra. Y de repente otra sombra la sustituía, la sombra miserable de sí mismo, una sombra irreconocible, si aquel hombre no lo había reconocido, después de dieciséis años: los dieciséis años de todos sus sueños desvanecidos, y de tantos problemas y amarguras; los dieciséis años que lo habían hecho envejecer precozmente, que le habían traído la desgracia de aquella mujer y el tormento de aquellos hijos.

Con prisa, enfurecido, con la excusa de la caída de aquel niño evitada a tiempo, mientras, entre el clamor creciente, la sirena de la chimenea lanzaba el ronco y formidable silbido, aferró a los otros dos, fue a buscar a su mujer y los llevó abajo, a los camarotes.

—¡Vamos a dormir!

Pero Ninì quería una galleta, Bicetta agua, Carluccio la trompeta.

—¡A dormir! ¡A dormir! ¿Habéis oído al coco?

—Oh, Dios, Faustino, ¿no es pronto?

—¡Qué pronto! ¡Es mejor si estás tumbada antes de que salgamos del puerto! ¡Abajo! ¡Abajo!

—¡Papá, la trompa!

—Oh Dios, Faustino, me mareo…

—¡Pero si aún estamos parados! ¡Si no se mueve!

—¡Una galleta, papá!

—Papá, ¿cuándo beberé agua?

—¡Abajo! ¡Abajo! ¡Abajo beberás!

—Oh Dios, Faustino…

—Cuerpo de… ¿Justo aquí?… ¡Camarero! ¡Camarero!

Aquella delicia había durado toda la noche. ¡Si hubiera habido mala mar! ¿Qué? Era una tabla. ¡Y qué gritos! ¡Qué gritos!

—¡Cállate! ¡Parece que te estén desollando!

—¡Oh, Dios, me muero! ¡Aguántame, Faustino! Ah, no llego… no llego… ¡Quiero bajar!

—Bajemos, papá.

—¡A casa, vamos a casa, papá!

—¡Mamá, Dios! ¡Tengo miedo, papá!

—¡Parad, por Dios! ¡Y tú túmbate, boca arriba, o me tiro al mar!

Faustino Sangelli solía ser muy paciente con su mujer y con sus hijos, pero aquella noche, en el mar, se había convertido en una fiera.

Como Dios quiso, hacia la medianoche, su mujer se adormeció y los niños se durmieron.

Él se quedó un rato en la litera, sentado, con los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos. Y sentado así, en cierto momento vio que emergía ante sus ojos la barriguita que le había crecido unos años atrás; y casi por escarnio vio colgar de la cadena del reloj una medalla de oro, el vulgar premio de un mísero concurso que había ganado. Con dieciocho años, enamorado de Lillì, había soñado la gloria. Había acabado como profesor de liceo, aunque no del todo miserable porque su mujer le había traído una buena dote. ¡Ah, Dios, necesitaba tomar un poco de aire! ¡Sentía que se ahogaba!

Apagó la lámpara eléctrica; salió del camarote; atravesó el pasillo un poco tambaleante y apoyándose en las paredes de madera, y subió a la cubierta.

La noche era muy oscura, empolvada de estrellas. Los mástiles del buque vibraban por los movimientos de la máquina y de la chimenea salía, continuo, un penacho de humo denso y rojizo. El mar, completamente negro, roto por la proa, se abría espumeante a ambos costados del barco. Todos los pasajeros se habían retirado a sus camarotes.

Faustino Sangelli se subió el cuello del gabán; se ajustó la boina de viaje; paseó un rato sobre el puente reservado a la primera clase; miró a los pasajeros de tercera tumbados como animales en la cubierta, durmiendo con las cabezas sobre sus fardos, alrededor de la boca de la bodega. Luego, levantando la cabeza, vio al otro lado, sobre el puente de popa reservado a los pasajeros de segunda, a un hombre —¿él?— cerca de la baranda, apoyado en uno de los palos de hierro que sostenían el toldo.

En la oscuridad no lo distinguía bien. Pero parecía él, Silvestro Crispo. Tenía que ser él. Tal vez, antes de que lo divisara entre los pasajeros que salían de Nápoles, él mismo lo había visto. Y tal vez cuando, aguantando al niño que estaba a punto de caer, se había levantado mirándolo, la mirada que aquel le había dirigido con el rabillo del ojo no era de indiferencia, sino de desdén y quizás de odio. Ahora allí, parado, encogido de hombros, él también con el cuello del gabán subido y la boina bien clavada en la cabeza, miraba el mar. Pero no había nada que mirar, en aquellas tinieblas. Entonces, pensaba. Él también, sabiendo que el antiguo rival viajaba en el mismo barco, no podía dormir aquella noche. ¿En qué estaría pensando?

Faustino Sangelli se quedó un buen rato espiándolo, con una pena, que creciendo poco a poco, se volvía más amarga y angustiosa: pena de la vida que es así; pena de las memorias que duelen, como si los dolores presentes no le bastaran al corazón de los hombres. Pero lentamente aquella pena empezó a evaporarse, en la vastedad sin confines, tenebrosa, bajo aquel polvo de estrellas, y se vio, se sintió pequeñísimo, y pequeñísimo vio a su rival; pequeñísima era su miseria ahogándose en el sentimiento, que se le alargaba desmesurado, de la vanidad de todas las cosas. Entonces, amargamente ofendido, se persuadió a disfrutar del mar tranquilo y del sueño de su mujer y de sus hijos para dormir él también, hasta la llegada a Sicilia, durante el día claro.

Así hizo. Pero su filosofía le falló de nuevo, apenas el buque estuvo a punto de doblar el Monte Pellegrino y entrar en el golfo de Palermo. Ahora la mujer se había vuelto muy valiente, una leona, y también sus hijos, tres leoncitos. Querían subir al puente, enseguida, para disfrutar de la magnífica vista de la entrada en Palermo.

—¡No, señores! ¡No lo permito! ¡Esperad a que el barco se pare!

—¡Dios, Faustino, pero si todos los demás pasajeros ya están arriba!

—Bien. Y vosotros abajo.

—¿Por qué?

—¡Porque lo digo yo!

¡Adivínese si quería que el otro lo viera a la luz del día, con aquella mujer tan abollada y despeinada, con aquellos tres niños con la ropa sucia y arrugada!

Cuando, finalmente, el barco amarró y desde la grada fue lanzada la rampa de desembarque: ¡fuera! ¡Con furia! El mozo adelante, con las maletas, Faustino detrás con los dos niños, uno en cada mano; la mujer tras él, con Bicetta. Pero, al llegar a la mitad de la rampa, mirando por casualidad debajo del techo del muelle a la gente que asistía al desembarco de los pasajeros, Faustino Langella no vio y no entendió nada más.

Allí, en el muelle, debajo del techo, estaba Lillì, que había venido con su niño a recibir a su marido. Lillì que lo miraba, sorprendida, con los ojos desorbitados, más que sorprendida, casi oprimida por la sorpresa.

La entrevió apenas. El mismo rostro, el mismo cuerpo —sólido, esbelto, curvilíneo—. Solo le pareció que tuviera el pelo teñido, dorado. El muelle, la muchedumbre, las maletas, la grada, el techo, todo giró a su alrededor. Hubiera querido hundirse, desaparecer. ¿Dónde estaba el mozo? ¿A quién cogía de la mano? Se metió en la oficina de aduana pero, mientras los aduaneros revisaban sus maletas, vio a Silvestro Crispo que atravesaba la oficina, hosco y solo.

¿Cómo? ¿Entonces Lillì no había visto a su marido? ¿Había dejado que pasara ante sus ojos sin darse cuenta? Después de haber venido a propósito, tan temprano, para recibirlo a su llegada. Entonces, ¿la vista inesperada de él, de Faustino, después de tantos años, le había provocado una impresión tal? ¡Y quién sabe qué escena ocurriría, en breve, en casa, cuando ella, volviendo con el niño, encontrara a su marido, que ya había llegado; el marido adivinaría enseguida la razón por la cual ella no se había dado cuenta de su paso en el muelle de la grada!

Faustino Sangelli estuvo a punto de gozar perversamente de ello, pero, zarandeado con su mujer y sus tres hijos dentro de un enorme y arruinado autobús de hotel, entre el estruendo, por la avenida de Quattro Venti, vio que lo alcanzaba una carroza, que lentamente se disponía a seguir al enorme bus ruidoso.

En la carroza estaba Lillì con su niño.

Faustino Sangelli sintió que le arrancaban las vísceras y se le congelaba la respiración, y no supo dónde mirar para no ver a su antigua novia, que lo seguía y que lo miraba sorprendida, con los ojos desorbitados. Sufrió pasión y muerte. Aquellos ojos, tan sorprendidos, le decían cuánto había cambiado; lo miraban como desde un abismo, donde ahora el recuerdo de su imagen lejana se precipitaba, junto con cada nostalgia, junto con todo. Y al otro lado del abismo, en el bus tambaleante y ruidoso, estaba él, a lo que él se había reducido, entre aquellos tres hijos no muy hermosos y aquella mujer estúpida. Ah, saltar de aquel bus a aquella carroza, poner en el suelo al niño de ella y pegar su boca a aquella boca que había sido suya tantos años atrás; cometer la última locura, huir… ¿Por qué ella lo miraba así? ¿En qué pensaba? ¿Qué quería? Bajaba la cabeza hacia el niño que estaba sentado a su lado, luego la levantaba y sonreía, sonreía mirando hacia Faustino, meneando levemente la cabeza. ¿Se burlaba de él? Entre espinas, temiendo que su mujer, mirando hacia aquella carroza, se diera cuenta de su exaltación, se puso en las rodillas a uno de sus hijos, le rascó con una mano la barriguita y empezó a reír, a reír él también, a reír para hacerle, a su vez, el último desaire a Lillì, que continuaba siguiéndolo, sin haberse dado cuenta de su marido, que había llegado con él.

—¡Has madrugado, y ahora en casa verás, querida, verás!

Pensaba; y reía, reía. Pero como una caracola en el fuego.8

7 En el texto original las locuciones que abren el cuento aparecen en dialecto napolitano.

8 En Sicilia es costumbre comer caracolas a la brasa: la comparación remite a ese sonido particular.