NADA

La carroza, que corre fragorosa en la noche por la plaza desierta, se detiene ante la claridad fría de los cristales opacos de una farmacia, en la esquina de via San Lorenzo. Un señor con un abrigo de piel se acerca a la manija de aquella vidriera, para abrirla. La gira hacia un lado, hacia el otro, ¡diablos!, no se abre.

—Pruebe a tocar el timbre —sugiere el cochero.

—¿Dónde, cómo se toca?

—Mire, ahí está el timbre. Apriételo.

Aquel señor aprieta con una rabia furiosa.

—¡Qué asistencia nocturna!

Y las palabras, bajo la luz de la farola roja, se evaporan en el hielo de la noche, casi convirtiéndose en humo.

De la estación cercana se oye el silbido quejumbroso de un tren que parte. El cochero saca el reloj; se inclina hacia una de las farolas; dice:

—Eh, son casi las tres…

Finalmente, el joven dependiente de la farmacia, aún soñoliento, con el cuello de la americana subido hasta las orejas, acude a abrir.

Y enseguida el señor le dice:

—¿Hay un médico?

Pero el joven, sintiendo en el rostro y en las manos el hielo de afuera, se encoge, levanta los brazos, aprieta los puños y empieza a frotarse los ojos, bostezando:

—¿A estas horas?

Luego, para interrumpir las protestas del cliente (sí, Dios mío, sí, toda aquella furia, sí, con razón, ¿quién dice que no?, pero tendría que entender que a aquellas horas él también tiene razones para tener sueño), se quita las manos de los ojos y primero le indica que espere, luego que lo siga por detrás del mostrador, al laboratorio de la farmacia.

Mientras tanto, el cochero que se ha quedado fuera, baja del pescante y quiere tomarse la satisfacción de desabrocharse los pantalones para hacer allí, sin disimulo, en la amplia plaza desierta, atravesada por las iluminadas vías de los tranvías, lo que de día no es lícito sin los debidos reparos.

Porque también es un placer —mientras alguien lucha, víctima de algún engorro por el cual tiene que pedir ayuda y asistencia a los demás—, atender así, tranquilamente, a la satisfacción de una pequeña necesidad natural, y ver que todo se queda en su sitio: las encinas negras en fila que bordean la plaza, los altos tubos de arrabio que sustentan la trama de los hilos del tranvía, todas aquellas vanas lunas en la cima de las farolas, y las oficinas de aduana al lado de la estación.

El laboratorio de la farmacia, con los techos bajos, lleno de estanterías, está a oscuras y apesta por el hedor de los medicamentos. Parece que una sucia lámpara de aceite, encendida delante de una imagen sagrada sobre el borde de la estantería, frente a la entrada, no tenga ganas de dar luz ni a sí misma. La mesa de en medio, ocupada por frascos, vasos, básculas, morteros y embudos, impide ver, en un primer momento, si en aquel desgastado sofá de cuero, debajo de aquella estantería frente a la entrada, se ha quedado durmiendo el médico de guardia.

—Aquí está —dice el joven dependiente de la farmacia, señalando a un hombre relleno que duerme penosamente, acurrucado y chapucero, con el rostro aplastado contra el respaldo.

—¡Pues llámelo, por Dios!

—¡Eh, como si fuera fácil! Es capaz de darme una patada, ¿sabes?

—Pero, ¿es médico?

—Sí, es médico, es médico. El doctor Mangoni.

—¿Y da patadas?

—Entenderá, si lo despertamos a estas horas…

—¡Lo despierto yo!

Y el señor, firme, se inclina sobre el sofá y sacude al durmiente.

—¡Doctor! ¡Doctor!

El doctor Mangoni muge entre la barba desgreñada que le invade las mejillas casi hasta debajo de los ojos; luego aprieta los puños sobre el pecho y levanta los codos para estirarse; finalmente se queda sentado, encorvado, con los ojos aún cerrados debajo de las cejas arqueadas. Una pernera del pantalón se le ha subido hasta la gruesa pantorrilla y descubre los calzoncillos de tela atados a la antigua manera, con una cuerda sobre la ruda media de algodón negro.

—Doctor, enseguida… por favor —dice impaciente el señor—. Se trata de un caso de asfixia.

—¿Por carbón? —pregunta el doctor, volviéndose pero sin abrir los ojos. Levanta la mano en un gesto melodramático e, intentando sacar voz de la garganta aún adormecida, empieza a cantar el aria de «La Gioconda»9: ¿Suicidio? In questi fieeeeriii momenti…

Aquel señor reacciona con un gesto de estupor e indignación. Pero el doctor Mangoni enseguida inclina la cabeza hacia atrás y abriendo un ojo solo, dice:

—Perdone, ¿se trata de un pariente suyo?

—¡No, señor! ¡Pero, se lo ruego, actúe rápidamente! Le explicaré por el camino. Aquí está la carroza. Si tiene que coger algo…

—Sí, dame… dame… —empieza a decirle al joven dependiente de la farmacia el doctor Mangoni, intentando levantarse.

—Yo me ocupo, señor doctor —contesta aquel, girando la llave de la luz eléctrica y moviéndose de pronto, con una prisa alegre que impresiona al cliente nocturno.

El doctor Mangoni retuerce la cabeza para defender sus ojos de la súbita luz, como un buey que se preparara para cornear.

—Sí, bravo, hijo —dice—. Me has cegado. Oh, ¿y mi yelmo? ¿Dónde está?

El yelmo es el sombrero. Lo tiene, sí. Tenerlo, sí, lo tiene. Recuerda haberlo puesto, antes de dormirse, sobre el taburete al lado del sofá, ¿dónde se habrá metido?

Se pone a buscarlo. También el cliente lo ayuda; luego también el cochero, que ha entrado para resguardarse al calor de la farmacia. Mientras tanto, el dependiente tiene tiempo de preparar un gran paquete de remedios urgentes.

—¿Doctor, tiene la jeringa para las inyecciones?

—¿Yo? —se gira para contestarle el doctor Mangoni, con una estupefacción que provoca en aquel momento una explosión de risas.

—Bien, muy bien. Entonces: cataplasmas con mostaza, ¿ocho bastarán? Cafeína, estricnina. Una jeringuilla. ¿Y el oxígeno, doctor? Imagino que necesitará mucho oxígeno.

—¡Necesito el sombrero! ¡El sombrero! ¡El sombrero antes que nada! —grita el doctor Mangoni, entre los resoplidos. Y explica que, por otro lado, le tiene mucho cariño a aquel sombrero, porque es un sombrero histórico, comprado alrededor de once años atrás con ocasión de los solemnes funerales de Sor Maria dell’Udienza, superiora del refugio nocturno del callejón del Falco, en el Trastevere, donde a menudo va a comer una óptima menestra, económica, y a dormir, cuando no está de guardia en las farmacias.

Por fin encuentran el sombrero, no allí en el laboratorio, sino debajo del mostrador de la farmacia. El gatito ha estado jugando con él.

El cliente arde de impaciencia. Pero tiene lugar otra larga discusión, porque el doctor Mangoni, con el sombrero de copa magullado entre las manos, quiere demostrar que el gatito, sí, sin duda, ha jugado con él, pero que también el joven dependiente de la farmacia ha tenido que darle, además, una buena patada debajo del mostrador. Basta. Un gran puño adentro del sombrero y el doctor Mangoni se lo pone en la cabeza, inclinado hacia delante, un poco a la izquierda.

—¡A sus órdenes, apreciadísimo señor!

—Se trata de un pobre joven —enseguida empieza a explicar el señor, subiendo a la carroza y extendiendo la manta sobre las piernas del doctor y sobre las suyas.

—¡Ah, bravo, gracias!

—Un pobre joven que mucho me había recomendado mi hermano, para que le encontrara un trabajo. Eh, ¿entiende?, como si fuera la cosa más fácil del mundo: pim pam y hecho. La historia de siempre. Parece que los de la provincia vivan en otro mundo: creen que es suficiente venir a Roma para encontrar un empleo: pim pam y listo. Mi hermano también, ¡sí, señor!, me ha hecho este lindo regalo. Uno de los típicos inadaptados, sabe: hijo de un granjero, muerto dos años atrás, que trabajaba al servicio de mi hermano. Viene a Roma, ¿a hacer qué? Nada: de periodista, dice. Me presenta sus títulos: la licencia del instituto y un borrador de versos. Dice: «Usted tiene que encontrarme trabajo en un diario». ¿Yo? ¡Cosas de locos! Enseguida muevo hilos para hacerle obtener la repatriación de la comisaría. Mientras tanto, ¿podía dejarlo en medio de la calle, por la noche? Estaba casi desnudo; muerto de frío, con un traje de tela que revoloteaba sobre su piel; y dos o tres liras en el bolsillo: no más. Lo alojo en una casita mía, aquí, en San Lorenzo, alquilada a unas personas… ¡dejémoslo! Gentuza que subalquila dos habitaciones amuebladas. Hace cuatro meses que no me pagan el alquiler. Me aprovecho de ello y lo pongo a dormir allí. ¡Y está bien! Pasan cinco días; no hay manera de obtener el permiso de repatriación de la comisaría. La meticulosidad de estos empleados: son como los pájaros, ¿sabe? ¡Cagan en cualquier parte, con perdón! Para emitir aquel documento tienen que tramitar no sé qué allí en el pueblo; luego aquí en la comisaría. Basta. Esta noche estaba en el teatro, en el Nazionale. Llega, completamente asustado, el hijo de mi inquilina a las doce y cuarto, porque aquel desgraciado se ha encerrado en la habitación, dice, con un brasero encendido. Desde la siete de la tarde, ¿lo entiende?

En este punto, el señor se inclina un poco para mirar en el fondo del vehículo al doctor que, durante el relato, no ha dado señales de vida. Temiendo que se haya dormido de nuevo, repite más fuerte:

—¡Desde la siete de la tarde!

—¡Qué bien trota este caballito! —le dice entonces el doctor Mangoni, voluptuosamente tumbado.

Aquel señor se queda atónito, como si en la oscuridad hubiera recibido un puñetazo en la nariz.

—Perdone, doctor, ¿me ha escuchado?

—Sí, señor.

—Desde las siete de la tarde. De las siete a medianoche, cinco horas.

—Exactas.

—¡Pero, respira, sabe! Apenas. Está entumecido y…

—¡Qué belleza! Hará… sí, espere, tres… no, ¿qué digo, tres? Hará al menos cinco años que no voy en carroza. ¡Qué bien se está!

—Perdone, estoy hablando con usted…

—Sí, señor. Pero tenga paciencia, ¿cómo quiere que me importe la historia de este desgraciado?

—Para decirle que hace cinco horas que…

—¡Y está bien! Ahora veremos. ¿Usted cree que le está haciendo un favor?

—¿Cómo?

—¡Sí, con perdón! Una herida durante una pelea, una teja en la cabeza, una desgracia cualquiera… ayudar, llamar al médico, lo entiendo. Pero, con perdón, ¿un pobre hombre que se acurruca, calladito, para morir?

—¿Cómo? —repitió aquel señor, cada vez más asombrado.

Y el doctor Mangoni, tranquilísimo:

—Tenga paciencia. El pobrecito ya había hecho lo que podía. En lugar de pan, se había comprado carbón. Me imagino que habrá cerrado la puerta, ¿no?, tapado todos los agujeros; tal vez antes habrá fumado opio; habían pasado cinco horas, ¡y usted lo va a molestar en el mejor momento!

—¡Usted bromea! —grita el señor.

—No, no: hablo en serio.

—¡Por Dios! —salta el señor—. ¡Me parece que yo he sido molestado! Han venido a llamarme…

—Lo entiendo, ya, al teatro.

—¿Tenía que dejarlo morir? Entonces tendría otros problemas, ¿no es cierto? Como si no fueran suficientes los que ya me ha causado. ¡Perdone, pero estas cosas no se hacen en casa de los demás, perdone!

—Ah, sí, sí, en eso tiene razón —reconoce con un suspiro el doctor Mangoni—. Podía irse a morir a otro lado, dice usted. Tiene razón. ¡Pero la cama tienta, sabe! Tienta, tienta. Morir en el suelo, como un perro… ¡Deje que lo diga uno que no la tiene!

—¿Qué?

—Una cama.

—¿Usted?

El doctor Mangoni tarda en contestar. Luego, lentamente, con el tono de quien repite algo ya dicho muchas otras veces:

—Duermo donde puedo. Como cuando puedo. Visto como puedo.

Y añade enseguida:

—Pero no crea, oh, que eso me aflige. Todo lo contrario. Soy un gran hombre, ¿sabe? Dimisionario.

Aquel extraño tipo de médico, que ha encontrado así, por casualidad, provoca la curiosidad del señor, que ríe, preguntándole:

—¿Dimisionario? ¿Qué quiere decir dimisionario?

—Que entendí a tiempo, querido señor, que nada tiene valor. Y que, al contrario, cuanto más nos afanamos en volvernos grandes, más pequeños nos hacemos. Necesariamente. Perdone, ¿usted está casado?

—¿Yo? Sí, señor.

—Parece que haya suspirado diciendo que sí, señor.

—No, no he suspirado, para nada.

—Entonces es suficiente. Si no ha suspirado, no hablemos más del tema.

Y el doctor Mangoni vuelve a acurrucarse al fondo del vehículo, dando a entender de esta manera que no le parece adecuado continuar con la conversación. Al señor le sabe mal.

—¿Qué tiene que ver mi mujer, con perdón?

El cochero, en este punto, se gira desde el pescante y pregunta:

—En fin, ¿dónde es? ¡A punto estamos de llegar a Campoverano!10

—¡Uh, ya! —exclama el señor—. ¡Vuelve atrás! ¡Vuelve! Hemos pasado la casa hace un buen rato.

—Qué lástima volver atrás —dice el doctor Mangoni—, cuando casi se ha llegado al destino.

El cochero da la vuelta, blasfemando.

Una escalera oscura que parece un antro barrancoso: tétrica, húmeda, fétida.

—¡Ay! Maldición. ¡Dios, Dios, Dios!

—¿Qué pasa? ¿Se ha hecho daño?

—En el pie. Ay, ay, ay. ¿No tendría un fósforo, con perdón?

—¡Maldición! Estoy buscando la cajita. ¡No la encuentro!

Finalmente, se entrevé un centelleo, que llega de una puerta abierta en el rellano de la tercera planta de la escalera.

Cuando la desventura entra en una casa, tiene esto de peculiar: que deja la puerta abierta, para que cualquier extraño pueda entrar y curiosear.

El doctor Mangoni, cojeando, sigue al señor, que atraviesa una mísera sala con una pequeña lámpara de petróleo en el suelo, cerca de la entrada; luego, sin pedirle permiso a nadie, avanzan por un pasillo oscuro con tres puertas: dos están cerradas, la otra, al fondo, abierta y débilmente iluminada. El doctor, con el dolor de aquel esguince en el pie, encontrándose con la bolsa de oxígeno en la mano, siente la tentación de arrojarla a los hombros de aquel señor; pero la pone en el suelo, se detiene, se apoya en la pared con una mano y con la otra, después de haber levantado el pie, se aprieta fuerte el empeine, intentando moverlo para un lado y para el otro, con el rostro arrugado.

Mientras tanto, en la habitación del fondo del pasillo, ha empezado —quién sabe por qué— una pelea entre aquel señor y los inquilinos. El doctor Mangoni deja caer el pie y hace ademán de moverse, para ver qué ha pasado, cuando ve a aquel señor venírsele encima como una tormenta, gritando:

—¡Sí, sí, estúpidos! ¡Unos estúpidos! ¡Estúpidos!

Consigue evitarlo a tiempo; se gira, lo ve tropezar con la bolsa de oxígeno.

—¡Despacio! ¡Despacio, por caridad!

¡Qué! Aquel le da una patada a la bolsa, otra vez se la encuentra entre los pies, de nuevo está a punto de caerse y, blasfemando, se escapa, mientras en el umbral de la habitación del fondo del pasillo aparece un viejo achaparrado y torpe en zapatillas y papalina, con una gruesa bufanda de lana verde en el cuello, de donde emerge un rostro enorme, hinchado y morado, iluminado por la vela esteárica que sostiene en una mano.

—Perdone… digo, ¿era mejor dejarlo morir aquí, esperando al médico?

El doctor Mangoni cree que se dirige a él y le contesta:

—Aquí estoy, soy yo.

Pero aquel levanta y extiende la mano con la vela esteárica; lo observa y como atontado le pregunta:

—¿Usted? ¿Quién es?

—¿No hablaba del médico?

—¿Qué médico? ¡Pero qué médico! —contesta, gritando, desde la otra habitación, una voz de mujer.

Y se precipita en el pasillo la mujer de aquel digno viejo, en zapatillas y papalina, alarmada, con una nube de pelo gris rizado por el aire, los ojos velados, arrugados y llorosos, la boca cortada en transversal, obscenamente pintada, que le arde convulsa. Levantando la cabeza de un lado para observar mejor, añade imperiosa:

—¡Puede irse! ¡Ya puede irse! ¡No lo necesitamos! ¡Lo hemos hecho trasladar al policlínico, porque se estaba muriendo!

Y golpeando violentamente el brazo del marido:

—¡Haz que se vaya!

Pero el marido pega un grito y da un salto porque, al ser golpeado así, en el brazo, le han caído en los dedos unas gotas de cera caliente:

—¡Eh, despacio, Dios santo!

El doctor Mangoni protesta, pero sin demasiado énfasis, que no es un ladrón ni un asesino que pueden echar de aquella manera; que si ha venido es porque han ido a buscarlo a la farmacia; que por el momento ha ganado solamente un esguince en el pie, y por eso pide que lo dejen sentarse un momento.

—Claro, aquí, siéntese, póngase cómodo, señor doctor —se apresura a decirle el viejo, llevándolo a la habitación del fondo del pasillo, mientras su mujer, siempre con la cabeza levantada de un lado para mirar como una gallina fastidiada, lo espía, impresionada por aquella barba feroz hasta debajo de los ojos.

—Mira tú si por haber hecho el bien —dice ahora, más calmada, como una justificación—, ¡uno tiene que soportar también los reproches!

—Ya, los reproches —añade el viejo, poniendo la vela encendida en el agujero del candelero, sobre la mesita de noche, al lado de la cama vacía y deshecha, cuyas almohadas aún conservan la huella de la cabeza del joven suicida. Luego se quita de los dedos, quieto, algunas gotas condensadas de cera y continúa—, porque dice que no, señores, no había que llevarlo al hospital, no.

—¡Estaba todo negro! —grita, saltando, la mujer—. Ah, aquella carita. Parecía chupada. ¡Y qué ojos! Y aquellos labios, negros, que descubrían aquí, aquí, los dientes, apenas. Ya sin aliento…

Y se cubre el rostro con las manos.

—¿Teníamos que dejarlo morir sin ayuda? —pregunta de nuevo, plácidamente, el viejo—. ¿Sabe por qué se ha enfadado? Porque sospecha, dice, que aquel pobre joven sea un hijo ilegítimo de su hermano.

—Y nos lo había dejado aquí —continúa la mujer, poniéndose de nuevo de pie, no se sabe si por rabia o por la emoción—. Aquí, para que en mi casa sucediera esta tragedia, que no terminará ahora porque mi hija, la mayor, se ha enamorado de él, ¿lo entiende? Como una loca, viéndolo morir —ah, ¡qué espectáculo!— se lo ha cargado al cuello, ¡no sé cómo ha podido!, y se lo ha llevado con la ayuda de su hermano, por la escalera, esperando encontrar una carroza por la calle. Quizás la hayan encontrado. Y mire, mire a mi otra hija, cómo llora.

El doctor Mangoni, entrando, ya había entrevisto en el comedor a una joven rubia despeinada, concentrada en la lectura, con los codos en la mesa y la cabeza entre las manos. Lee y llora, sí; pero con el corpiño desabrochado y la rósea y exuberante redondez del seno casi totalmente descubierta, bajo la luz amarilla de la lámpara.

El viejo padre, hacia quien el doctor Mangoni se dirige ahora, como atontado, hace gestos de admiración con las manos. ¿Sobre el seno de su hija? No. Sobre lo que la hija está leyendo entre tantas lágrimas. Los poemas del joven.

—¡Un poeta! —exclama—. Un poeta que, si usted oyera… ¡Oh, cosas! ¡Cosas! Soy un aficionado, profesor de letras jubilado. Grandes cosas, grandes cosas.

Y se va a otro lado para coger algunos de aquellos poemas, pero su hija los defiende con rabia, por miedo a que su hermana mayor, cuando regrese con el hermano del hospital, ya no la deje leerlos, porque querrá custodiarlos con celo, como un tesoro del cual solo ella tiene que ser la heredera.

—Al menos algunos de los que ya has leído —insiste tímidamente el padre. Pero aquella, con todo el pecho sobre los papeles, pataleando, grita—: ¡No! —luego los recoge de la mesa, se los aprieta con las manos sobre el seno descubierto y se los lleva a otra habitación.

Entonces el doctor Mangoni se vuelve de nuevo a mirar aquella triste cama, que vuelve vana su visita; luego mira la ventana que, no obstante el hielo de la noche, se ha quedado abierta, en aquella habitación lúgubre, para que se evapore el hedor del carbón.

La luna ilumina el espacio de aquella ventana. En la noche alta, la luna. El doctor Mangoni se la imagina, como tantas otras veces, errando por calles remotas, la ha visto, cuando los hombres duermen y ya no la ven, sumergida y como perdida en lo alto de los cielos.

La miseria de aquella habitación, de toda aquella casa —que es una de tantas casas humanas— donde bailotean tentadoras, para perpetuar la inútil miseria de la vida, dos tetas de mujer como las que acaba de entrever, bajo la luz de la lámpara en la otra habitación, le infunde un desaliento tan frío y una irritación tan agria que no puede permanecer sentado.

Se levanta, resoplando, para irse. En fin, vamos, se trata de uno de los casos que suelen ocurrirle cuando está de guardia en las farmacias nocturnas. Tal vez sea un poco más triste que los demás, si se tiene en cuenta que probablemente, ¡quién sabe!, aquel pobre joven era realmente un poeta. Pero, en este caso, mejor así: que haya muerto.

—Oiga —le dice al viejo que también se ha levantado para volver a coger la vela—, aquel señor que les ha reprochado y que ha venido a molestarme a la farmacia tiene que ser realmente un imbécil. Espere: déjeme hablar. No solo porque les ha echado la bronca, sino porque le he preguntado si tenía esposa y me ha contestado que sí, sin suspirar. ¿Me entiende?

El viejo lo mira con la boca abierta. Evidentemente no lo entiende. Lo entiende su mujer, que le pregunta rápida:

—¿Por qué tendría que suspirar quien dice que tiene esposa, según usted?

Y el doctor Mangoni, listo:

—Como me imagino que suspira usted, señora, si alguien le pregunta si tiene marido.

Y se lo señala. Luego continúa:

—Perdone, ¿si aquel joven no se hubiera matado, usted le daría a su hija como esposa?

Aquella lo mira durante un buen rato, de soslayo, y luego, como desafiándolo, le contesta:

—¿Y por qué no?

—¿Y se lo quedarían aquí, en esta casa, con ustedes? —vuelve a preguntar el doctor Mangoni.

Y aquella, de nuevo:

—¿Y por qué no?

—Y usted —sigue preguntando el doctor Mangoni, dirigiéndose al viejo marido—, ¿usted que es un aficionado, profesor de letras jubilado, le aconsejaría que imprimiera aquellos poemas suyos?

Para no ser menos que la mujer, el viejo contesta él también:

—¿Y por qué no?

—Por tanto —concluye el doctor Mangoni—, lo siento, pero tengo que decirles que ustedes son al menos dos veces más imbéciles que aquel señor.

Y les da la espalda para irse.

—¿Se puede saber por qué? —le grita a sus espaldas la mujer, encolerizada.

El doctor Mangoni se detiene y le contesta plácidamente:

—Tenga paciencia. Admitirá que aquel pobre joven tal vez soñaba con la gloria, si escribía poemas. Ahora piense un poco en qué se convertiría la gloria, tras imprimir sus poemas. Un pobre e inútil volumen de versos. ¿Y el amor? ¿El amor es la cosa más viva y más santa que podamos sentir en la tierra? ¿En qué se convertiría? El amor: una mujer. Es más, peor, una esposa: su hija.

—¡Oh! ¡Oh! —lo amenaza la aludida, casi rozando su rostro con sus manos—. ¡Tenga cuidado con lo que dice sobre mi hija!

—No digo nada —se apresura a protestar el doctor Mangoni—-. Es más, me la imagino bellísima y llena de todo tipo de virtudes. Pero es siempre una mujer, mi querida señora, que después de poco tiempo —Dios santo— sabemos bien a qué estado quedará reducida, con la miseria y los hijos. Y el mundo, dígame, el mundo donde yo ahora con este pie que me duele tanto voy a perderme, el mundo, imagínese usted, querida señora, ¡en qué se le convertiría! Una casa. Esta casa. ¿Lo ha entendido?

Y moviendo las manos en curiosos gestos de náusea y de desdén, se va, cojeando y mascullando:

—¡Qué libros! ¡Qué mujeres! ¡Qué casa! Nada… nada… nada… ¡Dimisionario! ¡Dimisionario! Nada.

9 Ópera de Amilcare Ponchielli, con libreto de Arrigo Boito.

10 Cementerio romano.